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Para una teoría de la posibilidad basada en el pensamiento de Ortega1

Antonio Rodríguez Huéscar





En el nivel metafísico alcanzado por el pensamiento de Ortega, la noción de «posibilidad» goza de una situación privilegiada para la concepción entera de la realidad: lejos de oponerse en cualquier forma «lo posible» a «lo real», resulta ser aquello lo más inmediata y auténticamente real que cabe pensar. La posibilidad tiene aquí, en efecto, un rango metafísico de plena «actualidad», pero no porque quede absorbida, y en definitiva negada, por la «realidad» -como en la vieja tesis megárica de Diodoro Cronos, o en las modernas de Bergson o de Hartmann-, sino justamente al revés; porque la realidad primaria y plenamente «actual», gracias a su consistencia intrínsecamente tempórea, está hecha de «posibilidades». Y lo posible es para nosotros «actual» porque no hay más posibilidades concretas que las efectivas -esto es, las capaces de producir efectos- o, para expresarlo con otro término que prefiero, las «instantes». Hay también, ciertamente, posibilidades abstractas -de las que nos ocuparemos después con alguna expresión-, pero estas presuponen esencialmente las primeras, es decir, las concretas o actuales, y de ellas reciben su sentido. Y ello resulta ser así por el hecho de que nuestro concepto de posibilidad no se relaciona ya primaria o directamente con el ser, sino con el hacer. Para nosotros las posibilidades son, ante todo, posibilidades de acción, haceres o quehaceres posibles. Este es su sentido fundamental y, por decirlo así, más real (al revés de lo que piensa Hartmann). El concepto de «posibilidad» ha sido, así, trasladado a otro plano o nivel metafísico, reducido -como los demás conceptos básicos de la ontología clásica, y especialmente los «modales»- a este nuevo punto de vista que es el de la vida entendida como «realidad radical». Y entonces resulta que no se puede hablar de posibilidad primo sensu si no es con referencia concreta a esta o la otra vida humana y en esta o aquella determinada situación. El concepto de «posibilidad» queda así dinamizado (en un sentido muy distinto del de Leibniz): no hay -repito- más posibilidades «efectivas» que las capaces de producir «efectos», y estas son siempre posibilidades «actuales» de acción o de elección; «actuales» implica aquí que han de actuar o «funcionar» precisamente como instancias2, y que han de hacerlo «circunstancialmente», esto es, dentro de una vida concreta y real, hic et nunc. Los otros sentidos de la posibilidad -los asumidos por la metafísica más o menos idealizante o perfeccionista del pasado-, a saber: la posibilidad «pura» o «intrínseca», o bien la posibilidad real o «extrínseca», referida a lo procesual, pero en el sentido «naturalista» cuyo modelo quedó prefijado en la noción aristotélica de la potencia; o bien, la «posibilidad», «categorizada» y «trascendentalizada» en el sentido kantiano; o, en fin, la posibilidad real o virtualmente eliminada en aras de una «actualidad» o «efectividad» pretendidamente primaria (en las formas antiguas o modernas arriba indicadas); todos esos sentidos de la «posibilidad», digo, dentro de nuestra posición, o bien desaparecen, o bien se modifican esencialmente, o bien se conservan, pero en un plano de «realidad» secundario, y aun «terciario» o «cuaternario» (así, por ejemplo, en el caso de los «puros posibles»). En rigor, dentro de nuestras coordenadas metafísicas, todos los aspectos modales del ser de la ontología tradicional cambian radicalmente de sentido (empezando por que ya no son «del ser»): así, la noción de «necesidad» orienta su significación primaria hacia las nociones, por un lado, de «libertad», y, por otro, de «indigencia» (frente a la clásica «suficiencia» ontológica del ser sustancial), y la de «contingencia», hacia lo más positivo y real del acontecer y del hacer3. En cuanto a la «posibilidad» misma, su concepto se trueca en el de la «realidad» y «actualidad» o «efectividad» de la vida, entendida como conjunto concreto y finito de posibilidad («repertorio» o «teclado», en la terminología orteguiana) -«elenco» o «campo» suelo yo llamarlo también-, variable en cada momento, y al que, por ser siempre limitado, quizá el nombre que más propiamente le cuadre sea el de «horizonte», término que encierra las dos notas semánticas que mejor reflejan el modo efectivo de ofrecerse las posibilidades, esto es: la presencia -instancial- y la necesaria limitación o finitud. El «campo» de posibilidades, en efecto, se identifica en cada momento con el «horizonte temporal» de la vida. Resulta entonces que «la posibilidad» son siempre «las posibilidades» -y este plural es esencial, como veremos-, o mejor, mis posibilidades actuales, y que estas dependen de los dos términos funcionales del vivir: yo y mi circunstancia (lo que confirma una vez más nuestra primera tesis: que la vida es una realidad, aunque compleja -y justamente la radical).

