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Para una teoría de la cultura: «La expresión americana» de José Lezama Lima

Remedios Mataix



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Prólogo

     Este tercer cuaderno de América sin nombre aborda un autor contemporáneo como objeto de una reflexión que, partiendo de su obra, nos lleva a los ámbitos de la teoría de la cultura: José Lezama Lima y La expresión americana es la base de una nueva propuesta de lectura del escritor cubano realizada por Remedios Mataix Azuar.

     La vida universitaria tiene momentos de especial significado como el que se produce cuando un estudiante elige profundizar en una disciplina para investigar y doctorarse en ella. Le ocurrió a Reme Mataix hace años y siempre explico que mi papel en todo aquello fue recibirla en mi despacho con una frase de Lezama: «sólo lo difícil es estimulante». Lezama y lo difícil, Lezama en las aguas de lo oscuro, fueron las posibilidades iniciales de un trabajo que se fue realizando en sucesivas y autónomas [10] aproximaciones. La que hoy presento es parte de la investigación de hace unos años, que quedó inédita con el fin de que pudiera ser recuperada en la Tesis Doctoral.

     La complejidad de José Lezama Lima, el adensamiento cognoscente del mundo cultural cubano, las raíces hispánicas, americanas y cubanas de su pensamiento, las aventuras editoriales del escritor a través de memorables revistas como Orígenes, Verbum, Espuela de Plata, Nadie parecía, etc., la indagación de mitos de futuro que se entrelazaron con procesos históricos como el vivido por Cuba a partir de 1959 y su crisis cultural, el Sistema Poético, etc. llevaron a la autora a no acumular materiales en su Tesis de Doctorado, que resultó un planteamiento radicalmente nuevo que estos mismos días está siendo publicado: José Lezama Lima. La escritura de lo posible hacía innecesaria la recuperación de lo que la autora considera materiales preparatorios en los que había fijado un sentido y una interpretación previa. Este pequeño libro es el resultado de uno de esos materiales y tiene un compañero más amplio que se llama Paradiso y Oppiano Licario: una guía de Lezama, publicado también en estos días por el Centro de estudios Iberoamericanos Mario Benedetti.

     Se trata de procesos de lectura entonces que he considerado necesario recuperar, puesto que los tres libros enunciados forman una totalidad compleja que, como ya he dicho, ha surgido en tiempos diferentes y en procesos [11] de maduración diversos. En cualquier caso, procesos necesarios que indican un sistema de trabajo intelectual que considero plenamente satisfactorio. Contra la Tesis acumulativa, Reme Mataix ha propuesto sucesivas aproximaciones para afrontar luego una escritura que fuera nueva desde el principio.

     El trabajo de ahora no es pues un fragmento, sino un escrito previo que tiene múltiples compañeros en artículos y ponencias de estos años, junto a los libros recientes que he mencionado. Creo que todos ellos forman un corpus bibliográfico relevante y clarificador. A través de éste de ahora entramos en un sistema que nos aproxima a una teoría de la cultura explícita, fundacional y americana. Desfilan por ella lecturas de Lezama en las que Julián del Casal, el Popol Vuh, Góngora, Quevedo, el barroco, Sor Juana Inés de la Cruz, Giambattista Vico, los diarios de Colón, Fray Servando Teresa de Mier, Francisco de Miranda, Simón Rodríguez, y José Martí, encarnan una reflexión identitaria que confluye en el sentido de la expresión americana que es «la expresión literaria, poética, de América, pero es también la expresión de América misma, el descubrimiento-reconocimiento de una entidad autosuficiente -en la historia como en el arte- que se expresa y significa por sí sola», como dice la autora, para invitarnos a entrar en el mundo de Lezama, en su desordenado orden, «con la disposición menos dogmática».

     Decía antes que hay momentos muy significativos en la vida universitaria y considero por tanto que esta colección [12] de breviarios, que forma parte del trabajo de un grupo de investigación de la Universidad de Alicante al que la autora pertenece, se honra significativamente por abrir hoy sus páginas a una reflexión también sobre identidad americana, consistente en la encarnación de un Sistema Poético del Mundo, el de José Lezama Lima, en la historia de América. Una escritura notable y clara nos acompañará en esta aventura, también sigilosa, en la que se definen algunas claves imprescindibles y muy explícitas de la oscuridad lezamiana, progresivamente desentrañada en este libro y sus ya numerosos compañeros editoriales. Y todos, especialmente su autora, nos debemos sentir satisfechos por ello.

JOSÉ CARLOS ROVIRA [13]



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I. Traducir América

     En un reciente trabajo sobre la narrativa de Alejo Carpentier, Luisa Campuzano proponía interpretar la obsesiva tematización en la literatura hispanoamericana del problema de la identidad cultural y sus relaciones con Europa como un intento por «traducir América» a través de una lectura al revés de la historia, orientada a «desconstruir el canon eurocentrista y la falsa concepción de dependencia para rescatar la naturaleza transcultural y heterogénea del arte, la literatura y el pensamiento de los pueblos emergentes de la Conquista y la Colonización». Un intento que, recuerda la autora, vertebra la mayoría de las búsquedas expresivas de la literatura hispanoamericana: «Para algunos, esa subjetividad transcultural encarna una herencia colonial de alienación; para otros, constituye la esencia misma de la cultura en América. Elegir un lado u otro de esta dicotomía determina lecturas muy diferentes». (1) [14]

     Si se puede entender la Cultura, y creo que se puede, no sólo como la cosmovisión o la «conciencia» que genera un discurso, sino como la imagen que de esa cosmovisión ofrece el discurso (porque es desde un discurso como accedemos a ella), la identidad cultural puede entenderse como una forma de originalidad, es decir: una forma peculiar de manejar los repertorios del conocimiento y de dar expresión -literaria en nuestro caso- a esa peculiaridad. El origen de esa actitud es muy antiguo. Como se sabe, está ya plenamente asumida en el Inca Garcilaso, que llega a percibirse a sí mismo como ente representativo de la nueva realidad cultural que fraguó la colonización, a la que corresponde el derecho y el deber de narrarse de otro modo, es decir, con la realidad americana y no la europea como referente principal. Con esa percepción, su obra le permitía tomar posesión -además de ofrecérselo a otros- del conocimiento de lo que fundamenta su propia identidad: narrarse era también reconstruirse.

     No es extraño que Lezama, siempre acechando los orígenes, perfilara el proyecto cultural que acompañó siempre su labor literaria de acuerdo con esas premisas. Uno de los grandes temas de la reflexión cultural del Sistema Poético del autor fue formular la especificidad de lo americano en los términos de esa originalidad (de origen), y [15] rebatir todo planteamiento que lo formulara en términos de novedad. De ahí deriva, desde luego, el marcado antivanguardismo del pensamiento de Lezama, sobre el que enseguida me detendré, pero también los resortes más profundos de su obra, tramada sobre una personal concepción de lo barroco como actitud cultural, lo que convierte la creación literaria en verdadera expresión de la cultura americana, también barroca, según el autor.

     La obra de Lezama en su conjunto proyecta una cosmovisión que encuentra en esa noción de lo barroco la esencia de América, un estilo «plenario» pero «natural», porque es lo paradójico y lo exuberante, como la naturaleza americana. Y en la reflexión de Lezama la naturaleza es engendradora directa de características culturales: «Lo único que crea cultura es el paisaje, y eso lo tenemos de maestra monstruosidad». (2) Él mismo lo explicaba muy gráficamente en su ensayo Corona de las frutas:

           Cuando con el tratamiento barroco de las frutas un Góngora se acerca a la «opilada camuesa» o un Soto de Rojas encuentra que un melocotón al ser cortado sangra, tienen ambos que ir a una marcha verbal en donde la exageración de los primores revela que el exceso está en la verba (...) Pero en el paisaje americano lo barroco es la naturaleza. Es decir, que si un papayo o una guanábana recibiese [16] el tridente de la hipérbole barroca, sería un grotesco, imposible casi de concepción. (3)           

     Y es que el Sistema Poético del Mundo despliega a propósito de lo barroco y lo americano un complejo discurso sobre literatura e identidad. Pero vayamos por partes.

