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ArribaAbajo- XI -

Recogime a mi albergue tan molido y quebrantado a puras emociones, que apenas podía tenerme en pie. Caía la tarde, y una parda y penetrante neblina, comunísima en aquel clima húmedo, se tendía lentamente por las calles. Al penetrar en el portal fementido y negruzco de doña Verónica, tropecé con un bulto humano que soltó una imprecación; estaba el sitio como boca de lobo, pero encendí un fósforo apresuradamente, y pude divisar, a su luz parpadeante y dudosa, a un ganapán con blusa azul de cotonía y gorra de pelo, que en sus fornidos brazos sostenía una sombrerera, un estuche de viaje de cuero de Rusia, y un saco de mano: detrás bajaba la escalera, dando taconazos y tumbos, otro tagarote, cargado con un baúl mundo razonable, cuyos dorados clavos relucían sobre las tiras de charol negro que fileteaban sus costados. Dejé pasar a los dos mozos de cuerda, y subí deprisa hasta mi cuartuco.

No bien encendida a tientas la palmatoria, vi sobre su platillo de latón una carta cerrada con oblea, cuya forma conocí presto, abriéndola con ansia. Era de Pastora. Con los sucesos de la mañana, casi había yo echado en olvido que aquel día terminaba el plazo impuesto por el señorito de la Formoseda para la decisión final de la sobrina del canónigo. Recordándolo, leí afanoso la misiva, sin discurrir al pronto cómo podía haber llegado a mi habitación para que yo la encontrase. He aquí su contenido, previas las devotas iniciales de costumbre:

«Mi muy estimado Pascual:

Hoy ha sido para mí día de grandes trabajos: vaya todo por Dios; aún no sé cómo tengo cabeza para escribirte ahora. Sabrás que mi tío me llamó a las doce, y con una cara y una voz que ponían respeto, me dijo que era preciso que resolviese una contestación definitiva para D. Víctor, porque bien se me alcanzaba que no era ya formalidad ni conducta estarlo entreteniendo. Me expuso las ventajas de la boda, me habló de las costumbres de D. Víctor, de sus buenas ideas, de su familia, de sus intereses... Yo tenía mucho miedo al principio; después fui serenándome, y hablé claro, sin rodeos, como si estuviese en el confesonario.

Declaré que me era imposible gustar de D. Víctor, que repugnaba el enlace, y que mal camino era para cumplir los deberes de mi estado entrar en él con violencia y fuerza notorias. No sé dónde pude rebuscar el valor necesario para responder así al tío: temblaban todos mis miembros, pero creo que la voz era firme. Contra lo que yo imaginaba no se airó el tío: antes me contestó, con gravedad y compostura, que llevaba razón, y que puesto que me conocía por prudente y cuerda y cristiana, vista mi decisión, no había más que tratar en ello.

Respiraba yo ya con holgura, cuando el tío, haciéndome sentar y discurriendo como en amistosa plática, me habló de ti. Empezó por informarse e inquirir que prendas singulares en ti se juntaban que así me hacían rehuir y desdeñar una tan ventajosa colocación y un tan honrado marido, por conservarme fiel amante tuya. Díjome que, dejada aparte tu pobreza, que no era imputable a ti, él tenía noticias verídicas y exactas de que ninguna cualidad digna de nota te distinguía del vulgo de los mortales. Que a despecho de ciertas voces que corrían, a él le constaba de buena tinta que eras en el estudio desaplicado, y no muy agudo; en religión indiferente y perezoso; en tu conducta ni malo ni bueno; y por último, en todo inferior a la alta estimación que yo te concedía. Pascual, Pascual, nunca me vi en mayor aprieto. No sabía qué responder, ni por dónde salir. Una voz me excitaba impeliéndome a defenderte, y otra me imponía silencio, arguyéndome que el tío estaba muy en lo cierto. Alegué, sin embargo, las palabras y promesas que han mediado entre tú y yo, y replicome el tío que se maravillaba de cómo una doncella de mi reflexión y juicio podía tratar asunto tan importante al alma y al cuerpo, cual es el del matrimonio, sin guiarse mas que por loca afición y vano enamoramiento, que no mira en dónde se emplea.

Sobrina, añadió, en eso se distinguen la laboriosa abeja y la mariposa casquivana: en que aquélla no se posa sino en el cáliz donde sabe que hay buena miel, y ésta revolotea y se para sobre cualquier flor inútil. -Y aún prosiguió el tío largo rato exponiéndome los peligros de esas uniones, hechas con liviandad y ceguera, sin que haya acuerdo en los pensamientos, ni concierto en las almas, y que, pasado el hervor primero, y resfriado el corazón ya, rematan en desastres y rencillas y desconformidad y guerra. Oíale yo con la cabeza baja, y sin topar, así Dios me prospere, argumento que oponer a sus argumentos. Porque mientras iba el tío estrechándome y encerrándome en la exactitud de sus razones, parecía como si se rasgase un velo y quedasen patentes para mí una multitud de cavilosas dudas con que he batallado mil veces y que me han hecho salir, aunque tan moza, un par de canas que puedo enseñarte. Es el caso que, si bien soy ignorante y ruda y no sé más que lo que oí al vuelo en algún sermón, bien se me alcanza que el destino de los humanos es aspirar a la suma mayor de perfección en esta vida y en la otra, para lo cual debemos cogernos y asirnos muy estrechamente a las cosas más perfectas, que nos comuniquen algo de su esencia. Y así yo, Pascual, que me encontraba ya unida y enlazada con la perfección del estado monástico, erré quizás poniendo el amor que debía al Divino Esposo en un hombre mortal. Pero como quiera que a Dios no le vemos sino con los ojos del alma, y para esto se ha menester tenerlos muy claros y perspicaces, y al hombre, que es imagen y semejanza de Dios le notamos muy bien con los corporales ojos, no es de extrañar que a veces dejemos la perfección altísima e invisible de Dios por lo perfecto visible que en su imagen encontramos. Mas para disculpar y explicar este sendero que toma el alma, y esta manera de infidelidad que hace a Jesucristo, es fuerza que se reconozca en el objeto que la aparta de tanta hermosura, algún atractivo o belleza especial que dé color y haga comprender en cierto modo mi mudanza. Y por este razonamiento, Pascual, pensaba yo cuando iba hablando el tío con cuán poca tentación fui rendida y con qué chica causa me moví a romper la fe ya casi prometida a Dios. No quiero ofenderte, pero la verdad es que desde que te conozco no te he visto seguir más regla que tu gusto, ni aspirar más que a la satisfacción de tus mundanos apetitos. En fin, no estás tú enteramente cortado por el patrón de aquellos hombres que parece que justifican en lo posible la determinación de dejar por ellos un estado que envidian los ángeles. Mientras estas especies se me presentaban confusas y en tropel, acabó el tío su perorata, proponiéndome un arbitrio que conformaba también con mis propios deseos, que lo acepté en seguida. D. Nemesio te informará de él, y entre tanto, deseando que apruebes y estimes mi resolución, se despide de ti. Pastora».

-¡De dónde diantre sacará esta muchacha tanta sutileza, tales raciocinios y tanto tiquis miquis!-exclamé, olvidándome en mi enojo de que mil veces admirara yo la claridad de entendimiento de Pastora, llamándole en chanza doctora y bachillera-. ¡Y qué resolución será esa! ¡De fijo que se casa con el rico, y para disculparse ha puesto cuatro cosillas de argucias y teologías! ¡Don Nemesio! -grité golpeando la puertecilla de comunicación- ¡Don Nemesio! ¿Está usted ahí?, ¿puedo entrar?

Don Nemesio asomó a la puerta, y se coló en mi cuarto, no sin haber apagado antes la palmatoria que en el suyo ardía.

-Don Pascual -me dijo con despaciosa pronunciación-, ya me presumo lo que va usted a preguntarme; pero antes tengo que aclarar un punto. Yo he traído a usted esa carta de Pastora; mas es inútil añadir que lo hice conociendo su contenido, acerca del cual, como buena y sumisa hija de confesión, se asesoró Pastora conmigo.

-Bien, señor don Nemesio; pero ¿qué resolución ha tomado Pastora?, ¿se casa con don Víctor?

-Pasan en el mundo cosas que le dejan a uno con tamaña boca abierta. No hay inteligencia que alcance a vaticinar ciertos sucesos.

-Pero... ¿Se casa con él?

-¡Quiá, amigo mío! Un no más redondo que una naranja.

-¡Vaya! Poco pesquis hacia falta para profetizar eso, señor don Nemesio.

-No, pues usted pasó sus miedos y sus recelillos correspondientes.

-¡Bah!, ya sabía yo que mi Pastora...

