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Para una relectura de los clásicos españoles

Celina Sabor de Cortázar



portada



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Académicos de número

Presidente: Don Raúl H. Castagnino

Vicepresidente: Don Jorge Calvetti

Secretario general: Don Juan Carlos Ghiano

Tesorero: Don Jorge Vocos Lescano

Don Fermín Estrella Gutiérrez

Don Ángel J. Battistessa

Don Ricardo E. Molinari

Monseñor Octavio N. Derisi

Don Carlos Villafuerte

Don Federico Peltzer

Don Enrique Anderson Imbert

Don Luis Federico Leloir

Don Carlos Alberto Ronchi March

Don Elías Carpena

Doña Alicia Jurado

Don Antonio Pagés Larraya

Don Marco Denevi

Don Roberto Juarroz

Doña Jorgelina Loubet

Don Adolfo Pérez Zelaschi

Don Horacio Armani

Doña Ofelia Kovacci



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Académicos correspondientes

Don Aurelio Miró Quesada (Perú)

Don Julio César Chaves (Paraguay)

Don Luis Beltrán Guerrero (Venezuela)

Don Pedro Grases (Venezuela)

Don Pedro Laín Entralgo (España)

Don Rafael Lapesa (España)

Don Alonso Zamora Vicente (España)

Don Juan Draghi Lucero (Mendoza, República Argentina)

Don Roberto García Pinto (Salta, República Argentina)

Don Emilio Carilla (Tucumán, República Argentina)

Don Paulo Estevao de Berredo Carneiro (Brasil)

Don Alberto Wagner de Reyna (Perú)

Don Arturo Úslar Pietri (Venezuela)

Don Ramón García Pelayo y Gross (Francia)

Don Dámaso Alonso (España)

Don José Manuel Rivas Sacconi (Colombia)

Don Rodolfo A. Borello (Mendoza, República Argentina)

Don Franco Meregalli (Italia)

Don Diego F. Pró (Mendoza, República Argentina)

Don Adolfo Ruiz Díaz (Mendoza, República Argentina)

Don Rodolfo Oroz Scheibe (Chille)

Don Léopold Sédar Senghor (Senegal)

Don Austregésilo de Athayde (Brasil)

Don Arturo Sergio Visca (Uruguay)

Don Horacio G. Raya (Santiago del Estero, República Argentina)

Don Daniel Devoto (Francia)

Don Gianfranco Contini (Italia)

Don Paul Verdevoye (Francia)

Don Juan Bautista Avalle-Arce (Estados Unidos de Norte América)

Don Juan Filloy (Río Cuarto, Córdoba, República Argentina)

Don Federico E. Pais (Catamarca, República Argentina)

Don Guillermo L. Guitarte (Estados Unidos de Norte América)

Doña Emilia Puceiro de Zuleta (Mendoza, República Argentina)

Don Germán García (Bahía Blanca, Buenos Aires, República Argentina)

Don Domingo A. Bravo (La Banda, Santiago del Estero, República Argentina)

Don Gastón Gori (Santa Fe, República Argentina)

Don Óscar Tacca (Resistencia, Chaco, República Argentina)

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Don Alfredo Veiravé (Resistencia, Chaco, República Argentina)

Doña María B. Fontanella de Weinberg (Bahía Blanca, Buenos Aires, República Argentina)

Don Roque Esteban Scarpa Straboni (Chile)

Don Luis Rosales (España)

Doña Elena Rojas Mayer (Tucumán, República Argentina)

Don L. Eduardo Brizuela (San Juan, República Argentina)

Doña Ángela B. Dellepiane de Block (Estados Unidos de Norte América)

Don José Antonio León Rey (Colombia)

Don Luis Alberto Sánchez (Perú)

Don Roberto Paoli (Italia)

Don Jorge Hurmuziadis (Grecia)



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ArribaAbajoPerfil amical

No es éste un prólogo de rigor científico ni erudito análisis de la obra de Celina Sabor de Cortázar, a la que antecede. Es, sí, amistosa recordación de la extinta académica, cuyo inesperado deceso no terminamos de llorar los cofrades que la tratamos y supimos de sus bondades innatas; de sus sabios asesoramientos y acertadas sugestiones, en cada una de las oportunidades en que debimos requerirlos.

Estas palabras preliminares se proponen, tan sólo, la enumeración de algunos de sus antecedentes y obras, de cuya simple consignación emergen los méritos y valores proyectados por su condición de estudiosa incansable, por la rigurosidad de sus métodos de trabajo, por la amplitud de su información bibliográfica y la familiaridad con el manejo de fuentes.

Celina Sabor de Cortázar egresó de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y fue discípula distinguida de maestros ilustres que dieron brillo a las cátedras de literaturas hispánicas y de investigaciones filológicas.

Sabor y Cortázar: dos apellidos de grata resonancia para sobrevivientes condiscípulos que compartieron con Celina viejas aulas de la Facultad, durante los tiempos en que su sede estaba en la calle Viamonte. El de soltera, Sabor, común a cinco hermanas, todas diplomadas y pioneras en disciplinas   —12→   bibliotecológicas. El matrimonial, Cortázar, que asocia el recuerdo de Augusto Raúl, su esposo, sistematizador de los estudios folclóricos en el país.

Celina, con áureo galardón como mejor egresada de su promoción, se consagró con diligente aplicación a ahondar conocimientos en el campo específico de la literatura española de la Edad de Oro. Campo específico, pero no coto cerrado, porque la señora de Cortázar, paralelamente, intensificó estudios de lenguas clásicas, de analítica y teoría literaria, de metodologías críticas. En tal sentido, resulta aleccionador verificar cómo, desde sus tempranas investigaciones en torno de textos y autores hispanos de los siglos clásicos, se preocupó por aplicar metodologías actualizadas y conceptos de teoría literaria del más reciente cuño.

A partir de los comienzos de la década del sesenta, cuando da a conocer sus primeros estudios referidos a las letras españolas de los siglos XVI y XVII, Celina ya hubiera podido enorgullecerse -aunque el natural recato siempre se lo haya impedido- de que las páginas de las más prestigiosas revistas universitarias o de la especialidad, en el país y en el extranjero, estuvieran a su disposición. Así Universidad, de la Universidad del Litoral; Filología, de la de Buenos Aires; Cuadernos del Sur, de la de Bahía Blanca; Letras, de la Universidad Católica; Hispanic Review, de Filadelfia, entre otras, la requerirán por colaboradora natural en los temas de su campo. Pronto su erudición trascendió más allá de la inmediatez de lo local y cada vez que se programaron homenajes a venerados maestros de la especialidad o se proyectaron volúmenes colectivos en relación con fechas memorables, fue llamada a participar de los mismos. Así ocurrirá, entre otros, con el Homenaje a Lope de Vega, planeado por el Departamento de Letras de la Facultad de Humanidades, de La Plata; con el Homenaje a Marcos Morínigo, programado por Ínsula, de Madrid; con el Homenaje a Rafael Lapesa, convocado por la Editorial Gredos, en España; con los Homenajes a María Rosa y Raimundo Lida, de la revista Sur. Y no es del caso enumerar aquí las sustanciales ponencias enviadas a diversos congresos ni las injundiosas colaboraciones prodigadas en publicaciones de índole general.

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La obra escrita de Celina Cortázar circulada en libros individuales se distribuye en algunos volúmenes, concentrados en cuanto extensión y tamaño, pero hondos de contenido. Tales: La poesía de Garcilaso, de 1967; La poesía de Quevedo, de 1968. Otra parte de la producción escrita de Celina que encofra saberes y afanes eruditos, perdura en los escolios y notas de prolijas minucias filológicas de las varias ediciones que planeó, dirigió, anotó y comentó, como las de El alcalde de Zalamea, de 1976; de Lazarillo de Tormes, de 1968; de Recopilación en metro, de Sánchez de Badajoz, también de 1968; las cervantinas de El casamiento engañoso, El coloquio de los perros, ambas de 1972; de La Gatomaquia, en 1983; y La fuerza de la sangre y La Señora Cornelia, de Miguel de Cervantes, cuyas ediciones dejó preparadas.

Una treintena de ensayos, textos de conferencias en importantes tribunas, de seminarios y cursos universitarios han ido quedando paralelos a la marcha de la carrera docente cumplida en niveles de la enseñanza superior. Por comprensibles razones de espacio no es posible dar aquí pormenorizada cuenta de tan seria y altamente especializada escritura. Pero sí es factible escoger algunos ejemplos acabados de la misma. En la descripción elemental del muestreo se advertirá que las exposiciones de la señora de Cortázar nunca avanzaron por huellas trilladas; proyectaron siempre, sobre textos y autores, personales enfoques; siempre descubrieron aspectos novedosos que a las miradas más avizoras habían pasado inadvertidos.

Hoy que la metodología crítica se polariza entre historicismos de encuadres espacio-temporales y ahistoricismos atentos sólo al texto con exclusión de todo lo extratextual, quien siga la erudita producción de Celina Cortázar advertirá lo limitado de tal polarización. Pero, además, percibirá que en la misma queda omitida una tercera vía, de tránsito más arduo: la historia del texto, en sí y por sí; vía a la que no es fácil acceder, pues para recorrerla, son indispensables largo estudio, obstinado rigor y amplia gama de disponibilidades culturales. Además, la profesora Cortázar logró articular la «historia textual» con la llamada «crítica de fuentes», verdadera ciencia crenológica que dominaba.

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La solvencia con que Celina se movía en esos campos salta a la vista, particularmente frente a las ediciones críticas de textos del siglo de oro, como la de Don Quijote de la Mancha1, emprendida junto con Isaías Lerner y prologada por Marcos Morínigo. Por otra parte, cuando tuvo oportunidad de ir revisando distintas versiones e impresiones de un texto hasta llegar a la edición princeps o al manuscrito del mismo, practicó, avant la lettre, la denominada «crítica genética».

Otros ejemplos de penetración crítica de la ilustre colega, ya se encuentran en tempranas monografías, según puede verificarse recorriendo las Notas para el estudio de la estructura del «Guzmán de Alfarache» que, en 1962, publicó en la revista Filología (año VIII, 1962). La cuestión acerca de las continuas interferencias de lo discursivo y lo narrativo propiamente dicho dentro de la estructura de la novela de Mateo Alemán y el valor permanente de una y otra alternativa -hecho frente al cual se dividen los pareceres de la crítica- fue abordado por la señora de Cortázar en forma precisa, que puso fin a la cuestión. Para ello aunó el dominio de la disciplina crenológica -que le permitía en el manejo de fuentes un tipo de erudición cada vez más infrecuente, por lo arduo, por la paciencia y alta especialización que requiere- con las alternativas de un textualismo ahistoricista, que si en muchos analistas contemporáneos aparece como consecuencia de menor esfuerzo y pereza en la investigación, en Celina Cortázar produjo excelencias de conciliación de métodos y resultados sorprendentes en las conclusiones. En el estudio mencionado, con lúcida decisión separó el análisis de la estructura del Guzmán y las intenciones del autor. Hecho el deslinde, el problema de la estructura quedó ceñido al terreno estético. Y, desde él, saltaron a la vista fallas en la capacidad creadora de Mateo Alemán: el Guzmán no es coherente en procederes   —15→   ni en carácter; no actúa con independencia: el autor se interpone al personaje.

En octubre de 1962, a pedido de María Rosa Lida, Celina envió a la Hispanic Review2, de la Universidad de Filadelfia, un estudio, breve de extensión, pero quintaesenciado en erudición. Me detengo en él porque es un dechado de conocimiento ahondado, de precisa información; pero, también, porque evidencia hasta qué punto los saberes de la profesora Cortázar no se limitaban a las obras magnas de la Edad de Oro hispana; penetraban también en los recintos de los dii minores de aquel tiempo, en la producción de aquellos que un día gozaron de circunstancial renombre y luego cayeron en casi total olvido. El trabajo al que aludo se titula: «El Galateo español y su rastro en el Arancel de necedades». Ni el primer título, que corresponde a un tratadillo de 1582, de Lucas Gracián Dantisco; ni el segundo, discutida obreja de Mateo Alemán, son temas que habitualmente lleguen a las clases de literatura española. Sólo han podido preocupar a contados ultraespecialistas y, entre éstos, a la señora de Cortázar. Pero hay otro hecho señalable que puede dar la pauta de los quilates de erudición de la profesora académica: la investigación que llevó a cabo tras el rastro de Lucas Gracián Dantisco, autor de Galateo español, engendro híbrido de imaginación y didactismo, elaborado en una especie de narración que, en el último cuarto del siglo XVI, circuló en diversas versiones, imitaciones y remedos por toda Europa.

Celina Cortázar analizó el contenido de esta obra, reconstruyó el itinerario y la trayectoria de su temática a través de varios autores y de las apreciaciones de algunos coetáneos. Con metodologías y criterios que se adelantan a la época, puso de manifiesto la nervadura intertextual que interrelaciona la obra de Lucas Gracián Dantisco, con Baltazar de Castiglione, Gracián, Della Casa, Mateo Alemán y Quevedo.