     Para intentar comprender esa propuesta debemos seguir a Lezama en las piruetas que dibuja su pensamiento y retroceder con él hasta su ensayo Julián del Casal, (4) donde le vemos plantear la historia cultural americana como crisis de su lectura. Frente a dos enemigos coetáneos, el conocimiento fragmentario y la superficialidad del historicismo buscador de fuentes (que considera aún más insuficiente en el ámbito hispanoamericano), Lezama propone la superación de esa crisis por su propio proyecto cultural, con una lacónica formulación del mismo: «Hay que buscar otro acercamiento (...), hay que empezar de nuevo, como siempre» (p. 181), e introduce entonces a Julián del Casal.

     Víctima tan a menudo de la búsqueda de influencias y antecedentes, Casal es seleccionado por Lezama precisamente para desplegar a partir de él su teoría de «los misterios del eco», una nueva posición crítica que propone al americano releerse a sí mismo e iniciar la búsqueda de su [17] identidad, de su originalidad, fuera del «desteñido complejo de epígono» que deriva del historicismo, y empieza por rebatir la imagen que convierte a Casal en mera réplica de descubrimientos ajenos. «Sea maldito el que se equivoque y te quiera / ofender, riéndose de tus disfraces (...) Tu muerte habría influenciado a Baudelaire», animaba Lezama a Casal en su Oda, (5) convirtiéndolo a él en el antecedente y burlando así el causalismo de las influencias y su «furibundo pesimismo».

     En el ensayo mencionado reflexiona de manera más amplia, y plantea que esa nueva lectura de lo americano debe superar «los groseros razonamientos engendrados por un texto ligado a otro anterior», y dirigirse a «encontrar la huella de la diferenciación»:

           Una cultura asimilada o desasimilada por otra no es una comodidad, nadie la ha regalado, sino un hecho doloroso, igualmente creador, creado (...) Por ese olvido de estampas esenciales hemos caído en lo cuantitativo de las influencias, superficial delicia de nuestros críticos que prescinden del misterio del eco, como si entre la voz originaria y el eco no se interpusieran, con su intocable misterio, invisibles lluvias y cristales (pp. 184-185).           

     Desde muy temprano hablaba Lezama de la necesidad de «levantar nuestra voluntad con un pueblo y una sensibilidad [18] que siempre padecieron de complejo de inferioridad» (6) y en toda su obra está presente ese peculiar «pensamiento lezamiano de la descolonización», es decir, un destacadísimo interés por encontrar la solución intelectual a los complejos de cultura subordinada, como primer paso necesario hacia metas posteriores. La metodología descolonizadora que propone el ensayo sobre Casal es la primera solución aportada por Lezama. Crítica, invención y memoria forman parte de una misma actividad de análisis cuyo mejor ejemplo es el texto mismo del ensayo.

     Es cierto, admite Lezama, que Casal es, quiere ser, esteticista; que adora la belleza de la época, el «arquetipo fácil», y que se deja seducir por Baudelaire:

           Se había puesto Casal en contacto con una de las más peligrosas revelaciones de la cultura francesa (...) Baudelaire ofrecía una reducción, en la que alternaban las indirectas delicias de los olores con su devoción a la máquina pensante. Ya él era deudor a vastos envíos de sensibilidades disímiles, con las cuales se había construido un oído y unas formas inauditas. Casal había sido embriagado por esas mezclas de Baudelaire, y, careciendo de una castigada servidumbre crítica para desmontar aquel delicioso organismo, había derivado tan sólo un temario y ciertas devociones superficiales a Baudelaire (p. 186; la cursiva es mía). [19]           

      Impedido por el esteticismo, error poético que «termina en las vitrinas» (p. 197), Casal no llega nunca a los grandes temas de Baudelaire, pero esa misma «embriaguez» demuestra que la cultura americana había alcanzado la madurez suficiente para recibir la influencia de «un genio tan poderoso» sin deterioro de lo que es propio, porque Casal acude a la cita que Lezama le concierta con Baudelaire «armado con valiosos atributos»: uno de ellos lo que el autor considera «tierra poseída», es decir, el paisaje que crea cultura, lo original americano revelado por su naturaleza:

           No sería tan sólo en ese acercamiento demasiado inmediato [a Baudelaire] donde habitaría Casal. Con ese impulso natural se lanza a rodearse de una fauna y flora de propia y exquisita pertenencia, entregando un trópico aún no totalmente habitado, pero sí rápidamente entrevisto (...) En el último círculo de sus éxtasis aparece siempre la isla (p. 187).           

     Y el otro atributo, ese amargo hastío de Casal, auténtico, no sólo literario; esas aspiraciones y frustraciones vitales con las que construyó su obra y que Lezama entiende como una suprema confluencia entre arte y vida, rebatiendo el lugar común que vio en la obra de Casal una escisión entre esos términos de raíz parnasiana, para proponerlo como ejemplo de lo contrario:

           Hasta la llegada de Casal habíamos contemplado en nuestro siglo XIX superficiales complementos, gratuitas [20] recepciones poéticas, influencias porque sí y cómodas resonancias. Pero a fines de ese siglo se brinda con Casal una espléndida muestra de madurez poética. Casal tenía todos los antecedentes de sangre y de gusto para receptar a Baudelaire. Nuestra crítica -tan absurda y municipal para juzgar el hecho poético- se contentaba con presentarlo como un afrancesado más o cualquiera (...) A la deliciosa síntesis que ofrecía Baudelaire, Casal podía responder con una síntesis sanguínea igualmente deliciosa. Tenía ese vasto arsenal cuantitativo en el cual día a día el poeta esconde y distribuye. Sus contemporáneos sólo le distinguen cuando se disfraza con babuchas orientales o cuando adopta la vestimenta del eterno huérfano. Pero toda la vida previa y misteriosa de Casal, cuando se encuentra con Baudelaire, no lo abandona, y animado por éste, convierte la externa queja en invisible secreto. Secreto donde vida y poesía se resuelven (pp. 189-190).           

     Esas confluencias de vida y poesía, de «lo ancestral y lo incorporativo», acaban con la inercia de duplicar movimientos europeos y empiezan a intentar digerirlos para producir algo nuevo, diferenciado y propio; es ahí donde sitúa Lezama la originalidad perdurable de Julián del Casal. Pero hacía falta un paso más: faltaba eso que, como hemos visto, habría llevado a Casal, no a lograr tan sólo un «temario», sino a «desmontar aquel delicioso organismo», y lograr ser «un punto infinito receptor que después se diversifica y ondula» (p. 204). Faltaba esa «suma crítica americana» que desmonta y traba de otra forma en otra circunstancia, y que en esa operación encuentra su originalidad. [21]

     La metodología que propone el ensayo sobre Casal era el primer paso dado por Lezama para aportar soluciones al problema de la subordinación cultural. Ese ejercicio de «apretar una cultura y destilarla» seguirá practicándose y se revela imprescindible porque descubre la originalidad, lo característico de una «suma crítica» como la que propondrá en La expresión americana (1957), para elaborar lo que constituye la aportación más significativa del autor al discurso de identidad, que a fines de los años cincuenta, constituía ya una tradición en la que casi todo estaba dicho.

     En La expresión americana Lezama pone en práctica esos conceptos esbozados en 1941 y plantea su teoría de la (re)lectura utilizando a Eliot y Curtius como modelos opuestos de aproximación crítica a la tradición. Nos recuerda (7) que el primero había propuesto el empleo de un método mítico en lugar de un método narrativo, (8) pero Lezama considera el de Eliot un «método mítico-crítico» de estirpe neoclásica, radicalmente opuesto a sus ideas sobre la originalidad que, además de ser las bases de su propia obra, sostienen su reflexión sobre la cultura americana y su expresión artística: «Él cree que la creación fue realizada por los antiguos -escribe- y que a los contemporáneos sólo nos resta el juego de las combinatorias (...) [22] Por eso su crítica es esencialmente pesimista o crepuscular, pues cree que los maestros antiguos no pueden ser sobrepasados, quedando tan sólo la fruición de repetir, tal vez con nuevo acento» (pp. 217-218).