-De cien niñas habrá una que desdeñe así un partido como don Víctor; pero dejémoslo. Don Víctor se marcha; no sabe usted cuánto lo siento. Va a la corte a distraerse de este mal rato. ¡Un joven tan apreciable! La casa se queda vacía.

-¿De suerte que el equipaje que topé en la escalera...?

-Era el suyo. En menos que canta un gallo se preparó todo. Es muy vivo don Víctor en ciertas ocasiones. Aun le ayudé yo a doblar la levita y a guardar las camisas planchadas... Y hoy era día de despedidas. La de Pastora me enterneció casi, a fe de Nemesio.

-¿La de Pastora? Pues, ¿se ha marchado?

-¿Sí que no lo sabrá usted?, ¿no lo anuncia la carta?

-No, señor, no lo explica.

-Pensé que lo añadiese en postdata. Pues, amigo, Pastora ha resuelto entrarse, por algún tiempo, siquiera, en el convento de...

Y aquí me citó uno de los más conocidos de Santiago, que no nombro yo por razones que el lector comprenderá más adelante fácilmente.

-¡A un convento! -repetí atontado sin darme cuenta de lo que decía- ¡Va a ser monja!

-No, señor; monja no, por ahora al menos. Lo que quieren don Vicente y ella es que no siga en el mundo y en la respetable casa de su tío, mientras esos amoríos fútiles no paren en matrimonio, o mientras no se persuada Pastora de cuál es su vocación verdadera y firme; que aun sobre ésta y otras materias anda sumida en dudas graves. No sabe usted cuánto me huelgo de que la pobrecilla esté en puerto seguro, y de que las rejas del convento se hayan cerrado sobre su doncellez, porque si usted presenciara hoy la escena que entre ella y su madre medió, le tendría usted lástima. Cuando la furia (¡Dios me perdone!) de misia Fermina se convenció de que ya era fallida toda esperanza de opulento yerno, se encerró con Pastora, y después de cubrirla de denuestos e injurias de plazuela, la asió de las trenzas, queriendo arrastrarla por el cuarto; y qué sé yo cómo lo pasaría la infeliz cordera, si don Vicente, recordando sus buenos tiempos de la guerra civil, en que era un mozo (según dicen) como un trinquete, no echara abajo la puerta de una puñada formidable y no arrancara a Pastora de aquellas felinas uñas. Todo el día se lo pasó el bueno del tío haciendo centinela en el umbral de la habitación en que puso a su sobrina, para que llorase y escribiese a sus anchas.

-La pobre nada me dice de esos malos tratamientos -murmuré yo casi compungido-. ¡Lástima que hoy no se use el emplumar!

-Pues no le dejó don Vicente a esa monfí que se arrimase a su hija hasta el momento de la despedida, en que Pastora, como es tan buena cristiana, fue a besarle humildemente la mano.

-¡Voto a sanes! ¡Qué mordisco!

-Don Vicente hizo a Pastora que se echase el velo a la cara, se embozó él en el manteo y se la llevó. Ahí tiene usted el final de la tragedia. ¡Gracias a Dios!, al menos en su celda estará sosegada. Y usted debe considerar que este arbitrio ha sido el más prudente, sabio y cauto que pudo adoptarse. El alma de ambos gana mucho con él. El diablo no duerme y hurga el corazón y teje los sucesos de modo que a veces, con los propósitos más rectos, se para en lo peor. No lo digo por Pastora, que bien conocida la tengo, y sé que su alma es un cristal y un espejo; eso sí.

-Entonces, por mí lo dirá usted.

-No, no; usted es un mancebo muy de bien... Pero mozos, y enamorados, y dueños de verse... De todos modos, le viene a usted de perlas carecer de la distracción que le proporcionaba la presencia de Pastora, porque así podrá usted estudiar y procurarse un porvenir para merecerla.

Oía yo a don Nemesio, y como suspenso y absorto daba golpecitos en mi rodilla con la mano. Al rozar en el pantalón, hube de sentir un objeto duro. Eran los famosos diamantes del experimento, envueltos en el propio papel en que me los entregara Onarro. Pegué un brinco al súbito recuerdo que aquel objeto despertaba y que casi se borrara ya de mi mente con tantas impresiones varias y nuevas.

-¡Señor don Nemesio -exclamé-, pero si me olvidaba de lo mejor! ¡Majadero de mí, si mi porvenir está hecho ya, y es magnífico, soberbio, incomparable!

Don Nemesio me miró de hito en hito, a ver si estaba serio. Alarmole mi cara.

-¡Sí, soy rico -proseguí-; rico y poderoso, sin necesidad de quebrarme los cascos y mancharme los dedos en la clínica! Y no digo más; pero, por mi santiguada, que el que viva verá buenas cosas. ¡Sí, don Nemesio honrado, nos casaremos, nos casará usted, y tendrá un buen regalo, y dirá la misa con cáliz de oro, y cuanto lujo pudiera desplegar don Víctor en su boda, no llegará a la suela del zapato del que ostentaré yo! -Y en la expansión de mi júbilo, eché los brazos al cuello del buen clérigo, que se desasió blandamente, y entrando a la carrera en su dormitorio, volvió en seguida con la tetera y correspondientes chismes.

-Si no estoy enfermo ni lunático -grité-. La tetera no hace falta.

-Bueno será, sin embargo, que tome usted una tacita -repuso don Nemesio, que diciendo y haciendo encendió la estufilla.

Dejele yo con su inocente faena, y tomando papel y pluma emborroné una misiva para Pastora:

«Paloma mía -púsele con febril pulso y mal trazada letra-, fuera de sazón me parece que vienen ahora esos repulgos y esas cavilaciones en que te engolfas. Has despachado al monigote de D. Víctor: has hecho muy bien; pero no sueñes con rejas, ni con tocas, porque, óyeme, que de esta vez va de veras; soy rico, opulento, apaleo el oro, nado en riquezas, no sé cómo te lo exprese, repita e inculque para que lo entiendas; hoy mismo salgo a un viaje de algunos días, y a mi vuelta traigo conmigo los tesoros de las Indias, la plata de todo Méjico; con que, chiquilla, déjate de discurrir, van a realizarse mis proyectos, fantasías y castillos en el aire, que te hacían reír tanto; llegaré y verasme poner a tus pies un montón de onzas, que mal año y mala pascua me dé Dios si no sube tan alto como el campanario de tu convento.

Adiós, princesa; no pienses en monjío, criatura; podemos ser más felices que reyes. El matrimonio es un estado santo; pregúntaselo a D. Nemesio, que no me dejará mentir. Hasta la vuelta; te escribirá desde todas partes tu

Pascual».

A un mismo tiempo tendía yo a don Nemesio esta carta, y alargábame él a mí la tacilla llena de la aromática bebida, y despidiendo suave vaho. Mientras yo bebía por compromiso el té, él concienzudamente se daba a leer mi epístola. Al terminarla, dejola caer con desaliento en el regazo femenil que le formaban los pliegues de la sotana, y apoyando el codo en la mesilla, murmuró:

-Señor don Pascual, no tengo inconveniente en dar a Pastora esta carta; pero quisiera que usted se fijase bien en lo que en ella se contiene. Habla usted de riquezas, de millones, de apalear oro... y, vamos, yo creo que los malos ratos de estos días pueden haberle afectado... no, no lo eche a mala parte; pero en fin... ahí hay cosas, que en Dios y en mi ánima...

-Todo es verdad -afirmé muy grave, chupando los terrones de azúcar que, ensopados y a medio desleír, quedaban en el fondo de la taza.

-Podrá ser, pero no lo parece.

-Yo se lo aseguro a usted...

-Es tan inaudito el caso...

-Pero no imposible.

-¡Su alma en su palma! Si Pastora me pide consejo, yo, como padre espiritual, debo dárselo sano; y no se enfade, Pascualito; tengo para mí que en durmiendo hoy, y tomando caldo de sustancias y té, escribirá con más cordura y razón. Estudie, trabaje; Pastora le quiere bien...

Sin decir palabra, y con diligencia admirable tras de haber mirado la hora que era, inclineme y arrastré de debajo de la cama la maleta de cuero negro y bruñido a fuerza de uso, y sin cuidarme de sacudir la costra de polvo inveterado que la cubría, comencé a embutirla y rellenarla sin orden ni concierto con las tres o cuatro maltratadas camisas, los pañuelos, las botas de repuesto, las navajas de afeitar y demás prendas y trastos de mi mezquino guardarropa y ajuar espartano. Allí caían y se mezclaban heterogéneos objetos, con la propia confusión con que se barajaban en el seno del caos los elementos primarios de los mundos.

-¿Qué hace? -preguntome don Nemesio, que no cesaba de observar con azorados ojos mis idas y venidas y mi apresurada maniobra.

-Ya lo ve usted; el hato -contesté envolviendo en una chalina vieja unas cuantas cajetillas de papel y sepultándolas en las entrañas del maletín.

