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Para una revisión del concepto «novela picaresca»

Fernando Lázaro Carreter





Como ocurre con tantos conceptos operativos, el de «novela picaresca» -y voy a referirme sólo a la española del Siglo de Oro1- se resiste enérgicamente a ser definido. Nuestro ilustre Presidente, reseñando el Itinerario de Alberto del Monte, hacía notar que éste nos confirma en la falta de fronteras naturales del género, por la variedad de las obras que lo integran2. Se ha intentado caracterizarlo desde perspectivas morales, psicológicas, sociales, y hasta con distingos de código penal, y siempre se topa con excepciones que, desde otra perspectiva, no lo serían. Se discute, o se niega incluso, el valor distintivo de su característica formal más constante: el relato en primera persona; y ni siquiera hay acuerdo sobre el origen de esta literatura, situándola en el Lazarillo unos, y otros a la altura del Guzmán.

Con tales antecedentes parece aventurado afrontar el problema; es más, se siente la tentación de abandonarlo y de convenir en que el género literario no es categoría crítica viable: quizá ninguno como éste muestre su artificioso carácter de construcción dialéctica autónoma y, por tanto, infinitamente variable, en función de supuestos que, en teoría, pueden variar sin límite. Sin embargo, a pesar de su naturaleza escurridiza y contradictoria, no es concepto el de «novela picaresca» que pueda ser arrumbado sin más; si fuera sólo una etiqueta inadmisible, forjada por una tradición crítica errónea, sería urgente prescindir de ella. Pero ocurre que esas obras, antes de ser un objeto críticamente formalizable, constituyeron una entidad artística con rasgos distintivos y límites, en la mente de muchos escritores y del público lector; y que fue también una realidad con que operó el comercio editorial. Con todas sus dificultades, esa realidad debe ser racionalmente descrita; no podemos abandonar el concepto o resignarnos a usarlo como simple pista para el buen entendedor. En lo que voy a decir, deben ver ustedes una incitación a replantear el problema, y una demanda de ayuda a mentes mejor dotadas.

Sobre la posible comprensión de la «novela picaresca», han actuado, dificultándola, varios elementos perturbadores. Por lo pronto, una abrumadora atención a los contenidos, y un nocivo olvido de que a un género lo caracteriza tanto o más su morfología, su diseño estructural. Después, al considerar esa literatura como un todo ya construido, y no como un organismo que fue haciéndose en virtud de tensiones internas y de condicionamientos exteriores. Aquel punto de vista ha sido responsable del método habitualmente seguido para alcanzar una definición: la búsqueda inductiva de factores comunes al corpus picaresco. Ese método conduce al escepticismo de que antes hablaba; a medida que la inducción opera con más obras, los factores comunes disminuyen considerablemente produciéndose la paradoja de que, a más relatos presuntamente picarescos observados, más lejos estamos de aprehender su esencia. El género ofrece así una imagen ameboide, imprecisa, ambigua, y acaba por desvanecerse como tal. Si, por el contrario, en virtud de prejuicios, elegimos una de aquellas obras como espécimen puro, otras muchas pasan a habitar el género en precario. Se impone pensar, por ello, que existe error en el método y que es fuerza sustituirlo.

El panorama se presenta de otro modo si en vez de contemplar la picaresca como un todo constituido, definitivamente hecho, observamos su hacerse, el proceso de su formación. Se advierte entonces que carece de sentido admitir en un cotejo el Guzmán con idéntico rango que El donado hablador, ya que, aparte sus distancias cronológicas y estéticas, son resultado de estratos de creación muy diferentes. La distinción entre maestros y epígonos es básica para reconocer la diversa función que ejercen en la configuración de un género. Hay, efectivamente, uno o varios escritores que le proporcionan su poética peculiar3; y hay otros que se adueñan de ella, con actitud sumisa o en rebeldía. Se ha escrito mucho sobre el modo creador de los grandes artistas; muy poco, o nada que yo sepa, sobre la muchedumbre de los epígonos que cubre los amplios espacios entre las cimas. El funcionamiento interno de un género no puede entenderse sin ellos, en cuanto depositarios del mismo, y responsables de su vida y muerte. Los hay que se someten a la corriente y reiteran gestos aprendidos; pero otros se sienten también pintores, y manipulan aquella poética con arrogancia de inventor. Si el método inductivo no conduce a resultados apreciables es por la actividad de los epígonos y su secreta ambición de ser «originales».

Por ello resulta necesario, para comprender qué fue la «novela picaresca», no concebirla como un conjunto inerte de obras relacionadas por tales o cuales rasgos comunes, sino como un proceso dinámico, con su dialéctica propia, en el que cada obra supuso una toma de posición distinta ante una misma poética. Debe sustituirse la vía de la inducción, que considera el corpus ya construido, por un método que permita observar su construcción. Este punto de vista hace reconocer enseguida que determinados rasgos del contenido y de la construcción, existentes en diversas obras, fueron sentidos en otras como iterables o transformables. Y ello permite un deslinde, relativamente fácil, entre dos niveles distintos en el ámbito de la picaresca -quizá, de cualquier género-; aquel en que surgen determinados rasgos, y un segundo, en que se advierte la fecundidad de aquellos rasgos, y son deliberadamente repetidos, anulados, modificados o combinados de otro modo. La primera fase, de tensión constituyente, cesa cuando termina la aparición de motivos o artificios formales repetibles.