     Esto último se asume como premisa para elaborar una metodología que, según dice, «quisiera más acercarse a esa técnica de ficción preconizada por Curtius» y, como solución superadora del «pesimismo», lleva al extremo aquella perspectiva:

           Todo tendrá que ser reconstruido, invencionado de nuevo, y los viejos mitos, al reaparecer de nuevo, nos ofrecerán sus conjuros y sus enigmas con un rostro desconocido. La ficción de los mitos son nuevos mitos, con nuevos cansancios y terrores (p. 218).           

     Lezama nunca indica la procedencia de sus múltiples citas (casi siempre también reconstruidas e invencionadas de nuevo), y, por supuesto, no nos ayuda a aclarar en qué sentido utiliza el término que atribuye a Curtius. Esa «técnica de ficción» aparece en el primer volumen de Literatura europea y Edad Media latina y es una cita de Toynbee (tampoco Curtius señala exactamente de dónde procede), quien a su vez se basa en la «función fabuladora» de Bergson. Curtius se apoya en ella para defender, como es sabido, el nuevo historicismo capaz de acercarse a la cultura europea como unidad de sentido en que «todo pasado es presente o puede hacerse presente». Se trata de una «visión histórica» -término que adopta Lezama-, [23] una relectura en que la técnica científica «deberá ceder ante una representación poética». (9) Y es en esta encrucijada donde Lezama introduce su recomendación: hay que desviar el énfasis que la historiografía ha puesto en las culturas, digamos «reconocidas» para ponerlo en el establecimiento de «las diversas eras donde la imago se impuso como historia» (p. 218), una breve formulación de lo que más tarde serían sus Eras Imaginarias, que aquí tiene otra utilidad: afirma «lo creativo de un nuevo concepto de la causalidad histórica que destruye el seudoconcepto temporal de que todo se dirige a lo contemporáneo, a un tiempo fragmentario» (p. 220), para rebatir así la posibilidad del epigonismo, de la derivación automática sin más; negaciones de las que parte el pensamiento lezamiano sobre América:

           He ahí el germen del complejo terrible del americano: creer que su expresión no es forma alcanzada, sino problematismo, cosa a resolver. Sudoroso e inhibido por tan presuntuosos complejos, busca en la autoctonía el lujo que se le negaba, acorralado entre esa pequeñez y el espejismo de las realizaciones europeas (p. 221).           

     Pero es que incluso las cosmogonías precolombinas incluyen el problema de la búsqueda de una expresión: [24]

           La simbólica que se desprende del Popol Vuh parece como si fuese a colmar el problematismo americano. Mientras el espíritu del mal señorea los dones surgimiento del hombre, le preocupan los alimentos de su incorporación. Parece como si preludiase la dificultad americana de extraer jugo de sus circunstancias (...) El odio de los señores de Xibalbá al ser surgido en su propia naturaleza es patético y asombroso. El odio a la criatura irredimible. La expresividad surge como una lenta concesión temerosa que en cualquier momento puede ser rebanada con impiedad (pp. 221-222).           

     Pero advierte que esas dificultades expresivas que el Popol Vuh atribuye a las criaturas que surgen en las nuevas regiones le hacen pensar en interpolaciones de «copistas aguerridos, jesuitas irritados y graciosos filólogos españoles del siglo XVIII», para subrayar interesadamente un primer planteamiento de aquel complejo terrible del americano: «el hombre será igual que sus comidas». Además, dice Lezama «el dictum es inexorable, si no se alimenta del plato obligado, muere» (p. 222). Así pues, ese «complejo epigonal» surge de haber asumido unos orígenes en los que se ofrece una imagen distorsionada de lo americano. En ellos el «alimento» cultural es impuesto y también se impone la idea de una expresión americana que sólo contempla una posibilidad: repetir las mismas formas porque ha recibido los ingredientes que las componen, «el hombre será igual que sus comidas». Por eso, dice, «Si Picasso saltaba de lo dórico a lo eritreo, de Chardin a lo [25] provenzal, nos parecía una óptima señal de los tiempos, pero si un americano estudiaba y asimilaba a Picasso, horror referens. En seguida se hablaba de alimentos paulinos e influencias vegetativas, pasivas, inservibles». (p. 280)

     Para terminar con ese complejo Lezama propone la técnica de ficción que genera un discurso válido, porque cuenta con las mismas cualidades que presenta el discurso poético. Sólo así puede ser captada una cultura que, se concibe también como «texto», como tejido de incorporaciones «invencionadas de nuevo». El Sistema Poético del Mundo genera la poesía de Lezama, pero a la vez es el «sistema» que genera la cultura que Lezama atribuye a América, el instrumento crítico para aprehender esa cultura y además una poética de América, otra vez «sistema» que permite la expresión artística de su cultura.

     Se llega, pues, a la resolución del problema cifrando en lo barroco la especificidad de lo americano, pero entendiendo ese barroco, precisamente, como «capacidad incorporativa» (apertura a la recepción de influencias) y «alquimia trasmutadora» (reconstrucción, relectura, digestión de lo recibido). La imagen de América como «espacio gnóstico» (espacio de/para el conocimiento) que se analiza al final de La expresión americana, recoge y funde esos dos argumentos anteriores en el «apasionado diálogo» que crea la cultura. Un barroco, en definitiva, como el de su propio Sistema Poético, que conforma la identidad como íntima fusión de signo poético, una identidad [26] americana como «súbito» de innumerables materiales superpuestos, que suprime las contradicciones ontológicas:

           Por eso no creeremos nunca que lo barroco es una constante histórica, una fatalidad, y que determinados ingredientes lo repiten y acompañan. Los que quieren estropear una cosa nuestra creen estáticamente que el barroco es una etapa de la cultura y que se llega a eso como se llega a la dentición, a la menopausia o a la gingivitis (...) Pero el barroco de verdad, el barroco que nos seguirá interesando, no el vuestro, el de Wölfflin y Worringer, doctísimas antiparras de Basilea, se formó con materia, plata o sueño que dio América. (10)           

     Además, y esto es lo importante, esa suma crítica barroca rebate los «furibundos complejos de inferioridad» con la propuesta lezamiana que reivindica la modernidad de ese tipo de originalidad-identidad americana, igualando sus métodos a los practicados por las figuras paradigmáticas de la Modernidad estética: Picasso, Stravinsky y Joyce -los tres grandes «descubrimientos» de la vanguardia cubana de avance, seleccionados no por casualidad-, son vistos por Lezama, no ya como el resultado de un «frenético y destemplado» proceso de ruptura, sino como una «secreta continuidad»: su originalidad procede de una [27] relectura de la tradición que «pellizca en aquellas zonas del pasado donde se habían aposentado viveros de innovaciones» y trama esos fragmentos de otra forma en otro discurso, pictórico, musical o literario (pp. 107-110).

     Picasso es en la obra de Lezama el ejemplo máximo de ese «saber crítico» que el autor considera «el Organum de nuestra época»: «Frente a las cautelas de posiciones históricas, adquirir, como en un manual angélico, la sinopsis de todas las culturas, saberlas disociar, simultanear, ponerlas al revés, si así lo quiere». (11) La definición se aplica a Picasso, pero es inevitable ver en esas palabras un reflejo del propio Lezama, de su Sistema Poético, de ese barroco definido como espacio de confluencias. Y así es, porque a partir de esas premisas el Eros Cognoscente lezamiano establece uno de sus «paralelos» más ambiciosos, el que afirma la incuestionable modernidad (y originalidad, por tanto) de una América (y de un Sistema Poético del Mundo) plenamente acorde nada menos que con «el Organum de nuestra época».

