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Abro mi corazón, de allí recojo |
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la dulce flor de la amistad sincera, |
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y blanca y perfumada la deshojo |
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de tu álbum en la página primera. |
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Hoy, en la vida juntos nos hallamos; |
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pero es un viaje rápido la vida, |
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y cuando adiós por siempre nos digamos |
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te quedará esa flor en despedida. |
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Dicen que todo pasa y todo muere, |
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que todo en este mundo, es ¡ay! mentira... |
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mentira es olvidar cuando se quiere |
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con esta fe que tu amistad inspira. |
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¿Cómo dar al olvido aquellas horas |
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en que, escuchando tu afectuoso acento, |
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palabras recogí consoladoras |
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llenas de inteligencia y sentimiento? |
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Pálido, mudo, con la frente triste, |
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velando mi dolor en falsa calma |
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tú me encontraste... y comprender supiste |
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el secreto de lágrimas del alma. |
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Y como madre que al mimado niño, |
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consuela al mismo tiempo que aconseja, |
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así tu santo, fraternal cariño |
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trata a mi corazón cuando se queja. |
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De mi destino sobre el mar incierto, |
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al estallar la tempestad violenta, |
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mi alma encontró tu corazón abierto |
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como el ave su nido en la tormenta. |
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A él me refugio. La amistad más pura |
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allí me ofrece cariñoso abrigo, |
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y siento, aunque, bañada de amargura, |
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tranquila el alma, porque está contigo. |
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Amé el amor. Mi juvenil anhelo |
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amor y sólo amor quiso en la tierra... |
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Ignoraba el tesoro de consuelo |
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que la amistad de la mujer encierra. |
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Si dada fuera a mis cansados ojos |
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la dicha de llorar, hermana mía, |
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tú sabes que ese llanto sin sonrojos, |
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en tu seno no más le vertería. |
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Que dulce sombra de tranquila palma |
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para el que rinde la mortal fatiga, |
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así es en el desierto para mi alma |
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tu generoso corazón de amiga. |
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¡Ah! cuando solo, en apartado suelo, |
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apuré el cáliz de mi negra suerte, |
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a tu memoria deberé consuelo, |
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sedienta el alma de volver a verte. |
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Y a verte volveré... ¡Dulce esperanza, |
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que para amigos cual nosotros dos, |
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no puede el corazón tener mudanza, |
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ni el tiempo olvido, ni la ausencia adiós. |
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Dicen, hermosa niña, que dejas tus hogares, |
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la tierra de las flores, del agua, y los palmares, |
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la de perenne abril. |
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¡Adiós...! Y que los ángeles del alma tutelares, |
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sus alas, cariñosos, |
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extiendan sobre ti. |
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Que Dios en tu camino, derrame bendiciones, |
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que encuentres a tu paso, amantes corazones, |
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y flores a tus pies. |
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En torno a ti volando, las castas ilusiones |
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los sueños de la dicha |
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derramen en tu sien. |
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Apenas te conozco; apenas he escuchado |
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tu acento melodioso; apenas he mirado |
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tus ojos de querub; |
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como visión celeste de un sueño idolatrado |
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que pasa por el alma, |
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así pasaste tú. |
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Mas, pues te doy el nombre gratísimo de amiga, |
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como lejano beso del corazón te siga |
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el eco de mi voz; |
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y, porque no me olvides, dulcísimo te diga: |
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¡«Adiós, quizá por siempre, |
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hermosa Lola..., adiós...!». |
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El sol está muriendo. De ocaso en las regiones |
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revueltos los celajes de cárdeno arrebol, |
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fantásticos se tienden, se rasgan en festones, |
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y cuelgan en el éter, espléndidos jirones |
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que deja al desgarrarse la púrpura del sol. |
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Y callan los ruidos, y se alzan los rumores, |
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y pueblan de los campos la quieta soledad. |