-¿Pero se marcha usted?

-Sí, señor, ahora mismo.

-¡Pascual!... ¡Pascual! Dios quiera... vamos, yo me entiendo. ¿Y a dónde bueno? ¿Se puede saber?

-A Madrid.

-¡Jesús!

-Por la diligencia portuguesa, que sale ahora a las diez y media de la noche.

-¡Señor!... ¡Señor! ¡Peste hay de marchar! ¡Se va todo bicho viviente! Y esta fuga, ¿es para volver con los millones?

-Cabalito.

-Hijo -me insinuó don Nemesio, incorporándose y llegándose a mí, con muestras y señales de enternecimiento y pujos de paternal afecto-, hijo, piénselo: barrunto que camina usted en alas de un desatinado afán y hacia una empresa huera y loca. Estos misterios, esta precipitación, esos montes y morenas que usted se promete... desde mil leguas trascienden a mirage y engañosa quimera de la fantasía. No quiere usted revelar cuál sea el fundamento de sus esperanzas, ¡malum signum! Créame, deshaga el equipaje, y ahora cenaremos juntos en paz y en gracia de Dios.

-Convido a usted -dije con fachenda- a comer en mi compañía el día de mi vuelta, y le prometo que habrá pechuguitas de faisán y vino del de a cinco pesos botella. ¡Ánimo, señor don Nemesio! Usted verá quién es Pascual López.

Mostró don Nemesio en la expresión del semblante hallarse un tanto impresionado y movido por mi terquedad y afirmaciones rotundas. Explicábame yo con tan gentil y seguro y alegre ademán, que era irresistiblemente contagioso mi optimismo. De repente, en el momento de doblar con delicado esmero mi flamante gabán, estirando las mangas para evitar las arrugas, cruzó por mi mente un pensamiento, un recuerdo que me dejó helado y de una pieza. Introduje los dedos pulgar e índice en el bolsillo del chaleco, y extraje un doblón de a cinco, un peso isabelino y alguna calderilla. Era cuanto restaba del billete de cuatro mil.

Pareme abrumado, sin movimiento ni voz, caída la cabeza y colgantes los brazos y trasudando de congoja. Don Nemesio me contemplaba, esperando sin duda a ver en qué quedaría aquello. Mas de improviso me fui derecho a él y retrocedió. Le así violentamente de la mano. Se hizo una pelota, y se metió en un rincón. Medio a la fuerza le arranqué de allí.

-Señor don Nemesio de mi vida -grité con descompasado tono-, usted es bueno, usted es un santo, usted me salvará. Présteme usted sólo media onza: con ella espero llegar a Madrid. Me basta.

Mirome don Nemesio atónito, y soltando al cabo la risa.

-¡Buen principio de semana -exclamó-, cuando ahorcan el lunes! ¡Con que es usted el futuro millonario, el que apalea el oro, el que nada en riquezas! ¡Bien comenzamos, hombre!

-Yo le juro a usted que se la volveré doblada y sahumada. Antes de ocho días, le enviaré si gusta ochocientos duros. Pero no me deje usted morir ahora de pena. Vengan por el cielo esos 160 reales.

-Pascual, media onza supone mucho para este humilde capellán, que no quiere en su vejez vivir a expensas de nadie, aunque tiene excelentes amigos que se regocijarían...

-¡Señor don Nemesio! ¡Será un favor que no olvidaré jamás! Esa media oncita, mire usted, me saca del pantano. Con lo que tengo no me alcanza para el billete.

Se nubló el rostro del excelente hombre. Vi claro que le afligía de un modo igual negarme el servicio o perder sus ocho duros. Entonces me ocurrió un expediente. Cogí en mis brazos el gabán, como se coge a un niño chiquito, y lo deposité en manos de don Nemesio.

-Me ha costado veintiséis pesos hoy -dije- y siempre producirá diez. Autorizo a usted para que lo venda.

-No, Dios mío, no lo decía yo por tanto -murmuró don Nemesio algo colorado y confuso- Nemesio Angulo experimenta placer singular en servir a sus amigos sin interés ni cálculo. Sólo que ya ve usted, yo no soy un potentado; ni ahora ni nunca lo fui; la misita me mantiene, y procuro vivir con sobriedad. Pero al cabo le aprecio. Voy por la media onza. Le suplico, eso sí, que cuanto antes pueda... porque mis economías son tan escasas...

-No, no la admito, si usted no recibe el gabán.

-Bien, bien, lo cepillaré y cuidaré en ausencia de usted... Le pondré alcanfor para que no se apolille.

Salió don Nemesio, y volvió trayéndome, envuelta en mil papelitos, media reluciente pelucona. Breves fueron mis aprestos de viaje. En la administración de diligencias vi, lo primero de todo, a don Víctor de la Formoseda, muy embutido en su gabán y resguardado el rostro de la fría temperatura con un pasamontaña de pieles. No pude juzgar de la expresión más o menos mohína de su rostro, porque sólo la nariz asomaba entre aquel atavío semieslavo. A un tiempo mismo saltó él y se recostó en la berlina, y me encaramé yo al cupé trabajosamente. ¡Jugarretas de la suerte caprichosa! Íbase él calabaceado y a malgastar dinero, yo preferido y a granjearme un caudal; y como para irritar mis ansias, todo el camino le vi bajarse en las estaciones, y comer y almorzar opíparamente, mientras yo engañaba el apetito con el pan y el queso que envueltos y atados en una servilleta me entregara al partir doña Verónica; y en tanto que a mí me servían de incómodo asiento los duros bancos de los coches de tercera, tendíase él muellemente en los cojines de un departamento de primera, dormitando al amor de los caloríferos.

*  *  *

Yo pude vender mis diamantes en Oporto, ciudad donde es activísimo el tráfico de joyería, y donde una larga calle está formada sólo por tiendas de orífices. El comercio con el Brasil daría color al negocio de la venta de unas piedras en bruto. Mas no me ocurrió tan sencillo expediente, y pasando sin detenerme por Oporto, no paré hasta Madrid.

Al sentar el pie en la coronada villa, donde a la sazón no existía quién se atreviese a usar corona que aun las inofensivas heráldicas había suprimido el Gobierno revolucionario, vime en más que mediano apuro, por habérseme concluido el dinero totalmente, y no poseer ni aun unos céntimos para parodiar el alarde de Camoens cuando entró en su patria. Halleme, pues, perdido por las calles de Madrid, en una bella y despejada mañana de invierno, sin blanca en el bolsillo. El sol, claro, picante y alegre, a despecho de la estación, rasgaba la ligera y vaporosa neblina matinal, cuyas gasas azules flotaban aún, encubriendo a medias la elegante perspectiva de los árboles de parques y paseos. Algún carruaje de lujo rodaba ya, cruzando desdeñoso al través de los pesados carros de vituallas y mudanzas. Por las puertas entreabiertas de las cocheras se veía a los criados de cuadra, en mangas de camisa, cepillando y bruzando el arrogante tronco media sangre, o bruñendo los lucios cascos del bayo trotón inglés. Los cafés solitarios convidaban, no obstante, a entrar, y en su dintel se recostaban los mozos, con blanquísimo delantal, bien peinados, tendiendo su hocico insolente y pulcro, como si de mí y de mi apetito se burlasen. Los escaparates comenzaban a recibir, en artística agrupación, su tentadora carga. Atraíanme las joyerías. Me detuve ante la de Ansorena, y contemplé largo rato, al través de los altos y diáfanos cristales, los estuches de raso cereza, de terciopelo azul, en que descansaban aderezos soberbios, sartas de iguales y gruesas perlas, un pájaro de rubíes y esmeraldas, con cola de airones de blanca pluma.

Estuve a punto de entrar allí y arrojar sobre el mostrador los diamantes del experimento: mas contúvome una idea: al lado de aquellas pedrerías talladas, engarzadas y resplandecientes, lo que yo llevaba en la faltriquera se me antojó más opaco y feo que los adoquines del empedrado: no me podía habituar al pensamiento de que mi tesoro fuese igual en calidad a los que ostentaba la vidriera de la joyería; y al imaginar que acaso mi esperanza estribaba en unos guijarros sin valor, me temblaron las rodillas, y sentí un desfallecimiento creciente. Al azar y sin objeto subí por una calle, que después supe ser la de la Montera; y cerca ya de la graciosa fuente de la Red de San Luis, cuyo pilón y platillos adornaban colgantes agujas y carámbanos de hielo, vi una platería humilde y estrecha en cuya delantera, entre algunos brincos de oro y algunos corales, había cucharillas de sobredorada plata, pilillas de cáscara argentina, y tal cual diamante montado en sortija o aretes. Penetré, ya resuelto a salir de angustiosas dudas. Inventé una historia, supuse un pariente muerto en el Brasil, y cuya herencia constituían aquellas piedrecitas. El platero dejó el periódico con que se solazaba, y calándose los lentes, examinó curioso el contenido de mi envoltorio. Sin pronunciar palabra pasó a la trastienda, volviendo al cabo de pocos instantes. Traía las piedras en una balanza, que dejó sobre el mostrador.