     En la reflexión de Lezama, la originalidad-identidad americana se convierte en la encarnación misma de la Modernidad, aunque, si el americano es algo distinto, la suya será una Modernidad específica, no enteramente prevista por los moldes europeos; una Modernidad que resulta de otra «suma» lezamiana: algo así como la conocida definición de Baudelaire: «lo transitorio, lo fugitivo, lo [28] contingente, la mitad del arte, donde la otra mitad es lo eterno e inmutable», pero tomada al pie de la letra, como relación de equilibrio (o «confluencia») que resuelve todo antagonismo fundiendo lo contingente y lo eterno: América, espacio barroco, concertado desconcierto, es el «espacio gnóstico» donde la paradoja de la Modernidad -como cualquier otra- alcanza su expresión más nítida, porque la ruptura y la continuidad, lo ancestral y lo incorporativo, lo telúrico y lo cósmico, se funden felizmente en una suma crítica donde «la inserción se verifica a través de la inmediata comprensión de la mirada» (p. 178). Se trata, en fin, de una identidad concebida como suma crítica o «zumo súbito de rezumos lentísimos»: como el Sistema Poético lezamiano. Por él, según la propuesta de Lezama, el americano accede a su ontología y recobra sus fuentes, por lo que la cultura americana y su expresión dejan de estar condenadas a ser una repetición o una eterna nostalgia.

     Los ensayos de La expresión americana permitieron a Lezama culminar esa aventura, apuntalando su proyecto cultural con una tradición adecuada, alejada de «posiciones pesimistas y crepusculares». La obra fue fruto del impacto que causó a Lezama su único viaje real, a México (el «peregrino inmóvil» decía que la imago era su navío), (12) tan «servicial» para su imaginación como para la de Henri [29] Rousseau, según se explica en Oppiano Licario. (13) México supuso para el autor el descubrimiento en vivo de los múltiples estratos culturales superpuestos y sus simbiosis, mutaciones, mestizajes, que conforman un esquema cultural aplicable al conjunto de Iberoamérica. Pero, lejos de la tesis del «aluvionismo cultural» iniciada -pese a su optimismo- por José de Vasconcelos, (14) que plantea una rápida sucesión de influencias culturales no del todo asimiladas ni reconvertidas en algo propio; y lejos también de una historia cultural americana determinada «externamente», discontinua e imitativa, Lezama confirma con ese viaje su idea sobre una cultura hecha y plenamente original, fruto de la permeabilidad y «lo incorporativo» actuando sobre una herencia de treinta siglos. Maravillado por lo que ha visto, el autor se enfrenta muchos siglos más tarde con el mismo problema que vivieron los cronistas de Indias: lo que en el caso de estos últimos fue la búsqueda de una nueva expresión capaz de aprehender, interpretar y expresar en la escritura la novedad inherente al mundo recién descubierto, se convierte en Lezama en una indagación sobre la expresión americana, a la vez causa y efecto de la identidad cultural. El título mismo sintetiza esa dualidad; la expresión americana de Lezama es la expresión literaria, poética, de América, pero es también la expresión [30] de América misma, el descubrimiento-reconocimiento de una entidad autosuficiente -en la historia como en el arte- que se expresa y significa por sí sola. Esa expresión doblemente americana surgirá gracias a la nueva visión que Lezama practica sobre la historia por obra de la inteligencia poética que «no rechaza la alquimia de los modos oblicuos», que permite acceder a las esencias de lo americano, creando así una tradición cultural «con rasguños proféticos», (15) y que continúa, en cierto modo, la línea de reflexión iniciada en los años veinte por Pedro Henríquez Ureña con textos como La utopía de América (1922) o Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1926). Pero sólo en cierto modo, porque los de Lezama son los textos de cinco conferencias pronunciadas en La Habana en enero de 1957: «Mitos y cansancio clásico», «La curiosidad barroca», «El romanticismo y el hecho americano», «Nacimiento de la expresión criolla» y «Sumas críticas del americano»; unos textos a los que hay que acercarse, como es habitual en su obra, con la disposición menos dogmática, en este caso porque recorren poéticamente la historia de la cultura y porque recogen la propia obra ensayística anterior en una reescritura que se convierte en la aventura mayor del Sistema Poético del Mundo: su encarnación en la historia de América. [31]



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II. La expresión americana: el mito que nos falta

     Pensar el barroco significa para Lezama pensarse a sí mismo, pero en esto el autor no está solo. Las reflexiones sobre identidad cultural en Hispanoamérica se han emprendido dentro del marco de un barroquismo que se considera específicamente americano (es decir, no trasplantado de Europa) desde el momento en que se convierte en expresión de un mundo que es, por definición, barroco, tanto en su dimensión natural como en su dimensión cultural. En ese proceso, Lezama comparte con Alejo Carpentier un lugar central y ambos escriben sobre la búsqueda de una expresión americana que se entiende, en ambos casos, bajo el signo del barroco. Para Carpentier, la visión y el lenguaje barrocos, «el legítimo estilo del novelista latinoamericano actual», (16) son los medios de conversión [32] de lo real maravilloso americano en objeto artístico, la más cabal expresión de un mundo que es real maravilloso y sustancialmente barroco en todas sus manifestaciones:

           Nuestro mundo es barroco por la arquitectura, por el enrevesamiento y la complejidad de su naturaleza y su vegetación, por la policromía de cuanto nos circunda, por la pulsión telúrica de los fenómenos a que estamos todavía sometidos. (17)           

     También para Lezama lo barroco es cifra y signo vital de América, y ambos autores participan de la idea de un barroco netamente americano, diferente del Barroco europeo «histórico», en tanto forma parte de un ritmo natural, un barroco de origen, que resuelve la cuestión de una identidad cultural y expresiva subrayando la naturalidad de esa estética en una cultura cuyas normas esenciales son la contradicción, el exceso, la pluralidad y la simbiosis constantes. Pero el Sistema Poético lezamiano va más lejos. Julio Cortázar y Cintio Vitier ya advirtieron que lo barroco se da en Lezama y en Carpentier desde modos opuestos: el de Lezama es un barroco «de origen» mientras que el de Carpentier está «lúcidamente mis en page». (18) Y Severo Sarduy concluía: [33]

           En realidad, el único barroco (con toda la carga de significación que lleva esta palabra, es decir, tradición de cultura, tradición hispánica, manuelina, borrominesca, berniniana, gongorina), el barroco de verdad en Cuba es Lezama. Carpentier es un neogótico, que no es lo mismo que un barroco». (19)           

     La oposición sugiere que el barroco de Carpentier es un barroco retórico o estilístico, mientras el de Lezama es un barroco natural, y, aunque afirmar esto supone estar ya «convertido» a Lezama, es verdad que el discurso lezamiano casi exige esa conversión. Sin pretender zanjar la cuestión -para lo que sería necesario un análisis mucho más detenido-, es evidente que el barroco de Lezama es mucho más que un recurso estilístico. Para él, la mirada del portador de la «justicia metafórica», sólo puede ser barroca en su intento por alcanzar la sobreabundancia, y de ahí surge una cosmovisión que halla en lo barroco la esencia de América, un estilo «plenario» que abarca todos los planos imaginables; un barroco «esencial» porque está determinado por un paisaje que lo genera inequívoca y naturalmente, algo que ya apuntaba en su célebre ensayo «Sierpe de don Luis de Góngora», cuando señalaba como una de las carencias del poeta de las Soledades la falta de [34] un paisaje que no fuera «el círculo frío y el paisaje escayolado». (20)

     La Poética de Lezama aspira a instaurar una estética que descubra y exprese en toda su plenitud la riqueza de contenidos culturales en que se funda la especificidad de lo americano, de acuerdo con lo que sintetiza una de sus frecuentes explicaciones paradójicas: «la fusión de la diversidad en el arte o en la familia otorga una riqueza que se negará siempre a prescindir de su profunda unidad». (21) El despertar del ser americano (la conciencia de originalidad, de identidad) se producirá cuando descubra en lo barroco la esencia de su realidad y el estilo capaz de expresar esa realidad en la literatura. Porque la cultura en América es también lo barroco, lo asimilativo, la pluralidad, la contradicción y la fusión, de ese innato carácter barroco ha de proceder la riqueza de una cultura orgullosamente abierta a toda «contaminación» beneficiosa, que no tiene por qué renunciar a «una profunda unidad» de forma y de fondo -léase: una sólida identidad-, lograda por el método incorporativo de Lezama, la capacidad de sintetizar las más disímiles referencias, y por la facultad, tan lezamiana también, de hacer simultáneos lo ancestral y lo novedoso. La identidad cultural y la expresión americana [35] de esa identidad surgirán de la conciencia orgullosa de la voracidad que propone el barroco de Lezama. Se establecerán, ambas, no como mímesis fragmentaria y discontinua, sino como recreación, como unidad original a partir de la fusión de diversidades, algo de lo que es ejemplo perfecto el texto de La expresión americana: una teoría de la cultura que cuenta con las mismas cualidades que presenta el discurso poético, porque sólo así puede ser captada una identidad cultural americana que Lezama concibe también como un tejido de incorporaciones asimiladas e «invencionadas de nuevo». El Sistema Poético del Mundo genera la poesía de Lezama, pero a la vez es el «sistema» que genera la cultura que Lezama atribuye a América, el instrumento crítico para aprehender esa cultura y además una poética de América, otra vez «sistema» que permite la expresión artística de esa cultura.

