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Composiciones varias



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Al pie de la cruz

A mi madre, la señora doña Dionisia M. de Flores



                                                                                                                                         
   Abrasa el sol, la flor en la llanura
y la palma gentil en el desierto;
y tibia el agua del Jordán oscura
rueda a la soledad del Lago Muerto.
 
   Ni un rumor en los quietos olivares,
ni un reptil que se arrastre por la senda;
y busca el agareno en sus aduares
la tibia sombra de la móvil tienda.
 
   No perfuman la brisa los aromas
que exhala el cinamomo y al aloe;
mudas están y tristes las palomas
allá en los terebintos de Siloe.
 
   A lo lejos, perdida en el incierto
vapor del arenal que vibra crece,
cual inmóvil fantasma del desierto,
la ciudad del Profeta resplandece.
 
   Y más y más el sol su fuego envía
a la hora sofocante de la siesta,
y más se abrasan al calor del día
el campo, la ciudad y la floresta,
 
   Mas de aquella colina allá en la cumbre
se levanta confuso vocerío,
y se agita feroce muchedumbre
cual las olas del piélago bravío.
 
   Es un pueblo que vil y que obcecado
su cobarde furor viene escupiendo
a un hombre que, desnudo, desgarrado,
pendiente de una cruz, está muriendo.
 
   Es el Gólgota allí. Su árida cima
que ya tantos patíbulos ha visto,
parece con horror ver a Solima
la negra cruz al soportar de Cristo.
 
   Hijo del hombre, en el ingrato mundo
do reposar no tuvo su cabeza;
gimió bajo el olivo, moribundo,
y el cáliz apuró de la tristeza.
 
   Hoy ceñido de bárbaros abrojos,
desfigurado, pálido, temblando,
de lo alto de la cruz torna los ojos
y en vano �tengo sed! está clamando.
 
   �Sed el que da la lluvia a las corolas,
y hace vagar las nubes en el viento!
�Sed, el que, agita de la mar las olas,
y el agua dividió del firmamento!
 
   Y sangre nada más su labio moja;
levanta al cielo su mirar sombrío,
y clama con la voz de la congoja:
�Por qué me abandonaste, Padre mío?
 
   Y va a morir. El ángel de la muerte
se acerca ya con pavoroso vuelo...
Y es el Increado, el Hacedor, el Fuerte,
�el Hijo Eterno del Señor del Cielo...!
 
 
   Y en torno a la cruz, rugiendo
estaba el pueblo sin fe;
iba el sol palideciendo,
el Hijo estaba muriendo,
la Madre llorando al pie.
 
   Era madre, y en su frente,
gota tras gota sentía
caer la sangre caliente
del Hijo en la Cruz pendiente,
que por el hombre moría.
 
   Y aquella sangre caída
las entrañas abrasaba
de Madre tan afligida,
que de dolores transida
juntas las manos alzaba.
 
   Y era cual dardo acerado
en su corazón clavado
aquel dolor sin segundo...
�El Hijo, crucificado,
la Madre sola en el mundo!
 
 
   Pálida virgen María,
Madre mártir de Jesús
y madre también �ay! mía
�cómo contar tu agonía
llorando al pie de la cruz?
 
   �Tú llorando, virgen bella,
cuando ha besado tu huella
el ángel que dijo: �Eres,
�bendita entre las mujeres,
��oh, purísima doncella!�
 
   Cuando ha llevado tu seno
a Aquél, de quien es el día
sólo un reflejo que envía
de su semblante sereno
sobre la tierra sombría.
 
   �Cuándo ceñirán tu frente
los luceros diamantinos...
�Cuándo el querub esplendente
se inclinará reverente
ante tus ojos divinos...?
 
   �Cómo la tierra que habitas,
y éstas las razas precitas
por las que el Hijo se inmola
de tus lágrimas benditas
no valen �ay! una sola?
 
   �Tú llorando en tanto duelo
como en el mundo no hay dos;
y no hay para ti consuelo,
y eres la Reina del Cielo,
y eres la Madre de Dios...?
 
   Se iba el sol oscureciendo;
y en torno a la cruz, rugiendo
seguía el pueblo sin fe:
Jesús estaba muriendo,
la Madre llorando al pie...
 