Ambos estratos creativos son perfectamente comprobables en nuestro género. Así, si en su poética, tal como va haciéndose, el héroe es varón, mutándolo en hembra se sentará plaza de «original». Si los pícaros cuentan quiénes fueron sus padres, una variante novedosa consistirá en hablarnos de sus abuelos y tatarabuelos. Si narran su niñez, Gregorio Guadaña se remontará más y describirá su vida intrauterina. Cuando el pícaro suele escribir en primera persona, bien podrá un autor disentir y adoptar la tercera. Puesto que hay muchos pícaros truhanes, otro u otros serán discretos, es decir, dimitirán de la bellaquería -dato del contenido- pero no del comportamiento formal del pícaro. ¿Por qué no injertarle también otros géneros? Ahí está Castillo Solórzano introduciendo entremeses; y puesto que el pícaro es viajero contumaz, ¿será extraño que Estebanillo añada a sus peripecias un ingrediente bizantino, la sal viajera por excelencia?

El celo de los epígonos no tiene freno: suspende o potencia reglas, mezcla esquemas, trivializa, exalta, y no siempre sin talento. Pero, actuando así, depende de un centro de atracción, y permanece en el mismo campo gravitatorio. Según creo, un escritor está en el ámbito de un género mientras cuenta con su poética, mientras la aprovecha para su propia creación, cualesquiera que sean las maniobras a que la someta. Por el contrario, se sale de él cuando no cuenta con aquella poética, sino con otra, e incluso cuando desdeña visiblemente su materia y su forma. Ambas cosas: no bastan disidencias parciales. Obregón, por ejemplo, transfiere la truhanería al mundo que le rodea; pero relata su vida conforme a esquemas picarescos. Esto me parece decisivo; Espinel ha transformado ciertos rasgos del género, pero sigue atraído por él; en otras palabras: sin la picaresca actuando como plano de referencia, el fino escritor rondeño no habría compuesto el Obregón. Otro caso límite puede ser La hija de Celestina, que funde el testimonio autobiográfico de Elena con el relato en tercera persona, que protagonizan dos pícaros y que acaba con la muerte de ambos. Parecen muy graves disidencias, y sin embargo, el editor milanés de 1615 la publicaba como verdadera novela picaresca, respaldándola con el éxito de sus precursores, el Lazarillo y el Guzmán, que cita expresamente4. No se equivocaba -si en esto era posible el error-: Salas Barbadillo, en gran combinador, había jugado libremente con los motivos y la estructura, había mezclado el relato de pícaros con la novella trágica, y había acentuado la presencia de lo celestinesco, que anduvo siempre merodeando por el género; pero a la vez había repetido el paradigma picaresco en puntos fundamentales: autobiografía de una bellaca, padres viles, avisos de bien vivir, burlas victoriosas seguidas de sanción, que llega al límite último de la muerte, prostitución de la esposa [...] Salas no fue un talento mediocre, y cuando en 1612 se dispone a reanudar el proceso de la novela picaresca, interrumpido siete años antes, lo hace con las precauciones exigibles a un autor «original», pero amparado por reglas que público y editores reconocían, y que permitían la identificación de la obra.

Vistas así las cosas, nuestro género no posee límites amorfos. La picaresca cesa allá donde sus motivos y artificios constructivos han dejado de ser operantes para el escritor, es decir, cuando dichos elementos han perdido fuerza generadora. Esta debe ser auscultada desde dentro, en un contraste de cada obra con los rasgos distintivos del género, para delatar cuándo aparecen, cómo se transforman o interrumpen y cuándo se extingue su potencia. Yo no puedo ahora ni esbozar tan compleja tarea. Me centraré -y aun así, seleccionando sólo algunos hechos significativos- en la fase constituyente, en aquel estrato primero de aportación de rasgos que luego serán diferenciales y obligarán a tomar postura a los narradores que vengan detrás. El proceso de esta aportación es también peculiar, porque durante él empezó ya la actividad combinatoria, y los resultados fueron vistos como opción posible. De ahí que fijar la cabeza del linaje sea esencial para comprender las tensiones internas de que nacerá su descendencia. Es preciso saber qué rasgos del contenido y de la forma había ya en esa obra fundacional, para observar después cómo se aprovecharon, se modificaron, se potenciaron y se sustituyeron; para saber qué otros se les sumaron con semejante fecundidad; para cumplir, en suma, todo el programa antes esbozado.

Resulta necesario, pues, entrar en el género por su puerta, por el principio de su historia, y ver, como es natural, qué significa el Lazarillo en esa historia. Porque su descalificación o aminoramiento en ella me parece que es consecuencia del método inductivo, el cual ha solido definir los síntomas picarescos por los que ofrecen el Guzmán o el Buscón, olvidando que muchos estaban ya antes. A eso me reduciré, a romper una lanza por la obrita de 15545, sin la cual, literalmente, el problemático género no habría podido existir. Voy a mostrarles hechos consabidos, pero integrados en esta idea directriz: múltiples rasgos formales y semánticos del Lazarillo vertebran con carácter distintivo toda la picaresca. Pero esto, que es cierto, debe matizarse con otra verdad: pudo haber sido golondrina aislada, sin la ayuda victoriosa del Guzmán. En el juego de acciones y reacciones que se entabla entre ambos libros, nace, realmente, la poética del género; y en su asociación por escritores, público y libreros, se produce su reconocimiento como tal.