     En uno de los textos en prosa que incluye entre los poemas de La fijeza (1949), el titulado «La sustancia adherente», Lezama proponía la siguiente experiencia:

           Si dejásemos nuestros brazos por un bienio dentro del mar se apuntalaría la dureza de la piel hasta frisar con el más grande y noble de los animales y con el monstruo que acude a sopa y pan (...) Al pasar los años aquel fragmento sumergido es devuelto por eco y reflujo en misterio sobrehumano. El brazo sumergido no se convierte en árbol marino; por el contrario, devuelve una estatua [36] mayor, de improbable cuerpo tocable, cuerpo semejante para ese brazo sumergido... (22)           

     La identidad cultural de América que él elabora, será finalmente un oxímoron similar, mímesis creadora, resultado de una muy americana sustancia adherente, de una avidez o «protoplasma incorporativo del americano» que convierte la influencia en confluencia al entrar en contacto con el «espacio gnóstico», el paisaje americano donde «la inserción con el espíritu invasor se verifica a través de la inmediata comprensión de la mirada» (p. 291). El simpathos de ese espacio gnóstico, como el mar sobre aquel brazo sumergido, es adherencia, superposición y germinación. Con «su temperatura adecuada para la recepción de los corpúsculos generatrices» (ibid.), cumple la doble función de acumular y decantar; es otro «Horno Transmutativo de la Asimilación» equivalente al que impulsa el Sistema Poético.

     Lezama, con esa autoexégesis trasladada a lo continental, pretende acabar con las consecuencias culturales de un concepto equivocado de originalidad que ha llevado al americano al «furibundo pesimismo» de creerse también él no original, sino repetición, imagen vacía, copia de las formas europeas: El americano, dice Lezama, «repasa sus datos», pero ha olvidado lo esencial: «el plasma de su autoctonía es [37] tierra, igual que la de Europa» (p. 221). El complejo epigonal americano debe ceder el paso al goce de la participación, porque América recibe un estilo de una gran tradición y «lo devuelve acrecido» (p. 244) y porque «la concepción mimética de lo americano se esfuma en ese centro de incorporaciones que tenemos de lo ancestral hispánico» (p. 291). Es lo que nos dice en «Nacimiento de la expresión criolla»: «Como en las dificultades para la emisión que aparecen en el Popol Vuh, el americano no recibe una tradición, sino la pone en activo, con desconfianza, con encantamiento, con atractiva puericia» (p. 262). Y el «problematismo» de legitimar como propia una cultura sospechosa de ser recibida, se resuelve si se tiene en cuenta «lo larval», es decir, que «entre nosotros los americanos había larvas y pedúnculos que esperaban su desarrollo. Por ejemplo, los nuevos ojos de los cronistas de Indias». (23) De ahí deduce Lezama la primera señal americana: «ha convertido, como en la lección de los griegos, al enemigo en auxiliar» (p. 250).

     Según todas estas premisas, los «ingredientes» europeos pasan en América a una nueva circunstancia, espacio gnóstico que los absorbe y reconstruye. Por eso precisa Lezama que «el primer americano que va surgiendo dominador de sus caudales es nuestro señor barroco, auténtico primer instalado en lo nuestro» (p. 230). El despertar del ser americano tiene lugar cuando ya se han alejado «el [38] tumulto de la conquista y la parcelación del paisaje del colonizador», cuando descubre en lo barroco el estilo capaz de expresar la esencia de su mundo, barroco larval cuyo desarrollo habría partido de la afloración de un barroquismo «inconsciente» en Colón y los cronistas de Indias; un barroco exigido por la necesidad de nombrar una realidad deslumbrante, exuberante e inesperada, hasta llegar al barroquismo plenamente consciente concebido como expresión continental que Lezama reivindica y con el que se resuelve la cuestión de una legítima expresión americana.

     Por eso, cuando en la página inicial de «La curiosidad barroca» Lezama recuerda cómo el término barroco, después de haber sido anatema en el siglo pasado, en el nuestro ha ampliado desmesuradamente la extensión de sus dominios (p. 229), lo que está rechazado no son tanto las tesis de Spengler y de Eugenio D'Ors, (24) como la posibilidad de marcar lo barroco americano con connotaciones de repetición o subordinación, dado que «las formas congeladas del barroco europeo desparecen en América por ese espacio gnóstico que conoce por su misma amplitud de paisaje, por sus dones sobrantes» (p. 291). De hecho, Lezama hace pasear a su señor barroco por todas las épocas como constante americana, pero un «eterno retorno» [39] del barroco trasplantado de Europa, chocaría frontalmente con sus ideas sobre lo larval para dar fundamento a la esencia y expresión artística genuinamente americanas.

     El paisaje de América genera desde el principio una cultura propia que conlleva un nuevo lenguaje, una expresión americana. La realidad natural y cultural del Nuevo Mundo impone cambios en la expresión de aquellos que escribieron deslumbrados ante el nuevo paisaje. Surgen así las Cartas de Relación, en las que la lengua resulta insuficiente para describir el nuevo mundo, y las Crónicas de Indias. Sobre éstas se centra la reflexión de Lezama:

           Es muy significativo que tanto los que hacen crónicas sin letras, un Bernal Díaz del Castillo, como los misioneros latinizados y apegados a las sutilezas teologales, escriben en prosa de primitivo que recibe el dictado del paisaje (...) En los cronistas el asombro está dictado por la misma naturaleza, por un paisaje que ansioso de su expresión se vuelca sobre el perplejo misionero (p. 226).           

     Es ahí donde debemos inscribir ese barroco original (en ambos sentidos) que defiende Lezama, un barroco natural, espontáneo, porque nace de un paisaje-cultura, que es per se barroco, y que crea una expresión americana que «riza, multiplica, bate y acrece lo hispánico» (p. 245) gracias a otra de esas «señales» americanas: «la tendencia a la aglutinación, a la búsqueda de centros irradiantes, reverso de la actitud a [sic] la atomización, característica del español en su país o en la colonización» (p. 259). [40]

     Una vez establecida la esencia barroca de América, su originalidad está también asegurada, y el barroco empieza a ser un «arte de contraconquista»: «En América, dondequiera que surge posibilidad de paisaje, tiene que existir posibilidad de cultura. El más frenético poseso de la mímesis de lo europeo, se licua si el paisaje que lo acompaña tiene su espíritu y lo ofrece» (p. 284). Es una contraconquista muy lezamiana y en tres fases que vale la pena recordar. Dice el autor:

           Los siglos transcurridos después del descubrimiento han prestado servicios, han estado llenos, hemos ofrecido inconsciente solución al superconsciente problematismo europeo. En un escenario muy poblado como el de Europa en los años de la Contrarreforma, ofrecemos con la conquista y la colonización una salida al caos europeo, que comenzaba a desangrarse. Mientras el barroco europeo se convertía en un inerte juego de formas, entre nosotros el señor barroco domina su paisaje y regala otra solución cuando la escenografía occidental tendía a trasudar escayolada (...) Cuando el lenguaje decae, ofrecemos el fiesteo cenital en la rica pinta idiomática de José Martí (...) Y, por último, frente al glauco frío de las junturas minervinas o la cólera del viejo Pan anclada en el instante de su frenesí, ofrecemos en nuestras selvas el turbión del espíritu, que de nuevo riza las aguas y se deja distribuir apaciblemente por el espacio gnóstico, por una naturaleza que interpreta y reconoce, que prefigura y añora... (pp. 292-293) [41]           

     Por eso «don Luis y Quevedo tuvieron que hacerse americanos para alcanzar influencia sobre nuevos tuétanos, pulimentados por un agua nueva» (p. 270); por eso también imagina Lezama un banquete literario de raíz barroca con invitados de todos los tiempos y de uno y otro mundo, en el que el americano tiene reservada la magnífica aportación final: «A esta perfección del banquete que lleva la asimilación de la cultura, le correspondía al americano el primor inapelable, el rotundo punto final de la hoja del tabaco. El americano traía a ese refinamiento del banquete occidental el otro refinamiento de la naturaleza. El terminar con un sabor de naturaleza que recordaba la primera etapa anterior a las transmutaciones del fuego» (p. 265).