En el año 1968, la profesora Cortázar intervino en la preparación de la edición de la obra, única y póstuma, de Diego   —16→   Sánchez de Badajoz: Recopilación en metro, publicada en Sevilla, en 1554. La misma fue llevada a cabo en el Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas Dr. Amado Alonso, de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires con la colaboración de un equipo de Seminario dirigido por Frida Weber de Kurlat. Celina siguió investigando en torno de la obra y del autor. En ocasión en que dicho Instituto, en 1970, concretó el homenaje a Ramón Menéndez Pidal, que circula en un tomo de la revista Filología (Año XIII, 1968-1969), la contribución de Celina al mismo fue el afinado estudio sobre «La Farsa de la Fortuna o hado» de Sánchez de Badajoz y su sentido trascendente. En él, la discusión de las varias tesis formuladas en distintos tiempos acerca de dicha farsa, por autores tan diversos como J. López Prudencio o D. V. Barrantes, la lleva a afirmar y probar que la misma «se adscribe, por su contenido y planteo expositivo, a la literatura de consolación, rama de la didáctica». Funda sus argumentos en la visible utilización por parte de Sánchez de Badajoz, de algunos pasajes de La consolación de la filosofía, de Boecio. En la parte final del estudio, aplicados prolijos rastreos temáticos y criterios comparatistas, rebate y disipa la tesis «de un Diego Sánchez defensor de la justicia social», sustentada tanto por López Prudencio como por Barrantes y pone en evidencia, en cuanto objetivo vertebrador de la farsa, su sentido didáctico-moralizante.

Si bien la especialidad básica de Celina Cortázar se encuadró en el marco de la Edad de Oro de la literatura hispana, su frecuentación de lo literario no se encerró sólo en esos límites. Conoció y frecuentó a los autores nuevos y estuvo al tanto de las más recientes metodologías del tratamiento textual. Siempre supo hallar, para la obra que tenía entre manos, el método adecuado para abordarla ya que lo mismo le era familiar lo moderno cuanto podía moverse con admirable dominio en el campo de lo clásico.

En tales aspectos, si bien resultaría por demás extenso recorrer pormenorizadamente su obra crítica, para poner de manifiesto la universalidad de sus intereses crítico-literarios, bastará mencionar algunos casos singulares. Por ejemplo: en la Primera Parte del Quijote (capítulos XI a XIV) se lee el   —17→   episodio de Marcela y Grisóstomo. Se trata de una inserción pastoril, de final luctuoso. Celina Cortázar estudió con detalle el pasaje. Verificó su procedencia; desmontó el mecanismo estructurador, que participa de la historia y de la poesía; certificó la raíz aristotélica que consiente tal juego entre historia y poesía y que permite en el episodio el paso de una verdad histórica a una verdad poética. Pero, además, según dejó expuesto en el ensayo Historia y poesía en el episodio de Marcela y Grisóstomo3, este pasaje sería uno de los que revelan, por parte de Cervantes, un mayor cálculo sobre las formas de relacionar distintas regiones de la imaginación; advirtiendo en el mismo, a modo de conclusión, que dicha relación, en el episodio cervantino, «se resuelve con el predominio del universo poético sobre el histórico al cual involucra y absorbe». Remate que, luego de seguir los razonamientos, antecedentes y pruebas prodigados por la autora a través del ensayo, podrá resultar simple y obvio. Sin embargo, tal aparente simplicidad es fruto de prolijos desmenuzamientos de contenidos textuales y de segura frecuentación de fuentes clásicas y clasicistas, llevados a cabo por la analista.

Otro modelo de síntesis de metodologías críticas, plasmado por la profesora Cortázar, lo constituyen sus investigaciones en torno de los escritos de Santa Teresa de Jesús. A lo largo del año 1982, en el mundo cristiano y en el campo de lo literario, se conmemoró el cuarto centenario de la muerte de la autora de Las Moradas. Celina, que en reiteradas ocasiones se ocupó de los quehaceres literarios de la Santa, condensó en una notable conferencia, pronunciada en la Sala Groussac de la Biblioteca Nacional4, lo recogido en la frecuentación de la obra teresiana y trazó un definitivo itinerario, que constituye guía de ineludible consulta por el dominio temático que trasluce, la precisión conceptual manejada y, especialmente, porque todo lo apuntado por la investigadora, sin apelar a historicismos triviales, queda claramente instalado en sus contextos   —18→   de época y lugar, en las alternativas biográficas de la monja de Ávila y en el proceso de su producción.

Como reconocimiento de sus excelencias en los campos de la investigación literaria y de la docencia superior, Celina Sabor de Cortázar fue elegida miembro de número de la Academia Argentina de Letras, el 28 de junio de 1984, para ocupar el sillón tutelado por el nombre y memoria de Bartolomé Mitre.

Aunque breves en lo temporal, sus participaciones en actividades académicas fueron intensas y fructíferas. Lamentablemente, al año de ser elegida, el 26 de junio de 1985, se producía su deceso. Pero, en el transcurso de su activa presencia en la Corporación, intervino en la presentación de la nueva edición del Diccionario de la lengua (6/9/1984) con una ilustrativa «Historia del Diccionario de la lengua española»; introdujo a la académica española visitante, doña Carmen Conde (30/4/85), en una puntual disertación que puso en evidencia sus conocimientos de los modernos autores peninsulares. Y abrió las «Lecturas de Comunicaciones Académicas» de 1985 (30/5/85), con la exposición de algunos fragmentos de su trabajo: «El Quijote, parodia antihumanista».

Como agradecido tributo a su memoria, la Academia Argentina de Letras decidió incluir en un volumen de la serie «Estudios Académicos» ocho de sus trabajos concernientes a autores fundamentales del siglo XVII español: Cervantes, Quevedo, Lope y Góngora, entre otros. La selección de los mismos había sido hecha por la propia autora con vistas a su circulación en los niveles superiores de la enseñanza literaria. De ahí la proyección del título: Para una relectura de los clásicos españoles. De ahí la sólida unidad que ofrece el libro, la cual no procede sólo de la razón cronológica de la común instalación temporal de los autores y textos estudiados, sino también -según lo dejó expresado la infatigable investigadora- de la «peculiar visión del mundo y de los hombres, que lleva a un primer plano el sentimiento de desengaño», evidenciado en cada uno de ellos. Procede, además, de la coherencia estilística que eslabona los enfoques,   —19→   de la sagacidad para poner de manifiesto la afinidad de la conciencia lingüística en los escritores y obras analizados, así como los comunes intereses por lo popular y por el traslado de su vibración a formas expresivas de trascendencia estética.

No he de cerrar estas apretadas recordaciones de la persona y obra de Celina Sabor de Cortázar, sin antes dejar sentado el agradecimiento de la Academia Argentina de Letras hacia las hijas de la desaparecida académica, profesoras Isabel Laura C. de Seghezzo y Clara Inés C. de Goettman, quienes facilitaron los materiales ahora agavillados en el presente volumen.

Raúl H. Castagnino

Buenos Aires, junio de 1987.



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ArribaAbajoAdvertencia preliminar

«Para novedades, los clásicos», decía Azorín. Volver a ellos, al placer de su lectura, es una manera de renovación espiritual y de meditación.

Hemos reunido aquí ocho estudios referidos todos a escritores barrocos y a obras aparecidas en el siglo XVII5. Helmut Hatzfeld considera tres fases en el movimiento literario que llamamos Barroco, tres modalidades en las que se inscriben los grandes escritores del período: el manierismo, el barroco   —22→   clásico y el barroquismo. Aunque, como toda parcelación, ésta corra el riesgo de ser extremadamente rígida, sobre todo si consideramos que sus tres ítems pueden darse en el mismo autor (caso Quevedo), es demostrativa de la riqueza, matización y variedad de este movimiento cultural que se extiende, en términos muy generales, desde las dos últimas décadas del siglo XVI hasta fines del siglo XVII.

Lo que da unidad a todas sus manifestaciones literarias es una peculiar visión del mundo y de los hombres, que lleva a un primer plano el sentimiento de desengaño. Tiempo de desilusión y amargura, de decadencia y lúcido cuestionamiento. Han quedado atrás los triunfos y los sueños del Imperio, el brillo del Renacimiento, la glorificación del hombre y de la razón. Una conciencia clarividente advierte, en su lugar, no sólo la decadencia política y social de España, sino la pérdida de los valores morales y, sobre todo, la desatención a una senda espiritual y religiosa capaz de marcar rumbos.

Cada uno de los grandes escritores barrocos es absolutamente consciente de ello y reacciona a su manera ante el mismo problema: o marginándolo, como Góngora, que transfigura el universo en un espectáculo ideal valiéndose de un lenguaje poético nuevo y refulgente; o novelándolo genialmente, como Cervantes, cuyo Quijote presenta el mundo perimido de las ilusiones caducas vencido por una realidad exenta de valores; o satirizándolo y destruyéndolo, como Quevedo, en una presentación desnuda y corrosiva, amarga y grotesca.

En cuanto a la lengua, nunca la literatura española ha mostrado tal riqueza y tal versatilidad. La problemática del lenguaje y de la literatura apasiona no sólo a los escritores y tratadistas de la época, sino al hombre de cultura media. Prueba de ello son el surgimiento de cenáculos y academias, las polémicas literarias, a veces crueles (recuérdese la lucha panfletaria entre Quevedo y Góngora), y el nacimiento de una crítica seria y reflexiva, que se manifiesta sobre todo en el comentario filológico de los textos.

Frente al estilo natural, llano y asombrosamente rico de Cervantes, Góngora ensaya el arabesco maravilloso de sus   —23→   metáforas e imágenes esplendorosas, y Lope, con su vitalidad apasionada, cultiva la multiplicidad de estilos. Pero tanto en las formas como en los contenidos, el Barroco se caracteriza por una búsqueda de caminos nuevos y una vigilante inquisición de la problemática humana.

Es, justamente, esa visión peculiar del mundo y del hombre, y esa conciencia lingüística manifestadas en cuatro grandes escritores (Cervantes, Quevedo, Lope de Vega y Góngora) lo que da unidad a esta selección de trabajos. El último estudio procura mostrar un aspecto novedoso en los escritores barrocos: su interés por el acervo literario del pueblo y sus formas de integración en la literatura culta.

Celina Sabor de Cortázar





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ArribaAbajoPara una relectura del «Quijote»

El género. La composición. La estructura. Los protagonistas.


La universalidad del Quijote es un hecho ya indiscutible. Esta universalidad deriva, por una parte, de la respuesta que dan sus páginas a acuciantes inquisiciones del espíritu humano; y por otra, del nuevo rumbo que imprimen a la literatura narrativa. De la popularidad de su obra ya se alababa Cervantes, pues en el capítulo 3 de la Segunda parte dice, por boca del Bachiller Sansón Carrasco:

«Los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes, que apenas han visto algún rocín flaco, cuando dicen: "Allá va Rocinante"».



La problemática que plantea la obra es vastísima, como corresponde a una creación genial: problemas humanos universales y singulares, problemas sociales de la España del seiscientos, problemas literarios y lingüísticos, problemas filosóficos, problemas estéticos...

Sabemos que los elementos de una obra sólo pueden ser comprendidos totalmente en su conexión con el conjunto. Tan inextricablemente trabados están en el Quijote todos sus   —26→   componentes, que significante y significado constituyen una unidad indivisible; tanto, que la expresión del muy cervantino Flaubert, «La forma sale del fondo como el calor del fuego», se cumple en el Quijote de manera casi absoluta. Por esto, si bien metodológicamente resulta útil y práctica, con miras al análisis, una separación, un aislamiento de sus múltiples aspectos, siempre corremos el riesgo de destruir, al parcelarla, la gigantesca fabulación del Quijote. De destruirla, se entiende, en la experiencia viva de su lectura. Pero no encontramos otro medio para ir aclarando o, por lo menos, tratando de explicar, algunos aspectos escogidos al azar entre la multitud de posibilidades que presenta obra tan rica, tan compleja, tan densa y, además, tan extensa.


El género

El Quijote es presentado por su autor como historia, no como novela. Esta historia es «jamás vista», «jamás imaginada», «moderna», «grandílocua, alta, insigne, magnífica y verdadera» (II, 3); sobre todo, «verdadera», como insiste en calificarla Cervantes. Las fuentes de esta historia son anónimas (documentos hallados en archivos, obras escritas de historiadores innominados, y también «la memoria de la gente de su aldea y las a ella circunvecinas», I, 9) para los primeros 8 capítulos:

«Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en este caso y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha es que...»