Este es un hecho probado. Se ha advertido varias veces que tal asociación se manifestó muy tempranamente6: el Quijote de 1605 la reconocía ya, cuando Ginés de Pasamonte, trasunto irónico de Guzmán, pronostica mal año «para Lazarillo de Tormes y para cuantos de aquel género se han escrito o escribieren». La pareja Guzmán-Lázaro aparece implícita pero claramente definida en estas palabras, por el significado de quien las dice, como progenitura de una especie que Cervantes cree -y teme- fecunda. Cuando pierda actividad, sesenta y tres años después, ambos mozos continuarán hermanados en la conciencia general como prototipos de la vida poltrona. Un personaje de Francisco Santos recomienda a Periquillo que abandone el oficio de destrón «a lazarillos y alfaraches» (NP, p. 871); observemos la firmeza con que está Lázaro instalado en ese papel de fundador, ya que Guzmán no fue nunca mozo de ciego. Entre Cervantes, antes aún, entre López de Úbeda (NP, p. 884) y Santos, varias alusiones semejantes -y no pocas influencias directas- prueban que la presencia del chiquillo salmantino fue constante a lo largo de toda esa literatura. Y lo corrobora su carrera editorial, como compañero en prensas de otros redomados pícaros.

He aquí hechos que deben hacernos meditar antes de sustanciar la causa. Fallar en contra supondría rehusar la deposición concordante de los testigos, que no permite dudar: la novela picaresca surge como género literario, no con el Lazarillo, no con el Guzmán, sino cuando éste incorpora deliberadamente rasgos visibles del primero, y Mateo Alemán aprovecha las posibilidades de la obra anónima para su particular proyecto de escritor. Esto fue lo que sintieron los testigos, citando juntos ambos libros y asociándolos. No podemos plantear la cuestión en términos polares, sencillamente porque las cosas no ocurrieron así; ni para el público lector7, ni para Mateo Alemán, que trazó su propio esquema sobre la plantilla del Lazarillo.

Esta obra era, a fines del XVI, evidentemente inactual; probablemente su contenido profundo no había sido entendido, cuando debió serlo, y ahora estaba anticuada. Como repertorio de tretas, pocas sorpresas podía ofrecer a un público que contemplaba una realidad más sorprendente, y oía cuentos y verdades infinitamente más audaces. Hablaba, además, otra lengua. Alemán quiso acentuar la palidez del libro; su designio, inconfesado pero evidente, fue empequeñecer y descalificar como bellaco al mozo de Tejares; a veces, en abierta competencia con él, Gonzalo Sobejano examinó hace años esa intención, y a su estudio admirable me remito8. Lázaro, como patrañuelo, era un aprendiz; sus raterías, sus embelecos, sus desgracias y hasta su paciencia matrimonial fueron mínimos, ante la trapacería incalculable de Guzmán. No es extraño que a Justina le parecieran «simplezas» (NP, p. 709). Y, sin embargo, los efectos resultaron contrarios, porque lejos de arrinconar tan miserable y escueta vida, Alfarache la lanzó a un triunfo tardío, imprevisible9. Quiere esto decir que su autobiografía, dando en el blanco, había creado una ansia de consumo, y por tanto, un mercado que debía ser abastecido. Con seguro instinto, los libreros se lanzaron a editar aquella obrita que, ya en 1587, había sido desahuciada como «casi olvidada y de tiempo carcomida»10.

Lo que condujo a la asociación de ambos libros fue, como es lógico, su base común. Estoy persuadido de que Alemán estimó en poco el Lazarillo, mejor dicho, que lo estimó como una inmensa posibilidad frustrada. Porque contaba con una serie de hallazgos constructivos que merecían más amplio beneficio. Éstos, por lo menos, son evidentes:

  1. la autobiografía de un desventurado sin escrúpulos, narrada como una sucesión de peripecias, es decir, con fórmula radicalmente diversa de la novella;
  2. la articulación de la autobiografía mediante el servicio del protagonista a varios amos, como pretexto para la crítica; y
  3. el relato como explicación de un estado final de deshonor.

Eran recursos que convenían perfectamente a su proyecto de escribir una violenta requisitoria al lector, un proceso al hombre, desde una posición que no era la del asceta o el teólogo profesos. Para esa misión necesita un tercero interpuesto que recorra el camino entre la abyección y la santidad, increpándose e increpando a todos. Es este doble juego el que le interesa como táctica, y el que proclama Guzmán de inmediato: «Me darás mil atributos, que será el menor dellos tonto o necio, porque no guardando mis faltas, mejor descubriré las ajenas. Alabo tu razón por buena» (p. 106)11.

El Lazarillo le ofrecía resuelto el difícil procedimiento de la injuria propia, aunque Alemán no aprecie la ingenua candidez con que lo hace: él será más directo en todo. El relato en primera persona había obedecido, en la vida del pregonero, a razones muy distintas que he examinado en otro lugar12; entre ellas, a la moda testifical desencadenada a mediados del siglo XVI, que se plasma en el esquema genérico de una carta semi-pública del tipo «Expetis me [...] status fortune mee narrationem explicitam», y a la prescripción estética de mantenerse «cerca de natura» y de que, referida a la persona que habla, «avn la mesma mentira es tenida por verdad», como sentenciaba el autor del Crotalón. En el Guzmán, resultado de otra atmósfera histórica y de otros designios, la autobiografía parece inherente a ese proceso incoado a la humanidad pecadora por alguien que concede, de antemano, su maldad superior. Pero el recurso estaba allí, en aquel librito que andaba rodando por los anaqueles, cargado de posibilidades actuales.