   Gemían en las heredades
las tórtolas quejumbrosas,
y roncas las tempestades
resonaban pavorosas
en las negras soledades.
 
   Las tinieblas se palpaban,
mugían los mares airados,
los cielos abandonaban
los ángeles, y lloraban
en torno a la cruz postrados...
 
   Y las tinieblas surcaron
lívidos rayos inciertos,
y las piedras se chocaron,
y de sus tumbas alzaron
su atónita faz los muertos.
 
   Y las legiones de ángeles dolientes
que rodeaban el Gólgota temblaron;
y sollozando, sus divinas frentes
         con sus alas velaron.
 
   Envuelto en la tiniebla centellante
el Eterno, severo y solitario,
su mirada terrible en ese instante
         apartó del Calvario.
 
   Entonces �En tus manos me encomiendo!
con grande voz el Redentor gimió;
vibró su espada, el querubín tremendo...
         �Todo se consumó!




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La cruz

A Tirso R. Córdoba



                                                                                                                                         
   Hace dieciocho siglos, humillado
y lleno el mundo de terror veía
cómo Roma triunfal le conducía
al rudo carro de su gloria atado.
 
   Hace dieciocho siglos, ignorado
del mundo que su fe no conocía,
un hombre en el patíbulo moría
como vil criminal crucificado.
 
   Dieciocho siglos ha... Tras gloria tanta
besó Roma imperial el polvo inmundo
del bárbaro feroz bajo la planta;
 
   mientras la cruz del Cristo moribundo
entre el cielo y la tierra se levanta
sobre el inmenso pedestal del mundo.




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Mater dolorosa

Plegaria

A mi hermana Marina



                                                                                                                                         
   Virgen del infortunio, doliente Madre mía,
en busca de consuelo me postro ante tu altar.
Mi espíritu está triste, mi vida está sombría,
pasaron sobre mi alma las olas del pesar.
 
   Estoy en desamparo, no tengo quien me acoja;
hay horas en mi vida de bárbara aflicción,
y solo... siempre solo, no tengo quién recoja
las lágrimas secretas que llora el corazón.
 
   Es cierto que, del mundo en la corriente impura,
cayeron deshojadas las rosas de mi fe,
que en pos de mis fantasmas de juvenil locura
corriendo delirante, Señora, te olvidé.
 
   Que me cegó el orgullo satánico del hombre,
y en mi ánima turbada la duda penetró;
y se olvidó mi labio de pronunciar tu nombre,
y de mi mente loca tu imagen se borró.
 
   Es cierto... �pero escucha...! De niño te adoraba,
al pie de tus altares mi madre me llevó...
Llorando, arrodillada la historia me contaba,
del Gólgota tremendo cuando Jesús murió.
 
   Y vi sobre tu rostro la angustia y el quebranto,
daba sobre tu frente la sombra de una cruz,
tus lágrimas rodaban y negro era tu manto...
Todo, de un cirio pálido a la siniestra luz...
 
   Entonces era niño, no comprendí tu duelo;
pero te amé, Señora, �tú sabes que te amé!
que dulce, inmaculado, alzábase hasta el cielo
el infantil acento de mi sencilla fe.
 
   Por esa fe de niño, por el ardiente ruego
que al lado de mi madre con ella repetí
�Virgen del Infortunio, cuando a tus plantas llego,
Virgen del Infortunio, apiádate de mi!
 
   Tú miras, reina augusta, la senda que cruzamos:
con llanto la regaron generaciones cien,
a nuestra vez nosotros con llanto la regamos,
y las que vienen luego la regarán también.
 
   A nuestro paso vamos dejando en sus abrojos
pedazos palpitantes del roto corazón;
y andamos... más andamos... y no hallan nuestros ojos
ni tregua a la jornada, ni tregua a la aflicción.
 
   Mas tú eres la esperanza, la luz, nuestro consuelo:
tus ojos levantados suplican al Señor,
tus manos están juntas en dirección al cielo...
Tú ruegas por nosotros, �oh, Madre del Dolor...!
 