(I, 2)                


Del capítulo 9 de la Primera parte hasta el final de la Segunda, la fuente histórica es el supuesto manuscrito del «verdadero historiador arábigo» Cide Hamete Benengeli, que traducirá un morisco aljamiado de Toledo. Cervantes renuncia a su papel autoral para dar mayores visos de historicidad a su relato. ¿Cuál es la labor que se atribuye a sí mismo?: la de   —27→   presentar ese material histórico elaborado como obra literaria, suprimiendo detalles engorrosos, y a veces, como en II, 5, juzgando su autenticidad. El autor ficticio (en este caso Cide Hamete Benengeli) era un recurso narrativo de la novela de caballerías y de la bizantina, pero Cervantes lo eleva a un papel importante y sostenido en la obra (él es quien la cierra, II, 74), en la que siempre está presente, como un recurso del principio de la verosimilitud, como una garantía de la objetividad que toda historia requiere. Cide Hamete es un intermediario entre el autor real (por esto «padrastro» y no padre de don Quijote, como se califica en el Prólogo, I) y el narrador. Cide Hamete, por su condición de cronista, aparece exterior al relato mismo; pero porque es «sabio» y «mago» puede conocer los pensamientos de los personajes. Don Quijote ha presentido su existencia en I, 2:

«¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, desta manera...?»


Esta existencia se materializa en I, 9 con el hallazgo del cartapacio titulado Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. Don Quijote conoce su existencia y la admite en II, 2:

«...debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia».


La importancia de su figura se intensifica en la Segunda parte.

El Quijote, pues, se presenta como historia, no como novela. Porque novela para Cervantes, como para los hombres de su tiempo, era un tipo de narración muy determinada. La novela, tal como la concebimos hoy, es un género de muy difícil definición, pues se apropia de campos y formas expresivas de otros géneros; surge con la burguesía y para su deleite; su libertad ha sido siempre su característica («escritura desatada»   —28→   le llama Cervantes), pues nada ha dicho sobre ella Aristóteles en su Poética. La crítica actual la define como una obra de imaginación en prosa, más bien extensa, que hace vivir a sus personajes en un medio determinado, como si fueran reales, dándonos a conocer su psicología, su destino y sus aventuras. Pero para Cervantes novela era otra cosa: era una narración relativamente breve, de estructura cíclica, es decir, sintagmática, con tensión dramática, con un centro de interés (un acontecer en una vida) al que convergían todos los otros aconteceres. En una palabra: novela era el género creado por Boccaccio en el Decamerón y seguido por la inmensa pléyade de noveladores italianos: Bandello, Girardi Cinthio, Straparola, Parabosco, Masuccio Salernitano, Franco Sacchetti, Ortensio Lando... Novela es novella ("novedad", "noticia"); novelas son, para Cervantes, sus Novelas ejemplares (1613) y la Novela del curioso impertinente incluida en el Quijote (I, 33-35), pero no el Quijote.

Sin embargo, el Quijote es la primera novela moderna, pues en ella se dan por primera vez todas las condiciones que caracterizan este género, el más extendido de todos: a) fusión de lo histórico con lo poético; b) la verosimilitud como principio ineludible; e) importancia de la caracterización; d) el personaje como ser en evolución psicológica, creando su vida y su destino.

El género novela se torna cada vez más indefinido y fluctuante, y pareciera marchar a su desintegración. Para los hispanohablantes el problema se agrava por el hecho de contar con un solo vocablo para dos tipos de narración específicamente distintos: la narración extensa que sobre un desarrollo lineal inserta otros relatos (francés roman, italiano romanzo), y la narración breve y cíclica (francés nouvelle, italiano novella).

Cervantes, partiendo de una realidad concreta (la España del 1600), elabora una ficción que es, sin embargo, posible o probable gracias a la verosimilitud. Así el Quijote, como toda novela, transita la frontera que separa y une lo real y lo ficticio; de aquí su ambigüedad. Este aspecto de la creación entronca con una visión filosófica y dramática del mundo, muy propia de la mentalidad barroca: el problema del conocimiento,   —29→   los límites de realidad y apariencia, el valor de los datos inmediatos de los sentidos, el problema platónico de las ideas. En ningún momento Cervantes lo plantea y expone; simplemente lo noveliza, integrándolo al destino individual de los personajes. La aventura del yelmo de Mambrino (I, 21 y 44-45) es, quizás, la más significativa a este respecto, pero las resonancias del asunto se advierten desde el capítulo inicial. Cervantes lo maneja sabiamente, y el lenguaje conjetural inunda la obra: las cosas no son, parecen; muchos personajes tienen nombres diversos, desde el protagonista (Alonso Quijano, Quijada, Quesada, Quejana, Don Quijote de la Mancha, el Caballero de la Triste Figura, el Caballero de los Leones, el pastor Quijotiz) hasta la mujer de Sancho (Teresa Panza, Juana Gutiérrez, Mari Gutiérrez, Juana Panza, Teresa Cascajo). Nada es, todo parece; y parece a cada personaje de manera peculiar, individual, intransferible. Esto permite a Cervantes la manipulación del punto de vista múltiple, para lo cual introduce en la obra diversos narradores, que a veces relatan el mismo suceso desde ángulos distintos.

En el capítulo 47 de la Primera parte, Cervantes, por boca del canónigo de Toledo, expresa una teoría de la novela (específicamente de la novela de caballerías), esa escritura desatada ("no sujeta a reglas") cuyos puntos fundamentales son: a) un sujeto ("asunto") muy rico, que permita la descripción y la caracterización; b) un estilo apacible ("agradable"); c) una invención ("creación fictiva") ingeniosa, pero verosímil; d) deleite y enseñanza; e) mezcla de géneros («el autor pueda mostrarse épico, lírico, trágico, cómico»).

El Quijote es todo esto y mucho más; es una fórmula múltiple que supone la síntesis de historia y poesía, que se realizan, la primera, en un entorno geográfico e histórico-social real; y la segunda, en el sueño de la locura heroica. Del choque de estos universos antagónicos -que se resolverá con la muerte del héroe y su nacimiento a la Verdad- surge la acción, de asombrosa riqueza; porque Cervantes, como él mismo dice de sí mismo, tiene «habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo» (II,44).



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La composición

El trajinar del héroe determina el gran esquema compositivo del Quijote. El personaje abandona su aldea tres veces en busca de aventuras; en las tres oportunidades realiza un movimiento circular que lo devuelve siempre al punto de partida: aldea-aventuras-aldea. De estos tres circuitos, los dos primeros constituyen la materia narrativa de la Primera parte del Quijote, el de 1605; el tercero llena las páginas de la Segunda parte, 1615. Así, pues:

  • circuito 1.º: Primera parte, capítulos 2-5
  • circuito 2.º: Primera parte, capítulos 7-52
  • circuito 3.º: Segunda parte, capítulos 7-74

En los tres casos se produce la misma situación: don Quijote es presentado en su casa, en su alcoba, de la cual parte y a la cual retorna enfermo y nunca en forma voluntaria. En ella duerme, descansa y retoma fuerzas para intentar el viaje subsiguiente. Necesita este contacto con su realidad cotidiana para vitalizar su cuerpo y preparar su espíritu. Esta situación es, también, la que cierra la obra: don Quijote, obligado por su vencedor, el Caballero de la Blanca Luna, a retornar a su aldea, llega a su casa enfermo de desilusión y desengaño; y se acoge a su lecho, donde la calentura lo consume, porque «melancolías y desabrimientos le acababan». Un largo y profundo sueño preludia el nuevo viaje, el último, definitivo y sin retorno. El Alonso Quijano de la muerte se enlaza con el sosegado hidalgo de aldea del capítulo 1.º, aquel de quien no se sabía a ciencia cierta cuál era su nombre. Porque don Quijote, el caballero loco que nace hacia la mitad de ese mismo capítulo 1.º, cierra su ciclo vital con la derrota a manos del Caballero de la Blanca Luna. Observemos, de paso, que la aldea, aquel lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiere acordarse el autor, está representada por la alcoba del hidalgo; su familia, por el ama y la sobrina; el entorno social aldeano y las instituciones, por el Cura y el Barbero; modo cervantino de sugerir realidades con apenas un trazo o un rasgo   —31→   (con el paisaje manchego ocurre lo mismo), mientras que los mundos ideales creados por la afiebrada mente de don Quijote están descriptos en sus detalles mínimos (recuérdense, por ejemplo, las delicias que subyacen bajo el lago de pez hirviente, I, 50; o el interior de la cueva de Montesinos, II, 23).

Este planteo de la obra total como constituida por tres ciclos similares (pese a las diferencias de extensión), de los cuales el primero pareciera un breve bosquejo de los otros dos, sería suficiente para desvirtuar las conclusiones de una crítica que pretende ver en cada parte una obra diferente. El esquema similar de los dos Quijotes (1605, 1615), no sólo en lo que a niveles de composición se refiere, como se verá más adelante, sino en la reiteración de esta «composición circular», como le llamó Casalduero, permite afirmar que la Segunda parte surge en función de la Primera; y que Cervantes ha querido una Segunda parte, no una novela nueva. La presencia de la Primera parte en la Segunda es, especialmente al principio, intensa, y el autor juega con la circunstancia de que los protagonistas son, al mismo tiempo, seres que se presentan como reales y personajes de ficción.

Don Quijote y Sancho se enteran por Sansón Carrasco de que sus aventuras andan en libro; saben también que ese libro goza ya de gran popularidad; muchos personajes de II lo han leído y, conocedores de los puntos que calzan amo y escudero, adoban la realidad a su paladar. Además, en I y II, don Quijote vuelve a la aldea por voluntad de algún vecino que, disfrazado, ha ido en su busca (el Cura y el Barbero en I, Sansón Carrasco en II). En ambas partes se reitera el mismo expediente compositivo: hacia la mitad del ciclo narrativo que cada salida configura, don Quijote abandona el trajinar a cielo abierto para acogerse a un ámbito espacial cerrado: la venta de Juan Palomeque el Zurdo en I, el palacio de los Duques en II. En ambas partes se dan acciones paralelas que generan narraciones alternadas, en las que don Quijote y Sancho actúan separadamente: en I don Quijote queda en Sierra Morena haciendo su penitencia de amor, mientras Sancho va al Toboso a entregar la carta a Dulcinea;   —32→   en II don Quijote queda en el palacio de los Duques mientras Sancho gobierna la ínsula.

Pero hay también diferencias, sobre todo en la estructura y el significado de las aventuras, como se verá luego; y también en la profundidad psicológica de los personajes. Igualmente en el hecho de que en I el protagonista vaga al azar del camino, donde encuentra las aventuras (técnica de la novela de caballerías), mientras que en II sale con un objetivo: ir a las justas del arnés en Zaragoza, tal como se anuncia al final de I, pasando antes por el Toboso para presentarse a Dulcinea. Este itinerario se ha de alterar a partir del capítulo 59, cuando don Quijote (y Cervantes), enterado de la aparición del Quijote apócrifo del Licenciado Avellaneda (1614), que lleva a Zaragoza al falso héroe, decide: «no pondré los pies en Zaragoza, y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno». Y Barcelona es entonces la meta de su itinerario. Todo esto significa que el falso Quijote se integra también en la fabulación del Quijote auténtico, juego y manipulación de elementos realmente asombrosos; y hasta un personaje creado por Avellaneda, don Álvaro Tarfe, se corporiza y entra en conversación con Don Quijote (capítulo 72).

Cuando Cervantes da a la imprenta lo que hoy conocemos como Primera parte del Quijote, para él la obra estaba terminada. Por esto la dividió en cuatro partes que abarcan:

  • 1.ª: capítulos 1-8
  • 2.ª: capítulos 9-14
  • 3.ª: capítulos 15-27
  • 4.ª: capítulos 28-52

Salta a la vista la diferencia de extensión de cada una de estas partes. Qué criterio presidió esta división es asunto que aún hoy escapa a la crítica, como lo es también la aparentemente arbitraria separación de la materia narrativa en capítulos al principio de la obra. Basta echar una ojeada al final de varios de ellos y principio de los que les siguen, para comprobar que no hay ninguna solución de continuidad ni en   —33→   el tiempo de la acción, ni en el devenir de los acontecimientos, y, en algún caso, ni siquiera en la sintaxis oracional. Véanse el final y principio de los ocho primeros capítulos, y como casos extremos, los 3-4 y 5-6. Es evidente que Cervantes los escribió a prosa corrida, pero escapa a nuestra perspicacia el suponer por qué, puesto a la tarea de dividir este largo texto, lo hizo allí donde lo hizo. A partir del capítulo 9 (donde empieza la primitiva 2.ª parte) hay una mayor congruencia en lo que a este asunto respecta, y a partir del 18 es indudable que Cervantes afronta ya una obra de gran extensión, en la que la división en capítulos está determinada por cortes notorios en la narración, y no es infrecuente que el autor aluda al capítulo siguiente, al anterior o al venidero.

