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Amistad

A Anita



                                                                                                                                         
   Abro mi corazón, de allí recojo
la dulce flor de la amistad sincera,
y blanca y perfumada la deshojo
de tu álbum en la página primera.
 
   Hoy, en la vida juntos nos hallamos;
pero es un viaje rápido la vida,
y cuando adiós por siempre nos digamos
te quedará esa flor en despedida.
 
 
   Dicen que todo pasa y todo muere,
que todo en este mundo, es ¡ay! mentira...
mentira es olvidar cuando se quiere
con esta fe que tu amistad inspira.
 
   ¿Cómo dar al olvido aquellas horas
en que, escuchando tu afectuoso acento,
palabras recogí consoladoras
llenas de inteligencia y sentimiento?
 
   Pálido, mudo, con la frente triste,
velando mi dolor en falsa calma
tú me encontraste... y comprender supiste
el secreto de lágrimas del alma.
 
   Y como madre que al mimado niño,
consuela al mismo tiempo que aconseja,
así tu santo, fraternal cariño
trata a mi corazón cuando se queja.
 
   De mi destino sobre el mar incierto,
al estallar la tempestad violenta,
mi alma encontró tu corazón abierto
como el ave su nido en la tormenta.
 
   A él me refugio. La amistad más pura
allí me ofrece cariñoso abrigo,
y siento, aunque, bañada de amargura,
tranquila el alma, porque está contigo.
 
   Amé el amor. Mi juvenil anhelo
amor y sólo amor quiso en la tierra...
Ignoraba el tesoro de consuelo
que la amistad de la mujer encierra.
 
   Si dada fuera a mis cansados ojos
la dicha de llorar, hermana mía,
tú sabes que ese llanto sin sonrojos,
en tu seno no más le vertería.
 
 
   Que dulce sombra de tranquila palma
para el que rinde la mortal fatiga,
así es en el desierto para mi alma
tu generoso corazón de amiga.
 
 
   ¡Ah! cuando solo, en apartado suelo,
apuré el cáliz de mi negra suerte,
a tu memoria deberé consuelo,
sedienta el alma de volver a verte.
 
   Y a verte volveré... ¡Dulce esperanza,
que para amigos cual nosotros dos,
no puede el corazón tener mudanza,
ni el tiempo olvido, ni la ausencia adiós.




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Adiós

A Lola



                                                                                                                                         
   Dicen, hermosa niña, que dejas tus hogares,
la tierra de las flores, del agua, y los palmares,
      la de perenne abril.
¡Adiós...! Y que los ángeles del alma tutelares,
      sus alas, cariñosos,
      extiendan sobre ti.
 
   Que Dios en tu camino, derrame bendiciones,
que encuentres a tu paso, amantes corazones,
      y flores a tus pies.
En torno a ti volando, las castas ilusiones
      los sueños de la dicha
      derramen en tu sien.
 
   Apenas te conozco; apenas he escuchado
tu acento melodioso; apenas he mirado
      tus ojos de querub;
como visión celeste de un sueño idolatrado
      que pasa por el alma,
      así pasaste tú.
 
   Mas, pues te doy el nombre gratísimo de amiga,
como lejano beso del corazón te siga
      el eco de mi voz;
y, porque no me olvides, dulcísimo te diga:
     ¡«Adiós, quizá por siempre,
      hermosa Lola..., adiós...!».




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Stella

A Clementina



                                                                                                                                         
   El sol está muriendo. De ocaso en las regiones
revueltos los celajes de cárdeno arrebol,
fantásticos se tienden, se rasgan en festones,
y cuelgan en el éter, espléndidos jirones
que deja al desgarrarse la púrpura del sol.
 
   Y callan los ruidos, y se alzan los rumores,
y pueblan de los campos la quieta soledad.
Ocultos en las hojas, alados trovadores,
en los encinos altos están los ruiseñores
sus trinos ensayando de amor y libertad.
 
   El ave retardada el aire cruza a solas;
suspira el viento apenas, las hojas al mover;
callada está la fuente, dormidas van las olas,
y doblan desmayadas las flores sus corolas,
el manto de los sueños la noche al extender.
 
 
   En tanto allá en el cielo, cual lágrima divina,
del éter de zafiro caída en el tisú,
asoma tan hermosa la estrella vespertina,
como será la perla que ruede, Clementina,
del cielo de tus ojos cuando llorares tú.
 