   En busca de consuelo yo vengo a tus altares
con alma entristecida y amargo corazón;
y pongo ante tus ojos, Señora, mis pesares,
y en lágrimas se baña la voz de mi oración.
 
   No mires que, olvidando tu imagen y tu nombre,
al viento de este mundo mis creencias arrojé.
Acuérdate del niño y olvídate del hombre...
mi frente está en el polvo... perdóname... pequé.
 
   �Oh! por mi fe de niño, por el ferviente ruego
que al lado de mi madre con ella repetí,
Virgen de los, Dolores, cuando a tus plantas llego,
Virgen de los Dolores �apiádate de mí!




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Eva

A Rosario de la Peña



                                                                                                                                         
   Era la sexta aurora. Todavía
el ámbito profundo
del éter, el Fiat-lux estremecía;
era el sereno despertar del mundo,
del tiempo en la niñez...
 
                                   Amanecía,
y del Criador la mano soberana
ceñía en gasas de topacio y rosa,
como la casta frente de una esposa,
la frente virginal de la mañana.
 
   Rodaban en la atmósfera ligera
las olas de oro de la luz primera,
y levantando, púdica su velo
Primavera gentil, rica de galas,
iba en los campos vírgenes del suelo
regando flores al batir sus alas.
 
   El monte azul, su cumbre de granito
dejando acariciar por los celajes
dispersos en el éter infinito,
en campos desplegaba de esmeralda
la exuberante falda
de sus bosques tranquilos y salvajes.
 
   Y cortinas de móviles follajes,
cascada de verdura
cayendo en los barrancos,
daban sombra y frescura
a grutas que fragantes tapizaban
rosas purpúreas y jazmines blancos...
 
   El denso bosque, presintiendo el día
poblaba su arboleda de rumores,
el agua alegre y juguetona huía
entre cañas y juncos tembladores,
el ángel de la niebla sacudía
las gotas de sus alas en las flores,
y flotaba la Aurora en el espacio
envuelta en sus cendales de topacio.
 
   Era la hora nupcial. Dormía la tierra
como una virgen bajo el casto velo,
y el regio sol, al sorprenderla amante,
para besarla, iluminaba el cielo.
 
   Era la hora nupcial. Todas las olas
de los ríos, las fuentes y los mares,
en un coro inefable preludiaban
un ritmo del Cantar de los Cantares
El incienso sagrado del perfume
exhalado de todas las corolas,
flotaba derramado en los céfiros
que al rumor de sus alas ensayaban
un concierto de besos y suspiros;
y cuantas aves de canoro acento,
se pierden en las diáfanas regiones,
inundaban de músicas el viento
desatando el raudal de sus canciones.
 
   Era la hora nupcial. Naturaleza,
de salir de su caos aun deslumbrada
ebria de juventud y de belleza,
virginal y sagrada,
velándose en misterio y poesía,
sobre el tálamo en rosas de la tierra
al hombre se ofrecía.
 
   �El hombre...! Allá en el fondo,
más secreto del bosque, do la sombra
era más tibia del gentil palmero
y más mullida la musgosa alfombra
y más rico y fragante el limonero;
donde más lindas se tupían las flores
y llevaba la brisa más aromas,
la fuente más rumores,
y trinaban mejor los ruiseñores,
y lloraban, más dulces las palomas;
do, más bellos tendía
sus velos el crepúsculo indeciso,
allí el hombre dormía,
aquel era su hogar, el Paraíso.
 
   El mundo inmaculado
se mostraba al nacer grande y sereno;
Dios miraba lo creado
y hallaba que era bueno...
 
   Bañado en esplendor, lleno de aurora
de aquel instante en la sagrada calma,
a la sombra dormido de la palma,
y del césped florido en el regazo
estaba Adán, la varonil cabeza
en el robusto brazo,
y esparcida a la brisa juguetona
la melena gentil; pero la altiva
frente predestinada a la corona,
la noble faz augusta de belleza
en medio de su sueño revelaba
severa y melancólica tristeza.
El aura matinal en blando giro
su frente acariciaba, y suavemente
su pecho respiraba;
pero algo como el soplo de un suspiro
por su labio entreabierto resbalaba.
�Sufría...? En tal retiro,
sólo el Creador con el dormido estaba.
 