Como esta falta de división de la materia narrativa coincide casi exactamente con la primera salida de don Quijote, que se corona con el «donoso y grande escrutinio que el Cura y el Barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo» (capítulo 6), no han faltado críticos que han sostenido la tesis de que Cervantes se propuso al principio escribir un relato breve, una novela del tipo de las ejemplares, cuya ejemplaridad, de tipo intelectual, no moral, sería mostrar la perniciosa influencia de la novela de caballerías; y que, subyugado y aun arrastrado por la fuerza vital de don Quijote, personaje autónomo que vive por sí, que «se vive», como dice Américo Castro, decidió continuar la obra. Imposible es hoy dilucidar este problema, pero lo cierto es que Cervantes parece haber olvidado una de las tres salidas; por ello Cide Hamete Benengeli dice en el último párrafo de la obra (II, 74) que don Quijote, ya enterrado, está

«imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva; que para hacer burla de tantas como hicieron tantos andantes caballeros bastan las dos que él hizo...»



La salida omitida o incluida por el autor es, indudablemente, ese primer ciclo narrativo, que pareciera servir de introducción a la andanzas de la pareja protagónica, que se inician   —34→   al final del capítulo 7. En II, al planear Cervantes una distribución similar, encontramos también 7 capítulos introductorios: don Quijote, descansando en su lecho, mantiene conversaciones con el Cura, el Barbero, el bachiller Sansón Carrasco, Sancho Panza, el ama y la sobrina; y también al final del capítulo 7 tiene lugar la partida de amo y escudero. El intenso carácter dialogístico (narración representada) de la introducción a la tercera salida (del cual es muestra insigne el capítulo 5, admirable y regocijado diálogo de Sancho y su mujer) se contrapone -y se exhibe como una fundamental conquista expresiva y caracterizadora- al relato del autor omnisciente (narración panorámica) de los siete capítulos iniciales de I, en los que don Quijote vaga solo por el Campo de Montiel, sin interlocutores, obligado a monologar para dar curso a su pensamiento, o a ser interpretado por el narrador.

Es claro que Cervantes ha tenido presente en I, fundamentalmente, la novela de caballerías, a cuyo aniquilamiento, dice, está dirigida su obra. Esta intención se manifiesta reiteradamente, desde el Prólogo de la Primera parte, donde dice el supuesto amigo del autor:

«En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que si esto alcanzáredes, no habríades alcanzado poco».



hasta las palabras finales de II:

«... pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna».



Cervantes, para cumplir su objetivo, se vale de la parodia degradante. Su modelo literario (toda parodia lo tiene) son, pues, esas extensas e inverosímiles narraciones, henchidas   —35→   de fantasía desbocada, sin conexión con la realidad, y que no cumplen el principio horaciano, tan respetado por la retórica renacentista, de deleitar enseñando. Cervantes, que conoce a la perfección el género, nos ofrece en el Quijote una novela de caballerías que, aunque rebase ampliamente el intento declarado, no deja por ello de serlo. En efecto, el Quijote, especialmente el de 1605, es una novela de caballerías por:

  1. el tema
  2. la estructura episódica y el carácter itinerante
  3. el héroe protagónico, un caballero andante
  4. la estructura particular de las aventuras

La parodia se ejerce sobre:

  1. el carácter de los protagonistas
  2. la utilización de situaciones tópicas de los libros de caballerías, pero en forma cómica y burlesca (armazón de caballería, penitencia de amor, aventura de los leones, aventura del barco encantado, etc.)
  3. el acercamiento de los hechos al lector mediante la anulación del espacio y el tiempo míticos («En un lugar de la Mancha... no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo...»)
  4. la confrontación y colisión continua de lo poético con lo histórico, es decir, de la fantasía con la realidad, del universo depurado y abstracto de la ficción con el mundo cotidiano.

La preocupación de Cervantes por la novela de caballerías en cuanto género se manifiesta en:

  1. emisión de juicios de valor sobre las obras significativas (I, 6)
  2. exposición de una preceptiva literaria (I, 47).
  —36→  

Además de la novela de caballerías hay que señalar en el Quijote el influjo, en segundo término, de la pastoral y del romancero, a los que habría que agregar, en tercer lugar, el del Orlando furioso de Ariosto. Lo pastoril es tan importante en la obra, sobre todo en la Primera parte, que se ha podido afirmar que ella surge del cruce de lo caballeresco con lo pastoril. Aceptado o no este criterio, y sin olvidar que la primera obra que publica Cervantes es una novela pastoril, La Galatea (1585), lo cierto es que el autor conoce a la perfección los cánones de esta otra forma de literatura de evasión, y que la aprovecha sabiamente como una alternativa de lo caballeresco. En cuanto al influjo del romancero, más vivo en la Segunda parte (la aventura de la cueva de Montesinos y la del retablo de Maese Pedro llevan en su raíz el romancero carolingio), digamos que se encuentra desde la oración inicial, pues «En un lugar de la Mancha» es un verso de un romance incluido en el Romancero general de 1600.

El centro del Quijote de 1605 es la penitencia de amor (capítulos 25 y 26). Don Quijote la lleva a cabo a imitación de la de Amadís en la Peña Pobre, emboscado en las alturas de Sierra Morena. El centro del Quijote de 1615 es la aventura del descenso a la cueva de Montesinos (capítulos 22 y 23). Estos dos momentos significativos se ubican espacialmente en los extremos de una diagonal trazada de alto abajo. Simbólicamente estos dos polos representan, el primero, el momento álgido de la locura y voluntariedad de don Quijote en la autocreación de sí mismo como ente literario; el segundo, el nacimiento a una nueva vida del espíritu y de la mente a la luz del desengaño, desengaño que lo llevará gradualmente a la cordura y a la muerte.




La estructura

La falta de estructura del Quijote ha sido sostenida por muchos exégetas y críticos: Cervantes escribe al correr de la pluma; Cervantes es un genio de la improvisación; Cervantes, por ello, comete errores y olvidos... Esta afirmación,   —37→   hoy ya superada, obedece sin duda a la impresión que produce el Quijote, especialmente la Primera parte, de obra que se va creando a medida que se escribe; y también, a una aparente falta de orden en la sucesión de los relatos que, protagonizados por distintos personajes, a veces con poca o ninguna relación con la vida misma de don Quijote y Sancho, producen el efecto de una composición en zigzag, sin plan previo. A esta riqueza asombrosa en la presentación de acontecimientos variadísimos se une la extensión de la obra, que dificulta aún más un análisis clarificador de las líneas estructurales que han regido la composición del Quijote.

Ante todo, y siguiendo el consejo de Casalduero, explicaremos por separado cada una de las partes, aunque, como se ha dicho antes, sostenemos la unidad de la obra en su totalidad.


Primera parte

Lo primero que se advierte es la existencia de dos niveles de composición: 1) una estructura episódica, laxa (novela pasiva, según la terminología de Thibaudet), constituida por una sucesión de aventuras, las de don Quijote, a las que llamaremos microsecuencias; 2) una sucesión de relatos externos, relativamente independientes, a los que llamaremos macrosecuencias, cada uno de los cuales es una estructura sintagmática (novela activa, según Thibaudet), y cuyos protagonistas no son ni el amo ni el escudero. En el primer nivel se dan las aventuras de la pareja protagónica; en el segundo, los episodios externos más o menos relacionados con el vivir de amo y escudero; además encontramos en un tercer nivel una novela, la del Curioso impertinente, narración totalmente autónoma, sin conexión alguna con la vida de los otros personajes.

El gráfico que se inserta a continuación procura aclarar, visualizándola, la estructura de la Primera parte, el lugar de inserción de los constituyentes del segundo y del tercer nivel en el primero, y las correspondencias entre los tres niveles y entre los constituyentes de cada nivel por sí.

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Haremos ahora algunas aclaraciones con respecto a cada uno de estos niveles:

I) Primer nivel.- La estructura episódica constituye la narración de base, o primera narración; las aventuras tienen como protagonista a don Quijote, y se enhebran en orden no necesario, es decir, no regido por motivaciones psicológicas. Lo que da unidad a esta primera narración es el transcurrir vital de don Quijote, siempre presente como agente de la acción; Sancho juega generalmente el papel de observador atemorizado. Estas microsecuencias son:

  1. altercado con los arrieros (capítulo 3)
  2. aventura de Andrés y Juan Haldudo (capítulo 4)
  3. aventura de los mercaderes toledanos (capítulo 4)
  4. aventura de los molinos de viento (capítulo 8)
  5. aventura de los frailes benitos y del vizcaíno (capítulos 8-9)
  6. aventura de los carneros (capítulo 18)
  7. aventura del cuerpo muerto (capítulo 19)
  8. aventura de los batanes (capítulo 20)
  9. aventura del yelmo de Mambrino (capítulo 21)
  10. aventura de los galeotes (capítulo 22)
  11. aventura de los cueros de vino (capítulo 35)
  12. aventura de los disciplinantes (capítulo 52)

Cervantes las enumera en parte, por boca de Sansón Carrasco, en la Segunda parte, capítulo 3:

«... unos se atienen a la aventura de los molinos de viento, que a vuestra merced le parecieron Briareos y gigantes; otros, a la de los batanes; éste, a la descripción de los dos ejércitos, que después parecieron   —40→   ser dos manadas de carneros; aquél encarece la del muerto que llevaban a enterrar a Segovia; uno dice que a todas se aventaja la de la libertad de los galeotes; otro, que ninguna iguala a la de los dos gigantes benitos, con la pendencia del valeroso vizcaíno».



Siguiendo a Riley y a Predmore, llamamos aventuras a aquellos aconteceres en que don Quijote es protagonista, y en los cuales actúa por móviles caballerescos: búsqueda de la justicia y defensa de los débiles, proclamación de la hermosura de la dama, lucha contra el mal representado por los gigantes, necesidad de aprovisionamiento de armas, la aventura por la aventura misma. En estas aventuras don Quijote procura imitar las acciones de los caballeros de la literatura, confundiendo, por tanto, historia y poesía; las aventuras son, pues, la manifestación visible de su locura, y terminan en lucha o posibilidad de ella. En la Primera parte las aventuras se presentan al azar del camino; camino no elegido por el caballero, pues, generalmente, afloja las riendas a Rocinante, y «prosiguió su camino sin llevar otro que aquel que su caballo quería». Casi todas estas aventuras responden a un mismo esquema compositivo, que podemos enunciar así:

  1. Presentación de la realidad, ya directamente, ya por anuncios que no permiten una inmediata identificación (voces, bultos, luces, ruidos lejanos y confusos).
  2. Interpretación errónea de esa realidad por don Quijote, que supone que se presenta una aventura caballeresca.
  3. Conflicto, lucha entre don Quijote y su supuesto o supuestos antagonistas.
  4. Derrota o triunfo (real o engañoso) del caballero; o abandono por parte del atacado.

Estos cuatro requisitos se cumplen en las aventuras de los mercaderes toledanos, molinos de viento, vizcaíno, galeotes,   —41→   cuerpo muerto, disciplinantes. En otros casos hay variantes, es decir, no siempre se cumplen los cuatro requisitos: o no hay lucha (Andresillo, yelmo), o la aventura no se concreta (batanes). Pero las variantes se presentan siempre dentro del mismo esquema. Esta reiteración se debe al hecho de que Cervantes está aún atenido a la estructura de la novela de caballerías, y don Quijote, movido siempre por los mismos estímulos en la Primera parte (imitar a los héroes de la literatura caballeresca) actúa repetidamente de la misma manera.

II) Segundo nivel.- Cada una de las macrosecuencias desarrolla un episodio significativo, ajeno a la vida de don Quijote y Sancho, en el que cada elemento está subordinado al conjunto. Cada macrosecuencia es en sí misma un universo aislable, total o relativamente, de la narración de base. Las macrosecuencias son 6 en la Primera parte:

  1. Marcela y Grisóstomo (capítulos 11-14)
  2. Cardenio y Luscinda (comenzada en capítulos 24 y 27, terminada en 36)
  3. Dorotea y don Fernando (comenzada en capítulo 28, terminada en 36)
  4. el Capitán cautivo y Zoraida (capítulos 37-4 1)
  5. doña Clara y don Luis (capítulos 44-45)
  6. Leandra y Eugenio (capítulos 50-51)

El gráfico resalta la simetría estructural con que Cervantes dispuso las seis macrosecuencias: dos de ellas, la primera y la última pertenecen al mundo de la pastoril (la de Marcela sigue ortodoxamente las reglas de este tipo de relato; la de Leandra las amplía y debilita) y están colocadas como enmarcando a distancia los cuatro relatos centrales, todos ellos de amor y de aventuras, de disfraces, encuentros y desencuentros, los cuales terminarán felizmente en el matrimonio. Estos cuatro relatos centrales están separados de a dos por la Novela del Curioso impertinente, que pertenece al tercer nivel.