Y había algo más importante: el hecho de que el Lazarillo era un relato complejo, no mítico, no caballeresco, sino referido a una realidad cotidiana. Este ambiente no existía en la literatura fuera del cuento popular y la novella, en sus diversas variantes europeas. Es gloria del anónimo autor haber iniciado ese nuevo procedimiento narrativo, articulado sobre diversos centros de interés, en torno de un personaje que va haciéndose persona, y que transita por una geografía y una historia concretas. Habría que desconocer este hallazgo deslumbrante en la historia de la épica moderna, para minimizar la importancia del Lazarillo en la función de la picaresca y para negarle su integración en ella. Invocar otros precedentes -vidas de santos13 o de soldados, por ejemplo -sería más o menos legítimo si la vida del pregonero no existiera, es decir, si la vinculación no tuviera todas las garantías metodológicas por el hecho de producirse dentro de la narrativa de ficción, con el mismo funcionamiento y propósito similar.

El artificio que liga las sucesivas peripecias es, efectivamente, el mismo en el Guzmán que en el Lazarillo: en ambos libros el héroe sirve a varios amos. Alemán lo adoptó aunque, como siempre, magnificando la materia; los señores del sevillano son de condición muy superior, si bien el primero de todos no tanto. Recuérdenlo: un ventero, a quien el mozo descalifica pronto como indigno de sus servicios, porque, al fin, como dice, ser mozo de ventero «es peor que de ciego» (p. 257), y porque él había salido a competir en rumbo con el destrón por antonomasia. Después se ajustará con un cocinero, como tributo debido a una de sus facetas de pícaro, y más tarde con un capitán, un cardenal y un embajador. ¿Hubiera seguido sirviendo, en la segunda parte, de no haberse interpuesto la mixtificación de Sayavedra, que obligó a Alemán, según confiesa, a cambiar su plan lo más que pudo? (p. 466). Apelo de nuevo al buen sentido crítico de Gonzalo Sobejano; a él se debe la plausible hipótesis de que Guzmán no servirá ya a ningún otro amo, precisamente porque Sayavedra lo había hecho rodar, de uno en otro, hasta dar en galeras14. Estimulado por el obstáculo, forzado a buscar otra solución, el sevillano habría encontrado ese nuevo personaje que sólo acepta el señorío de sus propias pasiones. De este modo la segunda parte del Guzmán se sale, y con consecuencias inmediatamente fecundas para el género, del monocorde esquema del Lazarillo. Hay que notar, sin embargo, que Alemán había vacilado ya en la primera parte, porque uno de los tipos de pícaro que hace asumir al de Alfarache era la negación misma del criado: «Ya soy paje», exclama al dejar de mendigar; «sacáronme de mis glorias, bajándome a servir. Fue mucho salto a paje, de pícaro» (p. 409). Más tarde descubrirá que su personaje no necesita servir para atalayar; pero su plan primero, el de mozo de muchos amos, era deuda suya indudable con el Lazarillo.

Y hay un último rasgo constructivo, fundamental como he dicho, que también adoptó del anónimo: la vida del héroe contemplada retrospectivamente por él como justificación o explicación de su estado. El pregonero de Toledo había escrito a «vuestra merced» una carta, en respuesta a los deseos que éste había manifestado de conocer la verdad sobre su caso, aquel «ménage à trois» cuyo runrún escandaloso ha llegado a su noticia, como vio tan agudamente Claudio Guillén15. Lázaro decidió tomar la historia por el principio, desde su nacimiento mismo, erigiéndose así en el primer personaje literario con conciencia de que, en un momento de su vida, es resultado simultáneo de su sangre, su educación y su experiencia. El relato quiere dar cuenta de ese triple condicionamiento, y acaba, justo, cuando el personaje ha terminado de explicar el caso, de satisfacer a su corresponsal. Guzmán escribe también en un momento concreto de su vida, el de galeote, para explicarlo, igualmente, como consecuencia de aquellas tres inducciones; la herencia familiar los malos ejemplos y los hábitos adquiridos durante su vida. Cuando toma la pluma se halla, dice, en «la cumbre del monte de las miserias» (p. 889); desde ella vuelve los ojos atrás, exactamente lo mismo que hizo Lázaro desde «la cumbre de toda buena fortuna». Los dos escriben instalados en sendas cumbres de su existencia, y esto no es casual ni tiene otro precedente en la narrativa moderna anterior al Lazarillo.

