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Juan Valera


[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital de la novela ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil de las páginas correspondientes a los números de El Campo en los que apareció por primera vez (referencias en color azul).]



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- I -

El Campo, N.º 18, 16 de agosto de 1877

Toda persona elegante que se respeta debe ir a veranear. Es una ordinariez quedarse en Madrid el verano.

Lo más tónico es ir a algunas aguas en Alemania o Francia; pasar luego una temporadita a la orilla del mar en Biarritz, en Trouville, o en Brighton, y acabar el verano, antes de volver a esta villa y corte, en algún magnífico château o cosa por el estilo, que debemos poseer, si es posible, en tierra extraña, y cuando no, aunque esto es menos comm'il faut, en nuestra propia tierra española.

Tal es el supremo ideal aristocrático a que aspiramos todos en lo tocante a veraneo. Para realizarle totalmente se ofrecen no pocos obstáculos. Lo más común es no tener château, ni algo que remotamente se le asemeje, ni en   -6-   la Península, ni en la vasta extensión del continente europeo; pero esta falta se suple o se disimula si poseemos una casa de campo, una casería o un cortijo, lo cual, hablando en francés, puede calificarse de château, sin gran escrúpulo de conciencia.

Todavía, sin embargo, ocurre muy a menudo que la familia elegante, o con humos de elegante, carece de hogar de donde los humos procedan; esto es, no tiene ni siquiera cortijo. Si le tiene algún amigo o pariente, la familia puede aprovecharse de la amistad o del parentesco. Si de ningún modo hay ni cortijo, se suprime la parte meramente rústica y se limita el verano a la parte hidropática, dulce, salada, o ambas cosas. Quiere esto significar que, no habiendo château ni cortijo donde pasar un mes, se emplea todo el tiempo en los baños, aunque nadie de la familia se bañe nunca. Basta tomar las aguas por inhalación, respirando, pongo por caso, las brisas del Atlántico en el mencionado Biarritz, en San Juan de Luz, en San Sebastián, en Santander o en Deva.

Por último, si el afán de eclipsarse en estos meses de calor atribula demasiado, y la bolsa se halla tan escurrida que no hay ni para ir a bañarse, o a ver la mar en Motrico, se va el elegante o la familia elegante a cualquier lugar de la Mancha, donde a veces lo llano y escueto   -7-   y sin árboles ni matas del terreno imita la mar, y los cigarrones, los cangrejos y peces, y allí se está tomando el fresco a todo su sabor, hasta que ya es la época y sazón oportuna de volver a Madrid, sin infringir las leyes y liturgias del buen tono.

Hay familias, pero yo apenas si lo quiero creer, de quienes se asegura que por no infringir dichas leyes y liturgias, hacen como que se van de viaje, y con discreto y económico disimulo se quedan aquí, en reclusión severísima, sufriendo este linaje de martirio, para tener propicia a la deidad a quien rinden culto, que es la Moda.

Sea como sea, ya de veras, ya valiéndose de tretas y de recursos algo sofísticos, ello es el caso que en los meses de Julio, Agosto y Septiembre, apenas queda en Madrid persona conocida.

Las personas que quedan, se dice en estilo culto, que no son conocidas, para dar a entender que no son de la crema de la sociedad; de la flor y la nata. Por lo demás, harto conocidas suelen ser de los que se han ido, no pocos de los cuales, cabe en los límites de lo verosímil, y a veces de lo probable, que les deban el dinero con que se fueron, o el calzado o la vestidura con que se engalanarán en los baños.

Tranquilicémonos, no obstante, y no compadezcamos a las personas no conocidas que fiaron   -8-   o prestaron. Ya lo cobrarán, como es justo, incluyendo en el cobro todo lucro cesante y todo daño emergente. Más seguro lo tienen que con doña Baldomera.

En suma, y sin meternos en más averiguaciones, ni en honduras económicas o crematísticas, Madrid en verano se queda sin su aristocracia, se queda como acéfalo, se queda como jardín sin sus más bellas flores, se queda como haza segada; parece un barbecho de distinción y de finura.

Yo lo siento y lo extraño. Madrid, desde que vino el Lozoya, ha ganado mucho, y no merece este abandono general, cuando no es verdaderamente necesario tomar aguas o visitar la heredad o hacienda propia, o cuando no se posee bastante dinero para viajar por esos mundos como un nababo.

Aquí, en verano, digan lo que quieran los que no piensan como nosotros, no hace más calor que en Biarritz o en San Sebastián; aquí, en verano, hay no pocas diversiones, más o menos inocentes, y no se emplea mal la vida.

Arderius y sus bufos son baratos y entretenidos. ¿En qué aguas se encontrará un teatro como el de Arderius? Es cierto que, desde hace poco, nos ha entrado un furor de moralidad, un púdico rubor, que todo lo condena y de todo se solevanta. Críticos y moralistas han levantado una cruzada contra los bufos. Peto los   -9-   bufos seguirán triunfantes, a pesar de todas las disertaciones morales que contra ellos se fulminen. Les sucederá lo mismo que a los toros. Hasta se puede sostener que los bufos son más invencibles. Las razones que contra ellos se aducen son infinitamente menos fundadas.

El Campo, N.º 18, 16 de agosto de 1877

Sublime espectáculo, sin duda, es ver a un mozo gallardo, sin más defensa ni escudo que flotante velo rojo, vestido de seda, más aderezado para fiesta o baile que para brava y terrible lucha, ponerse delante de irritada y poderosa fiera, llamarla a sí y darle muerte pronta, cayendo sobre ella con el agudo acero. Si, por desgracia, fuere el lidiador quien en aquel instante muriese, su muerte, ya que no moral, tendrá no poco de hermosa, y la compasión y el terror que causare estarán purificados por la belleza, de acuerdo con las reglas de la tragedia, escritas por el gran filósofo griego. Lo malo es que para llegar a este trance de la muerte tenemos que presenciar antes el brutal, largo y rudo suplicio del noble animal destinado a morir; tenemos que ver acribillada su piel con pinchos y garfios, que se quedan colgando, si no se los arrancan con las túrdigas del pellejo; y tenemos que contemplar asimismo la inmunda crueldad con que son tratados los infelices jamelgos. Ellos sirven de diversión en las convulsiones y estertores de la agonía; derraman por la arena su sangre y sus entrañas;   -10-   se pisan al andar el redaño y los sueltos intestinos, y andan, no obstante, a fuerza de los espolazos del picador, y en virtud de los palos que sacude en sus descarnados lomos un fiero ganapán, quien innoble y grotescamente va por detrás dando aquella paliza, a fin de aumentar el dolor y sacar del dolor un resto de movimiento y de energía en un1 ser moribundo, que, si no tiene pensamiento, tiene nervios y siente como nosotros. Con escenas tales no debiera haber tan duro corazón que a piedad no se moviese, ni sujeto de gusto artístico y de alguna elegancia de costumbres que no las repugnase por lo groseras y villanas, ni estómago de bronce que no sintiese todos los efectos del mareo.

En resolución, la muerte del toro es bella, si el matador atina y no pasa de dar dos o tres estocadas; pero, francamente (hablo con sinceridad; yo no soy declamador ni aficionado a sentimentalismos), lo que precede es abominable por cualquier lado que se mire.

Repetimos, a pesar de todo, que los toros seguirán. Nosotros mismos no nos atrevemos a pedir que se supriman, porque hay en ellos algo de poético y de nacional que nos agrada. Nos contentaríamos con ciertas reformas, si fueran posibles. Casi nos contentaríamos con que no muriesen caballos de tan desastrada y fea muerte.

En cuanto a los bufos, que, según hemos   -11-   dicho, tienen hoy más enemigos que los toros, ni reforma ni nada pedimos. Nos parecen bien como son. Casi no comprendemos la causa de la censura que de ellos se hace.

En primer lugar, los bufos son los bufos, y no son el sermón o el jubileo. La madre que anhele conservar el tesoro de candor que hay en el alma de su hija, y hasta acrecentarle, llévela a cualquiera de las muchas iglesias que contiene Madrid, y no la lleve a oír las zarzuelas. Vayan sólo a los bufos, si tan malos son, los hombres curados de espanto, y aquellas mujeres, que no faltan, curtidas ya en todo género de malicias, o bien las que son tan inocentes que, si alguna malicia llegan a oír, no aciertan a entenderla.

Por otra parte, yo me atrevo a sostener que en la más desvergonzada zarzuela bufa no hay la quinta parte de los chistes primaverales o verdosos que en muchas comedias de Tirso, que en muchos sainetes de D. Ramón de la Cruz, y que en muchas otras producciones dramáticas de nuestro gran teatro clásico.

El principal motivo de la censura contra los bufos procede de una curiosa manía que, desde hace pocos años, se ha apoderado de las inteligencias más sentenciosas. Los bufos vinieron de París; en los bufos suele bailarse el cancán; los bufos gustan en Francia; Francia ha sido vencida por Alemania en la última guerra; luego   -12-   los bufos, enervando y corrompiendo a la nación, han tenido la culpa de la derrota. Esto se ha dicho ya en todos los tonos, y sobre esto se han escrito profundas disertaciones. A nadie, con todo, se le ha ocurrido declarar que en Alemania agradan los bufos más aún que en Francia, que en Alemania se pirran los hombres por el cancán, y que los que han vencido a los franceses no salían de zurrarse con unas disciplinas, sino de ver bailar el cancán o de bailarle, cuando los vencieron.

En cuanto a que los bufos corrompen o tiran a corromper el buen gusto literario, aún es más infundada la acusación. ¿Pues qué, la música, mala o buena, es incompatible con la discreción, con el sentido común, con el ingenio, con la gracia urbana y con otros requisitos y excelencias de que va o pudiera ir adornada una fábula dramática? Si alguna fábula dramática de estas ligeras, regocijadas o bufas, carece de tales prendas, cúlpese singularmente al autor y a su obra, y no al género todo y a todos los autores. ¿Tiene más el público que silbarla? Y si el público no la silba, sino que la aplaude, y la zarzuela es tonta, esto probará la bondad del público. Denle algo menos tonto, y lo aplaudirá más.

Y cuando no se da algo menos tonto, crean los críticos que es porque no hay nada menos tonto. Si lo hubiera, se daría.

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Lo que acabamos de decir parece una perogrullada; pero reflexiónese bien, y se verá que no lo es. El autor de zarzuelas es siempre autor dramático. Si escribe malas zarzuelas, peores dramas escribirá. El discurso del crítico que condena la zarzuela, despojado de tiquismiquis, es éste: «Tu zarzuela es tonta y chabacana: escribe dramas y no escribas zarzuelas». A lo que modestamente pudiera contestar el autor: «Si escribiendo zarzuelas, que son más fáciles y tienen menos pretensiones, lo hago mal, ¿qué haré si me pongo a escribir dramas?».

La zarzuela, además, es una cosa, y otra cosa es un buen drama o una buena comedia, y no se opone el que se escriban zarzuelas a que salgan a relucir nuevos Lopes y Calderones que escriban dramas magníficos.

Veo que me voy muy lejos con mi digresión. Volvamos al asunto de que quiero tratar aquí.

