Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  —136→     —137→  

ArribaAbajo5. Reflexiones en torno a ciertos «contenidos formantes» en la novela del exilio

Hablar de la novelística del exilio como de un corpus literario con características propias no implica, de ninguna manera, establecer una ruptura con el resto de la producción narrativa latinoamericana del entorno cronológico en que ubicamos la novela del exilio (aproximadamente 1950-presente). Ésta es parte de aquélla, y como tal, incorpora una serie de preocupaciones e innovaciones técnicas que la crítica asocia con «la nueva novela hispanoamericana», entre ellas: invención y creación verbal constantes; cuestionamiento de la supremacía del narrador; experimentaciones a nivel temporal, con la incorporación de procedimientos cinematográficos en la estructuración narrativa; atomización y diversificación del punto de vista; preponderancia de la forma abierta de la novela y tendencia a la multivocidad y a la obscuridad136.

Sin embargo, la proyección literaria de un hecho extraliterario común a todo un conjunto de novelas (id est, el que la obra fuera concebida y publicada en el exilio), cuya manifestación a nivel temático lo analizamos en el capítulo anterior, invita por lo menos a un estudio crítico separado. Mientras en dicho capítulo aislamos para su estudio algunos motivos recurrentes en base a lo que podríamos llamar su carácter «cuantitativo», su presencia repetitiva y dominante, dentro del mundo ficticio, en éste concentraremos nuestro análisis en el aspecto «cualitativo» de algunos elementos del contenido -no necesariamente temáticos- en lo referente a su función estructuradora del discurso narrativo. Se trata de «contenidos formantes» de origen y alcance heterogéneos: unos directamente asociados con un núcleo temático   —138→   específico; otros más relacionados con la situación de exiliados de sus autores; y aún otros cuya presencia parece obedecer a un tiempo a razones de índole temática como a influencias de carácter vivencial y contextual.

Recordemos que la novela paraguaya del exilio tiene ya más de tres décadas de vida. Prácticamente toda ella se ha desarrollado en la Argentina. Es lógico entonces esperar que las «circunstancias» que a lo largo de ese período han rodeado a dicha producción, no sean muy diferentes de las que también rodearon y tuvieron su influencia en el entorno literario rioplatense de esos años. Siendo Buenos Aires uno de los mayores centros editoriales del mundo de habla hispánica, no resulta muy difícil deducir de que allí lleguen, con celeridad, tanto las nuevas corrientes filosóficas como las innovaciones y experimentaciones literarias del viejo y del nuevo mundo. Las traducciones de las obras de Sartre -que a fines del cuarenta y durante los años cincuenta invaden el mercado literario argentino- producen su explicable impacto, tanto en un gran número de escritores argentinos como también en Roa Bastos y Gabriel Casaccia que escriben varias obras en esos años. La influencia sartriana es mayor y más obvia en este último, cuya novelística toda demuestra que «l'enfer c'est les autres» y que de dicho infierno no hay salida posible. Pero también está presente el existencialismo sartriano en la percepción roabastiana de la vida como lucha diaria, en la idea de que cada cual debe llevar su cruz hasta el final del camino, en la actitud de los Jara que encontramos en las páginas de Hijo de hombre.

Más recientemente, la influencia de la nueva crítica francesa -con su énfasis en la «escritura» como elemento esencial del texto y su cuestionamiento del valor y de las limitaciones de la palabra como «signo»- se hace visible primero a lo largo de las páginas de Yo el Supremo, para ser confirmada después en un artículo que sobre su propia obra escribe Roa Bastos137. El elemento generador de Yo el Supremo es un pasquín que aparece clavado en la puerta de la catedral y donde, imitando la letra del dictador, se especifican ciertas órdenes a ser ejecutadas después de la muerte de aquél. Dicho pasquín abre la novela cuyo escrutinio en busca del autor de ese mensaje constituye el objetivo básico del narrador-protagonista durante el resto de la obra. Esa tarea de buscar al autor del pasquín, de investigar la causa generatriz que se cree manifiesta u oculta en el texto (exempli gratia, en las palabras escogidas, en la formación de las letras, en el grosor de los trazos lingüísticos...), parece cuestionar la idea de «centro» estructurador   —139→   como algo real, básico, unívoco -hipótesis central de trabajo dentro de varias tendencias del estructuralismo-, ya que no se llega a encontrar al autor del pasquín. De manera similar, el lector de Yo el Supremo no puede llegar a captar de las páginas de la obra a un único doctor Francia sino a una serie de visiones y versiones de dicho personaje que nos vienen dadas a través de los múltiples documentos insertados en el Texto, complementarios algunos, contradictorios muchos. Cada lector debe formar su propia versión y habrá tantas reconstrucciones del dictador como lectores tenga la novela. Yo el Supremo ejemplifica la idea de Jacques Derrida de que no hay una verdad absoluta en un texto dado, idea implícita en su negación de un centro estructurador absoluto. Según dicho crítico, no hay significado transcendental o privilegiado, y por lo tanto, el juego de la significación es infinito138. Hay una gran similitud entre esta idea del crítico francés y la práctica novelística que hace Roa Bastos en la obra arriba mencionada.

Tal vez el elemento contextual de mayor influencia en la configuración temático-estructural de la novelística paraguaya del exilio lo constituyan los escritores de la llamada «generación de parricidas» cuyas obras aparecen especialmente entre 1945 y 1955, y «cuyas características más salientes entonces eran» -como lo explica Rodríguez Monegal- «una actitud crítica frente a los valores consagrados, una necesidad de revisar el pasado y situar el presente en un contexto más polémico, una puesta al día del vocabulario político y poético, un 'compromiso' con la realidad argentina y la latinoamericana»139. En esas obras se encuentra, por ejemplo, el tremendo impacto que a todo nivel -y especialmente dentro del campo cultural- tuvo el régimen de Perón. Comenta John S. Brushwood que la producción novelística de dichos escritores «parricidas» revela un tipo de neorrealismo que trata de captar la realidad esencial, sin máscaras. Y agrega, el distinguido crítico, que la actitud revisionista por ellos asumida cuestiona tanto los conceptos convencionales de historia argentina como los estereotipos generalizados de argentinidad140.

Paralelamente, las obras de Casaccia y Roa también revelan dicha actitud revisionista con respecto a la historia nacional y a los patrones de paraguayidad en circulación. Y como la producción de la «generación de parricidas», la de los escritores exiliados manifiesta asimismo un tipo de neorrealismo dirigido hacia el descubrimiento de la realidad nacional tal cual es.

  —140→  

Todos esos elementos de contexto y de circunstancia histórica que rodean e influyen en el escritor argentino, también repercuten -naturalmente- en el escritor exiliado. De ahí que la incorporación de aquél al movimiento de renovación y experimentación novelística asociado con lo que la crítica denomina «la nueva novela latinoamericana» también implique, por lo arriba señalado, la incorporación del escritor exiliado a dicho movimiento. Estos hechos ubican a la novela del exilio dentro de la categoría mayor de la novelística latinoamericana contemporánea. Sin embargo, no nos proponemos aquí señalar los elementos técnico-estructurales que por caracterizar a la nueva novela también están presentes en la novela del exilio. Nos interesa aislar solamente ciertos elementos estructuradores presentes en la novela del exilio y cuya recurrencia dentro de las obras estudiadas nos parece lo suficientemente significativa como para ensayar un estudio separado.


ArribaAbajoGénesis versus espacios novelescos

Afirma Todorov que «la génesis [de una obra] es inseparable de la estructura, la historia de la creación del libro, de su sentido»141. Cuando Roa Bastos dice, con respecto a Hijo de hombre, de que «la lejanía de la patria me impuso el tema de esta novela, tema que había herido mi sensibilidad en los largos años de reflexión sobre mi tierra y sus problemas»142, cuando el mismo autor expresa un poco después, hablando de la orientación próxima de su obra, que el tema de la vida en el exilio se le «impone como una necesidad de expresión temática», o cuando Gabriel Casaccia declara que si no hubiera «optado por la emigración en 1935 después de la guerra del Chaco [...] todo hubiese sido distinto, tan distinto que otra hubiese sido mi creación, yo, y mi vida entera»143, ambos escritores nos están hablando de la génesis de sus respectivas obras. Creemos, con Todorov, que tanto la estructura como el sentido de cualquier obra literaria son inseparables de su génesis y de la historia de su creación, respectivamente. La novela del exilio no sólo ejemplifica esta correlación sino que cumple con un requisito que Jean Pouillon considera necesario en el género novelístico. «Aquí la forma debe resultar de una exigencia del contenido; es un molde que es moldeado y no que moldea», dice el crítico francés144. La selección de los espacios que conforman el escenario narrativo constituye   —141→   así un elemento estructural que está necesariamente relacionado con su temática.


ArribaAbajo«Espacios-cárceles»

En todas las novelas estudiadas abundan los espacios cerrados, los lugares que sofocan y oprimen, los ambientes limitados y limitantes. No se trata de una simple abundancia numérica coincidental. Dichos «espacios-cárceles» estructuran el material narrativo y a la vez constituyen una necesidad técnica en la novela del exilio, en cuanto canalizan hacia el lector ciertos motivos temáticos recurrentes: en este caso los relacionados con la dictadura y sus derivados (opresión, persecución, torturas, control totalitario, etc.). De manera literal o metafórica, los escenarios tienden aquí a ser «espacios-cárceles». De allí que gran parte de la «acción» esté dirigida a planear o intentar el escape. Y de allí también que el elemento descriptivo adicional (casas viejas y ruinosas, selvas infranqueables, lugares inhóspitos, elemento humano hostil y deshumanizado...) tienda a sofocar tanto a quienes están dentro (los varios personajes) como a quienes estamos fuera del mundo novelístico (los lectores).

En La Babosa el espacio geográfico y sicológico predominante es el del encierro. Aunque la narración se desarrolla básicamente de manera cronológica, ésta se da a lo largo de una serie de espacios interiores cuya nota común es su estrechez, su carácter opresivo, su calidad de «isla». La novela se divide en dos partes y en ambas sobresale la influencia asfixiante y anulativa que el medio físico ejerce sobre Ramón Fleitas, el protagonista de la novela. Empieza la primera parte con Ramón encerrado en su cuarto-oficina, instalado frente a su mesa de trabajo, tratando de continuar una novela que había empezado hacía un año, angustiado por «el enorme vacío que sentía dentro de sí» (p. 9), pero sin poder escribir una línea en esas hojas de papel que se le presentaban como un «muro blanco e infranqueable contra el cual golpease en vano la cabeza» (p. 10). Al final de esta primera parte Ramón se ve condenado a aceptar el único espacio físico que se le ofrece para vivir: las oficinas de los Brítez. Enterado del viaje de éstos a Asunción, Ramón le pide al doctor Brítez el uso de la casa durante su ausencia, a lo que éste responde que «sólo podía ofrecerle para vivir las 'oficinas', porque su mujer quería dejar cerrada la casa»   —142→   (p. 193). La segunda parte se inicia con Ramón instalado en dichas oficinas y termina con su apresamiento y encierro en un calabozo real primero, para luego ser destinado a otro pueblo-cárcel, peor aún que Areguá, ya que ahí el aislamiento era total.

El narrador lleva al lector consecutivamente de un espacio cerrado a otro para revelarle al final, desde su perspectiva visual totalizadora, que todos esos espacios están contenidos en un pozo mayor -dentro de un círculo a su vez cerrado- que es justamente Areguá, el escenario de la novela. Así nos lleva primero a la casa de Ramón, y en ésta nos ubica en su cuarto de trabajo. La narración gira en torno al sentimiento de impotencia y frustración que ese ambiente despierta en él. Pasamos luego a la iglesia, a la casa del párroco y a la de las hermanas Gutiérrez. Lo común y repetido en ellas es su «triste aspecto de abandono» (p. 33) y la impresión «de vejez y de pobreza» (p. 37) que causan. Todos los demás espacios que van apareciendo y que recurren en la novela uno tras otro -la casa del doctor Brítez, la tertulia del almacén de Teófilo Barrios, la oficina del suegro de Ramón, el mísero rancho de Willy Espinoza...-, contienen a su vez mundos concéntricos de desamparo y aislamiento. Si bien estos espacios cerrados entran a la narración como partes de un fresco expresivo, constituyen núcleos relativamente independientes, unidos entre sí por el contacto ocasional de los habitantes del pueblo en la tertulia, en el club, en la iglesia, o por medio de los chismes que lleva de casa a casa doña Ángela, la «babosa» del lugar.

El pueblo de Areguá es percibido en La Babosa como un microcosmos del área nacional. De allí que su caracterización en términos carcelarios constituya una doble metáfora: en primer lugar, de la situación general paraguaya captada en la novela, y en segundo término, de la condición humana universal, dentro de una lectura existencialista de la misma. Areguá es un espacio-cárcel. En ella sus habitantes se sienten atrapados y sueñan constantemente con abandonarla. Empezando por Ramón Fleitas y siguiendo con Willy Espinoza, el padre Rosales, Salvado..., todos -aunque por razones diversas- no ven la hora de salir de ese infierno, pozo, celda, cárcel, términos igualmente sinónimos para los habitantes de aquel entorno geográfico-humano. Viven pensando en el escape, que llega a convertirse en meta única de su existencia. «Yo tengo que [...] salir de este pueblo, de esta cárcel» (p. 159), le dice Ramón en determinada ocasión al padre Rosales, otro «preso» con idéntica obsesión: «marcharse de Areguá» (p. 159). Pero así como pasa en la vida real, muchos más son los   —143→   fracasos que los éxitos en estos proyectos. Si Willy Espinoza logra escapar hacia la Argentina, tanto Fleitas como el padre Rosales fracasan en sus deseos. Aquél sólo cambia de «cárcel» al ser trasladado a un lugar lejano de las Misiones, mientras que éste queda enterrado en el destierro: muere sin poder regresar jamás a su España soñada. Son los condenados a cadena perpetua.

