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Para Alonso Zamora Vicente a la salida de A traque barraque

José García Nieto





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Las palabras en la ciudad no saben
a dónde van ni de dónde vienen. Surgen, cantando,
vuelan a veces
como si un viento de marzo
las hubiera
levantado
cuando pasaban por el centro de la plaza,
cuando esperaban a la vuelta de la esquina, paseando,
sin ir a ningún sitio
determinado,
contoneándose
despacio.
Las palabras, mire usted, las palabras
son la pequeña música del barrio.
Un organillo gigante las hace girar
y levanta sus faldas por encima de los tejados.
Ellas se unen como niñas y juegan en un corro
mágico
para ver
los soldados
de Cataluña,
para jugar al «dao
en
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alto»,
para que la perseguida más de cerca
se pueda encontrar en un alero a salvo.
Suenan, se amaneran, se confunden, recuerdan,
se enronquecen, se amadaman adelgazando;
repiten, picotean
como los pájaros;
aunque no le eches migas en el parque,
aunque se espanten a veces cuando las llamas silbando.
Como gorriones, como palomas, como gallinas caseras
    y únicas sobre el cemento del patio,
van y vienen, y quieren ser, y apenas son oídas,
recibidas, y se acurrucan temblando,
hasta que ya casi no parecen palabras
ni brillan en el rincón mojado,
aquellas que iban
para astros...
Hay que ser muy hábil y muy cuidadoso
y muy paternal y muy taimado
para acercarse poco a poco y lleno de amor a las palabras
    que salen de las cañerías
goteando,
y de la plataforma del tiovivo
donde echa pie a tierra el hombre que empuja los caballos,
y de las bodegas oscuras,
y de los fregadísimos sotabancos,
y de la vieja que repite
con sus resecos labios
la canción del transistor,
desgastando
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las pilas,
y los mandos...
Hay que acercarse con tiento:
¡Cuidado!
Y salta la palabra como una mariposa,
y parecía un escarabajo.
Nadie pregunta, nadie mira, nadie escucha,
y va el tiempo pasando,
mientras ellas se encaminan solas,
alígeras o renqueando,
hacia un paraíso
recobrado.
Bla-bla, chin-chin, ro-ro...
Y uno se va a trabajar en lo que salga, hablando,
hablando... Luego es cuando las cosas se apañan un poco,
pero mientras tanto...
Eso se llama el jornal
en toda tierra de garbanzos...
¿Dónde se ganan las palabras...?
¿Dónde se recogen...? ¿Cuándo...?
¿Se caen, maduras, de un guindo,
o, muertas, de un andamio...?
¿Dónde se compravenden...?
¡Vamos,
que lo doy
barato!
No sé lo que se saca
rezongando.
Porque después
de marzo
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viene abril,
y detrás de abril, mayo.
Y en el pecho de la buhardilla
-¡madre mía, qué abultado!-
prendidos con alfiler de la teuve
    se desangran -¡qué horror y qué cursi!-
los geranios.
Y allí
abajo,
muy abajo, el rojo
triángulo
de «ceda
el paso».
Pero las palabras pasan sin guardia,
sin prisas y sin pausas, y sin escándalo;
sin Goethe, sin Juan Ramón
y sin Abelardo,
porque las palabras tienen eso:
redaños.
Y suben, y bajan, y lloran, a traque barraque y a sorbos
    pequeños, a ahogos estrechos y a tragos
muy
largos,
cuando el cielo se cae de bruces
y el vino se pone morado
con la luz de neón tan moderna
en el zinc de antaño.
(Piensan las enamoradas,
piensan ha-bla-bla-bla-blando,
que nadie quiere abrazarlas
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y ya están en el abrazo).
Hay alguien que las escucha
y que, cuando van de vuelo, a la chita callando,
detiene el viento sólo
con una mano.
Es el buen pastor, el buen oidor,
el que conoce bien su rebaño,
el que junta las ovejas sin perro ni piedra,
y ellas le siguen, dóciles, al hato.
Yo conozco el nombre del pastor que nunca es carabero,
y sé algo
de los signos que, a punta de navaja,
traza meticuloso en su cayado...
Adivina, adivinanza,
¿cómo se llama el hidalgo?

JOSÉ GARCÍA NIETO





Apartado 245.

Madrid. - 3.



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