   Era el hombre primero, era el momento
primero de su vida, y ya, su labio
bosquejaba la voz del sufrimiento.
La inmensa vida palpitaba en torno,
pero él estaba solo. El aislamiento
trasformaba en proscrito al soberano...
Entonces el Creador tendió su mano
y el costado de Adán tocó un instante.
 
   Suave, indecisa, sideral, flotante,
como el leve vapor de las espumas,
cual blanco rayo de la luna, errante
en un girón de tenebrosa brumas,
emanación castísima y serena,
del cáliz virginal de la azucena,
perla viviente de la aurora hermosa,
ampo de luz del venidero día,
condensado en la forma voluptuosa
de un nuevo ser que vida recibía,
una blanca figura luminosa
alzose junto a Adán... Adán dormía.
 
   �La primera mujer! Fúlgido cielo
que bañaste en tu lumbre
la mañana primer de las mañanas,
�viste luego, en la vasta muchedumbre
de las hijas humanas,
alguna más gentil, más hechicera,
más ideal que la mujer primera?
 
   La misma mano que vistió la tierra
de azules horizontes,
los campos de esmeralda,
y de nieve la cumbre de los montes
y de verde oscurísimo su falda;
la que en las olas de la mar sombría
alza penachos de brillante espuma,
y corona de arcoiris y de bruma
la catarata rápida y bravía;
la que, tiñe con mágicos colores
las plumas de las aves y las flores;
la que tan bellos pinta esos celajes
de oro y ópalo y purpura que forman
del cielo de la tarde los paisajes;
la que cuelga en el éter cristalino
el globo opaco de la luna fría
y en el zenit espléndido levanta
la corona del sol que lanza el día:
la que al tender el transparente velo
del ancho firmamento, como rastros
de sus dedos de luz dejó en el cielo
el polvo fulgoroso de los astros;
la mano que en la gran Naturaleza,
pródiga vierte perannal hechizo,
la del Eterno Dios de la belleza,
�oh primera mujer... esa te hizo!
 
   La dulce palidez de la azucena
que se abre con la aurora
y el casto rayo de la luna llena,
dejaron en su faz encantadora
la pureza y la luz. Los frescos labios
como la rosa purpurina, rojos,
esa mirada en que fulgura el alma
en los rasgados y brillantes ojos
y por el albo cuello,
voluptuoso crespón de sus hechizos,
la opulenta cascada del cabello
cayendo en olas de flotantes rizos...
 
   Su casta desnudez iluminaba,
su labio sonreía,
su aliento perfumaba
y el mirar de sus ojos encendía
una inefable luz que se mezclaba
del albor al crepúsculo indeciso...
Eva era el alma en flor del Paraíso.
 
   Y de ella en derredor, rica la vida,
se agitaba dichosa;
Naturaleza toda palpitante,
como a la virgen trémula el amante
la envolvía cariñosa.
Las brisas y las hojas le cantaban.
la canción del susurro melodioso;
al compás de las fuentes que rodaban
su raudal cristalino y sonoroso;
en torno cefirillos voladores
su cabello empapaban con aromas,
suspiraban pasando los rumores
y trinaban mejor los ruiseñores
y lloraban más dulce las palomas;
en tanto que las rosas extasiadas,
húmedas ya con el celeste riego,
temblando de cariño a su presencia
su pie bañaban de fragante esencia
y le inclinaban a besarle luego.
 
   Iba a salir el sol, amanecía,
y a la plácida sombra del palmero,
tranquilo Adán dormía.
Su frente majestuosa acariciaba
el ala de la brisa que pasaba
y su labio entreabierto sonreía.
 
   Eva le contemplaba
sobre el inquieto corazón las manos,
húmedos y cargados de ternura
los ya lánguidos ojos soberanos;
y poco a poco, trémula, agitada,
sintiendo dentro el seno, comprimido
del corazón el férvido latido;
sintiendo que potente, irresistible,
algo inefable que en su ser había
sobre los labios del gentil dormido
los suyos atraía,
inclinose sobre él...
 
                           Y de improviso
se oyó el ruido de un beso palpitante,
se estremeció de amor el Paraíso...
�y alzó su frente el sol en ese instante!


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