La asimilación de Areguá = celda se hace más obvia en el símil con que se expresa la reacción del pueblo frente al incidente del robo de Ramón al padre Rosales. En esa ocasión, el narrador señala que «como en su celda en la monotonía de sus horas, el prisionero sigue el ir y venir de una mosca en su vuelo, así les ocurrió a los aregüeños con aquel episodio» (p. 194). El símil apunta no sólo al sentimiento de encierro, monotonía y soledad del espacio-cárcel, sino también a su carácter nocivo síquicamente, al fomentar el egoísmo y la crueldad para con los semejantes. Así por ejemplo, en el mismo caso anterior, y «cuando ya se había apagado la novedad del hecho [robo de Ramón], como una lengua de fuego que se aviva entre las cenizas, una observación o un comentario malicioso, surgiendo de improviso, mostraban la memoria tenaz que se tiene en los pueblos para el mal ajeno» (p. 194).

No sólo el escenario de fondo, Areguá, está concebido en términos de cárcel o espacio opresor, sino que también los espacios-unidades que lo componen (id est, las casas individuales y las instituciones del pueblo, incluyendo la iglesia y la cárcel) funcionan de manera similar. En casi todos los casos el deseo de escape incluye en primer lugar la huida del espacio-unidad, del lugar donde están viviendo. Ramón Fleitas se queja constantemente del sentimiento de encierro que experimenta en la casa de Areguá. Igualmente Willy Espinoza se siente acorralado tanto en su casa -con su mujer enferma y sus hijos hambrientos- como en su trabajo. Su huida a la Argentina constituye primero un escape de ambos espacios unitarios (casa, trabajo) y después una liberación del espacio mayor (Areguá), símbolo del área «territorio nacional». Las dos hermanas, Clara y Ángela, aunque en el mismo edificio, viven realmente en «celdas» separadas. Si Ángela no permitía que Clara pusiera un pie en su dormitorio, tampoco ésta se separaba jamás «de su llavero, y nadie entraba en su dormitorio sin su presencia» (p. 45). Ya al final, cuando doña Ángela decide erigirse en ángel guardián de su hermana alcohólica, Clara se convierte en una verdadera carcelaria. «Extremaba [doña Ángela] [...] su asedio y precauciones para que su hermana no pudiera   —144→   eludir su vigilancia...» (p. 317) a tal punto que doña Clara llegó a acusarla de «verdugo de tu hermana» (p. 318). En cuanto al espacio-unidad cárcel real, éste está implícito en forma de amenaza a lo largo de la narración y se concreta como tal en el caso de Ramón Fleitas, primero cuando le roba al padre Rosales y luego cuando, a pedido del doctor Brítez, «Arana lo tuvo preso [...] diez días 'por portación ilegal de arma'», aunque la razón fuera realmente otra (p. 315).

Si bien el «espacio físico» por sí solo, tomado aisladamente, no constituye un elemento estructural, sí adquiere ese carácter dentro de un determinado contexto novelístico donde su recurrencia se vuelve significativa y va más allá de la mera coincidencia. En estas novelas, la narración no sólo transcurre dentro de espacios cerrados sino que aquélla cobra nueva significación, valor simbólico muchas veces, por tener lugar en estos espacios físicos. Se trata de un elemento temático con carácter estructurador, lo que Amado Alonso denominaría un «contenido formante». Comenta el crítico español lo que sigue:

Toda obra de arte es esencialmente creación de una estructura, de una construcción, de una forma; pero estructura de un algo, construcción con un algo, forma de un algo [...] En un cuadro de naturaleza muerta, el papel estructural de una manzana no depende sólo de ser un objeto pequeño, redondo y coloreado de verde y rojo, sino de que presenta esa fruta determinada y que provoca las correspondientes sensaciones: si la manzana se cambiara por una pelota de barro, no sólo cambiaría el objeto, sino también todo el sentido de la composición, cambiaría la composición...145 (El énfasis es nuestro).


Parafraseando a Amado Alonso, el papel estructural de estos «espacios-cárceles» no depende sólo de constituir espacios cerrados y agobiantes, sino de que aparecen de manera obsesiva en estas novelas y su recurrencia apunta a cierta intencionalidad de parte del escritor. Pero aún más importante que eso, su presencia crea una determinada atmósfera, provocando en el lector las correspondientes sensaciones. Si estos espacios se cambiaran por otros diferentes (exempli gratia, casas elegantes y amplias, parques al aire libre, calles limpias y transitadas, etc.), no sólo cambiaría el marco físico de estas novelas sino también su contenido, todo su sentido. Estaríamos hablando de «otras» obras.

  —145→  

La estructuración físico-espacial del material novelístico de La llaga en torno a ambientes cerrados, espacios-cárceles, es similar a la de La Babosa. Areguá sigue constituyendo -en esta novela- un espacio agobiador, sofocante, carcelario. Allí están los responsables de la acción narrativa (Gilberto Torres y su esposa Rosalía, Constancia Vidal y su hijo Atilio, el coronel Balbuena) no por elección sino por necesidad, y en todos los casos Areguá representa para ellos privación de libertad y negación de sus deseos más íntimos. Si Gilberto no hubiera firmado la nota pidiendo mejor trato a profesores y estudiantes presos, probablemente hoy estarían en Asunción, comenta su esposa, y agrega: «No hubiésemos tenido que venir a enterrarnos aquí...» (p. 49). Si la «cárcel» se convierte en «tumba» metafórica para Rosalía, Areguá se convierte en esta obra en tumba literal para Atilio, como sucedió en La Babosa con el padre Rosales y doña Clara, respectivamente.

También en La llaga los espacios físicos novelados resaltan por su estrechez y por su tendencia a sofocar espiritualmente o a atrapar físicamente al elemento humano que cobija. Se trata aquí del rancho de Olinda. «Éste tenía una sola pieza, [...] del que se desprendía un calor infernal en las horas de más sol [...] Había [...] dos grandes retratos coloreados, cubiertos de sendos cristales cóncavos y con marcos ovalados. Parecían dos cristales de ataúd» (p. 15). Similar es el ambiente de opresión físico-espiritual que rodea a los demás espacios-viviendas: la casa de Torres y su familia, o la que comparten Constancia y su hijo. Aquélla (dentro del círculo menor; Areguá, dentro del mayor) pasa a constituir realmente una cárcel para el coronel Balbuena. Escondite o celda, cualquiera sea el término escogido para describir su estadía en lo de Torres, la verdad es que allí vivió encerrado entre cuatro paredes, sin poder salir de la casa por temor a ser reconocido y, por tanto, perseguido. Cuando lo hace, por haberse descubierto el complot, se trata de un verdadero escape, planeado sobre la marcha con la ayuda de Torres. La mayor parte restante de la acción, relacionada con el arresto de Torres y la represión por parte del gobierno que sigue al fracaso guerrillero, tiene lugar en el Departamento de Investigaciones (p. 171), verdadera prisión y cámara de torturas, a través de cuyo mecanismo «se registraba el movimiento más insignificante de los habitantes del país» y donde Gilberto fue torturado una y otra vez y «encerrado en una pieza pequeña, que en otro tiempo sirvió de carbonera y de depósito de objetos inútiles...» (p. 172). Tampoco falta aquí, como en La Babosa, la amenaza del encarcelamiento   —146→   real, a lo largo de la obra. Y el espacio-cárcel real que constituye Peña Hermosa cobra tangibilidad y se proyecta amenazante ante la inminencia del fracaso guerrillero. El confinamiento a Peña Hermosa o la deportación son las dos respuestas oficiales a quienes no aceptan pasivamente el régimen de Alsina (pp. 54 y 153). A Torres lo deportan a la Argentina «por comunista, porque [...] en la Argentina a los exiliados políticos los dejan tranquilos y no los persiguen, pero a los comunistas los tienen a las patadas» (pp. 174-75). Sale de un espacio-cárcel (el Departamento de Investigaciones) para ir a caer en otro (Posadas, Argentina), como lo vemos en Los exiliados.

La relación cronológico-temática que existe entre ambas novelas, La llaga y Los exiliados, establece, en forma paralela, una relación estructural en lo referente a los espacios asfixiantes, de habitación forzosa. Ya en aquélla se ubica el escenario de ésta (Posadas) dentro de los espacios-cárceles, al asimilarlo a uno de los dos lugares de expiación impuestos a los castigados políticos. «Si el golpe fracasa», expresa Constancia en La llaga (p. 54), «y se enteran que usted lo escondió al coronel, lo confinarán a Peña Hermosa, o lo deportarán...» El castigo se concreta cuando al final nos enteramos que, de la cárcel de Asunción, Gilberto Torres ha pasado a la Argentina, «deportado por comunista» (p. 184) para que el infierno sea doble, como le explica a su esposa el mismo Gilberto páginas antes (p. 174). Y Posadas es, efectivamente, una cárcel perpetua para los miles de exiliados que allí se concentran en espera del momento que nunca llega, de volver a la patria. Allí están por necesidad, por imposición forzosa. Y allí están planeando permanentemente el retorno, el «escape» de esa celda (Posadas) y la vuelta a la libertad (la patria, Paraguay). La asimilación de exiliado = prisionero queda clara en el texto cuando Etelvina, la esposa del doctor Gamarra, vislumbra de pronto la perpetuidad de su situación y expresa su amargura:

Y súbitamente, como si se le hubiese caído de los ojos esa venda de ilusiones y esperanzas en que viviera esos largos veinte años, Etelvina dióse cuenta, llena de angustia y con el corazón oprimido, que ya no podían volver a Asunción; sobrecogióse con la misma sensación que experimentaría un preso que durante veinte años vive soñando que un día lo liberarán de su cautiverio y de repente se da cuenta que éste es para siempre [...] Fue tan imprevista e intensa su congoja, que Etelvina se puso a llorar a gritos, mientras   —147→   decía como enloquecida: -Ya no podemos volver... Ya no podemos volver.


(pp. 210-11)                


(El énfasis es nuestro.)

Más aún, Posadas se convierte en otro Departamento de Investigaciones cuando allí se traslada, para controlar mejor a los exiliados, el famoso jefe de investigaciones Romualdo Cáceres, a quien ya habíamos conocido en La llaga, en relación con su papel en la represión que siguió al fracaso guerrillero. Ya en Posadas, Cáceres se pasaba el día «en el consulado, informándose minuciosamente de lo que hacían los exiliados, y trazando con el cónsul Dalmiro Correa sus planes de espionaje y persecución de aquéllos» (Exiliados, p. 237). Cuando el plan de uno de los exiliados culmina en el asesinato de Cáceres, el espacio-cárcel real vuelve a incorporarse en el interior del espacio-que-funciona-como-cárcel (como en La llaga), en este caso Posadas, con el arresto de Gilberto Torres, ahora totalmente inocente del crimen que se le imputa (p. 270).

Es interesante observar el paralelismo que las dos últimas novelas presentan en la estructuración referente a los espacios-cárceles. En ambos casos el escenario de la novela -Areguá en La llaga, Posadas en Los exiliados- funciona como espacio-cárcel, de manera simbólica o metafórica. Y en ambos casos la acción novelística incorpora un proyecto-plan político que fracasa o no llega a cambiar nada (el proyecto revolucionario-guerrillero dirigido por el coronel Balbuena en La llaga, y el asesinato de Cáceres en la última) y a consecuencia del cual una víctima -Gilberto Torres las dos veces-, sólo tangencialmente comprometida en el primer intento, y totalmente inocente en la muerte de Cáceres, paga con varios días de encarcelamiento las consecuencias de ambos fracasos. La circularidad estructural, si consideramos a ambas novelas como un todo, o como una gran novela en dos partes (y en dos tiempos) apunta tal vez hacia la concepción sisifesca que tiene Casaccia de la posibilidad de cambio positivo en la realidad paraguaya. Dicha estructuración complementa la idea del no exit o del «eterno retorno» explícita o implícita en toda su narrativa.

La disposición concéntrica del espacio-cárcel observada en las tres obras de Casaccia, se vuelve a repetir en las dos novelas de Roa Bastos, aunque en éstas predomina la disposición acumulativo-progresiva y lineal de los espacios-cárceles. Tenemos, en Hijo de hombre, nueve capítulos simétrica y paralelamente estructurados en torno a determinados elementos repetidos a lo largo de todos ellos y entre los   —148→   que se cuenta, por capítulo en este caso, una serie de espacios-cárceles146.

Se abre el primer capítulo («Hijo de hombre») con la evocación -que se hace presencial y vívida- de la Dictadura Perpetua. En estas páginas iniciales, donde se establece el marco histórico del cual derivarán y al cual convergerán los demás episodios históricos patrios, la visión que tenemos del Paraguay, escenario esencial de la novela, es la de una gran cárcel. El control que ejercía el Supremo era absoluto. Su figura «se recortaba imponente, [...] vigilando el país con el rigor implacable de su voluntad...» (p. 16). Nadie escapaba de esa «cárcel» sin su permiso y de la misma manera tampoco nada ni nadie entraba sin que él diera su consentimiento. Es importante que el lector ubique dentro de una perspectiva más amplia la serie de episodios históricos e individual-colectivos que nos presenta la novela. A ese propósito responde la presencia de Macario, el nexo entre el pasado y el presente de la narración, y de allí que su mensaje tenga también una lógica función estructural. Sus recuerdos constituyen el contexto, esta vez incorporado dentro mismo del texto, gracias al cual todos los demás elementos de la obra cobrarán significación global. A través de sus palabras, visualizamos el terror de toda una época, las andanzas del dictador Francia «mientras esclavizaba en las cárceles a los patricios» (p. 16) y esos «sótanos oscuros llenos de enterrados vivos que se agitaban en sueños bajo el ojo insomne y tenaz» (p. 16). El país es una gran cárcel dividida en una serie de celdas más pequeñas: las ciudades de confinamiento. Así por ejemplo, cuando el Supremo manda ajusticiar a Pilar, el padre de Macario, nos dice éste que «los doce hijos de Pilar fuimos confinados a distintos puntos del país» (p. 17). Tal es el Paraguay de entonces, «padre» o precursor del actual. Y como la historia no da saltos (por lo menos en el Paraguay), este primer capítulo predice varios de los elementos -incluyendo la presencia de otros espacios-cárceles- de los capítulos que le siguen.