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Ocultos en las hojas, alados trovadores, |
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en los encinos altos están los ruiseñores |
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sus trinos ensayando de amor y libertad. |
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El ave retardada el aire cruza a solas; |
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suspira el viento apenas, las hojas al mover; |
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callada está la fuente, dormidas van las olas, |
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y doblan desmayadas las flores sus corolas, |
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el manto de los sueños la noche al extender. |
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En tanto allá en el cielo, cual lágrima divina, |
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del éter de zafiro caída en el tisú, |
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asoma tan hermosa la estrella vespertina, |
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como será la perla que ruede, Clementina, |
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del cielo de tus ojos cuando llorares tú. |
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Estrella de la tarde, corona luminosa |
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de la sagrada noche, diamante del Señor, |
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¿por qué buscan las almas tu lumbre misteriosa? |
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¿Acaso te ha encendido la Mano Poderosa, |
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porque en el cielo tenga su lámpara el amor? |
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¡Qué pálida, qué bella cintilas y resbalas |
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por las etéreas cumbres do lo ignorado está...! |
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No sé qué vaga y triste tranquilidad exhalas, |
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espíritu -quién sabe- que llevas en tus alas |
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de] alma enamorada los éxtasis quizá. |
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Si eres ¡oh dulce estrella! la lámpara argentina |
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que enseña de la dicha las sendas del amor, |
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alumbra los senderos que sigue Clementina; |
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y como casto lirio, ante tu luz divina |
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se abra para la dicha su corazón en flor. |
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Una madre me dio el cielo; |
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y cuando pequeño fui mi |
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cuna no tuvo ángel... |
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estaba mi madre allí. |
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Y era tan dulce su acento, |
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eran sus ojos tan bellos, |
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tan blanda la cabecera |
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que me daban sus cabellos; |
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tan dichosa su sonrisa, |
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tan profundo su embeleso, |
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tan tiernamente inefable |
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sobre mis ojos su beso, |
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que yo ¡feliz!, no sentía |
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que dejaba, al despertar, |
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a los ángeles del sueño |
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por el ángel del hogar. |
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Y así pasaron, pasaron |
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de mi inocencia las horas |
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cual pasara bajo el cielo |
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una procesión de auroras. |
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Hasta que llegó el momento |
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de separarnos los dos, |
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y al hijo la dulce madre |
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puso al amparo de Dios. |
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Y quedó sola mi madre, |
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sola y triste en el hogar, |
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donde el eco de mi nombre |
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se escuchaba sollozar. |
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Aquellos ojos queridos |
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que en mis ojos se miraban, |
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con lágrimas se dormían, |
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con lágrimas despertaban. |
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Lágrimas que debería |
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secar de rodillas yo, |
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lágrimas, madre querida, |
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que yo no merezco, no. |
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Que ingrato, en tanto buscaba |
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la dicha lejos de ti... |
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¡Perdón, madre de mi vida! |
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¡Tu sabes cómo volví...! |
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Volví, sí. ¡Qué dulce llanto |
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el volverse a ver arranca! |
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¡Mas tu frente estaba pálida, |
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tu cabeza estaba blanca! |
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Que mi ausencia desdichada |
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tu corazón lastimó, |
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y el pesar de mis pesares |
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tu cabello emblanqueció.... |
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Juventud, locos placeres, |
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ilusiones mundanales, |
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¿valéis una sola gota |
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de los ojos maternales? |
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Santa madre, ídolo mío, |
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mi culto, mi única fe, |
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¡con qué dolor a tus plantas |
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confuso me arrodillé...! |
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¡Cómo ¡perdón! te gritaba |
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y sollozaba tu nombre! |
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¡Cómo mojaba tus canas |
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con mis lágrimas de hombre! |
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¡Cómo las tuyas bañando |