Menos casual es aún que la mirada de Alfarache se remonta a la niñez, y recorra el curso de la adolescencia hasta la madurez. Cuando se discute la función del Lazarillo en la constitución del género picaresco, se olvida ese mecanismo fundamental que comunicó a toda la ralea de truhanes literarios; y es, sin embargo, una de las más preclaras invenciones del desconocido autor. En su obra se produjo la metamorfosis de un modo folklórico de narrar16, a otro tipo de relato que lo trasciende en muchos puntos. Uno de ellos es éste: el héroe del folktale -como el héroe caballeresco y mítico- permanece en una edad constante: o es adulto siempre (constituye la norma) o es siempre niño. A lo sumo, la niñez del personaje se menciona sólo para que su vida corra un peligro de muerte, y para que se formule alguna profecía que gobierne su destino. En el Lazarillo existe la profecía como tributo a su posición de encrucijada, pero hay ese propósito de desplegar la vida del protagonista desde la niñez a la varonía. Y por muy imperfectamente que este propósito se logre, es preciso reconocerlo como una radical novedad, inexplicable sin él en la novela picaresca. Ésta hará suyo también el fundamental motivo biográfico de los padres viles -con la correlativa transgresión del cuarto mandamiento-, dándole idéntico significado: el de que el pícaro recibió la bellaquería anejada con la sangre. Sarcásticamente, dirá Guzmán: «Mi natural era bueno. Nací de nobles y honrados padres: no lo pude cubrir ni perder» (p. 309); y Justina lo repetirá en verso infame:


Siempre engendra un bailador
el padre tamborilero;
pero siempre con un fuero:
que si acaso da en señor,
se torna siempre a pandero.


(NP, p. 734)                


Por fin, el rasgo se aplicará después a intenciones muy diferentes17 a las profundas -y entre sí distintas- del Lazarillo y del Guzmán, y acabará trivializándose como motivo necesario, uno de los más constantes precisamente, dentro del género.

La construcción autobiográfica implica la contemplación del mundo desde la perspectiva del narrador. Hace muchos años que don Américo Castro delató este rasgo esencial de la novela picaresca18; recuérdese, de paso, lo que con «rasgo esencial» queremos decir nosotros: no un factor más o menos común e incorporable a una definición, sino un dato argumental o constructivo, sujeto, bien a reiteración, bien a manipulaciones por escritores posteriores. Éste arranca también del Lazarillo, y salvo desvíos o mezclas del tipo de La hija de Celestina, pareció distintivo a casi todos los cultivadores del género. Lázaro, como Guzmán, como Pablos, Alonso y demás miembros del linaje bribiático, son testigos que ven, o tratan de ver, dirigiendo su exclusiva mirada a la parcial realidad que enfocan, con la óptica selectiva de su pobre espíritu. En la obra anónima se logró esto tan bien, que constituye un problema crítico clásico sorprender los momentos en que, a la perspectiva del héroe, parece superponerse la del autor19. El personaje excluye cuanto escapa al control de sus sentidos, y el novelista no puede ayudarle a saber más. En un momento dado, Guzmán transcribe una conversación que no ha oído, pero advierte enseguida: «Este discurso es mío. Que si no pasaron estas palabras formales, a lo menos creo serían otras equivalentes a ellas» (p. 558). Y el primer libro picaresco que le sucede hará suyo el método reflexivamente: «Les quiero contar muy despacio, no tanto lo que vi en León, cuanto el modo con que lo vi, porque he dado en que me lean el alma, que, en fin, me he metido a escritora, y con menos que esto no cumplo con mi oficio» (NP, p. 824). Henos, pues, ante otro cabo mayor de la urdimbre picaresca que no está prefigurado en el Lazarillo, sino trazado ya con todas sus consecuencias.

Mateo Alemán había leído bien el Lazarillo en otro aspecto que he señalado antes: en cuanto relato cerrado, de final muy concreto. La meta de su obra será también la cumbre de abyección del héroe; una vez alcanzada, termina su testimonio. Pero a diferencia del autor anónimo que deja disponible al protagonista una vez explicado el caso, sin hipotecar su futuro, Alemán, absorbente, dominador de su criatura, le niega toda libertad; el fin de su condena suspenderá para siempre, porque así lo ha decidido, su carrera de pícaro. ¿Quién podía creerlo? ¿Cómo confiar en la decisión virtuosa de Guzmán, expuesta en una línea, cuando ha consumido centenares de páginas en imbuirnos su falta de perseverancia moral? Aunque el autor no quisiera, aun con ese frenazo último el personaje estaba lanzado por la inercia fuera de su voluntad. No es mucho que, si había habituado a su Pícaro a escapar de las manos del Creador divino, se le marche de las suyas. Porque el Guzmán que Justina acecha como tercer marido, no era el insustancial asceta que se nos promete, sino el otro, el anterior, a quien ofrece «cabrahigar» su propia picardía (NP, p. 710). Y de este modo va a constituirse otra norma poética del género, al margen de lo que el Lazarillo y el Guzmán legítimo permitían. Buena parte de la picaresca será ya relato abierto, sarta inorgánica de aventuras, y su final contendrá promesas de nuevas partes. Que unas veces se escriben, pero otras no, porque tal promesa se convirtió, muy tempranamente, en tópico retórico de remate.

Se trataba ahora de un desvío grave. No se entendió que Lázaro y Guzmán nos cuentan sus cosas para que comprendamos el porqué de su estado presente. Y así Justina, Pablos o Teresa de Manzanares se limitan a embastar sus peripecias, sin jerarquía alguna; y Obregón o Estebanillo o Alonso, llevan al límite de memorias totales lo que, en otras obras, constituía una recapitulación parcial. En sustancia, es lo mismo: la sarta, como sistema expositivo, que interrumpe el camino del relato novelesco abierto por el Lazarillo, y no enteramente desdeñado en este punto por Alemán. La vida de unos personajes, aunque sea extraña y azarosa, no constituye una novela en el sentido actual del término, si esos personajes no asumen su vida anterior y obran condicionados por ella en todos y cada uno de los momentos sucesivos de su existencia. Los relatos posteriores al Guzmán abandonan la trayectoria de la novela para desviarse hacia un límite, el de memorias o recuerdos de lances peregrinos, enristrados casi con técnica de Floresta.

