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Macondo más allá de la geografía y del mito

Homenaje a Gabriel García Márquez


Había que salir, por fin de esos pueblos descritos por la narrativa realista y descubrir, detrás de las indiscutibles miserias y los problemas sociales que los afligían, la dimensión mítica antropológica que desbordara la visión restrictiva del economicismo, el ideologismo y el sociologismo reinante. Hacer participar, de una vez por todas, al hombre de nuestra tierra de la condición humana universal a la que tenía derecho, más allá de la especificidad con que definía su identidad latinoamericana.

De eso se trataba, a principios de los años sesenta.

Felizmente, de golpe, sobre los espacios enrarecidos de una narrativa cargada de compromisos y solemnidades retóricas, Gabriel García Márquez abrió las ventanas sobre el mundo exterior y escuchó sus murmullos en patios, calles y pueblos. Incorporó su espontaneidad, sus «cuentos», sus «mentiras» y su humor, pero, sobre todo, la dimensión de sorpresa y «maravilla» que subyace en lo cotidiano para aquellos que saben descubrirlo. Gabriel García Márquez hizo del fluir natural de todo lo que es vida y, por lo tanto amor, un estilo reconocible en cada una de las páginas con que nos envolvió a partir de la «recreación del mundo», ese Génesis que fue Cien años de soledad.

En esa verdadera fiesta que supuso para todos nosotros la «fundación» de Macondo, resultó evidente que los pueblos de la ficción latinoamericana ya no podrían volver a ser lo que habían   -104-   sido hasta entonces: el simple receptáculo donde se condensaban, hasta transformarse en verdaderos tópicos, los males del continente que había que denunciar -miseria, explotación, injusticia- en cuentos y novelas del llamado «realismo social».

Claro que había y habría excepciones. Miguel Ángel Asturias, Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, João Guimarães Rosa y tantos otros, habían ensanchado los límites del realismo tradicional recuperando mitos y hundiendo sus raíces en un pasado que se redescubría. Pero Gabriel García Márquez tuvo la virtud de hacerlo indiscutible y popularizarlo hasta que lo «real maravilloso» y Macondo se convirtieron en los nuevos referentes y arquetipos del imaginario latinoamericano.


La ilusión de la Arcadia bucólica

Macondo nos devolvería, en plena modernidad tambaleante, a la ilusión de la Arcadia bucólica del «tiempo primordial» y renovaría la nostalgia de la Edad de Oro y del Paraíso perdido que pretendieron olvidar tecnócratas desarrollistas y revolucionarios voluntaristas. Esa sería la primera bocanada de aire fresco que irrumpiría en todos nosotros, los jóvenes lectores de Cien años de soledad, aunque en ese ensalzamiento de la autarquía, en esa protección del arquetipo del pueblo-isla frente a la hostilidad del medio circundante, se estuviera escamoteando la impostergable integración de América en el contexto universal al que pertenece más allá de su indiscutible peculiaridad.

El desfase anacrónico de pueblos arcádicos, cuya carácter paradisíaco y «a-histórico» se garantiza gracias a su aislamiento, aunque hoy parezca evidente y hasta formando parte de un cierto «manierismo», fue saludable en el momento en que García Márquez proclamó su soberanía e independencia en el centro de las ciénagas colombianas. Porque la reconstrucción ficcional del microcosmo del que Macondo es representativo, se dividiría ambiguamente -y nos dividiría a todos los lectores- entre el afecto «pasatista» por modos de vida patriarcales y perimidos, por un lado, y los inevitables desafíos del presente o la abierta apuesta al futuro, por el otro.

Lo que es evidente es que García Márquez, como nadie lo había hecho, «funda» un pueblo paradigmático de la ficción latinoamericana.   -105-   Su antecedente en la narrativa de William Faulkner -el famoso «condado» mítico de Yoknapatwpha- no basta para explicar la fuerza de ese espacio concentrado, de ese omphalos a partir del cual se ordena el mundo, verdadera entidad topológica de la literatura cuya significación puede ser el mejor homenaje que le puedo tributar en estas páginas.

Porque en el origen de la creación de un «pueblo-isla» como Macondo hay un concepto que es común a todo espacio novelesco. Macondo organiza y oficia como punto estructurador de la realidad, al modo del meson de la primera cartografía griega que situó el santuario de Delfos en el «centro del mundo».

Cuando José Arcadio Buendía grita: «¡Carajo! ¡Macondo está rodeado de agua por todas partes!», la imagen del pueblo-isla brota naturalmente de las páginas de Cien años de soledad en toda su proyección. No se trata de que José Arcadio reconstruya arbitrariamente un mapa, «exagerando de mala fe las dificultades de comunicación, como para castigarse a sí mismo por la absoluta falta de sentido con que eligió el lugar», sino que la idea de la isla nace versus el concepto de continente. Para percibir el alcance de esta imagen, hay que recordar que «Para los primeros navegantes, continentes eran sólo aquellas tierras del orbis terrarum: Europa y el Mediterráneo. Continente tenía entonces una acepción exclusivamente cultural e histórica, no geográfica. El Macondo insular no pertenece, pues, a Occidente; no es parte del mundo europeo, sino un lugar aislado, incapacitado de alcanzar el progreso que viene del Norte, donde hay tranvías, correo y máquinas. Sin duda es una tierra sin sentido que nació mal»3.

La fundación de Macondo está unida, por lo tanto, a la idea del espacio «innominado» americano, tantas veces recordado en la narrativa contemporánea (basta pensar en Alejo Carpentier). Al principio de Cien años de soledad se explica que:

Macondo era entonces una aldea con veinte casas de barro y caña brava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo4.



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La dicotomía entre el caos de lo innominado y el espacio sagrado de que habla Mircea Eliade5 se da aquí con particular nitidez. Es un caos anterior al Génesis y que, por lo tanto, no ha bautizado todavía la realidad circundante. El mito del Génesis se reproduce en Macondo en una modesta escala arquetípica:

La tarea del Creador consiste en dar forma, transformar y adaptar a escala humana esa turbulencia caótica que sólo empezará a tener sentido cuando en ella se haga la luz y por la palabra se defina, separando unas cosas de otras y distinguiéndolas por su nombre. Las sombras se disipan y todo va quedando en su sitio, situado en un lugar preciso, cuando podemos nombrarlo. La palabra acaba con la confusión y el desorden. Al referirme al espacio narrativo ya recordé que el mundo de Macondo era, en un principio, «tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre para mencionarlas había que mencionarlas con el dedo»6.



El fundador de Macondo se llama José Arcadio Buendía y «quiso erigir en la nueva tierra una aldea feliz», arrancando a la «eterna nata vegetal y el vasto universo de la ciénaga verde», el espacio necesario para crear en él lo suyo, «la Arcadia de su sueño».

La fundación de Macondo es casi religiosa, como corresponde a la magia que se desprende de las revelaciones en sueños. A orillas de un río han acampado las huestes peregrinas de Buendía. Están agotadas del penoso e inútil vagar por la selva en busca de la salida al mar. En ese momento José Arcadio tiene un sueño:

En aquel lugar se levantaba una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo. Preguntó qué ciudad era aquélla, y le contestaron con un nombre que nunca había oído, que no tenía significado alguno, pero que tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo7.



Como en el Génesis, es decir una vez creado y bautizado el contorno, la gran empresa en procura del Paraíso perdido, el fervor edénico, la búsqueda del oro o de la Edad de Oro y los sueños del camino hacia la utopía parecen detenerse y concentrarse en   -107-   la posible realidad de un pueblo donde todas esas metas ya se han objetivado. De ahí la fuerza y la intención de la conquista y la asunción de una identidad primordial en el medio de esa ciénaga insalubre. Porque -como ha señalado Raúl Silva Cáceres- Macondo es el universo como síntesis, donde se da una particular concentración de la visión narrativa que se traduce en modos de intensificación sutilmente diversificados.




Los imprecisos límites del mito

Los límites de Macondo son muy precisos. Fuera del poblado se siente la presencia de lo incomprensible o peligroso para la vida comunitaria instaurada. La naturaleza circundante se percibe como un espacio enemigo y hostil. Sin embargo, instintivamente, los pobladores de Macondo sienten que gracias a la incomunicación en que viven se protegen las notas más específicas de su identidad. La ciénaga resulta finalmente una garantía para la preservación de la Arcadia. No es extraño, pues, que cuando José Arcadio Buendía, consciente del aislamiento en que vive, decide enviar un mensajero a la ciudad con pruebas de sus descubrimientos científicos y militares, el portador de las noticias debe sortear una serie de obstáculos digno de la mejor tradición de los libros de caballerías:

Atravesó la sierra, se extravió en pantanos descomunales, remontó ríos tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas del correo8.



Durante años José Arcadio espera inútilmente la respuesta para descubrir ante la azorada Úrsula que: «Aquí no llegaremos a ninguna parte. Aquí nos hemos de pudrir en vida sin recibir los beneficios de la ciencia». Pero si el aislamiento impide que lleguen los beneficios científicos, al mismo tiempo garantiza la supervivencia de una forma de la felicidad simple y primitiva que Macondo encarna. En esta Arcadia se sigue viviendo en la armonía del mito del bon sauvage, en la Edad de Oro que ha tentado a la civilización   -108-   occidental, mitos que alimenta García Márquez en todas sus variantes, incluidas las más estereotipadas.

Toda aproximación a Macondo, como espacio de realización primordial, se malogra por desajuste, por incomprensión o por simple dificultad en cruzar los obstáculos naturales que lo separan del resto del mundo. Porque, además, se narra aquí la fundación y el aniquilamiento de un mundo autónomo y cerrado. La Edad de Oro pertenece definitivamente al pasado, porque ahora se sospecha el dominio de la muerte, poblado de seres misteriosos y voces de ultratumba.

Sin embargo, en Cien años de soledad el proceso de conversión del Paraíso en infierno es lento. La evidencia de la transformación y de la destrucción final de Macondo se da desde afuera. Como ha destacado René Jara Cuadra: «Macondo es un pueblo mítico que sufre los efectos aniquiladores de sucesivas plagas que, proviniendo del exterior, desanudan las potencias destructivas internas».

Apolinar Mascote, enviado por el gobierno como representante de una autoridad remota y central, racionaliza la ciénaga que rodea a Macondo, abre los caminos y hasta una vía ferroviaria que trae consigo los poderes de la compañía bananera. Ese mismo tren se lleva al final los cadáveres del personaje colectivo de Macondo masacrado por el poder central y lejano. Los mensajeros que han cruzado las ciénagas son finalmente los asesinos de la inocencia, los mercaderes de la Edad de Hierro, quienes imponen los parámetros de otra identidad, teóricamente más moderna, pero en todo caso más cruel.

Macondo se disuelve en la historia, más allá de la geografía que lo vio nacer y del mito en que se condensó, pero supervive en la literatura, tal vez lo único que importa.

Esta es la emocionante experiencia que nos dio en 1967 Gabriel García Márquez cuando leímos a borbotones Cien años de soledad: la conquista de la geografía y la erradicación del mito por la «civilización». A más de treinta años de ese ingreso forzado a la «modernidad» denunciado por la obra de Gabriel García Márquez y más allá de los nuevos estereotipos creados -tantos Macondos y «maconditos» como pueblan ahora nuestras letras latinoamericanas- es evidente que la esencia de su impacto sigue vigente: el arte de magia,   -109-   «real maravilloso» dirán otros, gracias al cual surgió como por encanto un pueblo lleno de alegrías y tragedias, seres humanos cuyas vidas están entretejidas por los «cuentos» que pudieron ser narrados por abuelas a sus nietos y que hoy son, felizmente, el patrimonio de la literatura universal.





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Una forma del arraigo

Las prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro (Perú)


«Los hombres cambian, pero las instituciones se perpetúan. Esos hotelitos destartalados de calles como la rue Princesse o la rue de Orteaux, donde se alojan los peones que vienen del Mediterráneo, no son otra cosa que la versión moderna de los ergástulos romanos. No encuentro prácticamente ninguna diferencia entre un albañil argelino o portugués y un esclavo de la época de Diocleciano. En esos hotelitos los peones foráneos se instalan a perpetuidad y salen solamente para su trabajo todos los días o un día, el último, rumbo al cementerio».

Esta es una reflexión de Julio Ramón Ribeyro, el escritor peruano que ha publicado en Barcelona un libro de título original: Prosas apátridas. A los cuarenta y cinco años, este delegado permanente adjunto del Perú ante la Unesco, se había descubierto ante una etapa de su vida que inevitablemente se cerraba y con muchas páginas sueltas que habían venido quedando aisladas y fuera del contexto de sus obras más conocidas.

«No soy yo el apátrida, lo son las prosas que forman el libro. Sencillamente porque carecen de patria literaria -explica a lo largo de una cordial entrevista-. Son textos que escribí sin un objeto preciso, con la vaga idea de incluirlos luego en alguna novela, cuento o ensayo, pero que se quedaron sin destino, desamparados. Es así que decidí reunirlos, dotarlos de un espacio común, a pesar de su diferente origen, motivo o inspiración. De allí el título de Prosas apátridas».

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Julio Ramón Ribeyro conoce ahora el éxito. Literariamente hablando se ha dicho que 1973 fue en el Perú «el año Ribeyro». La publicación de La palabra del mudo en una cuidada edición peruana, la aparición de La juventud en la otra ribera y la reedición de Los geniecillos dominicales (Premio Nacional de novela, 1965), unidas a su regreso a Lima tras varios años de vida en París, donde había trabajado como periodista en una agencia de noticias internacional, habían llamado la atención de la crítica sobre este escritor. El juicio fue unánime. Un crítico alemán, Wolfgang A. Luchting, llegó a escribir: «Yo creo que existen (y se ha establecido) tres grandes escritores en el Perú de estos días, Mario Vargas Llosa, José María Arguedas y Julio Ramón Ribeyro».

Con una sonrisa escéptica pudo decir entonces y repetirnos ahora el propio Ribeyro: «Considero injusto entre Vargas Llosa, Arguedas y yo. El sitial del primero está refrendado por su calidad y su celebridad; el del segundo se consolidó, sobre todo después de su muerte. En tanto que yo, que no conozco de las prerrogativas de los vivos activos ni la ventaja de los muertos trágicos, no puedo reivindicar ninguna plaza en ningún escalafón, salvo en una especie de limbo literario donde ni nacido ni muerto espero algo así como el momento de algún improbable Juicio Final».

Este Juicio Final aparece ahora conjurado en la cita de Rabindranath Tagore que Ribeyro utiliza como epígrafe de sus Prosas apátridas: «El botín de los años inútiles, que con tanto celo guardaste, disípalo ahora: te quedará el triunfo desesperado de haber perdido todo».


La utilidad de los años inútiles

¿A qué llama Julio Ramón Ribeyro sus años inútiles? Sus libros se han escalonado regularmente de 1955 a la fecha, redondeando una visión del mundo homogénea y profundamente peruana. En Los gallinazos sin pluma (1955) el tema central eran los seres marginales de la realidad y los suburbios limeños. Estos outsiders no estaban marcados por ninguna teoría existencial, eran los representantes de la marginalidad a que lleva la pobreza y la ignorancia.

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El mismo tono aparentemente impersonal, asordinado y falsamente naturalista reaparece en Cuentos de circunstancias (1958). Pero en la tensión de esa objetividad se adivinaban las fisuras que tiene el mundo de las apariencias cotidianas: lo irreal, la crueldad, la injusticia estaban presentes en esos cuentos, como lo estarían en «Tres historias sublevantes» y «Las botellas y los hombres», ambos de 1964.

También aquí Ribeyro, tal como había dicho el crítico peruano Julio Ortega, prefirió «el anonimato a la publicidad». La edición misma del libro era marginal. Eran libros mal impresos, estaban llenos de erratas y carecían de distribución fuera de la librería que los había impreso. Mientras tanto, Julio Ramón Ribeyro, como algunos de sus compañeros de generación -Enrique Congrains Martín, Carlos Zavaleta, Carlos Germán Belli- vivía literalmente a salto de mata, desempeñando todo tipo de oficios, trabajando para sobrevivir.

Este signo de la marginalidad reaparece ahora en Prosas apátridas. El libro ha sido editado por Tusquets en una colección llamada «Cuadernos marginales». ¿Simple coincidencia o se trata de un libro marginal?

«Lo más probable es que lo sea -nos dice resignadamente-. Es un libro de apuntes y reflexiones. Los lectores prefieren ahora novelas extremadamente complicadas, gruesos tratados que les dan la ilusión de vivir intensamente su actualidad».

Pero estas reflexiones y apuntes parecen servir para entender esos tratados o captar su secreto sentido. Así escribe Ribeyro en sus Prosas:

Lectura del tomo quinto de la Historia de Francia, de Michelet. Así como yo olvido los detalles de esto que leo y no guardo más que una impresión general de malestar y de horror, aparte de tres o cuatro anécdotas, el mundo olvida su propia historia, no la interroga y no saca de ella ninguna enseñanza. Diríase que la historia se ha hecho para olvidarse. ¿Qué humano, a no ser un especialista, reflexiona ahora sobre las exacciones que sufrieron los judíos bajo Felipe el Hermoso o sobre la confiscación y destrucción de los templarios? Por ello mismo, en la historia que se escriba en el año tres mil, la segunda guerra mundial, que tanto costó a la humanidad, ocupará tan sólo un párrafo y la   -114-   guerra de Vietnam una nota al fin del volumen que muy pocos se darán el trabajo de leer. La explicación reside en que el hombre no puede al mismo tiempo enterarse de la historia y hacerla, pues la vida se edifica sobre la destrucción de la memoria.






Los objetivos ilusorios

Ahora Ribeyro, tras sus años como periodista, es diplomático. Como ministro consejero del Perú ante la Unesco puede decir que «la diplomacia enseña mucho, aunque entraña el peligro de darnos a veces una visión cosmopolita y superficial de la realidad. La profesión ideal para un escritor sería poder ser escritor. Pero esto casi nunca es posible».

Este escepticismo actual no es nuevo. Cuando en 1973, Ribeyro conoció el éxito y la popularidad en el Perú, un ácido sarcasmo brotaba desde el título del libro que lo consagraba: La palabra del mudo. Además descubriría que asistir tímidamente a su propia celebración no significaba nada. Acababa de superar una grave enfermedad que lo había puesto al borde de la muerte y descubría -como Proust- que a los hombres les llega casi siempre lo que han esperado de la vida, sólo que tarde.

En Prosas apátridas, frente a su inmensa biblioteca se dice:

Y entre estos libros perdidos (los parásitos, los que nadie lee), los que yo he escrito. No digo en cien años, en diez, en veinte. ¡Qué quedará de todo esto! Diríase que la gloria literaria es una lotería y la perduración estética un enigma.