-Son diamantes en bruto -dijo.

-¿Verdaderos? -pregunté con ansia y aturdida indiscreción.

-Ya lo creo.

-¿Y valen?...

El platero tornó a mirarlos, a remirarlos; equilibró la balanza, los fue tomando después entre los dedos uno por uno.

-Son -repitió- verdaderos, y tan puros y limpios, que es pedrería de primera. Tendrán facetas ricas y numerosas. ¡Qué claros!

-Y... ¿Qué valdrán?, ¿qué valdrán? -reiteré trémulo de gozo y henchido de fe en la ciencia.

El traficante incrustó sus ojos en mi rostro, como para persuadirse de mi perfecta ignorancia e inexperiencia en materia de diamantes. Patente debió mostrarse mi incompetencia en el asunto, porque el hombre puso satisfecho gesto.

-Valen... valen bastante: no una suma fabulosa... pero... El tamaño no es grande, y en diamantes, el tamaño es lo que importa... Un tantico más de volumen hace subir el precio...

-En sustancia, ¿qué me da usted por ellos?

-Yo... es decir... ¿Usted los vende?

-Sí señor. Ahora mismo.

-Para mí no es negocio: hay que tallarlos, engastarlos, revenderlos... Pero si usted no es exigente... ¿Se contenta usted con media talega?

¡Diez mil reales para quien carece de un ochavo y siente los ásperos mordiscos del hambre! No obstante, aunque me urgía tanto cerrar el trato y recoger el dinero, con todo, despertándose mi suspicacia del Norte, barrunté que aquel hombre especulaba con mi falta de conocimientos y con mi carencia de medios, y decidido a no dejarme cazar sin defensa, regateé desesperadamente hasta obtener los dieciséis mil. Entregome la mitad incontinenti y firmó un pagaré del resto, a plazo de tres días.

No bien fui dueño de aquella cantidad, pensé en mantenerme y alojarme. Al saltar en la estación del ferrocarril, oyera yo a don Víctor de la Formoseda dar al cochero de un tres por ciento las señas de una fonda, señas que se quedaron impresas en mi memoria. Acudí a igual medio; ceceé al primer alquilón que vi parado, gritele la propia orden, y con gran sorpresa mía, no bien hubo rodado como cinco pasos, abrió el auriga la portezuela y dijo:

-Ya estamos.

Era allí, en efecto, en la misma calle: la maliciosa simplicidad del cochero le hizo guardarse bien de advertírmelo. Halleme, pues, como en Santiago, viviendo bajo el techo que cobijaba al señorito de la Formoseda, circunstancia que, como verá el lector, influyó harto en mi destino.

Es de advertir que el gallego, y aun no sé si todo provinciano que de improviso y por vez primera llega a la corte, experimenta una impresión de nostalgia y melancolía, una sensación de aislamiento penoso, que le mueve a procurar, por cuantos medios estén a su alcance, la sociedad y trato de los paisanos y compatricios que errantes andan por aquella liorna de Madrid. Dispersos los gallegos en espectáculos y calles, se buscan con no menor afán instintivo y mecánico del que muestran por reunirse los trozos de la cortada serpiente. El gallego de levita arroja entonces miradas de simpatía y ternura a los zafios aguadores que por las esquinas tropieza abrumados bajo el peso de los enseres de su humilde oficio. Si la Maritornes de su fonda es gallega, casi casi improvisa con ella un idilio. Los que en Galicia eran indiferentes, enemigos quizá, se saludan en Madrid con cordialidad y júbilo. Con fruición inefable se dirigen una frase en dialecto, y la celebran a carcajadas como si hubiera sido el donaire mayor del mundo. Comparan los alimentos, el paisaje, el trato, y concluyen por echar de menos, mientras saborean trufas, las filloas y la borona, o por maldecir del empedrado, que no tiene baches como el del pueblo natal. Puntualmente nos sucedió esto a mí y a don Víctor. Al encontrarme él en la mesa redonda, viéndome a la vez con buen equipo ya, cosa que procuré en seguida, echó a un lado su altanería, reserva y tiesura, y me tendió la mano con cuanta amabilidad cupo en su engomada persona.

Por mi parte correspondí a su cortés demostración, cediendo al doble deseo que me bullía en el cuerpo, de hablar con una persona de mi país, y, principalmente, de mostrar al orgulloso señorito que Pascual López no era ya un quidam, y que podía competir con él en lujo, boato y esplendidez. Mal conocería el carácter de los gallegos quien los supusiera consagrados a amontonar sórdidamente ochavo sobre ochavo, por el avaro goce de la posesión. Si el gallego es capaz de ahorrar sin descanso toda su vida, eslo también de quemar sus economías en cohetes por deslumbrar una semana a su parroquia. Eso sí, es de rigor que los espectadores y admiradores de su magnificencia sean aquellos mismos que le vieron partir descalzo y mísero a las Antillas o a la América del Sur. Cuando el pobre mancebo barre en la Habana la tienda, y esconde en la hucha un real más, sueña con el día memorable en que ante toda su parentela luzca el reloj y la cadena y la sortija adquiridos a costa de tantos sudores, y pague a peso de oro la propiedad del predio por cuyos linderos llevó en su infancia las mansas vacas a merodear unas briznas de yerba.

Yo, que sin mayor trabajo me hallaba con un capital regular presente, y opulentísimas promesas para el porvenir, así a dos manos la coyuntura de aturdir, sobrepujar y dejar atrás al acaudalado señorito, cuyos gastos y refinamientos tantas veces me quitaron el sueño en Santiago. En este torneo y certamen de necedad no me iba en zaga el bueno de don Víctor. Si juntos asistíamos al Teatro Real, y me adelantaba yo a tomar los asientos, a la salida Formoseda me obligaba a cenar en la Iberia, y pagaba el Champagne y los helados. Al día siguiente convidábale yo a un almuerzo en la Perla, y por la tarde traía él un carruaje de alquiler de lujo, en que arrellanados como archipámpanos girábamos alrededor del obelisco de la Castellana, sin conocer alma viviente en aquel remolino de landós, clarens, berlinas y milores, dando quizás a alguna hija de la civilización asunto de maliciosa risa con nuestro aire semiaburrido, semimportante.

Un incidente impensado vino a animar nuestra sosa cuanto espléndida vida.

Y fue que, como acertásemos una noche a entrar en un teatrillo de los de quinta clase, donde se representaba un comedión de magia primitiva, con muchas trampas y alambres, mucho ángel parlanchín y mucho diablo vestido de colorado, pareciome reconocer en uno de dichos diablos, a pesar del diabólico arreo, la propia figura y jeta del ganapán de Cipriano, aquel espejo y flor de los malos estudiantes; no pudiendo caberme ya duda en ello, cuando vi que el diablo, habiéndonos divisado en las primeras filas, nos hacía grandes señas, aspavientos y garatusas. Apenas cayó el telón y comenzó el entreacto, vino un acomodador a rogarme le siguiese entre bastidores; obedecíle, no sin llevar del brazo al inseparable don Víctor. Cipriano, ataviado con su traje infernal, me recibió colgándose de mi cuello, con demostraciones de extraño regocijo, y presentome a toda la gente de la carátula y la farándula, que nos hizo campechana y risueña acogida. Supe que el estudiante, siguiendo su aventurera vena y humor traviesísimo, se viniera de comparsa con los zarzueleros, en pos de la estela de su doña Leonor, que muy emperifollada, con disfraz de arcángel, alitas de cartón y bucles, por allí andaba dando vueltas. Desde aquel punto nos hallamos don Víctor y yo altamente relacionados: frecuentamos las bambalinas, y no nos faltó quien nos riese las gracias y quien nos aleccionase en conocer el mapa del Madrid que se divierte. Eso sí: las saneadas rentas de la Formoseda y mi caudal diamantesco se iban en volandas, derritiéndose como la sal en el agua.

Yo no sé por dónde acertaba Cipriano con tanta socaliña. A don Víctor lo embaucó quizá más fácilmente que a mí. Pude con tal ocasión convencerme de que bajo el aspecto rígido y el aire de juez recataba el pobre señorito de la Formoseda vivos afectos y pasiones, y persuadirme de que, fuese por ternura o por orgullo, Pastora era un dolor que aún le lastimaba el corazón y que trataba de espantar y curar con heroicas medicinas que, a ser yo mejor cristiano y hombre de propósitos más dignos, no le hubiera puesto cerca, como por descuido lo hice. Veíale yo con cierto escozorcillo de conciencia olvidar su antiguo método y conducta, y jamás acerté a intentar sacarlo de la zanja. Mi vanidad no me consentía retroceder ni aturdirme cual don Víctor; gastaba lo mismo o más que él, por no quedarme a la cola. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir: un día registré mi cartera y hallela punto menos desalquilada que estaba cuando dejé a Santiago. Casi al terminar yo mi recuento me trajo el camarero en una bandeja dos cartas.