Decía yo que, en verano, aunque se van de Madrid las personas más elegantes, Madrid queda bastante animado y divertido.

El centro de la animación, el principal hechizo de Madrid en verano, está en los Jardines del Buen-Retiro, de nueve a doce de la noche.

La historia que voy a referir empezó allí, hoy hace justamente cuatro años, a 9 de Agosto de 1873.



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- II -

Era noche de grande entrada. Allí estaban casi todos los jóvenes periodistas, empleados y poetas; cuanta cursi hay en Madrid, esto es, todas las señoras y señoritas de poquísimo dinero que aspiran a ser notadas o conocidas en la buena sociedad, o dígase en la sociedad de más dinero, por mala que sea; muchas familias honradas de la clase media, sin otras aspiraciones que las de aspirar el aire fresco y distraerse un poco oyendo la música; las suripantas o heteras de todos los grados y categorías, con tal de haberse encontrado poseedoras de una peseta a la hora de entrar; multitud de hombres políticos notables de los quince o veinte partidos que hay en España; un centenar de generales; no pocos diputados, senadores y ministros; y, por último, aquella parte del beau monde que aún no había salido a veranear, que prometía salir, o que se hallaba tan segura de su crédito de pudiente que no   -15-   temía comprometerle pasando en Madrid un verano.

Todo este público, o estaba sentado en sillas y bancos, formando corros, murmurando, politiqueando, coqueteando o enamorándose, o giraba en torno del Kiosco, desde donde sonaba la música, dando vueltas y vueltas, aunque sea pérfida comparación, como mulos de noria.

El jardín, como nadie ignora, es muy bonito; y, por la noche, iluminado con luces de gas veladas por globos de cristal blanco y opaco, parece mayor. Aquella iluminación presta a los árboles y a la verde hierba y a las flores cierta vaguedad y hermosura. La animación y el bullicio dan al conjunto superior agrado.

Las mujeres, cuando no las ciega la vanidad o el prurito de distinguirse, van por lo común bien vestidas. De cada veinte se puede afirmar que una, a lo más, y no es mucho, suele encomendarse al diablo para que la vista y la peine, por donde aparece en los Jardines hecha una tarasca; pero las otras diez y nueve van como Dios manda; unas de mantilla, otras de sombrero, y no pocas son muy guapas, sea como sea lo que lleven.

Lo único que, en general, pudiera censurarse aquella noche, y puede censurarse aún en el traje de las mujeres, es lo largo de las colas. Para ir a pie a los Jardines, y, aunque se   -16-   vaya en coche, para pasear luego a pie, es feísimo y sucio todo aquel aditamento de enagua blanca y de vestido que va arrastrando, llenándose de polvo, levantándole y esparciéndole en el aire, y barriendo, por último, cuanta inmundicia encuentra al paso. La cola no está bien sino para andar sobre limpias y mullidas alfombras, o sobre mármol bruñido y lustroso, o sobre preciosas y pulidas maderas, incrustadas en forma de primoroso mosaico. Para andar por las calles o por el campo, donde suele haber lodo y quién sabe cuántas cosas peores, toda mujer de gusto debe prescindir de la cola. Algunas, aunque son las menos, prescinden ya.

En la noche a que nos referimos, iba declamando contra las colas un caballerito, como de veintiocho años, recién llegado de Alemania y de Francia, y de lo más elegante, atrevido y alegre que puede imaginarse. Rodeábanle e involuntariamente le admiraban y le reían las gracias otros cinco jóvenes de lo más atildado y encopetado de Madrid.

Nuestro declamador había venido tan extemporáneamente para un negocio de su casa. Pensaba pasar en Madrid tres o cuatro semanas a lo más, e irse a Biarritz en Setiembre.

Tenía fama de calavera; pero no de los calaveras víctimas y explotados, ni tampoco de los verdugos y explotadores. Aunque generoso, no solía prestar a los que se llaman amigos, ni   -17-   había tomado prestado de los usureros, y sabía contenerse cuando jugaba y perdía, y no se dejaba saquear de sus administradores, y llevaba en la memoria todas sus fincas, rentas y productos, y miraba por todo, y cuando daba era con su cuenta y razón y sin cegarse nunca por vanidad o por afecto.

Este caballerito poseía más de 15.000 duros al año; era soltero, andaluz, no tenía una sola deuda, y llevaba el título de Conde de Alhedin el Alto.

Jamás había querido estudiar ni seguir carrera ninguna. Era, sin embargo, curioso y despejado; había leído muchas novelas y libros populares y amenos de toda clase de ciencias; y con esto, y con el trato del mundo, y los viajes por lo mejor de Europa, había llegado a tener un espíritu bastante cultivado y que lo comprendía todo, si bien someramente.

Detestaba la política. Abominaba de los periódicos. Jamás tomaba uno en la mano sino para leer anuncios. Los acontecimientos públicos contemporáneos le fastidiaban, y no quería enterarse de ellos. Hallaba mil veces más poéticas las historias antiguas que las modernas, y le interesaba mucho más la caída de Sardanápalo que la de Napoleón III y las fabulosas conquistas de Osiris que las del primer Napoleón.

No había querido decidir consigo mismo si   -18-   era realista o republicano, liberal o no liberal, partidario de esta Constitución o de aquella.

En religión y en filosofía era menos perezoso; pero, si en política era indiferente, en esto otro era vacilante. En aquello, poco le importaba no resolverse; en esto, a pesar suyo, no se resolvía.

Por lo demás, en cuanto tenía que hacer con lo práctico de su vida y de su conducta, el Conde de Alhedin tenía una filosofía propia, una doctrina determinada, una colección de principios que le servían de pauta y de norma para su conducta.

Réstame decir que este héroe, que pongo en campaña, era de mediana estatura, airoso, fuerte y ágil. Tiraba al florete como pocos, y con una pistola en la mano casi nadie se le adelantaba. Gran jinete y buen cazador, jamás había presumido de torero. A lo que sí tuvo afición, durante dos o tres años de su juventud más temprana, fue a imitar a Leotard, y con tan buen éxito, que volaba por los aires, en los combinados trapecios, como si fuera brujo. No lo era, sin embargo, sino un lindo muchacho, moreno, con hermosos ojos, pelinegro y de retorcidos bigotes y bien peinada y reluciente barba.

Después de haber disertado contra las colas, refirió una serie de anécdotas, ocurridas a él o a algún conocido suyo, en las tierras extrañas   -19-   de donde venía. Algunas de estas anécdotas eran de caza o de equitación; las más fueron de amores, hallando medio de divulgar sus triunfos y conquistas, que aparentaron creer o creyeron sus interlocutores, o mejor dicho, su auditorio, pues el Conde era de aquellos que, si bien hablan primorosamente, fatigan y ofenden a los menos sufridos, monopolizando el uso de la palabra y no consintiendo, como vulgarmente se dice, que nadie meta baza o cucharada sino ellos.

A pesar de este monopolio no se ha de negar que el Conde era divertido en su conversación. Hablando, encantaba o deslumbraba. Narraba como pocos, y con tal arte, que él mismo se creía la historia, aunque fuese mentira, y el auditorio solía creérsela también. Se diría que la imaginación y la memoria eran en el Conde una sola y única facultad del alma.

Era petulante, pero con petulancia graciosa, jovial y dulce que a nadie ofendía. Sus finos modales y su simpática figura contribuían mucho a producir tan buen efecto.

El Campo, N.º 18, 16 de agosto de 1877

Aquella noche le había dado por denigrarlo todo. Recordando a las princesas rusas, a las ladies inglesas, a las condesas alemanas, a las francesas del Faubourg Saint-Germain, y hasta a las griegas fanariotas que había tratado con la mayor intimidad, iba sosteniendo que no valían un bledo todas las mujeres que   -20-   se paseaban en aquel momento en los jardines.

-Apenas, decía, si de toda esta desdichada muchedumbre se podrá entresacar media docena que merezca una declaración de amor.

Los amigos impugnaban tan cruel censura, y el Conde, para defenderse, sostenía su opinión con gracia y desenfado.

Conforme iba así disputando y paseando, advirtió de pronto que delante de él paseaban dos mujeres, pequeñitas ambas, esbeltas, jóvenes al parecer, aunque sólo de espaldas las veía, y que algo habían oído y seguían oyendo de su diatriba y de la disputa, porque de vez en cuando cuchicheaban y se reían, como si hicieran comentarios a la conversación de los que venían detrás.

No había visto el Conde la cara de ninguna de aquellas dos mujeres. El traje de ellas nada tenía de notable para ojos vulgares y profanos. La una vestía de ligera seda negra, y la otra un traje oscuro de pobre percal; las dos iban de mantilla. Había, no obstante, tal pulcritud y aseo en todo el ser y hasta en el ambiente que circundaba y envolvía a aquellas mujeres, que, sin atinar con la explicación, el Conde creyó sentir como una corriente magnética y se dio a imaginar que aquellas dos mujeres iban impugnando su aserto, y que cualquiera de ellas   -21-   se consideraba con sobrada razón un argumento vivo, fortísimo e irresistible, contra sus fatuas afirmaciones.

Advirtió el Conde además que ambas tenían bonito cuerpo y movimientos airosos sin afectación, y que llevaban la falda bastante recogida para que no se manchase o empolvase torpemente en la arena y para que se pudiesen columbrar de vez en cuando pies menudos, afilados, altos de torso y calzados con esmero de graciosos botincillos.

El deseo de verles la cara se hizo sentir en seguida en el ánimo del Conde; pero ellas, quizás sospechando aquel deseo, no volvían la cara, puede que a fin de contrariarle y de hacerle más vivo.

El Conde tuvo que caminar más de prisa y pasar delante de ellas para mirarlas. Entonces vio con grato asombro que ambas eran lindísimas. En el rostro iban declarando que eran hermanas. Se parecían con ese parecido que llamamos aire de familia, y eran, con todo, muy diferentes. La mayor de edad y menor de estatura, la del traje de seda, era trigueña, con ojos y pelo negros, labios colorados como una guinda y blanquísimos dientes, que mostraba riendo. La menor, la del vestido de percal, era bastante más alta; parecía tener cuatro o cinco años menos que la otra; diez y ocho a lo más: era blanca y rubia, y con ojos azules, y propiamente   -22-   semejaba un ángel. No reía tanto como la mayor, y se mostraba más seria y menos desenvuelta. Tenía singular expresión de dulzura, serenidad y apacible contentamiento.

Bien conoció el Conde que, las para él desconocidas, ni eran de lo que llaman la sociedad, ni podían tampoco colocarse en ninguno de los grados de la jerarquía del heterismo.

Su mirada penetrante y experimentada conoció en seguida que eran ambas de la clase media, o pobres o muy modestas; que la morena debía de estar casada y que era soltera la rubia. Vio que nadie las acompañaba, y creyó notar que estaban apuradas y como arrepentidas de haber venido solas, y que, si por un lado les lisonjeaba el amor propio haber llamado la atención de tan desdeñoso galán, por otro, andaban recelosas, casi consternadas de aquel pequeño triunfo.