En 1973, respondiendo a una de las numerosas entrevistas que marcaron su visita a Lima, dijo a un prologuista, el crítico peruano José Miguel Oviedo:

De joven había soñado realmente con alcanzar la fama literaria, ser reconocido como un auténtico escritor: ahora que todo el mundo me dice que lo soy, siento que ya no me interesa, que tal vez he corrido tras un objetivo ilusorio y que no valía tanto la pena.



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Valga o no la pena el éxito literario, Ribeyro sigue trabajando intensamente. Entretanto, las formas más auténticas del arraigo pueden pasar, pues, por las mejores Prosas apátridas, una fórmula que como peruano y latinoamericano, ha sabido entender en su sentido más profundo y sutil: el que da haber sido marginal no por voluntad propia, sino por la necesidad de la pobreza.







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Palabra de mujer

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Más allá del miedo

La narrativa de Luisa Valenzuela (Argentina)


Los siquiatras especialistas en la infancia utilizan un test llamado El país del miedo, elaborado en base a frases breves y dibujos, gracias al cual miden el grado de angustia de los niños. El test está agrupado en cuatro categorías: agresión, inseguridad, abandono y muerte. Los símbolos que encarnan ese «país del miedo» son de carácter cósmico (cataclismos naturales, como terremotos, incendios, inundaciones y erupciones volcánicas), representan un bestiario temible (dragones, monstruos, lobos y otros animales malignos) y a seres agresivos o perversos (verdugos, diablos, brujas, esqueletos, fantasmas y espectros). El paisaje de ese país está hecho de bosques tenebrosos, cementerios y castillos inaccesibles con lóbregas mazmorras y un variado arsenal de instrumentos de tortura. Ataúdes y máscaras son objetos de la vida cotidiana. Sin dificultad los niños se identifican con ese «país» donde, más allá de su angustia personal, reconocen los símbolos y las imágenes que representan lo que se ha entendido tradicionalmente como la iconografía del miedo.

Este país del miedo de la infancia, puede ser -sin embargo- el pálido reflejo o el dramático anticipo de un país real donde el temor individual se ha transformado en pánico colectivo. Un país cubierto por solapados silencios, con miedos latentes y soterrados, envuelto en cobardías cómplices, sometido a paródicos autócratas; regido por un sistema que se legitima en el propio terror   -120-   instaurado, con torturadores capaces de enamorarse y llorar sobre los cuerpos de sus víctimas9, con la violencia represiva estallando a la vuelta de cualquier esquina y con hogares transformados en auténticas prisiones. Un país -en triste resumen- donde las fronteras de la ansiedad o de la angustia se esfuman en un inseguro paisaje urbano.

Este pasaje sutil del temor individual elaborado a partir de los arquetipos de la infancia, al terror colectivo, vivido como una pesadilla, es tal vez una de las claves que mejor resume la alegoría contemporánea del miedo en un país como la Argentina. Un país que hereda los tópicos del coraje de los «guapos» que había forjado la narrativa y la poética gauchesca del siglo XIX, donde el miedo era cosa de «maulas» y de cobardes, para consagrar en pleno siglo XX el «derecho al miedo». De esta legitimación de un miedo que hasta un pasado reciente sólo era objeto de befa, sino de desprecio, trata lo esencial de la obra de Luisa Valenzuela. Al cambio y permanencia de este leit-motiv he consagrado las páginas que siguen.


La larga lucha contra el miedo

El miedo -bueno es recordarlo- es una de las emociones fundamentales del ser humano. Omnipresente, sutil, sus variadas expresiones han atravesado los siglos, manifestándose tanto en temores a lo desconocido como en reacciones frente al peligro, tanto en visiones individuales como en miedos, cuando no pánicos, colectivos. Toda civilización es el producto de «una larga lucha contra el miedo» (G. Ferrero), ya que el miedo nace con el hombre en la más oscura de las edades de su historia. En todo caso, el miedo «está en nosotros» (G. Delpierre), porque «todos los hombres tienen miedo» (J. P. Sartre).

Mientras el temor o la ansiedad pueden ser difusos o sin claro motivo, el miedo, por el contrario, está siempre determinado por una causa, obedece o refleja una situación concreta e inmediata. El miedo tiene un objeto preciso que le confiere su especificidad y se identifica a una situación a la que se debe de hacer frente. El miedo se manifiesta en esos «momentos de máximo asombro», sorpresa o coincidencia, ese de «golpe se asusta» (APCR, 12), esa   -121-   «cobardía pura» o esa sensación de que «a Pedro le tiemblan las piernas por demasiada coincidencia» (APCR, p. 9) a los que hace alusión Luisa Valenzuela en sus relatos. Se tiene siempre «miedo de algo». Cuando alguien tiene miedo cree saber de qué tiene miedo y actúa en función de esa causa, generalmente ocultándola, tanta vergüenza provoca confesar que se «tiene miedo». No es extraño, entonces, que haya tantos miedos como «objetos» de miedo, incluido el miedo a tener miedo.

En todos los casos, el miedo a la oscuridad, a las profundidades, a las alturas, a la velocidad o a la inestabilidad, los temores infantiles que resurgen ante cualquier sobresalto con el que se asocian (miedo a quedarse solo, a perderse, temores nocturnos) y el inevitable miedo «a la muerte», se aceptan como miedos naturales. Todos traducen emociones arquetípicas sedimentadas en el fondo de los seres a través de generaciones, son fabulaciones colectivas arcaicas particularmente receptivas a las interpretaciones supersticiosas o mágicas. Todos ellos son sentimientos vitales y emociones vinculadas con situaciones imaginarias intensas: miedo de ser violada, temor al castigo, temor o deseo angustioso de un acto violento. Miedo agudo y profundo a la muerte, ese miedo a algo -morir- que nadie puede evitar -como recuerda J. C. Barker10- ya que nadie escapa a la muerte, aunque esta experiencia «desconocida tan especial, particularmente inexplicable, ese miedo de algo que no será nunca conocido», no pueda nunca contarse a otros (Paul Tillich). Sin embargo, el miedo puede también disfrazarse de «prudencia»: «No fue miedo, fue prudencia como dice la gente: precisamente demasiado hoscos, nunca imaginados, imposibles de enfrentar en un descenso» (DVLA, p. 19).




Del miedo natural al miedo «imaginativo»

Si en la narrativa de Valenzuela el miedo se matiza y se gradúa desde el temor a la angustia, desde la sensación difusa del miedo al miedo objetivo a «algo», al punto de legitimar el sentimiento que lo provoca, tradicionalmente ha sido ridiculizado, sino despreciado. Hasta no hace mucho el hombre -y digo bien el hombre y no la mujer- no tenía derecho a tener miedo.

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Basta pensar en la «soberbia del valor» de Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez, cuyo protagonista es un auténtico paradigma del «hombre corajudo», del «guapo» en la acepción rioplatense de valentía. Su consigna tácita es de siempre «tirar para adelante». El miedo es descrito con cierta ironía o desde el ángulo del ridículo, porque no se puede nunca «tirar para atrás». Cuando Juan Moreira se presenta en el pueblo de Navarro para desafiar a quienes dicen «andar buscándolo», los pacíficos habitantes lo miran pasar por la calle «con terror». El soldado que lo recibe «tiembla de miedo» y el sargento se queda «helado de espanto». En este esquema, el que tiene miedo es un «maula», lo que puede ser un verdadero insulto. «¡No se asuste, maula!», le grita el «guapo» Juan Blanco al desesperado Rico Romero en el duelo que los enfrenta.

Del mismo modo al «maula» le «tiemblan las carnes», tiene «jabón» y «se afloja como un blandito», como afirma Martín Fierro al narrar el comportamiento de los soldados frente a los indios en la frontera. Más provocativamente, el «gaucho» Martín Fierro desprecia a los «gringos» que se dicen «papolitanos» y son como «delicaos» y «parecen hijos de ricos» y a los que «cuando llueve se acoquinan / como el perro que oye truenos». Gente así «sólo son güenos / pa vivir entre maricas», sentencia en forma lapidaria el arquetípico personaje de una literatura que encontrará similares imágenes de «compadrazgo» en la narrativa suburbana y «orillera» de principio de siglo. Pero también en la histórica de Manuel Gálvez, donde pueden leerse expresiones como que el General Osorio, «era el coraje hecho hombre» (Jornadas de agonía con la que cierra el ciclo de las Escenas de la Guerra del Paraguay). Un elogio del valor de un militar capaz de conducir a sus tropas a «la línea negra», donde se paga tributo a «la diaria ración de pánico».

Un elogio del «hombre de coraje» que se hace emblemático cuando Francisco Real, al que le dicen «el Corralero», en el Hombre de la esquina rosada de Jorge Luis Borges, desafía a Rosendo y éste huye cobardemente. El narrador siente que «nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más» somos pura «basura» y que tienen la «obligación de ser guapos». Frente al «coraje insufrible del forastero» llama «como desesperado» al Corralero a pelear, aunque alguno de «los nuestros había rajado».   -123-   En definitiva, frente a la muerte, es posible decirse: «Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas».

Este relato de Borges esquematiza dos sentimientos antagónicos posibles frente al peligro. O se lo enfrenta para defenderse, transformando el miedo en cólera y agresividad; o se evita hacer frente al peligro, sometiéndose a su dictado o simplemente huyendo. De ahí tanta ambigüedad envolviendo el signo del miedo. Con cierta razón, Valenzuela observa en El gato eficaz que:

Huir no siempre es cobardía, a veces se requiere un gran coraje para apoyar un pie después del otro e ir hacia adelante. Nadie huye de espaldas como debiera huirse, por lo tanto nadie sabe lo qué es la retirada, el innoble placer del retroceso; disparar hacia atrás en el tiempo para no tener que enfrentar lo que se ignora.


(EGE, p. 37)                


En realidad, si en algunos casos los peligros objetivos pueden justificar el miedo, es el proceso de «subjetivación del riesgo» el que lleva a transformar su naturaleza y a variar su intensidad, según los grados de ansiedad o de emotividad del sujeto. Es ese pasaje sutil del miedo en la oscuridad al miedo a la oscuridad -del que habla Jean Delumeau11- el que marca una diferencia cualitativa entre el miedo ante el peligro del mundo animal y esa capacidad de «imaginar», de «soñar» el miedo que tiene el hombre.

Como lo ha subrayado Bachelard, «el sueño puede ser más intenso que la experiencia», por lo cual el soñador queda atrapado en la trampa de su propio sueño y de los fantasmas de los cuales ha sido el artesano. Esa misma imaginación que está en el origen de la actividad creadora, artística y científica, acelera, exagera y favorece lo que poéticamente resume Víctor Hugo cuando escribe: «Voici le moment où flottent dans l'air / tous ces bruits confus que l'ombre exagère».

El miedo cualitativamente elaborado gracias a su complemento imaginativo es un miedo que se vive como «una situación», un estado que se prolonga desde una insinuación inicial a una evolución más lenta y una duración más importante, arrastrando no sólo la reacción emocional fisiológica del miedo sorpresivo inicial, sino configurando verdaderas representaciones mentales, desencadenando   -124-   provocaciones aceleradas de la imaginación. Y como la imaginación tiene horror del vacío, inventa lo que no conoce, aunque se pierda en las consecuencias de esa representación. Son las «solicitaciones de lo misterioso» y de lo enigmático, de que habla Roger Caillois las que provocan la desmesura creativa a la que el miedo a lo sobrenatural invita.

Luisa Valenzuela juega con ambos resortes. Un miedo «imaginativo» se instala «objetivamente» en ciudades como Buenos Aires en Aquí pasan cosas raras (1975) y Realidad nacional desde la cama (1993). En Buenos Aires, donde tantas «cosas raras están pasando», tener miedo puede suponer que no se sabe «si algo es cierto o es mentira» (APCR, p. 14) y sentirse rodeado de trampas «indefinibles» (APCR, p. 11) y de «oscuros designios» (APCR, p. 10). Todo miedo, incluso el miedo a fenómenos naturales, aunque sea catastrófico, como terremotos, incendios e inundaciones, se agota en sí mismo, es decir en la duración de la emoción inesperada que lo provoca y en general no deja otra traza que la del instante del estímulo: la aceleración cardíaca, los sudores fríos, la «carne de gallina» que lo tipifican hasta los límites del estereotipo. Sin embargo, si el miedo tiene un objeto y una causa, la ansiedad es, por el contrario, un sentimiento de inseguridad indefinido, inquietud permanente que desorganiza el comportamiento.

Pero hay más. Más allá de la ansiedad está la angustia. La angustia nace de la perspectiva y de la espera del peligro, aún cuando éste sea desconocido. En esa disposición latente del individuo, la amenaza se siente como indefinida, no controlable, como una forma vacía esperando un contenido. La espera indefinida ante un peligro indeterminado condena a un agotador, sino doloroso, estado que desorganiza el comportamiento individual y lo somete a un permanente sentimiento de ahogo.

La angustia como variante difusa del miedo aparece en la narrativa argentina en el relato que lleva ese nombre en La ciudad junto al río inmóvil de Eduardo Mallea. Ana Borel siente ese difuso temor que la va invadiendo hasta llevarla a la locura cuando descubre «su inutilidad tremenda» y se hace la pregunta que abre las puertas de la angustia: «¿Qué significa todo esto?».

Nada más sutilmente dramático que el sobresalto de la protagonista Ana Borel cuando «repara la mueca de su propia sonrisa»,   -125-   cuando siente «en su boca el frío de una mueca». Es ese ver crecer el tiempo dentro de sí en «la forma de un solícito y horroroso fantasma que iba cerrando todas las puertas para quedarse a solas con ella», ese ver crecer el tiempo en las casas, los jardines y los árboles, apresurándose «en su terrible huida de los hombres» el que marca el ritmo de esas horas que traen su «cúpula resonante» para la angustia y que hacen ver la perspectiva de una nueva jornada «con terror» para instalar finalmente el estado de «desesperación subterránea» que la embarga. Angustia premonitoria que no abandonará desde entonces a la literatura argentina, pasando de los temores difusos del individuo al terror colectivo del país entero.




Miedo colectivo y terror ejercido desde el poder

En efecto, más allá del miedo que está en el corazón y en el espíritu de los hombres, donde ejerce la plenitud de sus poderes y produce alteraciones afectivas y perturbaciones fisiológicas, hay un miedo que se instala en el espacio colectivo. Cuando el miedo deja de ser individual y da curso libre a su naturaleza insinuante se hace epidémico, se extiende y penetra el cuerpo social y provoca el vértigo del grupo o de un pueblo entero, ya que «todo se degrada bajo la influencia del miedo»12. Son los «tiempos del miedo» en el cual se centra la narrativa de Luisa Valenzuela y que resume:

Bella sobre la cama acariciando una sensación inesperada: el miedo (...) Un tiempo de miedo arqueado sobre la superficie consciente, un tiempo de miedo subacuático.


(CDA, 13)                


Son esos tiempos violentos en que se instala «la furia de la destrucción» de que habla Hegel. Ya se sabe, pero bueno es recordarlo: una de las fuentes del miedo es la inseguridad. Los signos que afectan la necesidad de seguridad que tiene el hombre contemporáneo conducen a considerar toda conducta marginal o heterodoxa como potencialmente peligrosa, temible, cuando no delictiva. «Sedicioso», «subversivo», han sido apelativos en cuyo   -126-   nombre se han justificado todo tipo de excesos represivos y la aprobación de normas y procedimientos practicados impunemente para garantizar la «estabilidad» de la sociedad.

Lo saben todos los teóricos del poder y quienes han reflexionado sobre la violencia como teoría y como práctica: el poder se auto-legitima en el ejercicio de la violencia que sistematiza el Estado omnipresente, agobiando con sutil perversión la vida cotidiana de ciudadanos sometidos a sus reglas. El Estado reclama para sí la violencia física de dispositivos como policía, ejército y cárceles para justificar el orden instaurado. Con esa delegación de la violencia individual a un aparato administrativo represivo se ratifican los sentimientos de seguridad básicos del hombre «unidimensional», amenazado por la agresividad y la tensión reinante. Buena parte de la modernidad se edifica sobre esa violencia soterrada de los sistemas productivos industriales y burocráticos aplastando toda expresión individualista.

La violencia así legitimada controla racionalmente el mundo contemporáneo, evitando sus desbordes y sus posibles «efervescencias colectivas» y lo hace «enfriando» las expresiones de la violencia espontánea y ocasional. De los actos individuales de la violencia tradicional que siempre ha existido, se pasa a constantes, coordenadas, estructuras y verdaderos «sistemas» de violencia. Si en el pasado el miedo fue el explicable reflejo directo de todo acto de violencia, la violencia actual proyectada como sistema, como expresión difusa de un poder tecnocrático, genera un miedo también difuso, una «red de miedos» y no un miedo identificado por una causa concreta. Lo dice la narradora de Cola de lagartija (1983):

Esta red de miedos, este diseño tan geométrico también yo lo voy tejiendo sin querer, sin darme cuenta, pero no logro comprenderlo... una telaraña que me atrapa... algo tejido por montones de arañas negras, agazapadas a la espera de su presa, extensísima, kilométrica red y nosotros las presas y también las arañas.


(CDL, 217)                


Así profetiza para su país «un río de sangre», imagen que el lector recoge como una certidumbre desde la perspectiva histórica   -127-   en que inevitablemente lee la novela, tanta sangre ha corrido en la Argentina entre 1976 y 1983. Alguien anda por ahí, nos dirá Cortázar desde el título del cuento que da título a uno de los libros que publica durante el período de la dictadura argentina. En otro de sus relatos, «Escuela de noche», se vive una forma secreta de la institucionalización del terror.

Sin embargo, lo que parece una metáfora directa, no lo es tanto. Si el miedo se conjura por la palabra escrita y el texto es capaz de denunciar y socavar el discurso del poder que lo hace posible, no puede olvidarse que la literatura -por su parte- «es un miedo, un lento miedo que se desplaza secretamente en el cuerpo meticuloso de la lengua y desde allí comienza a hablar», como señala Juan Carlos Santaella en su ensayo La literatura y el miedo. La restitución de las imágenes perdidas para siempre en la memoria necesitan del miedo para hacer de «atropellantes palabras» una tensa escritura que contenga al mismo tiempo «la vida y la muerte», porque «escribir desde el miedo, con miedo, implica estatuir una condición ética de la escritura»13.

Entonces, si la literatura necesita del miedo es porque no es posible escribir sin miedo o porque toda memoria está hecha siempre de esos fragmentos que no se resignan al silencio definitivo. Es con esta contradictoria tensión que podemos finalizar este primer viaje que nos hemos propuesto al «país del miedo» que Luisa Valenzuela define, pero cuyos indicios ya podían adivinarse en las páginas que tradicionalmente lo han despreciado para ensalzar las virtudes primarias de la valentía y del coraje. De lo que podemos estar seguros es que su obra, escrita con fragmentos recuperados de una memoria que no se resigna al olvido, ya no podrá ser silenciada por ningún poder, lo que sí supone un gran coraje, «otro» tipo de coraje, el único que tal vez importe.