   Estrella de la tarde, corona luminosa
de la sagrada noche, diamante del Señor,
¿por qué buscan las almas tu lumbre misteriosa?
¿Acaso te ha encendido la Mano Poderosa,
porque en el cielo tenga su lámpara el amor?
 
   ¡Qué pálida, qué bella cintilas y resbalas
por las etéreas cumbres do lo ignorado está...!
No sé qué vaga y triste tranquilidad exhalas,
espíritu -quién sabe- que llevas en tus alas
de] alma enamorada los éxtasis quizá.
 
   Si eres ¡oh dulce estrella! la lámpara argentina
que enseña de la dicha las sendas del amor,
alumbra los senderos que sigue Clementina;
y como casto lirio, ante tu luz divina
se abra para la dicha su corazón en flor.




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El ángel del hogar

A Enrique



                                                                                                                                         
   Una madre me dio el cielo;
y cuando pequeño fui mi
cuna no tuvo ángel...
estaba mi madre allí.
 
   Y era tan dulce su acento,
eran sus ojos tan bellos,
tan blanda la cabecera
que me daban sus cabellos;
 
   tan dichosa su sonrisa,
tan profundo su embeleso,
tan tiernamente inefable
sobre mis ojos su beso,
 
   que yo ¡feliz!, no sentía
que dejaba, al despertar,
a los ángeles del sueño
por el ángel del hogar.
 
   Y así pasaron, pasaron
de mi inocencia las horas
cual pasara bajo el cielo
una procesión de auroras.
 
   Hasta que llegó el momento
de separarnos los dos,
y al hijo la dulce madre
puso al amparo de Dios.
 
   Y quedó sola mi madre,
sola y triste en el hogar,
donde el eco de mi nombre
se escuchaba sollozar.
 
   Aquellos ojos queridos
que en mis ojos se miraban,
con lágrimas se dormían,
con lágrimas despertaban.
 
   Lágrimas que debería
secar de rodillas yo,
lágrimas, madre querida,
que yo no merezco, no.
 
   Que ingrato, en tanto buscaba
la dicha lejos de ti...
¡Perdón, madre de mi vida!
¡Tu sabes cómo volví...!
 
   Volví, sí. ¡Qué dulce llanto
el volverse a ver arranca!
¡Mas tu frente estaba pálida,
tu cabeza estaba blanca!
 
   Que mi ausencia desdichada
tu corazón lastimó,
y el pesar de mis pesares
tu cabello emblanqueció....
 
   Juventud, locos placeres,
ilusiones mundanales,
¿valéis una sola gota
de los ojos maternales?
 
   Santa madre, ídolo mío,
mi culto, mi única fe,
¡con qué dolor a tus plantas
confuso me arrodillé...!
 
   ¡Cómo ¡perdón! te gritaba
y sollozaba tu nombre!
¡Cómo mojaba tus canas
con mis lágrimas de hombre!
 
   ¡Cómo las tuyas bañando
mi rostro... y mi corazón,
derramaban en mi vida
el bautismo del perdón!
 
   ¡En pago de mis errores,
en pago de mis agravios,
bendiciones y consuelos
sólo me dieron tus labios...!
 
   Y desde entonces, mi madre,
tú lo sabes un altar...
levanté dentro de mi alma,
para el ángel de mi hogar.
 
   Y mi madre es mi cariño,
mi fe, mi orgullo, mi amor;
y porque la tengo, creo
en tu bendición, Señor.
 
 
   Enrique, tú en la inocencia
no comprendes todavía
lo que es esa Providencia
que llamamos Madre mía,
 
   Y pues el cielo te ha dado
una tan buena y tan bella,
cuanto amor hay encerrado
en tu alma, dáselo a ella.
 
   Ese ángel que en tus ensueños
ves, que se inclina a besarte,
es ella que de tus sueños
las horas viene a robarte.
 
   Que para amor como el suyo
es una vida bien poca,
y por cada beso
tuyo otra te diera su boca.
 
   Alma a su alma prendida
eres, con lazo de flores,
y la vida de su vida,
y el amor de sus amores.
 
   Amala, no por el cielo,
ámala, no por deber,
sino porque ella es consuelo,
y vida y santo placer.
 
   Y en el alma, desde niño,
levanta el místico altar
de un infinito cariño
para el ángel del hogar.