Esta nueva elaboración del concepto de «actualidad de lo posible» -de tan rancia prosapia aristotélica- nos permite expresar, en los antípodas de Aristóteles, la intuición del nuevo orden metafísico en que estos aspectos modales de la realidad en verdad funcionan, perdiendo aquel concepto su carácter paradójico, por cuanto «posibilidad» y «actualidad», como decíamos al principio, no son ahora términos opuestos con ningún género de oposición, sino solamente «respectos», o mejor aún, «funciones» de la realidad inmediata. La misma realidad funciona a la vez como «actualidad» y como «posibilidad», puesto que en rigor no hay más genuina «actualidad» que la de lo «posible». Y esto se refiere -repito- a la vida misma, y, por tanto, a sus dos ingredientes esenciales e inseparables, es decir, no solo a mí, sino también a las «cosas» de mi «circunstancia», con las que tengo que hacer mi vida. Las llamadas «cosas» reales, en efecto, como «realmente» funcionan -es decir, como lo hacen en su más prístina y originaria «realidad»- es justamente como posibilidades. En ello consiste su ser-para, su «ser pragmático» o «instante», es decir, servicial o deservicial, facilitante o dificultante: son, pues, primariamente, «posibilidades» -o instancias-, y, por lo pronto, siempre y de modo inmediato, posibilidades de interpretación. Vivir es tratar con las cosas, y ese trato con ellas es necesariamente interpretativo -de ahí su ser-como, complementario de su ser-para-. Las interpretaciones se suceden, y muchas de ellas se sedimentan, se ordenan en capas. Lo que en nuestras lenguas occidentales llamamos «cosas» -o los vocablos equivalentes- no son sino esas formaciones sedimentarias o estratificaciones interpretativas, que posibilitan otras nuevas e historizan radicalmente el mundo. Pues no hay, en efecto, interpretaciones definitivas, fijadas de una vez para siempre, sino que cada una -o cada «capa»- abre la posibilidad de otra u otras, constituyéndose en fundamento o base suya. Lo que actualmente, nos-es el mundo, o cualquiera de sus «contenidos», funda lo que puede sernos. Y viceversa: cuando hablemos del «horizonte» de las posibilidades, ese horizonte no puede ser otro que el «mundo» o conjunto orgánico de ellas, entendido como mi «circunstancia», es decir, el «cerco» de «instancias» que en cada momento me rodea. Ahora bien, lo que llamamos «instancia» no es sino la posibilidad concreta de cada momento (que por eso es propiamente «instante» -vid. la nota 2-), en cuanto me «insta» a hacer algo en-vista-de ella, es decir, de ella en su contexto completo -que incluye, como sabemos, el convoluto entero de posibilidades y mi versión proyectiva hacia ellas-. Y como ese hacer no nos está fijado, sino que hemos de decidirlo o resolverlo nosotros, resulta que toda posibilidad concreta lo es, en principio y primariamente, por ser elegible o decidible, esto es, por su carácter «disposicional», por su «estar a disposición». El que este rasgo sea el más propio y fundamental de las posibilidades concretas o efectivas, nos permite distinguir desde ahora dos sentidos del término «posibilidad» o dos tipos de posibilidades: primero, las posibilidades concretas, que podemos llamar también «disponibilidades», y que varían de un momento a otro, de una situación a otra; segundo, las «posibilidades» permanentes, y más o menos abstractas, que son ya «posibilidades de posibilidades» o posibilidades en segunda potencia -de las que hablaremos luego-. (Otras distinciones que podrían hacerse, desde otros puntos de vista -pero que ahora nos interesan menos-, son, por ejemplo: posibilidades de acción o hacer propiamente dichas, o posibilidades complejas -ejemplo: salir a dar un paseo- y posibilidades componentes de las complejas, coadyuvantes o permisivas; ejemplo: mi cuerpo y sus movimientos, mis aparatos psíquicos, la puerta de mi casa, la calle o el sendero, etc., que, en cuanto «posibilitan» el paseo, son también «posibilidades de posibilidades», pero en otro sentido. Por el momento, no nos ocuparemos de esta distinción, y volveremos a la primera). Las posibilidades en el primer sentido, las «disponibilidades», pues, varían constantemente, decimos, en el sentido del radical dinamismo de la vida. De ahí que a estas posibilidades las podamos llamar