Arriba- XII -

Cuando recapacito despacio en los acontecimientos de mi vida, nada me hiere y sorprende como lo flaco de mi voluntad y lo mudable y tornadizo de mis resoluciones. Soy una especie de camaleón moral, que trueca color a cada minuto. Amé a Pastora, aborrecí a don Víctor de la Formoseda, y por la mayor y más necia de las debilidades, teniendo en mi poder el medio de acercarme al objeto amado, me quedé en compañía del objeto aborrecido. ¡Qué metal tan endeble el de mi alma! ¡Qué estofa tan rompediza la de mi querer! Dos meses había yo invertido en Madrid, dos meses y un capital; ¡y todo ello por el regalado gusto de mostrar a don Víctor que si él se compraba un bastón por la mañana, podía yo alquilar un caballo por la tarde!

Y es lo bueno que no miré frente a frente la situación hasta que, después de hallar escurrida mi bolsa, eché una ojeada a las dos cartas traídas por el camarero, y reconocí en el sobre de una, hecho de papel grueso y regado de arenillas, la letra chiquita y ceñida de Pastora.

Abrí y leí, después del encabezado de costumbre:

«Mi apreciado Pascual: Por si no te acuerdas ya de quién soy yo, te diré que soy aquella Pastora que conociste en casa del canónigo D. Vicente Prado. Es regular que hayas perdido la memoria completamente en dos meses que hace que no das noticias tuyas.

Puede ser que no obre bien, Pascual, en escribirte ahora, y que atente contra el sosiego de mi alma; pero no abrazaría con tranquilidad resolución alguna para el porvenir, sin enterarme de todos los antecedentes para juzgar con completo conocimiento de causa. Tú dejaste a Santiago el día que yo entré en el convento, escribiéndome una carta en que me prometías volver cuanto antes, y riquísimo y millonario. No pude disuadirte porque ya estabas en camino cuando yo la recibí, ni contestarte a Madrid porque ignoraba a la sazón tus señas; pero la Virgen sabe que lo que hoy te digo, quise decírtelo entonces. No sé qué riquezas son esas que vas a buscar, Pascual; has ocultado tus planes, y el principio de tu fortuna fue pedir a D. Nemesio media onza, que no le haría poca falta. Pero sea cualquiera el fundamento de tu esperanza, te aseguro que lo que mal empieza, bien no puede acabar. Cuéntanme que estás en Madrid, que, en efecto, se te ve desplegar lujo, que andas hecho un príncipe, que convidas, y todo ello me da malísima espina; y aun me la da peor el que ni dos letras me hayas puesto; porque, a ser honrado tu propósito y recto tu fin, ¿cómo dejarías de noticiárselo a Pastora?...

Te ruego por Dios, Pascual, que mires por dónde andas. De mí no te dé pena, que Él cuidará de consolarme. Afectos de D. Nemesio. Ya sabes te estima,

Pastora».

Tras de esta epístola, que claramente revelaba las tormentosas luchas de un corazón femenino, era admirable el laconismo de la otra. No encerraba más que estos renglones:

«Muy señor mío:

Necesito que se presente Vd. en esta su casa el jueves de la semana entrante, a la madrugada.

Su affmo. s. s.,

Félix O'Narr».

Esta carta segunda me traía como de la mano la contestación para la primera. Otra vuelta de manubrio, otro susto y otro caudal, que de esta vez sin remisión pondría a los gentiles pies de Pastora. Ánimo, y a ello. Calculé el tiempo, y vi que saliendo de Madrid aquella noche misma, podía llegar a Santiago el miércoles. Despedime de don Víctor, quien me dio una lección, confesándome triste y cariacontecido que había usado con exceso del crédito que le abriera su padre, que éste se quejaba ya, y que su intento era retirarse a la Formoseda, a recobrar la perdida salud, y a conseguir la indulgencia, facilísima en verdad, del buen viejo. Nos separamos los mejores amigos del mundo (cosa que ciertamente no hubiera yo creído posible un año antes). ¡Tan seguro es que los hombres toman por verdadera antipatía de ordinario, el amor propio no satisfecho, o la vanidad mal contenta! Algunas deudillas que en el último instante aparecieron, me forzaron a dejar en prenda cuantas galas, elegancias, y primores me había comprado, y emprendí el viaje con mi antiguo pergeño estudiantil. No me cuidé de dar un adiós a Cipriano, ni a sus ángeles y comparsas.

Mi primer pensamiento, tan pronto como llegué a Santiago, fue informarme de las horas de reja del convento de Pastora, e impensadamente la hice llamar al locutorio por conducto de la tornera, sin decir mi nombre. La reja a que Pastora salió se conocía por reja alta, y era una pieza bastante lóbrega, dada de cal, con una ventana larga y angosta que escatimaba la luz del día, y algún cuadro o estampa piadosa colgada por las desnudas paredes. En el fondo tenía la reja, que era doble, formando la más cercana al espectador barrotes de hierro no muy juntos, por entre los cuales podía caber la mano, y la más lejana menuda rejilla que apenas consentía ver entera una facción de la religiosa interlocutora. Al lado de la reja estaba un torno chiquito, donde se ponían los objetos que se quería hacer llegar a poder de las monjas, o que éstas mandaban fuera. Un banco de madera tosca, muy antiguo, era el único mueble del aposento.

Permanecí de pie, aguardando la aparición de Pastora, cuya presencia me reveló al cabo suave roce de faldas y pisadas leves, que sólo a ella podían corresponder. Sin duda sus ojos, habituados a la luz crepuscular de aquel sitio, eran más perspicaces que los míos; pues sin darme tiempo a que hablase, gritó:

-¡Pascual!

-Yo mismo -respondí hiriendo con ambas manos los barrotes fríos y negros- ¿Ya pensabas que no iba a volver nunca?

-Cualquiera lo imaginaría... Has vuelto de repente...

-Ea, pues ahora alégrate, que me tienes acá y nos casaremos. Se acabaron las penas.

Yo no podía ver bien el conjunto y la expresión del semblante de Pastora: sus formas se me aparecían vagas al través de la rejilla, que la cubría como un velo espeso. Sin embargo, se me figuró que sacudía melancólicamente la cabeza como en son de duda.

-¿A qué es tanto silencio? -exclamé yo, encajando el rostro por los barrotes- ¿Hemos perdido las amistades, Pastorcilla? Estás hecha una estatua. Yo te diré por qué no te he escrito; pero dígnese Vuestra Excelencia darme antes la bienvenida y ponerme carita de pascuas. Ya ves que emprendí el camino en cuanto recibí tu carta.

-Otras razones habrás tenido para volverte -contestó Pastora, cuya perspicacia me dejó un instante mudo. Al fin pronuncié:

-No te veo, quiero verte. Arrímate al torno.

La sentí que se aproximaba, y haciendo yo girar las aspas del torno, quedó éste de manera que entre una de ellas y la pared dejase un claro de dos dedos. Vi casi a mi lado el semblante de Pastora. Estaba descolorido y, al acercarme yo, tiñose con matices de grana.

-Vamos a hablar clarito, Pascual -murmuró ella, contrastando lo enérgico de la expresión con lo apagado de la voz, que de propósito bajaba.

-Di lo que gustes, paloma.

-¿Estás dispuesto a contestar a mis preguntas?

-Empieza -repliqué sin comprometerme.

-Voy a hacerte tres, seguidas, para que puedas reflexionar antes de contestarlas.

-Pregunte, padre, ¿en el primer mandamiento?... -dije como en chanza, llegándome cuanto pude al torno.

-Hablo seria. Mis preguntas son cortas y categóricas. ¿Tienes dinero? ¿Quién te lo ha dado? ¿Por qué medios lo ganaste?

Bajé los ojos perplejo y sin saber qué contestar.

-¿Lo ves? -recalcó ella- No puedes salir del paso.

-Pues bien -exclamé decidido, prefiriéndolo todo a la fiscalización de los ojos de Pastora, que como punzones se hincaban en mi rostro a través de la rendija- Dinero tuve; espero tener mucho más; en cuanto a revelar quien me lo proporciona, y cómo, es harina de otro costal. He jurado silencio.

-Pues voy a decírtelo yo, yo -replicó Pastora cuyas miradas ardían y cuya voz era trémula-. Ese dinero lo has granjeado por caminos oscuros; por sortilegios quizás; por reprobadas vías; no lo has obtenido a la faz del mundo, a la luz del sol; no es precio de tu trabajo, es salario de tu holgazanería y servilismo. ¡Pascual, Pascual!