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El Grijalva

A la señora de Torre



                                                                                                                                         
   No soy de aquella tierra. No tengo mis hogares
a la tranquila sombra que dan los platanares
allá donde el Grijalva dilata su raudal.
Mis campos, paternales, primaveral alfombra
de flores y esmeralda, se tienden a la sombra
de una soberbia tienda de zafir y cristal.
 
   El regio Citlaltépelt. ¿Le conocéis señora?
Yo vi, cuando era niño, los velos de la aurora
tender sobre su frente magnífico dosel,
bañarle en luz de rosa, por un instante... Y luego,
el sol americano alzarse sobre él.
 
   Y en la serena tarde, cuando con lento paso
bajaba a los abismos remotos del ocaso
su frente en un sudario de nubes a esconder,
entonces el destello, ya tibio, de su lumbre,
iba a besar muriendo la solitaria cumbre
de la Montaña Estrella, como en adiós postrer...
 
   Mas yo, no he conocido, señora, los umbríos
bosques de vuestra tierra, allí, donde los ríos
se aduermen al salvaje susurro del manglar;
no he visto aquellas grutas de musgo tapizadas
donde a la tibia sombra que dan las enramadas
la falda de las selvas convida a descansar.
 
   Allá en los florestales tranquilos y desiertos,
no oí cómo celebran con dúlcidos conciertos
los pájaros errantes su agreste libertad.
No oí cómo, a lo lejos en el espacio vagan,
y en el rumor del bosque suspiran y se apagan
los ruidos misteriosos de la honda soledad.
 
   No he visto, pensativo, bajo el amate umbrío
los pálidos cristales de vuestro patrio río
que «pasan, pasan, pasan...» y siempre pasarán.
No he visto cómo inclinan las húmedas corolas
sobre el temblante espejo de las movibles olas
las flores que bordando sus márgenes están.
 
   ¡El férvido Grijalva! Espléndido monarca
del bosque y la llanura, que cruza su comarca
tendiendo en el desierto su manto de zafir,
su manto que retrata celajes y arreboles,
y en cuyas ondas brilla, como un collar de soles,
entre un olán de espuma, la lumbre del cenit.
 
   Allí, en la clara noche oyendo la armonía
solemne de sus aguas, la virgen Poesía
quizá plegó sus alas, un cántico lanzó;
y su eco, del Grijalva flotando en los rumores,
en la arpa melodiosa que pulsan sus cantores
sus notas más hermosas, dulcísima dejó.
 
   ¡Que pase el rey soberbio, del bosque y el desierto,
de trémulos follajes por el dosel cubierto,
besado por las flores que moja su cristal!
Que pase entre los himnos grandiosos de la selva...
hasta que como al hombre la eternidad,
envuelva el piélago, insondable su pródigo raudal.
 
 
   Señora, cuando lejos de Méjico la hermosa,
al lado del que os ama feliz y dulce esposa
las aguas del Grijalva mirando estéis correr,
si de lejana tierra, cabe del patrio río
os hablan los recuerdos..., oíd también el mío...
¡Quién sabe si ya nunca nos tornemos a ver...!




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La voz del arpa

A Rosalinda



                                                                                                                                         
   Derrama en mi alma triste
de tu arpa vibradora
el inefable acorde,
la música de amor...
Hay algo allá en el fondo
del corazón, que llora,
y tiene sed de lágrimas
mi férvido dolor.
 
   ¿No sabes que tu arpa
encierra en sus sonidos
la voz de los recuerdos
que idolatrando voy?
¿No sabes cuántos rostros
hermosos y queridos
se acercan a mirarme
cuando escuchando estoy?
 
   ¿No sabes a qué abismo
de amor y de tristeza,
al eco de tu arpa
desciende el corazón?
¿Y que si bajo entonces
doliente mi cabeza
es porque pasa en mi alma
su pálida visión...?
 
   No sabes de quién hablo;
la historia no has oído,
de mi postrera dicha,
de mi primer dolor;
no sabes que en las ruinas
del alma hay escondido
el tétrico fantasma
de mi primer amor.
 
   Derrama en mi alma triste,
de tu arpa vibradora
el inefable acorde,
la música de amor;
hay algo allá en el fondo,
del corazón, que llora,
y quiere voz de lágrimas
para llorar mejor.




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Las dos

Elvira y Elisa



                                                                                                                                         
   Tierna como las flores, suave como el aroma,
con la mirada dulce que tiene la paloma,
de un ángel con el rostro, de un ángel con la voz,
rosa de Italia blanca, ensueño de poeta,
sombra, recuerdo vivo de la gentil Julieta,
                  Elvira, así sois vos.
 