De los cuatro relatos centrales las dos primeras historias de amor, narradas en dos partes -la primera parte en Sierra   —42→   Morena y la segunda en la venta del Zurdo- son contadas en su primera parte por Cardenio y Dorotea respectivamente (narración retrospectiva, primera persona), y en la segunda por el autor omnisciente (narración panorámica) + narración representada. Estas dos historias, entrecruzadas por el mutuo conocimiento de sus protagonistas, están enlazadas con la historia de base por: a) la presencia de don Quijote y Sancho, el Cura y el Barbero como narratarios, es decir, destinatarios de la primera parte del relato, y como espectadores de la acción representada; b) por el hecho de fingirse Dorotea la menesterosa princesa Micomicona, y ofrecerse don Quijote, a fuer de caballero, a restaurarla en su reino. Esta fingida historia caballeresca es un germen novelesco sin desarrollo, de los que hay muchos en el Quijote. La ficción de Dorotea, favorecida por el Cura y el Barbero, tiene por objeto sacar a don Quijote de las profundidades de Sierra Morena.

Las dos últimas historias de amor son: a) la del Capitán y Zoraida, admirable relato de cautiverio, donde Cervantes maneja magistralmente lo histórico y lo poético. La auténtica historia, los recuerdos autobiográficos y la fantasía se interfieren para crear un episodio de notable verosimilitud en alguna de sus partes, narrado por el Capitán en forma retrospectiva, y cuyo final, sin duda venturoso, se proyecta, como en los dos casos anteriores, hacia un futuro inmediato; b) la deliciosa historia de amor de doña Clara y don Luis, un breve episodio dividido en dos partes por la intromisión de diversos acontecimientos circunstanciales; en la primera, el narrador es doña Clara (narratario, Dorotea), y está contado en forma retrospectiva; la segunda parte comienza por una narración representada y se continúa por la narración a cargo de don Luis. Los lazos de estos dos últimos relatos de amor con la narración de base son mucho más débiles que los de los dos anteriores: don Quijote no parece interesarse por ninguno de ellos y no interviene en ningún momento.

III) Tercer nivel.- El caso de la Novela del Curioso impertinente es distinto. Se trata de un relato de perfección absoluta,   —43→   narrado casi totalmente en bloque; constituye un caso de literatura dentro de la literatura, pues está presentado por Cervantes como ficción; encontrada en la maleta olvidada de un huésped de la venta, es leída por el Cura durante la sobremesa. No hay ninguna relación con el relato de base, tanto que don Quijote y Sancho duermen mientras se la lee. Cervantes, para resaltar el carácter de ficción, la ubica fuera del tiempo y del espacio de la narración de base: en Florencia, un siglo antes, pues la batalla de Ceriñola, en la que muere Lotario, tuvo lugar en 1503. Además, utiliza en ella un estilo medio, discretamente retórico y estéticamente muy trabajado. Está colocada en medio de las cuatro historias de final feliz del segundo nivel, como una advertencia a las cuatro parejas dichosas: el triunfo del amor y su consagración mediante el sacramento del matrimonio no lo es todo; el amor conyugal merece cuidado sumo y profundo respeto mutuo de los cónyuges.

La Novela del Curioso impertinente tiene dos desenlaces: el primero (capítulo 34) está dentro del espíritu boccaccesco; el marido engañado por su adúltera mujer y por su mejor amigo está convencido de la fidelidad de ambos; Cervantes acota:

«Con esto quedó Anselmo el hombre más sabrosamente engañado que pudo haber en el mundo...»



Pero en el capítulo siguiente se retoma el relato para dar lugar a que se cumpla la justicia poética, ese principio tan caro al espíritu español; Anselmo, Camila y Lotario mueren, única manera de restituir el orden por ellos alterado, aunque el castigo tendrá diferentes matices según la respectiva culpabilidad: Anselmo, el marido, morirá desesperado, sin confesión, pues su pecado ha sido el mayor: forzar el libre albedrío de su esposa y de su amigo lanzándolos al pecado. Lotario morirá gloriosamente en acción militar; y Camila, que se había acogido a un convento, habría tenido tiempo de examinar su conciencia y de arrepentirse. Los dos desenlaces están separados por la aventura de los odres de vino (capítulo   —44→   35) en la que don Quijote, en sueños, destroza con su espada los cueros y derrama lo que él cree la sangre del gigante Pandafilando de la Fosca Vista, enemigo mortal de la Princesa Micomicona.

Si volvemos a observar el gráfico comprobamos en qué lugares las siete macrosecuencias se insertan en la narración de base; resultará entonces fácil advertir su concentración (excepto las dos pastoriles) entre los capítulos 24 a 44; mientras que las microsecuencias (aventuras de don Quijote) se dan juntas (excepto dos) entre los capítulos 3 y 22, es decir, en la primera mitad de la obra. Pasarán 12 capítulos para ver actuar nuevamente a don Quijote en acción caballeresca (capítulo 35) y otros 16 hasta la aventura final (capítulo 52). El gráfico pareciera poner de manifiesto una distribución de la materia narrativa poco armónica. No tal; Cervantes necesita, ante todo, afirmar el carácter del héroe, y por eso insiste en la acumulación de aventuras en la primera mitad del primer nivel, con una sola macrosecuencia incluida: la de Marcela y Grisóstomo. La concentración de las cinco macrosecuencias siguientes tiene dos finalidades: a) crear un paréntesis para evitar la monotonía que se hubiese originado de seguirse acumulando aventuras construidas sobre un mismo esquema; b) dar entrada al tema amoroso, que se consideraba entonces ingrediente ineludible de toda narración, y que don Quijote no podía protagonizar de manera activa y concreta por su edad, su aspecto y su carácter. De aquí se desprende que, a partir del capítulo 24 el papel protagónico comience a desplazarse de don Quijote hacia otros personajes, los protagonistas de las macrosecuencias.

Los tres temas básicos señalados por Casalduero para la Primera parte se dan, en líneas generales, sucesivamente: a) tema caballeresco; b) tema amoroso; c) tema literario, entre las dos últimas macrosecuencias, especialmente capítulos 47-49, donde se recogen las conversaciones que sobre novela y comedia sostiene el canónigo de Toledo con el Cura y don Quijote. Hay que recalcar, sin embargo, que estos tres temas se entrecruzan a lo largo de toda la obra, aunque su presencia sea más evidente, constante e intensa en los lugares indicados.



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Segunda parte

La estructura de II sigue en parte los lineamientos de la de I, es decir, hay también en ella dos niveles de narración, pero se ha suprimido el tercero. El autor dice aceptar las críticas que pareciera haber suscitado la estructura de I, tratando de justificarse. En dos ocasiones, en la Segunda parte, Cervantes pone las cosas en su punto con respecto al papel que desempeñan las macrosecuencias en la Primera parte; en II, 44 (el fragmento más importante sobre este asunto), Cide Hamete Benengeli se lamenta de haber tomado entre sus manos

«una historia tan seca y tan limitada como ésta de don Quijote [...] y decía que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor, y que por huir deste inconveniente había usado en la primera parte del artificio de algunas novelas, como fueron la del Curioso impertinente y la del Capitán cautivo, que están como separadas de la historia, puesto que las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podían dejar de escribirse [...] Y así en esta segunda parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece, y aun estos limitadamente y con solas las palabras que bastan a declararlos...»



Cervantes admite, pues, que las novelas, es decir, los mundos narrativos totalmente autónomos (tercer nivel) deben suprimirse, manteniéndose los episodios extrínsecos relacionados de alguna manera con la narración de base (segundo nivel). En consecuencia, el tercer nivel ha sido eliminado.

Un gráfico ayudará a aclarar la distribución de la materia narrativa en estos dos niveles:

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I) Primer nivel.- Señalamos en el primer nivel de la narración las siguientes microsecuencias:

  1. aventura de las Cortes de la Muerte (capítulo 11)
  2. aventura del Caballero de los Espejos (capítulos 12-15)
  3. aventura de los leones (capítulo 17)
  4. aventura de la cueva de Montesinos (capítulos 22-24)
  5. aventura del retablo de Maese Pedro (capítulo 26)
  6. aventura del barco encantado (capítulo 29)
  7. aventura de Clavileño (capítulo 41)
  8. aventura con Tosilos (capítulo 56)
  9. aventura de los toros (capítulo 58)
  10. aventura del Caballero de la Blanca Luna (capítulo 64)

Las diferencias de estas aventuras con las de la Primera parte surgen enseguida:

  1. sólo cuatro se encuentran al azar del camino: Cortes de la Muerte, leones, barco encantado, toros.
  2. cuatro son preparadas por otros que, por haber leído la Primera parte del Quijote conocen la idiosincrasia del caballero: el Caballero de los Espejos, Clavileño, Tosilos, el Caballero de la Blanca Luna.
  3. una es buscada por don Quijote: la cueva de Montesinos.
  4. el retablo de Maese Pedro se da como réplica a una situación similar que aparece en el falso Quijote del Licenciado Avellaneda (capítulo 27). Se trata de un caso de teatro dentro de la novela.

Tampoco funciona, en general, el esquema que seguían, total o parcialmente, todas las microsecuencias de I, excepto la aventura del barco encantado, situación tópica de las novelas de caballerías, igual que la de los leones. Pero la mayoría de   —48→   las microsecuencias de II tienen un esquema propio, y ha desaparecido la tipificación. Además, algunas son mucho más extensas que las de la Primera parte.

La técnica compositiva de Cervantes busca, sin embargo, relaciones entre estas aventuras y las de la Primera parte, ya sea por el tema, ya por los recursos narrativos, ya por los estímulos a los que responden: así, la aventura de las Cortes de la Muerte y la de los leones, como la de los batanes de I, no se concretan; la belleza de Dulcinea es sostenida a punta de lanza en la aventura del Caballero del Bosque o de los Espejos y en la del Caballero de la Blanca Luna, igual que en la de los mercaderes (I, 4); la del barco encantado que encalla en los molinos de agua se corresponde con la de los molinos de viento (I, 8), etc. Pero es evidente en la Segunda parte la superioridad de recursos puestos en juego, la riquísima matización, la mayor profundidad significativa y la independencia con respecto a los clichés de la novela de caballerías. Por ello se dan en II las aventuras realmente originales, alejadas del sentido paródico que tienen casi todas las de I; por ello también algunas de esas microsecuencias, como la de la cueva de Montesinos, la del retablo de Maese Pedro o la de Clavileño, por ejemplo, son en sí mismas pequeñas obras maestras.

Cervantes se aplica en la Segunda parte a presentar a los protagonistas en evolución psicológica. De la caracterización de don Quijote, concebida ahora de manera mucho más dinámica, depende, en cierto sentido, el nuevo sesgo de las aventuras. Por esto también el cuño caballeresco de la obra es menos evidente en la Segunda parte.

II) Segundo nivel.- Podemos señalar las siguientes macrosecuencias:

  1. las bodas de Camacho (capítulos 20-21)
  2. los rebuznadores (capítulo 25)
  3. la hija de doña Rodríguez (capítulo 48)
  4. la hija de Diego de la Llana (capítulo 49)
  5. Claudia Jerónima (capítulo 60)
  6. Ana Félix y don Gregorio (capítulos 63 y 65)
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Exceptuando la de las bodas de Camacho, que podemos relacionar por el tono pastoril, ya muy desvaído, con los relatos pastoriles de I, las demás son breves. La de la hija de Diego de la Llana, relacionada con el gobierno de Sancho en la ínsula, es en germen una novela de aventuras; y también la de Claudia Jerónima. Todas, de alguna manera, están conectadas, más que las de I, con don Quijote o Sancho, o ambos a la vez (intervienen en la solución de los conflictos, u ofrecen mediación, o don Quijote se erige en defensor de la causa justa). Para Cervantes son «casos sucedidos al mesmo don Quijote», pues para él la vida de un personaje se integra también con las vidas que ve vivir, a las cuales de alguna manera se incorpora.

La observación del gráfico nos lleva a las siguientes conclusiones: las microsecuencias del primer nivel están más armónicamente distribuidas que en I, aunque abundan también en la primera mitad. Son, además, de mayor extensión. En cuanto a las macrosecuencias están agrupadas en parejas: a) la primera reúne dos relatos de ambiente campesino; b) la segunda, constituida por dos relatos breves, parece querer mostrar los peligros que para las adolescentes (ambas protagonistas son de unos 16 años) tiene el no atender a la sabiduría popular, que por boca de Sancho se manifiesta en refranes: «que la doncella honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la mujer y la gallina por andar se pierden aína; y la que es deseosa de ver, también tiene deseo de ser vista» (II, 49); c) la tercera reúne dos historias de amor: una, la de Claudia Jerónima, esboza en pocos rasgos una novella trágica, a lo Bandello; la otra, la de Ana Félix y don Gregorio, es un plan de novela bizantina con recuerdos personales del cautiverio de Cervantes.

Las macrosecuencias de la Segunda parte son menos autónomas que las de la Primera. Alguna queda abierta y es apenas un esbozo, como la de la hija de Diego de la Llana; otra parece desarrollar un cuento popular: la de los rebuznadores. Ninguna es totalmente separable y absolutamente cerrada, como la Novela del Curioso impertinente, de I; ni tan extensa como la historia de Zoraida y el Capitán cautivo.