-¿Quién la habrá informado... cómo adivinaría? -pensé yo, aturdido y confuso.

-¿Estás ahí rumiando lo que me oyes? -añadió Pastora, que parecía zahorí, según fitaba en mi conciencia- Pues nadie me ha contado de ti cosa alguna que yo creyese; dicen unos que eres un sabio, y que con libros que has escrito te enriqueciste; otros, que tú y un catedrático tenéis pacto con el diablo, y que allá, en el Pico Sacro, os descubrió un tesoro... pero, hijo, Pastora, aunque no es sino una infeliz, conserva cabales las tres potencias del alma. No, esos son embustes y patrañas; pero no es bueno lo que hay, cuando tú lo ocultas. Algún manejo tenebroso, alguna sociedad secreta de las que dice el tío que van contra la fe... en fin, yo no aseguro que sea esto, ni aquello, ni lo otro; pero, ¡nadie me lo saca de aquí! (y tocó con su dedito la frente) cosa como Dios manda, no la es, no la es.

-A fe de Pascual, Pastora, puedo asegurarte, y jurártelo si gustas, que no me he metido en ningún complot, ni en ninguna infamia. De veras que no.

-El misterio hace sospechosas las cosas más sencillas. Las acciones del bueno deben aparecer claras -afirmó la sobrina del canónigo, sin sospechar que repetía, en forma menos correcta, un célebre aforismo de antiguo filósofo.

-¿Yo qué quieres que le haga? El silencio era condición precisa en este caso -respondí apurado ya.

-Pues también es condición precisa, si me he de casar contigo, que sepa yo, y que sepa todo el orbe, de dónde viene la última corteza de pan que se ponga a la mesa. Si no, no pienses, Pascual, que deje yo estas rejas: aunque bien sabe Dios que te quiero. El Señor no me ha otorgado la gracia de olvidarte.

Al decir esto, desapareció de la reja el pedazo de cara que estaba yo viendo. Oí un ruido cual de ahogados sollozos. Pastora no era llorona, antes muy risueña de condición, y me impresionó aquel arrebato de pena.

-¡Pastora!, ¡chiquilla! ¡Pastora! -grité sacudiendo el torno.

-¡Chist!, ¿qué ocurre? -murmuró arrimándose de nuevo; y vi en efecto dos o tres lágrimas suaves y presurosas, que rodaban por sus sofocadas mejillas.

-Que no llores, mujer, por Dios; que no hay motivo alguno. Hoy es miércoles, ¿no es eso? Pues mañana a medio día, probablemente, podré descubrirte todo el secreto. ¿Te conformas? Anda, ríete y dime que sí.

Ella me miraba con empeño, como si quisiese escudriñar hasta dónde llegaba la sinceridad y entereza de mi resolución. Debió de parecerle de buen agüero mi rostro, pues al cabo se desanubló el suyo, y los ojos comenzaron a sonreírse antes aun que los labios; y ya íbamos a trocar, de fijo, algunas amorosas ternezas, cuando se oyeron los dobles de la campana del convento. Había transcurrido la hora de reja, y me ausenté, con promesa de volver al siguiente día.

Empleé aquella tarde en platicar con don Nemesio Angulo, que mostró bien su pundonor y delicadeza no aludiendo, ni de soslayo siquiera, a su desventurada media onza; verdad es que tampoco me hizo entrega del gabán, ni yo cuidé de reclamárselo. Acribillome a preguntas acerca de don Víctor, cuyas travesuras y desarreglos le maravillaron en un joven tan sensato y formal. Hablamos también de Pastora, y no me ocultó los combates que ésta sostenía entre su vocación, reanimada en el convento, y el cariño que me profesaba, no disminuido, antes acendrado, por la ausencia. Advirtiome, por supuesto, que estas confidencias no las hiciera Pastora al pie del confesonario, sino en familiar y no secreta conversación, que de otro modo no le sería lícito a él indicar ni un ápice a persona de este mundo. Sin presumir yo de muy experto en conocer el corazón femenino, parecíame que aquellas gentiles lágrimas que a mi vista corrieran inclinaban más que suficientemente el platillo de la balanza hacia el lado del matrimonio.

Poco dormí, y al amanecer acudí puntual a la cita de Onarro. La puerta estaba, como la otra vez, entornada, y la calle en tanta soledad y silencio, que no vi en toda ella alma viviente. El sabio me aguardaba en el descanso de la escalera; destellaban de tal suerte sus pupilas, que parecían dos discos de acero pulimentado. Me condujo desde luego al laboratorio.

-Me place -dijo- la puntualidad con que se ha presentado usted a mis órdenes. ¿Qué tal? ¿Ha vendido usted los diamantes?

-Señor don Félix -contesté-, es usted el mayor prodigio de ciencia que se ha visto en el universo, desde que hay estudios y libros y química. Es usted un hombre pasmoso, y le pido perdón humildemente por haber puesto en duda alguna vez el imperio que ejerce usted en la creación.

-Adelante, adelante. ¿Qué dijo el joyero de los diamantes?

-Que eran soberbios, magníficos, puros, que no los había encontrado en su vida más perfectos.

El rostro de Onarro se iluminó.

-Lo esperaba así -pronunció mirando a un punto del espacio, y como si yo no estuviese presente-. El rayo es un artífice consumado. Oiga usted, -añadió volviéndose hacia mí- No debo ocultarle que hoy el peligro es mayor y más inminente que en el anterior experimento. Hoy tenemos un 50 por 100 de probabilidades en contra. Es decir, que si la otra vez era verosímil que quedaríamos vivos, hoy es tan verosímil que salvemos, como que muramos en la empresa.

-¡Ay señor don Félix! ¿Y vamos a estar siempre así, con el alma en un hilo?

-No: tengo una idea que espero realizar, y que hará inofensiva para nosotros la descarga, en un tercer ensayo.

Ganas me dieron de exclamar «pues pasemos al tercer ensayo sin demora»; pero Onarro no era hombre que abriese paso a chanzonetas, y vi en la imponente gravedad de su exigua personilla que estaban más tendidos que nunca los resortes de su férrea voluntad.

-Debo asimismo -prosiguió Onarro- advertir a usted, por más que a mansalva me sería fácil callármelo, que de esta vez puede ocurrir que el peligro se desequilibre, que usted perezca y que yo quede sano.

Bajé la cabeza, y el sabio después de meditar un segundo, añadió:

-O que yo muera y se salve usted. En el primer caso, deseo me informe de cuáles sean sus voluntades con respecto al inmenso caudal que, vivo o difunto usted, es su propiedad legítima. ¿Tiene usted herederos forzosos?

-Tengo padres -contesté con debilitada voz, porque el giro del diálogo no era lo más a propósito para infundirme esfuerzo.

-Bien: sus padres de usted. ¿No se propone usted hacer algún legado especial, alguna manda?

Pensé instantáneamente en Pastora, en don Nemesio, en el mismo don Vicente; pero la serenidad infernal de aquel hombre de tal manera me conturbaba y robaba la necesaria resolución, que respondí medio tartamudeando:

-Señor don Félix, lo que yo me propongo, y pido, y solicito, es salir cuanto antes de este susto y trance amargo. Venía muy decidido cuando entré, y usted con esas advertencias me está poniendo carne de gallina. No quiero hacer disposiciones: contaba David su gente, y Dios echábale peste; no haga el diablo que, con tenerlo todo muy ajustado, calculado y arregladito, facilite yo el tránsito de este mundo a la eternidad. Nada, nada. Si vivo, ya sabré en qué emplear los caudales; si muero... allá usted.

Mirome el profesor sonriendo, mitad con lástima y mitad con ironía, y sosegadamente repuso:

-Puesto que usted no quiere dictarme sus voluntades, no llevará a mal que yo le indique las mías.

-Sea todo por Dios, señor don Félix -murmuré, cruzando resignadamente las manos.

-Si perezco en el experimento, ordeno a usted que tome esa caja (y me señaló una de tosca madera, que se hallaba en el ángulo del laboratorio) y que la dirija a donde dice el rótulo. ¿Ve usted? Está bien claro: a la Academia de Ciencias de París. Como observo que los viajes no le arredran a usted y que los hace con bastante facilidad y fortuna, me dispensaría un señalado servicio si en persona llevase esa caja al lugar que, clarísimamente indicado, reza el letrero. Recuerde usted su juramento: me ha ofrecido no apropiarse ni un átomo de mi gloria: esa caja contiene las pruebas de mi hallazgo, el fruto y la demostración de mis investigaciones; usted será mero depositario de tal tesoro. Prométalo usted de nuevo.

-Lo prometo -contesté-. Pero señor don Félix, Dios lo hará mejor: ¿no le parece a usted? Viviremos.

