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Paremiología remota en «Martín Fierro», «Fausto» de Estanislao del Campo

Ángel J. Battistessa





Puesto que lo convenido apunta de algún modo al recuerdo de este o aquel trabajo personal sobre los temas y el habla de lo gauchesco, debo acogerme a las formas dudosamente cómodas del pronombre de primera persona.

Llevo escrito nutrido número de páginas acerca de José Hernández, cumplido una edición crítica, anotada, de su poema; también diversos ensayos, publicados aquí y en España, por la mayor parte no unificados en volumen1.

Bastante tengo allegado sobre otros autores notorios en el género. A Estanislao del Campo, en el curso de 1982, cuando el centenario de la muerte del poeta, pude dedicarle el ensayo con que La Nación, en su Suplemento Literario, memoró el fasto. Esto en data reciente. Gracias a un feliz hallazgo de archivo, en 1942, en una disertación pronunciada en el Instituto Popular de Conferencias, y luego el resumen y extenso comentario en La Prensa, me fue posible rescatar un pretérito boceto verbal, de pluma del propio del Campo, anticipo por similitud en argumento y rasgos formales de su ulterior donoso y emotivo poema. Lustros después, en extenso ensayo con el texto exhumado traído de nuevo a la luz, reiteró el inicial título pertinente: «El Fausto de Estanislao del Campo. Su génesis periodística».2

Entre tanto trajín menudo, aviesamente cotidiano, recrea seguir trabajando en estas disciplinas. Tras las aportaciones sobrias y ponderadas, o las iterativas, las polémicas y las desproporcionadamente laudatorias, muchos son los estudiosos que aún pueden entonarnos a medio camino, y acaso ya sobre el final de la jornada. No nos desorbitemos en nombres. Con sólo mentar a Leopoldo Lugones, a Ricardo Rojas y a Eleuterio Tiscornia los aludimos y los saludamos a todos. Claro que ciertos puntos de vista son rectificables y los juicios de valor distan de estar agotados.

Lo expuesto y lo que sigue va dicho como proposición y sin alarde. El simple enunciado de los temas de este encuentro declara en que medida los mismos se hallan por encima del alcance comprensivo y comprehensivo de quien los retoma al sesgo. Con ser aquí presuntivamente familiares y escolarizados, los autores «gauchescos» se nos siguen mostrando si no arcanos y complejos, sí poco aptos para ser despachados en minutos: ello en lo que toca a Hernández y a su Martín Fierro, ello en lo que se refiere a del Campo y a su Fausto.

En esta exposición no corresponde corroborar las conocidas razones que jerarquizan a Hernández y lo tornan representante máximo entre los vivificadores de la materia tratada; lamento en cambio si no alcanzo a destacar ahora, según procuré lograrlo en otros sitios, el decoroso puesto menor, pero muy suyo, en el que debe enmarcarse, estimándola según se debe, la desenvoltura expresiva de del Campo, por mérito, ante todo, de su acriollada y «sentida» parodia de algunos de los sólo al parecer traspuestos motivos fáusticos.

Insisto: las dificultades que en cuanto a su autenticidad, o a sus convencionalismos, méritos y excelencias ha planteado y sigue planteando la bien o mal llamada «poesía gauchesca» no se debe -va dicho- a falta de empeñosos indagadores. Lo que sigue tampoco se insinúa para desconocer, de paso, los esfuerzos certeramente orientados y las contribuciones esclarecedoras en otros aspectos de interés. Considero que el acuciante reparo, la objeción urgente, debe recaer sobre los juicios perezosos y estereotipados, los pronto acogidos con aplausos o con reservas de corto circuito lugareño: entrometen mal empleados fervores patrióticos y en ocasiones desplazadas interferencias políticas.

Mucho habrá que porfiar todavía, con ecuanimidad y sin querella para que la opinión y el avulgurado fervor de ciertos comentaristas concluyan por distinguir, especialmente en el tenso relato de Hernández, qué fue en ese relato la generosa defensa del gaucho y qué, soslayado ya el alegato e incluso desaparecido el gaucho, perdura como poema. En otras páginas he aspirado a mostrarlo. Martín Fierro: un relato en lengua coloquial, de cuando en cuando requintada; un dinámico, un apodíctico texto misceláneo bastante arisco frente a las clasificaciones académicas y universitarias: épico, lírico, didascálico. Martín Fierro: un libro en que al cabo de tenaz campaña periodística, desatendida por las autoridades prepotentes, Hernández quiso de confesada manera «retratar» al gaucho, cuya desaparición se le hizo patente sobre la fecha en que se apresuró a componer la segunda parte del poema. Martín Fierro: las aventuras de unos gauchos, casi todos de índole y conducta entreveradas; entre ellas, contadas con más firme relieve, las del «paisano» de ese nombre, un tipo del ámbito bonaerense, socialmente explicable en su medio y en su tiempo; un tipo, pero no un arquetipo de lo argentino.