Entre los amigos del Conde los había que se jactaban de conocer a todo Madrid, alto, bajo y mediano, con tal que perteneciesen las personas al sexo femenino. El Conde les preguntó quiénes eran aquellas muchachas. Todos las miraron, y todos dijeron que no las conocían.

-Serán forasteras, añadió uno.

-Serán recién llegadas a Madrid, dijo otro.

-Deben de ser o malagueñas o sevillanas, exclamó un tercero.

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-Sevillanas son, repuso el Conde. No me cabe la menor duda.

Entonces hizo un pomposo elogio de las sevillanas en general, con claras alusiones a las dos que iban delante y que por tales tenía, y habló en voz mucho más alta que la que había empleado en la diatriba, a fin de que le oyesen ellas y sirviese su discurso como función de desagravios.

Pero las damas parecían temer los encomios y no las sátiras. No bien se oyeron encomiar apretaron el paso, y aprovechando un momento de confusión y bullicio, trataron de escabullirse.

El Conde tenía fija la vista en ellas. Siguió aquel movimiento; vio que se iban del jardín; y aprovechándose él también del bullicio, se separó de sus amigos, como si por acaso los perdiese, y tomó la misma calle de árboles por donde vio que las dos jóvenes se habían precipitado buscando la puerta del jardín.

Ridículo le parecía que hombre tan corrido como él corriese entonces desalado en pos de dos pobres chicas. No se juzgó Conde aristocrático y soberbio, sino estudiantillo novato o alférez recién salido de la escuela. Mas a pesar de sus juiciosas reflexiones, el Conde fue en pos de aquellas mujeres, y hasta formó el propósito de hablarles en cuanto saliesen del jardín, a fin de que, en el caso de un sofión, que harto le   -24-   merecería por su vulgar mala crianza, no le viesen sujetos que lo pudieran contar.

Al salir del jardín vio el Conde a su lacayo que iba a llamar al cochero para que se acercase con la victoria.

-¡Ramón!, dijo el Conde, id a aguardarme a la puerta del Veloz-Club.

A poco la victoria partió.

El Conde siguió a pie a las dos mujeres.

Dos o tres veces se acercó a ellas y quiso hablarlas. Las miró, se encaró con ellas, casi las detuvo; pero hallaba tan feo, tan plebeyo, tan de mala educación, abusar así de que van solas dos mujeres, y perseguirlas y querer hablar con ellas, que se contuvo y no les habló.

En medio de estas vacilaciones, las dos mujeres vieron pasar un coche vacío. Se apoderaron de él rápidamente, dieron la dirección al cochero, le pagaron adelantado y doble para que picase, y salieron como escapadas, subiendo por la calle de Alcalá y entrando luego por la del Turco.

El Conde quiso seguirlas, pero su coche había ido a parar al Veloz, y coches de alquiler no parecían.

Quedose, pues, nuestro héroe parado como un bobo a la altura de la fuente de la Cibeles y burlándose de sí propio, por la serie de tonterías y chiquilladas que acababa de hacer.

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¿Quién sabe si serían algunas costurerillas, algunas profesoras de primera enseñanza que habían venido a oposiciones, o algo no menos cursi, aquellas dos que le habían hecho hacer lo que no hizo jamás ni por reinas y emperatrices?



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- III -

El Campo, N.º 19, 1 de septiembre de 1877

El Conde de Alhedin se guardó muy bien de contar en el Veloz-Club su conato frustrado de persecución y el desdén con que le habían tratado las dos desconocidas.

-Ya volverán a los Jardines del Buen-Retiro, decía para sí; ya las encontraré por ahí mañana o pasado. Ellas volverán. No despertemos la codicia de los amigos con desmedidas alabanzas. Dios sabe cuántos se empeñarían en la conquista, y me serían estorbo, aunque no me vencieran. Yo no estoy enamorado de ninguna de las dos. Jamás he creído en pasiones repentinas. Pero mi curiosidad es extraordinaria. Cada una por su estilo es hermosa y está llena de no aprendida elegancia. No sé por cuál decidirme, si por la rubia o por la morena. Esta misma indecisión aumenta mi deseo de volver a verlas. Lo que observe en la nueva vista me decidirá o por la una o por la otra. Verdad es que en esta predilección sólo entra   -27-   por algo el tiempo. Quiero pasar mi tiempo con ambas; pero es menester empezar por hacerme querer de una. Si no fuesen hermanas, si no anduviesen juntas, bien podría yo acometer a la vez las dos conquistas; pero, estando como están, conviene ir por su orden.

Este soliloquio, hecho y repetido de mil formas, aunque en sustancia el mismo siempre, ocupó el pensamiento del Conde por espacio de dos días y dos noches.

Hallábanle distraído sus compañeros. Él se disculpaba sin declarar el verdadero motivo de su distracción.

Entre tanto, ni en las calles, ni en los Jardines de noche, ni en parte alguna, volvió el Conde a ver a las dos beldades, por más que las buscaba. Y eso que tenía vista de lince y siempre iba con cuidado para que si pasaban cerca de él no se le escapasen.

El Campo, N.º 19, 1 de septiembre de 1877

El Conde se creía dotado de prodigiosa sagacidad para averiguar misterios, para conocer las calidades de las personas, sólo por la pista o el rastro. Se juzgaba tan curtido y experto en lo que atañe a la sociedad humana, como los antiguos sabios solitarios del Oriente se dice que lo eran en lo que depende de la madre naturaleza. Zadig había comprendido y descrito todas las condiciones y circunstancias del caballo del Rey y de la perrita de la Reina, con sólo ver sus huellas estampadas en el suelo. El   -28-   Conde, en su arte, no era menos que Zadig, y daba por seguro que él sabría decir quiénes eran las dos desconocidas, por el mero hecho de haberlas visto un instante; pero no quería reflexionar, no quería interrogarse sobre este punto. Otra vanidad mayor que la vanidad de ser tan experto se lo impedía. La vanidad de creerse sobrado interesante para que aquellas mujeres, que le habían visto y que habían notado su persecución, volviesen al cabo a buscarle, o arrepentidas del desvío primero, o no arrepentidas, sino siguiendo en los mismos propósitos, ya que la fuga, según el Conde, había estado muy en su lugar, so pena de haberse humillado ellas a pasar por harto fáciles y livianas, prestándose desde el primer momento a dejarse acompañar por quien no conocían ni de nombre, sólo porque habían reparado, sin duda, que era rico, titulado y tenía coche.

El Condesito no quiso, pues, molestarse ni con el pensamiento en buscar a sus dos beldades, porque estaba casi seguro de que ellas volverían a buscarle.

Como no volvieron ni la siguiente noche, ni la noche después, el Conde se sintió picado y hasta ofendido.

En su fatuidad, forjó aún varias hipótesis para explicarse, como involuntaria y muy a pesar de las desconocidas, su ausencia de los Jardines.

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-¿Quién sabe?, pensaba el Conde. Quizás el marido no las deje salir. Quizás tenga la casada algún chiquillo con sarampión.

En fin, todo lo suponía por no suponer que por su libérrima voluntad dejaban de acudir las muchachas a una cita que, implícita, pero claramente, él, tan guapo, tan distinguido, tan ilustre, tan rico y tan seductor, les había dado para los Jardines, no pudiendo entenderse ni ponerse desde luego en relaciones con ellas, por no faltar a los respetos y consideraciones sociales.

Con tan consoladores discursos, el Conde dominó a duras penas su impaciencia; acudió otras dos noches más a los Jardines, y tampoco vio a las damas.

Ya entonces resolvió emplear su sagacidad y su actividad para buscarlas.

-Si huyen, si se ocultan, dijo, es porque me temen. Yo las buscaré. Yo las encontraré.

Justificado así el trabajo que en discurrir iba a tomarse, el Condesito discurrió lo que en resumen vamos a exponer.

Las desconocidas eran sevillanas. No podían ser malagueñas, como presumió aquel ignorante. Confundir a una sevillana con una malagueña es un error tan craso en un galanteador andaluz, que debe saber de mujeres, como en un cazador confundir una codorniz con una tórtola. Era también evidente que una era casada;   -30-   entre otras razones, porque de ser solteras ambas no irían solas. La casada era la morena. En esto tampoco cabía duda. Se conocía en tener más edad y en otros indicios, que, juntos todos, llegaban a la más completa certidumbre. ¿Con quién estaba casada la morena? Ambas eran forasteras: recién llegadas a Madrid, ya que nadie las conocía. No era probable que hubiesen venido a Madrid a divertirse, porque entonces el marido, labrador, hacendado, mercader o algo así, de alguna población de Andalucía o de Sevilla misma, las hubiera acompañado, y él también se divertiría y curiosearía. El marido debía de ser un hombre ocupado. ¿Y qué ocupación podía tener el marido en Madrid sino la de un empleo del gobierno? El Conde decidió, pues, que el marido era un empleado. Calculó, por último, por el aire algo misterioso que tenían las desconocidas, por cierta inquietud que había creído notar en ellas, que la noche que estuvieron en los Jardines habían venido sin previa licencia del marido, improvisando aquella excursión en un momento en que él faltaba de casa, salva la prudente lealtad de decírselo luego para que aprobase y legitimase el hecho consumado. Si toda esta suposición era exacta, el marido trabajaba a veces de noche, lejos del hogar doméstico. De noche se trabaja en muchas oficinas, pero en ninguna son tan frecuentes las largas veladas   -31-   como en Gobernación o en Hacienda. El marido estaba, por lo tanto, empleado en uno de estos dos Ministerios.

Descubierto ya el enigma hasta dicho punto, faltaba saber el nombre del marido y dónde vivía, pero esto era muy fácil.

Antes de proceder a las convenientes investigaciones, ya que el nombre de una persona y el número y calle de una casa no pueden adivinarse por mero discurso, aunque se tenga un entendimiento agudísimo, el Conde, aficionado a ejercitar el suyo, pensó también lo que sigue.

La sociedad elegante es más fácil, más abierta en Madrid que en ninguna otra capital de Europa, hasta para las mujeres. Aquí no se le pregunta a nadie antes de dejarle entrar, si es más o menos noble de nacimiento, o más o menos rico. La dama más encopetada no desdeña por amiga ni se avergüenza de ir acompañada de las hijas o de la mujer de un empleadillo cualquiera, con tal de que por sus modales y facha no sean impresentables. La pobreza del vestido se perdona también, como no se haga notar por presumida extravagancia o por abominable mal gusto. No hay señora principal ni semi-principal que no acoja bien a la más modesta provinciana, que conoció en el campo o en algunos baños o en alguna ciudad de provincia, y que no la llame prima y la trate como a pariente, si por acaso lo es.

En Madrid, pensaba el Conde, falta ahora mucha gente por el verano, pero Madrid no se ha quedado desierto. Mis niñas, que así las llamaba ya, son un primor de bonitas: son natural e ingénitamente distinguidas. ¿Cómo es que no tienen amigas o parientes entre las personas que yo trato? ¿Cómo es que, habiendo en Madrid tanta gente de Sevilla, o que ha estado en Sevilla, mis niñas no conocen a nadie? En ninguna casa las he visto. ¿Por qué viven tan aisladas? En la misma Sevilla han de haber vivido en el mayor aislamiento.