     El Barroco llegado de España no hizo más que «revelar al señor barroco americano en el puente de mando de su voluptuosidad» (p. 286) y la expresión americana surge espontáneamente cuando «el idioma ha sido revivido con nuevo orgullo» por una naturaleza que lo exige. Ese barroco esencial que convierte lo ajeno en lo propio, que incorpora y reforma, que constituye la expresión literaria de América y también la expresión de América misma, es, no obstante, sólo una primera entrega de La expresión americana.

     «Creo que lo que usted me ofrece es un mito», concluía en aquel Coloquio de 1938 Juan Ramón Jiménez, tras haber oído a Lezama reflexionar sobre poesía y sensibilidad insular. Y él reconocía lo siguiente: [42]

           Me gustaría que el problema de la sensibilidad insular se mantuviese sólo con la mínima fuerza secreta para decidir un mito (...) Yo desearía nada más que la introducción al estudio de las islas sirviese para integrar el mito que nos falta. Por eso he planteado el problema en su esencia poética, en el reino de la eterna sorpresa, donde, sin ir directamente a tropezarnos con el mito, es posible que éste se nos aparezca... (25)           

     Para Lezama el mito forma parte de la esencia misma de su poética. La extratemporalidad y el trasfondo común del mito cuyos resultados ofrecen un sentido que trasciende el significado inmediato, se llaman en la poética lezamiana «método hipertélico», y el «espacio gnóstico» sería ese espacio dominado por la memoria colectiva, en el que el «súbito» lezamiano -o la poética «eterna sorpresa»- permitiría las asociaciones y analogías que provocan la resonancia universal de la mitología. Mito y poesía se entretejen en la poética de Lezama, y La expresión americana ha de interpretarse desde esos supuestos. Además de la elaboración de una poética de América bajo el signo del barroco, Lezama nos lleva de nuevo «más allá de la razón», a los laberintos de su mitología, toda una teoría de la realidad que descubre «la América secreta» mediante la metamorfosis definitiva de la historia en mito. [43]

     En una carta a María Zambrano de 1954 Lezama apuntaba que para que el hombre alcance su total plenitud no debe permitirse «una invasión total de lo histórico», sino interpretar «el azar concurrente, esa gracia que lo histórico brinda para ser escogida por el sujeto creador». (26) Y precisamente en La expresión americana averiguamos, por fin, que eso es «lo difícil estimulante» lezamiano:

           ...En realidad ¿qué es lo difícil? Es la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido, una interpretación o una sencilla hermenéutica, para ir después hacia su reconstrucción que es su visión histórica (...) Visión histórica, que es ese contrapunto o tejido entregado por la imago, por la imagen participando en la historia. (27)           

     Frente a las valoraciones historicistas, la visión histórica de Lezama propone otro modo -el poético- de acercarse y conocer la historia. Es el conocimiento por imagen, que descubre facetas insospechadas en la realidad, traza la secreta causalidad de los hechos y permite que un pueblo descubra su historia «verdadera» de la mano de la imago, lo que trae consigo la revelación primordial: el hallazgo de su identidad.

     Es evidente que Lezama no se propone una reflexión estrictamente historiográfica. La suya no es -nunca lo [44] quiso ser- una explicación que satisfaga la curiosidad, digamos, científica. La preocupación historiográfica de Lezama llega sólo hasta el deseo de dar a conocer el pasado, de conservar la memoria de la tradición, y es, en cualquier caso, una «historiografía mítica», que narra lo que Lezama considera la sustancia (sustancia poética, mito) de los hechos, la «reconstrucción por la imago» de que hablaba el autor. Es, claro está, el mismo mecanismo que da lugar a las demás eras imaginarias y que aquí considera la historia americana como si el tiempo transcurrido desde los orígenes hasta el presente fuera «significativo» sólo en ciertos momentos en que se reactualiza lo poético de ese tiempo primordial. En suma: elabora un mito; «el mito que nos falta», según dijo a Juan Ramón.

     Al «cansancio clásico» opone Lezama la tarea poética de erigir una nueva mitología, nueva no porque sus referencias sean inéditas, sino porque el «sujeto metafórico» las reordena y las dota así de una nueva significación. Ese nuevo mito es el relato que el Sistema Poético ofrece de América tal como, según Lezama, es, de ahí que su proyecto fundacional pueda entenderse como un nuevo proceso contemporáneo (y muy personal: responde a su poética) de invención (o traducción) de América. Para devolverle su conciencia de originalidad, se inventa simultáneamente pasado y futuro, de acuerdo con la certidumbre lezamiana de un nuevo comienzo vinculado al conocimiento de los «verdaderos» orígenes. Es, recordémoslo, [45] lo que el autor llamaba las dos fases de la sensibilidad creadora contemporánea:

           Reavivamiento del pasado y búsqueda de un desconocido. La prueba de una recta interpretación del pasado, así como la decisión misteriosa de lanzarse a la incunnabula. (28)           

     La indagación sobre América se había debatido entre las miradas alternativas hacia el interior nativo y hacia los últimos signos culturales enviados desde el exterior. Lezama se sitúa desde el principio en una nueva «solución unitiva» frente a la dualidad, y resuelve la cuestión con su defensa de una especificidad de lo americano dada por la universalidad «que necesita el americano para el arribamiento [sic] de la sangre de su ser». (29) Es la versión continental de la «insularidad cósmica» que defendió en el Coloquio con Juan Ramón Jiménez, oxímoron que además concilia tradición y futuridad, estableciendo las bases de «la gran tradición, la verdaderamente americana, la de impulsión alegre hacia lo que desconocemos». (30)

     Para profundizar en esa dirección resulta fundamental el método que Lezama adopta de Giambattista Vico y su [46] «hallazgo genial»: «Vico intuye que hay en el hombre un sentido, llamémosle el nacimiento de otra razón mitológica, que no es la razón helénica ni la de Cartesio, para penetrar en la conversión de lo fabuloso en mitológico». (31) En una tierra como América, que «comienza su historia dentro de la poesía», (32) la razón mitológica, imaginación individual y colectiva, no tiene por qué ser «la loca de la casa», como ya intuye Lezama a propósito del acto de fundación de Hispanoamérica, sino «un principio de agrupamiento, de reconocimiento y de legítima diferenciación» (33) y un medio que permite dinamizar las categorías de una «definición» histórica de lo americano, derivándolas hacia el prisma de la imagen. Siguiendo ese método, Lezama reinterpreta personajes históricos y descompone en imágenes la historia de América para desvelar su ser específico, una especificidad poética que, como tal, conlleva el germen de «lo imposible rendido a la posibilidad». Ésta sólo se alcanzará cuando el americano conozca esa esencia, la reconozca y la reactualice.