también «transeúntes». De las segundas, en cambio, decimos que son «permanentes» (ejemplos: muerte, falsificación o autentificación de la vida, interpretación, dinamicidad de las «disponibilidades», etc.). Es evidente que la significación del término «posibilidad» cambia en este nuevo uso, refiriéndose, no ya a «disponibilidades», sino a algo que puede suceder con estas -por ejemplo, la propia posibilidad permanente de que las disponibilidades que hay ahora no las haya después-. Las «posibilidades permanentes» serán, pues, las formas en que pueden «darse» o «hurtarse», disyuntivamente, las no permanentes, es decir, las «disponibilidades» -y este carácter «formal» indica ya su índole genérica, frente a la singular o concreta de las «transeúntes»-. Son, así, como decía, posibilidades en segunda potencia; y son abstractas, porque, en efecto, designan grandes «primalidades» de la vida humana (que debe investigar la teoría analítica de la misma); y, en la medida en que todas esas primalidades emanan de, o se relacionan directamente con la estructura fontanal de la vida humana que llamamos libertad, participan de alguna manera de la radical necesidad de esta4. Todas estas «posibilidades» se pueden reducir a dos grandes órdenes -positivo y negativo, respectivamente-: el del logro y el del malogro de la vida, riesgo y promesa constitutivos de ella, reductibles, a su vez, a posibilidad permanente de pérdida (riesgo) o de ganancia (promesa) de «disponibilidades». Pero también esta pérdida o ganancia -como he intentado probar en otro lugar- puede reducirse, en última instancia, a una pérdida o ganancia de tiempo. No puedo detenerme ahora a exponer, ni siquiera a formular, la tesis de la coincidencia -y en cierta medida incluso de la identidad entre «tiempo» y «posibilidad» (tesis que constituyó el tema de uno de mis cursos en la Universidad de Puerto Rico). Me limité a señalar que, cuando se piensan a fondo estas nociones, y esto quiere decir trasladándolas desde el ámbito metafísico de referencia del ser al del vivir, tal coincidencia e identificación se hace patente en cualquier perspectiva temática que las implique. Y encontramos la razón de ello en el hecho de que, en este nivel de intelección de la realidad misma, que es el verdaderamente originario, el efectivamente vivido, «tiempo y «posibilidad» aparecen «personalizados» y, por tanto, esencialmente adscritos a un ámbito posesorio: el de la vida concreta que constituyen; son siempre precisamente mi tiempo y mis posibilidades, irreductibles a los de cualquier otro «quien». Y al intentar exprimir el sentido de ese posesivo, encuentro que ese tiempo es mío justamente por ser aquel del que yo «dispongo», el de mis «disponibilidades» o «posibilidades» concretas, las cuales constituyen siempre una «constelación», figura, «melodía» o «campo» distintos y no transportables a los de cualquier otro «quien». No importa que grandes espacios de cada «constelación personal» se hallen invadidos por estructuras tempóreas o posibilitarias comunes, con-vividas o com-partidas (a la manera como Ortega dice, en El hombre y la gente, que con el mundo mío se articula siempre un «mundo objetivo o común»). (Incide aquí el problema de lo intervivido, que involucra, entre otras cosas, toda la problemática de lo «social», comunal o «mostrenco», y que no podemos ahora ni rozar). Volviendo, pues, a la idea de ese «horizonte» concreto, e incanjeable, de mis posibilidades o «disponibilidades», hay que decir que estas no se ofrecen en la forma de un mero conjunto homogéneo, sino -como ya ha sido apuntado- en la de una configuración orgánica, compleja y dinámica, que refleja o traduce la complejidad y dinamismo radicales de la vida misma. En suma -y para abreviar-: que las posibilidades (en cuanto «disponibilidades») funcionan sometidas a una especie de legalidad propia, legalidad que refleja comportamiento o «dinamoestructuras» primarias de la vida humana y que, por tanto, marca las conexiones o articulaciones básicas entre las posibilidades transeúntes y las permanentes. Formularé a continuación (con una formulación, desde luego, provisional, y lo más resumida y escueta posible) las que considero principales leyes de ese comportamiento de las posibilidades concretas o transeúntes:

1.ª Ley del «campo».- Puede enunciarse así: las posibilidades se ofrecen siempre constituyendo un campo («elenco», «repertorio», «horizonte», etc.) Esto significa:

a) Que las posibilidades tienen que ser siempre varias -más de una-, pero, a la vez, limitadas -no infinitas. (Dentro de nuestra óptica metafísica, en efecto, las expresiones «una sola posibilidad» e «infinitas posibilidades» son verdaderas contradictiones in terminis, pues ambas implican la negación del supuesto mismo de la existencia de posibilidades o «posibilidad» matriz, a saber: la libertad -como después explicaremos-). Esa pluralidad y esa finitud «delimitan» en cada caso el campo u horizonte y fundan la finitud de la vida.

b) Que la disposición (y la «disponibilidad») de las posibilidades se ofrece en forma compleja, configural, orgánica, interdependiente -pero entendiendo todas estas nociones en el sentido dinámico y funcional exigido por el carácter instancial de la «obligación». Solo en virtud de esta disposición estructural («dinamo-estructural») se puede hablar con propiedad de un «campo».

c) Que la especificación más precisa de esa dinamoestructura es la de una «perspectiva», con todo lo que este concepto comporta. (Doy por supuesto el conocimiento de esta complicadísima noción, acaso la que mejor interpreta La realidad misma de la vida humana -al menos, en el pensamiento de Ortega, como he sostenido y documentado en mi libro Perspectiva y verdad). Ese carácter «perspectivo» del campo implica, por ejemplo, la ordenación en «profundidad» de las posibilidades, el que haya posibilidades «remotas» y «próximas» -sin que por ello pierda ninguna de ellas su «actualidad», bien entendido-, su organización «jerárquica», etc.5

2.ª Ley de la solidaridad completa de las posibilidades.- Dice así: La reducción a necesidad de una sola de las posibilidades de un campo anularía automáticamente el campo entero. O, enunciada en otra forma: el carácter de posibilidad -como «disponibilidad»- es siempre y sin excepción (por tanto, esencialmente) solidario: no puede eliminarse ese carácter en una de las posibilidades -mediante su conversión en «necesidad»- sin que simultáneamente quede eliminado en las demás que con ella formaban el campo, produciéndose así, por tanto, la anulación completa del mismo. (Es lo que sucedería en el caso límite -solo hipotético, pues que fue declarado contradictorio en la primera ley- de reducción del campo a «una sola posibilidad», por ser esta la expresión de la más enteriza «necesidad». Esta segunda ley viene, pues, a corroborar drásticamente la primera, en el respecto indicado).

3.ª Ley de la apertura y obturación.- Toda posibilidad «realizada» abre inmediatamente otra u otras, y, al mismo tiempo, cierra, obtura o elimina también otra u otras; por consiguiente, modifica el campo, en una pluralidad de sentidos; cuantitativamente, cualitativamente, estructuralmente, axiológicamente, etc.

4.ª Ley del angostamiento progresivo del campo.- (Puede considerarse como un corolario de la anterior). El campo de posibilidades, en condiciones normales, se va estrechando gradualmente a lo largo de la vida. (Este angostamiento constituye una significada «posibilidad permanente»). En el límite, la angostura culmina en la muerte -reducción del campo a cero. (Esta reducción progresiva del campo coincide estrictamente con la del tiempo de la vida, llegando a cero cuando también el tiempo es cero -nueva comprobación de la identificación de «tiempo» y «posibilidad»).

5.ª Ley de la «respectividad» o concreción.- Si, como decíamos, toda posibilidad -en cuanto «disponibilidad»- implica la libertad es claro que complica también una «voluntad» o capacidad de elección, un dispositivo decisorio y, naturalmente, las implicaciones de este (entre ellas, esencialmente, un «pensamiento» como capacidad propositiva y deliberativa). Toda posibilidad envuelve, pues, varias «respectividades»: la del alguien capaz de ser instado por ella y, por ende, de elegirla o declinarla; la del momento instancial (o «instante» temporal preciso) en que «actúa»; la de un en o dentro de tal situación determinada; la del campo concreto de que forma parte y, por tanto, la de sus relaciones con las demás posibilidades que integran dicho campo, etc. En definitiva, todas estas respectividades y concreciones son resultantes de la radicación de toda posibilidad en el ámbito metafísico de la vida humana, y es este peculiar ámbito, complejo por antonomasia, el que asume y concreta la trama entera de las susodichas respectividades. (Las leyes siguientes remiten directamente al mismo hecho).