De aquí infería el Conde que sus desconocidas, aunque sevillanas, habían vivido lejos del mundo, o por carácter tímido, o por excesiva pobreza, o por extravagancia del marido.

Pasando luego del pensamiento a la acción, abandonando el método especulativo y apelando al estudio y averiguación de los hechos, el Conde, que tenía en todas partes buenas relaciones, fue al jefe del personal del Ministerio de Hacienda, y le preguntó por los nombres de los más recientes empleados que en todas aquellas dependencias había. La lista era larga, porque no hacía mucho tiempo que había habido cambios, renovación y trasiego de empleados; pero no faltaba un oficial en el personal que tuviese algunas noticias biográficas de todos los nuevos.

«D. Anacleto Pérez», decía, por ejemplo, la   -33-   lista. -¿De dónde ha venido éste?, preguntaba el Conde. -De la Coruña, contestaba el oficial. -¿Es casado? -Es soltero. -Pues adelante, replicaba el Conde.

Así fue el oficial indicando varios nombres, hasta que dijo: -Don Braulio González. -¿De dónde ha venido?, preguntó el Conde. -De Sevilla, contestó el oficial. -¿Es casado?, volvió a preguntar el Conde. -Es más que casado, dijo el oficial: podemos calificarle de bígamo, porque, a más de su mujer, que es muy guapa, tiene consigo a su cuñada, más guapa aún, si cabe, y rubia como unas candelas. -Ese es el que yo busco, dijo el Conde. Luego recomendó de nuevo, pues ya antes lo había hecho al jefe del personal, el sigilo, respecto a su investigación.

Por el oficial supo el Conde asimismo que D. Braulio no hacía más que un mes que estaba en Madrid; que disfrutaba un sueldo de 3.000 pesetas, menos el descuento; que tenía fama de excelente empleado; que la iba justificando con trabajos que el mismo Ministro le encomendaba; que era un hombre de cuarenta y cinco a cincuenta años de edad, aunque parecía más viejo porque estaba bastante calvo y muy achacoso; que sólo llevaba tres años de matrimonio; que no tenía hijos; que su mujer doña Beatriz, y la hermana de su mujer, llamada Inesita, eran de un lugar de la provincia de   -34-   Córdoba, donde él había estado de Administrador de Rentas; que poco después de la boda le habían trasladado a Sevilla con ascenso; que en Sevilla él y su familia habían vivido muy apartados del trato de las gentes; que ahora vivían en la calle del Olivo, en el piso tercero de una casa, cuyo número también le dio, y que eran todos tan hurones que apenas se trataban en Madrid con alma viviente.

Enterado el Conde de todo, volvió a sus meditaciones y cálculos. Había dado el primer paso; pero era menester dar el segundo. Sabía ya con quién tenía que habérselas; pero esto de nada servía si no lograba con tino ponerse en comunicación con D. Braulio y su familia.

El Conde distaba infinito de ser un atolondrado. Si bien no le arredraba ningún peligro; si bien no le dolía tener que aventurar la piel, temía siempre dar un golpe en vago; hacer alguna cosa que pudiera ponerle en situación desairada y ridícula. De esto tenía más miedo, no ya que de una espada desnuda, sino que de quince ametralladoras, que fuesen a dispararse contra él.

Dada esta su natural condición, las dificultades no eran pequeñas.

¿Cómo hacerse presentar en una casa, donde nadie de su clase, y quizás nadie tampoco de otra clase cualquiera, entraba de visita? ¿Qué   -35-   pretexto alegar para encajarse de patitas en la morada de aquella pobre gente?

La presentación es el medio más correcto de conocer y tratar a las personas; pero el Conde no se sentía con la desvergüenza suficiente para ser allí presentado.

¿Escribiría un billete amoroso a fin de entrar en relaciones?

Sobre cartas de este género, su uso, utilidad, inconvenientes y ventajas, el Conde que, según hemos dicho ya, era muy circunspecto y arreglado, tenía formuladas sus leyes y hechas sus consideraciones, a las que procuraba ajustar siempre su conducta.

Escribir de amor a las mujeres le parecía un excelente recurso. Casi todas dan más solemnidad e importancia a lo que se les escribe que a lo que se les habla. Muchas cosas, de que se ofenden o sonrojan si las oyen, las pasan y las meditan, y se deleitan en ellas, con amorosa delectación, cuando las leen. Si contestan de palabra a un galán que de palabra las pretende, les es fácil esquivar las cuestiones graves, tomándolo todo a risa. Lo escrito infunde o impone, por el contrario, casi inevitable seriedad. Contestar de palabra, dejar entrever de palabra algún átomo, rayo o vislumbre de esperanza, apenas compromete. La palabra es vaga, punto menos que espiritual, pasa por el aire y penetra en el oído sin dejar el menor rastro.   -36-   Hasta en la memoria se borra y queda confusa. Tal vez su mayor valer, su más sustancial significado no está en ella misma, sino en el acento con que se pronunció, en el gesto fugitivo de que fue acompañada, en el mirar suave y rápido, en un relámpago instantáneo de los ojos, cuando la palabra brotó de los labios.

En lo escrito no hay nada de esto. En lo escrito ni el gesto, ni la mirada, ni la voz pueden modificar palabra alguna y darle un valor momentáneo que en sí no tenga. Aunque no sea más que por esto, escribir es comprometidísimo para las mujeres. La manía de escribir es, con todo, epidémica en el día, y, como son raras las mujeres que escriben para el público, cuando presumen de discretas o lo son y alguien les escribe, sienten las más un invencible prurito de contestar, aunque sólo sea para lucirse. Una vez puestas en este resbaladero es muy factible que se deslicen. El mismo sujeto a quien contestan se magnifica y hermosea en la imaginación, por poco que en realidad se le estime, gracias a que no se halla presente. El temor del peligro es mayor escribiendo que hablando; pero también el rubor, la timidez, el recato ceden a veces con más facilidad estando a solas y cara a cara con el papel que cara a cara con un hombre, y quizá rodeada la mujer de personas curiosas y que se supone que serán maldicientes. Así escriben muchas, sueltan   -37-   prendas que permanecen, y se ven al cabo comprometidas. Si hubiera estadística de los enredos amorosos, tal vez más de la mitad de ellos se vería que habían nacido del prurito de escribir que tienen las mujeres.

El Campo, N.º 19, 1 de septiembre de 1877

Todo esto lo sabía y pensaba el Conde; pero pensaba asimismo que un hombre prudente y discreto, que no quiere hacer una cadetada, se compromete en cierto modo y se expone a burlas, risas y desaires si se adelanta a escribir antes de que llegue cierto período; antes de que se presente la ocasión oportuna; antes de haber pasado por ciertos trámites; antes de tener, por lo menos, ciertos indicios racionales de que será bien recibida la primera carta. Y como ni la casada ni la soltera, ni con sonrisas, ni con miradas, ni recibiendo de dulce modo indescriptible, aunque inequívoco, las miradas y las sonrisas de él, habían dado motivo a que él considerase que la una o la otra, o ambas, estaban ya predispuestas a recibir la carta, creía una absurda temeridad escribirles: lo miraba como un acto de delirio estudiantil, como un arrebato de hortera o de mozo de café, que en un Conde tan discreto, atildado y hábil como él, que en un hombre de mundo, conocido en todos los salones de Europa, casi no tenía perdón ni disculpa.

Por lo pronto, sin embargo, no se le ocurría otra más ingeniosa manera de entrar en comunicación   -38-   con las de D. Braulio González.

Pero ¿a cuál de ellas escribiría? ¿A la señora o a la señorita?

Una y otra resolución estaban erizadas de gravísimos inconvenientes.

Ninguna de las dos mujeres, valiéndonos de una expresión vulgar, le había dado pie para nada. Ni le habían excitado, ni le habían animado mirándole, ni le habían sonreído, ni se habían mostrado enojadas cuando las siguió, cuando casi las detuvo, cuando descaradamente se quedó mirándolas. La más glacial indiferencia había aparecido en ambas mujeres. Habían estado tan dignas, tan severas, tan naturales, tan sin espantos o alharacas de hembra vulgar que es honrada o presume de serlo, como si hubieran sido dos duquesas o princesas que hubieran tenido el capricho de salir de noche a recorrer las calles y se hubiesen visto perseguidas, durante algunos minutos, por un lacayo mal criado y bastante vano para creerse seductor.

El Conde, a pesar de todo, quizás porque así fuese, quizás porque el amor propio le engañaba, había creído notar, en gestos imperceptibles, en el ademán, en algo que apenas se había podido ver y que apenas se podía apreciar ni evaluar sino por un entendimiento tan sutil como el suyo y tan perito en las aventuras amorosas, que la casada se le había mostrado menos indiferente y más propicia; que se adivinaba   -39-   en su cara el contentamiento, la vanidad satisfecha de verse seguida por un joven tan principal y tan gallardo, y hasta que le miró una o dos veces, de soslayo y con disimulo, con curiosa simpatía.

¿Escribiría, pues, a la casada? Pero ¿qué derecho tenía para ello? ¿Qué le iba a decir? ¿Y si el marido era celoso y cogía la carta? ¿No se exponía desde el principio a imposibilitar o dificultar así grandemente para lo futuro el buen éxito de su aventura?

El Conde desistió, por consiguiente, de escribir a la casada.

La soltera le parecía más bonita y más distinguida, pero estaba enojadísimo contra ella. Allí sí que no se forjaba ilusiones: allí sí que no le cabía la menor duda. Inesita no había hecho más caso de él que de un perro callejero. No acertando a explicarse aquella serenidad olímpica, aquel suave endiosamiento, que por extraña contraposición se conciliaba con la humildad y la modestia, el Conde se daba a sospechar si Inesita sería idiota; pero recordaba sus ojos, su airoso modo de andar y la expresión inteligente de su hermosa cara, y tenía que confesarse que, o él no sabía lo que eran mujeres, o Inesita era de lo más discreto que había nacido de madre.

¿Cómo, pues, escribir a Inesita? Esto era más difícil que escribir a doña Beatriz.

  -40-  

No incurramos aquí en la necia hipocresía de suponer, cuando se escribe una historia, que la sociedad tiene una moral muy superior a la que realmente tiene. Digamos las cosas como son.

Es singular, es poco lógico, es absurdo, pero ocurre lo siguiente. Está tan en los usos y costumbres que cualquier caballero diga su atrevido pensamiento a una mujer casada, que ésta se ofenderá rara vez. Por virtuosa que sea, se limitará a rechazar o a desengañar con dulzura al pretendiente. No se dará por ofendida, cuando en realidad le han propuesto la infracción de una ley moral, civil y religiosa, su deshonra y la de su casa, y tal vez la vileza de un hurto de bienes materiales, si llega a tener un hijo. En cambio, apenas habrá soltera, como no esté completamente perdida, que no se considere injuriada si le piden amor, sin presuponer matrimonio de un modo explícito o implícito: y, en realidad, la falta a que entonces se induciría a la soltera, sería mucho menor que la que se pretendía de la casada. La soltera, libre, no engañaría a su marido, no faltaría a ninguna promesa, no se expondría a dar a nadie por heredero legítimo a aquel que no debiese serlo.