Por seculares implicaciones históricas, supuesto que nos halague alardear de «pueblo joven», a la verdad que no lo somos tanto. Ese error en la perspectiva cronológica fortalece otro yerro frecuente en un sector de nuestra crítica: la especie de presuntuosa connivencia en suponer que un poema nativo, para serlo y lucir como algo «nacionalmente» precioso, no puede menos que conformar, en lo temático y en lo elocutivo, un todo de procedencia vernácula, no foránea. Por las mencionadas implicaciones históricas, en las zonas culturalmente significativas del Nuevo Mundo apenas si ha podido darse esta o aquella literatura nacional que se inicie y se fortifique fuera de la órbita espiritual de los influjos y los encuentros fructuosos.

Más allá de la enojosa infatuación localista, el yerro se agrava por falta de información directa o por inobservancia de las cautelas del método. Ello pronto se entiende. Leído el texto, en el derrotero estimativo lo primero es «situarse»; en el actual nivel de los días, excepcionalmente una obra llega a nosotros libre de algún conato de apreciación previa. La fruición de las nociones afines y el escrúpulo de lo documental, si no la minucia bibliográfica, son cautelas asimismo recomendables. Lo son menos las notas cuando no localizan una circunstancia o no dan fe de una cita, pues por momentos el crítico literario debe actuar como escribano. Hasta en contrapuestos derroteros estéticos -así ahorren las acotaciones, así las prodiguen- un Sainte-Beuve, un Taine, un Fustel de Coulanges, un Croce, un Farinelli, un Gundolf, un Lanson, un Thibaudet, un Menéndez Pidal, un Bédier, un Du Bos, un Eliot pronto coincidieron en saber avizorar los motivos colaterales sobre los cuales los grandes temas centrales van a respaldarse.

Puesto que todo puede rectificarse, completarse y bonificarse, sobre la huella aún no completamente sendereada por otros, en delimitado sector de nuestras letras veraz o ficticiamente apoyadas en el habla rústica hispano-rioplatense sepamos estar precavidos frente a los indicados despistes. En este registro mucho hubo de interesarme y me interesa, por típico, aunque no exclusivo, el núcleo de las modalidades léxicas y, especialmente, el de los componentes sustanciales reelaborados y asimilados en sus obras por los autores gauchescos: la materia literaria «culta» junto a los resabios folklóricos y a la carga, paremiológica o refranera tradicional dispersa.

Debo limitarme ahora a un par de muestras ilustrativas. Una afinada quisicosa lírica, con sospecha de anónima, y el lindo dicho sapiencial que da remate a una difundida estrofa de Hernández bastan para hacer patente, sin acudir a otras calas temáticas y estilísticas, en qué medida importa soslayar el peligroso punto de vista de tantos comentaristas locales: me refiero al de los que se sorprenden y hasta se desconciertan e irritan si en una creación tenida por «argentina» damos en descubrir, retraída o manifiesta, o ingeniosa y certeramente localizada, una carga de elementos de procedencia no inmediata.

Grave, estrafalaria paradoja: pretender ser grande apocándose en lo lugareño, achicándose; postular que algo pueda ser durable sin incorporarle, siquiera inicialmente, otro algo que haya empezado por ser -por su entidad propia o por la ulterior irradiación de sus virtualidades- entidad a su vez durable, no vislumbre transeúnte y de poco momento.

En nuestro ser, antes que en nuestra hacienda, en poco o en mucho todos somos creadores de algo, los hombres y consecuentemente los pueblos. En poco o en mucho todos somos herederos, e incluso los más inoperantes brindan lo suyo. Conviene no olvidarlo. La cultura es producción o intercambio, comercio en la acepción hoy apenas ejercitada: la que categorizó Montaigne en el siglo XVI, la que represtinó en nuestros días el discreto y sosegadamente ecuménico Valery Larbaud.

