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Pasado y presente

Pedro Henríquez Ureña





Cuando Sarmiento se propuso observar de cerca la vida española como clave para comprender los problemas de su Argentina, se adelantó, como siempre a su tiempo. Para transformar el país, quiso primero explicarse su peculiar configuración cultural. Dijo, en Facundo la parte que se debía al suelo, deshabitado y fértil, y a las maneras de vida que el suelo favoreció. Ahora España había de darle las razones históricas, los fundamentos del tranquilo pasado colonial donde se engendró la inquieta nación independiente. De paso, entre muchas cosas singulares, observó allí signos de «falta de cohesión en el Estado», imperfecciones de estructura: la España invertebrada.

En toda América, en tiempos de Sarmiento, queríamos olvidar, borrar el pasado colonial. Creíamos que bastaba, para consumar la disolución, el rito mágico de los aniversarios patrióticos. Afortunadamente, no pensaron así los grandes historiadores, López, Mitre, Gutiérrez, Vicuña Mackenna, Barros Arana, Orozco y Berra, García Icazbalceta, y en su trabajo se apoya el de los modernos colonialistas, con incalculable variedad de ramificaciones: la conquista, la colonización, la evangelización, las instituciones políticas y sociales, con sus amplios fundamentos de doctrina, la organización económica, las costumbres familiares, las fiestas, la enseñanza, la imprenta, las letras, las artes mayores y menores, hasta el teatro y la música nos deparan grandes sorpresas.

La cultura colonial, descubrimos ahora, no fue mero trasplante de Europa, como ingenuamente se suponía, sino en gran parte obra de fusión, fusión de cosas europeas y cosas indígenas. De eso se ha hablado, y no poco, a propósito de la arquitectura; de cómo la mano y el espíritu del obrero indio modificaban los ornamentos y hasta la composición. No hace mucho, José Moreno Villa, el original y acre poeta español, que es justamente crítico de las artes muy perspicaz, ha descrito procesos semejantes en la escultura, y hasta ha buscado para sus formas mixtas el nombre de «tequitqui», que equivaldría en la vida mexicana al término «mudéjar» con que se designa el arte de los musulmanes que vivían en tierra de cristianos1.

La fusión no abarcó sólo las artes; es ubicua. En lo importante y ostensible se impuso el modelo de Europa, en lo doméstico y cotidiano se conservaron muchas tradiciones autóctonas. Eso, desde luego, en zonas donde la población europea se asentó sobre amplio sustrato indio, no en lugares como el litoral argentino, donde era escaso, y donde además las olas y avenidas de la inmigración a la larga diluyeron aquella escasez. Las grandes civilizaciones de México y del Perú fueron decapitadas, la conquista hizo desaparecer sus formas superiores: religión, astronomía, artes plásticas, poesía, escritura, enseñanza. De estas civilizaciones persistió sólo la parte casera y menuda; de las culturas rudimentarias, en cambio, persistió la mayor parte de las formas.

Así, en las ciudades mientras se construían casas, palacios, fortalezas, templos, a estilo de los países del Mediterráneo se mantenía la choza nativa; el «bohío» de las Antillas, el «jacal» de México, el rancho de la América del Sur. En Cuba, se ha dicho al hacer la historia de la arquitectura local, el siglo XVI fue el siglo del bohío. En unos bohíos, antes de que se edificara su convento de estilo isabelino, vivían los padres predicadores de la ciudad de Santo Domingo cuando en 1510 inician la campaña en defensa de los indios. Fray Alonso de Cabrera, el predicador que tuvo imaginación de novelista, hablando en la corte de Madrid, decía que Jesús había nacido «en un bohío»; la palabra la llevó de Hispaniola, donde se dice que había pronunciado sus primeros sermones. Y el rancho, el bohío, el jacal, existen todavía, si no en las ciudades, sí en los pueblos pequeños y en los campos.

La alimentación campesina mantiene la base aborigen, por lo menos en cuanto a vegetales, con escasas adiciones de origen europeo en no pocos países; hasta en donde no sobrevive ya el indio puro, como sucede en las Antillas. En México predominan el maíz, los frijoles o porotos, el chile o ají, el cacao y el maguey, con la adición extranjera del arroz y el café. «Patria, tu superficie es el maíz», dice el poeta mexicano López Velarde. En el Perú predominan el maíz, la papa, el ulluco y la yuca o mandioca. En Brasil, la yuca y el maíz: «Aún ahora -dice Gilberto Freyre en su jugoso libro Casa grande e senzala-, la mandioca es el alimento fundamental del brasileño y la técnica de su elaboración permanece, para la mayor parte de los habitantes casi idéntica a la de los indígenas».