Esto es exacto. No hay argumento que pueda valer en contra. Y con todo, apenas habrá seductor, por brutal, irreverente y desaforado   -41-   que sea, que ose pretender a una soltera, sin proponer la buena fin: y apenas hay Tenorio, por enclenque, canijo y fehuelo que Dios o el diablo le hayan hecho, que no tiente el vado, se declare con desenfadada audacia y se atreva a pretenderlo todo de una mujer casada.

Nuestro héroe, sin meterse en filosofar sobre lo dicho, lo tenía más que sabido. Así es que, por esta consideración, aunque no atendiese a otras, hallaba más difícil escribir a Inesita que a doña Beatriz. Escribir a doña Beatriz, como casada, el uso, la práctica, la jurisprudencia establecida, lo consentía sin que pasase por injuria. Escribir a Inesita, en cambio, no podía ser sin menospreciarla y vejarla cruelmente, como el Conde no dijera o diese lugar a que se sobreentendiera que aspiraba a casarse con ella.

Ahora bien, el Conde ni estaba enamorado, ni pensaba en casarse con nadie, ni mucho menos con Inesita: sólo aspiraba a pasar el rato; pero el Conde tenía también su moral, y no había rato, por bueno que fuese, que mereciera que él se rebajase hasta mentir y engañar a una pobre chica, haciéndola creer que podría casarse con ella.

Así, pues, el Conde desistió de escribir a doña Beatriz por razones de prudencia y estrategia amatoria, y desistió de escribir a Inesita por más delicadas consideraciones. Mas   -42-   no por eso desistió de conocerlas y tratarlas a las dos. Dejémosle cavilando y discurriendo el medio más atinado de lograrlo, y adelantémonos nosotros, penetrando invisibles en casa de nuestras heroínas y conociéndolas antes que el Conde.



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- IV -

El Campo, N.º 20, 16 de septiembre de 1877

El crítico más hábil y atinado quizás, entre cuantos hay en España, me ha hecho ya dos o tres veces, al juzgar otras novelas mías, un favor y un disfavor que no creo merecer; pero si los merezco, esta vez lejos de enmendarme, incurro más de lleno que nunca en su censura, que por otra parte me lisonjea. Supone el crítico que mis personajes todos son yo, con lo cual hace de mí un Proteo, pues harto diversos caracteres he retratado; y supone además que todos hablan, como yo en igual situación hablaría, con erudición, discretas sutilezas y espíritu filosófico impropios de su condición humilde y hasta de su sexo, ya que a menudo mis mujeres se pasan de listas.

En la presente historia, donde, según el título lo indica, los más importantes personajes, cada uno por su estilo, van a pasarse de listos,   -44-   pecaré, sin poderlo remediar, contra lo que el crítico quiere. La culpa, si la hay, porque me resisto a declararme culpado, está en la elección del asunto. Ya elegido, no tengo más recurso que hacer a mis héroes, conservando a cada uno su índole, sus pasiones y su singular fisonomía, todo lo más discretos, sutiles y listos que yo sepa y pueda, porque tal ha de ser el defecto mayor de todos ellos, y sobre todos ellos, del protagonista de la historia.

Hago aquí esta declaración para que doña Beatriz, a quien pronto oirán hablar mis lectores, no los coja desprevenidos. Doña Beatriz era listísima.

No recuerdo en qué libro, tratado o epístola del Antiguo o del Nuevo Testamento, se dice que el espíritu sopla donde quiere: sentencia con la cual basta y sobra para justificar la verosimilitud de que el espíritu, ora sea divino, ora sea diabólico, hubiese soplado y penetrado en el ser de una muchacha de veintidós años, que no tenía más doña Beatriz, nacida y criada en un lugar de la provincia de Córdoba. Hay también otra sentencia macarrónica, llena de verdad, que reza de este modo: Quod natura non dat, Salamanca non prestat, de la cual puede inferirse, según buena lógica, que la madre naturaleza no ha menester de Salamanca, o dígase de hondos estudios y largo trato de mundo, para hacer muy sutiles y entendidos   -45-   a aquellos a quienes gusta de favorecer, aun cuando sean mujeres, y mujeres de lugar.

En este número se contaba doña Beatriz, la cual, sobre su innato despejo, si bien no había cursado en ninguna Universidad, tenía cierto saber adquirido en la conversación frecuente de su marido D. Braulio, quien gozaba fama de sujeto muy ilustrado, aunque sólo tuviese 3.000 pesetas anuales de sueldo.

Doña Beatriz e Inesita, huérfanas de padre y madre, desde la niñez habían estado bajo la tutela y criadas en casa del cura del pueblo. No eran enteramente pobres. Tenían algunas finquillas, que venían a producir, bien administradas, unos 4.000 reales de renta para cada una. Con esto era difícil que en el pueblo, a no infundir una violenta pasión, se casase ninguna de ellas con los hidalgos o señores ricos; y como ambas eran muchachas finas, señoritas verdaderas, no era probable que se hubieran querido casar con ningún arriero palurdo o con ningún labrador rústico e ignorante.

El padre cura receló, aunque tarde, que había educado a sus pupilas mal de puro bien, y que, de resultas de su esmerada educación, iban a quedarse para vestir imágenes. Por fortuna no sucedió así. El Administrador de rentas, D. Braulio, trató a doña Beatriz, y la halló tan bonita y discreta que se enamoró de ella. Ella pensó haber hallado en D. Braulio un hombre   -46-   que, aunque viejo, podía enamorar por su talento y por otras nobles prendas del alma, y enamorados, o persuadidos de que lo estaban, se casaron, después de un noviazgo corto.

El cura tutor, que era muy anciano, murió pocos meses después de este casamiento.

El Campo, N.º 20, 16 de septiembre de 1877

Nada absolutamente dejó a sus pupilas.

De una hermana suya, viuda, tenía el cura un sobrino, de edad de 28 años, llamado Paco Ramírez. Este fue el universal heredero de su tío, consistiendo el activo de la herencia en la casa con los muebles y libros, que valdría todo 40.000 reales, y el pasivo en varias deudas, que pasaban, también en reales, de 30.000.

Paco Ramírez era un mozo muy guapo, y tan morigerado, económico, activo y fecundo en recursos, que con 50.000 reales que su padre le había dejado en dinero, empleando en cebada y en trigo, comprando mosto barato en tiempo de vendimia, haciéndole vino potable en unas cuantas pipas que tenía, vendiéndole luego por cargas a los arrieros, y, en suma, trapicheando de otras mil maneras, si bien todas lícitas, no sólo mantenía con holgura a su madre, sino que se vestía él hasta con majeza y elegancia, al uso del pueblo, e iba, poco a poco, aumentando el capital.

Muchas veces había pensado el cura en que su sobrino podría ser un buen marido para cualquiera de sus dos pupilas; pero como no   -47-   era un buen partido, calló el cura su pensamiento y propósito, y jamás hizo nada por realizarle.

Paco, Beatriz e Inesita se querían como hermanos. Paco, que tenía seis años más que la mayor de ellas, y diez más que la segunda, lo cual en la primera edad parece enorme diferencia, les tenía un cariño que él calificaba de paternal. Ellas eran hijas del caballero más ilustre del pueblo, por más que hubiesen venido a tanta pobreza, y él, plebeyo y archi-plebeyo por todos cuatro costados, y con menos bienes de fortuna que las pupilas de su tío, ¿cómo había de atreverse ni siquiera a imaginar que podría casarse con ninguna de las dos?

Así las cosas, se casó D. Braulio con doña Beatriz, y a poco, como ya hemos dicho, murió el cura, que era excelente sujeto.

Inesita, según era natural, se fue a vivir con su hermana y cuñado; los siguió a Sevilla, y después los siguió a esta alegre capital de las Españas.

Desde que salieron del lugar, dejaron encomendada a Paco la administración de los bienes que en él tenían, con la seguridad de que nadie había de administrarlos mejor. Paco, en efecto, respondió a aquella confianza. Así es que en la época en que comienza nuestra historia, cuando aparecen en el Buen Retiro nuestras dos heroínas, tenían entre ambas algo   -48-   más de 8.000 rs. al año, que juntos a los 12.000 mal contados de D. Braulio, sumaban una taleguita anual muy corrida y larga de talle.

Aunque hacían vida retirada, como todo está caro, y se trataban bien, y se vestían con cierto lujo para su clase, renta y sueldo se consumían completamente, y gracias si no se hallaban a veces en apuros.

Para salir de ellos, vivir con esplendidez y elevarse a mayor posición en la jerarquía social, se presentaban dos caminos, iluminados por la esperanza, a la aguda consideración de doña Beatriz, la cual cavilaba mucho sobre estas cosas desde que había salido del lugar, ya casada.

Doña Beatriz tenía el concepto más elevado de la inteligencia y del saber de su marido. Atribuía su poco éxito en el mundo a descuido, desprecio o desdén que D. Braulio tenía de todo lo práctico, a cierta falta de estímulo que notaba en su alma, y se inclinaba a creer que si ella estimulaba y aguijoneaba el alma de su marido, apartándola de vagos ensueños y de teóricas distracciones que a nada conducían, aún era posible que le viese de ministro de Hacienda, o por lo menos de director de Rentas Estancadas.

El otro punto, que era como cimiento o piedra angular sobre la cual levantaba doña Beatriz el alcázar de sus esperanzas ambiciosas,   -49-   era la hermosura, el garbo y la distinción de su hermana Inesita.

Doña Beatriz, casada ya con un hombre a quien veneraba y quería, y a quien era deudora de haber salido del lugar, donde se ahogaba, y de espaciarse por grandes ciudades, limitaba su misión para lograr el engrandecimiento a servir como de espuela a la reacia voluntad de su marido; pero en Inesita, soltera y libre y llena de atractivos, que ella sabría completar y hacer valer con su prudencia, veía doña Beatriz un filón intacto aún, un minero riquísimo de todos los bienes, encumbramientos y prosperidades.

Importa declarar, en honor de doña Beatriz, que al trazar en su imaginación el proceso ascendente de uno y otro plan de ventura, ora valiéndose de D. Braulio, ora de Inesita, jamás se le ocurría poner en la composición de su cuadro el menor toque pecaminoso. Nada de fullerías. Doña Beatriz quería jugar limpio. Don Braulio había de ser personaje de primera magnitud sin mancharse las uñas, e Inesita había de ser condesa, marquesa, y quién sabe si duquesa, sin la menor liviandad y con todos los requisitos eclesiásticos y civiles.

El orgullo de doña Beatriz, su decoro aristocrático, que le tenía, aunque nacida en pobres pañales, y sus creencias cristianas, vivas y fervorosas como de persona educada por un   -50-   sacerdote de ejemplarísima virtud, repugnaban todo recurso que pudiera mancillar; pero su afán de elevarse y de elevar a su familia le sugería, a su ver, medios decentes y honrados por donde lograr riqueza, dignidades y distinciones, con facilidad y sin desdoro ni culpa.