  —50→  

Es evidente que en la Segunda parte la atención de Cervantes se ha dirigido con preferencia a las microsecuencias, que surgen de la figura protagónica y en función de ella. La novela, partiendo del personaje, se irradia hacia lo universal.






Los protagonistas

Por el Quijote circulan casi 700 personajes, algunos simplemente mencionados. La misma Dulcinea no atraviesa jamás el escenario de las acciones; es un personaje creado por la fantasía de don Quijote, el personaje del personaje, un personaje absolutamente poético, y como tal no encarna jamás. Signo de la fecundidad fictiva de Cervantes es el hecho de que la inexistente Dulcinea del Toboso sea, junto con la búsqueda de la fama, el móvil de la acción quijotesca y lo que da sentido, para el héroe, a sus aventuras. Pero alrededor de 200 personajes están caracterizados por sí mismos, en su accionar. Estos personajes, que son además personas, viven ante los ojos del lector: pensemos en las magníficas caracterizaciones del tímido e irresoluto Cardenio y de la muy decidida Dorotea, capaz, además, de simular una imaginaria personalidad, la de la princesa Micomicona; de Anselmo, enloquecido por la búsqueda de los valores absolutos; del socarrón Sansón Carrasco; del aburguesado Caballero del Verde Gabán, apesadumbrado por tener un hijo poeta; y la tonta doña Rodríguez, la burlona Altisidora, los Duques antipáticos y suficientes, el Cura y el Barbero, y tantos otros caracterizados fuertemente a veces con pocos trazos. Pero la pluma de Cervantes se ha aguzado, como es de suponer, en la pareja protagónica.

En la Primera parte don Quijote y Sancho permanecen psicológicamente estáticos. Desde el capítulo 1.º sabemos que don Quijote es un hidalgo de aldea que alrededor de los 50 años nace a la locura, ya que «del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro, de manera que vino a perder el juicio». Este capítulo primero es una obra maestra en lo que a caracterización de la monomanía de don Quijote se refiere:   —51→   en él don Quijote sólo da valor a la verdad poética que su mente enloquecida fabrica, partiendo de los modelos literarios; desde su decisión anacrónica y demencial de abrazar la caballería, hasta la creación de su propio nombre, del de su rocín y, sobre todo, del de Dulcinea, «nombre a su parecer músico, y peregrino y significativo», todo refleja la potencia y la voluntad de esta personalidad nueva.

La monomanía de don Quijote está sutilmente estudiada por Cervantes, y se manifiesta sólo en lo que respecta a la visión poética del universo; más específicamente, en la trasmutación de la realidad objetiva en el mundo de la novela de caballerías. En todo lo demás, don Quijote razona con lógica de hierro y con profunda sabiduría humana. En esto se originan la admiración y el sobresalto de sus interlocutores: «sólo te sabré decir que le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo, y decir razones tan discretas, que borran y deshacen sus hechos», dice el Caballero del Verde Gabán a su hijo don Lorenzo (II, 19); y poco más adelante, don Lorenzo lo califica de «entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos». La meta de su accionar es también clara: cobrar «eterno nombre y fama», como corresponde al destino heroico que pretende forjarse en el cumplimiento de la misión caballeresca.

Poco sabemos del hidalgo sedentario que acaba de desaparecer, barrido por el nacimiento de este ser poético y libresco que es don Quijote de la Mancha; ni siquiera su nombre, vagamente sugerido. Cincuenta años de su vida anónima pasan en forma galopante cubriendo sólo dos páginas; Cervantes únicamente insiste en sus rasgos paradigmáticos de hidalgo de aldea, tal como se reflejaban en la paremiología: pobreza en el comer («olla sin carnero, olla de escudero»), presunción en el vestir, afición por la caza, y el rocín y el galgo que caracterizaban su estamento social («Al hidalgo que no tiene galgo, fáltale algo», «Hidalgos y galgos, secos y cuellilargos», «Hidalgo, rocín y galgo»).

A lo largo de la Primera parte, don Quijote se comporta como lo que se perfila en este primer capítulo: su locura consiste en no dar crédito más que a la verdad poética, la   —52→   de los libros de caballerías, la de la literatura en general. Don Quijote es un personaje libresco, y el «donoso y grande escrutinio que el Cura y el Barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo» (I, 6) tiene por objetivo principal indicarnos las fuentes en las que su personaje había bebido, y con cuya savia alimentaba su peculiar naturaleza literaria: libros de caballerías, libros de pastores y algo de poesía, especialmente épica. No hay en esta biblioteca ni libros de historia ni libros de devoción (tan abundantes entonces) ni tratados de índole científica o religiosa. Que don Quijote sea un personaje nacido de los libros, no quiere decir que sea un personaje desvitalizado y sin resonancias humanas. En esto también se advierte la genialidad cervantina: en haber animado de profunda humanidad a un personaje que tiene raíces literarias.

La Primera parte del Quijote es, como se ha visto, y merced a las intercalaciones, un montaje literario entre cuyas piezas desplaza don Quijote su paradójica humanidad libresca. Pero esta personalidad está creada por el propio don Quijote, en un acto constante de voluntarismo consciente y empecinado. Su norte es la «imitación» de personajes de la literatura, de Amadís de Gaula especialmente; pero también de cualquier otro cuya vida pueda ser modelo de valor, de gloria, de fama, de amor puro y constante. Por esto cuando su vecino Pedro Alonso lo recoge maltrecho a la vera del camino y reconoce en él al «honrado hidalgo del señor Quijana», don Quijote responde airadamente:

«Yo sé quién soy, y sé que puedo ser no sólo los que he dicho [Valdovinos, el moro Abindarráez], sino todos los doce Pares de Francia y aun todos los nueve de la Fama...»


(I, 5)                


Esta voluntad de crearse una personalidad literaria llega a su máxima expresión en la penitencia de amor de Sierra Morena, donde don Quijote elige cuidadosamente, primero, el héroe literario a quien imitar (duda entre Amadís u Orlando, pero se decide por el primero); después, el lugar, a cuyas deidades   —53→   apostrofa y llama en su ayuda; finalmente, la forma que dará a su prueba de amor.

La personalidad de don Quijote, como hemos dicho, no sufre en la Primera parte ninguna evolución notable; permanece inalterable, sostenida por su voluntad de ser una criatura literaria, y de crear un universo poético y poetizable, en el que hasta lo ruin pueda transformarse en poesía. Así, a poco de iniciar la segunda salida (capítulo 16), don Quijote, acostado en el camastro de la venta del Zurdo, recibe entre sus brazos a la sucia Maritornes, que en la noche, sigilosamente, se dirige a la cama del arriero. Pese a la tosquedad de la asturiana, cree abrazar a la diosa de la hermosura. Y en su firme trastrueque de realidades, «el aliento, que sin duda alguna olía a ensalada fiambre y trasnochada, a él le pareció que arrojaba de su boca un olor suave y aromático».

Al comenzar la Segunda parte, don Quijote, sentado en la cama (hace un mes que ha vuelto a la aldea, enjaulado por el Cura y el Barbero), con su bonete colorado y su almilla verde, está tan loco como en la Primera parte. Sus diálogos con el Cura y el Barbero, con Sansón Carrasco y con Sancho así lo demuestran; y también su decisión de volver a sus descabelladas aventuras.

Pero apenas iniciada la tercera salida en dirección al Toboso, buscando el palacio de Dulcinea que Sancho aseguró, mintiendo, haber conocido, un acontecimiento insólito se presenta: tres zafias labradoras, montadas sobre tres borricas son, según falso testimonio de Sancho, Dulcinea y dos de sus doncellas. El escudero insiste en su mentira, apoyándose en las metáforas y las imágenes poéticas que ha aprendido de boca de su amo; pero don Quijote no puede trascender la verdad histórica; y la cruda realidad exterior se le impone:

«... te hago saber, Sancho, que cuando llegué a subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú dices, que a mí me pareció borrica, me dio un olor de ajos crudos que me encalabrinó y atosigó el alma».


(II, 10)                


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Esta situación es paralela a la anterior de Maritornes (hay en el Quijote muchos casos de geminación y dualismo), y ambas tienen función estructural y caracterizadora: la de Maritornes muestra el don Quijote de la Primera parte, empecinado en ver la vida como literatura, habitante de un mundo poético cuya coherencia no sufre fisuras. Por el contrario, la de Dulcinea «encantada» es bien distinta: el mundo poético creado por el héroe comienza a resquebrajarse. A partir de aquí el proceso psíquico y espiritual avanzará lenta pero ineluctablemente, con retrocesos esporádicos a la situación anterior, como en la aventura del barco encantado. Pero don Quijote va ya, irremediablemente, camino de la cordura. Como se ha observado, la Primera parte es la de la locura de don Quijote; la Segunda es la de su desenloquecer.

La primera aventura que en esta tercera salida le presenta el camino es la del encuentro con la carreta de cómicos disfrazados que van a representar Las Cortes de la Muerte (II, 11). Don Quijote, ante el conjunto de actores vestidos de Muerte, ángel, emperador, Cupido, etc., presiente una descomunal aventura; sin embargo, la simple explicación del carretero lo convence de inmediato; y dice:

«Por la fe de caballero andante, que así como vi este carro imaginé que alguna grande aventura se me ofrecía; y ahora digo que es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño».


El desengaño: palabra significativa y clave de un estado espiritual que angustia al hombre del Barroco. Des-engaño significa la salida del engaño, el camino hacia el conocimiento de la verdad, senda estrecha y dolorosa. Don Quijote nunca hasta ahora ha usado el vocablo con este sentido profundo que marca aquí el declinar de su locura heroica. Ahora sabe que la verdad poética puede deshacerse al contacto de la verdad histórica. Ahora ha tocado las apariencias con la mano y comprende que su verdad es ficticia, es imaginada, que sólo existe en la mente de los creadores literarios y en la suya.

  —55→  

Pero el episodio más representativo de esta evolución es la aventura del descenso a la cueva de Montesinos (II, 22-24), considerado por Menéndez Pidal el centro de la Segunda parte. Es una aventura fantástica, onírica, en la que el ideal de don Quijote no se enfrenta con la realidad sino que se emancipa de ella. Sancho y el Primo (ese personaje ridículo, parodia sutil del erudito al uso, del «humanista de oficio») sostienen la soga que, atada a la cintura del caballero representa el único cabo que lo une al mundo exterior. Don Quijote, solo con su mundo literario poblado de personajes del romancero carolingio más algunos del ciclo artúrico, en ese encuentro irreal, fuera del tiempo y el espacio, comprobará la ridiculez y la fragilidad de su ideal puramente literario: Montesinos es un viejo vestido de estudiante; Durandarte, convertido en estatua yacente, muestra su mano velluda y, pese a que le ha sido sacado el corazón, pronuncia palabras de la jerga del juego («Paciencia y barajar»); Belerma, vieja, bocona, chata y cejijunta, descolorida y desdentada, lleva en un lienzo el corazón amojamado de su amante. Y es el mismo don Quijote quien relata esta aventura, no el autor omnisciente. ¿Qué ha sucedido en su espíritu o en su subconsciente? Porque esta despoetización no proviene de un choque con la realidad histórica; don Quijote está solo en el centro de la cueva, como lo estuvo antes en lo alto de Sierra Morena, durante la penitencia de amor (I, 25-26). Es que don Quijote, en el sueño, ha perdido la voluntad de crear esa realidad poética a la que ha vivido aferrado, y su alma parece conquistada definitivamente por el desengaño que nuevamente vuelve a palpar con la mano. Y para que este sentimiento adquiera sentido total, para que el mundo poético se desmorone definitivamente, Dulcinea también se mostrará en la cueva bajo la apariencia rústica que el caballero no había podido superar a la salida del Toboso.

Este descenso a la cueva es, por supuesto, de estirpe heroica. Cervantes parodia en él el descenso a los infiernos del héroe épico. El símbolo cumple también en el Quijote su función iniciática: la cueva iluminada por dentro, a la cual se llega a través del oscuro corredor, el laberinto («aquella   —56→   escura región»). Pero en Cervantes es todo tan complejo, que su mente no asocia sólo a Eneas en su aventura infernal; está también la iniciación de Amadís cuando, a punto de penetrar en la Cámara defendida donde pondrá a prueba la pureza y perfección de su amor por Oriana, invoca a su dama puesto de rodillas. También don Quijote, de rodillas ante «la caverna espantosa», invoca a Dulcinea antes de ser acometido por cuervos y grajos. En la simbología la caverna es el lugar del segundo nacimiento. Don Quijote, que en el capítulo inicial nace a la locura poética, ha de volver a nacer en la cueva, esta vez al desengaño que lo llevará a la cordura. Este segundo nacimiento significa la regeneración psíquica, y se opera en el dominio de las posibilidades de la individualidad humana. Esta caverna iniciática es la imagen del mundo, con su desilusión, su vulgaridad, su fealdad, su desencanto. Don Quijote simbólicamente permanecerá en ella hasta su salida definitiva, la muerte, su tercer nacimiento, esta vez a la luz inmortal y a la resurrección.