¿Podía ser rectamente entendido por alguien que no fuera un narrador genial, aquel hallazgo tan prematuro del Lazarillo? Empezó por no comprenderlo el interpolador de Alcalá, cuando ya en 1554 hacía que el personaje prometiera contar a «vuestra merced» lo que en adelante le sucediera; ignoró que, explicado el caso, no cabía prórroga; pero su mente estaba modelada por el Asno de oro o los relatos lucianescos, estirables o encogibles a voluntad, y no acertó a ver que el Lazarillo constituía una egregia novedad. Lo mismo sucedió a Sayavedra cuando, a su vez, malentendió el plan de Alemán, que era el mismo: cerrarlo con un acontecimiento extremo del personaje. La incapacidad para estimar novedades es típica de epígonos: suelen reducir a su sistema de ideas, por inercia, lo que no cabe en ellas por pertenecer a otro sistema. Y esta reducción de planes que sufrieron el Lazarillo y el Guzmán hizo fortuna, y el «enfilage» se impuso como esquema de la picaresca.

Al aproximar estas obras con datos de la estructura he ido soslayando el rasgo más visible que, en opinión de muchos, las opone, y que erigen en rasgo decisivo para discutir a la primera sus derechos genealógicos. Me refiero al tipo mismo del héroe. Lázaro, se dice, no es un pícaro; nunca se le llama pícaro en la obra; sus ambientes, su conducta no son propiamente picarescos... Anticiparé que las estimaciones semánticas me parecen menos apreciables en la valoración de un fenómeno literario que los datos procedentes de la estructura; con aquéllas no estamos seguros nunca de hacer, efectivamente, crítica literaria. Pero es tan poco original esta opinión, y ha tenido valedores tan persuasivos, que me creo eximido de gastar tiempo en su defensa. No afirmo que aquellos datos estructurales hayan sido olvidados siempre, en el caso de la picaresca, pero sí que, en general, se han valorado más los relativos al argumento, al personaje y a su comportamiento. Como si la historia ofreciera muchos ejemplos revolucionarios semejantes al que, en el arte de narrar, supone el Lazarillo, y como si fuera una invención más estimable la de un tipo literario que el modo de hacerlo vivir literariamente. Quien no acepte esta jerarquía de invenciones, es probable que les conceda, al menos, una importancia similar.

Para atribuir a Guzmán toda suerte de primacías como personaje, hay que olvidar cuanto en Lázaro había ya; un narrador de sus propias desgracias, de origen vil, dispuesto a aceptar el deshonor provechoso de su madre20, obligado a abandonar su hogar por la pobreza, mozo de varios amos, ladrón inducido por el hambre y, a veces, simplemente, por su natural vicioso, aspirante perpetuo a ser más pero atrapado por su innato deshonor, razonador, vengativo, cruel si se tercia, mercader de su propio matrimonio... ¿Significa mucho, frente a estos rasgos, que en 1554 so se le llame explícitamente pícaro? Porque es después de esa fecha cuando parece que se produjo la expansión de tal vocablo, para designar a un individuo sin oficio, desastrado, disponible siempre para trabajos subalternos, que mueve a aprensión por su miseria y porque su falta de principios lo hacen sospechoso de delinquir. No creo probada su vinculación originaria con la cocina, sino que ésta era una de sus posibles ocupaciones aleatorias. Su característica parece ser, precisamente, la falta de ocupación y, por tanto, su disponibilidad para cualquiera que pudiera improvisarse y no lo sujetara. Como actividades básicas unas veces, y complementarias otras, practicaba el hurto, el juego y la mendicidad. En él se unían, pues, como explicará el archi-pícaro al Lázaro de Luna, «la ociosidad de María» y «el trabajo de Marta», cuando le recomienda que al sustantivo pícaro añada algunas cualidades adjetivas: «de cocina, del mandil, del rostro o de la soguilla» (NP, p. 127). Era lo que correspondía al pícaro strictu sensu, lo que hace Guzmán cuando llega a Madrid desharrapado. Nunca obra así Lázaro, que no anduvo jamás por la Corte -distinta en su tiempo a como será después-, que se aplicó exclusivamente a servir, y que se reconcilió con la vida cuando obtuvo el oficio real. Con aquellos pícaros puros, no comparte más que la miseria indumentaria de su niñez.