     Como se sabe, la idea de una renovación universal operada por la reactualización de un mito de origen es el significado [47] socio-religioso original del mito». (34) Lezama intenta exactamente eso: al conocer el relato lezamiano, el americano accede a su ontología y recobra sus fuentes, se convierte en contemporáneo de esa creación, «revive el pasado» y también él vuelve a comenzar. Por medio de la anulación poética del tiempo lineal y de la historia «oficial», se anula también su irreversibilidad: se regenera América. Dice el autor:

           Nosotros vamos por la imagen proyectada sobre la futuridad haciendo mito (...) Para nosotros, americanos, el mito es una búsqueda, una anhelante y desesperada persecución. Mito y lenguaje están para nosotros muy unidos, no pueden ser nunca recreación, sino verbo naciente, ascua, epifanía». (35)           

     El pasado (mítico) es aquí prefiguración del futuro, una teleología lezamiana que no repara la historia, sino que la recrea volviendo a los orígenes. Con ese ambicioso proyecto Lezama prolongaba libremente una práctica del discurso que arranca del Inca Garcilaso: una configuración mítica de la historia, que da razón de una cultura reconstruyendo su pasado para crearle un presente inserto en un proceso de futuro coherente e identificable. [48]

     «Mejor que sustituir, restituir», decía Lezama en un poema, (36) y restituir, claro, sin connotaciones realistas. Lo perdido se restituye sin apelar a sustituciones, creándolo, «invencionándolo», según su terminología, y según las leyes de la poesía: la imagen encarnando en la historia. Gracias a esos orígenes que restituye o invenciona Lezama, y siguiendo su irrebatible deducción poética, llegaremos al planteamiento lezamiano de una nueva «fórmula del americanismo» no prevista por Henríquez Ureña (37) y que obedece a tres ingredientes, resumidos por el propio Lezama: «Lo que hemos llamado la era americana de la imagen tiene como sus mejores signos de expresión los nuevos sentidos del cronista de Indias, el señorío barroco y la rebelión del romanticismo». (38) Una amplia noción de lo barroco como íntima sustancia americana, la rebelión romántica y la impulsión utópica encarnadas en José Martí (símbolo lezamiano de la promesa que la imagen le hace a la historia), serán reactualizados por una memoria «espermática» que activa el despertar poético de América:

           Recordar es un hecho del espíritu, pero la memoria es un plasma del alma, es siempre creadora, espermática, pues memorizamos desde la raíz de la especie. Aun en la planta [49] existe la memoria que la llevará a adquirir la plenitud de su forma, pues la flor es la hija de la memoria creadora (p. 219).           

     Pero esas nuevas valoraciones de la historia necesitan un nuevo planteamiento metodológico. El historicismo queda descartado frente al método poético, entendido como la facultad de crear un orden diferente destilando las esencias que subyacen en la realidad y lo único que necesitan es ser rescatadas en un nuevo acto fundacional, es decir, «la historia de muchos en una sola visión, el sueño de muchos, las cosmologías», como explicó el autor. (39) Ese sueño colectivo sólo puede ser logrado por «la voluntad oblicua, pero poderosísima» de la poesía actuando sobre la memoria, cuando ésta «no es sólo la reproducción guardada del mundo exterior; cuando va más allá de la memoria prenatal, más allá de recordar las cosas que aún no han sucedido» (40). Se trata de una memoria profética, paradoja lezamiana, que permite la relectura de la historia y su «proyección luminosa» de acuerdo con los postulados del «razonamiento reminiscente» que proponía en el ensayo sobre «Julián del Casal: un ejercicio «tan saludable como el de los griegos» que permite acceder a la ciencia omnisciente de Mnemosyne. La memoria profética ejerce en lo histórico lo que Lezama llama «prodigio del análogo mnemónico», que [50] coincide, no por casualidad, con la Silogística poética que en Paradiso y Oppiano Licario practica este último:

           Lo más desconocido, que hace ondular como un inasible trigal, tiene que ser fijado por el hecho más enclavado y aun soterrado. De esta manera parece como si la memoria, al afincarse sobre un hecho por ella muy bien guarnido, está como en acecho de ser emparejada con otro hecho más lejano y retador (p. 219).           

     Es un recurso de la poesía y especialmente de su poesía, pero también el mecanismo que permite quebrar la causalidad histórica por la intercomunicación de pasado y presente y hacer que «las entidades naturales y culturales imaginarias adquieran en un súbito inmensas resonancias» (ibid). El conocimiento de esas resonancias, siempre según Lezama, supone el dominio del propio destino histórico, de manera que la reminiscencia no es simplemente una memoria del pasado, sino del futuro. Y la ignorancia equivale a un Olvido también griego, la pérdida americana de sí misma que impide su «resurrección».

     Ya Severo Sarduy hablaba de Lezama como un «heredero» de América que voluntariamente convierte el legado en una obligación de hermenéutica: «Heredero es el que descifra (...) y al descifrar, funda. La interpretación es un cimiento». (41) El razonamiento reminiscente, la memoria [51] espermática y esa «hipérbole de mi memoria» que Lezama comparte en sus ensayos con Mallarmé, (42) pueden llamarse también Sistema Poético porque son, en cualquier caso, una vasta lectura del mundo por la que el poeta alcanza aquella posición «verdaderamente heroica» que se explica en Paradiso, (43) la de ser intérprete de la cultura en un esfuerzo idéntico al que, como cuenta Lezama, realizara Confucio, su Doctor Kung-Tse:

           Al nacer recibe de golpe toda la herencia de la cultura china, comprende muy bien su destino, dominar toda esa gran tradición, tratar de apoderarse de lo impalpable y terrible, meter al dragón en una biblioteca. Pero este hombre sentencioso (...) no está frente a la materia inmensa que recoge, sino que es su centro, su aumento y extinción, no se sabe, no se sabrá nunca, cuándo añade y cuándo tacha, y al final de su vida ostenta un título único, el de ser dueño de una tradición, su guardián y su creador. (44) [52]           

     Todas esas propuestas de Lezama son también una buena explicación de su poética, que «está dentro de un barroco fervoroso que asimila todos los elementos del mundo exterior; procura destruir unos, asimilar otros, y, con ese fervor logra su expresión», (45) pero no debe extrañar que sean también los elementos que dan razón de la Era Imaginaria americana, y no sólo por la versatilidad que permite la «imprecisa precisión» de su terminología. Las nociones de Lezama están elaboradas a partir de un pensamiento poético cuya enorme densidad lo hace versátil porque es inapresable en una definición unívoca, pero creo que hay además otras razones: La paradójica especificidad del Sistema Poético del Mundo es lo asistemático de un barroco omnívoro convertido en sistema de conocimiento «incorporativo» no sólo poético. Y desde el punto de vista del autor, la especificidad de América es exactamente la misma: América se define en la paradoja «incorporativa» donde conviven felizmente lo originario y lo asimilado, lo insular y lo cósmico, lo telúrico y lo estelar. Que los mecanismos y los elementos explicativos de dos construcciones igualmente poéticas e igualmente barrocas puedan ser los mismos, es inobjetable.

     Además, si América es barroca es porque es «espacio gnóstico» y porque resulta de «nuestra innata facultad para hacer simultáneos lo ancestral y lo novedoso, la [53] madurez y lo incipiente», (46) sólo lo barroco puede ser cifra de un mundo concebido como paradoja. Pero, eso sí, es un barroco «nuestro» que, aunque recibe un impulso definitivo gracias al «error» de Colón, resulta ser, como sabemos, un arte de contraconquista que invierte los términos, en una tierra no conquistada, sino conquistadora, irresistiblemente seductora:

           El Almirante consigna en su Diario, libro que debe estar en el umbral de nuestra poesía, que vio caer, al acercarse a nuestras costas, un gran ramo de fuego en el mar. Ya comenzaban las seducciones de nuestra luz. (47)           

     Ya hemos dicho que lo barroco americano de Lezama muy poco tiene que ver con el Barroco, digamos «histórico»; y ni siquiera es sólo un estilo artístico o una fórmula literaria. En la América lezamiana lo barroco es algo larval, «corriente sumergida» que en La expresión americana recorre las tres fases en que se despliega la era imaginaria americana: un barroquismo «inconsciente» de los cronistas de Indias, un barroco pleno y «firmemente amistoso de la Ilustración» en el siglo XVIII, y un barroco que ofrece «las chispas de la rebelión» al siglo XIX hasta llegar a José Martí, «culminación de la expresión criolla». [54]

     En «La curiosidad barroca» Lezama empieza a establecer las diferencias: frente al barroco europeo -sea el de Spengler, el de Eugenio D'Ors o el «gótico degenerado» de Worringer-, caracterizado como «acumulación sin tensión y asimetría sin plutonismo», el barroco americano se define como estilo plenario, tenso y plutónico, «un plutonismo que quema los fragmentos y los empuja, ya metamorfoseados, hacia su final» (p. 231). Esa impulsión le viene al barroco del «protoplasma incorporativo del americano», que Lezama explica como una especial avidez, como una manera muy americana (y muy barroca) de trazar relaciones entre las más disímiles referencias. Con ese protoplasma barroco se aviene a la perfección el afán ilustrado de conocimiento universal, como demuestra Sor Juana Inés de la Cruz:

           Aunque declara que Primero sueño lo compuso imitando a Góngora, es una humildad encantadora más que una verdad literaria. La dimensión del poema es muy otra (...) está lleno de esa adivinación que revela un asombro y que se vuelve sobre él con procedimientos aún no cabales para llevarlos a una forma viviente (pp. 238-239).           