Bibliografía

Obras de Luisa Valenzuela citadas


LH: Los heréticos, Buenos Aires, Paidós, 1967.

EGE: El gato eficaz, México, Joaquín Mortiz, 1972 (2.ª edición, Buenos Aires, La Flor, 1991).

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APCR: Aquí pasan cosas raras, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1975.

CDA: Cambio de armas, Hannover, Ediciones del Norte, 1982.

DVLA: Donde viven las águilas, Buenos Aires, Celtia, 1983.

NNCA: Novela negra con argentinos, Barcelona, Plaza y Janés, 1990.

RNDLC: Realidad nacional desde la cama, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1993.





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Tierra de las palabras

Dulcinea encantada de Angelina Muñiz Huberman (México)


Una mujer sentada en el asiento trasero de un automóvil que rueda en el interminable Periférico del Sur de Ciudad México sufre una intensa revelación interior. Respirando los gases tóxicos de ruidosos tubos de escape y ante un paisaje de fábricas con sucias chimeneas, edificios despintados y barrios miserables que desfila ante sus ojos, descubre que su memoria, construida hasta ese momento únicamente con lo que otros le habían contado desde su infancia, está también hecha de «recuerdos propios» que «no son de nadie», que son «exclusivamente suyos».

Este descubrimiento de su propia conciencia, asumido como una súbita revelación, le permite lanzarse a la fantástica exploración de un mundo interior en el que se injertan los fragmentos de la memoria de los otros, lecturas y meras invenciones. En esta zambullida intransferible, cerrada con celo y desconfianza al exterior, la identidad de Dulcinea estalla esquizofrénicamente en varios personajes: Dulcinea, dama de compañía de la Marquesa Calderón de la Barca en el México del siglo XIX; Dulcinea, amante de Amadís, protagonista de una amor pastoril de aura provenzal y Dulcinea, exiliada de la guerra civil española, recordando su infancia en un albergue infantil de Rusia. Tres destinos diferentes, tres novelas posibles o dos novelas imaginadas y una vida vivida como una novela; en todo caso, tres historias narradas en forma paralela separadas por siglos en el tiempo. Tres argumentos   -130-   prisioneros de la mente que los ha forjado; tres personajes para una sola conciencia que ha quebrado su relación con el mundo exterior.

Sin embargo, el autismo en el que se incomunica Dulcinea es deliberado. «Una vez que se deja de hablar ya no importa. Ya diste el gran paso», confiesa, para decirse que la gente sólo habla de lo que está pasando, trivialidades evidentes como «está lloviendo» o «hace frío», cuando lo que «hay que decir es lo que no está pasando, lo que nunca pasó y lo que nunca pasará». Lo que se piensa es lo que vale la pena, es decir, lo que nunca se dirá, dialéctica de hermetismo e incomunicación fundadora de la única realidad válida: la que impide escuchar, la que la lleva a perder el habla, la que induce a pensar, la que invita a escribir.

La verdadera revelación de Dulcinea es descubrir que el arte de cultivar la propia memoria es el arte de escribir. Pero su escritura será interior, mental. Dulcinea va a crear un libro dentro de su cabeza que no será un libro oral ni escrito, sino un libro mental; «un libro interno, en continuo quehacer. Un libro que se repite o retoma por cualquier parte. Que se reforma y que nunca es igual. Que existe y no existe. Que vivirá en ella y que será tan largo como su vida».

Dulcinea encantada es la trascripción de ese libro. Un libro que abarca todos los estilos. un libro que se cifra y se borra al mismo tiempo, «como escrito en arena o en mar», y que no es más que un largo monólogo de casi doscientas páginas que se abre y se cierra en el mismo escenario circular del periférico. Libro abierto al mundo y a una superposición de tiempos históricos por los cuales transita Dulcinea como un nuevo Orlando de Virgina Woolf, pero libro, al mismo tiempo, cerrado en el universo mental de la desconcertada pasajera de un automóvil atascado en el infierno contaminado de una autopista ciudadana, en ese «rugido de cemento sin paisaje, bajo un cielo empañado».

Angelina Muñiz Huberman apuesta a este difícil ejercicio literario de construir Dulcinea encantada como una novela (¿lo es?) que refleja una vida que transcurre escapándose en palabras, al mismo tiempo que se proyecta en historias superpuestas. «Yo soy tantas historias que a veces es difícil elegir con cuál me quedo», se dice la protagonista. En la superposición de círculos incomunicados   -131-   entre sí, pero de los cuales se pasa ágilmente de uno a otro en un proceso de reenvíos recíprocos, más que avanzar en un argumento, se profundiza en una indagación. Un escarbar hacia dentro que propicia un vértigo en el que sucumbe el lector, seducido por una prosa confesional que invita a la complicidad y a una dolida solidaridad con ese progresivo proceso de «desaprender lo aprendido, olvidar todas las rutas, borrar lo conocido y abandonar el mundo de la razón y la cordura».

Obra pensada y bien estructurada, elaborada pacientemente a lo largo de más de treinta años de reflexión y diez de trabajo -según explica Angelina Muñiz en De cuerpo entero (1991)- Dulcinea encantada es sobre todo una decantada reflexión personal sobre la muerte y el exilio, un «palimpsesto» de los topos arcádicos de la novela pastoril provenzal y de las crónicas costumbristas de la vida decimonónica mexicana y un intento de síntesis de la pluralidad cultural latinoamericana.


La morada interior

Autora de cuentos y novelas que han recreado la novela picaresca del Siglo de Oro en Tierra adentro (1977), la Edad Media en La guerra del unicornio (1983), gracias a una hábil transposición del lenguaje y las formas de la épica castellana al tema de la Guerra Civil Española, la vida de Santa Teresa en Morada interior (1972) auténtica proyección de su transida angustia al mundo actual, Angelina Muñiz es también una estudiosa de temas medievales. En Las raíces y las ramas (1993) investiga las fuentes y las derivaciones de la Cábala hispanohebrea con una asombrosa erudición y en La lengua florida recoge la tradición literaria sefardí, desde la Edad Media hasta nuestros días.

Pero más allá de su producción literaria y ensayística, inscrita en la buena tradición de la literatura mexicana donde las voces femeninas se expresan con la soltura que da la indiscutida madurez cultural de escritoras mayores como Elena Garro y Rosario Castellanos garantizan su vigencia, Angelina Muñiz ofrece una visión caleidoscópica de su propia identidad a través del recuerdo permanente de su origen español y de los exilios sucesivos que han marcado su vida trashumante. Lo que sería natural en la   -132-   tradición literaria aluvional de países como la Argentina, Brasil, Venezuela o el Uruguay, es excepcional en México, cuya literatura se inscribe en lo raigal y vernacular y prefiere la reflexión sobre «lo» mexicano más que lo que puede ser la dualidad emergente de una primera generación de inmigrantes.

De ahí parte de su originalidad. Angelina Muñiz, nacida en 1936 en el sur de Francia de padres exiliados que huían de la guerra civil española, pasó su infancia en Cuba, para radicarse luego en México, donde confiesa haber jugado desde la adolescencia a un desdoblamiento múltiple de acentos y nacionalidades asumidas confortablemente según el interlocutor al que se dirigía. «Era francesa, cubana, andaluza, castellana, refugiada o mexicana, según me convenía», ha confesado en su texto autobiográfico El juego de escribir. En ese juego que le permite emplear distintas hablas según donde se encontrara, Angelina se fue creando un lenguaje particular de donde desechó conscientemente todo modismo, español o mexicano que pudiera identificarla, aspirando sin querer a una expresión universal que tradujo en el esfuerzo y el cuidado de su propia escritura.

Si ha confesado que en «ese ir de país en país creó mi propia morada interior» y que, educada en el tráfago de los espacios, se acostumbró a vivir en cualquier parte del mundo, es evidente que habiendo perdido su tierra de origen se fue aferrando a la «tierra de las palabras». En el espacio del lenguaje, hecho de intimidad creativa, pero también de atenta apertura al exterior de cuyos ecos ha recogido los múltiples referentes, tanto del presente mexicano como del rico pasado medieval, Angelina Muñiz se siente ciudadana de una verdadera «patria literaria», esa morada con que se identifican los buenos escritores por sobre toda nacionalidad.

Esencia íntima que se reconoce en la lectura de Dulcinea encantada, donde México parece ser la estación terminal de un viaje a través de la historia que confluye hacia un anuncio explícito del Apocalipsis. Fragmentos del libro de la Biblia sobre los últimos días son citados y la propia novela se divide en capítulos titulados como los «siete sellos» del Apocalipsis, adelantando el trasfondo de muerte y resurrección en que se resume.

La muerte «cotidiana nuestra que vamos relegando, alargando, empujando» -como la define en un poema de El ojo de la creación   -133-   (1992)- está presente en la vida y en la obra de Angelina Muñiz. Si la novela nos recuerda en forma recurrente la trágica muerte de su hermano cuando tenía apenas ocho años de edad, en De cuerpo entero nos relata como pudo hacer suyo, incorporar a su propio ser, ese desgarrado recuerdo fraternal. Angelina se acostumbró de niña a dialogar secretamente con su hermano muerto y como parte de un juego de infancia prohibido actuó como si fuera él, llegó a serlo a través de simulacros que bordearon la locura.

Esta presencia trágica de la muerte en su vida, si bien es de secular raíz española -su padre andaluz era dado al «sentimiento trágico de la vida» y su madre castellana estaba ancestralmente resignada a la natural convivencia con la muerte- se prolonga en su obra con la presencia violenta y ritual de la muerte en la vida mexicana. Desde los crímenes pasionales o excéntricos que los titulares de la prensa amarilla exaltan, a las populares «fiestas de los muertos» que hacen de calaveras, esqueletos y ahorcados juguetes de niños y trivializados objetos de decoración o pastelería, el símbolo de la muerte está siempre presente, a tal punto que Muñiz escribe: «Creo que el momento más cercano a la muerte es el nacer: cuando nada existe y todo tiene que ser desarrollado y aprendido con una lentitud exasperante. Lo que más ansía el niño es crecer, alejarse de la muerte primera, la iniciadora». En este aprendizaje que va de la muerte a la vida, el vacío inicial se va llenando de espacios y tiempo conjurados por el amor.

Es el amor de Amadís y Dulcinea el que llena el vacío en que se ha refugiado el autismo de la protagonista. «Soy mi propia progenitora, me siento como la primera o la iniciadora», se dice antes de ceder al amor que ella misma ha creado para ingresar a otra ruta, abierta más allá de un recodo final del periférico, camino que transita entre pájaros y árboles cargados de frutos hacia las puertas del cielo. Un amor que se sella con el ingreso a la muerte.

Novela abierta de un mundo cerrado, Dulcinea encantada demuestra -por si hiciera falta- que la narrativa latinoamericana tiene voces nuevas y originales que no agotan su expresión en los tópicos forjados en los años sesenta. En este periférico circular de ciudad México estamos lejos de la Comala de Juan Rulfo, de la   -134-   «región más transparente» de Carlos Fuentes y de los estereotipos de la revolución mexicana paródicamente revisitados por Fernando del Paso, pero seguimos estando en la buena literatura.





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Cuerpos desintegrados y construcción del lenguaje

Los cuentos de Teresa Porzecanski (Uruguay)


Con obsesiva tenacidad, los cuentos y relatos de Teresa Porzecanski (Montevideo, 1945) son una dolorosa comprobación de la fragilidad del cuerpo humano y lo difícil que es mantener el equilibrio de la mente que debe regir funciones fisiológicas y ritmos circulatorios bajo la constante amenaza de su desarticulación. Su prosa, hecha de la agotadora tensión que esa vigilancia de la armonía del propio cuerpo conlleva, está llena de alusiones a la rutina y a las tentaciones de locura que invitan a trasponer los límites de una identidad cuestionada. Con frecuencia cede a esa invitación y entonces el relato resbala hacia otras formas narrativas o estalla, como un caleidoscopio, en los fragmentos de cuerpos sanguinolentos lacerados y miradas que no se reconocen en los espejos que las reflejan. La deconstrucción corporal se revierte así en una trabajosa articulación lingüística capaz de expresarla. Son las «construcciones» que Teresa Porzecanski propone desde el mismo título de una de sus obras clave -Construcciones (1979)- edificación por el lenguaje de lo que ha sido demolido en la propia entraña, desechos orgánicos transformadas en novedosa materia narrativa.

La empresa es deliberada y se ha ido precisando a lo largo de siete volúmenes que se han completado, entrelazado y complementado, reiterado hasta hacerse concomitantes, desde El acertijo y otros cuentos (1967) hasta Nupcias en familia y otros cuentos   -136-   (1998). El proceso creativo no ha sido lineal, sino un permanente cuestionamiento de los puntos de partida iniciales, variantes de un mismo texto, acotaciones, repeticiones y apostillas de volúmenes que son antologías de otros, pero acompañados de novedosas inflexiones circulares, al modo de un pensamiento que se fuera desenroscando en la medida que otros anillos se repliegan con pavor sobre sí mismos.


Un paseo iniciático a lo largo de palabras encadenadas

Obra singular en las letras uruguayas contemporáneas, Teresa Porzecanski ha hecho de sus cuentos auténticas alegorías iniciáticas. Por lo pronto, de iniciación al lenguaje. La entrada en el lenguaje es para la autora de La respiración es una fragua (1989) como un paseo a lo largo de palabras encadenadas en corredores truncados, laberínticos y llenos de «puertas falsas, inconducentes y maléficas» (EMR, 37). Este recorrido permite la invención de un mundo -del que forma parte la ficción- gracias a un «sacrificio de definiciones que crepitan y se exhuman y renacen», función subversiva que ejecuta violentando las palabras y asociándolas en forzadas parejas metafóricas, no siempre fáciles de desentrañar. Se trata de desbaratar el rígido ordenamiento de las sílabas, ya que «la alternancia estricta de consonantes y vocales» es el resultado de «una insoportable mediocridad». Si bien inicialmente el lenguaje es una «ciudad desierta», se puebla en su prosa de una espesa, cuando no opresiva, vegetación barroca. Las frases se retuercen como lianas que van ahogando sentidos y acepciones reconocidas, para abrirse a los abismos insondables de otras que habrá que ir bautizando con dolores de parturienta.

Invirtiendo el principio del discurso del método cartesiano -«Pienso, luego existo»- los personajes de Porzecanski pueden decirse: «Yo, o sea mi cuerpo, mis venas latiendo, el endemoniado ritmo de la vida» (EMR, 37), toma de conciencia de la compleja riqueza de los fluidos corporales y las funciones fisiológicas ajustadas como un mecanismo de relojería, que solo hace más patente el equilibrio frágil proclive a la desarticulación y al desarreglo. Cuando un cuerpo cae desde un tercer piso -como en «Intemperie»- los pedazos se descolocan, como «liberándose violentamente   -137-   del engranaje de la circulación que los había mantenido ligados por un artificio aglutinante de rutina» (NEF, 31). No es extraño que se pregunten, en el borde del desquicio, «si los cuerpos pueden conservar vidas fragmentadas en sus partes amputadas» o si «tal vez les quede algo de aderezo en sus tendones o un dispositivo, que no su voluntad, los ensamble con los automáticos vaivenes de los astros» («Pedazos», LREUF, 8). La conclusión es fatalmente negativa: «Hay quien nos disgrega del todo, Siempre. Al final».

El yo tiene, pues, un «límite inseguro y temeroso», irreconciliable y probablemente inexistente, a pesar de la «paradoja» de un cuerpo marcado, con «carne diferenciada, distintiva, elegida para ser tú, producida para llevarte y desplazarte» («Los otros», Construcciones, 61). La identidad, estructurada gracias a esos ritmos sanguíneos circulatorios, temperaturas corporales, capacidad respiratoria, número de leucocitos en la orina, glándulas funcionando «ajenas a las decisiones», está continuamente amenazada por el desequilibrio y una automarginación que invita a la paranoia. Así, de golpe un ritmo corporal hecho de una rutina no cuestionada se desarticula y estalla en fragmentos que un mórbido coleccionista etiqueta, como el protagonista de «Hobbies» (Ciudad impune, 1986), para descubrir con horror que la pieza que le falta es su propia pierna.

Otra pierna, una pierna suelta, abandonada y enterrada entre escombros y basura, emerge y reclama una atención que la indiferencia de los pasantes desmiente en el relato «Pedazos», aparente condición ajena que termina siendo propia. «Y abandonar mi cuerpo ya sin aliento sepultado allí con los escombros. Y la pierna. Dejé también la pierna, que todavía respiraba. La tuve que condenar a su propia agonía» (LREUF, 11). En otros casos, el «inventar personajes», lo que es privilegio de la escritura -como sucede en «Identificación» (Esta manzana roja, 1972)- puede ser un torpe recortar cuerpos por el medio, con «piernas hacia un lado y entreverado el tronco», aunque en el papel carezcan de volumen y no puedan «alcanzar muchos suspiros». Los personajes así construidos se observan a sí mismos. Buenaventura en «Manías» (La respiración es una fragua) se contempla como parte de un cuerpo desintegrado, en «su ropa apergaminada, como una piel ya adherida al cuerpo, gris y previsto, irremediablemente moldeado» (LREUF, 37).



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La semiótica de la suciedad

Del mismo modo, la digestión aparece como un proceso donde los «nobles alimentos», una vez ingeridos, «rondan el vientre depravado» y «los minerales locos se modifican con ansia competente en ese intestino grueso» (EMR, 31). El estómago se «regodea» con los alimentos y segrega «jugos gástricos», peptonas y grasas, se hincha y se retuerce, para segregar «las mucosas sus palpitantes jugos» (EMR, 81), un modo de exaltar la provocadora confrontación entre los estómagos satisfechos y el hambre que ronda alrededor de cocinas pletóricas de ollas humeantes y desperdicios de comidas: «El hambre exasperada, petulante, imperiosa, el pobre hambre engañada, tierna, postergada» (EMR, 33). A veces, ese hambre sólo aspira saciarse comiendo «una humilde manzana roja». A este fruto simple, exaltado en el título de uno de sus volúmenes de relatos -Esta manzana roja (1972)- se opone el líquido viscoso llamado sopa de legumbres o el postre «nadando en el meloso océano de azúcar derretida».