La superioridad de la Segunda parte sobre la Primera se advierte, entre otras cosas, en esta concepción tan moderna del personaje en evolución. Y esta concepción nueva, novísima, revierte sobre la estructura de las microsecuencias de la narración de base, la episódica: las aventuras de don Quijote en la Segunda parte no responden, como las de la Primera, a un esquema casi único, porque el personaje que las lleva a cabo se ha flexibilizado, se ha enriquecido, se ha desautomatizado.

Algo similar ocurre con la figura de Sancho. Mucho se ha hablado de la «quijotización» del escudero (también ¡ay! de la «sanchificación» del amo), es decir, de su evolución psicológica en la Segunda parte.

Sancho, cuya génesis literaria está ampliamente estudiada, reconoce múltiples orígenes: para Charles Ph. Wagner, el Ribaldo de El caballero Zifar (¿conoció Cervantes esta novela de caballerías española compuesta en el siglo XIV?); para Menéndez Pidal, el refranero («Allá va Sancho con su rocino»); para W. S. Hendrix, los tipos cómicos del teatro prelopesco, especialmente el «tonto» y el «listo»; para Augustín   —57→   Redondo, la tradición carnavalesca medieval...

Es evidente que el personaje del escudero como contrafigura del héroe no está en la génesis primitiva del Quijote, pues no aparece en la primera salida del héroe; es después de cerrado el primer ciclo estructural (en el capítulo 7) cuando Cervantes lo incorpora con un perfil aún débil: «En este tiempo solicitó don Quijote a un labrador, vecino suyo, hombre de bien... pero de muy poca sal en la mollera». Esta irrupción de Sancho en el relato está insinuada en el capítulo 3 en boca del ventero; también don Quijote toma en el capítulo 4 la resolución de

«acomodarse de todo [camisas e hilas, dinero y ungüentos] y de un escudero, haciendo cuenta de recebir a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería».


Es probable que estas dos referencias al escudero en capítulos pertenecientes a la primera salida, hayan sido agregadas posteriormente por Cervantes en un afán de tender hilos estructurales entre las diferentes partes de la obra. Además, la actitud irónica es evidente: un labrador pobre y cargado de hijos no era «muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería».

La figura se va integrando, enriqueciendo, fortaleciendo a medida que avanza la acción. Así, el primer refrán en boca de Sancho aparece en el capítulo 19. Es probable que el refranero haya influido en el ánimo cervantino al trazar las líneas básicas de su personalidad: Sancho es nombre frecuente en el refranero para referirse al rústico malicioso, desconfiado y advertido. Panza alude a su gula, y lo asocia a personajes goliardescos. Sancho se presenta cobarde y comilón, burlón y crédulo, interesado y sin embargo leal. Todas estas características se dan, dispersas, en los personajes cómicos del teatro del siglo XVI.

La intención de Cervantes al incorporar a Sancho a la creación del Quijote en condición que evoluciona desde la de   —58→   simple acompañante y criado hasta la de coprotagonista, es clara: introducir el interlocutor y, en consecuencia, el diálogo, dando así a la obra un ritmo pendular, una alternancia de dinamismo (aventuras) - estatismo (diálogos de los protagonistas), que no es el menor de sus hallazgos. Además, la forma dialogística permite a Cervantes acercar los personajes al lector, caracterizarlos a través de sus coloquios y suprimir el tiempo de la escritura. La dualidad protagónica provoca el juego de antinomias: un amo loco que opera con lo poético, abstracto e imaginado, y que conforma un universo literario; y un escudero que actúa sobre lo concreto y reduce el universo a su experiencia aldeana.

Lo sorprendente es que este campesino pragmático siga a don Quijote en todas sus peripecias, pese a sus reiterados propósitos de abandono. ¿Interés en el cumplimiento de las promesas de gobiernos y títulos? No lo parece, pues no puede escapar a su innegable penetración que ninguna se cumple; y su lealtad al amo no se debilita ni siquiera después del gobierno de la ínsula, cuando, desvanecidas ya todas las esperanzas, sólo queda acompañarlo en el acto final de la derrota.

Sancho ama y admira a ese hombre desconcertante, al que juzga loco, pero que lo deslumbra con su valor y su pureza de intención, que lo subyuga con su prestigio cultural y con su capacidad de compartir. Preguntado por la Duquesa sobre la razón de su permanencia junto a un mentecato, Sancho responde:

«... seguirle tengo: somos de un mismo lugar, he comido su pan, quiérole bien, es agradecido, diome sus pollinos y, sobre todo, yo soy fiel; y así, es imposible que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y azadón».


(II, 33)                


La evolución psicológica de Sancho es el resultado de este amor y del magisterio de su amo; a través de don Quijote percibe el halo de lo heroico, la belleza de la poesía, el triunfo del espíritu. Su perspicacia maliciosa capta los resortes de la demencia del amo, y la Segunda parte nos muestra un   —59→   Sancho evolucionado, lleno de donosura y hasta de ingenio, capaz de engañar al caballero presentándole una realidad trasmutada en poesía: «me atrevo a hacerle creer lo que no lleva pies ni cabeza», dice a la Duquesa. Ejemplo insigne de esta nueva actitud es el capítulo 10 de la Segunda parte, el de Dulcinea encantada.

Esta evolución del escudero, que también en la Primera parte mantiene, como don Quijote, un cierto estatismo psicológico, es concebida por Cervantes desde el arranque del Quijote de 1615. El capítulo 5 de II, que reproduce «la discreta y graciosa plática que pasó entre Sancho Panza y su mujer», tiene por objeto mostrar, por adelantado, con un ejemplo extremo, esta transformación.

El refinamiento de Sancho, su espiritualización, su «quijotización», provocan el asombro de su amo: «Cada día, Sancho... te vas haciendo menos simple y más discreto». A lo que el escudero responde: «Sí, que algo se me ha de pegar de la discreción de vuestra merced» (II, 12). Expresión conmovedora de gratitud y reconocimiento.

La antinomia y el dualismo que la pareja encarna en la Primera parte con una rigidez prototípica, da paso en la Segunda a un acercamiento, producto de la superación y de la acción rectora, modificadora, flexibilizadora del espíritu sobre la carne, de la fantasía sobre la cordura, del ideal sobre el pragmatismo. Gran lección cervantina.




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ArribaAbajoHistoria y poesía en el episodio de Marcela y Grisóstomo

(Quijote, I, capítulos 11-14)


Desde que Américo Castro vinculó a Cervantes con el pensamiento del Humanismo renacentista, y desarrolló las ideas apuntadas por Toffanin (La fine del Umanesimo, 1920) con respecto al problema de las categorías aristotélicas de Historia y Poesía en la obra cervantina, este aspecto primordial en la gigantesca fabulación del Quijote se ha vuelto de consideración ineludible en el análisis de la obra6.

Que a Cervantes le preocupaba el asunto lo revela el constante manejo de lo universal poético y lo particular histórico en su práctica narrativa; y además, la casi traducción, en boca de Sansón Carrasco, del fragmento correspondiente de Aristóteles (capítulo IX de la Poética). Dice el Bachiller:

«... pero uno es escribir como poeta y otro como historiador: el poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como   —62→   fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna»7.


Es la distribución de la materia narrativa en ambos niveles (Historia y Poesía) lo que determina la estructura compleja y multiforme del Quijote. Queda aún por dilucidar en qué medida Cervantes pretendió incorporar ambas categorías en una unidad superior, o si trató de trasfundirlas, o si su mira estaba en mantenerlas separadas, cada una dentro de sus límites, contraponiéndolas en ese juego de opuestos, de contrastes y de ambigüedades que constituye uno de los rasgos geniales del Quijote: su irreductibilidad a fórmulas. Más aún, cabe preguntarse si este «raro inventor», como más de una vez se llamó a sí mismo en el Viaje del Parnaso, pudo pensar que una obra de ficción podría desarrollarse en el plano histórico. Más fácil es admitir que todo lo poetizó, hasta lo cotidiano; o, como dice Riley, que aceptó «este mundo admirable y nada realista de la literatura como poéticamente verdadero»8.

De cualquier manera, en el Quijote se están barajando continuamente los elementos de ambas «verdades», y Cervantes pareciera deleitarse ensayando diversos juegos de oposición, combinación, yuxtaposición, sucesión, alternancia, etc. Este juego le permite transitar por lo que Félix Martínez Bonati llama muy acertadamente «las regiones de la imaginación»9, y pasar, por ejemplo, de una choza de rústicos   —63→   cabreros a la utopía pastoril; o de una sobremesa en una venta, a la casi inverosímil aventura amorosa y heroica del Capitán cautivo y Zoraida. Es que la Poesía


«puede pintar en la mitad del día
la noche, y en la noche más escura
el alba bella que las perlas cría»10.


Analizaremos ahora el paso de una verdad histórica a una verdad poética en el episodio externo de Marcela y Grisóstomo (Quijote, I, capítulos 11-14). Aquí Cervantes ensaya un movimiento progresivo que, a partir de lo histórico va llevando la acción hacia una idealización absoluta. Cómo Cervantes va del tasajo, las bellotas y el queso «más duro que si fuera hecho de argamasa» (capítulo 11) hasta el anhelo ascensional de Marcela (capítulo 14) es lo que procuraremos mostrar en estas páginas.

Sobre el episodio de Marcela y Grisóstomo se ha escrito bastante11, mucho de ello enderezado a aclarar si hubo o no suicidio que pusiera fin a la «miserable vida» del pastor12. Nada hay que agregar a lo que algunos ilustres críticos y la Canción de Grisóstomo misma (capítulo 14, página 136) manifiestan claramente: Grisóstomo se quita voluntariamente la vida. Si bien la concepción ético-religiosa cristiana condena severamente tal determinación, el relato ocurre en una atmósfera   —64→   pagana en la que el suicidio tiene cabida. Que Grisóstomo elige deliberadamente la condenación eterna es evidente desde el comienzo de la Canción, inmersa toda ella en un hálito infernal:


«haré que el mesmo infierno comunique
al triste pecho mío un son doliente».


(vv. 4-5)                


A los espantables gritos animales se unirá


«... el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla».


(vv. 26-27)                


para cantar su dolor y su despecho; y luego invoca a los míticos condenados «del hondo abismo»: Tántalo, Sísifo, Ticio, Egión, las Danaides, sin olvidar al «portero infernal de los tres rostros» (vv. 113-28)13. Por otra parte, el suicidio se da frecuentemente en la pastoral, incluso en la española14. Los testimonios en contra, que el autor disemina con anterioridad al desarrollo del entierro, valen sólo como una muestra de los distintos puntos de vista desde los que puede enfocarse una misma realidad, o de esa ambigüedad tan artísticamente lograda por Cervantes15.

Más importante parece ser en este episodio el planteo del gran tema cervantino de que venirnos hablando -las relaciones   —65→   de Historia y Poesía- aquí presente fundamentalmente en la antinomia cabreros-pastores incluidos en sus respectivos entornos. Cervantes, en busca de una contraposición fuerte y significativa, engarza el episodio altamente poético de Marcela y Grisóstomo en el mundo circunstancial de los cabreros, recurriendo a puentes de enlace que llevan gradualmente al lector desde la rusticidad del hato hasta el discurso de Marcela, mediante un crescendo matizado de avances, retrocesos y suspensos; pero a partir de la Canción desesperada (capítulo 14) una decidida línea ascensional conduce, ya sin vacilaciones, hasta la culminación en que la pastora -encarnación de un platonismo cristianizado, tan intenso, que la desgaja de la vida y del amor humano- afirma no sólo su libre albedrío, sino su origen divino y su anhelo de reintegrarse a la patria celestial. Si Grisóstomo entrega voluntariamente su alma al infierno, Marcela contempla el cielo, «pasos con que camina el alma a su morada primera»16. El decidido contraste en la elección de destino (infierno-cielo) es, en última instancia, la trascendental antinomia que incluye a todas las otras17.

  —66→  

Partimos de un hecho evidente: los capítulos 11 a 14 forman una unidad narrativa concebida como tal. Dejemos de lado la ubicación que pudo tener en la primera redacción de la obra18, pues no interesa para nuestro análisis, y hagamos hincapié en la cohesión estructural de estos capítulos, subrayada por un hecho compositivo: el episodio se abre con el discurso de don Quijote sobre la Edad de oro, y se cierra con el discurso de Marcela en lo alto de la peña. Son dos piezas retóricas dirigidas a públicos distintos y recitadas con fines también distintos; pero ambas pertenecen al mundo altamente poético de la pastoral y, por su posición, enmarcan y delimitan la materia narrativa19.