Pero pícaro fue también el individuo astuto, bellaco y artero, aunque no desempeñara aquel «oficio» urbano. Cuando lo ejerce, Guzmán se llama a sí mismo pícaro; pero no prescinde del título cuando le sonríe el destino y cuando dimite de la picardía strictu sensu. Y así, sigue siéndolo, pero en la acepción vagamente truhanesca, al dejar de ser un pícaro-mendigo y meterse a paje («Fue mucho salto a paje, de pícaro»). El dictado de pícaro cubre con propiedad impecable su período de ganapán, sollastre y pordiosero, pero se extiende también a su vida de criado, estudiante, falso caballero, estafador y rufián; porque en todos estos momentos no ha dejado de ser el bellaco, esto es, el pícaro que desde los preliminares del libro se anuncia. Son dos, pues, los pícaros que encarna Guzmán, y dentro de ellos cabría estimar variedades, si se intentara una perfecta descripción tipológica. Es cierto que nada tiene que ver Lázaro con los pícaros a lo Marta y María, cuya innumerable variedad denunciaba Cervantes21. A pesar de lo cual, y de nuestros distingos críticos, fue asociado, como vimos, con Guzmán, porque participaba algo, y aun más que algo, de la segunda picardía de éste. Si pícaro era también el taimado sin escrúpulos que fraguaba tretas y hurtos ardidosos, Lázaro, en su modestia, lo es de pleno derecho. Y ello aunque, por razones de orden léxico, que probablemente afectan a la historia del vocablo y no, de seguro, a la historia del género, la palabra pícaro esté ausente de su biografía: contemplada ésta a través de Alfarache y no a través del término, la consanguinidad de ambos personajes dista de ser problemática. El pícaro literario fue un desarrollo de Lázaro, a la altura de 1599, es decir, inducido por otra realidad; pero allí están visibles muchas articulaciones básicas de su complexión moral.

Hay todavía un rasgo decisivo que, sin duda, los hermana más, y es su modo de existir como personajes de ficción. En ambas obras se narra el proceso alternante de fortunas22 y adversidades del protagonista; en las dos, se suceden sus victorias y sus derrotas, las situaciones satisfactorias y los desastres. Lázaro es víctima, como dice, de una ruin dicha, que hace sus negocios «tan al revés»; Guzmán se expresa más gráficamente: «A los pobretes como nosotros, la lechona nos pare gozques» (NP, p. 612). Esta fortuna pendular, entre extremos, es un artificio literario, y como tal, posee un significado crítico superior al de un cotejo de caracteres. Aceptado esto con toda la importancia que merece, ya que como recurso va a ser mantenido por toda la prole truhana, es fácil convenir en las diferencias psicológicas que separan a ambos mozos. Entre ellas, ésta: el salmantino actúa hostigado por los malos tratos; Guzmán, casi siempre, por un natural irrefrenable que lo transforma en rufián. No parece que con ello, el personaje haya ganado en complejidad; por el contrario, se ha hecho mecánico, previsible, imitable, e incapaz de los delicados sentimientos que el alma de Lázaro, arrollada por el mundo, y sin embargo tiernamente humana, había sido capaz de albergar. Pero un cotejo en esta dirección me haría perder tiempo para mi fin, que es insistir en la estrecha dependencia que liga al de Alfarache con el de Tormes, palpable en rasgos de estructura y comportamiento que Alemán tuvo en cuenta, que repitió o alteró, suscitando con ello la conciencia general de que un nuevo género había nacido.

Un hecho que no deja de sorprender es lo pronto que se anunció la fecundidad de esta literatura limitada, en principio, por el binomio Lázaro-Guzmán. Antes aún que Ginés de Pasamonte formulara su pronóstico, lo había hecho ya el propio Alemán: «Saldrán mañana más partes -dice- que conejos de soto, ni se hicieron glosas a la bella malmaridada en tiempo de Castillejo» (p. 466). Partes del Guzmán no salieron más; pero émulos, varios. Y no salieron más partes porque les cerró el paso con las palabras finales del pícaro: «Rematé la cuenta con mi mala vida»; la otra, la buena que el autor se reservaba para una tercera parte, no podía interesarle ni a él mismo.

El género está ya lanzado con la aparición de Alfarache, aunque quizá no a ese tumultuario crecimiento que vislumbraba el gran narrador sevillano. La 'novela picaresca', con sus dos docenas escasas de títulos posibles, no constituyó una moda extensa, lo cual es compatible con que algunos de sus títulos alcanzaran un éxito editorial memorable. Contra su mayor desarrollo cuantitativo conspiraron la repetición machacona de ambientes y tipos, y la constancia de sus mecanismos fundamentales: era mucho el ingenio preciso para mantener las sorpresas e igualar, por lo menos, a Alemán. Porque éste fue ya un constante punto de referencia para cuantos siguieron, Quevedo incluido. Prácticamente, el Guzmán de Alfarache ha incorporado todos los rasgos distintivos del género, que la posteridad convierte en opción. El Buscón constituye la prueba más preclara de que una actitud meramente crítica ante una poética dada, puede producir una obra maestra. Yo no hallo características picarescas en la obra de Quevedo que no puedan ser explicadas por el Guzmán o por el Lazarillo. Don Francisco montó sobre ambas el entramado de su Buscón23, pero en clara hostilidad contra Alemán, y apoyándose en la obra anónima como fórmula preferible. La vida de Pablos tiene todos los rasgos de una enérgica reacción contra aquella mezcla de épica y didáctica que el sevillano ofrecía. Y una reacción viva, pronta, inmediata, no puede ser un fruto tardío del género, como implicaría situar su composición hacia 162024. Los datos internos, tantas veces explorados, conducen con rara unanimidad a una fecha bastante más temprana25, y su incidencia en un problema estético, que sería vivísimo a principios de siglo, pero no tanto veinte años después, dota de mayor plausibilidad a aquellos datos. Quevedo no nos legó su opinión, explícitamente, ya que el prólogo del libro no es suyo; pero Duport, probable autor del mismo, expresó la intención quevedesca con aquellas célebres palabras: «[cuando no saques fruto del escarmiento] aprovéchate de los sermones [entiéndase los sermones de los templos], que dudo nadie compre libros de burlas para apartarse de los incentivos de su natural depravado».