6.ª Ley del dinamismo del campo.- En todo momento, una de las posibilidades del campo está siendo elegida, y una también está siendo realizada. Pero esto significa -según la tercera ley- que todo campo de posibilidades está en continua mutación y transformación, es decir, que es un campo vivo.

7.ª Ley de articulación con los «campos pragmáticos».- El campo de posibilidades de cada momento se configura a través de diversas formas de conexión y articulación con las grandes «arquitecturas de servicialidad» o «lados de la vida» que Ortega descubrió y denominó campos pragmáticos (en El hombre y la gente6). Ello complica peculiarmente la estructura del campo de posibilidades.

8.ª Ley del condicionamiento de las posibilidades por las necesidades.- Las posibilidades van siempre, por así decirlo, «flanqueadas» por dos «necesidades», se insertan entre ellas o «viven» de ellas, a saber: a) la necesidad de hacer algo (primer dato inmediato o radical de la vida) en todo momento, y b) la necesidad de elegir, también en todo momento, ese hacer (tercer dato) -en función de un esquema proyectivo. Entre ellas se inserta (como segundo dato) el campo de posibilidades, que, justamente por constituirse en el seno de esa tensión necesitaria, reciben de ella su formal especificación de «posibilidades optativas o de elección» y «posibilidades de hacer». Pero, además del flanqueamiento de las posibilidades por esas dos «necesidades» (a parte mei), la ley de su constitución exige también su esencial condicionamiento por la necesidad de lo «fáctico», a parte circumstantiae, y es en función de este como primordialmente se acusa su carácter de «disponibilidades».

Estas son las «leyes» más importantes que creo menester formular -repito, con formulación provisional y sinóptica- como expresión del comportamiento regular de las posibilidades concretas o transeúntes.

Sin pretender tampoco abordar ahora formalmente la cuestión, sino solo a título de orientación para un tratamiento «en forma» de ella, indicaré a continuación los más notorios comportamientos básicos de las «posibilidades» permanentes:

1. Son, como ya sabemos, «posibilidades» en un sentido distinto que las «disponibilidades»: estas son posibilidades justamente en tanto que son elegibles y, por ende, no necesarias, mientras que las permanentes, por el contrario, lo son en cuanto condicionan a las primeras como cosas que les «pueden» pasar, y este «pasarles» puede alguna vez y en alguna medida depender de mi elección, según la coyuntura concreta, pero su función necesaria en la vida -en el darse o negarse, en la «oblación» u «objeción»7 de las «disponibilidades»- no depende de ella (de mi elección, digo), evidentemente, es decir, que no son elegibles. No habría inconveniente, pues, en admitir -pese al aspecto paradoxal de la expresión- que son posibilidades necesarias, o necesidades posibilitarias. Hemos visto un ejemplo de ellas en la 4.ª ley de las posibilidades transeúntes -la del «angostamiento progresivo del campo». Si nos la representamos, advertiremos claramente su carácter «compulsorio» o no optativo. Y lo mismo sucede con todas las demás. Habría un «ejemplo» aún más contundente, pero es justamente aquel que ya no podría servir como tal, por tratarse de un unicum entre las posibilidades permanentes, y aun entre las posibilidades a secas -es decir, permanentes y no permanentes-, pues precisamente la que confiere a todas ellas su carácter de «posibilidad», y por eso la podemos llamar la posibilidad matriz. Se trata, en efecto, de la posibilidad permanente de elegir -se entiende, entre las disponibilidades-, que aparece en la ley 8.ª y que llamábamos allí -porque efectivamente lo es, y en el sentido más fuerte de la palabra- una «necesidad», sin que ello obste a su carácter de «posibilidad» en este segundo sentido. Todo «hacer» es, en efecto, una «posibilidad» de la vida -de alguna vida-, y elegir o decidir es un cierto hacer, sí, pero un hacer sui generis, peculiarísimo, el único al que, sin dejar de ser específicamente humano -más aún: siendo el más específicamente humano- no le conviene propiamente el nombre de «quehacer» -que es común, y adecuado, a todos los demás-, o le conviene en otra forma o sentido, por ser él, precisamente, el requisito básico de todo quehacer; no es tanto, en efecto, algo por hacer, cuanto lo que en todo momento se hace o se está haciendo: es el hacer presente por excelencia. Pues bien, esta «posibilidad» del elegir o decidir, exclusiva de la vida humana, es radicalmente condicionante, en efecto (en el más estricto sentido del sine qua non), con respecto a todas las demás posibilidades. Es, pues, la posibilidad primera o primaria, originaria, fundante o fundamental, por cuanto posibilita todas las demás, por cuanto entra en la constitución formal de todas ella. Pero claro es que esa «posibilidad» es, a la vez y por lo mismo, la más primaria y absoluta necesidad: en rigor, la única necesidad absoluta. Es la que suelo llamar la «necesidad de la no-necesidad» -es decir, la necesidad de la libertad. Y ya sabemos que es ella la que, en este nivel último, convierte a todas las demás necesidades humanas (incluidas, claro está, todas las demás «posibilidades permanentes») en necesidades libres, quedando ella, en cambio, como la única entre todas en que no cabe elección (pues aun si elijo dejar de vivir, tengo precisamente que elegirlo), la única, pues, constitutiva y absolutamente irrenunciable: se puede -y se tiene-, en efecto, que elegir entre cualesquiera haceres, pero con exclusión de uno, a saber, el «hacer» que es precisamente el propio «elegir»; no se puede, efectivamente, elegir entre «elegir y no-elegir». Cuando decíamos, pues, hace poco, que las posibilidades permanentes no son optativas, y por eso se pueden considerar como «necesidades», hay que entender esta expresión como referida al plano o nivel de la vida ya asumida, y, por tanto, en el sentido ya descrito de «necesidades libres», esto es, condicionadas por esa previa decisión asuntiva de la vida: «si» decido vivir, entonces -esto es, precisamente a partir de esta «decisión» (no antes)- las posibilidades permanentes aparecen como no optativas, por tanto, como «necesidades». Pero no lo son «en términos absolutos», es decir, referidas a la elección o decisión asuntiva misma de la vida, en la que van involucradas. (No entraré en la cuestión de si la asunción de la vida constituye o no una decisión expresa, efectiva. Pienso que, por lo menos, va implícita en toda decisión particular que no sea la de dejar de vivir -y no puedo, como es obvio, dedicarme aquí a fundamentar esta opinión, aunque sus razones no dejarán de transparecer para cualquiera que esté algo familiarizado con el cuadrante filosófico en que nos movemos).

Hablando con todo rigor, pues, habría que decir que la posibilidad matriz, por un lado, y el resto de las posibilidades permanentes, por otro, constituyen ya dos «órdenes» distintas de posibilidad, dos niveles posibilitarios de distinta profundidad. Pero diríamos que la absoluta necesidad de la posibilidad fontanal comunica algo de ese su carácter necesario a las posibilidades permanentes que inmediatamente fundamenta, estableciendo con ello, ya en ese nivel post-asuntivo de la vida, el contraste entre la no-elegibilidad de las posibilidades permanentes y la esencial, constitutiva elegibilidad de las «disponibilidades».

2. Las aclaraciones precedentes muestran en su justo relieve el carácter de estas que llamamos «posibilidades permanentes». Su permanencia se debe a que constituyen verdaderas «primalidades» de la vida humana, y, como tales, se puede decir también que son «abstractas» y que solo se concretan, justo, en el suceder de las posibilidades transeúntes o disponibilidades (o a través de él). Pero, bien entendido, su ser «abstractas» no quiere decir que no sean muy «reales»: lo son en el sentido y en el «plano» de realidad en que lo es todo lo que la teoría analítica de la vida humana descubre de ella. Por esa su necesaria referencia a las disponibilidades -cuyas formas «oblacionales» y «objecionales» constituyen- las hemos llamado también «posibilidades de posibilidades» o «posibilidades en segunda potencia», pero solo en ese sentido -quiero decir que ello no les resta nada de su «primalidad».