-He previsto -replicó el hombre implacable- la contingencia de que pudiésemos morir ambos, que también es verosímil. He escrito a mi ilustre amigo... pero eso a usted no le importa. Lo que a usted concierne es, si sobrevive, recoger la caja y conducirla a su destino, y aprovechar y disfrutar el diamante que produzca el experimento.

Oía yo las instrucciones de Onarro como se oyen entre sueños los rumores de la calle que nos traen una percepción de la vida exterior, y no son sin embargo suficientes para llamarnos plenamente a ella. Dícese que los soldados, aunque en la primer batalla se espanten por ventura del silbido de los proyectiles, en las sucesivas se van familiarizando con él de tal suerte, que ya no les causa ni leve contracción de nervios. Cuanto a mí afirmo que la segunda hazaña me infundía más pánico que la anterior. El recuerdo de la conmoción sufrida paralizaba ya mi sangre: amén de que la flema y precauciones de Onarro me impedían aturdirme y me forzaban a considerar bajo todas sus fases el peligro.

Así es que casi experimenté una sensación de alivio cuando el sabio, acercándose a la mesa y alzando el paño blanco que cubría, como siempre, la máquina, comenzó sus preparativos y arreglos previos. La forma de la máquina me pareció un poco modificada desde el primer ensayo. Figuróseme, no sé por qué, puesto que no me sería posible señalar en dónde residía la diferencia, que el terrible aparato era a la vez más sencillo y más poderoso. Onarro puso un gruesísimo trozo de carbón en la pila.

Empuñé el manubrio como si empuñase una daga cuyo filo hubiera sido impregnado de ponzoña sutil. No cerré de esta vez los ojos: antes una involuntaria tensión me obligó a tenerlos abiertos de par en par, como dos arcos de puente. Entre sudores mortales oí el decisivo Fiat. Giró el manubrio y resonó una espantosa detonación. Vi al profesor de pie, bañado en un rompimiento de luz sulfúrea; un globo azulado de fuego volteaba con suavidad acariciando su frente, y este globo, con rapidez inexplicable, salió después por la estrecha ventana. Esta visión fue del todo momentánea para mí; porque como mi mano, movida sin duda por la fiebre, siguiese haciendo andar el manubrio, sentí de pronto que cesaban los fenómenos vitales. No sé cuánto tiempo permanecí en tal situación, pero al cabo alenté, recobrando el sentimiento intelectual de lo que me estaba sucediendo; la razón y la memoria fueron lo primero que se despertó; los sentidos, y en especial el nervio óptico, se hallaban aún de tal manera embargados, que mi cuerpo se me antojaba hecho de pedacitos esparcidos por puntos diversos del espacio; mis piernas y mis brazos me parecían muy distantes del tronco.

Cuando logré ya hacerme un tanto dueño de mi personalidad, acerqueme a Onarro. Seguía inmóvil, derecho, con la mano en la pila. Al tocarle yo levemente cayó al suelo. Era cadáver.

El espanto me paralizó un punto ante aquel muerto que no tenía herida, ni sangre, ni señal de violencia alguna. En el platillo de la pila brillaba un diamante enorme, enorme. ¡Dónde quedaban el del rajá de Lahore, el Regente, la Montaña de Luz, cuyos tamaños me eran conocidos por las reproducciones que en Madrid se exponían al público! Aquel que ante mis fascinados ojos ostentaba su magnificencia, podía llamarse con justicia el rey de los diamantes del mundo. Tendí la mano temblorosa y cogí la piedra, como coge el ladrón el bien ajeno. En el instante advertí una ligera picazón en la garganta, y mis ojos se nublaron. Un tufo espeso y acre invadió el aposento. Distinguí un resplandor rojizo en el ángulo de la estancia. No cabía duda, estaba ardiendo la habitación; alguna chispa del rayo comunicara el incendio. En mi terror ciego e instintivo, no pensé más que en la fuga, y abandoné el laboratorio, y corrí como un loco atravesando los salones desiertos y el triste patio. Por supuesto que no me acordé, ni por sueños, de la caja que contenía las pruebas del descubrimiento de Onarro. Felizmente la calle se hallaba solitaria como a la venida, y nadie pudo observar la palidez de mi rostro, el extravío de mi mirada, el temblor de mis miembros, el desorden de mi ropa y todos los acusadores indicios que podían hacer recaer sobre mí sospechas terribles de asesino y de incendiario. Fuime a vagar por las áridas laderas del Monte Pedroso, y solo allí, cuando el silencio, el cielo gris y apacible, el airecillo fresco y picante me hubieron devuelto algo la calma, noté que el precioso diamante se hallaba fuertísimamente oprimido en el hueco de mi mano por las falanges de mis dedos.

*  *  *

Aquella tarde no se habló en Santiago más que del terrible suceso acaecido a la madrugada en la casa de Onarro. La población entera se iba como de romería a visitar el teatro del trágico acontecimiento. Decíase que el sabio, sin duda en alguno de sus peligrosos ensayos, había dejado prenderse fuego en su laboratorio, y que, impotente quizá para dominar el voraz elemento, pereciera entre las llamas.

Hallándose la vieja criada en sus devociones y compras, y cayendo el laboratorio no a la calle sino al patio, el incendio creció sin ser advertido, encontrando fácil presa en la vieja tablazón y vigas, hasta que el humo y las lenguas de fuego que por las ventanas comenzaron a salir, y el estrépito que produjo el techo del laboratorio al desplomarse, hubieron de despertar a la calle soñolienta y retirada de su honda quietud. Cundió la voz de alarma, inundose de gente el sitio, y comenzaron a ponerse en práctica los medios acostumbrados en siniestros tales. Algo se pudo atajar, a fuerza de auxilios, el incendio; pero la parte del edificio correspondiente al laboratorio había sido ya pasto de las llamas devoradoras. Entre los escombros se encontraron trozos de bronce fundidos, barras de acero ennegrecidas y retuertas, despojos de la maravillosa máquina; en cuanto al sabio, quedó de él un tronco carbonizado e informe.

No necesito añadir que las lenguas del vulgo tuvieron pábulo y campo en que explayarse, con tan trágica ocurrencia. Comentáronse a saciedad y fueron por largos meses comidilla de la multitud las causas del incendio del laboratorio. Sin saberlo anduvieron algunos de los habladores a dos dedos de la verdad, o tropezaron con la verdad misma, asegurando que el fuego del cielo era el que había abrasado aquel lugar, tenebrosa cueva donde sin duda se entregaba Onarro a sombrías prácticas y maleficios infernales. Con estar yo tan perfectamente impuesto en los pormenores y circunstancias del drama misterioso que traía excitada la curiosidad del vecindario, confieso que a veces no dejaba de asaltarme vaga aprensión, cavilando allá en mi alma si el desenlace aterrador de la empresa de Onarro no sería castigo de su osada soberbia y de su empeño satánico de arrebatar a la naturaleza los arcanos que celosa y vigilante recata de los ojos atrevidos del hombre.

La misma tarde de la agitada mañana, recobrados ya un tanto los espíritus, pero abrumado aún por las emociones magnas que sobre mí pasaron en tan breve tiempo, fui a la reja del convento, a la cual salió a recibirme Pastora. Después de los preámbulos y explicaciones indispensables, y de ser interrumpido mil veces por las exclamaciones y preguntas de la sobrina del canónigo, logré ponerla al corriente de todo lo que entre Onarro y yo mediara, sin omitir circunstancia ni detalle. Ya se sabía en el convento la tragedia ocurrida, y no fue pequeño el asombro de Pastora al comprender la parte que yo había tomado en el terrible lance que arrancara hacía un momento a las religiosas no pocas avemarías y padrenuestros a Santa Bárbara, abogada de la centella y del rayo. Para confirmar mi narración, saqué del bolsillo el diamante portentoso, y lo coloqué en el torno, que, girando se lo llevó a Pastora. ¡Nunca aquel humilde torno de convento, groseramente pintado de azul y hecho a sufrir el peso de alguna caja de mermelada o de alguna libra de chocolate, imaginó ser momentáneo depositario de una suma incalculable de millones!

Pastora tomó la piedra y la consideró largo rato; hecho lo cual, y dirigiéndose a mí,

-Pascual -me dijo-, por lo que veo, tu aturdimiento y el susto que te sobrecogió, aun dándote lugar para poner en salvo este tesoro, te vedaron cumplir la última voluntad del desdichado catedrático.

-¡Qué quieres! -respondí impresionado por la exactitud de la observación-; el cuarto ardía, sofocábame el humo, y atendí a salvar la vida.

-Y el diamante -contestó Pastora sin dejar de dar vueltas entre sus dedos a la soberbia piedra.