   Y pálida y ardiente, soberbia de belleza,
deslumbradora alzando la espléndida cabeza,
siendo los ojos noche y la mirada sol,
ondina del Adriático que lleva en la garganta
la voz apasionada, del alma cuando canta,
                  Elisa, así sois vos.
 
   Cuando las dos beldades os juntáis como hermanas,
y formáis las dos voces una celeste voz,
del arte y la belleza gentiles soberanas
                  entonces, sois las dos.




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Orfandad

A María



                                                                                                                                         
   ¡Cuánto es triste pensar en tu destino,
pobre niña que vas por tu camino
      sin bienhechora luz;
atrás dejando en sus sepulcros yertos,
yacer el polvo de tus padres muertos
      bajo la negra cruz!
 
   Tú juegas, pobre niña, tú sonríes;
cual linda mariposa entre alelíes,
      por la existencia vas.
Aun no hieren tu planta los abrojos,
aun no saben de lágrimas tus ojos,
      es tu alma toda paz.
 
   En tus ojos purísimos aun tienes
algo del cielo azul de donde vienes,
      paloma de candor.
Toda inocencia, hoy eres todavía
hermana de los ángeles, María,
      la hija del Señor.
 
   Mas ¡ay, pobre ángel! cuando el mundo infame
en tu inocente corazón derrame
      su veneno mortal;
cuando bañada en lágrimas, María,
exclames sollozando ¡Madre mía!
      y madre no hallarás.
 
   ¡Ay!, una madre... Corazón que adora
sin cansarse jamás; dolor que llora
      nuestro mismo dolor;
alma a nuestra alma por el cielo unida,
entrañable pedazo de la vida,
      único santo amor...
 
   Una madre es así... y así es la mía...;
y no la tienes, tú, pobre María;
no hay ángel en tu hogar...
¿Quién te la puede dar sobre la tierra?
Cuanto tesoro el universo encierra
      no la puede comprar.
 
   Dos, que al pájaro errante da la espiga,
y cuida de la alondra, de la hormiga,
      y de la flor de abril,
Dios el clemente, el bondadoso, el Padre,
es un inmenso corazón de madre
y el cielo te dará... ¡La tiene allí...!




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La última flor

A Manuela



                                                                                                                                         
   Última flor... Para tus hojas secas,
tiene el recuerdo su secreto llanto...
Quizá serán las lágrimas postreras
del corazón que padeciera tanto.
 
   Última flor... Naciste con el día,
abriste al cielo la gentil corola,
fuiste el amor del sol y de la brisa...
Hoy, yaces triste, marchitada y sola...
 
   También yo tuve el cielo de unos ojos,
los suspiros de un alma enamorada,
las caricias de un ángel... mi tesoro...
los besos de su boca idolatrada.
 
   Su mano resbalaba en mis cabellos,
reposaba en su seno mi cabeza,
y, secando mi llanto con sus besos,
se embriagaba mi amor en su belleza...
 
   Escuchaba su voz, canto, süave,
inefable murmullo desprendido
de un corazón de fuego, palpitante,
que me daba latido, por latido.
 
   Y la llamaba entre mis brazos mía,
y muriendo de amor, la acariciaba,
y muriendo de amor, dábame vida
el beso, que mis labios abrasaba.
 
   La dicha de la vida es una rosa
que se seca también y se marchita;
deshojose la flor... quedó el aroma...
dulce memoria de mi amor bendita.




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Las Gracias

Álbum de las señoritas B.



                                                                                                                                         
   Las Gracias, ¿dónde están? Las busco en vano.
Esas Gracias de Teócrito y Virgilio
que amenizaban el festín pagano
y salían a danzar en el idilio,
¿dónde las hallaré...? ¿Por qué no acude
alguno de los dioses en mi auxilio?
 
   Esto, dije en un tiempo; mas no pude
por entonces hallar el grupo hermoso
a quien la griega tradición alude.
Era el caso, en verdad dificultoso,
y ya desesperaba, cuando quiso
mi destino voluble y caprichoso
arrojarme al umbral de un Paraíso.
 
   ¡Jalapa la gentil! Vaso de flores
cuyo aroma, en el céfiro indeciso,
es un filtro dulcísimo de amores
que embriaga el corazón, que le enardece,
y, arrancándole penas y dolores,
la ardiente copa del placer le ofrece.
 