También en lo que atañe al espíritu importa actuar en un levantado orbe de vasos comunicantes. A la frase de Ortega y Gasset, aquí harto trajinada pero no siempre según su connotación restricta, «Yo soy yo y mi circunstancia» (...o mis circunstancias) puede aparearse una similar aleccionadora aseveración de Goethe, «Yo soy yo y mis influencias». En más o en menos, todos tenemos precursores biológicos y fuentes afectivas, intelectuales y literarias. Goethe, autor sobremanera personalizado y guía iluminador de generaciones, mostró de continuo agradecida prisa en reconocer cuánto debía a los otros. Sobre lo recibido por herencia entrañable en la infancia, la juventud, la edad madura y la vejez ajenas le allegaron porción ingente de su cuantioso y cernido tesoro interior. Los doctos, y hasta por saludable contraste los ignorantes, le gratificaron con dúctiles materiales para la consolidación de su obra personal y de su vida misma. Goethe lo declaró en no pocos fragmentos de esa «larga confesión» que es toda su obra, símbolo emblemático de toda esa vida. Sin falso encogimiento el autor de Wilhelm Meister reconoció haber levantado, opima y varia, una cosecha secular facilitada también por incontables coetáneos.

Alecciona el honesto reconocimiento del polígrafo de Weimar, sin embargo tan original, espontánea y conscientemente creador en los más dilatados términos de la posibilidad del individuo selecto. Este fue su balance hasta en el tramo serenamente contemplativo de su senectud sin ocaso: «Mi obra puede por cierto llevar mi nombre, pero de suyo ella es la obra de un ser innumerable, colectivo».

Vista la propensión mimética de los grupos étnicos y culturales, desde las épocas primeras el vocablo «originalidad» -ciertamente en más corta medida que en estos años- no pudo sino aplicarse con fluctuación semántica. «Hemos venido tarde en un mundo muy viejo». Hubo do reconocer con llorosa sorpresa uno de los tempranos «innovadores» de la generación romántica. En la realidad inmediata, y en la realidad traspuesta, según el arte, por cortedad forzosa del intelecto y de la fantasía, desde que el mundo es mundo, los tipos, los temas y los motivos, con ser en el fondo inagotables, nunca fueron excesivos. Lo singular se arremansa en el cauce de lo genérico y sólo con el socorro de las variaciones (che ver troppo variar Natura è bella ...) los taumaturgos de la estética partean sus espaciados «hallazgos». Salvo Dios, nadie saca nada de la nada, verdad de Perogrullo con garantía teológica. Marcel Proust gustó admitirlo a su manera y después de la hora del desapego fiestero supo comprobarlo con denuedo heroico: «El mundo es nuevo cada vez que aparece un gran artista». No sin condiciones. En un determinado nivel de los días mal puede consolidarse creación válida sin el soporte de una tradición que le dé base. Queda claro que el sutil indagador del tiempo sólo se refería a lo nuevo de la cosmovisión personal del artista, no al mundo mismo que ahí se está, como Dios lo hizo, a la espera de creaturas mejor dotadas que nos lo «descubran». El artista es a su modo un creador, pero lo es en segunda instancia: más que crear, hace, combina, compone aquello que le fue providencial y gratuitamente propuesto en su interior o en su entorno. El verde, el azul y el gualda colores son que con otros empezaron a darse en el campo, el mar y la montaña; luego, pongamos por caso, el Veronés, con tal modelo inventó su verde, ese mistero gaudioso que tanto le placía a D'Annunzio; Tiépolo, su azul celestemente paganizante; van Gogh, su desesperado amarillo. En lo propio, los escritores y los músicos han procedido parecidamente. Casi obliga a sentir escrúpulos acudir a mayores ejemplos: junto al Fausto de Goethe, y antes y después de él, hubo y hay otros Faustos. Con la Fedra de Racine y las Fedras o los Hipólitos de la antigüedad clásica y del neoclasicismo no faltaron ni faltan las homónimas y los homónimos de los años recientes. No hay que afligirse por esto. Una sentencia del hosco Brunetière acude tranquilizadora: «Las cosas no son de quien las dice primero sino de quien las dice mejor». Por eso, grande o pequeña la originalidad de una obra no depende ni de los temas ni de las fuentes, si del tratamiento y de la elaboración o relaboración a los que cada realizador las someta; ni siquiera es posible pretender que toda obra declarada nacional surja verbalmente constituida con exclusivos materiales autóctonos. En términos absolutos, el impreciso deslinde de lo culto y lo popular, las más veces empuja a conclusiones despistadoras. Mucho cuidado, en consecuencia, con las atribuciones y las clasificaciones a primera vista: porción grande de lo difundido entre el pueblo en no pocos casos de origen popular; comporta, a distancia, antecedentes e indicios cultos. Por vía de comparación ilustrativa propongo el previo análisis de un decir supuestamente popular, anónimo y de uso comarcano: acaso él nos facilite un mejor acceso a uno de los aspectos de materia y expresión en el Martín Fierro: el de los refranes.