3. La posibilidad matriz, en virtud de ese su carácter absoluto, es también un unicum por no admitir un «más» o un «menos», en cuanto a la «gradualidad», ni tampoco un signo «más» (+) o un signo «menos» (-) en el sentido de la «polaridad» (es decir, de la «positividad» o «negatividad»); lo primero, de modo terminante, o simpliciter, y lo segundo, por lo menos, en el mismo sentido en que, no solo lo admiten, sino que lo exigen las demás posibilidades permanentes (después me referiré por separado a esas dos propiedades de estas). Claro que se puede hablar de una «significación» positiva o negativa, según los casos, de la necesidad de la libertad, en cuanto que en ella puede acusarse más o menos -es decir, predominantemente- uno u otro de sus dos aspectos: el «necesario» o el «libertario»; o, lo que es lo mismo: en cuanto que en ella puede acentuarse más o menos el aspecto de la gravedad o pesadumbre de la vida o, por el contrario, el de su alacridad; dicho todavía de otra manera: según se viva la libertad como poder, albedrío o señorío, o bien como sino o condena: dos temples vitales (depresivo o exaltativo, respectivamente) que constituyen también otras tantas «posibilidades permanentes» originadas en la de la elección necesaria. Pero justamente en cuanto se originan en ella, ya no son ella, ni siquiera -como podría pensarse- «formas posibles» suyas, sino que son otras posibilidades, precisamente, como digo, «derivadas» de ella (o «fundamentadas» en ella).

4. Podríamos decir que las posibilidades permanentes juntamente con las disponibilidades constituyen el orden metafísico de la presencia, pero operando en él con formas y funciones muy diferentes. El «campo» de posibilidades (disponibilidades) es siempre necesario, ciertamente, pero su contenido concreto varía constantemente, como corresponde a la «razón formal» de las posibilidades transeúntes, que es, como ya sabemos, su elegibilidad. En cambio, las posibilidades permanentes son «permanentes», justo, por no ser elegibles y por consistir su esencia misma en posibilitar las disponibilidades y en traducir las grandes estructuras de su variación -y ello no solo en cuanto a la amplitud del campo, sino también en los demás respectos de su constante modificación, señalados en la 3.ª ley de las disponibilidades. Ello precisa el sentido de su permanencia, a saber: que cada una de ellas -o su contraria, más o menos- necesita estar funcionando u operando siempre.

5. No obstante, y con la gran excepción ya señalada (la de la necesidad de la libertad en ejercicio), estas posibilidades funcionan o se dan -según apuntábamos ha poco- como magnitudes variables, en un sentido «escalar» o de gradualidad. Son, pues, «constantes variables» -valga la paradoja-: la «constancia» se refiere a su presencia como tal, que nunca puede faltar; la «variabilidad», al grado, por así decirlo, en que se dan (gradación que no hay que confundir con la polaridad, de que hablaremos ahora) y que nunca puede llegar a un punto cero, pues ello significaría la cesación de la vida misma, justamente por falta total de disponibilidades. Es lo que sucede precisamente con la muerte, un caso de posibilidad permanente también excepcional, como el de la «necesidad de la libertad», pero justo en sentido opuesto: en ella, en efecto, coincide la llegada al punto cero (de las disponibilidades) con la realización de la posibilidad, y, por tanto, con su desaparición como tal posibilidad. Pero precisamente esa desaparición coincide con la de la vida misma. (Esta «gradualidad» de las posibilidades permanentes responde al hecho básico -o lo «interpreta», como se prefiera- de la vida humana que Ortega expresaba diciendo que todo lo específicamente humano se da en «magnitudes escalares»).

6. Las posibilidades permanentes (siempre con la excepción señalada), además de esta «gradualidad», tienen «polaridad», es decir, tienen un signo «más» (+) o un signo «menos» (-), son «positivas» o «negativas». Y así como antes decíamos que no hay un punto cero en la gradualidad, decimos ahora que no hay un punto neutro en la polaridad. Esta se organiza sobre dos «coordenadas» de ella que podemos llamar fundantes, a saber: las correspondientes a la doble ordenación de la pérdida o la ganancia de las disponibilidades, que, como sabemos, es traducible en la de la pérdida o ganancia del tiempo, o en la del logro o malogro de la vida. La referencia directa a ese doble orden polar constituye las dos posibilidades permanentes básicas (en el nivel postasuntivo de la vida) que hemos llamado riesgo y promesa. La presencia de la «escalaridad» (o «gradualidad») y de la «polaridad» indica que nos encontramos aquí, evidentemente, con un orbe de «haber» de tipo axiológico, es decir, con relaciones o contenidos de valor. Y, en efecto, la inserción de esas dos «coordenadas» básicas o fundantes en la dimensión del tiempo vivo es la que les confiere esa condición axiológica. He dicho en otra parte que, a diferencia del tiempo vacío objetivo, físico o cósmico, que es «mensurable» en forma ordinaria -y por ello «numerable», como ya pensaba el viejo Aristóteles-, el tiempo lleno de la vida o tiempo vivo solo lo es en relación con «magnitudes de valor» (que, por ser cualitativas e intensivas, no son -en principio o en esencia- «numerables»). (Este hecho nos hace entrever la perspectiva de una posible fundamentación de la axiología sobre esta base de la temporeidad concreta como el origen metafísico, o, por lo menos, como el horizonte metafísico de la valiosidad como tal).