Los tejidos y la alfarería de los indios atraviesan todo el período colonial y llegan hasta nosotros, con alteraciones sólo superficiales. Pero su empleo está limitado a los humildes. En conjunto, las supervivencias indígenas se mantienen en los campos y los pueblos, mientras las adquisiciones europeas dominan en las ciudades. Tema de Sarmiento, la oposición de ciudad y campo, que en la Argentina del litoral se ha desvanecido ya, «parecen dos sociedades distintas», decía.

No todo es fusión, desde luego, en la América española, ni la fusión es siempre completa; quedan gruesos núcleos indios, a quienes no ha alcanzado, o apenas, la cultura europea, y viven de supervivencias. No son casos graves, como antes creíamos; esas supervivencias -así, las que describe Robert Redfield en su libro sobre Tepoztlán- salvan de la fábrica o de la mina, o de la plantación al nativo, mientras llega la ocasión de incorporarlo eficazmente, sin desmedro suyo, a la cultura de tipo europeo. Grave caso, sí, el del indígena, o el del mestizo, que de la cultura europea no ha adquirido sino el idioma y si acaso la exigua vestimenta, pero que ha caído en la situación de proletario, desconocida para la economía anterior a la conquista, tanto en las tribus de vida rudimentaria como en los «imperios» cuya minuciosa organización evitaba la indigencia. El problema de la América española es todavía su integración social.

De tales temas, en perspectiva histórica, trata el reciente libro de Mariano Picón-Salas, De la Conquista a la Independencia2; es uno de los primeros intentos de síntesis de las nuevas maneras de considerar los tres siglos coloniales, y está sustentado en vastísimas lecturas y nutrido en viajes3. Comienza describiendo «El legado indio», no el pasado indio como cosa muerta, según se le habría descrito treinta años atrás. Comienza luego a estudiar las «primeras formas de transculturación» o de fusión, con los primeros asientos de población europea, «de la edad del bejuco a la edad del cerrojo», como dice Germán Arciniegas comentando el proceso en su América tierra firme. Señala la aparición de expresiones propias de América en el siglo XVII, principalmente en formas barrocas; aun sin necesidad de influencia indígena, las ideas y las cosas de Europa se transformaban en la tierra nueva como mes natural, José Ortega y Gasset ha dicho que el español se transformó en América, pero no con el tiempo sino enseguida, en cuanto llegó y se estableció aquí. Por fin, la renovación espiritual del siglo XVIII está representada en el libro de Picón-Salas, por el «humanismo jesuítico», en el cual descubre asombrosos anticipos de la fermentación revolucionaria que nutrida por la «ilustración», había de producir la independencia. El humanismo jesuítico le sirve como de corrientes vastas y complejas; no eran sólo jesuíticas, porque en ellas participaban miembros de órdenes religiosas diversas, y miembros del clero secular, y, desde luego, gran número de laicos (el siglo XVIII es ya, en gran parte, laico, en oposición con el XVII); no eran sólo humanismo, no sólo cultura literaria e histórica, porque la curiosidad intelectual se extendía a todo. Junto con la arquitectura, que produjo entonces (cuatro de las ocho obras maestras del estilo barroco en el mundo) y es lástima que Picón-Salas no dedique mayor espacio al arte constructivo), el sumo honor de nuestro siglo XVIII está en la pasión del trabajo científico, que durante el siglo XIX no supimos mantener en matemáticas, astronomía, física, química, zoología, botánica y el empeño de innovación filosófica, el largo duelo entre Aristóteles y Descartes que se pelea en nuestras universidades y en no pocos seminarios y colegios. Junto a la historia, Picón-Salas trae la referencia útil al momento presente; así, cuando describe la tentativa pedagógica de misioneros como Vasco de Quiroga, Pedro de Gante o Bernardino de Sahagún, que «tratan de llegar al alma de la masa indígena por otros medios que el del exclusivo pensamiento europeo, mejorando las propias industrias y oficios de los naturales, ahondando en sus idiomas, ayudándolos a su expresión»; pensamiento que «tiene todavía validez en la vida criolla de los presentes días».

Oportuno y ejemplar es el esfuerzo del distinguido escritor venezolano. Mucho queda, y quedará siempre, por investigar, pero con los materiales ya reunidos es posible emprender obras de conjunto con espíritu de síntesis, sin esperar -larga espera, y vana- a que esté completo el repertorio de los datos. Y tanto más ejemplar y oportuno cuando el autor sabe recordarnos que el pasado es lección para el presente, si sabemos leer.





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