El segundo capítulo («Madera y carne») está estructurado en torno a una serie de espacios-celdas, sin salidas, ocupando cada uno de ellos cierto núcleo narrativo relacionado con uno o más de los personajes del capítulo. Todos, sin embargo, están contenidos en un espacio mayor, Sapukai, también cerrado y sin salida posible, como indica la terminología descriptiva asociada al lugar. Sapukai había sido fundado en donde era antes un gran cementerio (pp. 44-45), para convertirse luego de un tiempo de relativa prosperidad y como consecuencia de otra catástrofe -la revolución de 1912- en un «pueblo de   —149→   muertos enterrados bajo las vías» (p. 35). Se lo vislumbra lleno de presagios significativos desde el principio y a la vez se lo proyecta, en un futuro que rebasa los límites del texto, como una ciudad Fénix, que renace de sus propias cenizas, pero circularmente, multiplicándose siempre, una y otra vez, con las mismas esperanzas, los mismos problemas, parecidas soluciones y paralelos fracasos. Antes de terminar la lectura de la obra, Sapukai habrá sido cuna de una nueva rebelión y repetida derrota, con otro saldo de muertos para este pueblo predestinado al eterno ciclo de oscilar entre pueblo de muertos (cementerio) y pueblo de vivos.

En Sapukai el exiliado Alexis Dubrovsky vive una vida presidiaria. Prueba primero la cárcel real cuando sus intenciones de ayudar a un niño enfermo son mal interpretadas y es acusado de una serie de crímenes. Por eso «estuvo detenido dos o tres días en la jefatura de policía, tumbado en el piso de tierra de la prevención, callado, sin responder siquiera a los interrogatorios [...] Acaso porque era realmente inocente y a él no le importaba su inocencia o su culpa» (pp. 38-39). Cuando sale de allí, él mismo se enclaustra en un cuarto-celda. «Se pasaba todo el tiempo encerrado en el húmedo cuartucho no más amplio y cómodo que el calabozo de la prevención» (p. 39). El leprosario y el cementerio constituyen otros dos espacios cerrados que están allí, implicando simbólicamente en dos casos concretos de no exit, otros tantos de difícil o imposible solución, id est, la problemática humana, de raíz histórico-política y económico-social del hombre paraguayo y latinoamericano.

«El país es un gran cuartel» se lee en el capítulo III («Estaciones», 52), para comprobar después que este gran «cuartel» está compuesto de otros tantos «cuarteles-cárceles». ¿Qué otra cosa sino una gran prisión de seguridad máxima son los yerbales de Takurú-Pukú, rodeados de una selva infranqueable, de donde antes nunca «nadie había conseguido escapar»? (capítulo IV, p. 66). ¿Y Peña Hermosa? (capítulo VII). ¿Y el Chaco? (capítulos VII, VIII y IX). ¿Qué más cárcel que estos lugares poblados de «castigados» y «confinados» y de donde la escapada oscila entre improbable e imposible?

En todos estos capítulos, el elemento humano se encuentra sin salida, encerrado, y en mayor o menor grado el deseo de escapar, obsesión en algunos (Nati y Casiano, p. 77; presos en Peña Hermosa, p. 143), es acuciante en todos los casos. Allí están el doctor Alexis Dubrovsky en su cuartucho-celda; los leprosos en el leprosario; Casiano y Nati en Takurú-Pukú primero, y luego en la selva impenetrable;   —150→   Miguel Vera cuando va confinado a Sapukai, para ser poco después apresado; Kiritó en el cementerio, acorralado por las fuerzas gubernamentales; Casiano, apresado y torturado antes de su fuga; en fin, todos los «destinados» en Peña Hermosa, y también los miles de atrapados en la guerra de la sed (Guerra del Chaco), sin contar los que periódicamente son enterrados en Sapukai para más tarde renacer y volver a morir como señal de que «la esperanza (agréguese 'de redención social') es lo último que se pierde».

¿Cuáles son los espacios físicos en que se desarrolla la «acción» de Yo el Supremo, novela cuya temática gira en torno a la realidad de la dictadura? No podía faltar en esta obra el espacio-opresor, los circuitos limitados y limitantes. En efecto, tal es la característica de los espacios de esta novela, empezando con ese «agujero de albañal» (p. 300) de donde escapa la voz Suprema que teje-desteje la trama novelística; y siguiendo con la serie de escenarios evocados-recogidos por la pluma de Patiño, luego de la edición-corrección a que el Supremo «dictador» somete todos los datos que a él y a su gobierno aludan.

El espacio físico que contiene al narrador permanece incambiado a lo largo de la novela. Se trata de su «cárcel perpetua». De allí aquél no podrá salir jamás, ya que está desde hace tiempo condenado «bajo tierra» (p. 81). Aunque el Supremo exprese que su ventaja es que ya no necesita comer y no le importa que le coman los gusanos (p. 76), la voz acusadora del compilador le muestra el lado de las desventajas, del castigo sobrevenido. El reproche llega «familiarmente», con el uso del «tú» dirigido al forjador del Paraguay independiente, pero llega implacable:

Estás igualmente condenado [...] Para ti no hay rescate posible [...] Lo bueno, lo mejor de todo es que nadie te escucha ya. Inútil que te desgañites en el absoluto silencio [...] Cuando los ácaros, las sílfides, las curtonebras, las sarcófagas y todas las otras migraciones de larvas y orugas, de diminutos roedores y aradores necrófagos, acaben con lo que resta de tu estimada persona, en ese momento te asaltarán también unas ganas tremendas de comer [...] Te acordarás del huevo que mandaste poner bajo las cenizas calientes para tu último desayuno [...] Mientras te estén comiendo [las larvas] [...] implorarás que te traigan tu huevo [...] que otros más astutos y menos olvidadizos ya habrán comido [...] Las cosas suceden de este modo. ¿Qué tal,   —151→   Supremo Finado, si te dejamos así, condenado al hambre perpetua de comerte un güevo, por no haber sabido...?


(p. 456)                


Es interesante correlacionar el punto de vista narrativo y el motivo de espacios cerrados. La voz narrativa que domina a lo largo de la novela es la del propio Francia. Éste narra en primera persona y de manera predominante en tiempo presente. El hecho de que al narrador se lo ubique en un recinto cerrado mientras genera su Texto, limita los tipos de «textos» que en tal situación pueda producir. Justamente los tres textos básicos que constituyen la novela evocan la condición de riguroso aislamiento físico -con la única compañía de su inseparable secretario Patiño- en que se encuentra el dictador. Son, dichos textos, «la circular perpetua», especie de compendio histórico del Paraguay, que escribe por etapas, para instruir con él a sus lectores; su «cuaderno privado», donde deja constancia de sus pensamientos más íntimos, de su vida privada, y cuyo único destinatario es él mismo; y finalmente, la transcripción del diálogo que mantiene con Patiño, que es también, en último término, otro texto escrito, ya que mientras el narrador «dicta», su secretario «escribe».

En resumen, los tres textos generados por el narrador recluido en su espacio cerrado requieren también un espacio físico cerrado, o por lo menos aislado. El narrador sólo necesita papel y pluma para generar la «circular perpetua» y su «cuaderno privado». En cuanto a sus confidencias con Patiño, se trata de un diálogo entre compañeros de «celda». Por otra parte, el motivo de espacio cerrado en que se coloca al narrador está inspirado en una doble verdad histórica: el carácter solitario e introvertido de Francia y el total aislamiento en que éste mantuvo a su país durante sus años de dictadura. De manera paralela, la voz suprema predominante, cuyos designios debían cumplirse bajo pena de severos castigos, implica al mismo tiempo la anulación de la voz del pueblo, lo que parecería querer traducir la situación de un país relativamente inculto regido por un gobernante altamente cultivado. De ahí que también capten y expresen verdad histórica las actividades escriturales del narrador de Yo el Supremo.

Los espacios evocados no dejan de ser menos limitantes. Allí están la penitenciaría del Tevegó con sus presos políticos (pp. 27-28); y las varias cárceles esparcidas en distintos puntos del territorio, a las cuales se refiere el Supremo como a «mis calabozos» (p. 82). Allí está también el pueblo-cárcel donde tuvo durante varios años al naturalista Bonpland,   —152→   severamente vigilado y sin permitirle salir del país, hasta que se le ocurrió soltarlo, cuando ya aquél hubiera preferido quedarse (p. 286).

En todo sentido, Yo el Supremo es una novela incuestionablemente innovadora. Para hablar de su aspecto formal, no obstante, se hace necesario aclarar que el autor deja indicado, en la obra misma, de que él no es más que un «compilador» (Ver «Nota final del compilador», p. 467), salvedad que por sí sola implica una modificación o un alejamiento de la concepción tradicional del autor «creador» de su producción. Explica Roa Bastos:

El autor «creador» dice «mis héroes», «mis heroínas», «mis libros», que son justamente (o injustamente) lo menos suyo, lo más ajeno que ya no le es dado poseer. El autor compilador se limita a reunir, coleccionar y acumular materias de otros textos, que a su vez fueron sacados o variados de otros. Lo hace a sabiendas de que no «crea», de que no saca algo de la nada. Trabaja las materias últimas de lo que ya está dado, hecho, escrito, dicho. Éstas son sus materias primas. Compone una nueva realidad con los desechos de la irrealidad147.


Tal es el procedimiento seguido en Yo el Supremo. ¿Cuáles son esos materiales reunidos, coleccionados y acumulados de otros textos que entran a estructurar esa «nueva realidad» de que habla este compilador? Él mismo se encarga de dar, en su nota final (p. 467), una lista bastante completa de esos textos que incluyen, entre otros, folletos, periódicos, correspondencias, testimonios sacados de archivos públicos y privados, entrevistas grabadas, crónicas varias, documentos de época, libros de historia, etc. Dichos materiales se incorporan a la obra en su versión original, ya sea como notas aclaratorias del compilador o como notas al pie -que aparecen, no obstante, tanto «al pie» como «a mitad» o «a principio» de página- o en el «apéndice», que también integra el texto narrativo; o llegan a la obra comentados, corregidos o editados por el doctor Francia. Justifica éste su procedimiento diciendo:

Yo tomo de otros, aquí y allá, aquellas sentencias que expresan mi pensamiento mejor de lo que yo mismo puedo hacerlo, y no para almacenarlas en mi memoria, pues carezco de esta facultad. De este modo los pensamientos y   —153→   palabras son tan míos y me pertenecen como antes de escribirlos. No es posible decir nada, por absurdo que sea, que no se encuentre ya dicho y escrito por alguien en alguna parte, dice Cicerón (De Divinat, II, 58). El yo-lo habría-dicho-primero-si-él-no-lo-hubiese-dicho no existe. Alguien dice algo porque otro ya lo ha dicho o lo dirá mucho después, aún sin saber que lo ha dicho ya alguien.


(p. 445)                


La variedad de textos incorporados al discurso narrativo, escritos en diversas épocas y por diversos autores, hace que éste constituya no sólo un Texto multívoco sino al mismo tiempo polifónico. Constituye, declara Roa Bastos, hablando de su obra, una «apertura hacia la obra colectiva, hacia el texto de escritura polifónica...»148.

En Yo el Supremo, la disposición del material narrativo en torno a dichos espacios-cárceles constituye a la vez reflejo y confirmación (en cuanto «verdad» abierta a controversia dentro mismo del Texto) de un texto secundario (incorporado a la obra como nota del compilador) que llega a minar sutilmente la credibilidad del narrador, cuya tarea incluye corregir o negar el contenido de una serie de documentos similares a éste. Se trata aquí de las crónicas en que los doctores suizos Rengger y Longchamp -que visitaron el Paraguay de Francia- comentan sobre la situación carcelaria durante su gobierno. «Usted, Juan Rengo», lo acusa el dictador, «fue el más mentiroso y ruin. Describió cárceles y tormentos indescriptibles [...] Se condolió de los condenados a cadena perpetua; de los condenados a soledad perpetua en el remoto penal del Tevegó, rodeado por el desierto, más infranqueable que los muros de las prisiones subterráneas» (p. 129). Los pasajes que trata de rechazar Francia, calificándolos de falsos, son aquéllos en que se describe en detalle la situación física y el trato inhumano en estas cárceles, incluyendo los tipos de castigos practicados en ellas.

Para aislar mejor a los individuos de esta esfera [clase baja] que le infundían sospechas, fundó una colonia en la orilla izquierda del río Paraguay, a ciento veinte leguas al norte de Asunción, y la pobló en gran parte con mulatos y mujeres de mala vida. Esta colonia penitenciaria, a la que le puso el nombre de Tevegó, es la más septentrional del país [...] En la Asunción hay dos clases de prisiones: la   —154→   cárcel pública y la prisión del Estado. La primera [...] no tiene más que un piso bajo, distribuido en ocho piezas [...] En cada pieza se hallan amontonados treinta o cuarenta presos, que no pudiendo acostarse en las tablas, suspenden hamacas en filas unas encima de otras [...] allí están confundidos todos los rangos, todas las edades, el delincuente y el inocente, el condenado y el acusado, el ladrón público y el deudor, en fin el asesino y el patriota.


(pp. 129-30)                


El mismo documento consigna que las cárceles del Estado son aún peores. «Éstas se hallan en los diferentes cuarteles, y consisten en pequeñas celdas sin ventanas y en subterráneos húmedos, en donde no se puede estar de pie, sino en medio de la bóveda» (p. 131). El Supremo fracasa en su intento de contradecir este texto acusando a su autor de falso y mentiroso, toda vez que al recontar su historia, al dictar el Texto a Patiño, las discusiones y anotaciones en torno a la penitenciaria de Tevegó, sus comentarios de autodefensa justificando el «merecido» castigo de los patriotas que mandó ajusticiar, sólo van a confirmar la versión que él quisiera negar.