Doña Beatriz no descubría por completo sus planes y sus esperanzas a D. Braulio y a Inesita. Temía asustarlos y que del susto saliesen la contradicción y la oposición. Cauta y astuta, soñaba con atraer diestramente al uno y a la otra por los caminos que ella juzgaba conducentes al término a que aspiraba, y ya comprometidos y metidos en él, y cuando fuese muy difícil volver atrás, declarar ella su propósito y mostrarles el término, si no le veían.

Con Inesita, sobre todo, que era sobrado poética e inexperta, procedía doña Beatriz con superior cautela y disimulo.

Desde la noche que habían ido al Buen Retiro, le había hablado varias veces del gentil caballero que las había seguido, pero sin descubrir jamás todo su pensamiento.

Doña Beatriz, por las frases que había oído al Conde de Alhedin y a sus compañeros, por el coche que había visto y por algunas noticias que después había recogido con habilidad, sabía que el Conde era soltero, muy rico, muy noble, huérfano de padre, y con una madre que no tenía más voluntad que la suya. Ahora   -51-   bien: ¿qué imposibilidad habría en que el Conde se enamorase resueltamente de Inesita y se casase con ella? Más desiguales casamientos se han visto y se ven todos los días.

Con un poco de fortuna y con la rara discreción de que doña Beatriz se juzgaba dotada, bien podría casar a Inesita con el Conde. Inesita era, como ya se ha dicho, una criatura adorable. Hasta su indiferencia, hasta su espíritu dormido a toda ambición podría contribuir al triunfo. Nada suele perjudicar tanto a otras muchachas, en esto de atrapar un buen casamiento, como el afán cándido y mal encubierto de atraparle.

Así, pues, doña Beatriz dejaba dormir a su hermana y no procuraba despertar su ambición. Aquel sueño indiferente y sublime era un arma poderosa de que no convenía desprenderse. Ella, sin decírselo hasta que llegase la ocasión oportuna, guiaría a su hermana sin sacarla del poético sonambulismo.

Sonámbula y todo, importaba, no obstante, que Inesita por sí misma se moviese; y para ello doña Beatriz había ya tocado, y aun pensaba tocar, cualquiera otro resorte de su alma, menos el de la ambición y la codicia.

Con estos planes e intenciones, la noche del día en que el Conde supo en el Ministerio de Hacienda quiénes eran sus desconocidas, hablaban estas a solas en su pobre casa, mientras   -52-   aguardaban a don Braulio, que estaba trabajando en la secretaría.

-No te entiendo, Inesita, decía doña Beatriz, sentada en una butaca enfrente de su hermana. Que yo no rabie, nada tiene de particular. Quiero bien a mi marido; mi deber y el fin de mi vida estriban en hacerle dichoso, y así nada tengo que buscar fuera de casa. Puedo vivir encerrada entre cuatro paredes sin desesperarme. ¿Qué voy a hacer yo, a qué puedo aspirar yo fuera de aquí? Pero tú, soltera, joven y tan bonita, es un prodigio que te resignes a este retiro y aislamiento en que vivimos. Braulio es muy bueno; sería un santo si fuera mejor cristiano; pero es un hurón y tiene sus caprichos. No quiere que volvamos solas a los Jardines. Y eso que ignora la persecución de aquel condesito. Yo deseo llevarte a los Jardines a ver si te distraes, porque me pareces melancólica; pero, ¿qué le hemos de hacer? Solas no podemos ir con licencia de Braulio, ni menos aún a escondidas. Dios me libre de oponerme a lo que él ordena. Además, sería fácil que lo supiese todo. No hay, pues, más recurso que aguardar a que Braulio quiera y pueda acompañarnos. Pronto acabará su tarea extraordinaria y no tendrá que ir de noche al Ministerio. Entre tanto, no irá mañana, que es domingo. Mañana nos llevará. Yo lo conseguiré. ¿Te acomoda?

-Yo no tengo impaciencia ninguna ni afán   -53-   de divertirme, respondió Inesita. Comprendo bien que Braulio no quiera que vayamos solas. ¡Somos tan muchachas ambas!... Casi pareces tú más joven que yo. Nos exponemos a mil sustos... a que nos persigan... a que nos falten al respeto... como el libertino de la otra noche.

-Tú exageras... el Conde de Alhedin no nos faltó al respeto. El pobre nos siguió como un tonto... tuvo sus tentaciones de hablarnos; pero al cabo no se atrevió, e hizo bien. Hubiera sido una botaratada imperdonable en persona de tantas campanillas y tan corrido. La verdad es que se entusiasmó demasiado para jactarse de tan hastiado, desdeñoso e invulnerable. Hija mía, le diste flechazo.

-Hermana, replicó Inesita con la mayor sencillez y naturalidad, no trates de lisonjear mi amor propio. No te creo. En todo caso fuiste tú y no yo quien flechó al Condesito: aunque, dejándonos de bromas, lo que debemos creer es que ni tú ni yo le flechamos. Excitamos su curiosidad por lo mismo que nadie nos conoce. Como es un vago, quiso seguirnos para pasar el tiempo. Tal vez la causa de que nos siguiese no fue para nosotras lisonjera, sino ofensiva; tal vez al vernos solas y tan jóvenes formó de nosotras una idea...

-Es posible... quizás al principio nos juzgó mal; pero, no lo dudes, juicio tan aventurado y poco favorable fue pasajero. No se sigue a   -54-   quien no se estima, como nos siguió el Conde. Aquellas vacilaciones, aquellos miramientos, aquella timidez en persona tan desenfadada y atrevida, nacen de respeto y no de menosprecio. Además, un hombre de mundo, entendido como es él, no podía caer sino por un breve instante en tan absurda alucinación. Mírate en aquel espejo (y doña Beatriz señalaba uno que estaba colgado enfrente, adornando la sala); sería menester ser un estúpido para no comprender quién eres tú; para pensar mal de ti al ver esa cara.

Doña Beatriz dio en ella a su hermana una docena de sonoros besos, alzándose de su asiento y abrazándola.

-¡Qué buena y qué loca eres!, dijo Inesita.

En seguida añadió:

-Vamos, quiero dar por cierto que el Conde nos siguió con entusiasmo; pero el entusiasmo ¿por qué había de ser yo y no tú quien le inspirase? ¿Crees tú que el Conde adivinó que estás casada?

-Indudable. No pudo creer de mí otra cosa, al verme sola contigo y al tenernos por mujeres honradas.

-Pero yo he oído decir que los libertinos persiguen más a las casadas que a las solteras, prosiguió Inesita con la terrible franqueza de su inocencia casi infantil.

-No es regla general. Voy, sin embargo, a   -55-   conceder que lo es. Todavía afirmo que no hay regla sin excepción, y que en este caso el Conde ha perseguido a la soltera.

-¿Y por qué lo afirmas?

-Porque lo he visto.

-Yo no vi nada, porque no miraba.

-Apruebo que no mirases. Ese recato, esa indiferencia tuya picaron al Conde. Si llegas a mirarle, te hubiera seguido, aunque más audaz, con menos empeño.

-Entonces, tú que le miraste, ya que observaste tantas cosas, ¿cómo no le hiciste formar ruin concepto de ti?

-Porque las casadas, cuando no somos muy tontas, usamos diversos estilos de mirar, y yo le miré como debía.

Inesita abrió los ojos y la boca como espantada al oír que había diversos estilos de mirar.

El Campo, N.º 20, 16 de septiembre de 1877

Doña Beatriz, sin desistir de su idea de que el candor de su hermana le daba más precio, empezó a reflexionar que, si este candor rayaba en ceguera, podía perjudicar a sus planes. Algo le pareció que convenía ya, cuando no desatar la venda, aflojarla un poquito. Era tiempo de iniciar a Inesita en los más sencillos misterios de este pícaro mundo. Movida por este pensamiento, añadió doña Beatriz:

-Sí, hija mía, hay diversos estilos de mirar.

-Está bien, hermana, ya me lo explico, contestó Inesita. Aunque soy bastante boba e ignorante   -56-   de todo, porque en el pueblo me he pasado la vida cosiendo, jugando a las muñecas, cuidando a nuestro anciano tutor y arreglando el altarito donde estaba San Antonio con el Niño Dios en los brazos, mientras que tú leías, estudiabas y conversabas, todavía se me alcanza que se mira de distintos modos: por ejemplo, con afecto y con indiferencia.

-Así es.

-Lo que no comprendo es por qué las casadas saben de eso, y no saben de eso las solteras.

-Porque las solteras no deben saberlo; porque, si lo saben, deben aparentar que lo ignoran, y porque pierden mucho si miran con arte, a no ser tan maravilloso el arte con que miren, que ni el más ladino le note.

-Y dime, hermana, ¿no pudiera ser que sin reflexionarlo y en virtud de ese instinto, más inspirado y menos falible que la reflexión, mirase a veces una soltera boba tan bien o mejor que las más hábiles casadas?

-Todo es posible. El ingenio lo puede todo. Voy, no obstante, a indicarte los tres principales escollos en que puedes tropezar si te pones a mirar a los hombres. Primer escollo: que se te vayan los ojos tras de aquel a quien mires, lo cual es rendirte, entregarte como atada de pies y manos, hacer que se entibie el amor si ya le inspiras, o que burlen y profanen y escarnezcan   -57-   tu amor, si no te corresponden. Segundo escollo: que por timidez o desconfianza mires como asombrada y arisca, exponiéndote a pasar por boba o por sosa no siéndolo. Y tercer escollo: que, poseedora de la ciencia del mirar y de las otras ciencias que la del mirar presupone, no atines a disimular y velar esta sabiduría, y te acusen y zahieran de lagarta, de licurga, de desenvuelta y libre y de harto sabida para soltera.

-Me parece, Beatriz, que para evitar esos escollos lo mejor es dejarse llevar del natural impulso.

-¡Ay, hija mía! No hay frase más vacía de sentido. Según Braulio, que lee muchos librotes en los ratos de ocio, lo menos lleva ya el género humano doce mil años de civilización. ¿Dónde habrá ido a parar el legítimo y puro natural impulso, después de tanto jaleo de creencias, leyes, doctrinas, costumbres, usos, modas y convenciones sociales? Échale un galgo a tu natural impulso. Hazte salvaje, o búscale entre los salvajes, si quieres tenerle. Además que el natural impulso, el impulso meramente natural, es vicioso y malo. Extraño mucho que una joven, tan buena cristiana como tú eres, se fíe del natural impulso. Pues buena quedó la naturaleza, después del pecado original, para que de ella nos fiemos.

-Mujer, me equivoqué, me expliqué mal. Lo   -58-   que yo quería decir era que debía dejarme llevar, para mirar, como para todo, de mis sentimientos cristianos, de ese natural impulso mío, modificado y depurado por la educación moral y religiosa que a Dios gracias he recibido.