Hace casi doce lustros, en una publicación universitaria, entonces a mi cargo, me tocó reseñar el libro que a su autor. Ramiro Podetto, le agradó titular De estirpe nativa3. El meritorio colector daba entrada en el volumen a mucho de lo por él oído en la región sanluiseña. Con los cantares y decires acopiados y tenidos por comarcanos no quedó sin inclusión el que «sitúo» enseguida. La linda presea aparecía como descolocada por no haberse observado, según importa frente a todo motivo presuntamente folklórico y si se quiere mostrenco, esta recomendable cautela: no adscribir desde un principio a la región en la cual en un dado momento se lo oye, y menos suponerlo imprevistamente brotado del «pueblo», cuando atisbo de entonación lírica o de corte sentencioso se escuche y nos sorprenda en un litoral abierto o en un retraído rincón mediterráneo.


Tienes una garganta
tan clara y bella,
que hasta el agua que bebes
se ve por ella...



Sugiriendo los demás encantos do la mujer evocada, tal se manifiesta la voz al parecer anónima del autor de esa copla o trunca celebración madrigalesca. Tras la primera lectura en el libro del colector puntano, la imagen y el tono de los versos se inclinaron a sospecharlos directa o indirectamente derivados de fuente más lejana en el tiempo y en el espacio. Poco tardé en verificarlo. En una de sus colecciones de Cantos españoles, con adscripción a lo peninsular, Francisco Rodríguez Marín recogió este espécimen:


Tu garganta
tan clara y tan bella,
todo lo que bebes
se trasluce en ella.



En la misma España, o igualmente en el siglo pasado, en su relato Callar y perdonar en muerte, Fernán Caballero, esto es Cecilia Böhl de Faber la difundida narradora germano-andaluza conocida por su propensión a lo folklórico, incluyó esta estrofa:


Tienes la garganta
tan clara, tan bella,
que hasta lo que bebes
se trasluce en ella.



No quedaron ahí las cosas. En 1884, en Romania4, al reseñar el segundo tomo de los Cantos reunidos por Rodríguez Marín, el docto Manuel Milá y Fontanals traía noticia de esta variante:


Tiene una garganta
muy suave y fresca,
cuando bebe vino
todo se clarea.



Ya al trashojar la reseña desconté el promisorio azar de ir más lejos. Por lo que el tenue motivo lírico trasunta de conceptuoso y «cortés», me pareció lícito sospecharle un primigenio módulo verbal extraño a la región cuyana y tal vez no oriundo de España. «De casta le viene al galgo», como con referencia a parecidas filiaciones me entretiene prevenir siempre que comento un texto. Precisamente, en la entrega de Romania, Milá y Fontanals me confirmó en la sospecha, como que a su parecer el cantarcillo o fragmento de cantarcillo porteaba, a despecho de las variantes, indicios de una más remota y relevante procedencia: «Creo -prevenía- poder asegurar que este pensamiento se lee en algún antiguo trovador o troverero, pero no he podido dar con el pasaje en que se encuentra».5 Una notícula de la Redacción, que desconté discretamente añadida o sugerida por Paul Mayer, uno de los ilustres directores, me patentizó la fuente sospechada y ya inequívoca:... el texto de un alquitarado poeta francés del siglo XIII. Al mejor cazador se le escapa la liebre. Desde 1864, veinte años antes de los barruntos de Milá y Fontanals, con el debido rigor filológico el texto original del tiempo de las cruzadas constaba transcripto, precisamente por el propio Paul Mayer, en Jahrbuch fur Romanisches und English Literatur:


Quand vous buves le vin vermeuil
et la conieur descent a vui,
par mi (la gorge) reluit com par cristal
et descent jusqu' en la couraille.6



Para la accesible comprensión de todos, traslado los versos trovadorescos de la arcaica lengua de oil, así ortografiados, según esta sólo indicativa versión castellana:


Cuando bebéis el vino bermejo,
y el color desciende poco a poco,
en medio (de la garganta) reluce como detrás de un cristal
y desciende hasta el corazón y su entorno.7



Pasemos, para concluir, al prometido pasaje del poema hernandiano. Luego de esta digresión que supongo pertinente, entre tantos pasajes del mismo poema el que destaco y comento resulta oportuno para confirmar la prevención que debe asistirnos si queremos proceder con método en estos estudios: estar siempre sobre aviso, no olvidar que muchos materiales tradicionalmente acarreados por la memoriosa pero casi nunca verificada ni contrastada transmisión oral arranca -suele arrancar- de mamadero remoto pero oculto y escrito. Desde luego -y así en el caso de Hernández- un autor puedo ignorar la procedencia de parte imponderable de su obra; lo que importa os que acierte a actualizarla con inventiva vivaz y lozanía idiomática.