     Del mismo plutonismo surge otro de los rasgos fundamentales del barroco americano de Lezama: el desafío, el intento de destruir el contorno, bien con «un exceso aún más excesivo que los de don Luis» en el gongorino Domínguez Camargo (p. 233), bien con el mismo frenesí convertido en «intenciones de vida y poesía» de Carlos [55] Sigüenza y Góngora (p. 234). Es el mismo heroísmo que lleva a la rebelión del Indio Kondori y el Aleijadinho para lograr «las dos grandes síntesis que están en la raíz del barroco americano: la hispanoincaica y la hispanonegroide» (pp. 243-246). El signo monumental de esa fusión de culturas y mitologías es la catedral barroca: la Catedral de Puebla, la de México y, cómo no, la de La Habana, son los tres ejemplos de «la gran hazaña del barroco americano» (pp. 241-243). Pero también el componente utópico del barroco viene de esa impulsión plutónica; es «el deseo de puro recomenzar», y está presente en la Colonia con «los intentos de paraíso», en Santo Domingo, en Cuba, en México y en Paraguay. Es para Lezama un reto a las vicisitudes de la historia, que viene dado por el potens de lo barroco actuando sobre el catolicismo liberado del poder central, «con su gran revolución, su absurdidad inagotable en lo poético y la constante prueba de su libertad» (pp. 247-248). Esos paraísos son la primera encarnación de la imagen en la historia y constituyen el primer paso para transformar al señor barroco en «el desterrado romántico, obligado a desplazarse por el primer escenario americano en rebeldía, España, Francia, Inglaterra e Italia» (p. 249). Es Fray Servando Teresa de Mier:

           Por una aparente sutileza que entrañaba el secreto de la historia americana en su dimensión de futuridad, al fin realiza un hecho, toca la isla afortunada, la independencia de su país (...) Fray Servando es el primero que se decide [56] a ser el perseguido porque ha intuido que otro paisaje naciente viene en su búsqueda (...) la opulencia de un nuevo destino, la imagen, la isla, que surge de los portulanos de lo desconocido creando un hecho (p. 252).           

     Lezama ilustra su siglo XIX con otras figuras como Francisco de Miranda o Simón Rodríguez, también héroes silenciosos, «reverso de las grandes victorias bolivarianas», unidos todos por la frustración y la ausencia, porque el Romanticismo crea «el hecho americano», la tradición de las ausencias posibles:

           Esa gran tradición romántica, la del calabozo, la ausencia, la imagen y la muerte, logra crear el hecho americano, cuyo destino está más hecho de ausencias posibles que de presencias imposibles. La tradición de las ausencias posibles ha sido la gran tradición americana y donde se sitúa el hecho histórico que se ha logrado (p. 260).           

     El ser americano, confluencia de estilos, culturas, épocas y lenguajes, superposición de lo heterogéneo, ausencia de un atributo único, objeto barroco, sólo puede ser postulado como una ausencia»; (48) pero es una ausencia «creadora», un impulso creador como fue en Paradiso el vacío paterno que Cemí llena de imágenes en su mundo poético. [57] Ese hecho americano, esa tradición de las ausencias creadoras, desemboca en José Martí: además de ser «culminación de la expresión criolla», en él alcanza su plenitud la tradición del calabozo y del destierro, el sueño de propia pertenencia y la rebelión romántica, que Lezama atribuye al plutonismo del barroco americano (pp. 260-261) y que «...entre nosotros es algo más que una ruptura o una simple búsqueda demoníaca de otra cosa, por el contrario, se avecina y expresa la circunstancia histórica». (49) Martí es héroe romántico y excelente poeta, pero su verdadera grandeza está en que «tiene que operar sobre la tierra prometida que le es negada». (50)

     Ése es el Martí del fervor de Lezama, el poeta en el que el paisaje es ya la cantidad hechizada, (51) el creador que conjuga historia y poesía porque «iguala sus inauguraciones en el lenguaje con sus configuraciones como constructor de pueblos», (52) el que lucha con lo difícil -sólo lo difícil es estimulante- y «crea una revolución en la más novedosa fundamentación. La imagen termina por encarnar en la historia, la poesía se hace cántico coral». (53) [58]

     Hablando de lo esencial en un espíritu creador, decía Lezama: «Es la vuelta a los orígenes. Como decía Nietzsche, el que vuelve a los orígenes encontrará orígenes nuevos. Ahí está verdaderamente lo germinativo, lo que es creador». (54) El mito de origen conlleva la utopía; no hay más que un paso desde el conocimiento de lo que se es al conocimiento de lo que se quiere ser. El diseño utópico del mito americano de Lezama hace confluir esas dos líneas en la ausencia «creadora» que fundamenta históricamente a América. Esta compleja formulación quedó plasmada de manera muy gráfica en uno de los últimos ensayos de Lezama, titulado, precisamente, «Confluencias»:

           Una antigua leyenda de la India nos recuerda la existencia de un río, cuya afluencia no se puede precisar. Al final su caudal se vuelve circular y comienza a hervir. Una desmesurada confusión se observa en su acarreo, desemejanzas, chaturas, concurren con diamantinas simetrías y con coincidentes ternuras. Es el Puraná, todo lo arrastra, siempre parece estar confundido, carece de análogo y de aproximaciones. Sin embargo, es el río que va hasta las puertas del paraíso. (55)           

     El tejido de incorporaciones que fundamenta la América lezamiana es una «desmesura» similar al Puraná; una [59] desmesura barroca que, como todo lo barroco, encuentra en el exceso la transcendencia: la historia barroca de América «todo lo arrastra» pero empuja esos fragmentos, metamorfoseados, hasta las puertas del paraíso. El proyecto histórico de Lezama es un impulso barroco y poético, y para él, según dijera de su propia generación, el impulso poético es aquel cuyo destino «dependerá de una realidad posterior». (56) En los umbrales de ese destino, sitúa Lezama a José Martí, convierte su muerte en un hecho mítico, y al propio Martí en una ausencia creadora que abre las puertas del paraíso. Martí es un «genitor por la imagen» que, como Colón, (57) traspasa el arte a la historia; que, como Hernando de Soto (u Oppiano Licario), necesita el rito de la muerte -ausencia, resistencia- para vivir después de muerto y encarnar la tradición fundadora de un pueblo: «llegó, por la imagen, a crear una realidad, en nuestra fundamentación está esta imagen como sustentáculo del contrapunto de nuestro pueblo». (58) Martí es, pues, el núcleo [60] perfecto de la tradición por futuridad que elabora Lezama, y es también el mejor símbolo del potens de la palabra poética que, ya lo decía Lezama, acaba por reformar la realidad:

Lo que pretendo es un henchimiento, una dilatación hasta la línea del horizonte (...) Se me podrá argüir que todo henchimiento o dilatación termina por chocar o engendrar tangencias. Es cierto: en Martí el lenguaje termina por reformar la realidad. (59)

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