Las funciones fisiológicas primordiales -lo que Julia Kristeva llama en Pouvoirs de l'horreur la «semiótica de la suciedad»- son evocadas por Porzecanski en su cruda y cotidiana ritualidad: el excremento que recorre el intestino como «una casa conocida, esperada» (EMR, 81); ese «defecar en paz y largamente hasta deshacerse de las propias entrañas» o el «defecar solemnemente hasta las maldiciones» («Tercera apología», EMR, 68) o el triste «orinarme encima a los cuarenta y tantos años de respetabilidad, cagar solemnemente mientras engullo una manzana» (EMR, 70), aunque en otros casos la locura pueda sospecharse subyaciendo en la normalidad, cuando se anuncia que «la tía defeca gusanos verdes» que trepan por las paredes del retrete como «tallarines flagelados» (CI, 54). En el colmo metafórico se puede hablar de «lírico excremento».

El cuerpo, cuando se observa con minucia, puede provocar sorpresas. Al ir mirando sus propias partes en un microscopio -como hace Rogelio en una de las «Historias de locura» que componen el volumen Historias para mi abuela- se puede culminar en una alucinante autogénesis: un darse a luz a sí mismo «entre sangres y delirios». «Lo vio aparecer entero, pequeño y enrojecido:   -139-   el ser humano primero que él también había sido» (HPMA, 44). Un nacimiento que en otras ocasiones se define como «un mejunje arbitrario de probeta». («Primera apología», Esta manzana roja). Un mejunje que es el resultado de una relación sexual que en la confusión de los cuerpos convierte a los seres en hermafroditas. En ese entrelazamiento surge el «espacio de nadie, donde nadie es ninguno, y todos, esa gelatina oseosa y fusionada que empapa las carnes como una mermelada, iguala los cuerpos y los sosiega» (CI, 57).

Esta condición sexual ambigua que el travestismo del «señor Minimores» lleva al grotesco, reaparece en la mujer condenada por brujería a ser quemada, consciente que su herejía es la «más grande de todas, esa procacidad de ser mujer». Al mirarse en el espejo, poco antes de ser conducida a la pira, se ve reflejada en una silueta superpuesta a la de su verdugo, el Gran inquisidor, en una ambigua condición de andrógino y con líneas borrosas allí donde «toda definición no alcanza, y nada alcanza, porque los nombres no están hechos de sustancia» («Herejías», LREUF, 43).

Pese a todo, nacer y morir son parte de un proceso que no sólo está en los extremos de una existencia -como generalmente se lo entiende- sino que pueden confundirse. Rogelio cuando «se da a luz», en realidad se está muriendo y lo hace «tan dulcemente» que su nacimiento no se empaña con esta muerte simultánea.

Muerte que puede ser el cumplimiento de un sueño: estar suspendido en una hamaca tendida entre dos árboles en un apacible jardín. En «En vilo» (CI, 27), el viejo operario de taller y de filtros que agoniza, pide que se abra un ropero de «olores rancios» en cuyo fondo tenebroso ha guardado durante treinta y cinco años una hamaca que nunca pudo desplegarse en el estrecho apartamento donde ha vivido. «Soñar con la hamaca me tuvo suspendido en la vida», confiesa, un modo de «estar en vilo». La muerte le llega así, también dulcemente, ascendiendo en la hamaca desplegada, «suspendido de nadie, sostenido por nada» (CI, 29). Si la muerte natural culmina en levedad, la tortura a la que es sometida la protagonista en «Herejías» no hace sino descoyuntar las articulaciones de un cuerpo «con profunda entrada entre las piernas» para convertirlo en «un objeto que se agrietaba sin razón y sin pausa» (LREUF, 41).



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El hogar del cuerpo desarticulado

En los sucesivos círculos concéntricos que van del propio yo al mundo circundante, el espacio de la casa ocupa un lugar privilegiado en la obra de Teresa Porzecanski. El cuerpo desarticulado se prolonga en hogares construidos a su imagen y semejanza, como una prolongación antropomorfizada de miembros y articulaciones en habitaciones y salones que reflejan el carácter de sus habitantes. La casa se transforma así en un «animal escondido en el interior de una vulva tornasolada», con sus propias emociones, estados de ánimo y caprichos, al modo de «una larva contráctil que adoptaba las formas del pensamiento» (LREUF, 49). En estas casas donde hay que sacudir «el pegajoso moho de encima de los muebles» o con salones que «tienen demasiado de algo» y «un excesivo olor a encierro y a excrecencia», se contrapone también la rutina y el desarreglo. Aunque, en algunos hogares «todos los días se encadenan al arreglo imperturbado de la cómoda, del cuarto de la casa» («Visitas», EMR, 31, 33), otras provocan la «oscura pasión por los rincones» a la que sucumbe Begonia, la protagonista del relato que lleva ese título, -«Oscura pasión por los rincones»- aquellos que son «más recónditos y menos visibles, las esquinas obtusas, deformadas, las cerradura indóciles de los baúles, la fetidez de los subterráneos cloacas» (LREUF, 49). En esas casas se puede sentir «la respiración jadeante» de sus muros y corredores y descubrir con pavor que bajo las superficie difusa de los muebles, se esconden agazapadas los espectros de piel cetrina de los antepasados.

Ya en 1970, Mercedes Ramírez señalaba que Porzecanski era no sólo «creadora de mundos, ámbitos y atmósferas inquietantes», sino que los elaboraba con «un estilo nuevo en el panorama de nuestra actual narrativa» para el cual se servía con igual naturalidad y fuerza de «la Biblia, de la ciencia ficción o de la realidad inmediata». El resultado era para su prologuista: «una extraña y bella combinación de Apocalipsis y diagnóstico, vertebrada por su amor a los desheredados de la tierra»14.

Los años no han hecho sino confirmar y ahondar este tenso diálogo, porque se adivina en la Teresa Porzecanski que escribe impactada por la violencia imperante en el mundo, el intrincado   -141-   intercambio de referentes entre el ámbito privado y la esfera pública. En «Disturbios abajo» (Ciudad impune) se invaden mutuamente, al punto de que un tumulto que parece un juego de «engranajes que se enroscan», observado desde lo alto de un edificio, termina extendiendo sus «garras» sobre el hombre que lo contempla cada vez más excitado. Los individuos que se pelean y matan entre sí en la plaza vecina, «grupos humanos que se aparean en junturas cada vez más próximas», lo impulsan a la inesperada violencia de arrojar por la ventana a la mujer indiferente que tiene a su lado. En otros casos, el contexto tiene el nombre de Montevideo, una ciudad donde todo cambia en forma subrepticia hacia la «curiosa topografía» de héroes que se conduelen por «la imposibilidad de sus quimeras» y los jubilados se arraciman como «palomas luciendo esa mirada de ave, lateral y sin párpados». Capital de un país donde sus habitantes, que cada vez son menos, han perdido su rostro («Inoportuno», CI, 73) o viven a las orillas de un arroyo Pantanoso de «agua morosa y amarronada en la que flotaban objetos infames».

En otros relatos, finalmente, bajo la descripción de un mar que se aparece como espacio «espeso y licuoso» y donde sumirse es probar que es el «único sitio donde el hundimiento es verdadero» (CI, 59), brota la sombra ominosa de los «desaparecidos». Arrojados al mar, sus olas los devuelven a las playas como medusas verdosas resbaladizas y blandas como magmas, pero con los ojos abiertos con «interrogantes de pavor».

No es extraño, entonces, que la protagonista de «Visitas» pueda decirse frente a los pizarrones escolares: «Estoy en una crisis deforme de todo el raciocinio, de la lógica toda, de la interpretación activa» (EMR, 29), cuando siente que se difiere el juicio aprendido. La locura tiene una finalidad tan contradictoria como el ingreso deliberado en su sinuoso y complejo territorio, tal como lo propone Porcekanski. A la locura se llega gradualmente por «un lapsus virtual de soluciones», por un «ingresar sabiamente en un largo desvarío», para «sentir directamente lo invisible, ampliar la evidencia de lo obvio para que no sea necesario saberlo» y también para «sustituir el miedo por el escalofrío, las buenas costumbres por el terror más vivo».

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En este nuevo espacio -el de la locura percibida como «cauce levemente alterado»- se moverán con soltura los cuerpos reencontrados con sus más complejos reflejos. Gracias a ella, la narrativa de Teresa Porzecanski se instala en el sesgo oblicuo y la descolocación que caracteriza la narrativa uruguaya contemporánea. La «ardua labor» que propone la autora de Construcciones da la pauta de un penoso, pero gratificante túnel a recorrer para «descubrir el universo recóndito de las propias entrañas». Sin embargo, sus desconcertados héroes, aunque decidan «aniquilar el orden», pueden vivir asidos nostálgicamente a los mitos perdidos de la infancia, como el protagonista de una de las «Historias para mi abuela» (HPMA, 50), quien a los cuarenta y cinco años sigue escribiendo esperanzadas cartas a los reyes magos: «le escribiré mi octogésima quinta carta a los reyes magos» para inundarlos con los deseos postergados de una vida entera. Postergación y deseos con los que si bien se desestructura un cuerpo, se construye un lenguaje y se mantiene viva una esperanza.




Bibliografía

Libros de cuentos de Teresa Porzecanski


EA: El acertijo y otros cuentos (1967)

HPMA: Historias para mi abuela (1970)

EMR: Esta manzana roja (1972)

IEC: Intacto el corazón (1976)

C: Construcciones (1979)

CI: Ciudad impune (1986)

NEF: Nupcias en familia y otros cuentos (1998) NOTA





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La jugosa condición femenina

La narrativa de Lucía Guerra (Chile)


Lucía Guerra, la escritora chilena que recibió en 1997 el Premio Gabriela Mistral, ha elaborado a lo largo de más de veinte años una obra coherente y sistemática. Si bien ha cultivado en forma paralela la crítica y la ficción, ambas vertientes de su creación estructuran un mismo discurso: la exploración reivindicativa de todo aquello que está «más allá de las máscaras» de una condición femenina fragmentada por las convenciones y un orden jerarquizado a partir de la visión masculina imperante.

Sin embargo, pese a que ambos discursos -el crítico-ensayístico y el ficcional- son complementarios y se informan mutuamente del esfuerzo esclarecedor que los guía, el lenguaje de cada uno de ellos, más allá de la intertextualidad a la que su misma preocupación invita, es independiente, no se contamina y respeta las reglas de los géneros a través de los cuales se expresa. Si la prosa ficcional es apasionada, aunque nunca rencorosa o despechada; si la mujer plena a la que aspira, clama sus derechos en las páginas de cuentos y novelas y transgrede normas como una forma de auto-afirmarse en su menoscabada condición, la vertiente crítica ciñe su objetivo a una prosa objetiva, rigurosa, de scholar abocada a una investigación de campo bien delimitado.

Así, Lucía Guerra se siente atraída por la vocación transgresora de María Luisa Bombal, cuyas Obras completas (1996) ha editado y anotado y a la que ha consagrado su ensayo La narrativa de   -144-   María Luisa Bombal (1980). Del mismo modo, ha dedicado páginas testimoniales a Juana Manuela Gorriti, seducida por «tus cigarrillos, tus amantes y tus hijos ilegítimos». Guiada por la misma preocupación, en Mujer y sociedad en América Latina (1980) o en los volúmenes colectivos que ha coordinado sobre Texto e ideología en la narrativa chilena (1987) y, sobre todo, Splingtering Darkness: Latin American Women in Search of Themselves (1990), Guerra ha hecho de la «escritura femenina» en las letras latinoamericanas algo más que una mera plataforma reivindicativa. En La mujer fragmentada: historias de un signo (Premio Casa de las Américas, 1994) fija los ejes de la «territorialidad patriarcal» y «las fronteras y los antifaces del signo mujer» en una sugerente apuesta a favor de una Mater-Narrativa, cuerpo receptáculo y albergue de la gestación, pero también gestadora de hijos y creadora de ficciones. La prosa crítica se prolonga en una estimulante provocación y, al recrearse en la escritura de sus cuentos y novelas, se esgrime como gozosa y descarada rebeldía del cuerpo y del lenguaje.


Darse luz a sí misma

Más allá de las máscaras (1984), Frutos extraños (1991), Muñeca brava, (1993) y Los dominios ocultos (1998) integran un corpus ficcional que evita sin interferencias el peligro del roman à thèse, de la plataforma reivindicativa que ha tentado a tantas otras escritoras que han hecho de la condición femenina el tema de su ficción. La obra creativa de Lucía Guerra evita esos riesgos y se salva literariamente -¡y es un crítico hombre que lo afirma!- porque en la defensa casi militante de la mujer que asume, no cae en el error de creer que esa plenitud femenina a la que legítimamente aspira, se logra a partir de la castración masculina, de la invalidación de la «otra mitad».

Por el contrario -reconoce en Muñeca brava- «los hombres también la hacen a uno» (MB, 43), complementariedad que no es resignación, sino jocunda aceptación de un destino hecho de la lucha y el juego entre esas «dos mitades» que componen la humanidad. Es en el sexo plenamente gozado como jugosa «expresión corporal», en la realización del ser que se entrega para conquistar su propia independencia, donde Lucía Guerra convence y entusiasma.

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En su prosa hay «vida vivida»; conflictiva, sí, pero real y expresiva; convincente porque está hecha de esa ambivalencia de la atracción de los cuerpos que trascienden el amor en algo más que mera dependencia. Lejos del sojuzgamiento dictado por las reglas de convivencia entre hombres y mujeres que denuncia, no sin ironía, Lucía Guerra desmenuza expresiones como la mujer «sumisa y buena madre» (MB, 26) preconizada por el Coronel Arreola de Muñeca brava, alude burlonamente a la mujer «dueña de casa» (MB, 64) o anota el carácter degradante del insulto, incluso cuando es proferido por una mujer -«hijos de la gran puta, mal paridos, conchas de su madre» (MADLM, 84)- dirigidos, no por azar, siempre a una «respetable madre».

La mujer lograda -esa mujer plena que conjura la autora de Más allá de las máscaras- es la intérprete de las «hartas melodías» en que se expresa el tocar música con el cuerpo. La virgen, por el contrario, es un «no ser todavía», al modo como Ernst Bloch concibe la proyección utópica en El principio esperanza, una «tendencia» que impulsa la dirección que va del ser al deber ser: esa condición irremediable de la mujer que necesita del hombre que inaugura su cuerpo para asumirse realmente. Y ello sucede, aunque pueda decirse una de sus protagonistas que «la verdadera virginidad se va perdiendo con los años, cuando uno termina con el corazón todo agujereao por tanto hombre que nos viene a avinagrar las ilusiones» (MB, 41).

En el relato «Espejos y faunos» (LDO) se intenta vanamente sustituir esa «necesidad» por una onanista pasión por sí misma. En los reflejos de su propia «blanda caverna» en la luna de un armario, en el «insecto despojado de caparazón» que frota hasta desencadenar una «bandada de mariposas», intenta darse «a luz a sí misma» susurrando palabras de amor a su propia imagen «tan deseada», partenogénesis que no sin socarronería imputa a la memoria de Freud. Por el contrario, lo que impera es la entrega o el recuerdo casi idealizado de la entrega como en «La pasión de la virgen» (LDO) o una dependencia masoquista de la que solo por el asesinato es posible liberarse como en el relato «Las tramas del amor» que no por azar integra en «Las tramas del texto», una de las partes en que se divide Los dominios ocultos.



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Llegar a ser con todo el cuerpo

Para la autora de Frutos extraños, lo importante es llegar a «ser con todo el cuerpo», lo que supone el ingreso a la condición femenina a través del rito iniciático de «sangre y besos» del acto amoroso: ese abrirse como una flor al rayo penetrante del hombre, ese renunciar deliberado a preservarse como virgen, ese aceptar el «regazo gozosamente adolorido» que sigue al primer contacto masculino. No se trata de un sacrificio sino, por el contrario, del fervor, del entusiasmo, de ese «derecho al placer» que le brinda la simple evocación de como ese «músculo hecho por Dios para que repose en la carne redondeada y esponjosa de una mujer» (FE, 14), hace palpitar el «vocerío vegetal» y los «caballos desbocados» (FE, 15) de un cuerpo que la convierte de virgen en la «dueña de todas las auroras», ese sentir que «un barco enorme» echa fruto «en las entrañas» y se queda «tambaleando muy adentro» (MB, 43).

El amor como plenitud gozada sin ambages es ensalzado por Guerra con ricas imágenes y metáforas. El amor son esas hormigas que descienden por su paladar para «despertar los recintos de sus entrañas», son las «mieles nocturnas» (FE, 78), esas mieles que pueden subyacer en un cuerpo que tiene «un panal adormecido». Las imágenes vegetales, florales, acompañan por doquier la expansión de los sentidos: «La espalda de ella floreció en una multitud de pétalos movedizos» (FE, 60); el amor son «mareas de frutos a mediodía» que buscan anidar en «un follaje de ternura» o «girando como un nardo en el agua, amó a ese muchacho que la guiaba por un laberinto de sombras y de fuego» (FE, 49), sensación vegetal de un sumergirse en «un lago muy verde, lleno de algas y peces que me acariciaban las piernas, los pechos, toda entera...» (MB, 43). Esa misma riqueza metafórica embriaga cuando se lee: «Nos besaremos y harás de mí un puñado de aves salvajes» (FE, 83) o cuando un cuerpo todavía no realizado es un «volcán clausurado gimiendo bajo la luna».

A través de la narrativa de Lucía Guerra es posible descubrir que la mujer en sí misma puede ser una alegoría de otras realidades. En los textos con que se inician los capítulos de Muñeca brava, Chile se representa como el cuerpo de una mujer. La imagen convierte los valles «regados de sauces y hortalizas» en una   -147-   entrañable metáfora de los «jugos espesos que la habitan», a los cielos primaverales que lo cubren en «un rito de amor» y al sol en un «amante febril» que la cubre de «pétalos y retoños». En esta fiesta de los sentidos, la contrapartida del Chile sometido a Pinochet es la violación de los «últimos resquicios de mi útero despedazado», donde «la sangre me corre por entre las piernas manchando el territorio virgen de los vestisqueros australes» (MB, 9).




La maldita sangre menstrual

Una sangre de cuerpo virginal violado que reaparece en forma obsesiva en su ficción: sangre que ya está presente cuando se empieza a ser un «renacuajo gelatinoso y sanguinolento» (FE, 114), la «maldita» sangre menstrual (MADLM, 80-83), «secreción» que convoca «los poderes del horror» que describe Julia Kristeva en su capítulo sobre los «humores» y «expulsiones corporales», que no mancilla sólo el cuerpo de la mujer como un desprendimiento de la propia condición femenina, sino que también aparece en el «esperma sanguinolento» (FE, 67).