La estructuración espacial física tiene también su contrapartida en la estructuración sicológica del narrador. El Supremo es visto por los demás como un ser impenetrable, aislado de la gente. Y él mismo se considera un huérfano, condenado a la soledad. Esta última visión llega al Texto incorporada en el «cuaderno privado», en tanto aquélla se inserta a través de los varios otros textos intercalados a lo largo de la obra. Así por ejemplo, una encuesta realizada en las escuelas públicas «con las respuestas de los alumnos a la pregunta de cómo ven ellos la imagen sacrosanta de nuestro Supremo Gobierno Nacional» (p. 432), registra la siguiente visión. Uno de esos niños lo describe de la siguiente manera: «El Supremo es el Hombre-Dueño-del-susto [...] Papá dice que [...] escribe día y noche y nos quiere al revés. Dice también que es una Gran Pared alrededor del mundo que nadie puede atravesar...» (p. 434; el énfasis es nuestro). Y cuando le toca al propio Francia expresar sus sentimientos, su confesión llega asfixiante, condenada a no ser percibida, acaso debido a esa misma «pared» de que nos habla el niño. Se dirige a María de los Ángeles, la hija de José Tomás Isasi (al que él había mandado ajusticiar) de quien él se había enamorado sin ser correspondido. Él mismo reconoce la existencia de ese muro aislante. «Un enorme caballo blanco y negro por mitades, interponía entre nosotros su mitad blanca, su mitad negra [...] Anduvimos   —155→   lado a lado sin poder juntarnos, en edades diferentes. Por todas esas lejanías he pasado con persona mía a mi lado, sin nadie» (p. 348), le dice a la muchacha. En lo que sigue, exhibe en su desnudez la angustiosa realidad de su cárcel interior, reflejo y quizás castigo, de esas tantas cárceles físicas que impuso a su país y que incluyó -tal vez sin darse cuenta- en su Texto: «Solo. Sin familia. Solo. Sin amor. Sin consuelo. Solo. Sin nadie. Solo en país extraño, el más extraño siendo el más mío. Solo. Mi país acorralado, solo, extraño. Desierto. Solo. Lleno de mi desierta persona. Cuando salía de ese desierto, caía en otro aún más desierto» (pp. 348-49. El énfasis es nuestro). Desierto interior y desierto exterior: dos versiones de una misma realidad, dos caras de una misma moneda, dos espacios-cárceles que se sostienen mutuamente. El desierto exterior corresponde a la estructuración física de la novela; el interior, a la estructuración espiritual del narrador.






ArribaAbajoEl exilio en la estructuración novelística

Ya hemos visto que el exilio constituye uno de los temas dominantes de la novela paraguaya escrita y publicada fuera del país. Es de suponer, en consecuencia, que también se manifieste como condicionante estructurador de ésta. Efectivamente, un análisis conjunto del material geográfico y temporal en estas obras, descubre una serie de dualidades -contrapuntísticas unas veces, dialécticas otras- que se dan en distintos niveles del discurso narrativo y que son, en todos los casos, homologables a la situación del escritor exiliado en particular y a la del exilio en general: la de encontrarse físicamente ubicado en un determinado contexto geográfico-temporal (presente) y espiritualmente en otro (por lo general en el pasado), mediando entre ambos una serie de obstáculos de ordinario insalvables.


ArribaAbajoEl «aquí» versus el «allí» geográfico-temporal

La dualidad geográfica (el doble escenario) caracteriza a estas novelas. El discurso narrativo progresa alternando un «aquí» y un «allí» -ya mental, ya real- que corresponden en líneas generales al entorno del «estar» (sitio de lo pasajero, temporario) y del «ser» (lugar de lo esencial y permanente, donde se busca la identidad individual o colectiva),   —156→   respectivamente. En todos los casos, no obstante, Paraguay constituye el escenario privilegiado. Si bien la dualidad «aquí-allí» se asimila a menudo al contexto vivencial del exiliado -id est, Argentina versus Paraguay-, otras veces aquélla se manifiesta dentro mismo de la realidad geográfica paraguaya, como se puede ver, por ejemplo, en los contrapuntos escénicos de Areguá versus Asunción en La Babosa y La llaga, o en la oposición Itapé versus Asunción-Peña Hermosa-Chaco, en Hijo de hombre.

En La Babosa, el «aquí» está en Areguá, escenario donde transcurre la mayor parte de la acción novelada. En cuanto al «allí», son tres los principales: Asunción, Buenos Aires, Arine (Galicia). Los personajes se mueven, física o imaginariamente, en esas tres direcciones -Areguá-Asunción, Areguá-Buenos Aires, Areguá-Arine- y paralelamente la narración se ubica, geográfica o mentalmente, en dichos lugares. Predomina el movimiento circular (Areguá-Asunción-Areguá, Areguá-Buenos Aires-Areguá, Areguá-Arine-Areguá) que da al discurso un movimiento de contrapunto. No obstante, la narración sigue en general un orden cronológico, aunque ocasionalmente se incorporan al presente de la acción regresiones y progresiones temporales, saltos hacia un episodio pasado específico o hacia un futuro deseado, por medio de flashbacks y de lo que podrían llamarse flashforwards. Dicho orden cronológico es patente en la vida y en el rosario de frustraciones de Ramón Fleitas, desde su instalación en Areguá hasta su traslado a aquel perdido poblacho de las Misiones (p. 316).

Los flashbacks y flashforwards amplían las coordenadas temporales y geográficas del marco narrativo. En general, tanto aquéllos como éstos, trasladan a los personajes a momentos más felices, pasados o futuros. Así, por ejemplo, Clara y Ángela recuerdan a menudo episodios del pasado, de cuando aún vivían en Asunción. «Una vez que [Clara] escribía el recibo de la mensualidad, recordó un suceso insignificante de su adolescencia con Ángela, enternecióse y rompió el recibo...» (p. 44). En el pasado encuentra el padre Rosales su identidad y también su punto de referencia. Un día, observando la pobreza que le rodeaba en Areguá, «volvió a sentir la soledad de su tierruca. ¡Qué diferencia entre aquellas tierras de un verde tan profundo y alegre [...] y estos caminos y montes irritados...! ¡Ay, qué distante estaba de la terneza y limpidez de los paisajes de su Galicia lejana, en que la luz parecía acariciar todas las cosas!» (p. 127).

  —157→  

En cuanto a los flashforwards, su función es similar a la de los flashbacks. Se reproduce, invertida en este caso, la estructura del viaje mental: si allá se viajaba hacia atrás, ahora los personajes se mueven hacia un futuro soñado. Ramón Fleitas vive deseando irse a Buenos Aires. Ya antes de casado «se ilusionó de realizar su viaje de luna de miel a Buenos Aires y conocer la ciudad de sus sueños» (p. 65). Cuando ese anhelo no logra ser satisfecho, dedicará el resto de su vida haciendo proyectos y trasladándose allí mentalmente. Ansiaba dejar Areguá «cuanto antes, volver a Asunción y luego partir para Buenos Aires. Su fantasía tornasolaba su vida en esa ciudad con mil colores brillantes» (p. 66), a tal punto de llegar a imaginar cómo sería su vida en dicha metrópoli. «En Buenos Aires llevaría un vivir libre, de bohemio adinerado. Trabaría conocimiento con escritores, frecuentaría los círculos y peñas de artistas y rápidamente se haría de un renombre [...] Con doscientos mil pesos podría sostenerse algún tiempo. Lo principal era tener con qué vivir al comienzo mientras se daba a conocer y se hacía de amigos [...] Le mandaría a don Félix una carta desde Buenos Aires...» (p. 90). A su vez el padre Rosales, «desde hacía años [...] viajaba hacia Galicia en ese barco inmóvil de sus sueños» (p. 198) y veía mentalmente cómo encontraría su casa. Todo estaría allí «igual, invariable, como cuando él era un adolescente. Su madre, la casa, la alcoba, los muebles, los caminos, los casales...» (p. 163).

El viaje implícito en los traslados mentales incluye también un salto temporal. Así, el presente de lo narrado aparece invadido por episodios pasados que datan de tal vez quince o veinte años atrás (cuando Ramón recuerda el episodio en que robó a su madre, o cuando el padre Rosales remonta a su Arine dejada) e incluso de muchos más (cuando Clara y Ángela evocan momentos de su niñez). El marco temporal de la obra se amplía aún más si tenemos en cuenta que el tiempo de la narración es, posiblemente, entre diez y quince años posterior al tiempo de lo narrado. Dicho salto temporal rompe los ojos en el párrafo con que se cierra la obra, especialmente en los elementos lingüísticos aquí enfatizados: «Doña Ángela, a quien siguen llamándola, a sus espaldas, la Babosa, todavía vive en Areguá en este año de mil novecientos cincuenta y uno, y en la misma casa con techo de pizarra, que aún tiene el pararrayo que tanto asustaba al doctor Brítez en los días de tormenta. Hoy doña Ángela cuenta setenta y cinco años, pero continúa igual, flaca y envarada, como si en todos estos años el tiempo se hubiese detenido en su rostro seco y color de ceniza y en su cuerpo huesudo, momificándolo para la eternidad» (p. 321).

  —158→  

Similar estructuración acusa La llaga. También aquí el entorno geográfico-temporal del «aquí-ahora» novelístico se ve ampliado por la incorporación de un «allí» geográfico y de otras prospecciones y regresiones temporales. Como en la novela anterior, el punto de convergencia real o mental es Areguá, y de ese lugar salen o a él llegan los varios «viajes» interiores. Areguá-Asunción-Areguá es el más regular y repetido, tanto para Gilberto Torres como para Constancia Vidal. No obstante, Argentina-Areguá-Argentina constituye el viaje textual y estructural más significativo de esta novela. En primer término, incorpora al presente de la acción el contexto geográfico del Paraguay del exilio: la Argentina, y en particular la ciudad fronteriza de Posadas. En segundo lugar, incorpora a la obra el tema político-social que ilumina de manera significativa no sólo lo que viene antes y después en términos de este texto en particular, sino incluso en términos de las novelas inmediatamente anterior y posterior. La acción guerrillera -que aquí justifica este movimiento contrapuntístico (Argentina-Areguá-Argentina)- es la respuesta natural, la única salida posible, al mundo de La Babosa y también al de La llaga. Por último, desde un punto de vista estructural, tenemos en este pasaje un pequeño preview de la obra siguiente de Casaccia (Los exiliados), un resumen de la vida del doctor Gamarra y de otros compatriotas desterrados, cuyos detalles constituirán justamente su novela sobre el exilio, publicada tres años más tarde.

También en La llaga, como en La Babosa, los viajes imaginarios amplían el escenario de la acción y sirven de escape a los personajes que los realizan. Argentina y Europa son los dos destinos soñados por varios de ellos. No por imposibles o irrealizados dejan de ser obsesivos estos traslados mentales. Constancia desea «escaparse» a la Argentina con Gilberto (p. 17); éste sueña con irse a otro país donde su obra pueda ser apreciada (p. 56). Y su esposa, Rosalía, lamenta una y otra vez un paseo a Italia que su padre le había prometido, pero que su casamiento con Gilberto lo frustró definitivamente. «Para Rosalía, aquel viaje no realizado, en el que puso tantas ilusiones, se le había vuelto una obsesión» (p. 33). El viaje mental se incorpora a la narración y transporta al personaje y al lector a otro lugar y a otro tiempo. Así, respecto del viaje a Italia, Rosalía «a menudo lo traía a la conversación, recordando el nombre del barco que debió llevarlos a Europa, luego el primer puerto a que arribarían, Nápoles, ciudad donde nació su padre; proseguía enumerando los lugares y ciudades famosas que proyectaban recorrer antes de instalarse en Roma, donde ingresaría en   —159→   una escuela de pintura» (p. 33). La función de escape que cumplen estos traslados mentales lo resume Rosalía cuando dice: «Lo único que hemos sacado de este lío [el complot guerrillero] son unos cuantos miserables pesos, y unos quince días de ilusión y castillos en el aire», debido a que «el coronel Balbuena le había prometido mandarlo a Gilberto en una gira diplomática, y durante unos días habían olvidado su miseria y sus quebrantos soñando con aquel viaje» (pp. 161-62).

Los exiliados es quizás la novela cuya estructura traduce más claramente este vaivén alternativo del «aquí» versus el «allí» geográfico-temporal, como expresión, a nivel narrativo, de la configuración físico-mental del exiliado en general y del escritor exiliado en particular. La narración oscila, entonces, entre un «aquí» (Posadas) y un «ahora» (el presente de la narración), por un lado, y un «allí» (Paraguay) y un «entonces» (unas veces pasado, otras un presente o futuro hipotéticos), por otro.

La importancia estructural del «allí» en la narración es paralela a su significación temática. Si en este último aspecto recobra la realidad del exiliado, su dependencia sicológica de su terruño, ese «allí» traduce, a nivel estructural, el mismo mensaje. Son varias las maneras en que el «allí» interrumpe el «aquí» y se adueña del discurso. En general, la intervención de aquél afecta positivamente el contexto humano del «aquí»: ya sea en forma de alegría (por una carta recibida de Asunción) o esperanza (por alguna noticia política de posible cambio); ya bien dando sentido patriótico al sufrimiento y necesidades de la vida en el exilio. El doctor Gamarra olvida por un momento la humillación que viene sufriendo desde que empezó su exilio «por tener que andar en negocio tan inferior para su condición social» (p. 17) con la alentadora noticia que le acaban de traer del Paraguay. «Salcedo, que llegó anoche de Asunción», le comenta a su mujer, «contó que allí ni huelen lo que se prepara, a diferencia de otros movimientos que se conocían por anticipado...» (p. 8). Igualmente, Etelvina (la esposa de Gamarra) olvida temporalmente los aprietos económicos que les causa la pensión cuando escucha que golpean a la puerta y adivina en esas dos palmadas la presencia del cartero:

Se oyeron en la puerta de la calle dos palmadas, pues el timbre no funcionaba de largo tiempo atrás, mientras gritaban:

-¡Cartero! ¡Cartero!