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mi rostro... y mi corazón, |
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derramaban en mi vida |
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el bautismo del perdón! |
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¡En pago de mis errores, |
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en pago de mis agravios, |
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bendiciones y consuelos |
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sólo me dieron tus labios...! |
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Y desde entonces, mi madre, |
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tú lo sabes un altar... |
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levanté dentro de mi alma, |
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para el ángel de mi hogar. |
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Y mi madre es mi cariño, |
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mi fe, mi orgullo, mi amor; |
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y porque la tengo, creo |
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en tu bendición, Señor. |
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Enrique, tú en la inocencia |
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no comprendes todavía |
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lo que es esa Providencia |
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que llamamos Madre mía, |
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Y pues el cielo te ha dado |
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una tan buena y tan bella, |
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cuanto amor hay encerrado |
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en tu alma, dáselo a ella. |
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Ese ángel que en tus ensueños |
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ves, que se inclina a besarte, |
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es ella que de tus sueños |
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las horas viene a robarte. |
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Que para amor como el suyo |
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es una vida bien poca, |
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y por cada beso |
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tuyo otra te diera su boca. |
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Alma a su alma prendida |
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eres, con lazo de flores, |
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y la vida de su vida, |
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y el amor de sus amores. |
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Amala, no por el cielo, |
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ámala, no por deber, |
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sino porque ella es consuelo, |
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y vida y santo placer. |
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Y en el alma, desde niño, |
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levanta el místico altar |
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de un infinito cariño |
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para el ángel del hogar. |
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No soy de aquella tierra. No tengo mis hogares |
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a la tranquila sombra que dan los platanares |
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allá donde el Grijalva dilata su raudal. |
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Mis campos, paternales, primaveral alfombra |
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de flores y esmeralda, se tienden a la sombra |
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de una soberbia tienda de zafir y cristal. |
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El regio Citlaltépelt. ¿Le conocéis señora? |
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Yo vi, cuando era niño, los velos de la aurora |
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tender sobre su frente magnífico dosel, |
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bañarle en luz de rosa, por un instante... Y luego, |
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el sol americano alzarse sobre él. |
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Y en la serena tarde, cuando con lento paso |
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bajaba a los abismos remotos del ocaso |
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su frente en un sudario de nubes a esconder, |
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entonces el destello, ya tibio, de su lumbre, |
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iba a besar muriendo la solitaria cumbre |
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de la Montaña Estrella, como en adiós postrer... |
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Mas yo, no he conocido, señora, los umbríos |
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bosques de vuestra tierra, allí, donde los ríos |
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se aduermen al salvaje susurro del manglar; |
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no he visto aquellas grutas de musgo tapizadas |
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donde a la tibia sombra que dan las enramadas |
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la falda de las selvas convida a descansar. |
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Allá en los florestales tranquilos y desiertos, |
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no oí cómo celebran con dúlcidos conciertos |
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los pájaros errantes su agreste libertad. |
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No oí cómo, a lo lejos en el espacio vagan, |
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y en el rumor del bosque suspiran y se apagan |
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los ruidos misteriosos de la honda soledad. |
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No he visto, pensativo, bajo el amate umbrío |
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los pálidos cristales de vuestro patrio río |
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que «pasan, pasan, pasan...» y siempre pasarán. |
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No he visto cómo inclinan las húmedas corolas |
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sobre el temblante espejo de las movibles olas |
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las flores que bordando sus márgenes están. |
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¡El férvido Grijalva! Espléndido monarca |
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del bosque y la llanura, que cruza su comarca |
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tendiendo en el desierto su manto de zafir, |
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su manto que retrata celajes y arreboles, |
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y en cuyas ondas brilla, como un collar de soles, |
|
entre un olán de espuma, la lumbre del cenit. |