La plenitud que la mujer de Guerra preconiza es el resultado de una elección deliberada y consciente: la entrega debe ser querida, consentida. Si hay violencia, forcejeo, el hombre es «enemigo» y su miembro «un tallo venenoso» (FE, 33). Tampoco la entrega puede ser el resultado de los «frágiles antifaces de una mentira» con que se disfrazan las falsas promesas del «por siempre» y «nunca jamás» y de las cuales se nutre el escepticismo, la desilusión y el despecho. El «siempre» -nos lo dice en forma lapidaria- sólo existe en la muerte.

Las mujeres logradas de Lucía Guerra son mujeres deportivas, mujeres sofisticadas de California como se describen en Frutos extraños, pero son, sobre todo, mujeres del pueblo, lejos de los convencionalismos y los prejuicios de la clase media, como la Cristina de Más allá de las máscaras. Son esas mujeres sinceras, abiertas, que están en «la base» de un pueblo que enfrenta la tiranía en Muñeca brava, o anuncia el golpe de estado en la ocupación cruelmente aplastada de la misma novela Más allá de las máscaras. Mujeres como Aurora, la sindicalista, auténticas «muñecas bravas» como las prostitutas del burdel de la novela con   -148-   ese título. Un hermanamiento por la resistencia al orden imperante que, sin caer en la consigna partidaria, es un mensaje claramente explicitado y de lectura unívoca.

En el burdel de Muñeca brava se reconoce un escenario tradicional de la narrativa latinoamericana en general y de la chilena en particular. No hay necesidad de recordar La Lucero (Juana Lucero) de Augusto D'Halmar, El roto (1920) de Joaquín Edwards Bello, El lugar sin límites (1966) de José Donoso, para subrayar la atracción que ha ejercido en Chile ese espacio de liberación (el «burdel es el canto, el festival del cuerpo que se vendía en regocijo» (FE, 81), pero también de esclavitud. Atracción ambivalente que caracteriza todo espacio prohibido y vedado y en la que Lucía Guerra se reconoce por su condición de mujer.

Si bien se dice que «las putas... son raras, son las mujeres más misteriosas del mundo» (MB, 17), la autora de Muñeca brava nos recuerda el lenguaje contradictorio con que se las califica: mujer mala, mujer pública, mujer de la calle, mujer de mala vida pero también mujer de vida alegre, vendedora de placeres nocturnos y los más poéticos de «juguete de pasión» o «compañera de la noche»: o el más militante de «proletaria de la noche». Tanto sinónimo, incluidos los nombres «elegantes» de meretriz y ramera, apenas disimulan la crudeza del insulto echado en cara: «puta».

La provocación de la narrativa de Lucía Guerra no es gratuita. La autora de Más allá de las máscaras asume con orgullo no sólo la liberación del cuerpo femenino, sino del propio imaginario en que se expresa, ya que se puede estar «atada a una estaca y con el cuerpo preñado de fantasías». Una liberación por la fantasía que es también la de la escritura explotando en la osadía de metáforas inéditas en la que abundan sus relatos y novelas, anuncio de una más amplia liberación que esperan las mujeres del continente latinoamericano.

Nos lo dice, pura y simplemente, al final de su primera novela, Más allá de las máscaras: «Sólo podría narrarme a mí misma. Narrarme». No otra cosa ha hecho Lucía Guerra desde entonces.




Bibliografía

Narrativa de Lucía Guerra


MADLM: Más allá de las máscaras, México, Premiá, 1984.

FE: Frutos extraños, Caracas, Monte Ávila, 1991.

MB: Muñeca brava, Caracas, Monte Ávila, 1993.

LDO: Los dominios ocultos, Bogotá, Editorial Oveja Negra, 1998.





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Una vocación antropológica al servicio de la literatura

El cuarteto nicaragüense de Milagros Palma (Nicaragua)


Tal vez sin habérselo propuesto ella misma, pero notorio para quien se aproxime al conjunto de la obra narrativa de Milagros Palma, resulta la unidad temática y la continuidad estilística de su mundo novelesco. Bodas de ceniza (1992), Desencanto al amanecer (1995), El pacto (1997) y El obispo (1999) forman un «cuarteto» construido a partir de un realismo de engañosa apariencia clásica y de un inventario de tradiciones, mitos, costumbres y creencias profundamente arraigadas y confrontadas a una modernidad mal asumida y a cambios políticos radicales que no superan la enunciación voluntarista de sus dirigentes o la retórica en que se plasman sus dogmas.

Cuatro novelas, cuatro facetas de una misma realidad sociocultural de inequívoco signo centroamericano y cuyo juego complementario supera toda visión unívoca de la historia contemporánea del país que apenas se disimula en sus páginas, Nicaragua, sobre el cual se han forjado tantas mitificaciones y estereotipos. Gracias a su formación y vocación de antropóloga y mitóloga, Palma ha comprendido que las transformaciones culturales se operan más lentamente que las políticas y que toda pretendida revolución totalizante (como la descrita en Desencanto al amanecer y en El pacto) sucumbe en las manos de los «mercaderes de la ilusión» y en la inercia secular de las costumbres y creencias colectivas.

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Porque si hay un vínculo que engarza como conjunto este «cuarteto» es la visión antropológica que trasciende el maniqueísmo político en aras de la compleja urdimbre de una sociedad profundamente estratificada y mestizada, donde tradiciones y creencias del pasado conviven con una modernidad portadora tanto de signos liberadores, especialmente para la condición femenina, como de dependencias de comportamientos y modas impuestas desde el exterior.

De esta dialéctica se nutre el conjunto de una obra escrita con estilo seco y directo, donde los sentimientos apenas afloran en la tensión de diálogos y en la violencia en que se traducen desigualdades e injusticias a las que Palma aplica sin ternura el escalpelo de un diagnóstico sin apelaciones. Al modo del clásico realismo social latinoamericano que tuviera su período de gloria en los años treinta y cuarenta, acompañando incluso «glosarios» como en El pacto, la autora no hace concesiones a los tópicos que halagan una visión exótica de América Latina, «realismo mágico» incluido, ni a las consignas que el proceso revolucionario sandinista forjó y una cierta intelectualidad asumió desde confortables posiciones para «vivir como reyes, gracias a la revolución de los pobres» (DAA, p. 41).

Por el contrario, Palma demuele todo facilismo y visión simplista de una realidad que conoce como estudiosa del imaginario mítico y la feminidad y lo hace bajo la consigna de que hay que acabar con la «imperturbable lógica del bien y del mal». La obligación de escribir poemas «con olor a pólvora, con olor a sangre, con olor a cirios y con olor a muerte» (DAA, p. 16), traducida en la misión irónicamente definida como ir al frente guerrillero a «disparar poemas» (DAA, p. 24) y las temibles lecciones de moral impartidas a los indecisos (DAA, p. 115), son rechazadas como simplistas en aras de la condición del escritor como disidente permanente y de una condición dubitativa y crítica a la que apuesta abiertamente.

La visión de Palma es implacable y su cuarteto nicaragüense remonta desde los prejuicios de una apacible ciudad provinciana, escenario de su primera novela, a la trepidante Chicago donde la colectividad emigrada maneja esos mismos prejuicios desde el confort consumista y el afán de ganar dinero, presente en su última obra, El Obispo.

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En este itinerario se reafirma una antinomia difícilmente reconciliable en la obra de Palma: la que opone la mujer al hombre. Enfrentados, uno como titular de un poder de hecho y un cierto orden consagratorio y, la otra, como resistente natural (cuando no heroica) a la que parecen ser las leyes naturales de un orden no cuestionado, las parejas dirimen un conflicto que encarnan Don Chicho y Feliza Dolores en Bodas de ceniza, Fernanda y Gabriel en Desencanto al amanecer, Virginia y Leonardo El Obispo y que en El pacto se plasma en opresiones, crímenes y venganzas múltiples.


La palabra, suprema arma femenina

El mundo patriarcal de una ciudad de atmósfera colonial, Gracias, tras cuya vetusta arquitectura y la presencia omnipresente de la autoridad de la iglesia y del orden constituido, apenas matizado por el hecho de ser «cuna y tumba de poetas, locos y dictadores» (BDC, p. 9), se adivina la ciudad de León donde naciera la propia Milagros Palma, es el escenario de la primera novela, Bodas de ceniza. A través de una narración que cubre treinta años de la vida del cincuentón Don Chicho y su joven esposa Feliza Dolores, se describen comportamientos ritualizados de intenso contenido machista, aunque matizados por la rica personalidad de los personajes. Don Chicho, respetuoso de las reglas de la iglesia, pero no religioso, protector de animales y esclavizador de mujeres, tradicionalista pero cultivado y abierto a otros idiomas y culturas, inaugura la galería de personajes «dominantes» que enfrentarán en las novelas restantes a la rebeldía femenina que se les opone, aquí encarnada por la tenaz y silenciosa Feliza. Su rica y contradictoria personalidad lo aleja del esquematismo de los personajes del realismo social clásico y anuncia en Palma la eficaz indagadora de almas del resto de su ciclo novelesco.

Escenificada a partir de los años treinta, Bodas de ceniza es un convincente alegato contra las familias numerosas, esas progenituras esgrimidas con orgullo por la estructura social tradicional latinoamericana, cuyo número de hijos es el resultado de un débito conyugal ejercido como potestad. El orgullo de Don Chicho es haber tenido dieciséis hijos, catorce de ellos con la misma   -152-   mujer, la «infeliz» Feliza Dolores, con la que se ha casado a los cuarenta y ocho años de edad. Gracias a «cópulas fecundantes» cuidadosamente programadas y de la que se excluye todo posible placer femenino para no «corromper su alma», envejece rodeado de una renovada y orgullosa prole donde los roles femeninos están perfectamente diferenciados: la esposa que no debe descubrir goces extremos y la «mujer alegre» encargada de la «higiene sexual» de los hijos varones.

Años después, un modo de subvertir ese orden, lo propone Virginia a su marido Leonardo (El Obispo) haciéndose pagar las relaciones sexuales a las que se presta, «profesionalizando» su condición de esposa en la de alegre barragana. Los papeles se mezclan también en las preocupadas incursiones al mundo de la prostitución de Fernanda y a la devoción tributada a Salomé, la «protectora de las putas», la «mártir de la verga de los hombres» que le cortó el miembro a un varón, gesto sacralizado en la forma de cirios con forma de pene que se encienden en las tumbas, como forma de redención de esas meretrices iniciadas con violaciones que sufrieron cuando eran apenas niñas.

Es evidente que Palma no mitifica tampoco el matriarcado «intramuros» ejercido por hijas solteras (como Inés en Bodas de ceniza) o esposas sometidas a roles primarios en el hogar, tales como criar hijos, atender la casa, esperar al marido con la mesa puesta y aceptar sin condiciones el «servicio sexual» que se le debe. No lo hace, aunque los maridos reprochen a sus esposas «de que se quejan si tienen donde vivir y comer» y se pregunten convencidos que «¿qué más se quiere?» y no entiendan como es posible aburrirse «si se tiene televisión» (El obispo). No se trata tampoco de criticar con moderado ojo crítico, al modo de otras escritoras latinoamericanas (pienso en Marcela Serrano), que han cosechado un éxito fácil en el propio universo femenino que describen.

Por el contrario, Palma inventaría la absurda prohibición de comer mariscos de formas y olores alusivos a un sexo apenas disimulado que rige sobre las mujeres, recuerda las dificultades para obtener información sobre métodos anticonceptivos que, curiosamente, llegan desde Estados Unidos adonde emigran las que intentan romper el cerco patriarcal y que genera un inesperado anti-imperialismo. Así, sostiene convencido Don Chicho que «no   -153-   debemos permitir que los yanquis nos traigan su desgracia. Allá sus mujeres se pintan, trabajan y hacen lo que les da la gana. Por eso es necesario luchar a muerte contra el yanqui que viene a corromper a nuestras mujeres» (BDC, p. 85).

La revolución no garantiza tampoco una condición liberada. Palma es aquí también tajante: no hay emancipación de la mujer en el universo de las guerrillas, ya que el erotismo de la revolucionaria se aparece en el universo falócrata como «una reivindicación exhibicionista del orgasmo inscrito en la domesticidad». La mujer debe seguir siendo la reproductora dispuesta a tener hijos para la patria y a sacrificarse aceptando todos los que le manda Dios. La maternidad sobrevalorada no sería otra que la paternidad simbólica ensalzada por curas y militares, sugiere en forma lapidaria.

Sin embargo, aún golpeadas, desvalorizadas y humilladas, sometidas a una «actitud de ofensiva permanente», las protagonistas de las novelas de Palma se defienden con la única arma eficaz que poseen: la palabra cortante esgrimida como puñal acerado, la respuesta rápida que agiliza diálogos y cobra siempre la última línea de escenas que, desde el mundo patriarcal de Gracias al confortable norteamericano, se repiten como una constante. La defensa de la mujer frente al poder de hecho y la brutalidad masculina es la palabra, palabra que hiere al hombre donde más le duele: en los reductos íntimos de su masculinidad. De ahí una cierta escatología en la que se refugian personajes como Leonardo, esgrimiendo malas palabras y haciendo de funciones fisiológicas como defecar ostentosas referencias sobre el peso de las deposiciones, el tiempo empleado sentado en el inodoro y los verbos en que se conjuga la acción.

Palma no duda en indicar otra posible dirección para exorcizar el conflicto de la pareja que recorre su ciclo novelesco. Al modo de las viejas tradiciones medievales, prolongadas en procesos de funestas repercusiones, las brujas ensalzadas por la literatura como expresión de liberación femenina, reaparecen en las prácticas que Virginia, iniciada sexualmente en su adolescencia por un brujo, proyecta en pleno corazón de la civilización norteamericana como un desafío a Leonardo y a la presunta racionalidad del medio en que vive. Brujería liberadora que depende, sin embargo, del fatalismo de la quiromancia. Las cartas echadas y signadas por   -154-   un destino que las marca sin que pueda modificarse su suerte (EO, p. 172) recuerdan los límites de esta vía que también han practicado las heroínas de El pacto.

De ahí a sugerir que la suprema liberación femenina suponga asumir los placeres de una sexualidad rehusada por el hombre a través del reconocimiento de su propia condición de mujer, no hay más que un paso que Palma franquea. El mundo selvático poblado de seres indiferenciados sexualmente capaces de reproducirse y de provocarse placer en forma independiente (¿andróginos, hermafroditas?) lo anuncia en Desencanto al amanecer. Fernanda se inicia en las transgresiones sexuales liberadoras de su condición femenina, sometida hasta ese momento al papel masculino, entre la lujuriosa vegetación de una «foresta» en la que se ha perdido. En sus «juegos» con Yawira, Fernanda descubre que su cuerpo es capaz de llegar a una voluptuosidad aguda y «vibrar como un colibrí» al frotar su vulva contra «flores de capullos suaves y lisos como el terciopelo», aunque en definitiva esa iniciación se produzca en una suerte de viaje post-mortem al paraíso. Este «jardín de las delicias» no es otro que el mitológico que la propia Milagros Palma ha descrito en sus recopilaciones sobre el imaginario mítico religioso indígena nicaragüense y de la amazonía colombiana.

Más abiertamente, María y Eugenia en El pacto, entablan una apasionada relación lésbica a modo de venganza contra Rosendo, marido de la primera y amante de la segunda, apuñalado por ambas en una suerte de ejecución sumaria. El hombre ya no es necesario y puede ser eliminado sin remordimientos en un sacrificio emancipatorio.




Los ritos de la muerte omnipresente

La muerte que dirime tan tenaces antinomias está presente en forma obsesiva con sus rituales y los símbolos que la consagran en todo el «cuarteto» nicaragüense de Milagros Palma. Velatorios campesinos de combatientes caídos (Desencanto al amanecer), cementerios como epicentros del espacio novelesco (El pacto), ataúdes comprados a plazos (Bodas de ceniza) o transportados desde Chicago a Managua (El obispo), sepultureros que abren, custodian   -155-   y descubren tumbas donde han sido enterrados vivos enemigos o familiares de víctimas propiciatorias de un culto de profundas raíces populares, pautan un ritmo existencial celebratorio marcado por bautizos, casamientos, velorios y entierros. Una vez más, la vocación antropológica de Palma se solaza en descripciones de alusivo significado.

En este tránsito de la vida a la muerte, la presencia de sueños y pesadillas premonitorias, los anuncios agoreros de desgracias inminentes, son inevitables eslabones. Manos ensangrentadas, perros heridos a latigazos y cuchilladas, apariciones, se repiten obsesiva y ominosamente en un mundo onírico de interpretación no siempre directa. Es aquí donde Milagros Palma anuncia tímidamente el posible ensanchamiento del realismo tradicional que ha practicado hasta ahora con tan fervoroso empeño. Tal vez en la libertad del soñar, la fina observación antropológica se trascienda en pura creación, porque la autora de Desencanto al amanecer sabe, como su personaje, la escritora Fernanda, lo «pavorosamente vacía» que es la realidad «cuando se agotan los sueños» (DAA, p. 104) y la dificultad de «crear nuevos rumbos a partir de la nada».




Bibliografía

Novelas de Milagros Palma


BDC: Bodas de ceniza (1992).

DAA: Desencanto al amanecer (1995).

EP: El pacto (1997).

EO: El obispo (1999).

Así es la vida (2000)







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Centros de la periferia

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Memorias de Altagracia, entre la nostalgia y la melancolía

Salvador Garmendia (Venezuela)


Al empezar a leer Memorias de Altagracia se diría que estamos ante un cuadro de Chagall o leyendo El barón rampante de Italo Calvino. Un castrador de chivos cojo, Marinferínfo, invita a un niño a un paseo sobre los tejados de una apacible ciudad de provincia del interior de Venezuela. Saltando ágilmente con sus muletas de un techo al otro, Marinferínfo arrastra al niño a un fantástico viaje, no sólo para explorar otros ángulos del apacible medio familiar donde ha transcurrido su infancia, sino también para descubrir los nuevos horizontes que se perciben desde las alturas.

El más sorprendente es el mar que se adivina en la lejanía y que se extiende hasta el infinito. El aire luciferino del cojo desazona pero tienta a ese niño que pasa las tardes subido en un naranjo del traspatio de su casa, escondido entre el follaje batido por el viento, haciendo caso omiso de los gritos de las viejas tías que lo llaman. Desde ese escondrijo, cuyas ramas «formaban territorios distintos», sale para saltar o, tal vez, volar de un techo al otro conducido por la suave mano del castrador de chivos.


El tierno recuento de la infancia

Sea sueño, fantasía o realidad, el extraño paseo por las alturas define, desde las primeras páginas de Memorias de Altagracia, la atmósfera de lo que será el nostálgico recuento de los primeros   -160-   años del autor en la ciudad de Barquisimeto, situada en la sabana colindante con la región andina venezolana. Salvador Garmendia narra en primera persona -como para que no queden dudas de que esta obra son realmente «Memorias»- y lo hace retrazando poéticamente los «caracteres» de quienes fueran los personajes de su infancia. Si Marinferínfo abre el desfile de recuerdos, otros, tan humanos como originales, lo siguen. Todos se mueven entre la realidad y la imaginación del narrador, entre la fantasía de la niñez y la borrosa reconstrucción del pasado reelaborado desde la nostalgia y la melancolía del presente.