  —160→  

-Cartas de Asunción -exclamó alborozada Etelvina, levantándose y yendo hacia el zaguán.

Al volver le dio una carta certificada a Gilberto.

-¡Por fin ha llegado la carta que esperaba! [...]

Etelvina le entregó un paquete de diarios de Asunción a su marido, que le mandaba todas las semanas uno de sus amigos, y ella entre tanto se puso a leer ávidamente una carta cuya lectura interrumpía a cada rato con risitas y comentarios.


(pp. 29-30)                


La inserción del «allí» narrativo se produce en un momento en que la tensión sicológica del grupo que protagoniza el «aquí» llega a un máximo de frustración individual y colectiva, y necesita un escape. En ese momento, la narración del hecho existencial presente se interrumpe para dar lugar a que las noticias llegadas de Asunción sean comentadas, y ocupen un tiempo y espacio actuales. El «allí» se apodera del «aquí», pero sólo por unos instantes. Etelvina disfruta leyendo la carta de su hermana, a través de la cual puede reconstruir algo de la vida social asunceña. «Cuenta todo con tanta picardía y doble intención. Me hace una crónica del baile último en el 'Club Centenario', que es como para publicarla», le dice a su esposo. Pero debe volver al presente, a la realidad, cuando Gilberto interrumpe los comentarios originados por la carta con un «¿Me sirve un poco más de caña?, [...] alzando el vaso vacío y tendiéndoselo a Etelvina» (p. 30).

El «allí» invade el presente, el «aquí» cotidiano, a través de las muchas mujeres que se ven obligadas a «este ir y venir diario de una orilla a otra, este cruzar y descruzar el río Paraná todos los días» (p. 9) para ganarse la vida y de vez en cuando servir también de mensajeras políticas (p. 11). Entra asimismo con los desterrados que constantemente se van agregando a la colonia de exiliados; y finalmente, se interpola también de modo indirecto, por medio de cartas, periódicos, la radio... Así por ejemplo, nos enteramos por boca del doctor Gamarra que «Etelvina sabe al minuto todo lo que ocurre en Asunción por la radio. Vive más en Asunción que aquí» (p. 23). Igualmente se nos informa que la «transmisión de las once y media nunca se la perdía el doctor Gamarra». Allí se enteraba de «las noticias políticas de Asunción», y si por alguna razón se encontraba en la calle, «volvía apresuradamente a casa a esa hora para pegar el oído al aparato de radio» (p. 13).

  —161→  

Si se tiene en cuenta que la realidad del exilio y la del exiliado político en particular existen en función de otra realidad, la de su país, la del regreso soñado, se puede intuir que la estructuración de la obra en base a este vaivén narrativo del «aquí» y del «allí» se hace no sólo necesaria sino que resulta ser la única posible para expresar en términos de un realismo esencial y básico la configuración mental, espiritual y física de las criaturas que pueblan tanto el mundo referencial como el de la ficción que en él se inspira. Casaccia no hace más que estructurar su novela siguiendo el movimiento mental y normal de los personajes que ha escogido. Si seres como el doctor Gamarra, Etelvina, Zárate, o Torres, viven con la esperanza de volver a su país en un futuro cercano, es lógico que la narración dependa de las inserciones del «allí», ya que el «aquí» no capta ni contiene las vivencias íntimas de estos exiliados. El pan (sicológico) de cada día, necesario para su subsistencia (espiritual y mental), está justamente en esos pasajes en que el «allí» interrumpe el «aquí» cotidiano:

Los exiliados se reunían en el bar de Belisario, o se sentaban en un banco de la Plaza 9 de Julio, que estaba, calle de por medio, frente al bar. Ese banco siempre se hallaba ocupado por alguno de ellos. Nunca faltaba allí el recién llegado de Asunción o de Encarnación, que trajese el último chisme político o la última noticia de este carácter, que corría por aquellas ciudades, y que daba ocasión para que entre ellos se entablasen interminables y vivaces charlas.


(p. 220)                


Similar es la función de las reuniones en el burdel de Valentina, cuando se interrumpe el hilo de las conversaciones del momento para comentar «la llegada de nuevos exiliados o el paso de un político de importancia por Posadas» (p. 94), discutir acerca de si la muerte de Atilio Cantero (con cuyo suicidio termina La llaga) fue realmente suicidio (pp. 83-85), o polemizar en torno a la culpabilidad o inocencia de Torres en el fracaso guerrillero.

El «allí» entra también en las prospecciones y retrospecciones mentales de algunos personajes. Está en el futuro hipotético, pero aún posible del «cuando vuelva al Paraguay te voy a nombrar diputado...» de Dionisio (p. 87), como en el condicional hipotético, pero ya irrealizable del «si no hubiésemos tenido que salir de Asunción estoy seguro que Leoní hubiese estudiado para abogado. ¡La desgracia de   —162→   estar lejos de la patria!» (p. 18), pronunciado por su padre. En cualquiera de los casos, no obstante, el «allí» contrasta, como el día y la noche, con el «aquí». Etelvina, por ejemplo, «solía imaginarse lo distinta que hubiese sido su vida en Asunción, y sobre todo la de sus hijos [...] en medio de comodidades y gozando de una holgura económica de la que ahora no disfrutaban...» (p. 20). Y ya hacia el final, luego que matan a Cáceres, cuyas promesas habían llenado de ilusiones a la pobre Valentina, ésta dice de aquél: «Me había prometido ponerme en Asunción un garito y 'night club' de lujo. Ya teníamos todo proyectado. Yo soñaba noche y día con ese 'night club' con pileta de natación y qué sé yo cuántas cosas más. [...] El sueño dorado de mi vida...» (pp. 294-95). En estos casos, como en los anteriores, sin embargo, ambos componentes narrativos, el «aquí» y el «allí», se complementan mutuamente. En cuanto al tema, recuperan la configuración mental y sicológica total de los personajes; y en lo referente al movimiento narrativo, las interpolaciones de los varios «allí» interrumpen periódicamente la tensión y acumulación de frustraciones dadas en los «aquí», al mismo tiempo que ubican contextualmente la acción novelística.

Mucho más compleja y dinámica -aunque no menos significativa que en las obras de Casaccia- es la estructuración en torno al «aquí-allí» geotemporal en las dos novelas de Roa Bastos. Múltiples son, en ambas narraciones, los planos temporales. Y de eso resulta que el «aquí-ahora» pueda a veces corresponder al «allí-entonces», visto desde un plano diferente. El diario de Vera, escrito en 1932 (Hijo, capítulo VII), corresponde al «aquí» geotemporal de Vera pero, comentado por Rosa Monzón unos diez o quince años más tarde, entra, desde su perspectiva, en la zona temporal y geográfica del «allí». De manera similar, dos o más «allí» determinados, como ser la visita de dos enviados extranjeros al Paraguay en el pasado histórico que revive el Supremo, pueden convertirse en un «aquí» superpuesto, confundidos ambos «allí» cronológicamente diferentes, porque «por lo menos en el papel, el tiempo puede ser comprimido, ahorrado, anulado» (p. 261). Y de esa manera, los dos enviados plenipotenciarios, el de Buenos Aires y el del Imperio del Brasil, pueden estar «transpuestos» a la dimensión que el Supremo les obliga mirar. «Sentados unos encima de las rodillas de los otros. En el mismo lugar aunque no en el mismo tiempo» (Supremo, p. 269). La estructuración en torno al recuerdo -personal o histórico-, determina en ambas obras la serie de planos correspondientes al «aquí» y «allí» temporales. A su vez, en los varios «viajes», reales o mentales, a   —163→   lo largo de coordenadas geográficas o históricas, está implícita la estructuración bimembre del «aquí-allí» geográfico.

Temiendo repetir datos ya anotados, pero al mismo tiempo deseando agregar otros que creemos necesarios para una visión de la estructuración de Hijo de hombre, repasaremos brevemente sus peculiaridades formales. La novela consta de nueve capítulos en apariencia independientes entre sí, en cuanto constituyen episodios separados y completos. Sin embargo, éstos se hallan íntimamente relacionados y cumplen, por separado y en conjunto, un papel funcional dentro del proyecto novelístico total. Tres elementos sirven de factor unitivo: la técnica del manuscrito, la historia nacional, y el narrador. De los tres, el más importante -por su función temática y estructural- es el último. El narrador, Miguel Vera, construye su relato desde dos puntos de vista que alternan de manera regular149. Los capítulos impares, que son básicamente autobiográficos, están narrados en primera persona. Los pares, cuyos episodios sirven de contraste temático a los de los capítulos autobiográficos, vienen dados en tercera persona. Mientras en los capítulos pares desfilan seres del altruismo de un Casiano o de un Cristóbal Jara, capaces de sacrificarse por sus hermanos; los impares muestran a Miguel en su cobardía intelectual e incapacidad de solidarizarse con su gente. A los «héroes» de los capítulos pares se les opone y contraste el «antihéroe» que constituye Miguel dentro de la obra. En cuanto a la organización temporal del relato, éste discurre en diversos niveles, ordenados en base al tiempo de los recuerdos. Finalmente, a lo largo de los nueve capítulos transcurre toda la historia del Paraguay independiente, desde la dictadura de Francia hasta principios de la Guerra Civil de 1947.

En Hijo de hombre, cada capítulo está estructurado en torno a la dualidad del «aquí-allí» geográfico-temporal. Predomina en algunos la dicotomía temporal, mientras que en otros sobresale la geográfica. En todos, no obstante, está presente el elemento «viaje», como puente temporal o geográfico entre los varios «aquí» y «allí» particulares. Es significativa dicha recurrencia a nivel de cada capítulo, si tenemos en cuenta que todo exilio implica necesariamente viaje y que los viajes interiores de esta novela son destierros, verdaderos exilios150. El destierro-exilio de Miguel Vera recuerda el de Roa Bastos y éste a su vez es sólo uno entre miles de exiliados.

Esta lectura metafórica del viaje de Vera -incluyendo la alusión biográfica indicada-, así como la presencia del recurso estructurador «aquí-allí» por una parte, y del elemento «viaje» por otra, ya están implícitos   —164→   en uno de los epígrafes (tomado de Ezequiel) que encabeza la obra. Se lee en éste:

Hijo de hombre, tú habitas en medio de casa rebelde...


(XIII, 2)                


...Come tu pan con temblor y bebe tu agua con estremecimiento y con anhelo...


(XII, 18)                


Y pondré mi rostro contra aquel hombre, y le pondré por señal y por fábula, y yo lo cortaré de entre mi pueblo...


(XIV, 8)                


Una lectura contextual de esos versos bíblicos puede aclarar nuestra afirmación precedente. Se encuentra en ese momento Ezequiel (el «hijo de hombre» del epígrafe), sacerdote de Jerusalén, en Tel Aviv, en medio de sus oyentes («casa rebelde»), con quienes ha debido viajar al exilio, deportado. Tel Aviv es para ellos el «aquí» y Jerusalén el «allí», como los varios lugares a que se ve destinado Vera son para él el «aquí», e Itapé -su pueblo natal- el «allí». Sucede lo mismo entre Argentina (o Francia) y Paraguay para Roa... Si de esto nos ponemos a recordar que Ezequiel tiene por misión profetizar, hablar del porqué del exilio, y anunciar la restauración de Israel después del cautiverio, podemos intuir que algo parecido es lo que está haciendo Roa en esta obra. Se trata aquí del exilio paraguayo. Se trata también de una indagación histórica del porqué de dicho exilio y se alude, al mismo tiempo, a la restauración del pueblo paraguayo a través de la fraternidad y del sacrificio de hombres como Kiritó, los Jara, Gaspar Mora... Finalmente observamos que todo eso lo hace el autor bíblico en un estilo lleno de parábolas y símbolos -como es en gran parte el caso de esta obra-, aludiendo a los seres y a las cosas «por señal y por fábula». Resulta, en consecuencia, muy tentadora la idea de poder identificar, o por lo menos notar la gran similitud entre los dos «profetas», Ezequiel y Roa Bastos.

En los capítulos en que Miguel Vera narra la acción recobrando su propio pasado por medio del recuerdo, los planos temporales del «aquí» y del «allí» se enfrentan de manera dialéctica y dinámica. Miguel vuelve a su niñez para recuperar una escena, pero al recordarla la comenta, la interpreta, haciendo que el pasado llegue al presente, consciente o inconscientemente, modificado por el «aquí» del narrador. «Mi testimonio no sirve más que a medias», nos dice Miguel, y agrega: «Ahora mismo, mientras escribo estos recuerdos, siento que a la inocencia,   —165→   a los asombros de mi infancia, se mezclan mis traiciones y olvidos de hombre, las repetidas muertes de mi vida. No estoy reviviendo estos recuerdos; tal vez los estoy expiando» (p. 15). El contexto del «aquí», y el sentimiento de culpa que lo embarga mientras trata de revivir su infancia, influyen en que ésta llegue dolorosamente, con un amargo gusto a «expiación». Unas páginas más adelante comenta que Macario contaba el episodio del cometa Halley cambiándolo un poco cada vez que lo repetía, acaso de la misma manera que él cuando está recordando-reviviendo su pasado. «Superponía [Macario] los hechos, trocaba nombres, fechas, lugares, como quizá lo esté haciendo yo ahora sin darme cuenta, pues mi incertidumbre es mayor que la de aquel viejo chocho, que por lo menos era puro» (p. 19).