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Allí, en la clara noche oyendo la armonía |
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solemne de sus aguas, la virgen Poesía |
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quizá plegó sus alas, un cántico lanzó; |
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y su eco, del Grijalva flotando en los rumores, |
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en la arpa melodiosa que pulsan sus cantores |
|
sus notas más hermosas, dulcísima dejó. |
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¡Que pase el rey soberbio, del bosque y el desierto, |
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de trémulos follajes por el dosel cubierto, |
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besado por las flores que moja su cristal! |
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Que pase entre los himnos grandiosos de la selva... |
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hasta que como al hombre la eternidad, |
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envuelva el piélago, insondable su pródigo raudal. |
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Señora, cuando lejos de Méjico la hermosa, |
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al lado del que os ama feliz y dulce esposa |
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las aguas del Grijalva mirando estéis correr, |
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si de lejana tierra, cabe del patrio río |
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os hablan los recuerdos..., oíd también el mío... |
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¡Quién sabe si ya nunca nos tornemos a ver...! |
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¡Cuánto es triste pensar en tu destino, |
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pobre niña que vas por tu camino |
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sin bienhechora luz; |
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atrás dejando en sus sepulcros yertos, |
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yacer el polvo de tus padres muertos |
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bajo la negra cruz! |
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Tú juegas, pobre niña, tú sonríes; |
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cual linda mariposa entre alelíes, |
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por la existencia vas. |
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Aun no hieren tu planta los abrojos, |
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aun no saben de lágrimas tus ojos, |
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es tu alma toda paz. |
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En tus ojos purísimos aun tienes |
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algo del cielo azul de donde vienes, |
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paloma de candor. |
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Toda inocencia, hoy eres todavía |
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hermana de los ángeles, María, |
|
la hija del Señor. |
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Mas ¡ay, pobre ángel! cuando el mundo infame |
|
en tu inocente corazón derrame |
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su veneno mortal; |
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cuando bañada en lágrimas, María, |
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exclames sollozando ¡Madre mía! |
|
y madre no hallarás. |
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¡Ay!, una madre... Corazón que adora |
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sin cansarse jamás; dolor que llora |
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nuestro mismo dolor; |
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alma a nuestra alma por el cielo unida, |
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entrañable pedazo de la vida, |
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único santo amor... |
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Una madre es así... y así es la mía...; |
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y no la tienes, tú, pobre María; |
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no hay ángel en tu hogar... |
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¿Quién te la puede dar sobre la tierra? |
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Cuanto tesoro el universo encierra |
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no la puede comprar. |
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Dos, que al pájaro errante da la espiga, |
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y cuida de la alondra, de la hormiga, |
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y de la flor de abril, |
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Dios el clemente, el bondadoso, el Padre, |
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es un inmenso corazón de madre |
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y el cielo te dará... ¡La tiene allí...! |
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Última flor... Para tus hojas secas, |
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tiene el recuerdo su secreto llanto... |
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Quizá serán las lágrimas postreras |
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del corazón que padeciera tanto. |
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Última flor... Naciste con el día, |
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abriste al cielo la gentil corola, |
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fuiste el amor del sol y de la brisa... |
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Hoy, yaces triste, marchitada y sola... |
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También yo tuve el cielo de unos ojos, |
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los suspiros de un alma enamorada, |
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las caricias de un ángel... mi tesoro... |
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los besos de su boca idolatrada. |
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Su mano resbalaba en mis cabellos, |
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reposaba en su seno mi cabeza, |
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y, secando mi llanto con sus besos, |
|
se embriagaba mi amor en su belleza... |
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Escuchaba su voz, canto, süave, |
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inefable murmullo desprendido |
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de un corazón de fuego, palpitante, |
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que me daba latido, por latido. |
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Y la llamaba entre mis brazos mía, |
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y muriendo de amor, la acariciaba, |
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y muriendo de amor, dábame vida |
|
el beso, que mis labios abrasaba. |
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La dicha de la vida es una rosa |
|
que se seca también y se marchita; |
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deshojose la flor... quedó el aroma... |
|
dulce memoria de mi amor bendita. |
Álbum de las señoritas B.