-¡Pero ven acá, inocente! ¿Qué trae la doctrina del Padre Ripalda sobre esos interesantísimos pormenores? No los previó y te dejó a oscuras. Nuestro tutor, en los largos sermones que nos echaba, jamás tocó este punto. ¿Cómo habían de calcular el Padre Ripalda ni nuestro tutor que ibas a pasearte en el Buen Retiro, y que ibas a ser perseguida por un condesito, buen mozo, elegante, ilustre, con coche, y con más de 15.000 duros de renta? En este caso complicado intervienen mil elementos ajenos a la teología moral. Y lo que es el coche, la elegancia, el condado, la renta de los 15.000, los conciertos del Buen Retiro y otra infinidad de circunstancias, nada tienen que ver con la naturaleza: están por cima de ella; pueden y deben calificarse de sobrenaturales, ya que van añadidas y como sobrepuestas a lo natural por la cultura del siglo.

La risa y el buen humor con que doña Beatriz decía todo esto, desconcertaron un poco a Inesita. No sabía si echarlo también a broma o replicar seriamente. Resolviose al fin por lo segundo, y dijo:

-Hermana, sean naturales o sobrenaturales   -59-   las circunstancias, persisto en creer más seguro que cualquier artificio y estudio esto que yo llamo mi impulso natural. La sinceridad y la franqueza son siempre lo que más cuenta nos trae hasta por el lado práctico y útil. Niego esa ciencia o ese arte del mirar. Para nada le necesito. Una doncella honrada y modesta debe mirar a todo galán como la buena crianza le aconseja, para no aparecer grosera, con el afecto general que siente o debe sentir por todo prójimo, y con la debida circunspección para que el galán no interprete mal su benevolencia y se las prometa felices. Si el galán pasa de galán indiferente a galán amado, ya el amor inspirará a la doncella el conveniente modo de mirar a quien le enamora, sin que se canse en aprenderlo por arte.

-Oye, Inesita, dijo doña Beatriz; no te hablo de broma, sino con gran seriedad en el fondo. Tú tendrías razón en lo que dices, si no hubiese período de transición entre el estar enamorada y no estarlo. Tú misma lo has dicho: Si el galán pasa de indiferente a amado. Pues bien: para este paso son las reglas y el arte. A quien te ame y sea correspondido de veras, mírale como quieras. El amor mismo te enseñará el modo de mirarle; pero, hija mía, no se trata de eso; se trata de aquel a quien no amas aún y que aún no te ama.

-A ése le miraré como a prójimo.

  -60-  

-Ahí está tu error, Inesita. Tú no pones término medio entre el desamor y el amor. Ese salto sí que es anti-natural, peligroso e inverosímil. Nadie pasa, por fortuna, de la indiferencia al amor, sin grados, trámites y términos medios. ¡Pues no faltaba más! Hija, el amor viene poquito a poco. Desde la indiferencia, o mejor dicho, desde el afecto general a todo prójimo hasta ese exclusivo sentimiento que se llama amor, hay una escala gradual que se va subiendo punto por punto, y que constituye el período del coqueteo. Sin tal coqueteo, sin irse encaramando por los grados o escalones de la precitada escala, nadie llega jamás hasta el templo del verdadero amor, ni alcanza su gloria y sus favores regalados.

-¿Cómo es eso? ¿Con que yo no podré amar ni ser amada nunca sin coquetear antes?

-No te niego la posibilidad; pero sería difícil, extraordinario. En novelas, en poesía sólo, se ve, por ejemplo, a un señor que ve pasar por la calle a una dama, y pataplum..., de repente..., cátale muerto de amor por ella... Ella también le mira..., y adiós reposo y juicio; sin saber si es un tunante o un hombre de bien, un tonto o un sabio, un rico o un pobre, ya la tenemos enamorada. Lo racional no es esto: lo racional es que las personas se traten, se hablen, se conozcan, se estimen, vayan aficionándose una a otra, hasta que al cabo se amen.   -61-   Todo este período es lo que yo he llamado el coqueteo. Mira tú si el coqueteo es necesario y útil. Sin él no hay amor. Y si no, ponte con una cara que despida huéspedes, no hagas caso de nadie, no mires a nadie sino como a prójimo, mientras no sientas amor, y el amor ni acudirá jamás a tu alma ni tú le infundirás jamás en otra alma humana. El coqueteo es, pues, un rito, un culto, una plegaria, una evocación del amor para que venga. Digo todo esto a fin de que te dejes de gazmoñerías y vayas siendo algo coqueta. Y como yo deseo que lo seas con distinción y suavidad, sin desafuero de ninguna clase, con la compostura y modestia que se requieren, y conservando ese maravilloso candor, ese aspecto de inocencia purísima que Dios ha puesto en tu ademán y en tu semblante, por eso te recomiendo el arte divino.

-Y con ese arte ¿qué ganaré?

-Ganarás que te amen. Vamos a un caso particular. Hablemos del Condesito de la otra noche. Bien sé que no le amas. Demos gracias a Dios de que no te ha hecho tan inflamable que te pongas a amar a un hombre sólo con verle de pasada. No es de presumir tampoco que él esté perdidamente enamorado de ti. Tampoco los hombres se enamoran de súbito. Lo que sí es probable, casi seguro, es que el Condesito te ha encontrado bella, airosa y elegante; ha imaginado que eres buena y que estás bien educada,   -62-   en lo cual no se equivoca, y te admira y le atraen hacia ti curiosidad, simpatía y otros vagos deseos y pensamientos. Te concedo, además, que el Condesito, con su petulancia, que es mucha, se promete triunfos y victorias que no te hacen favor. Pues bien; todo esto es el fundamento de un coqueteo. Importa no espantar esas simpatías nacientes poniendo cara de baqueta; importa refrenar las esperanzas infundadas y atrevidas; es menester domar con el debido respeto todo irreverente propósito; y se debe, por último, atraer al Condesito a ver si te ama y tú le amas.

-Pero si yo no le amo.

-Ya sé que no le amas. ¿No lo he dicho? Ni él te ama tampoco. Pero, ¿te amará nadie nunca ni tú amarás a nadie si sigues así? ¿Cómo ha de acudir a ti el amor, si le oseas cual si fuese pájaro de mal agüero?

Inesita casi se sintió vencida. Su hermana siguió haciendo tan sabias y profundas reflexiones, que la chica vino a alucinarse y a imaginar que el coqueteo, dentro de ciertos límites, era un deber al que estaba faltando. Inesita prometió, pues, seguir los consejos de su hermana hasta donde, sin violentarse, le fuera posible, y ser un poquito coqueta, con dignidad y con el arte que iría aprendiendo.

Doña Beatriz dio por cierto que a la noche siguiente, en el Buen Retiro, hallarían al Condesito,   -63-   serían perseguidas por él y habría ocasión de que Inesita mostrase su aptitud, no probada aún, para la coquetería.

Según doña Beatriz, todo el papel de Inesita, en la noche siguiente, debía limitarse a decir con los ojos, por estilo vago y claro sin embargo, con tal arte que pareciese la frase irreflexiva y espontánea, con impecable pureza y sencillez de intención, y sin prometer nada que pasase de amistad: «Me es V. simpático, aunque deploro que sea V. un tanto cuanto fatuo. Me alegraré de tratar a V., mas para ello quiero que sea V. menos presumido y más comedido, y que se haga presentar, como la buena sociedad exige, y de modo que no choque».

Inesita sostenía que con los ojos era imposible enjaretar tan larga perorata. Doña Beatriz, por el contrario, aseguraba que con los ojos se decía todo sin dificultad alguna.

En esta cuestión estaban, cuando llamó a la puerta D. Braulio y entró luego en el cuarto, interrumpiendo a las dos hermanas.

El hombre era según se le habían descrito al Conde de Alhedin: flaco, calvo, pequeño de cuerpo, nada bonito; y, aunque sólo tenía 45 años, parecía tener 10 más, porque el trabajo, los cuidados y los disgustos le habían envejecido. Estaba vestido con limpieza y sencillez. Su rostro moreno tenía admirable expresión de bondad y de inteligencia. Sus ojos negros,   -64-   única cosa bella que había en él, brillaban a cada mirada con luz viva y penetrante. Sus mejillas hundidas estaban surcadas de arrugas; pero en su boca, más bien grande que pequeña, había firmeza y brío, y sus labios delgados se plegaban con gracia, prestando animación a toda la fisonomía y dejando ver dos hileras de dientes blancos, sanos y bien puestos. La nariz de D. Braulio, aunque no deforme, era un si es no es acaballada o de pico de loro.

Don Braulio venía muy fatigado, y a las pocas palabras que habló con las mujeres pensaron todos en retirarse a dormir.

La primera que salió de la sala fue doña Beatriz.

Don Braulio quedó un momento solo con Inesita. Acercose entonces a ella y le dijo en voz baja:

-Inés, tengo que cumplir con una comisión que para ti me han dado. Toma esta carta, guárdala y léela con detención y reposo. El que la escribe exige que no hables con nadie de la carta sino conmigo, si quieres. Hasta para tu hermana ha de ser un secreto. ¿Lo entiendes? Hay además otra condición extraña. La contestación que has de dar no se te admite hasta dentro de un mes, y se te suplica al mismo tiempo que no retardes el darla más de cuatro meses.

Don Braulio, dicho esto, puso la carta en   -65-   manos de Inesita, y se fue por donde su mujer había ido, sin aguardar a que Inesita leyese la carta o le hiciese alguna pregunta sobre ella. Parecía que D. Braulio deseaba también que Inesita meditase con sosiego, antes de hablarla del importante negocio de que sin duda la carta trataba.



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- V -

El Campo, N.º 24, 16 de noviembre de 1877

Apenas Inesita se quedó sola, miró el sobrescrito de la carta, y, sin emoción, casi sin curiosidad, al menos perceptible, iba a abrirla y a leerla, cuando apareció en escena un nuevo personaje, que hizo que la muchacha se guardase precipitadamente la carta en el bolsillo.

Este nuevo personaje era el ama Teresa. Llamábanla ama, no porque jamás lo hubiera sido de cría, sino porque había sido ama de gobierno del señor cura. Estaba ya más cerca de los 60 que de los 50 años, y había cuidado con grande esmero y cariño de Beatriz y de Inés, desde que ellas habían quedado huérfanas. A las dos las quería mucho; pero como había cuidado a Inesita desde más niña, y como Inesita seguía soltera, tenía con ella mayor familiaridad y confianza.

  -67-  

Por extraña alucinación, más frecuente de lo que se piensa, el ama, como si los años hubieran pasado en balde o no hubieran pasado, no veía en Inesita a la mujer ya formada, sino a la niña pequeñuela que había mimado tanto.

Seguía, pues, mimándola y tratándola como si Inesita tuviera cinco o seis años. Sus acciones con relación a Inesita se resentían de dicha alucinación; pero en sus discursos, cuando hablaba con ella, había una combinación graciosa de los mimos e inocentadas con que se habla a las criaturitas, y de los esfuerzos de ingenio y de estudiada discreción con que las personas ignorantes y rudas procuran nivelarse con aquellas de cuyo saber e inteligencia han formado el concepto más ventajoso.

En cuanto tenía o creía tener por experiencia alguna superioridad, el ama hablaba a Inesita con dulce imperio, mientras que en negocios de más alta trascendencia, en lo que iba más allá de lo material y presuponía cierta cultura del espíritu, el ama se dirigía a Inesita con respeto profundo y con el afán de ponerse a su altura. Por lo demás, el ama se complacía en discretear con Inesita, en contarle sus impresiones y en buscar modo de poder decir que discurría como ella; que su espíritu y el de Inesita estaban en completa consonancia.