-Pero, ya ves, el diamante era mío; Onarro me lo había dado de antemano; vale una fortuna incomparable, que no se puede ni soñar; ¿querías que lo abandonase allí? Vaya que eres rara de veras. No faltaría otra cosa.

-¡Y ese pobre hombre, ese señor tan sabio, que ha realizado un milagro casi, y que por tu apocamiento y tu falta de corazón se queda oscurecido para siempre, vuelto puñado de despreciada ceniza, después de sufrir muerte tan horrible!

-Mujer...

-Mira, yo no entiendo de esas cosas, ni sé cómo pueden llevarse a cabo esos prodigios, y todo ello me confunde y me aturde; pero, Pascual, si yo hubiera inventado tal maravilla, me desesperaría y maldeciría del que me robase la reputación, merecida con tanta justicia.

-Pues cómo ha de ser: no tiene remedio; lo siento, pero conozco que don Félix está ya en el otro mundo y ¿qué servicio le podemos prestar? Le rezaremos, le haremos decir muchas misas, y le construiremos un nicho decente. Déjate por Dios de esos escrúpulos, Pastora, y considera que somos dueños de un tesoro en la actualidad; que vamos a vivir felicísimos, sí, felicísimos. Los deseos más caprichosos que puedas formar se cumplirán; ese diamante vale millones; ¡ea!, al agua penas, preparémonos a vernos hechos unos reyes. ¡Verás qué existencia nos aguarda!

Decía yo esto procurando excitarme y excitar a Pastora con mis frases; pero ella permanecía cabizbaja, abatida más bien.

-Pascual -murmuró sin alzar la frente-, tú dices que me quieres muchísimo. ¿Verdad que me quieres?

-¿Quién lo duda, Pastorcilla? Con toda mi alma.

-Tú me aseguraste mil veces que yo era lo que más estimabas en el mundo.

-Y lo repito.

-¿Tú no te metiste en estos berenjenales de experimentos, sino por la esperanza de casarte conmigo y de hacerme muy dichosa con sedas, lujo y bienestar?

-Cabalmente.

-¡Ajajá! -exclamó la niña batiendo palmas, con uno de aquellos ímpetus de alegría que mostraba a veces-. Pues ahora voy a saber si mientes, Pascualito. ¿Eres capaz de regalarme este diamante, es decir, este caudal?

Dudé un instante; pero después creí comprender el intento de Pastora. Quería ella ser la dueña de nuestra futura riqueza, sin duda para que no pudiese nunca yo tenerla en menos cuando fuese mi esposa, o bien para poder a su sabor gastar y triunfar con mis pesetas. Ya entendí después lo temerario de mi juicio; pero las personas vulgares rara vez toman en cuenta los móviles elevados que pueden dictar las ajenas acciones.

Respondí, haciendo del generoso y del magnánimo:

-Te lo regalo.

-¿Pero para mí?, ¿para mí sola?, ¿soy dueña de él?

Pensé en que marido y mujer son una carne misma, y pronuncié:

-Dueña absoluta.

Lanzó un grito de infantil placer, y abandonó corriendo el locutorio. Tardaba en volver, y yo no entendía aquella repentina fuga. Al cabo reapareció en la reja, encendida como si se hubiese agitado mucho, con el pelo algo desaliñado y los ojos brillantes. Reía, y su risa era semejante a una cascada de gotas de agua, o como el canto de un pájaro refugiado en aquel sitio sombrío.

-¡Pascual, Pascual! -gritó sin dejar de reír-. ¡Ya estás libre, ya estamos libres de ese tesoro del infierno, que era precio de la vida de un hombre!

-¿Qué estás diciendo? -prorrumpí enloquecido, y mis puños sacudían la reja, sin considerar que me arañaba y ensangrentaba la piel.

-Ya no hay diamante.

-El diamante... ¡Qué has hecho del diamante!

-Lo he echado al pozo de la huerta, Pascual. ¡El pozo es tan profundo! Y tiene unos desaguaderos que no se sabe adónde llegan; por allí se deben arrojar las cosas que no queremos encontrar ya nunca en el curso de la vida.

-¡Mi diamante!... ¡Mi tesoro! -rugí yo frenético.

-Calla, insensato -exclamó Pastora, que se puso de color de cera al ver mis arrebatados extremos-. No escandalices esta casa de Dios.

-¡Mejor, mejor! ¡Quiero mi diamante, mi fortuna!

-Pero, ¿no deseabas la fortuna por mí? ¿No me lo has dicho? Pues bien; esa fortuna yo la reniego, la rechazo, me horroriza; seré tu mujer, trabajarás, nos mantendremos con pan negro, y Dios vendrá en nuestra ayuda. ¡Soy tuya, me entrego a cambio de aquel talismán de maldición, que el diablo te puso en las manos!

-¡Déjame en paz, y púdrete en tu convento! -repliqué sin saber lo que pronunciaba y sin experimentar más que la angustia material de la codicia y el delirio de mis ansias de riqueza-. Lo que yo quiero es que me devuelvas mi diamante, o si no... arrancaré esta reja, pegaré fuego al convento por los cuatro costados. Es un robo lo que has hecho; la piedra era mía, mía, la reclamo, la exijo, ¿oyes? ¡Malditas sean estas barras, y este sitio, y tu necedad, y tu engaño, y mi confianza! Pastora, Pastora, ¿no me entiendes? ¡El diamante!

Era tal mi exaltación y rabia, que transcurrieron algunos minutos antes que me diese cuenta de que me hallaba enteramente solo y de que estaba increpando a las paredes, porque Pastora había salido, sin ser de mí sentida, del locutorio.

No quiero narrar los excesos a que me condujeron ira y cólera, y el sentimiento de la pérdida del tesoro. ¿A qué descubrir en toda su extensión la flaqueza de mi espíritu y la mezquindad de mi carácter? Cosas son estas mejores para calladas que para referidas, porque el mundo falaz arroja flores y poesía sobre la tumba de los pocos que de amor y malograda ternura sucumben, y sonríe y pisa desdeñoso la de los muchos que en nuestras metalizadas sociedades fallecen de hipocondría engendrada por las escaseces y contrariedades pecuniarias. De suerte que omito el relato de mis pesares, que a nadie interesarían, ni aun a los más capaces de sentirlos por cuenta propia.

Cuando aplacada un poco la desesperación retoñó en mí el antiguo amor que me inspirara la linda sobrina del canónigo, causa no inocente de mis amarguras, me llegué a la reja; pero fui despedido con la respuesta de que Pastora había tomado el velo, y que durante el año de noviciado no quería hablar ni ver a nadie.

Desahogué mi aflicción en el benévolo y amigo seno de don Nemesio, y habiendo convenido ambos en que tal vez Pastora valiese tanto como el diamante incomparable cuya posesión habían de disputarse los soberanos del mundo, el excelente clérigo se allanó a servirme de intercesor y a impetrar de Pastora que me concediese una entrevista, siempre que en ello no peligrase la salud de su alma. Pero no alcanzó la influencia de don Nemesio cosa alguna, y, al contrario, hasta creí observar que se arrepentía de haber cedido a su natural complaciente, al interceder con Pastora por mí.

No quiero echar en olvido una circunstancia que atañe al suceso trágico del laboratorio. Pocas semanas después de la muerte de Onarro, llegó a Santiago un individuo que, en su pronunciación dificultosa, su largo redingote y abollado sombrero, su pelo lacio y casi blanco de puro rubio, daba muestras evidentes de extranjería. En efecto, se averiguó que era un doctor alemán, de un nombre difícil y enrevesado que no sé escribir. Este personaje, seriote, pero no desprovisto de afabilidad, y que yo sospeché al punto ser aquel ilustre amigo a quien Onarro casualmente me dijo que había escrito, se instaló con toda cachaza en el medio ardido caserón de Onarro, y se pasó un mes removiendo los fríos escombros del antes laboratorio. Al mismo tiempo emprendió una serie de investigaciones encaminadas a precisar las mínimas circunstancias de la catástrofe. Se dirigió a las autoridades, que le hicieron poco caso, y al pueblo, que le contó mil desatinos y consejas. El bueno del doctor insistía y se deshacía en repetir que Onarro cuando murió no estaba solo; que por fuerza le acompañaba otra persona, y que había que buscarla para que diera luz en tan oscuro asunto. Riose el público unánime de la pesadez y flema de aquel personaje, y sobre todo de su paletó, de la caja de instrumentos geológicos que llevaba terciada siempre, y del poquísimo chiste, garbo y soltura que le distinguían. Él, sin embargo, se mostró satisfecho de ver los monumentos característicos de Santiago, y manifestó pena cuando, persuadido de lo infructuoso de sus pesquisas, tuvo que incrustar de nuevo su desairada persona en la diligencia. El único resultado de la visita de aquel ente a nuestro país será acaso algún libro atestado de curiosas noticias y eruditas impresiones de viaje.