En algún articulo8 y en algún prólogo9 he prestado atención a varios refranes que el autor de Martín Fierro por boca de sus personajes signó con impronta propia. Leyendo -y parafraseando- escojo uno que digo sin desgarrarlo de su contexto, los versos 367 a 372 de la Segunda Parte, La Vuelta:


Mas quien manda los pesares
manda también el consuelo;
la luz que baja del cielo
alumbra al más encumbrao,
y hasta el pelo más delgao
hace su sombra en el suelo.



Son versos conocidísimos, pero ruego se repare en ellos, advertidamente en los dos que sirven de epítome a la sextina.

Esta es la muestra -tradición y creación robustamente ayuntadas- de lo que entre nosotros suele llamarse un tipo refrán de Martín Fierro y. en consecuencia, un típico refrán argentino. Pocos tan españoles, sin embargo. Sin entresacar otras muestras en autores y libros, baste prevenir que entre los paremiólogos de crédito como tal lo registra Hernán Núñez en su colección de Refranes: «Cada cabello hace su sombra en el suelo»10. En el Vocabulario de refranes y frases proverbiales, Gonzalo Correas lo reitera con igual fórmula11. Pero parece procedente sostener que se trata de un refrán francés: como francés lo recoge el conde Henri de Vibraye en su Trésor des proverbes français anciens et modernes12, al que transcribe: Il n' y a poil qui n' ait son ombre... Existe la enunciación inglesa, Even a hair cast its shadow, y también la italiana, Ogni pelo ha la sua ombra.13 Puede objetarse que el dicho es alemán. Se lo oye -lo he oído- en la región del Rin en boca de gente pueblerina y burguesa: Auch ein Haar hat seinen Schatten. El mismo Goethe no desdeñó apropiárselo en una personal colección de sentencias: Das Kleinste Haar wirft seinen Schatten.14

Aliviano, alivio las indicaciones bibliográficas que pesan y molestan menos cuando se las remite al pie de la página impresa. Baste añadir que este refrán de uso todavía coetáneo en nuestros pagos es anterior a la era cristiana. Cincuenta años antes de Nuestro Señor Jesucristo los romanos lo conocían y no es improbable que lo empleasen desde antes: Etiam capillus unus habet umbram suam. Por juego y por paradoja -o para trama de cuento de ciencia-ficción- cabría afirmar que nos encontramos frente a una anticipada versión latina del aserto de Hernández o de su gaucho portapalabra. Esto es lo cierto. Sobre la vigilia del advenimiento cristiano, Publilius Cyrus, entonces en el halago de la nombradía, acertó a recogerlo. Para la prueba me remito a la impecable edición londinense de Bickfort Smith15.

Admitida la presencia de los aportes locales fidedignos, mal puede temerse que estas verificaciones sobre base comparativa amengüen la deseable «originalidad» justamente exigible a una obra que nos place llamar nacional cuando menos en atención al momento histórico y al habla en que fue realizada. Sin desaforarnos hasta el ditirambo -que es una forma de la lírica, no un método de la crítica- digamos que cual toda tradición atendible, en lo suyo y en sus días, la de José Hernández fue una tradición creadora, no remedadora; por eso, aunque ello no obliga a imitarla, perdura. Si poco valen los remedadores y los epígonos, tampoco merecen excesivo aprecio los seudo originales: los que se ilusionan con la quimera de extraerlo todo de la nada. En cuanto a esto no falta otra paradoja que alecciona. Nadie más griego que Sófocles, y pocos tan en la admiración de los pueblos y de los tiempos. Muchos campean en el mismo alto friso radioso: Virgilio, latino; Dante, italiano; Shakespeare, inglés; Cervantes, español; Molière, francés; Goethe, alemán; Dostoievski, ruso... la lista es larga. Por poco que las obras poético-literarias asentadas en lo regional e inmediato ahonden en la ubicua plenitud de lo humano, el localismo y la universalidad se aúnan. El llamado «color local» es lo de menos.





 
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