Generalmente el «aquí» y el «allí» se superponen, confrontan, «dialogan», interrelacionan en el texto por vía de algún elemento contextual común. Así por ejemplo, después de veinte años vuelve Miguel a Sapukai, y más que recordar, revive sentimientos allí experimentados una noche ya muy lejana. La intervención del recuerdo establece una especie de «diálogo textual» en que el presente y el pasado alternan influyéndose mutuamente. La llegada a Sapukai en compañía de Cristóbal Jara le arranca estos pensamientos a Miguel Vera:

El aire puro y fresco del amanecer acabó de desperezarme. Me parecía ver el pueblo por primera vez. Como aquella lejana noche de mi infancia en que dormimos en medio de los escombros de la estación destruida por las bombas, Sapukai seguía obrando sobre mí un extraño influjo.

-¿Dónde estaba la estación vieja? -pregunté al guía.

Tendió el brazo hacia un baldío que estaba entre la estación nueva y el taller de reparaciones del ferrocarril. Se veían aún algunas piedras ennegrecidas. Allí, una noche de hacía veinte años, en mi primer viaje a la capital, me había acostado entre las piedras junto a la Damiana Dávalos a esperar con los otros pasajeros el trasborde del alba. Aquella noche lejana estaba viva en mí, al borde del inmenso tolondrón de las bombas, de donde parecía sacar toda su pesada tiniebla. La luna salió un rato, pero el hoyo negro la volvió a trabar.

  —166→  

Tendido entre las piedras aún tibias por el sol de la tarde, junto a la lavandera que dormitaba con el crío enfermo en sus brazos, me costó agarrar el sueño.


(pp. 102-103)                


Recuerda la gama de sensaciones experimentadas en aquella ocasión, para terminar formulando una hipótesis, en torno a ese pasado, con datos que sólo mucho después los fue obteniendo.

Acaso en ese mismo momento, en un lejano toldito de palmas de los yerbales, este mismo Cristóbal Jara que ahora iba a mi lado, que era ya un hombre entero y tallado, buscaba entonces con sus primeros vagidos la leche materna [...] A veinte años de aquella noche, después de un largo rodeo, podía completar el resto de una historia que me pertenecía menos que un sueño y en la que sin embargo seguía tomando parte como en sueños.


(p. 103)                


Allí están el presente y el pasado, el «aquí» y el «allí» completándose mutuamente. Miguel intuye que el pasado es la clave del presente y a él recurre para ordenar los datos actuales, procurando encontrar alguna explicación -con la ayuda de datos interpolados de una historia por él conocida- a su aparentemente absurdo y paradójico presente.

El «aquí» y el «allí» temporal coinciden casi siempre -de manera explícita o implícita- con un «aquí» y un «allí» geográficos diferentes (o percibidos como diferentes). En el primer capítulo, Miguel Vera regresa mentalmente, desde su «aquí» narrativo (el Itapé que encuentra a su vuelta, después de más de veinte años de ausencia) a un «allí» y a un «allá» diferentes: al «allí» de su infancia en el Itapé de entonces, y al más lejano «allá» de la juventud de Macario en Asunción (junto al doctor Francia). El capítulo dos intercala varios episodios concebidos dentro de esta perspectiva bimembre, entre ellos el de Alexis Dubrovsky, aún presente para María Regalada, quien, desde su ahora, evoca el pasado a través del perro dejado por Dubrovsky, y cuya presencia en las páginas del texto alude y tiene paralelo con el exilio político. El viaje Rusia-Sapukai-lugar desconocido que realiza Dubrovsky, es similar al de Paraguay-Argentina-Paraguay que han realizado esos exiliados que, por razones políticas, debieron alejarse del país y ahora están volviendo (pp. 55-56). También se interrelacionan y superponen dos Sapukais paralelos en el tiempo, el de antes y el de ahora, el de la rebelión de 1912 y el que se está preparando para una nueva insurrección,   —167→   similar y diferente al mismo tiempo. En el capítulo tres se enfrentan dos lugares -Itapé y Asunción- que dentro del contexto del capítulo y de la trayectoria vital de Miguel pasan paulatina y penosamente de un «aquí» (Itapé) y un «allí» (Asunción) a un nuevo «aquí» (Asunción) y «allí» (Itapé), respectivamente. El viaje no sólo lo aleja geográficamente de su centro vital, sino que también lo transforma sicológicamente. En el trayecto pierde la inocencia y vislumbra, por primera vez en su vida, una realidad humana y socio-política conflictiva.

En los capítulos cuatro, cinco y seis, el «aquí» y el «allí» pasan a corresponderse con los tiempos y lugares recorridos por Nati y Casiano Jara o asociados con ellos primero y con su hijo Kiritó después. La presencia de éstos vuelve a enfrentar al Sapukai de hoy con el Sapukai de ayer, y con muy pocas diferencias, en este caso el «aquí» (Sapukai actual) se encuentra totalmente contenido, increíblemente predestinado en el «allí» (Sapukai anterior). El «aquí» del capítulo siete coincide con los varios momentos de la escritura del diario (1.º de enero a 29 de septiembre de 1932) y geográficamente está ubicado en Peña Hermosa primero y luego en el lugar del Chaco donde ha sido enviado el narrador. El «allí» recobra momentos de su pasado en Itapé. En el siguiente capítulo reencontramos a Cristóbal Jara, pero muy lejos de su pueblo natal. Está ahora en el Chaco, inmerso en una guerra fratricida a la cual se ha visto obligado a entrar sin saber muy bien por qué ni para qué. El «aquí» es para él un largo y penoso viaje por el Chaco, llevando agua a quienes están muriendo en esa «guerra de la sed». Del «allí», Sapukai, sólo quedan recuerdos sueltos (que se interpolan a la narración de vez en cuando) y el nombre de su pueblo grabado en la chapa del camión que lo acompañará hasta su muerte. Era un «Ford pequeño y maltrecho», en cuya «chapa de la patente se leía: Sapukai-1931» (p. 164). Finalmente, en el capítulo nueve, el regreso a Itapé de Crisanto Villalba, uno de los combatientes con que el pueblo colaboró en la Guerra del Chaco, relaciona por una parte dos lugares y dos tiempos relativamente cercanos -un «aquí» en Itapé y un «allí» en el Chaco-, y por otra, dos tiempos que, para Crisanto, convergen a un mismo lugar: el Itapé de hoy y el Itapé que dejó. En uno y otro caso, el «aquí» y el «allí» se entremezclan y se influyen mutuamente.

La estructuración en torno a un «aquí» y a un «allí» implica, por definición, distancia geográfica, saltos temporales, y a menudo contrastes emocionales, rupturas sicológicas. Sin embargo, todos estos   —168→   contrastes, todas estas rupturas, incluyen asimismo uno o más elementos de continuidad. De la suma de tiempos y lugares aislados, de las discontinuidades individuales, de la existencia ocasional de Macarios, Jaras, Kiritós, etc., deriva una continuidad marginal inequívoca: la del espíritu luchador y persistente de un pueblo hambriento de justicia. De la contraposición entre el Sapukai de antes y el Sapukai de ahora surge un Sapukai único, esencial, al mismo tiempo diferente y similar a los anteriores. Y del enfrentamiento entre cada uno de los «aquí» y «allí» en la vida de Miguel Vera, se perfila, como resultado, un personaje que a través del tiempo y del espacio demostró ser básicamente débil, indeciso, y totalmente incapaz para dirigir su propio destino.

En Yo el Supremo la dinamización del «aquí» versus «allí» llega a un máximo. Situado el Supremo fuera del tiempo, en la infinitud del no existir, sobrevive no obstante, a través de la historia de su país, ocupando diversos espacios-tiempos, por medio de su memoria secular, de esa «tela de memoria» que «vuelve hacia atrás proyectando al revés infinitos instantes. Escenas, cosas, hechos, que se superponen sin mezclarse. Nítidamente [...] Constante. Basta pues que uno se resguarde detrás de un espejo para contemplar sin ser destruido [...] El espejo del mundo» (p. 198). Su espejo lo constituyen su memoria y los mil legajos y documentos que a lo largo de su «escritura» comenta, corrige, edita. Tanto la «circular perpetua» como el «diario privado», textos ambos que se intercalan dialécticamente a lo largo del Texto, constituyen a su vez reflejos de reflejos, textos-espejos que captan, modificándolos, otros textos-espejos. De este modo, si la historia escrita es ya de por sí sola un texto-espejo, por intentar reproducir una cierta realidad objetiva, puede también generar textos-espejos de segundo grado, al ser tomada como materia prima. Tal es la función de los textos incluidos en el Texto del Supremo, aunque éste quiera minimizar su dependencia con respecto a ellos cuando nos dice: «Yo no escribo la Historia. La hago. Puedo rehacerla según mi voluntad, ajustando, reforzando, enriqueciendo su sentido y verdad. En la historia escrita por publicanos y fariseos, éstos invierten sus embustes a interés compuesto. Las fechas para ellos son sagradas. En cuanto a esta circular perpetua, el orden de las fechas no altera el producto de los fechos» (pp. 210-11).

Cuando el material básico no es estrictamente histórico o el error cometido en la versión de los hechos es considerado involuntario, entonces el Supremo se limita a corregir lo errado. Aquí caben los comentarios   —169→   que hace a las visiones que de su dictadura y de su enigmática persona dejaron sus visitantes suizos, los doctores Juan Rengger y Marcelino Longchamp en su Ensayo histórico sobre la Revolución del Paraguay (pp. 125-26). La lectura que hace el secretario Patiño del pasaje en que éstos lo ven a Francia llevando puesto «su traje de ordenanza, casaca azul con galones, capa mordoré puesta sobre los hombres, uniforme de brigadier español...» se ve interrumpida por el narrador-corrector para rectificar lo escrito diciendo: «¡Jamás usé uniforme de brigadier español! Habría preferido los andrajos de un mendigo. Yo mismo diseñé las vestiduras que corresponden al Dictador Supremo» (p. 101). Pero cuando el narrador encuentra mala fe por parte de un autor en la versión que da de ciertos hechos históricos, entonces arremete sin piedad contra él y el conjunto de sus obras. Eso hace en uno de los anacronismos del Texto al mencionar a Bartolomé Mitre, presidente de la Argentina durante la Guerra de la Triple Alianza y coautor del Tratado Secreto del 1.º de mayo de 1865 («El tratado secreto de la Triple Alianza contra el Paraguay lo cocinaste entre medios gallos y media noche», p. 119), a quien llama indistintamente «Tácito del Plata», «Tácito-Brigadier», «Archivero-Jefe» o «Tácito-brigante». En un largo pasaje del texto lo ataca fundamentalmente por considerar el presidente argentino que la independencia del Paraguay fue resultado de la invasión por parte de las tropas enviadas por la Junta Gubernativa de Buenos Aires bajo el mando del general Belgrano a Paraguay, en esa época provincia del Plata, pero de paso aprovecha para criticarlo como mal traductor del Dante y como instrumento del imperialismo inglés en el Río de la Plata («También tú invadirás nuestra patria; luego te pondrás a traducir tranquilamente la Divina Comedia invadiendo los círculos avernales del Alighieri», p. 119)151. La ironía con que lo ataca es digna de ser reproducida, así sólo sea en parte. Dice el Supremo, comentando la versión histórica de Mitre:

Tozudamente insistes, golpeando la contera del bastón-generalísimo sobre las baldosas flojas de la historia; porfías en que Belgrano fue el verdadero autor de la Revolución del Paraguay, arrojada como una tea al campamento paraguayo. Son tus textuales palabras. Tus disertaciones históricas sobre la Revolución son titilimundis, no discursos [...] Mal pudiste haber presenciado el momento en que Belgrano arrojó la «tea de la   —170→   Revolución Libertadora» al campamento paraguayo; hubieras dicho en todo caso «tea de la contrarrevolución liberticia» puesto que cayó en manos de los Cavañas [...] y los Yegros [nombra a héroes de la independencia paraguaya]; entonces tu retórica de Archivero-Jefe habría estado un poco más cerca de la realidad y naturaleza de aquellos hechos que pretendes narrar con el chambergo inglés echado sobre tus ojos.


(pp. 119-20)                


El resultado final de estos textos superpuestos, de esta incorporación al discurso de textos-reflejos de primer grado (los documentos varios y otros materiales-ingredientes del tejido novelístico) y de textos-reflejos de segundo grado (los varios documentos generados por el Supremo) contribuyen a la multivocidad última de la obra, a su total apertura, a su complejidad y, digámoslo también, a su ambigüedad. Confirman, en fin, la teoría de que no existe una verdad absoluta, de que no hay una versión privilegiada de los hechos, idea ésta explícita en los trabajos de Derrida. Afirma el crítico francés que la ausencia del significado transcendental extiende ad infinitum el dominio y el juego de significación152.

A nivel del Texto, tendríamos también una relación «aquí» versus «allí». El «aquí» correspondería al último espejo-reflejo, id est, las secciones que comprenden la «circular perpetua», el «diario privado» y las transcripciones de los diálogos con Patiño. El «allí» estaría compuesto por los otros textos y documentos incluidos, que sirven de base a los tres arriba indicados. No obstante esta dicotomía entre textos situados en un «aquí» y en un «allí» que corresponden al hecho de que unos son posteriores a otros, y de que aquéllos constituyen textos-reflejos de segundo grado con respecto a éstos, el cuestionamiento que se hace sobre la escritura como medio de comunicación, los abarca a todos. «¿Podrías inventar un lenguaje en el que el signo sea idéntico al objeto? [...] No; no puedes. No podemos», le dice el Supremo a Patiño, y agrega: «Vamos a realizar juntos el escrutinio de la escritura. Te enseñaré el difícil arte de la ciencia escriptural que no es, como crees, el arte de la floración de los rasgos sino de la desfloración de los signos» (p. 66). El comentario anterior ubica en un mismo plano de duda la información de cualquiera de estos textos, sean ellos reflejos primeros (textos-espejos de primer grado) o textos reflejos de reflejos (textos-espejos de segundo grado).