  —67→  

En el capítulo 11, en el ambiente rústico de los cabreros, con las bellotas en la mano, don Quijote, incapaz de distinguir cabreros (Historia) de pastores (Poesía), pronuncia el discurso de la Edad de oro. La pieza se presenta como un exabrupto, como un elemento artístico circunscripto en sí mismo, sin conexiones con su entorno, como una «larga arenga que se pudiera muy bien excusar», como un «inútil razonamiento». Cervantes contrapone así, violentamente, ambas verdades: la choza y sus zafios moradores (verdad histórica) y el mundo utópico del siglo dorado (verdad poética) con el que él, caballero proveniente de una región también utópica y poética, se siente consustanciado. ¿No es, acaso, su heroica misión restaurar «en esta nuestra edad de hierro» aquella infancia de la humanidad, en la que no se conocían las palabras tuyo y mío, que han dividido a los hombres y sembrado entre ellos la injusticia y el odio? Por esto don Quijote, que comienza pagando tributo al antiguo tópico literario, termina con el elogio de la caballería20.

Las dos verdades chocan, se contraponen, se excluyen. Sólo don Quijote, habitante de ambos mundos, es su nexo. El discurso apunta a la utopía que adviene para enseñorearse del escenario del relato, y la acción comienza a deslizarse hacia el universo poético de la ficción pastoril. El discurso es el punto de partida en la creación de una atmósfera de fascinación, pues los cabreros «embobados y suspensos le   —68→   estuvieron escuchando». Este embobamiento procede, no de lo que se dice, pues no lo entienden, sino del halago sensorial que deriva de los efectos fónicos y melódicos producidos por la repetición de sonidos y de ritmos, por aliteraciones y similicadencias. El canto que encanta. Cervantes creará, a partir de aquí, los puentes por los que la Historia desembocará en la Poesía.

Muy pronto aparece el primer puente de enlace: es Antonio, «zagal muy entendido y muy enamorado y que, sobre todo, sabe leer y escribir, y es músico de un rabel...»21. Antonio es, pues, un personaje intermedio entre cabrero y pastor (pastor literario, se entiende), pues participa de cierta naturaleza ajena a su condición rústica: es instruido, enamorado y músico, Cervantes subraya la condición semipoética de Antonio valiéndose de la presentación retardada, propia de la pastoral:

«... cuando llegó a sus oídos el son del rabel, y de allí a poco llegó el que le tañía, que era un mozo de hasta veinte y dos años, de muy buena gracia».


(p. 115)                


Antonio canta un romance compuesto para él por su tío, el beneficiado (Antonio no es poeta), que plantea el «caso de amor» del mozo, y que permite la introducción del verso, característica formal del relato pastoril. Este romance remeda, a nivel aldeano, los cantos de amor de la pastoral literaria, y disimula, bajo formas vulgares, ciertos elementos cultos: es, ante todo, una presentación -bien que rústica- de la concepción del amor cortés, con la enumeración de los «servicios» de amor; se da el manejo irreverente de la expresión evangélica «muchos son los llamados pero pocos los escogidos» (vv. 19 y 20); y la alegoría de la esperanza, tomada indudablemente de Garcilaso:


«tal vez la esperanza muestra
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la orilla de su vestido»22.


(vv. 15-16)                


Añadamos a esto el recuerdo de los ataques de Elicia y Areúsa contra la gracia y gentileza de Melibea (Celestina, acto IX), que se trasuntan en los vv. 45-52 puestos en boca de Teresa del Berrocal23.

En el capítulo 12 comienza el relato de los amores de Marcela y Grisóstomo. Todo el episodio pareciera estar construido a partir de la Canción desesperada o Canción de Grisóstomo, quizás escrita con anterioridad, la cual mantiene su independencia dentro del contexto novelesco que la enmarca.

El relato de estos desdichados amores se desarrolla en dos tiempos, separados por un interludio. En el primer tiempo hay un narrador extradiegético -el cabrero Pedro- que desde el presente, apelando a la retrospección narrativa, presenta a los protagonistas y sus circunstancias. Esta presentación muestra coincidencias y diferencias entre ambos: los dos son ricos; él, estudiante, astrólogo, poeta; ella, dechado de virtudes y hermosura. En cuanto al porqué del hábito pastoril: él, por amores de Marcela; ella (lo sabremos más tarde de sus propios labios) para alcanzar la perfección espiritual. Cervantes coincide con el viejo concepto idealista de que la virtud, la sencillez y la pureza de alma se dan en el estado pastoril y en el contacto con la naturaleza24.

Pedro alude a estas situaciones poéticas desde la rusticidad de su condición histórica. Para subrayar este último aspecto, Cervantes se vale de las prevaricaciones idiomáticas y los vulgarismos del cabrero: cris "eclipse", estil "estéril", desoluto   —70→   "absoluto", denantes "antes", sarna "Sarra", etc., que provocan la impaciencia y las correcciones reiteradas de don Quijote. Pero a partir de la descripción de Marcela, el discurso de Pedro se limpia de estas escorias, como si la evocación de la virtud y hermosura de la moza contribuyesen a perfeccionar su espíritu y su expresión; tanto, que la próxima interrupción de don Quijote no es ya correctiva, sino de elogio de la manera de contar: «... proseguid adelante, que el cuento es muy bueno y vos, buen Pedro, le contáis con muy buena gracia» (p. 123). Lentamente, al contacto de la verdad poética representada por los amores pastoriles, el relato de Pedro va poblándose de conceptos cada vez más sutiles y de formas cada vez más pulidas. Estas formas pulidas desembocan en formas retóricas: parejas nominales en oraciones paralelas antinómicas:

«... porque su afabilidad y hermosura atrae los corazones de los que la tratan a servirla y a amarla; pero su desdén y desengaño los conduce a términos de desesperarse...»;


(p. 124)                


sintagmas paralelos acumulados:

«Aquí sospira un pastor, allí se queja otro; acullá se oyen amorosas canciones, acá desesperadas endechas. Cuál hay que pasa todas las horas de la noche sentado al pie de alguna encina o peñasco, y allí, sin plegar los llorones ojos, embebecido y transportado en sus pensamientos, le halló el sol a la mañana, y cuál hay que sin dar vado ni tregua a sus suspiros, en mitad del ardor de la más enfadosa siesta del verano, tendido sobre la ardiente arena, envía sus quejas al piadoso cielo»;


(ídem)                


diseminaciones y recolecciones:

«y de éste y de aquél y de aquéllos y de éstos, libre y desenfadadamente triunfa la hermosa Marcela...»


(ídem)                


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Agréguese la evocación del escenario pastoril: las altas hayas en cuya corteza está escrito el nombre de Marcela, y sobre él una corona «como si más claramente dijera su amante que Marcela la lleva y la merece de toda la hermosura humana» (ídem); y los lamentos de los enamorados sin fortuna poblando de día y de noche sierras y valles: pastores que suspiran, gimen, cantan amorosas canciones o desesperadas endechas. Tanto se ha adentrado Pedro en la verdad poética, que puede afirmar: «Por ser todo lo que he contado tan averiguada verdad...». ¿Puede haber para don Quijote algo más placentero que esta profesión de fe poética? Por esto exclama: «... agradézcoos el gusto que me habéis dado con la narración de tan sabroso cuento». Pedro, el rústico cabrero, ha arribado al mundo utópico de la pastoral, conquistado por la hermosura del mito.

Sigue luego el interludio (capítulo 13) que mantiene el suspenso: don Quijote, en camino al lugar del entierro de Grisóstomo, se encuentra con otros habitantes del mundo de la Historia, entre ellos el Caballero Vivaldo, con el que mantiene un diálogo en el que don Quijote plantea tres temas que gozan de su predilección: a) la oposición caballero andante-caballero cortesano (véase también II, capítulo 6); b) la comparación caballería-monacato (ídem II, 8); c) el elogio de Dulcinea25. Pocas veces don Quijote ha dado muestras más evidentes de su locura que en esta sorprendente conversación en que baraja sin darse tregua lo histórico y lo poético, y en que los caballeros de la ficción cobran en su mente una densa y viviente corporeidad:

«... y casi que en nuestros días vimos y comunicamos y oímos al invencible y valeroso caballero don Belianís de Grecia...»26.


Y qué decir de la descripción de la dama de sus pensamientos   —72→   en la que, no sin ironía, el narrador acumula, en boca del enamorado caballero, toda la imaginería petrarquista. Don Quijote inventa poéticamente a su dama con plena conciencia artística, afirmando así ese voluntarismo que lo lleva a crear su vida y la de Dulcinea como perfectas obras de arte27:

«... pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas; que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve...»


(pp. 131-32)                


Si la locura de don Quijote consiste fundamentalmente en confundir y mezclar Historia y Poesía, poniéndolas en el mismo plano de credibilidad, en este diálogo con Vivaldo esta característica aparece exacerbada. Más aún: en el crescendo en que se enlazan sucesivamente los tres temas expuestos por el loco caballero, el delirio poético se hace excluyente en el último. Es una manera de acercamiento al momento más poético y artificioso del relato, que pronto sobrevendrá: el segundo tiempo, en el que impera una atmósfera de alto lirismo y de total evasión.

En el segundo tiempo aparecerán los protagonistas tantas veces mencionados. El relato está en pretérito, ahora a cargo del narrador omnisciente (Cide Hamete Benengeli), lo que permite la narración panorámica, con el acelerado y dinámico final del episodio. Pero en esta narración panorámica se introduce en cierto momento la narración representada, cuando Ambrosio, amigo de Grisóstomo, se dirige a los espectadores   —73→   usando el presente: «Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando...» (p. 134). Comienza así el elogio del muerto, que corresponde al carácter elegíaco del episodio. Ahora la discordancia entre el tiempo de la aventura y el de la lectura ha sido abolida: actantes, espectadores y lectores se ubican en el mismo presente poético, intensificado, idealizado por la concentración del tiempo: el triple registro temporal (aventura, escritura, lectura) se ha reducido a uno solo. Así, se ha ido tensando la acción novelesca y llegamos a su momento culminante, que se da en el capítulo 14, íntegramente ubicado en el mundo de lo poético, mundo que incluye ahora a don Quijote y Sancho, al Caballero Vivaldo y sus acompañantes, a los cabreros y pastores de los contornos, que «coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa» han sido arrancados de su condición histórica mediante la alusión al doble símbolo de la muerte y el despecho amoroso. Este mundo poético se asienta sobre dos pilares: la Canción de Grisóstomo y el discurso de Marcela. El lenguaje es también altamente poético y convencional; en la Canción hasta la rima interna en los versos 15/16 de cada estrofa contribuye a su falta de espontaneidad, de auténtica vivencia.

El discurso de Marcela busca en lo retórico su gravedad y armonía: interrogaciones retóricas, sintagmas paralelos que remansan el dinamismo discursivo, oraciones contrapuestas en períodos rítmicos periódicos, diseminaciones y recolecciones; en la segunda parte, especialmente, el cursus tardus procura la sensación de majestuosa serenidad que corresponde a la trascendencia del tema con que se corona la exposición. Marcela no espera (igual que don Quijote en el discurso de apertura) respuesta alguna, pues sus palabras no han sido un medio de comunicación con sus oyentes, sino una explanación de ardiente platonismo. El carácter intelectual de la pieza no elude, como hemos apuntado, los elementos ornamentales; pero lo que predomina es el encadenamiento lógico de la argumentación y el sesgo platonizante del razonamiento.

El discurso de Marcela, que da sentido al «caso de amor», marca el clímax del episodio pastoril. Las exequias de Grisóstomo,   —74→   despachadas rápidamente, el epitafio compuesto por Ambrosio y la despedida de los asistentes, aflojan la tensión poética y constituyen el anticlímax con que se cierra el relato. Se desciende así a la «verdadera historia», que continuará en el capítulo 15 con las desdichas de Rocinante desdeñado por las hacas galicianas. Cervantes, con su genial ironía, presentará a nivel bestial el mismo «caso de amor».

La técnica compositiva seguida por Cervantes en el episodio de Marcela y Grisóstomo es tan clara y depurada que podemos esquematizar el relato: un mundo histórico que se desliza hacia un mundo poético, con una zona intermedia de transición. El siguiente cuadro objetiva lo que acabamos de exponer.

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Conclusiones

De todos los episodios externos del Quijote el de Marcela y Grisóstomo es, quizás, el que revela una mayor meditación sobre las formas de relacionar las distintas regiones de la imaginación. El paso de la realidad histórica a la realidad poética avanza, desde la choza de los cabreros hasta la utopía de la pastoral, a través de distintos puentes de enlace. Estos puentes son: a) la figura de Antonio y su canto, que trasladan al plano rústico un «caso de amor»; b) el relato de Pedro, en el que la lengua y el estilo ascienden desde la prevaricación idiomática hasta la expresión retórica; c) el diálogo de don Quijote con el Caballero Vivaldo, en el que Historia y Poesía aparecen indiferenciadas en el discurso torrencial del ingenioso hidalgo.

Según el cuadro precedente, la relación entre ambos mundos se resuelve con el predominio del universo poético sobre el histórico, al cual involucra y absorbe.

«Por lo cual la Poesía es más filosófica y elevada que la Historia».


(Aristóteles, Poética, capítulo IX)28.                






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