-Vamos, dijo el ama; ¿qué haces aquí tonteando? Ven a acostarte. Nada es más dañino   -68-   para la salud que esta pícara usanza de Madrid de hacer del día noche y de la noche día.

-Ya voy, contestó Inés.

Y siguió al ama, que la acompañaba siempre, la ayudaba a desnudarse, como a vestirse, y nunca se apartaba de ella por la noche hasta dejarla en la cama.

El cuarto de dormir de Inés estaba puesto con singular esmero y limpieza. Sobre la cómoda, en una urna de vidrio, se veía un San Antonio de Padua, de bulto, hecho de barro cocido y pintado por no vulgar artista. El joven Santo, gloria de Lisboa, era muy lindo de cara, tenía buenos colores, como si la vida penitente no le hiciese mella por la gracia de Dios, y se mostraba alegre y extasiado, mirando al Niño Jesús, el cual estaba en sus brazos y le prodigaba mil regalados favores.

La pobre cama de Inesita, las tres sillas que tenía, y un pequeño velador, sobre el cual había recado de escribir, eran la pulcritud misma. Completaba el mueblaje un armario de pino con puertas vidrieras, dentro del cual había varios libros y no pocas curiosidades y primores de casi ningún valor; pero que allí estaban custodiados como si fueran los más portentosos objetos de arte. Allí aparecían, colocados en buen orden, los reyes magos y algunos pastores y zagalas de un antiguo nacimiento, un ángel, dos muñecas vestidas con mucho aseo, y varias   -69-   cajitas y otros juguetillos, que daban testimonio de lo cuidadosa y guardadora que era su hermoso dueño.

La ropa blanca de Inesita estaba en la cómoda, y los vestidos y demás galas se conservaban en un cuartucho oscuro, inmediato a la alcoba, donde había perchas, y donde los cubrían algunas colchas viejas de indiana y de coco.

Lo primero que hizo Inesita fue esconder la carta con el mayor disimulo entre la almohada de su cama y la funda. Luego dejó reposadamente que el ama la ayudara a desnudarse, lo cual fue obra de pocos minutos. Y quedó al fin en la cama, con el pelo, no recogido en red ni en cofia, sino suelto en rica y dorada madeja.

Dijo Inesita que no tenía ganas de dormir y rogó al ama que le dejase luz para leer en un libro devoto durante media hora siquiera. El ama, aunque a regañadientes, tuvo que aproximar a la cama el veladorcillo y dejar en él encendida una vela.

Durante todo esto no estaba ociosa la lengua del ama. Inesita casi respondía siempre por monosílabos, deseosa de que terminase la charla y de quedarse sola; pero el ama estaba en vena aquella noche y no acababa con sus reflexiones y discursos.

Entre otras cosas decía:

-Hija, no se me alcanza el gusto que puedan tener tu hermana y su marido en vivir en   -70-   este laberinto de la corte. ¡Cuánto mejor estábamos en nuestro pueblo! Verdad es que allí el sueldo era más ruin; pero... si allí con una peseta se hace más que aquí con un duro... Yo, lo confieso, me ahogo en estos tabuquillos y chiribitiles en que vivimos. ¡Cuánto echo de menos aquellos patios, aquellos corralones de mi tierra! ¡En la cocina del señor cura cabía toda esta habitación y sobraba sitio! ¡Y luego... vivir tan altos... tan encaramados! ¡Vaya si hay escalones hasta llegar aquí! Y no es esto lo peor. Lo peor es el poco o ningún caso que aquí le hacen a una. Todavía no tengo en Madrid persona con quien hablar. Allá en el pueblo, ¡qué delicia! Salía yo a la calle y no había perro ni gato que no me dijese: Dios guarde a su merced: adiós, ama Teresa: ¿cómo lo pasa usted, señora?, y otras cosas por el estilo. Aquí no hay un alma que me dirija la palabra y me dé los buenos días. Luego todo está carísimo: se come oro: o es menester ponerse a dieta o gastar en comer cuanto dinero hay. Dentro de poco empezarán los zorzales, y en nuestra tierra llegan a ponerse hasta a cinco cuartos el par. Ve tú a comerte aquí dos zorzales tan gordos como aquellos. Ya, ya... trabajo te mando... Sobre que no los hay... Y toma... Si los hubiera, costarían un ojo de la cara. ¡Pues a fe que te gustaban a ti poco los zorzales! ¿Y las anguilas? ¿Y las ancas de rana? Nada de   -71-   esto está por aquí a nuestros alcances, sino cuando repican recio.

-No seas golosa, ama; no seas golosa; no te acuerdes tanto de las ollas de Egipto, como decía el señor cura, quien te solía reprender por ese vicio de la gula, dijo Inesita riendo.

El Campo, N.º 24, 16 de noviembre de 1877

-No es gula, ingrata. Yo me lamento por ti y no por mí. A mí me basta con un plato de alboronía o con un gazpacho. Por otra parte, yo no me duelo sólo de la comida, sino también de otras cosas. Y me duelo con razón. Y si no, seamos francas... ¿Crees tú que es tan fácil que en Madrid te salte un buen novio?

-Déjalo..., que no me salte. Si yo no estoy impaciente por tener novio.

-Pues, ¿qué quieres tener? ¿Qué diablos han de tener las muchachas?

-Nada, mujer; nada...

-No, señorita; es menester que salte un buen novio y casarse. Tu hermana es excelente, tu cuñado es un santo, pero no has de vivir toda la vida con ellos y medio a expensas de ellos.

Inesita exhaló un suspiro, y el ama prosiguió.

-En el pueblo, para ti que eres una real moza, ¿cómo había de faltar algún rico hacendado, algún propietario o labrador con el riñón bien cubierto, que aspirase a tu mano? Pero aquí me parece difícil. Los ricos andan embaucados   -72-   con las marquesas y con las duquesas o con mil tunantas de mala ralea que los explotan. ¿Qué es lo que queda para señoritas pobres como tú? Nada..., el apodo de cursis que suelen prodigaros..., y algún Don Líquido degollante, con más hambre que vergüenza y con más trampas que medios de ganarse la vida.

-¿Quién sabe, ama?, contestó Inesita. No te apures tanto por mí. Dios proveerá. Adiós y déjame ya sola.

El ama no tuvo más remedio que irse. Besó a su niña, y recomendándole que apagase pronto la luz y se durmiese, se salió del cuarto, cerrando cuidadosamente la puerta.

No bien quedó Inesita en la soledad, sacó del escondite la carta, y leyó lo siguiente:

«Mi apreciable señorita y querida amiga: A pesar del respeto con que siempre he tratado a V., no dejará V. de haber notado el cariño más que fraternal que desde que era V. niña le profeso. La diferencia de clase que hay entre V. y yo, y la escasez de mis bienes de fortuna, no me dieron nunca ánimo, mientras estuvo usted aquí, ni para soñar siquiera que podría yo pretender a V. a fin de que hiciese mi dicha, aceptando mi mano. Desde que V. falta de este pueblo, Dios me ha favorecido, bendiciendo mi trabajo y desvelo, y cuento ya con rentas y medios para vivir aquí con familia, casi tan bien como los más pudientes. Este cambio o   -73-   mejora en mi posición y la consideración de que su hermana de V. tomó por marido a un hombre honrado y pobre, y de que V. no ha de ser ni más ambiciosa ni más exigente que ella, me dan al cabo el atrevimiento que me ha faltado hasta el día, y me llevan a declararle que la quiero de amor y que sería yo el más dichoso de los hombres si V. me correspondiese.

»Conozco la nobleza y generosidad del corazón de V., y sé que jamás se casará V. por mero cálculo; pero no soy tampoco tan irreflexivamente entusiasta que no entienda que al dar paso tan importante como el de ligarse para siempre y formar una familia, no deban consultarse, pesarse y medirse las dificultades que ofrece la vida, y los recursos que hay para vencerlas. Por esto último, digo a V. con franqueza, sin creer que en ello la ofendo, que tengo hoy bastantes bienes. De lo que poseo podrá informar a V. circunstanciadamente su cuñado y amigo mío D. Braulio.

»En cuanto a mi persona, V. me conoce y decidirá. Sé que no la merezco a V., pero el amor me hace atrevido, y de él imploro que me preste los merecimientos que me faltan.

»No quiero que V. se decida de repente, sino después de examen muy detenido, a fin de que no tenga que arrepentirse de una ligereza. La vida de Madrid debe tener extraordinarios atractivos para las jóvenes. Quiero que vea usted   -74-   a Madrid, y que conozca y aprecie todos esos atractivos, a fin de que renuncie a ellos, sabiendo lo que renuncia, cuando me dé un sí, si por dicha me le da. Si V. uniese su suerte a la mía, sería aquí respetada y amada; la rodearía yo de todo aquello que pudiera serle grato, hasta donde el bienestar y la cultura de estos lugares lo consienten; pero tendría V. que desistir de toda idea de volver, como no fuese de paso, a las grandes ciudades. Mi ambición y todos los planes de mi vida están cifrados en cuidar de mi caudal y en hacerle mayor en este pueblo, donde quiero que vivan también mis hijos, si Dios me los concede. Por esto pongo un plazo a la contestación que deseo, y suplico a V. que no me la dé precipitada. Mi impaciencia es grande, pero sé refrenar mi impaciencia cuando se trata de mi felicidad de toda la vida, y sobre todo de la de V., que me es mil veces más cara.

»Tengo un capricho, y le llamo capricho porque sería prolijo exponer aquí las razones en que se funda: tengo el capricho de que usted, con plena libertad, sin que nadie influya con sus consejos en favor o en contra, decida de mi suerte, desdeñándome o favoreciéndome.

»Así, pues, esta declaración mía es un secreto para todos, incluso para su señora hermana de V., doña Beatriz. Sólo D. Braulio sabe   -75-   el paso que doy; pero D. Braulio me ha prometido no abogar por mí y se limitará a dar a V. los informes que V. pida.

»Aguardaré hasta dentro de un mes, lo menos. No atribuya V. a frialdad de mi alma este largo aguardar que yo mismo impongo. Atribúyalo a la idea tan alta que tengo de la solemnidad y consecuencia del compromiso que induzco a V. a contraer.

»De V. depende mi dicha; pero no dude V. de que, aun desdeñado, seguirá siempre admirándola y amándola su afectísimo.-Paco Ramírez».

Inesita leyó esta carta con muy viva satisfacción, mostrándola en el carmín que animaba y encendía su rostro. Nadie, sin embargo, que la hubiese observado en aquel instante, a no poseer facultades sobrenaturales para leer en las almas, hubiera descubierto si la satisfacción era sólo de vanidad por verse querida, o también de amor hacia la persona que se empeñaba en enamorarla.

Leída la carta, Inesita se levantó de la cama, abrió el cajón de arriba de la cómoda, y guardó la carta en él bajo llave.

Luego volvió a acostarse, apagó la luz, y se colocó cómodamente para meditar quizá sobre el contenido del mencionado documento, y para dormir al fin.



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