  —171→  

Si bien el Supremo alude en varias ocasiones a su inexistencia física, a su «aquí» real «bajo tierra» (p. 81), el lector lo percibe como una presencia obsesiva, situado en un «aquí» que se mueve a lo largo del tiempo pero permanece geográficamente fijo. Ese «aquí» es el de su inmemorial estudio, el del cuarto donde llega «el apagado tic tac de los relojes» y donde «caen los cascados sonidos de la campanada de la catedral marcando no horas sino siglos» (p. 183). Allí se ubica el Supremo, en ese espacio que a pesar del tiempo permanece igual, porque según él, «todo se repite a imagen de lo que ha sido y será» (p. 183). Aunque el narrador ve, por estar fuera de nuestro entorno temporal-espacial, «el pasado confundido con el futuro» (p. 278), tiene que asirse aún al marco histórico referencial, para lograr su cometido: «re-presenciar las cosas», no «re-presentarlas» (p. 368).

Desde ese «aquí» que, conforme lo indicamos, es un aquí dinámico, y se ubica a lo largo de un eje temporal amplio (abarca fragmentos de su niñez, del Paraguay anterior y posterior a su dictadura e, in extenso, del país durante su gobierno), conjura los diversos «allí» parcializados a lo largo de la historia de la cual ahora se erige en editor, director e intérprete. El «aquí» sólo existe en función del «allí» y ambos dialogan entre sí, se entremezclan y contradicen muchas veces. Ya no se trata de un mero juego contrapuntístico, sino de un enfrentamiento dialéctico. El Supremo se encuentra en un «aquí», acosado por la Historia, por un pasado irreversible y se ve obligado a volver una y otra vez a un «allí» anterior a su dictadura, para justificarse y salir victorioso del análisis presente-pasado:

Aquí en el Paraguay, antes de la Dictadura perpetua, estábamos llenos de escribientes, de doctores, de hombres cultos, no de cultivadores, agricultores, hombres trabajadores, como debiera ser y ahora lo es.


(p. 38)                


No hay entre esos cotejos uno del cual el presente, protagonizado por el Supremo, no salga bien parado. «Cuando entré a ocupar esta casa al recibir la Dictadura Perpetua», recuerda, «la reformé, la completé. La limpié de alimañas. La reconstruí, la hermoseé, la dignifiqué, como corresponde a la sede que debe aposentar a un mandatario elegido por el pueblo de por vida...» (pp. 91-92). El enfrentamiento entre los varios «aquí» y «allí» que informan el Texto, no se limita al espacio histórico del momento «re-presentado». Aquí se ubican el espacio geográfico del Tevegó, las cárceles pobladas por enemigos políticos o   —172→   ladrones comunes, los lugares de confinamiento (para personalidades como el líder uruguayo Artigas o el científico Bonpland, por ejemplo) y el resto del pueblo paraguayo, ya que entre éste y su persona, el Supremo impuso una serie de rígidas reglas a observar que imposibilitó la compenetración recíproca a nivel humano.

Por otra parte, la estructuración en torno al «aquí» y al «allí», enfrenta al Paraguay, de manera recurrente, con sus dos grandes enemigos territoriales de siempre: el Brasil y la Argentina. Gracias a su «lente-recuerdo» y desde un «aquí» posterior a los hechos, recoge el Supremo una serie de espacios y tiempos inscriptos en su política internacional. Sobresalen en este aspecto su firme posición antiimperialista y su indeclinable actitud de defensa de la soberanía paraguaya. «El presente bienestar, el futuro progreso de nuestro país son los que quiero proteger, preservar [...] En esta atención, [...] estoy tomando medidas, haciendo preparativos para librar al Paraguay de gravosa servidumbre» (p. 320), nos dice. Y agrega, con la satisfacción de quien conoce el alcance de sus éxitos:

Impedí las sucesivas invasiones que proyectaron someter nuestro país a sangre y fuego. La de Bolívar, desde el oeste [...] La del imperio portugués-brasilero, desde el este, por las antiguas rutas depredatorias de los bandidescos bandeirantes. Desde el sur, las constantes tentativas de los porteños...


(p. 320)                


De todos los intentos anexionistas que tuvieron por blanco al Paraguay, las pretensiones del Imperio del Brasil amenazaron severamente la integridad nacional durante todo el siglo pasado, y aún antes, ya que como sugiere el Supremo, el imperio no hace más que continuar las muy conocidas prácticas «de los bandidescos bandeirantes». Después de tanto tiempo de repetidas agresiones lusitano-brasileras, es lógico que Francia conozca todos los trucos de comisionados especiales o cónsules de ese lado de la frontera. «Los brasileros son siempre los mismos maulas bajo distinta piel. Imperio o república no los cambia» (p. 372), comenta. Detrás de las promesas sabe leer las verdaderas intenciones. Así por ejemplo, cuando uno de estos enviados imperiales pretende convencerle de que «el imperio ofrece su alianza al Paraguay sólo para protegerlo de las acechanzas de Buenos Aires», él sabe que lo que aquél «busca es justamente lo contrario: apoderarse de la Banda Oriental, aplastar al Plata. Tragarse por fin a su 'aliado'»   —173→   (p. 254). Se pone en guardia y antes de considerar la propuesta del imperio, exige sean satisfechas ciertas reclamaciones:

Reconocimiento pleno, irrevocable, de la Independencia del Paraguay. Devolución de territorios y ciudades usurpados. Indemnización por las invasiones de las bandeiras. Nuevo tratado de límites que borre las cruciferarias fronteras impuestas por la bula del papa Borgia y por el Tratado de Tordesillas...


(p. 255)                


Pero eso no es todo. Formuladas las reclamaciones anteriores, le recuerda al enviado imperial:

Está además la cuestión de esos límites a la bailanta que tenemos que ajustar, eh seor cónsul. Los saltos de agua. Las presas. ¡Sobre todo las presas que quieren convertirnos en una presa ao gosto do Imperio mais grande do mundo!


(p. 255)                


Si bien es cierto que de tiempo inmemorial Brasil se ha querido tragar a Paraguay, tampoco han sido insignificantes los problemas que le ha acarreado a éste la Argentina. De nuevo el «allí» se sitúa en la re-presentación y así aparece Manuel Belgrano (al frente de un ejército), quien «pese a su profunda convicción independentista, vino a cumplir las órdenes de la Junta de Buenos Aires: Meter por la fuerza al Paraguay en el rodeo vacuno de las provincias pobres» (p. 114). La firmeza con que invariablemente defendió Francia la soberanía paraguaya contrasta no sólo con la actitud entreguista que, según él, tuvieron algunos paraguayos emigrados, exiliados en la Argentina, «esa legión de malvados migrantes; los eternos partidarios de la anexión» (p. 114), sino también con la actitud claudicante del gobierno paraguayo actual. Muy acertado es el comentario que al respecto hace Rubén Bareiro Saguier. Señala éste que:

[...] el actual régimen se define por oposición radical al de Francia. El principio de «a contrario sensu» es asimismo el que corresponde a la interpretación del discurso narrativo que expone los postulados de honestidad, austeridad, justicia igualitaria que dominaron, en lo interior, toda la acción gubernativa del doctor Francia. Un texto expresa tanto por   —174→   lo que manifiesta explícitamente como por los implícitos que contiene, aún vistos en negativo. Es el principio que preside las consideraciones y consejos contenidos en la parte final de la Circular Perpetua, [...] cuya simple enunciación configura una clara denuncia, en contrafaceta, de la deshonestidad administrativa, la injusticia, el prevaricato, la corrupción generalizada, imperantes como norma en el actual régimen paraguayo153.


La alusión a la actual política internacional del Paraguay está implícita (en el Texto) en la selección de los dos «allí» indicados, no sólo por nombrar a los dos países con los cuales el Paraguay se halla envuelto actualmente en cuestiones de tipo limítrofe y anexionista, sino porque la descripción y la intencionalidad de su vocabulario así lo proclaman. A ello obedece el que se minimice la importancia de los nombres -«Imperio o república no los cambia»-, ya que la política expansionista de uno y otra es la misma. La intención anexionista presente, por parte de Brasil con respecto al territorio paraguayo, está implícita en los términos del tratado de Itaipú (firmado en 1973). Clarísima es, en la obra, la alusión al proyecto hidroeléctrico cuando Francia se refiere a «las presas que quieren convertirnos en una presa ao gosto do Imperio mais grande do mundo». Por otra parte, ubicar a la masa de emigrados paraguayos en la Argentina, también obedece a una situación histórica repetida. De ahí que retroceder al pasado para reanimarlo «en el portaobjeto del lente-recuerdo» (p. 213) corresponda igualmente a saltar al futuro para lo mismo, pues a menudo ambos «allí» se reflejan mutuamente, con pequeñas deformaciones. Es por eso que las prospecciones y retrospecciones temporales en la obra, los hechos pasados o futuros, aparecen de ordinario totalmente lógicos, casi predecibles. Y es por eso también que, anulado o eliminado el factor tiempo, quedan al descubierto una serie de repeticiones y paralelos históricos. Así por ejemplo, en la perspectiva del Supremo, «por momentos el carruaje en que acompaño a Belgrano y el carruaje en que va Correia se aparean. Avanzan a contramarcha, ruedan juntos en tramo. Se juntan. Forman un solo carruaje...» (p. 212).

A grandes rasgos, su teoría consiste en que la historia progresa a fuerza de repeticiones. Lo normal es que coexistan el «aquí» y el «allí»; que se enfrenten, interrelacionen y complementen mutuamente. Desde la perspectiva de un «aquí» determinado, siempre existirán varios «allí» paralelos, similares, repetidos, porque como explica Francia, «el tiempo   —175→   está lleno de grietas. Hace agua por todas partes», lo cual determina que por momentos uno tenga «la sensación de estar viendo todo esto desde siempre. O de haber vuelto después de una larga ausencia» (p. 214). La observación parecería apoyarse en la regularidad con que la historia tiende a repetirse dentro de la cosmogonía roabastiana, quizás justamente porque los sucesos históricos vienen duplicados o multiplicados en los anales paraguayos: dictaduras, revoluciones armadas, guerras internacionales, levantamientos campesinos, éxodos, etc. Ya el Supremo anotaba en su «cuaderno privado» que todo se repetía a imagen de lo que había sido y sería. «Tan cierto es que no hay nada nuevo bajo el sol, y este mismo sol es la repetición de innumerables soles que han existido y existirán» (p. 183), pontificaba.




ArribaAbajoPanorama humano en la novelística del exilio

El análisis contextual de las obras estudiadas confirma la teoría de que «la génesis [de un texto literario] es inseparable de la estructura, la historia de la creación del libro, de su sentido»154. A esa intima relación entre génesis y estructura, entre elementos de contenido y elementos de forma, responde también el panorama humano recobrado en la novela del exilio. Protagonistas y antagonistas, héroes y antihéroes, recrearán en la ficción el mundo problemático del «referente» que el escritor -convertido en narrador, compilador o «doble» de alguna de sus criaturas- escoge como materia prima de su obra: Paraguay, en el caso del escritor exiliado. Si la temática asume un carácter político-social y gira en torno a la problemática nacional, es lógico esperar que los «actores» entren al mundo novelístico a representar sus papeles para que el lector participe en el enjuiciamiento ético y estético a que el escritor lo invita y que constituye para éste, tal vez su única forma de «acción indirecta» hacia el deseo de cambio, implícito en su obra.

Refiriéndose a la situación del escritor exiliado, comenta Renato Prada Oropeza que aquél «pretende actuar de alguna manera sobre lo que toma como material de sus narraciones: escribe porque es su único modo de actuar sobre la realidad»155. La novela del exilio estará estructurada, por consecuencia, en torno a los grupos humanos o individuales de cuyo enfrentamiento se nutre en lo temático: gobierno y pueblo. Por tratarse de obras fundamentalmente socio-políticas, el   —176→   contenido humano rescatará -antes que al Tristán o a la Isolda, al Don Juan o al Fausto nacionales, protagonistas éstos de conflictos sicológicos o filosóficos totalmente individuales, ahistóricos y apolíticos- a los responsables de las injusticias y del sufrimiento populares y a sus víctimas: los perseguidos, los encarcelados, los confinados y los exiliados, grupo éste en el cual se inserta el propio escritor, y cuya demografía incluye gran número de intelectuales, artistas y profesionales diversos.

Arbitrariedad e injusticia, con grados diversos de abuso del poder político, son las dos constantes temáticas que se repiten en todas estas novelas. ¿Cómo contribuye a su logro la estructuración del elemento humano? Por medio del contraste, de la interrelación, de la confrontación a nivel personal y colectivo entre pueblo y gobierno, entre víctimas y victimarios, entre el intelectual (como elemento concientizado de la sociedad) y sus posibilidades/imposibilidades de expresión. Es un duelo implícito o explícito entre los de abajo y los de arriba: implícito, en el caso de quienes son abusados y explotados pero que se encuentran sicológica o físicamente imposibilitados para la participación activa en el aceleramiento del cambio. En esa categoría se cuentan muchos de los personajes de La Babosa; Rosalía, Constancia y Atilio en La llaga; la mayoría de los protagonistas en Los exiliados; Macario, Miguel Vera, Alexis Dubrovsky, los miles de explotados en los yerbales y todos los que fueron obligados a sacrificar cuerpo y vida en la Guerra del Chaco en Hijo de hombre; finalmente, casi todo el pueblo paraguayo que por temer al castigo sufrió veintiséis años de dictadura bajo el doctor Francia en Yo el Supremo. El duelo se vuelve explícito en los enfrentamientos sangrientos y en la represión tendente a silenciar las protestas. Los protagonistas de estas confrontaciones terminan indefectiblemente avasallados por las fuerzas represivas. Sin embargo, aunque en casos individuales estos reveses conducen de ordinario al derrotismo y a la frustración (Gilberto Torres, en La llaga y Los exiliados), a nivel colectivo se observa, con la repetición de los intentos, la relatividad de esos fracasos. Ejemplos de los enfrentamientos explícitos son el coronel Balbuena en La llaga; los Belisario Lozadas, los Ocampos y Maidanas en Los exiliados; los Jaras y Aquinos en Hijo de hombre; y los muchos opositores silenciados o reprimidos en las cárceles y lugares de confinamiento en Yo el Supremo.