7. Como ejemplos de estas posibilidades permanentes polares -y, por tanto, en conexión o correspondencia esencial con las de la promesa y el riesgo- citaré las siguientes (algunas ya mencionadas antes):

  • - autenticidad y falsificación;
  • - plenitud y vacío de la vida;
  • - felicidad y desdicha;
  • - alacridad y pesadumbre;
  • - hacendosidad (lo que hacemos) y pasividad (lo que nos pasa);
  • - esperanza y desesperanza (in extremis, desesperación);
  • - seguridad (con sus formas de orientación, creencia, fe...);
  • - inseguridad (con sus formas de perdimiento o desorientación, duda, descreimiento...);
  • - salvación y perdición, etcétera.

8. Por todo lo dicho, se ve claramente que en las posibilidades permanentes entra en juego no menos que la vida entera. Su «área de implicación», o el ámbito de realidad sobre el que operan, es, pues, la realidad radical: podemos decir que la «informan», es decir, que constituyen sus condiciones «formales» primarias, «categoriales» -por lo que las he llamado «primalidades». Estas grandes estructuras primarias tienen, así, el sentido de posibilidades metafísicas de la vida humana, entendidas en cuanto funciones básicas o esenciales de la misma (tratándose de la vida, como ya sabemos, todo lo «estructural» es al mismo tiempo «funcional», es decir, todas sus estructuras son «dinámicas»- por lo que me he permitido proponer, aunque no me gusta, el neologismo «dinamoestructuras» para designarlas). Y la manifestación concreta de estas «funciones», su funcionar real y efectivo, se produce en el juego o suceso incesante de las posibilidades transeúntes o «disponibilidades» -es decir, en su «suceder» individual hic et nunc-, que por eso constituyen la «actualidad de lo posible», esto es, la actualidad inmediatamente «real» del vivir mismo, de mi vivir, en cada uno de sus momentos o «instantes». Por eso, si de las posibilidades permanentes decimos que son las grandes «funciones metafísicas» de la vida, de las posibilidades transeúntes podríamos decir -con figuración de sentido, por supuesto, y si no se malentiende la expresión, puesto que estamos tan lejos de todo «sustancialismo»- que son su «sustancia» misma, es decir, su contenido o su médula.

Todo este boceto de teoría de la posibilidad -quiero insistir en ello, para terminar- no se entendería en absoluto sin su entera referencia al hecho capital de que la vida es constante decisión de sí misma, o, lo que es equivalente, constitutiva e inexorable libertad. De esta última, radical y absoluta necesidad del vivir, operando dentro de la concreción de las relativas «necesidades brutas» que integran el llamado «destino», en el sentido de sino o fatalidad -circunstancia concreta, situación, vocación, dotes o defectos, aptitudes o ineptitudes, azar, etc.-, brota en definitiva la estructura entera de lo posible y su dinamismo peculiar. Quiero señalar también que este esbozo de teoría atiende, si no exclusiva, sí principalmente, a solo una de las dos vertientes del asunto. Quiero decir: en esta exposición he procurado que quede claro que, ya en el nivel de la vida asumida, la acepción originaria y más propia de la «posibilidad» es la de los haceres míos posibles con las «cosas» respondiendo a sus «instancias» y a mis «proyecciones». Sin embargo, el término «disponibilidades» nos ha venido remitiendo preferentemente a las instancias -es decir, a lo que las posibilidades tienen de tales. Sería menester ahora, para completar el bosquejo, un segundo ataque al tema variando el punto de vista de modo que la atención preferente se dirigiese a «mis proyecciones». Como no hay espacio para ello -pues requeriría una extensión no menor que la de lo ya expuesto-, nos abstendremos de su inserción aquí. Debo decir, no obstante, que para el concepto estricto de «posibilidad» lo fundamental queda apuntado ya en estas páginas.





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