Así, Don Abelito, el tierno y frágil viejecito dueño de un taller de fotografía con fantásticos decorados para retratarse, irrumpe en el universo de las lecturas del niño. El libro ilustrado Los ferrocarriles del mundo permite imaginar que ruidosos trenes con vagones iluminados atraviesen la casa. Por su parte, Adelmo, el loco que tiene «el cerebro suelto» que suena cuando sacude su cabeza, difunde las verdades del bufón en la mejor tradición del teatro isabelino; Mr. Boland, un piloto inglés, trae a ese rincón provincial, el adelanto de la aviación y sorprende a los habitantes de Altagracia con sus piruetas aéreas sobre la seca y amarillenta sabana de La Ruesga. Absalón Olavarrieta lo emula volando en un cajón de madera sobre la cabeza afiebrada del niño enfermo de tifus que podrá preguntarse si esa visión es un delirio o un milagro. Otros personajes, como Jonás, el espiritista que anda en bicicleta, el vendedor mago Eddie, «El Garantizado», el pequeño alemán Fritz, el inválido general Raldíriz, las tres hermanas locas apodadas «Las Meonas», el padre Azueta en su parroquia, Jacinto, Chucho y tantos otros intercalan sus apariciones en el mundo familiar del «memorialista» Garmendia, poblado de los recuerdos de las tías y tíos, Augusta, Rosa, Luis y Gilberto. Bajo la sombra tutelar de una madre, cuya presencia evanescente se adivina apenas, el narrador evoca con melancolía el pasado de lo que ahora son las ruinas de Altagracia. «No queda nada de Altagracia», nos dice de golpe el autor, promediada las Memorias, para anunciarnos al final que: «Debo marcharme, entonces, debo irme de aquí, debo marcharme, ahora, lejos».

De allí se fue, en realidad, el mismo Salvador Garmendia cuando era joven para ingresar al mundo ruidoso y febril de la gran   -161-   capital donde cumpliría su destino de escritor. En Caracas fue pronto el reconocido autor de novelas de tema urbano -Los pequeños seres (1959), Los habitantes (1961), Día de ceniza (1963) y La mala vida (1968)- cuyo género afianzó en Venezuela con acritud y realismo. En estas obras, capta la angustia y la barbarie del hombre perdido en los laberintos de la inmensa capital heterogénea, polarizada y violenta, pero no por ello menos atractiva. Esa angustia se traduce en el andar sin pausa y sin objeto por las calles del personaje central de Los pequeños seres, Mateo Martán: «¡Andar! las calles se suceden sin tregua, disímiles, cada una dispuesta para conducir la vida que bulle en medio de su cauce».

Miguel Antúnez, el protagonista de Día de ceniza, pertenece a la misma estirpe de Martán, aunque parezca un ser extravertido y seducido por la vida callejera. En el transcurso de la novela que se desarrolla durante los días del Carnaval caraqueño, el personaje deriva de la alegría inicial hacia el callejón sin salida del suicidio final, en lo que resulta una simbólica mascarada existencial de seres alienados. Tampoco tienen fundamento las vidas entrelazadas en el tiempo y el espacio de los personajes vacuos de Los habitantes, donde se narra la historia de dos familias viviendo en el «vientre urbano» de Caracas. Matilde, Luis y sus padres Francisco y Engracia habitan una casa idéntica a la de Irene, Raúl y su padre enfermo. Son casas iguales a las de toda la manzana y «debieron ser fabricadas en el mismo tiempo y bajo un solo modelo. Poseen la misma distribución, iguales dimensiones», nos dice el autor, para denunciar esa ciudad anónima sin ligamentos. La violencia que estaba latente en esta obra irrumpe en la novela siguiente, Los pies de barro (1973), en la culminación de un periodo de profundas conmociones políticas en Venezuela y el resto del continente americano, especialmente en Uruguay y Chile donde se instalan ese mismo año las dictaduras que los sojuzgarán hasta mediados de los años ochenta.

Son años de acción y compromiso. En ese momento, el autor de Memorias de Altagracia forma parte de la generación de narradores que desde fines de los años cincuenta había renovado las letras de su país. En la mejor tradición de la narrativa realista venezolana inaugurada por José Rafael Pocaterra, Rómulo Gallegos,   -162-   Teresa de la Parra y Guillermo Meneses, pero atento a las notas vanguardistas de Julio Garmendia, Arturo Uslar Pietri y Miguel Otero Silva, Salvador Garmendia, junto a Adriano González León, Oswaldo Trejo y el más joven José Balza, fue activo protagonista de la efervescencia política y literaria que emergió en ese periodo tan renovador como polarizado. Renovación sí, pero también rápido agotamiento de las fórmulas de guerrilla urbana que preconizan Garmendia en Los pies de barro y González León en País portátil.

No es extraño entonces que al iniciar su edad madura, a los 46 años, Garmendia decida volver al escenario de su ciudad natal, Barquisimeto, para reconstruir, lejos del caos y la tensión capitalina, la casa de su infancia a través del cuerpo vivo de la memoria que resucita en las ruinas del hogar familiar. El espacio del recuerdo será su refugio. Las primeras líneas de Memorias de Altagracia que publica en 1974 lo anuncian en forma explícita: «La casa comienza a ensancharse por todos lados. Aquel cuerpo grande y lastimado se cubre de pálpitos y manifiesta los más angustiados síntomas de vida».

Gracias a esta vigorosa antropomorfización, se le ven salir al viejo caserón «brazos por los lados, cavidades largas y oscuras donde el polvo que cubre las maderas es una capa tierna como las orlas de un traje de fiesta». Convertida en el cuerpo humano monstruoso de un ser decrépito, la casa se pone en movimiento y se va «por la calle toda con sus ruidos, las caras distraídas que parecen ir de viaje a lugares de mucha gente donde hay gritos y música, el patio encandilado lleno de ponzoñas y hojas velludas, el susto en una ventana entreabierta y llevarla así, del diestro, como un caballo grande y huesudo».

Al abordar esta temática, Memorias de Altagracia se incorpora a la mejor tradición de la narrativa latinoamericana contemporánea, poblada de caserones donde se ha refugiado y concentrado un pasado familiar que ha sido destruido en el mundo exterior. Son las mansiones decadentes y aplastadas por hipotecas del conjunto de la obra del chileno José Donoso -Este domingo, Coronación, Casa de campo y El obsceno pájaro de la noche- del cubano José Lezama Lima en Paradiso o del argentino Ernesto Sábato en Sobre héroes y tumbas.

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Languidecientes en su estilo y mobiliario, gravados por recuerdos y con rincones significados por la historia transcurrida entre sus muros, estos caserones son, sin embargo, reductos anacrónicos de la identidad, verdaderos santuarios de un mundo amenazado a todos los niveles por el desarrollo desorganizado de las grandes capitales de América Latina.

La casa -como ha escrito Gaston Bachelard- es un cuerpo de imágenes que dan al hombre razones o ilusiones de estabilidad. En tanto que se imagina como un ser concentrado, la casa ayuda a integrar la conciencia de centro, fundamental en la estructuración de la identidad. Espacio sacralizado a partir del caos -precisa por su parte Mircea Eliade- la casa es un lugar que se convierte en centro del mundo. No otra cosa hace Salvador Garmendia al abrir las mohosas puertas del caserón familiar de Altagracia y al aventar tan tiernos y humanos recuerdos de infancia para el placer de sus lectores.





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«¿Un marginal sin poder o un rebelde con causa?»

El novelista latinoamericano según Manuel Scorza (Perú)


«Los novelistas nos hemos condenado a ser marginales y a vivir fuera de la realidad. Estamos todavía atemorizados por el triunfo del personaje Rastignac de la obra de Balzac y todos los valores de la sociedad burguesa y capitalista que supone su dominio en un mundo del que los escritores hemos huido atemorizados, utilizando el romanticismo y el formalismo para disfrazar nuestra incapacidad de participación real. Un novelista hay que decirlo con sinceridad, no juega ningún papel en el mundo de hoy, donde otros Rastignac poderosos controlan los medios de comunicación y donde los libros casi no ejercen influencia. Aunque los escritores nos creamos muy responsables y comprometidos, no somos otra cosa que marginales sin poder».

Con estas tajantes palabras, el novelista peruano Manuel Scorza autor de Redoble por Rancas (1970) y de Historia de Garabombo, el invisible (1972), se lanza a una impetuosa polémica sobre «el papel y la importancia del artista en la vida contemporánea», justamente el que fuera tema de un coloquio celebrado en la sede de la UNESCO en París, en julio de 1974, donde Scorza participó en su carácter de escritor latinoamericano. Aprovechando esa oportunidad fue posible esta entrevista.

«¿Qué podemos hacer los novelistas en esta sociedad gobernada por la influencia y el poder del dinero, ese dinero que supieron convertir en tema de su obra Balzac y Zola y sobre el cual ahora   -166-   tenemos miedo de escribir por un falso pudor que nos vuelve ineficaces?»; insiste a continuación Manuel Scorza, para proponer de inmediato que sean los propios escritores, pintores y músicos, quienes se organicen comercialmente para la venta y promoción de sus obras y para multiplicar las experiencias de talleres de escritores, fuera de todo proteccionismo estatal o burocrático.

«Hay que hacer muchas cosas en el plano de la acción económica -sintetiza- porque el escritor no tiene siquiera la protección del derecho al trabajo, reconocido legalmente a cualquier artesano o costurera que trabaja en su domicilio. Los escritores somos muy ineptos en estas materias y en esta sociedad competitiva resulta que estamos peor que en la Edad Media», finaliza, con un gesto casi desesperado.


El tiempo parcelado de la memoria

Para Scorza ha llegado el momento en que el escritor debería dejar de discutir muchos problemas exclusivamente teóricos para tratar de reintegrarse a la sociedad real de la que se evadió en el período romántico. En es ta reintegración debería abordar con gran realismo los aspectos prácticos y más prosaicos de su propia función social y profesional en el mundo de hoy, «sin orgullo intelectual y sin falsos pudores».

Sin embargo, no puede dejar de reconocer que hay un divorcio esencial entre el tiempo personal del escritor y el mundo exterior de los demás, disociación que conduce en el plano de la creatividad a una verdadera «esquizofrenia» del artista.

Para explicar este punto, Scorza se remite con entusiasmo a su experiencia personal durante los siete años en que estuvo trabajando en el plan de las cinco novelas que componen el ciclo iniciado por Redoble por Rancas. «El tiempo de las novelas está fijado en 1960, cuando se produjeron las matanzas de la guerra campesina de Cerro Paseo en los Andes Centrales, que yo viví personalmente como militante del Movimiento Comunal del Perú. Ese año fue tremendo, donde una vez más el Perú se sintió humillado por la historia de sus "guerras sordas" y por esa masacre permanente de la rebeldía de sus indios».

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Ese año de experiencia fue «parcelado» en la memoria de Scorza. «Encerré ese fragmento de tiempo en una cantera y a él volví años después para trabajar durante siete años en él. Un tiempo detenido, reconstruido desde un tiempo "real" que no dejaba de transcurrir. Poco a poco me fui sintiendo alienado, divorciado del "exterior", sufriendo una reconversión personal casi esquizofrénica y con gran incapacidad para saber que pasaba fuera de mi parcela de tiempo de 1960 cuando el mundo ya vivía en 1967, 1968 ó 1969».




Una imaginación desenfrenada al servicio de la realidad

Porque ese tiempo de 1960 fue trágicamente real y porque lo que cuenta Scorza en sus novelas ha sucedido: «Mis personajes existieron. Fueron matados o encarcelados, pero han vivido y son reconocidos bajo sus apodos novelescos».

De allí parte del éxito fulminante de Redoble por Rancas en el propio Perú, donde el libro ha sido leído en las plazas de los pueblos andinos, discutido por sus propios protagonistas, algunos de los cuales llegaron a adaptar sus propios recuerdos personales a la ficción novelesca y donde el héroe principal -el líder comunero Héctor Chacón- llegó a ser liberado y amnistiado por el mismo Presidente del Perú, General Velasco Alvarado, el 28 de julio de 1972 en oportunidad de celebrarse el 150º aniversario de la independencia nacional.

Esta «realidad» histórica de la fantasía novelesca de Scorza -analizada en una serie de diez artículos publicados con profusa documentación gráfica por El Correo de Lima- no ha convertido a sus libros en una crónica de hechos y costumbres. Por el contrario, ha proyectado sus páginas en una dimensión mágica y mítica, donde campea libremente la imaginación más desenfrenada. De ahí parte de sus méritos y de sus riesgos.

Scorza se explica con vehemencia: «La magia está en nuestras tradiciones más populares y los mitos forman parte de las leyendas y cuentos que se transmiten oralmente. América Latina es una gran fantasía real». Pero además, el novelista peruano defiende su propio estilo y concepción literaria. «No tengo ninguna deuda con la obra de Gabriel García Márquez, tal como se ha dicho por cierta crítica, porque en mis libros de poesía publicados   -168-   a partir de 1955 -Las imprecaciones, Desengaños del mago, Réquiem para un gentilhombre, Los adioses y, muy especialmente en El vals de los reptiles- la atmósfera mágica y la desproporción surrealista, que tan bien sirven a la realidad latinoamericana, saltan sin parar de un verso al otro».

Hombres que bailan durante siglos, mujeres-dinosaurios y mujeres-peces, una partida de billar jugada a lo largo de la vida de una generación y un ejercicio permanente del lenguaje poético y simbólico y alegórico, prepararon a Scorza para su experiencia novelesca sin otra deuda reconocida que el «rigor de Alejo Carpentier».




Un monstruo contra Rastignac

Nacido en 1928, Manuel Scorza pasó a los veinte años de edad un año en prisión durante la dictadura de Manuel Odría, vivió siete años exiliado (cuatro de ellos en México donde ha publicado algunos de sus libros de poesía), volvió al Perú en 1956, ejerció múltiples oficios «como corresponde a un hombre desocupado que quiere ser escritor» y desde 1969 vive en París, donde lo sorprendió el éxito de su obra y donde ha descubierto «la soledad planetaria» del hombre de las grandes ciudades. No se plantea el problema que considera «artificial» de vivir en América Latina o en Europa y cree que lo que importa es lo que «se escribe y cómo se escribe».

Justamente ésta es la preocupación actual de Scorza: cómo escribir y qué contar en la continuación de su obra, tras Balada del jinete insomne y La tumba del relámpago. Este es un monstruo que sigue confinado en la cantera de una memoria detenida en 1960 y que terminará algún día, cuando la historia real ganará su lugar absoluto. Scorza se propone asumir el riesgo de interpretar social y políticamente los hechos que estaban solo transitados por la magia y la poesía. Será una forma del compromiso que entiende para esta hora del novelista: señalar y marcar a fuego a los Rastignac del Perú, los dueños del poder y del dinero responsables de esa silenciada guerra campesina que ya ha tenido en él a un fiel «amplificador» en 19 idiomas15.





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Retrato de un escritor solitario solidario

Gregorio Manzur (Argentina)


Gregorio Manzur concilia virtudes contradictorias. Fuera de todo grupo o escuela, este gran solitario y arisco individualista es, al mismo tiempo, un amigo solidario y entrañable. Narrador puro que vive por y para la literatura es todo lo contrario de un escritor intelectualizado. Gozador epicúreo de los «alimentos terrestres» -el amor, la buena mesa y la naturaleza- desaparece periódicamente para depurarse en un monasterio o en una isla casi desierta y volver envuelto en una aureola mística.

Bohemio y trashumante -ha vivido en Estados Unidos, Suecia, la India y Francia- Manzur es, sin embargo, un arraigado que se aferra no sólo a los signos exteriores de la identidad -el mate que toma todas las madrugadas, la lengua pura que maneja fuera de toda contaminación- sino a su infancia en El Algarrobal, un pequeño pueblo de la precordillera de los Andes, en la provincia de Mendoza en la Argentina, donde nació y de donde surgen todos sus personajes, sin ninguna excepción.

Es también un nómada que, en la búsqueda de sus raíces familiares, ha recorrido las tierras de sus antepasados en el norte montañoso del Líbano, donde en la imposibilidad de comunicarse por la palabra ha tendido los puentes de una sonrisa, una estentórea carcajada o una mirada en la que se han reconocido los lazos de la sangre más allá de las barreras del idioma.

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Manzur es una curiosa mezcla de criollo y de sufí, de gaucho y anacoreta cristiano, de perfecto bailarín de malambo y de tango, ha protagonizado -entre otras cosas- a Carlos Gardel en la película Tangos, el exilio de Gardel de Fernando Solanas; es practicante y profesor de tai-chi-chuán, el antiguo arte marcial chino; payador y recitador criollo y conocedor de la mística cristiana del renano Juan Eckhart y del taoísmo de Tchouan-Tseu. En este dominio de disciplinas tan diversas como rigurosas, concilia el equilibrio del cuerpo con una imaginación febril y tumultuosa a la que no teme dar rienda suelta.

Nacido en 1936 de padre libanés maronita y madre argentina de origen español, Manzur está marcado hasta hoy en día por la intensidad del universo familiar en que se formó y creció. A ese hogar que abandonó para estudiar arte dramático con una profesora rusa exiliada, discípula de Stanislasky, que le inculcara la vocación sacerdotal que debe tener todo actor teatral, retorna todas la madrugadas, gracias a la virtualidad que le procura la pantalla de su ordenador. Allí conjura personajes y situaciones. Allí surgen perseguidos por una memoria implacable los seres de su infancia, idénticos a sí mismos, transportados en el tiempo y en el espacio, tal como eran hace treinta o cuarenta años, dueños de la fuerza que les da su encarnadura real inalterada. Son seres que vio desfilar por el almacén de su padre -una de esas inefables «tiendas de turco» de los pueblos sudamericanos donde se vende de todo- catálogo y muestrario humano que aparece y reaparece en sus cuentos, relatos, novelas, obras teatrales y radiofónicas.