   Jalapa la gentil, grato recinto
donde la riente Flora se adormece
en su lecho de rosas y jacinto,
mientras le dan su incienso las aromas
y en medio, del hojoso laberinto
le regalan su arrullo las palomas.
 
   Alcázar de las aves y las flores,
tierra de promisión, ¿de donde tomas
el hechizo inmortal de tus primores,
la gracia sin rival de tus mujeres,
la férvida pasión de sus amores?
 
   Escondido rincón de los placeres,
mansión primaveral de la Poesía,
¿quién alcanza a decir lo que tú eres?
¿quién alcanza a pintar la luz del día?
 
   Jalapa de mi amor. ¡Cuán seductora
te ofreces a mi ardiente fantasía!
¿Quién de ti, si te ve, no, se enamora?
¿Quién, si te ama cual yo, de ti se olvida?
¿Quién, si cual yo te deja, no te llora?
Allí el recuerdo de mi amor se anida,
allí embriagó mis ojos la hermosura,
allí de flores se cubrió mi vida.
Aun oye el corazón en su locura,
como un suspiro, melodioso y blando,
la cariñosa voz de la ternura
dentro de mi alma penetrar llorando.
¡En la negra pestaña veo, las perlas
de aquellos ojos que besé temblando,
temblando de pasión, al recogerlas!
 
   Allí mi inspiración ansió atrevida
alas y extensión para tenderlas
por los gloriosos campos de la vida.
Allí mi lira juvenil y loca
lanzó feliz su vibración sentida,
allí la vida pareciome poca
para amar y sentir... ¡Allí he saciado
de besos y de lágrimas mi boca...!
 
   Allí...
            -¿Pero las Gracias, desdichado,
de que quisiste hablar?-
                                 ¡Ay! es muy cierto,
mas el dulce recuerdo, idolatrado.
que guarda el corazón, hallole abierto,
y sin pensarlo se escapó impaciente
de aquel pasado, al venturoso huerto.
¿Quién no se acuerda de la dicha ausente?
¿Quién, del frío pensar sin el auxilio,
puede decir al corazón «detente»?
 
   Las Gracias inmortales de Virgilio
que amenizaban el festín pagano
y salían a danzar en el idilio;
derrocado el Olimpo soberano,
se refugiaron lindas y risueñas
en un rincón del suelo mejicano
y se apellidan hoy LAS JALAPEÑAS.




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Las diosas

A las señoritas Agramonte



                                                                                                                                         
   Cuando en un día de proscripción y duelo,
en busca ya de playas extranjeras,
de Cuba abandonasteis las praderas,
el sol de fuego y el brillante cielo;
 
   sin duda que en amargo desconsuelo
viéndoos partir lloraron sus riberas,
y al deciros adiós en sus palmeras
gimió la brisa del nativo suelo.
 
   Porque si Cuba es concha de los mares,
vosotras sois sus perlas más hermosas;
si Cuba es un jardín entre palmares,
 
   vosotras sois sus flores más preciosas;
y si Amor levantare sus altares,
de esos altares os hiciera diosas.




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Rosario



                                                                                                                                         
   Cuando hizo Dios a la mujer primera
tan bella la encontró que hacerlo quiso
un presente de amor que digno fuera
de su beldad y diole el Paraíso.
 
   Era digno este don, de su hermosura...
Del sol a los primeros resplandores,
Dios ¡despertó del bosque en la espesura
el mundo de las aves y las flores.
 
   Allí tendió para la planta inquieta
de Eva feliz vagando en la arboleda,
el blando musgo, la gentil violeta
y el jacinto de pétalos de seda.
 
   Y derramó en las brisas empapadas
en la nube sutil de los aromas,
el distante rumor de las cascadas
y el cercano arrullar de las palomas.
 
   Y puso claras fuentes do pudiera
Eva mirar su espléndida hermosura,
y tender su flotante cabellera
cual manto de oro sobre la onda oscura.
 
   Y dilató a sus ojos extasiados
el bosque umbroso, la campiña almena;
y más allá los montes escarpados
y la atmósfera azul, limpia, y serena.
 
   Luz, riqueza, esplendor, bienes sin nombre,
diole el Señor a la mujer primera;
después de Dios ¿qué le quedaba al hombre
que dar a su divina compañera?
 
   Nada... y todo. La sangre generosa
que ya en su altivo corazón ardía,
aquella vida mística y hermosa
que en los jardines del Edén nacía.
 
