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Pase por casa

Sergio Ramírez





Para el tiempo en que llegué a vivir en Costa Rica en el lejano año de 1964, la fama de los ticos era que no abrían las puertas de sus casas para agasajar a ningún visitante, y que la cortesía terminaba con la frase pase por casa, que nunca se cumplía porque se trataba de una invitación abstracta, sin hora ni fecha. Yo venía, por el contrario, de un país donde, al revés, la hospitalidad era a veces tan excesiva que se volvía bochornosa, la gente entraba a las casas ajenas a la hora que mejor le convenía, y aún se sentaba a la mesa sin ningún miramiento si era hora de la comida.

Muchas explicaciones, aún sociológicas, se intentaban entonces para definir el carácter cerrado de los habitantes de la meseta central, basado en una huraña cultura rural, según estas tesis, y aún otras geográficas, como aquella de que el encerramiento entre montañas determinaba el carácter y las costumbres. Tuve tiempo suficiente para meterme dentro de la urdimbre de estas disquisiciones, y del propio carácter costarricense, pues me quedé a vivir catorce años, desde mi llegada con mi esposa Tulita el mismo día de nuestra boda en León, hasta el triunfo de la revolución en 1979, cuando regresamos a Nicaragua con nuestros hijos, todo nacidos en San José, y una larga experiencia de vivir entre ticos.

La novela que acabo de terminar, y que se llama La fugitiva, es de ambiente costarricense, y uno de mis personajes, una anciana dama viuda que vive en el encierro de su casa estilo misionero del barrio Amón, dice: «¿Pero de qué hablo yo, con esa pantomima de invitaciones a cenar? Esta casa no se abre desde hace cuarenta años, desde que murió mi esposo Braulio, que en paz descanse, y usted ya sabe, por todo el tiempo que vivió en Costa Rica, que casi nunca nos prestamos para invitaciones sociales; somos poco para eso, y por eso nos critican los demás centroamericanos, ¿no es cierto?».

Lo que no dije a la anciana, porque teníamos otras cosas de que hablar en la larga entrevista que sostuvimos, interesado yo como andaba en seguir el rastro de mi personaje principal Amanda Solano, de la que ella había sido compañera de colegio, es que durante nuestros años en San José, las puertas terminaron cediendo, y entramos en salas cerradas donde los muebles se hallaban cubiertos con fundas, como si la familia se hallara de viaje, y nos sentamos a las mesas, y tuvimos numerosos amigos que aún conservamos, salvo, claro está, los que se han ido para siempre.

No voy a mencionarlos a todos, que vienen valdría la pena, porque el espacio asignado no me alcanza, pero hablaré, por ejemplo, de don Paco Amighetti, cuyos gestos físicos al hablar, su movimiento de manos, Guido Sáenz y yo hemos adoptado como saludo cada vez que nos encontramos. Pasado el tiempo fuimos grandes amigos y cada miércoles iba a almorzar en su casa de La Paulina y me quedaba allí en amena conversación hasta que caía la tarde.

Recién llegados a San José habíamos vivido por una temporada, mientras hallábamos casa, en la residencial Perú, una pensión en San Pedro de Montas de Oca, y en el descanso de la escalera que llevaba a las habitaciones en el segundo piso había un cuadro que me fascinó desde la primera vez que lo vi: en una silenciosa noche de aparecidos en una ciudad colonial, un santo dejaba su rigidez de estatua y se lanzaba en éxtasis desde la cúpula de una iglesia. Era obra de don Paco, uno de los pocos óleos que había pintado, un óleo sobre madera, y estaba en la pensión por no sé qué antiguas razones familiares, según me explicó en una de aquellas pláticas de sobremesa. La ciudad fantasmagórica, era Granada. Una tarde tocaron el timbre de nuestra casa en Los Yoses, y era don Paco, cargando el cuadro que había recuperado, y nos lo llevaba de regalo. Lo tenemos en Managua, presidiendo una pared principal, y en la posesión de esa pintura podemos quizás resumir nuestra entrañable vida en San José.

Muchas puertas más se abrieron, y se habían abierto desde antes, para decenas de nicaragüenses perseguidos por la dictadura de la familia Somoza, y para decenas también de perseguidos centroamericanos. En aquellos tiempos de opresión y represión, Costa Rica era el oasis democrático, y a mí me tocó, como secretario general del Consejo Superior Universitario Centroamericano recibir a muchos de ellos, profesores y estudiantes.

No pocas veces me he puesto a hacer las cuentas de los escritores y artistas nicaragüenses que alguna vez tuvieron asilo, o techo, o cobijo, o trabajo, y hospitalidad, en Costa Rica, y de los más importantes casi no me falta ninguno: Salomón de la Selva, Alfonso Cortés, Manolo Cuadra, José Coronel Urtecho, Pedro Joaquín Chamorro, Pablo Antonio Cuadra, Alberto Ordóñez Argüello, Carlos Martínez Rivas, Ernesto Cardenal, Armando Morales, Carlos Mejía Godoy, Gioconda Belli.

Los emigrantes nicaragüenses son hoy más abundantes que nunca en Costa Rica, cocineras, niñeras y empleadas del aseo doméstico, albañiles, carpinteros, electricistas, fontaneros, jardineros, guardias de seguridad y celadores nocturnos, mucamas y botones de hoteles, bármanes y músicos, enfermeras, comerciantes y buhoneros de todo tamaño, además de cosechadores de café, caña de azúcar y banano, y entre no pocos despiertan miedos y recelos como si en una invasión concertada se prepararan a apoderarse del país, mientras ellos, precavidos, se apresuran a borrar toda huella de su acento y de sus modales confianzudos y a veces agresivos, convencidos de que la mejor manera de protegerse frente a la hostilidad es mimetizarse aprendiendo a hablar y a comportarse en la sosegada clave costarricense lo más rápidamente posible, aunque a veces el disfraz no resulte a la medida.

Pero están llegando desde siglos atrás, desde los tiempos del bachiller Rafael Francisco Osejo, el indio de Subtiava, de genio inquieto y perturbador, que abrió paso a la educación universitaria en Costa Rica. Muchos se quedan para siempre, otros nos regresamos pero siempre volvemos, en busca de la puerta que siempre se me abre porque me traje las llaves.

Masatepe, agosto de 2010.





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