La mixtura de doctrina y vida que se produjo en el Guzmán no debió dejar satisfecho ni al propio autor. Si había zarandeado a los lectores en el prólogo para que aceptasen la pócima, mediada la segunda parte hace decir a su personaje: «¡Oh, válgame Dios! ¡Cuándo podré conmigo no enfadarte [lector], pues aquí no buscas predicables ni doctrina, sino un entretenimiento de gusto, con que llamar el sueño y pasar el tiempo!» (p. 610). No hay ironía que permita interpretar de otro modo estas palabras; tampoco la hay en una prolepsis inserta casi al final: «¿Diré aquí algo? Ya oigo deciros que no, que me deje de reformaciones» (p. 818). No es mucho, pues, que desde el principio aquel complejo sacro-profano se viera con reservas. Empezando por López de Úbeda, que había pensado dividir su libro en dos partes, una narrativa y otra moral. «Pero, mejor mirado, me pareció cosa impertinente», dice en su preciosa declaración de principios; y optó por establecer la división, mas dentro de cada capítulo, reduciendo la doctrina a unas magras e insustanciales moralejas, y eso, como concesión al carácter edificante que Alemán patrocinaba para el género. Lo cual no le impidió burlarse de los sermones de pulpito que el sevillano inserta alguna vez en su relato (NP, p. 750).

Quevedo zanjó la cuestión resueltamente. Su Pablos tiene mucho más de Guzmán que de Lázaro; pero en el modo de contar su vida, se invierten polarmente las preferencias. ¿Me atreveré a decir que la aportación fundamental de don Francisco a la picaresca, descontando, claro, los aspectos estéticos, consistió en restituirla a la pureza épica? Aparte esto, se limitó a moverse dentro del sistema de rasgos distintivos definidos por el anónimo y por Alfarache. Y si el Buscón, a su vez, actuó como modelo, se debió al vigor con que imponía una concepción estrictamente narrativa del género. Quevedo volvió una vez más a hacer en él alarde de su talento preferentemente crítico, sólo inventivo al nivel del concepto y del lenguaje. Y hemos visto ya que esta resurrección que impuso al Lazarillo fue a costa de traicionarlo en lo que tenía de novela, y de acentuar la entrada de la picaresca en la vía muerta de la sarta indefinidamente prorrogable.

Pero la oposición más neta al Guzmán y, con ella, al género que nacía, fue, como es sabido, la de Cervantes26. Su recelo apunta contra la identidad autor-personaje. («¿Cómo puede estar acabado [mi libro], respondió [Pasamonte], si aún no está acabada mi vida?»), contra la sordidez constante del tipo («en Carriazo vio el mundo un pícaro virtuoso, limpio, bien criado y más que medianamente discreto», NP, p. 150), contra la glosa moral interpretativa («No quiero que parezcamos predicadores», NP, p. 208; «-Todo eso es predicar, Cipión amigo. -Así me lo parece a mí, y así me callo», ibid.; «-Sigue tu historia, y no te desvíes del camino con impertinentes digresiones», NP, p. 213); y, por fin, contra las pretensiones procesales del Guzmán, en términos muy enérgicos: «Advierte, Berganza, que no sea tentación del demonio esa gana de filosofar que dices te ha venido; porque no tiene la murmuración mejor velo para paliar y encubrir su maldad disoluta, que darse a entender el murmurador que todo cuanto dice son sentencias de filósofos, y que el decir mal es reprehensión y el descubrir los defectos ajenos buen celo» (NP, p. 211). Cervantes se opone discreta y frontalmente a Alemán, con una actitud de artista que ha clarificado Carlos Blanco Aguinaga, en un trabajo memorable27. El gran escritor advirtió con perspicuidad genial las cuatro amenazas que el Guzmán implicaba contra el arte de narrar: el relato inorgánico, la monotonía del héroe, la moralización, y la imposición al lector de una sentencia definitiva sobre el mundo. Es evidente que si Cervantes ha de figurar en la historia del género, habrá de ser en cuanto debelador del mismo. Trató de pícaros, pero no escribió picaresca porque se opuso a su poética punto por punto; y confió a unos perros, trabados en un coloquio de ironía lucianesca, su crítica más sutil28.

Con el Guzmán, decíamos, termina la fase constituyente del género: lo que sigue son actos de elección, combinaciones más o menos habilidosas, a cargo de autores que juzgaron fecundos los supuestos fundamentales de aquella poética. Aceptaron o suprimieron, mezclaron o ampliaron, alteraron en suma el diseño con variantes, pero sin perder de vista ese foco de atracción que eran los rasgos distintivos del género. Se siente tentación de ver lo que sigue a Alemán como una actividad destructiva, como haces de fuerzas centrífugas, pero no: compensándolas, hay otras que tienden al centro y que mantienen la relativa cohesión del sistema.

En torno a la comprensión de la «novela picaresca» como género literario, mi propuesta se concreta en abandonar la inducción, en anteponer a su definición la dilucidación de cómo se hizo, y, para ello, en fijar con cuidado los rasgos distintivos, en observar el rumbo que éstos siguieron, y en cubrir con aquel marbete genérico a todas las obras que contaron con tales rasgos, manipulándolos o no, como armazón válida para el relato. Y está claro que al hablar de armazón, no pienso tanto en el contenido como en los datos de la estructura.





 
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