   Y su alma, la inmortal, la chispa viva
que enciende Dios en la terrena escoria,
la siempre soñadora por cautiva
de eternos goces y de eterna gloria...
 
   Eva al mirar la gran Naturaleza
tan rica, tan fecunda y tan hermosa,
a Dios alzó la atónita cabeza...
y le sonrió bellísima y dichosa.
 
   Pero al mirar al hombre, estremecida
presintiendo de amor los dulces lazos,
suspiró ruborosa y conmovida...
y al blanco seno se cruzó los brazos.
 
   Y dicha y vida y alma, y el portento
del Paraíso ante su esposa bella todo,
el hombre lo dio por el tormento
de amarla mucho y de llorar con ella.
 
   Así nació el amor. Dios no lo quiso;
oyó el hombre su voz aterradora
y traspuso el dintel del Paraíso,
en pos de la primera pecadora.
 
   Así nació el amor, a la hora impía
en que Dios indignado castigaba,
en que Satán glorioso sonreía,
callaba el hombre y la mujer lloraba.
 
   Por eso amor en el Edén nacido
en una hora fatal de encanto y duelo,
es siempre un ángel al nacer herido,
por la celosa cólera del cielo.
 
   Por eso cual reptil la desconfianza
se abriga en pechos del amor ya presos,
y tiembla dentro el alma la esperanza
y se mojan con lágrimas los besos.
 
   Amor nacido en el lindero triste
que separa el Edén del mundo yerto,
¿te acuerdas de las dichas que perdiste?
¿aun respiras las flores de tu huerta?
 
   ¿Te acuerdas cuál gimió bajo las palmas
de aquel beso primer el eco tierno?
¿Presientes la ventura de las almas
en las caricias de su amor eterno?
 
   Quién sabe, pobre amor; alma y materia
tú, como el hombre del Edén proscrito
envuelto en idealismo y en miseria
reclamas, como patria lo infinito.
 
   Yo sólo, sé que hay goce en tus pesares
y que en todos tus goces hay tormento,
que -Deidad implacable- en tus altares
arde del hombre el corazón sangriento...
 
   Sólo sé que por ti, ya inobediente,
se puso el hombre con su Dios en guerra,
y que amargó, proscripto y delincuente,
con su primera lágrima la tierra.
 
   Mas sé también que si de mí delante
Dios pusiera otro Edén y me lo diera,
¡sin ver... sin vacilar un solo instante
por la mujer que adoro lo perdiera!




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Asunción



                                                                                                                                         
   ¿Te acuerdas de su adiós...? Hay un instante
en la revuelta historia de la vida
que el alma que adoró jamás olvida,
y es el instante del postrer adiós.
Las manos que se estrechan, que se aprietan
convulsas con presión desesperada;
las lágrimas que empañan la mirada,
los sollozos que tiemblan en la voz;
 
   la palidez que los semblantes cubre,
el íntimo dolor de los abrazos,
todo quiere decir que hecho pedazos
y agonizando el corazón está.
Todo quiere decir que nuestra vida,
la vida toda de nuestra alma entera
está en otra alma dulce compañera,
que siempre unida a nuestra suerte va.
 
   Este mundo es tan triste; esta jornada
de la cuna al sepulcro es tan sombría,
que un alma siempre sola no podría
soportar la fatiga del vivir.
Así lo quiere Dios. Penas y goces
debemos compartir con los que amamos,
para dicha mayor cuando gozamos,
para mejor consuelo en el sufrir.
 
   Una alma que está sola, que no tiene
ni una pálida luz entre su sombra,
que a nadie espera, que a ninguno nombra
que no tiene, ¡infeliz!, por quién llorar;
que ante un recuerdo para siempre amado,
temblando de emoción no se despierta,
¿no es verdad que es un alma que está muerta
pues la vida del alma es sólo amar?
 
   Feliz quien ama, aunque el dolor impío
su triste sombra al corazón arroje,
y tempestuosa la pasión deshoje
la pasajera flor de la ilusión.
Feliz quien ama, sí; felices ojos
los que saben llorar por el ausente;
feliz el alma que sufriendo siente
que otra alma la acompaña en su aflicción.
 
   La dicha es nada más el sueño de oro
del infortunio en la mezquina tierra;
pero cuanta es posible no la encierra
más que el amor, que goza en padecer,
Feliz, bella Asunción, quien mucho ama
y llena con su amor una existencia;
feliz quien logra tras amarga ausencia
la inmensa dicha de volverse a ver.

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