El compromiso con los oprimidos, la aspiración social y reivindicativa de estas novelas, hacen que a menudo el confrontamiento entre   —177→   oprimidos y opresores venga dado de manera simplista, como una definición entre buenos y malos, inocentes y culpables, explotados y explotadores. De ahí que pueda resultarles difícil a muchos, especialmente a los lectores ajenos a la realidad paraguaya, identificarse con cualquiera de estos personajes, buenos o malos, e inferir de ellos la existencia de un correlato real al que encarnan. Hay que destacar sin embargo que a menudo la exageración, lo caricaturesco, el maniqueísmo aparentemente ficticio con que estos seres discurren en el mundo novelesco, están ya en la realidad, en los modelos que sirven de inspiración y de los cuales son transposiciones (literarias) los personajes de Casaccia o Roa Bastos.

Basta dar una mirada rápida al funcionamiento del gobierno paraguayo y al comportamiento de sus miembros, al uso y abuso de poder de que éstos hacen gala, a los responsables de la represión y las torturas, para reconocer de inmediato, y hasta con nombres y apellidos, a los varios políticos corruptos que como Eudorito y el doctor Brítez en La Babosa, forman el grupo gubernamental asunceño. Lo mismo se puede decir de los elementos corruptos, de los explotadores que transitan por las páginas de estas novelas. Si bien el correlato real del general Alsina (en La llaga y Los exiliados) y el del Supremo Dictador (en Yo el Supremo) son obvios para cualquier lector con un mínimo de conocimiento histórico-político de Latinoamérica, no dejan de ser relativamente obvios e identificables los correlatos de personajes como los ya mencionados en La Babosa, del comisario Riquelme, del jefe de investigaciones Romualdo Cáceres, de los pyragués (espías del gobierno) y hasta de Adelina Carranza en La llaga; los de los representantes del gobierno en el extranjero que, como el cónsul Correa en Los exiliados, llevan la represión y la persecución más allá de las fronteras nacionales; los de traidores como Atanasio Galván, o de gentes como el comisario Chaparro y el habilitado A. Coronel, que sacan provecho personal de cualquier coyuntura político-económica, como sucede en Hijo de hombre; y, en fin, de los miles de Patiños que, como en Yo el Supremo, colaboran en la represión por cobardía o simplemente por déficit conciencial.

El panorama humano captado en la novela del exilio revela una previa selección, por parte del escritor, de los sectores que protagonizan o sufren en grado mayor las consecuencias de los altibajos políticos y económicos nacionales. No podía omitirse en esta novelística la representación del intelectual, del escritor o del artista que, por constituir su palabra un peligro para el orden dictatorial, ha debido   —178→   emigrar y aceptar el exilio a cambio de la posibilidad de expresarse, de comunicarse con sus lectores. Nos parece muy acertado el comentario de Renato Prada Oropeza sobre las opciones que tiene el escritor que vive bajo regímenes dictatoriales o represivos. «El escritor», señala, «en esta atmósfera, se asfixia y debe callar, es decir desaparecer del escenario público, o debe emigrar a climas más benignos: es decir, desaparecer del escenario público de sus lectores inmediatos. Todo ello en el mejor de los casos, puesto que la mano del títere homicida también puede eliminarlo del ámbito nacional, desterrándolo o asesinándolo cuando su voz alcance tonalidades 'peligrosas'»156.

¿Cuál es la función y representación del intelectual -sea éste escritor, profesional o artista- en estas novelas? Por un lado, y en consonancia con el hecho de constituir el elemento más concientizado de la sociedad, entran a la ficción como observadores y críticos. Si no son los narradores directos de la acción, como sucede en Hijo de hombre con Miguel Vera, o en Yo el Supremo con el doctor Francia, son los protagonistas principales y a ellos pertenece la visión del mundo que llega al lector: Ramón Fleitas, el escritor frustrado, en La Babosa; Gilberto Torres, profesor y artista fracasado, en La llaga, y el doctor Gamarra, abogado y político también fracasado en Los exiliados. Por otro lado, en cuanto el escritor exiliado pertenece a este sector intelectual captado en su obra y es a un tiempo «observador» y «observado», «correlato real» y «personaje novelesco», dichos narradores o protagonistas llegan a adquirir muchas veces características de «dobles intelectuales» de sus respectivos autores, o son, por lo menos, sus voceros ideológicos. La identificación con dichos personajes puede constituir, en otro nivel, una especie de autojustificación: el porqué de su exilio voluntario, en el caso de Casaccia; o el porqué de su no militancia política, en el de Roa Bastos.

La angustia existencial e imposibilidad para la acción de estos narradores-protagonistas es quizás ocasionada por la paradoja interior del escritor ideológicamente concientizado y aunado con su pueblo, pero atrapado no obstante en su calidad de hijo de la burguesía. Citemos una vez más a Prada Oropeza con respecto a este conflicto interior del escritor comprometido:

El escritor -que por origen de clase pertenece generalmente a la pequeña burguesía, pero que por su conciencia social se identifica con las aspiraciones de las clases explotadas, el proletariado y el campesino- sufre el impacto de   —179→   la represión brutal. Su salvación personal -su supervivencia- será lograda solamente si se acoge al exilio externo voluntaria o involuntariamente157.


Tal vez la decisión de alejarse del país natal para sobrevivir y salvarse como escritores y como hombres, explique el que sus criaturas novelescas a menudo asuman el papel de dobles apologéticos. Parecería que a través de aquéllos quisieran llegar al lector para que éste los juzgue y justifique. No creemos que constituya mera coincidencia el hecho de que el mundo ficticio de la novela del exilio -expresión de un contexto histórico-político-social bien delimitado- llegue al lector desde el punto de vista de un «hermano de sangre» del autor (sea aquél escritor, artista o profesional). En mayor o menor grado, los narradores o protagonistas principales de las novelas de Casaccia son «dobles» espirituales e intelectuales de su autor. De manera similar, pero aquí más bien con respecto a su calidad de «escritores», Miguel Vera y el doctor Francia son también, dentro de la acotación indicada, «dobles» de Roa Bastos.

Ramón Fleitas, como su creador, es un escritor que llega a la conclusión de que dentro del país es imposible escribir. Para hacerlo, hay que abandonar ese ambiente carcelario, y mirar hacia la otra orilla, hacia Buenos Aires, como lugar ideal donde triunfar artísticamente. Ramón tiene en mente una novela, y ya la había empezado un par de veces. Su obra, como las de su autor, se inspiraría en Areguá y describiría a su gente y sus costumbres (p. 14). Gilberto Torres es también artista, como Casaccia, aunque no sea escritor sino pintor. Al igual que Ramón Fleitas o Benigno Casaccia, tampoco puede dedicarse a su arte en el ambiente político-social en que vive. Casaccia (autor), Ramón Fleitas y Gilberto Torres (personajes), los tres sueñan con poder dedicarse enteramente a su arte algún día, y aquél, como éstos, cree que ello no sería viable sino en el extranjero, donde el arte sí es apreciado. Al igual que su creador, Torres concibe el arte en términos sociales. Más de una vez comenta éste el tipo de arte que quisiera pintar.

Yo quiero pintar algo parecido [al estilo de aquél «de los zapatos con alma de Van Gogh»]. Los pies de nuestros campesinos, con las plantas callosas puestas hacia arriba [...] Toda la historia dolorosa de nuestro pueblo se   —180→   resumirá en esos pies con sus plantas rugosas y tristes a la vista.


(Llaga, p. 94)                


El doctor Gamarra, abogado que hace veinte años vive en el exilio, y que no hace más que estar pendiente del retorno, con la mente y el alma permanentemente dirigidas hacia el Paraguay, no deja de captar el drama espiritual de Casaccia. ¿Acaso éste no hace otro tanto cuando busca y encuentra inspiración en un rincón del terruño dejado? El tesón de Gamarra por volver a la patria lo revela Casaccia con la vuelta sublimatoria a su país lograda a través de sus novelas. Su vista puesta en Paraguay constituye un elemento omnipresente en sus obras.

Miguel Vera denuncia más de un punto de vista común con su hacedor. Es escritor, como lo es Roa, y a través de sus obras transita por las calles de su niñez, de sus recuerdos, y al mismo tiempo mezcla en sus descripciones el contexto mayor, la voz del pueblo (sus recuerdos de Macario), los grandes momentos que han ido marcando los tramos de historia de su patria. Vera, como Roa, ha vivido la experiencia de la Guerra del Chaco y aquél, a partir de su diario, como Roa apelando a sus recuerdos, ha producido lo que en último término constituye la novela. Como escritor, al igual que Roa, Miguel piensa que el arte debe tener valor social. «Creo que el principal valor de estas historias», le dice a su amiga Rosa Monzón, «radica en el testimonio que encierran. Acaso su publicidad ayude, aunque sea en mínima parte, a comprender más que a un hombre, a este pueblo tan calumniado de América...» (p. 221). Y como muchos intelectuales, entre quienes estaría quizá comprendido su autor, Miguel Vera era «incapaz en absoluto para la acción» (p. 221).

En Yo el Supremo, el doctor Francia va escribiendo, reescribiendo su historia, cambiándola, editándola, corrigiéndola, comentando cuantos escritos e historias de otros van cayendo en sus manos. Ambos, autor y narrador, o compilador y protagonista, realizan tareas paralelas y ambos existen gracias a su escritura. Ambos son, a un tiempo, compilador-crítico-editores... Mientras el narrador supremo cuestiona la validez de la palabra escrita en cuanto transmisora de una verdad histórica absoluta, Roa Bastos cuestiona los alcances y limitaciones del «signo» como expresión de su «referente», y al mismo tiempo hace una revisión crítica, a través de la concepción peculiar de su novela, de los supuestos explícitos e implícitos en el género novelístico.

  —181→  

Por otra parte, mientras el dictador va elaborando su Texto abiertamente, sin secretos para su interlocutor interno (Patiño) o para sus posibles lectores externos, tomando tal documento, incorporándolo a uno de sus tres discursos básicos, corrigiéndolo, editándolo, etc., el autor Roa Bastos va tejiendo su novela, construyendo su Texto con otros anteriores, resaltando su artificio y convirtiendo la obra en una especie de manual de cómo-hacer-novela-partiendo-de-textos-genéricamente-diversos. De lo anterior es fácil deducir que ambos constituyen dobles perfectos, el uno del otro y viceversa. A ello apunta la indicación textual de que «quien pretende relatar su vida se pierde en lo inmediato. Únicamente se puede hablar de otro. El Yo sólo se manifiesta a través del Él» (p. 65). Lo mismo se puede leer en uno de los tantos «dictados» que hace el Supremo a su secretario. «Si a toda costa se quiere hablar de alguien», le dicta, «no sólo tiene uno que ponerse en su lugar: Tiene que ser ese alguien. Únicamente el semejante puede escribir sobre el semejante» (p. 35). Yo el Supremo tendrá múltiples lecturas, pero dos de ellas marchan paralelas: la que sigue la línea biográfica del Supremo y la que capta la realidad íntima del autor-compilador como expresión de aquélla. Deducimos, entonces, que la frase de que «se escribe cuando ya no se puede obrar» (p. 53) traduce literalmente la situación del dictador-protagonista, pero al mismo tiempo capta la situación del escritor en general, la del escritor exiliado en particular y, en último término, la de Augusto Roa Bastos.

En general, el panorama humano de la novela del exilio pone al descubierto una categoría de seres que se mueven obsesionados por un utópico retorno y cuya existencia va deteriorándose día a día en la infinita espera. Es el reino del antiheroísmo y del fracaso. No obstante, la salvación existe para quien tenga fe en el destino común, la colectividad, el ideal partidario o nacional. Allí están comprendidos los participantes de la acción guerrillera de La llaga o el grupo de exiliados de Posadas en Los exiliados. Por otra parte, la salvación personal está también al alcance de quienes puedan dar de sí, para sí, y para los demás. Es la esperanza de salvación individual o colectiva la que determina la intervención aislada de gente como Macario, Casiano Jara, o Kiritó, en Hijo de hombre. A este tipo de heroísmo individual -de alcances menores, heroísmo muchas veces destinado al fracaso, de resultados lentos- pertenece el del escritor exiliado. Prácticamente derrotado antes de empezar su obra, porque del público para quien va sentimentalmente dirigida (y sobre cuyo drama está basada) sólo una mínima parte tendrá ocasión de apreciarla (sus compatriotas   —182→   exiliados), toda vez que apenas será accesible a los compatriotas de dentro. Escribe, no obstante, convencido de que como dice el Supremo, «se escribe cuando ya no se puede obrar». Y además, porque toca al escritor exiliado hablar y gritar por todos aquellos que han renunciado a tener voz so pena de ser silenciados definitivamente.

A través de su escritura, repetido en sus «dobles», el escritor exiliado entra al mundo de su ficción, no como un superhombre sino con el modesto heroísmo de entregarse a los demás por medio de su obra, con el secreto deseo, tal vez, de que aquélla contribuya en alguna medida al cambio deseado por todos. Expresa Joseph Campbell, refiriéndose al «héroe moderno», que éste traduce el sentimiento de que «every one of us shares the supreme ordeal -carries the cross of the redeemer- not in the bright moments of his tribe's victories, but in the silences of his personal despair» («cada uno de nosotros comparte la suprema prueba -la de arrastrar la cruz del redentor-, no en los momentos radiantes de las victorias de su tribu, sino en los silencios de su desesperación personal»)158. En esos silencios de desesperación personal, a distancias estelares del terruño paterno, nacen, crecen y mueren las criaturas ficticias de la novela del exilio, como si sus autores se propusieran plasmar en sus obras, deliberadamente, el drama de sus propios hijos que también nacen, crecen y están condenados a arrastrar pacientemente «la cruz del redentor».







Anterior Indice Siguiente