Quienes somos sus amigos en París sabemos de las obsesiones y delirios de Gregorio Manzur, del febril apasionamiento que lo embarga cuando se encierra durante días enteros para escribir y «dialogar» literalmente con sus criaturas, aferrado a una dieta mínima de supervivencia, bordeando los límites de una locura que puede ser endiablada posesión. Otras veces, desaparece por días o semanas durante las cuales no sabemos nada de él. A su vuelta lo vemos adelgazado, estilizado y como purificado, con los ojos fosforescentes y la mirada poseída de un misticismo clarividente. Nos enteramos entonces que se ha retirado a un monasterio, con cuyos monjes ha compartido el silencio y la meditación ascética o descubrimos con sorpresa que, en una ruinosa granja   -171-   prestada, ha cortado leña y ha escrito en la más absoluta soledad. Otras veces, su piel está cobriza y nos cuenta que ha vivido en la modesta casa de un pescador griego de una isla que no figura en ningún circuito turístico, alimentándose sobriamente de los productos del mar. Y de tanto en tanto, Gregorio nos dice que se ha recluido en China con su Maestro de tai-chi-chuán, recién llegado de Shangai, para afinar con nuevos discípulos la depurada técnica de este arte milenario.

Hombre que está fuera de los circuitos literarios, tanto parisinos como latinoamericanos, Gregorio tiene numerosos amigos entre los escritores, pero esta amistad no se funda en lazos profesionales, sino personales. El «grupo», la «peña» que lo reúne alrededor de una buena comida (cus-cus o un churrasco improvisado) y un generoso vaso de vino, arma sus afinidades más allá de posturas o tendencias, para hacerlo en nombre del secreto de una amistad solidaria e integral, transparente y sin fisuras, como sólo pueden hacerlo los eternos adolescentes.

En este contexto, es inútil buscar filiaciones directas entre Manzur y el resto de la literatura argentina o latinoamericana que integra de pleno derecho. Alimentado directamente en las fuentes de las tragedias griegas o de Shakespeare, sus personajes están ineluctablemente uncidos a un destino que los gobierna y cuya fatalidad sólo puede ser quebrada por el amor, la amistad o la solidaridad. La garganta del águila, El solsticio del jaguar, Sangre en el ojo son excelentes ejemplos de la intensa capacidad de amor y de odio que pueden dividir el corazón humano.

Narrador puro, Gregorio Manzur es dueño de una olvidada capacidad oral para «contar cuentos», trasmitiendo el magnetismo y la magia del suspenso que forjaron la tradición de los relatos alrededor de los «fogones», donde todavía se trasnocha amistosamente en algunos rincones perdidos de América. Su aprendizaje del arte dramático, su ejercicio profesional como periodista de radio y televisión, sus obras radiofónicas transmitidas por las prestigiosas ondas de France Culture, lo aproximan al ritmo, el estilo y la estética de la oralidad, lejos de la elaborada gramatología del texto escrito.

Sin embargo, la poderosa intuición e imaginación de su mundo aliada a la estructura teatral en que la enmarca con indiscutible   -172-   habilidad, hacen de sus novelas una lectura fácil y apasionada donde, más allá de mitos y creencias de una América Latina secreta y profunda, se emerge investido de esa condición universal en la que nos reconocemos, más allá de toda diferencia, los seres humanos.



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Un juego especular entre dos mundos

Morituri de Alfredo Pita (Perú)


Superando los tradicionales debates que han enfrentado a la literatura latinoamericana -el que opone el repliegue aislacionista, raigal de una narrativa de vocación tradicionalista y americana a la apertura a influencias de todo tipo de vocación experimental y cosmopolita- una generación de narradores escribe ahora, y desde horizontes diversos, en la comprensión integral de la identidad del continente a partir de una integración de los elementos más flagrantes de sus dicotomías.

De pronto las polémicas que habían polarizado formalistas y «contenidistas», oponiendo el arraigo al desarraigo hasta en sus prolongaciones geográficas -las ciudades-puerto abiertas a influencias, inmigración y mestizaje confrontadas al interior-rural, indígena o campesino, donde se refugian las auténticas raíces de la identidad- se cancelan en un discurso narrativo donde se vertebran sin dificultad las antinomias de la cultura latinoamericana. Asumirlo es empezar a comprender el sentido de la narrativa contemporánea del continente.


La pulsión centrípeta y centrífuga

Las pulsiones centrífugas de apertura a Europa y al mundo y el repliegue centrípeto sobre sí mismo a escala americana, nacional y hasta regional, explican como un verdadero ritmo de diástole   -174-   y sístole, la verdadera condición de una identidad cuyas raíces profundas necesitan tanto de la realidad del continente como de su necesidad de reflejarse, para mejor explicarse, en el espejo del resto del mundo. El Nuevo Mundo sólo puede explicarse a partir de su relación con el Viejo y viceversa.

De este modo y sin la «angustia de las influencias» que tan bien definiera Harold Bloom, el narrador latinoamericano no tiene ahora temor en apropiarse de técnicas y procedimientos de la mejor narrativa europea o norteamericana para hundirse y bucear con voracidad antropológica en el pasado y la realidad presente de América Latina. Si el auge de una narrativa de tema histórico lo prueba en las obras del argentino Abel Posse, del colombiano Germán Espinosa, del cubano Antonio Benítez Rojo, del mexicano Homero Aridjis y del puertorriqueño Edgardo Rodríguez Juliá, cuentos y novelas que abordan la actualidad y sus contradicciones desde México a la Argentina, pasando por Venezuela y el Perú, resaltan esta madurez en la obra del venezolano José Balza, del uruguayo Hugo Burel o del chileno Antonio Skármeta.

Este es el caso de Alfredo Pita en el Perú. Los nueve cuentos de Morituri (Ediciones Correcaminos, París, 1990, 166 p.) dividen sus escenarios entre América y Europa reflejando la condición del escritor latinoamericano contemporáneo: esa dualidad de la vida que se desgarra entre el Viejo y el Nuevo Mundo, ese estar aquí siendo de allá, esos «juegos especulares» que sólo puede permitir la distancia. Sin embargo, aún figurando en escenarios distintos -México, Perú, París, la frontera española o Italia- sobre todos los cuentos flota un mismo espíritu dividido ambigua y conflictivamente entre la violencia y el amor, diría más bien entre la muerte y el sexo, como si la necesidad de éste condujera inevitablemente a la otra y, sobre todo, recordando que estas son constantes del ser humano -eros y tanatos- sea cual sea su horizonte.

El signo de la muerte se entrelaza así con el de la pasión amorosa en relatos donde la violencia no es privilegio de América: puede estar agazapada en el subconsciente de una mujer que viaja sola en un compartimiento de tren suburbano parisino una mañana lluviosa («Una mañana, un tren»), puede esperar traicioneramente en el recodo de una hermosa carretera de montaña   -175-   en los Pirineos («La sombra del Anero») o puede exaltarse entre las ruinas del Coliseo de Roma (Morituri).




El símbolo de la triplicidad de lo triple

Como muchos escritores de su generación, Alfredo Pita (nacido en 1948), combina eficazmente un conocimiento de las formas estéticas de la mejor tradición occidental con una preocupación de vocación antropológica por recuperar las expresiones auténticas del pasado americano. Tema y escritura están, por lo tanto, ligados en textos de entrelazada urdimbre, donde la profundidad temática no es óbice para que su expresión y su estructura sea calculadamente eficaz. Varios signos apuntan a esta formulación estética puesta al servicio de una explícita preocupación temática.

Las tres partes del libro se titulan respectivamente «pasos», «pozos», «puentes», tres palabras que empiezan con la letra P de Pita -como anotara con agudeza su compatriota Julio Ramón Ribeyro- cuya significación parece aludir a los temas de los tres cuentos que integran cada una de las partes: los pasos que subrayan la constante temática del viaje, el movimiento, el desarraigo y la carencia de hogar de los tres primeros, los pozos en que estarían sumidos los protagonistas de la segunda, atmósfera sombría y sin salida en que viven los personajes y los puentes que tiende el escritor desde su condición americana al mundo europeo en que vive, escenario de los tres últimos.

La cifra nueve del total de cuentos es el múltiplo de las tres partes del volumen por los tres cuentos de cada una de ellas, lo que otorga al conjunto un carácter homogéneo, por no decir calculadamente geométrico: los múltiplos de tres es la cifra nueve de reconocida significación simbólica: triángulo del ternario, triplicidad de lo triple, imagen completa de los tres mundos (el cielo, la tierra y el infierno) a los que se representa como triángulos y cuya suma son nueve, el número por excelencia para representar la triple síntesis, la ordenación de cada plano; corporal, intelectual y espiritual.

Cifra que para los hebreos era el símbolo de la verdad y que para otros no es más que el límite de la serie antes de su retorno a la unidad, tiene en los escritos homéricos un valor ritual. Pero   -176-   es sobre todo en la cultura azteca y maya donde el número nueve es profundamente significativo. Entre los aztecas, Nezahualcoyotl construye un templo de nueve pisos, reproduciendo los nueve cielos y las nueve etapas que el alma debe recorrer para ganar el reposo eterno. Nueve es también la cifra simbólica de las cosas terrestres y nocturnas, número temido y respetado, mientras para la mitología maya el nueve simboliza la luna: la diosa nueve, Bolon Tiku, es la luna llena. Significativamente, el primer relato de Morituri, «Obsidiana», se desarrolla en el centro de las pirámides aztecas en México y la fuerza del pasado prehispánico -también presente en la leyenda que preside el cuento «Ciguanaba»- se impone con fuerte intensidad simbólica.




El sacrificio en dos mundos

En efecto, es el signo del sacrificio el que abre y cierra el volumen de cuentos: un sacrificio oficiado por mujeres que atraen a los protagonistas a la trampa en la cual son inmolados con el tácito consentimiento de la entrega y en el curso de una ceremonia ritual de signos y códigos preestablecidos pero donde el amor sexual se entrelaza con la muerte violenta.

El sacrificio de «Obsidiana» y el de Morituri se operan en dos escenarios prestigiosos de la civilización situados en los extremos de la historia que divide a escritores como Alfredo Pita: el allá de los orígenes prehispánicos en América al pie del templo de Quetzacoatl en la meseta mexicana y el aquí de Europa, en el prestigio de las arenas del Coliseo de Roma. El juego de espejos reenvía su signo ritual a través de la historia y del espacio; sus víctimas propiciatorias son las mismas; sus oficiantes, sacerdotisas crueles de idéntica secta.

En el primer caso, se sospecha que -al modo de la presencia tutelar de los dioses y la mitología azteca que planea sobre la obra de Carlos Fuentes- la irrupción del pasado en el presente se cumple como una fugaz revancha de la historia, una venganza que cobra su víctima para retornar al silencio de las piedras solo inanimadas en apariencia. Se sospecha, además, que la víctima en este caso, ha sido elegida por su flagrante impostura. El protagonista es un peruano nacido en Arequipa y viviendo en Francia,   -177-   que se ha disfrazado de mexicano con unos grandes bigotes para hacer de guía de un grupo de turistas franceses que recorren México. En la provocación puede estar el castigo de sentir que le abren el pecho y le arrancan el corazón, tal como se representa en los relieves de los frisos de las pirámides aztecas con motivos de sacrificios humanos en honor de los Padres del Trueno, del Jaguar y de la Serpiente, que ha explicado a los turistas.

Menos claro parece el significado del sacrificio de Morituri, oficiado una noche en que un argentino en viaje por Italia contempla desde las gradas el espacio silencioso del Coliseo. Todo cobra de golpe una dimensión diferente -se dice el protagonista que bebe con cierta ansiedad de una botella- cuando se siente viajando a través del tiempo para irrumpir en un día de circo de la Roma imperial. Impulsado también por una mujer, tal vez probando una droga disimulada detrás de miradas enigmáticas e insinuadoras, siente que «los personajes de su imaginación mandaban y él obedecía» y cree estar jugando al haberse introducido en el pasado. La oralidad literaria.

El esfuerzo de escritura que subyace en la prosa de Pita es evidente en otros signos. El uso literario de la oralidad, por ejemplo. La fuerza de los tres primeros relatos está dada por lo que los protagonistas cuentan oralmente, esa «maravillosa capacidad de invención» de Juan Carlos en el cuento «Ciguanaba», esas «ganas de hablar» de Braulio en «Flor de Azalea», donde se insiste en que «yo no sirvo para escribir, sólo para hablar», porque en definitiva: «Ninguna historia termina nunca, tú lo sabes. En todo caso, lo importante es contarlas, eso divierte a los demás y le permite a uno seguir respirando» (M, 56).

Aunque no siempre divierten, tal es su signo trágico, las historias que cuenta Alfredo Pita en Morituri obedecen a una intensa necesidad de ser contadas. No son gratuitas y, sobre todo, permiten que la narrativa latinoamericana «siga respirando» al ritmo de sus movimientos centrífugo y centrípeto es decir en los reflejos especulares que han hecho su mejor literatura. Y ello, aunque sea bajo el signo del sacrificio.





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Miradas asesinas y textos interpenetrados

Pasiones compartidas de Rudy Gerdanc (Argentina)


El arte fotográfico y la literatura tienen algo en común: la capacidad para transmitir, a través de una imagen, una sensación total. Frente a una fotografía o leyendo un cuento se puede percibir un mundo; con una rápida mirada o al escuchar una metáfora, sentir su compleja riqueza.

La máquina de fotografiar con que se fija el instante en el gesto que lo atrapa ha sido construida a imagen y semejanza del ojo humano. La lente-retina a través de la cual se perenniza lo que pudo pasar desapercibido u olvidarse en la superposición de las imágenes que se suceden, memoriza y «revela» sobre el papel los detalles imposibles de captar en la simultaneidad del conjunto que se modifica sin cesar. Ahí está el arte: saber elegir y captar lo que luego resulta significativo.

Ojo que penetra la realidad, el objetivo de la máquina de fotografiar prolonga la mirada a través del sofisticado soporte que descubre y retrata, que inaugura y bautiza la reflexión que sigue en el texto literario. El ojo precede siempre a la otra «imagen»- la literaria- que la explicita, no sólo en el instante de la creación, sino también en el de la lectura. Se lee con los ojos, como se escribe mirando la página en blanco. Pero antes está la escena que se representa, el gesto que se acapara para hacerla posible.

Mucho tienen en común estas artes -escritura y fotografía pero también tienen diferencias que las hacen complementarias. La foto atrapa un instante y lo fija en el tiempo; lo enmarca en el   -180-   espacio que delimita con artística medida, mientras el texto literario lo amplia y comenta, lo enriquece con imaginación o lo abre a otras realidades. Al gesto visual que se detiene en un detalle o en la perspectiva de una esquina, se añade el de escuchar un murmullo de voces glosando la imagen para darle otra dimensión: la que abre la realidad sin comentario al contexto en que se derrama y desfibra, a las fronteras de una realidad que puede esfuminarse en sueño o fantasía, volverse sospechosa de ficción o de puerta que se entreabre al territorio de lo fantástico, del «otro lado del espejo», del otro lado del lente.

De ahí la atracción del escritor por la fotografía; de ahí el juego que se adivina en los cuentos de autores que han recorrido las «galerías secretas» que comunican los dos reinos y las «imágenes» en que se expresan. Pienso, sobre todo, en el Julio Cortázar de «Las babas del diablo», donde una foto «revela» una dimensión escondida y agazapada de la realidad que sin un negativo nunca se hubiera sospechado; pienso también en las diapositivas que el mismo Cortázar proyecta en «Apocalipsis de Solentiname», para descubrir en la soledad de un apartamento parisino que la realidad exasperada por el horror y la violencia es más fantástica que la propia literatura que aspira narrarla.

En ese intersticio se instala la mirada «congelada» que el ex policía de Pasiones compartidas de Rudy Gerdanc descarna minuciosamente, para descubrir en las retinas desmenuzadas de los ojos que ha arrancado a su víctima, el horror de la realidad de un crimen que pudo ser perfecto. A partir de las imágenes fractales fijadas en el caleidoscopio del iris, se reconstruye una historia; mejor aún, se la inventa. Gerdanc se solaza en anunciarnos que el ojo-objetivo, la retina-lente esconde el secreto que hace posible la otra historia, la que nos va contar.

La fotografía que la memoria fijó en un tejido sometido a la micro-cirugía que la «revela», sirve de pretexto al texto literario, valga el juego de palabras, al punto de que nos olvidamos que todo ha sido posible porque los ojos fueron arrancados a su víctima por un ex-policía obsesionado por descubrir el «orden dentro del desorden». Tal es el poder de la literatura; escamotear su propia inspiración, disimular el suceso que la hace posible para hacerla autónoma.

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Rudy -como lo conocemos sus amigos- se mueve con soltura en el plano del entomólogo que rastrea miradas asesinas, para deslizarse al plano literario donde almas gemelas se interpenetran en textos «activos» y «pasivos», anunciando una posible bisexualidad de la ficción. Textualidad que traduce una pasión homosexual de sugerentes intercambios, pero que tal vez no sea otra cosa que la necesaria ambigüedad que todo buen escritor debe llevar consigo, mitad de sí mismo que termina matando a la otra mitad. La cama se convierte, así, en «un mar agitado donde naufragaban cuentos por doquier» y donde «una parte de un cuento penetra, insistente, en otra parte de otro cuerpo». Rivalidad que subyace en todo amor, fermento de una pasión que puede culminar en crimen.

En este juego tan cruelmente realista como alucinante y fantástico, en este ir y venir entre instantáneas fotográficas e imágenes literarias, Rudy Gerdanc habita la contemporaneidad, el postmodernismo que trabaja el fragmento y las formas breves, pero, sobre todo, demuestra que en la buena ficción se renueva sin cesar la lengua española. Pasiones compartidas como ésta, no son sólo el privilegio de los escritores amantes que la protagonizan, sino de todos los lectores que se acercan a su texto misterioso y cruel.



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Más allá de la desolación y la muerte

No morirás de Germán Santamaría (Colombia)


Un hombre de aire taciturno -José Durango- vuelve, tras diez años de ausencia, al pueblo del que huyera una madrugada y que acaba de ser destruido por una avalancha. Más de treinta mil personas han muerto arrastradas por un torrente de barro y piedras. Su mujer y tres de sus hijos están entre las víctimas. Una única hija, Diana, entre los sobrevivientes.

Pero si la desolación y el horror del pueblo destruido lo rodean, asaetándolo de recuerdos y testimonios sobre la catástrofe natural que se ha abatido sobre su familia, no es este el centro de su preocupado retorno. Porque José Durango ha vuelto para que lo maten. Obedeciendo a un fatal destino que parece estar escrito de antemano, deambula por las calles buscando cruzarse con Vicente Ávila, el marido de la hermosa Lucila con la que se fugó diez años atrás, alguien que desde entonces, no ha cesado de jurar que lo mataría.

Con asombro, el pueblo entero descubre cómo la cansina silueta del fugitivo Durango ha retornado al escenario de su adulterio, buscando con aire culpable al verdugo de la postergada venganza. Esta paciente espera es compartida por su propia hija. Porque Diana, para mejor alimentar el rencor de haber crecido en el seno de una familia abandonada por el padre, se ha casado con uno de los cinco hijos de Vicente Ávila. Después de haber perdido a su marido en la avalancha que ha derrumbado su hogar, anuncia   -184-   que espera un hijo que perpetuará la especie de los Durango y los Avila. Vestida de negro, con la prominente barriga echada hacia adelante, vive ahora con el propio Vicente y espera resignada la pregonada ejecución de su padre.

«A usted todavía lo están esperando para matarlo», le recuerdan a José Durango en las primeras líneas de No morirás, sentencia de muerte que obsesivamente lo persigue durante el resto de las apretadas páginas del relato, como una amenaza a concretarse en cualquier momento.

En cualquier momento, pero no de cualquier manera.

Porque uno y otro -condenado y verdugo- respetan las secretas reglas del papel que representan. Como en un duelo ritualizado por preparativos y signos inequívocos, como en una tragedia griega pautada por las instancias que gradúan el pathos y el esperado desenlace, ambos personajes se buscan para desempeñar a cabalidad el destino que han elegido a conciencia. Así el propio Ávila salva a Durango de morir ahogado en las barrosas y agitadas aguas del río que cruza el pueblo, precisando que «Yo soy el que lo voy a matar», porque las cuentas pendientes de Durango «no son con el río», sino con él. «Por eso sería injusto que ahora el río lo matara. El que lo debe matar soy yo». Un modo de reivindicar una pena de muerte que debe aplicarse de acuerdo con las reglas no enunciadas de un código de honor no exento de nobleza. Por eso se habla solemnemente de «la cita con la muerte» que si bien fue masiva el día de la inundación, tiene un día y una hora especial para José Durango.




Los ecos de una catástrofe real

Gracias a esta cuidadosa escenificación y al sobrio estilo en que se expresa, No morirás se transforma en un relato tenso, digno de la mejor tradición novelesca latinoamericana de Juan Rulfo, con un sobrio fatalismo en el que se reconoce a Juan Carlos Onetti y los escritores donde la tragedia se sublima gracias a la dignidad con que se hace frente al infortunio. Lejos de lo que podría ser un fácil melodrama, una acumulación de estereotipos y un montaje digno de una buena película del Far-West americano, la novela se inscribe en la línea de la nueva narrativa latinoamericana que Germán Santamaría encarna a cabalidad.

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Así lo reconoció el jurado del Premio Iberoamericano para Primera Novela Santiago del Nuevo Extremo, integrado por los escritores Nélida Piñón, Antonio Skármeta y Eduardo Gudiño Kiefer, cuando consagró a No morirás como la mejor novela latinoamericana de 1993, subrayando en el fallo el despliegue metafórico de su prosa y «la intensidad narrativa de un relato sobre las consecuencias de una catástrofe en un pueblo».

No es difícil, por lo tanto, adivinar detrás de la avalancha que se ha abatido sobre el pueblo de No morirás los ecos de la verdadera catástrofe de Armero, el pueblo arrasado por las aguas del río Lagunilla que bajaron desde el volcán Nevado del Ruiz el día aciago del 13 de noviembre de 1985. Sobre todo, cuando esa fecha coincide con la de la novela y se sabe que Germán Santamaría fue el corresponsal del diario El Tiempo de Bogotá, quien con sus crónicas en directo desde Armero conmovió toda Colombia, narrando hora a hora la agonía de Omayra Sánchez, la niña de doce años atrapada entre las planchas de cemento de la casa derrumbada que cayó sobre su familia. Las imágenes de esa agonía vivida en «vivo y en directo» aparecieron en las pantallas de televisión del mundo entero y las fotos fueron las tapas de semanarios como Time Magazine, Newsweek y París Match. Santamaría movilizó en aquellas intensas horas a los cuerpos de salvamento, hizo llegar hasta Armero un helicóptero con equipos que no pudieron romper a tiempo las planchas que inmovilizaban el cuerpo de la niña y dialogó con ella hasta el momento de su muerte.

De aquellas crónicas, recogidas luego en el volumen Colombia y otras sangres (1987), surge no sólo el estilo ágil de un corresponsal que no se limita a ser testigo de lo que describe, sino lo que es una característica de la nueva narrativa de América Latina, donde los géneros periodístico y novelesco se influyen uno al otro, tan ligadas están realidad y ficción, tan difícilmente se separan sus rasgos. Más allá de la fecunda interrelación, Santamaría -como su compatriota la escritora y periodista Laura Restrepo- es el autor de grandes reportajes sobre temas candentes de la realidad colombiana: la agonía de los indios Pijaos, la violencia en el valle de Trujillo, el suicidio colectivo de los Londoño y Camargo, la «guerra civil» del valle del Magdalena («Como si fuera El Salvador») y la toma del Palacio de Justicia de Bogotá.

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En todos estos reportajes, la violencia -esa violencia que marca la historia contemporánea de su país- está obsesivamente presente. «Periodista de catástrofes» como ha sido apelado, Santamaría, en la mejor tradición de Hemingway y de Gabriel García Márquez, afirma que las crónicas periodísticas deben «buscar la belleza del relato», permitiendo al lector el placer de la lectura, al punto de que «una noticia pueda estar tan bien escrita que el lector tenga la sensación de belleza y solaz» que le provoque «un gusto creativo». Una preocupación por escribir bien que Germán Santamaría también ha expresado en los libros de cuentos Los días de calor, Marylin y Morir último, que han marcado su carrera literaria y en los cuales también se reconocen otros aspectos de la realidad colombiana.

Personajes alegóricos de No morirás como Floro Pulido cargando una cruz como un penitente milenarista, atravesando el escenario apocalíptico de las ruinas y lodazales envuelto en un aura metafórica, parecen estar directamente inspirados de la realidad. En el reportaje que Santamaría publicó en el diario El tiempo un año después de la destrucción de Armero, el superviviente que entrevista se llama Floro Rincón. Allí se afirma que Armero es como el Comala de la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo, en clara alusión a la filiación literaria de la que Santamaría es deudor, un «Comala del Tolima» donde Floro es el Juan Preciado de Armero, el memorable «guardián de los muertos» de la novela de Rulfo.


Un himno a la vida, desde la memoria de la muerte

Novela centrada en el tema de la muerte que la recorre y marca, No morirás es también un himno a la vida que se debate entre las ruinas. Los sobrevivientes tratan de «levantar de nuevo el hogar», aunque la palabra hogar parezca inadecuada para las familias que han sido diezmadas. Frente a quienes «han vuelto a nacer» y están solos en el mundo, una «vida nueva» -como la que crece en las entrañas de Diana- tiene un gran valor. Un himno a la vida que se canta en el mismo tono sobrio en que se habla de la muerte.

Un himno a la vida que no puede postergar la memoria de la muerte. Por algo Vicente Ávila repite durante años que matará a   -187-   José Durango, tan difícil es olvidar, sobre todo cuando se vive solo: «Un hombre así olvida menos».

Una memoria fundada en el odio que, sin embargo, se ha gastado con el paso de los años, algo que descubren con asombro cuando los dos hombres finalmente se enfrentan «casi en una ceremonia». «Vengo a morir aquí. A que usted me mate, como amenazó durante estos diez años. ¡Ta, ahora mismo!», le pide José Durango después de haberle hecho llegar el revólver Smith 38 largo especial con el que quiere ser ejecutado.

Sin embargo, matar no es tan fácil como parece. Se necesita mucho odio para apretar un gatillo. Vicente descubre que ya no tiene esa fuerza cuando está frente a Durango. La tensión y el crescendo de la novela ceden a la resignación contra toda expectativa dramática. El tiempo ha jugado contra esa muerte tan pregonada y si lo ha hecho es también porque miles de muertes han marcado la catástrofe natural que enluta al pueblo. Lo recordará sin emoción aparente Diana cuando se enfrente a los dos hombres: «No son suficientes tantos muertos de ahora y de antes? ¿Quieren otro? ¿Y después otro más?». Y más directamente cuando les grita: «No más muertos».

Muertos que forman una larga procesión de ánimas en pena a la que silenciosamente se incorpora José Durango al final de la novela. Muertos que iluminan con pequeñas luces la ladera de la montaña por la que bajó la avalancha. Muertos que son el paradigma de una violencia histórica que Santamaría condena en una apenas disimulada moraleja de su obra: «Los hombres al fin siempre terminan matando a lo que aman. A los otros hombres o a la tierra. Da lo mismo».





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Máquinas para soñar las fantasmagorías de la historia

La narrativa de Roberto Castillo (Honduras)


Roberto Castillo (Honduras, 1950) pertenece a la nueva promoción de escritores que han desacralizado la solemnidad y las pretensiones de la narrativa latinoamericana «totalizante» de los años 60 a través de la parodia y el humor y de una visión crítica que incorpora el lenguaje coloquial y la cultura popular a las formas ceñidas del relato.

Autor de una novela corta El Corneta (1981), de dos volúmenes de relatos, Subida al cielo y otros cuentos (1980) y Figuras de agradable demencia (1985), Castillo ha hecho de la auto-degradación por el humor un arma eficaz de denuncia. Literatura de humor y de «humores», de humor sin auto- conmiseración, Castillo apuesta a la desmesura y a la desolemnización como medio eficaz de cuestionar la vigencia de valores aceptados. Con Traficante de ángeles (1996), interesante compilación de biografías ficcionalizadas presentadas con visos de histórica verosimilitud al modo de las Vidas paralelas de Plutarco, se ha ganado un destacado lugar en la literatura contemporánea de Honduras y un progresivo reconocimiento no sólo en América Central, sino en Europa y en Estados Unidos. Su nombre figura en las historias literarias y sus cuentos han sido incluidos en varias antologías. Uno de ellos -«Anita, la cazadora de insectos»- ha sido adaptado al cine y la película presentada con éxito en Madrid hace un año.

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A través de notas que van de la sutil ironía al grotesco de notas hiperbólicas, Castillo se reconoce sin dificultad en la literatura del absurdo de Alfred Jarry, Boris Vian y en la más clásica de Jonathan Swift y Ambrose Bierce, humor negro e irrisión de la que no puede olvidarse la vertiente hispánica con profunda implantación americana que va desde Quevedo a Valle Inclán, pasando por Larra y por Buñuel. Entre los latinoamericanos no puede olvidarse a Borges, con quien Castillo mantiene una reconocida lealtad que traduce en los guiños cómplices de algunos de sus relatos.

En Subida al cielo y otros cuentos (1980), la imaginación arremete con desparpajo contra el costumbrismo «precario hasta la congoja» y «demás engendros paisajísticos incapaces de inspirar ni un mal pensamiento». En otros casos, el humor puede ser una forma de cuestionamiento de la vigencia de valores literario. El juego de espejos de los relatos de Castillo puede ser colectivo, como los deseos alborotados de los habitantes del caserío que quiere subir al Cielo en el relato que da título al volumen porque ha oído rumores de otros que se han ido felizmente a esa suprema morada. Cuando ataviados con sus mejores galas el pueblo sube al cielo en carnavalesca procesión, la patética crónica de esa peregrinación adquiere la dimensión de verdadera alegoría del destino americano.

Ese tono irónico, cuando no instalado abiertamente en el grotesco, está también presente en los ocho cuentos de Figuras de agradable demencia (1985), donde se yuxtaponen sátira y ternura, caos cotidiano y submundo inconsciente, desmesura y ecuanimidad. Lejos de todo cariz moralizante o de retórica política, rechazando todo telurismo engañoso, pero sin dejar de ejercer una mirada crítica sobre la sociedad hondureña, Castillo es ca paz de escribir con ironía frases como: «La casa había sido construida en unas soledades donde no llegó nunca ni la reforma agraria».

Sin embargo, no todo es ironía o parodia. En el cuento «El círculo del poliedro», la nostalgia y la ternura empapan los recuerdos de un grupo de amigos que se reunía en la Tegucigalpa de los años sesenta. En sus páginas se adivina una nueva vertiente en la obra de Castillo, tal vez una forma de madurez asumida a través de la dolorosa experiencia de una historia trunca vivida con la   -191-   intensidad de la que sólo son capaces los poetas. En otros, como en «Chabacán» -en clara reminiscencia del Pedro Páramo de Rulfo los personajes ya están muertos, pese a circular con falsa naturalidad.

En otro registro, Traficante de ángeles, propone unas «vidas paralelas» centroamericanas que debieron titularse Vidas, opiniones y sentencias de genios provisionales, con héroes y personajes biografiados en un contexto histórico reconocible. Un salvadoreño (Baltasar Martínez), un guatemalteco aventurero (José Ángel), un «gringo» (Josiah Anderson), un costarricense (Martín Mora) ofrecen visos de autenticidad y elaboran una faz genuina a la ficción al mismo tiempo que brindan un aura literaria a la historia. Una «Bibliografía fantástica» del recopilador, esgrimiendo una falsa erudición (recurso muy borgiano), completa los datos biográficos, citas y referencias a pie de página apócrifas con que la «máquina de soñar» de Castillo escribe las fantasmagorías de la historia, hasta volver legible la propia realidad histórico-social hondureña.

Observador de la vida nacional, marcando la condición obtusa de clérigos y militares y de quienes por su mediocridad mantienen, Castillo -según anota su compatriota Hernán Antonio Bermúdez- no es autor que pueda hacer las delicias de los «amantes furibundos del panfleto». Su palabra «está en guerra con la seudorrealidad impuesta», como completa por su parte José D. López Lazo.

En Salamandra de su fuego, su última y ambiciosa novela, escrita en plena madurez creativa, está concebida a la medida de sus recursos literarios ya probados. Utilizando el mismo procedimiento de la biografía novelada de Traficante de ángeles, aunque imaginada en este caso en el futuro, la vida de Adán Lamaguara que propone narrar en doce «pulsaciones» se presenta como una sugerente alegoría de la vida contemporánea la que, al proyectarse en un tiempo «por venir», agrava sus caracteres al punto de convertirlos en su propia caricatura o parodia.

Dueño de una amplia cultura literaria y filosófica que maneja con soltura en los artículos y trabajos críticos con que acompasa su creación, así como en el ejercicio docente en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, Castillo es capaz de proponer   -192-   una obra «totalizante», al modo del Cristóbal nonato de Carlos Fuentes (presentada también como biografía de anticipación) con la que probablemente se emparenta.

Sin embargo, el texto integra en su propio seno el desmentido del género al que ambiciona. La novela «totalizante» en boga en los años sesenta y practicada por los autores del llamado boom, ya no es el modelo en que puede fraguarse un proyecto como el de Castillo, sino su propia parodia. Puede adivinarse en Castillo una modalidad próxima al Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal cuyo modelo, el Ulises de Joyce, en la medida en que inevitablemente se lo asocia, se parodiza y finalmente se lo destruye. Es, en definitiva, «el asceta cuya cólera se hubiera domeñado gracias a la disciplina del desdén», con que ha sido investido.





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Origen de los textos


Vasos comunicantes

1. «Extraterritorialidad y patria literaria», semanario Jaque, Montevideo, 1987.

2. «¿Es necesaria al mundo la literatura latinoamericana», La Gaceta, Tucumán, 1 marzo, 1987.

3. «Otras voces, otros ámbitos», encuesta entre críticos, Crisis, Buenos Aires, noviembre de 1987.

4. «Vivir en París, ¿un pretexto para realizar un sueño americano?», refunde en un solo texto las introducciones del autor a las antologías Cuentos migratorios. 14 escritores latinoamericanos en París (México, Linajes Editores, 2000) y Siete latinoamericanos en París (Madrid, Editorial Popular, 2001).




Maestros en el banquillo

1. Entrevista con Leopoldo Zea, El Correo de la Unesco, noviembre, 1990.

2. «El Maestro Leopoldo Zea», introducción a la edición en francés de Discurso desde la imaginación y la barbarie, (Discurs d'outre barbarie), París, Lierre-Coudrier Editeur, 1992).

3. Entrevista con Ernesto Sábato, El Correo de la Unesco, abril, 1990.

4. «Un peregrinaje con resultados inesperados», Los 90 años de Ernesto Sábato, revista Proa, Buenos Aires, mayo/junio 2001.

5. «La felicidad y la historia rara vez coinciden», entrevista con Carlos Fuentes, El Correo de la Unesco, enero, 1992.

6. «Hay que aprender a vivir en la intemperie», entrevista a José Donoso, El Correo de la Unesco, julio-agosto 1994.

7. Texto de la presentación de la traducción al francés de La desesperanza de José Donoso, Maison d'Amerique Latine, París, 25 de noviembre de 1987, publicado en Gaceta de Tucumán, 31 enero, 1988.

8. «Macondo más allá de la geografía y el mito», Para que mis amigos me quieran más. Homenaje a Gabriel García Márquez, Editor Juan Gustavo Cobo Borda, Bogotá, Siglo del hombre editores, 1992.

9. «Una forma del arraigo: las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro», Cuadernos Hispanoamericanos, 313, Madrid, julio 1976.



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Palabra de mujer

1. Ponencia presentada en el V Congreso Internacional del CELCIRP, París, 3-5 julio 1996, y publicada bajo el título «Del coraje de los guapos al país del miedo: cambio y permanencia del miedo como tema: el ejemplo de la narrativa de Luis Valenzuela», Río de la Plata, 17-18, París, 1996-1997.

2. Prólogo a la edición en francés de Dulcinea encantada de Angelina Muñiz Huberman (Dulcinée, París, Indigo & Côté-femmes éditions, 1995).

3. «Cuerpos desintegrados y construcción del lenguaje» sobre Teresa Porzecanski es un texto inédito, difundido únicamente en la página Web cuentosenlared.com.

3. Texto corregido y ampliado sobre la narrativa de Lucía Guerra, publicado en Livres ouverts, París, Indigo & Côté-femmes éditions, 1998.

4. «Una vocación antropológica al servicio de la literatura. El cuarteto nicaragüense de Milagros Palma», Textos críticos sobre cuatro novelas de Milagros Palma, París, Indigo & Côté-femmes éditions, 2000.




Centros de la periferia

1. Prólogo a la edición en inglés de Memorias de Altagracia de Salvador Garmendia (Memories of Altagracia, London/Paris Peter Owen, UNESCO Publishing, 1998).

2. «¿Un marginal sin poder o un rebelde con causa?», entrevista con Manuel Scorza, Perspectivas de la Unesco, 670, París, 1974.

3. Post-facio sobre Gregorio Manzur en www.reromancias.com.

4. Texto de la presentación de Morituri de Alfredo Pita, Maison d'Amérique Latine, París, 22 de octubre de 1990.

5. Texto de la presentación de Pasiones compartidas de Rudy Gerdanc, Cine Latina, reproducido por Livres ouverts, 10, París, enero-junio 1999.

6. Prólogo a la edición en francés de No morirás de Germán Santamaría (Condamné à vivre, París, Amérique Latine Editions, 1995).

7. «Entre la parodie, l'humour et la nostalgie: la narrative de Roberto Castilllo», Vericuetos, 10, París, 1994.







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