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Las Gracias, ¿dónde están? Las busco en vano. |
|
Esas Gracias de Teócrito y Virgilio |
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que amenizaban el festín pagano |
|
y salían a danzar en el idilio, |
|
¿dónde las hallaré...? ¿Por qué no acude |
|
alguno de los dioses en mi auxilio? |
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Esto, dije en un tiempo; mas no pude |
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por entonces hallar el grupo hermoso |
|
a quien la griega tradición alude. |
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Era el caso, en verdad dificultoso, |
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y ya desesperaba, cuando quiso |
|
mi destino voluble y caprichoso |
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arrojarme al umbral de un Paraíso. |
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¡Jalapa la gentil! Vaso de flores |
|
cuyo aroma, en el céfiro indeciso, |
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es un filtro dulcísimo de amores |
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que embriaga el corazón, que le enardece, |
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y, arrancándole penas y dolores, |
|
la ardiente copa del placer le ofrece. |
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Jalapa la gentil, grato recinto |
|
donde la riente Flora se adormece |
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en su lecho de rosas y jacinto, |
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mientras le dan su incienso las aromas |
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y en medio, del hojoso laberinto |
|
le regalan su arrullo las palomas. |
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|
Alcázar de las aves y las flores, |
|
tierra de promisión, ¿de donde tomas |
|
el hechizo inmortal de tus primores, |
|
la gracia sin rival de tus mujeres, |
|
la férvida pasión de sus amores? |
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|
Escondido rincón de los placeres, |
|
mansión primaveral de la Poesía, |
|
¿quién alcanza a decir lo que tú eres? |
|
¿quién alcanza a pintar la luz del día? |
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|
|
Jalapa de mi amor. ¡Cuán seductora |
|
te ofreces a mi ardiente fantasía! |
|
¿Quién de ti, si te ve, no, se enamora? |
|
¿Quién, si te ama cual yo, de ti se olvida? |
|
¿Quién, si cual yo te deja, no te llora? |
|
Allí el recuerdo de mi amor se anida, |
|
allí embriagó mis ojos la hermosura, |
|
allí de flores se cubrió mi vida. |
|
Aun oye el corazón en su locura, |
|
como un suspiro, melodioso y blando, |
|
la cariñosa voz de la ternura |
|
dentro de mi alma penetrar llorando. |
|
¡En la negra pestaña veo, las perlas |
|
de aquellos ojos que besé temblando, |
|
temblando de pasión, al recogerlas! |
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|
|
Allí mi inspiración ansió atrevida |
|
alas y extensión para tenderlas |
|
por los gloriosos campos de la vida. |
|
Allí mi lira juvenil y loca |
|
lanzó feliz su vibración sentida, |
|
allí la vida pareciome poca |
|
para amar y sentir... ¡Allí he saciado |
|
de besos y de lágrimas mi boca...! |
|
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|
Allí... |
|
-¿Pero las Gracias, desdichado, |
|
de que quisiste hablar?- |
|
¡Ay! es muy cierto, |
|
mas el dulce recuerdo, idolatrado. |
|
que guarda el corazón, hallole abierto, |
|
y sin pensarlo se escapó impaciente |
|
de aquel pasado, al venturoso huerto. |
|
¿Quién no se acuerda de la dicha ausente? |
|
¿Quién, del frío pensar sin el auxilio, |
|
puede decir al corazón «detente»? |
|
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Las Gracias inmortales de Virgilio |
|
que amenizaban el festín pagano |
|
y salían a danzar en el idilio; |
|
derrocado el Olimpo soberano, |
|
se refugiaron lindas y risueñas |
|
en un rincón del suelo mejicano |
|
y se apellidan hoy LAS JALAPEÑAS. |
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Cuando hizo Dios a la mujer primera |
|
tan bella la encontró que hacerlo quiso |
|
un presente de amor que digno fuera |
|
de su beldad y diole el Paraíso. |
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Era digno este don, de su hermosura... |
|
Del sol a los primeros resplandores, |
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Dios ¡despertó del bosque en la espesura |
|
el mundo de las aves y las flores. |
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Allí tendió para la planta inquieta |
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de Eva feliz vagando en la arboleda, |
|
el blando musgo, la gentil violeta |
|
y el jacinto de pétalos de seda. |
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Y derramó en las brisas empapadas |
|
en la nube sutil de los aromas, |
|
el distante rumor de las cascadas |
|
y el cercano arrullar de las palomas. |
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Y puso claras fuentes do pudiera |
|
Eva mirar su espléndida hermosura, |
|
y tender su flotante cabellera |
|
cual manto de oro sobre la onda oscura. |
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|
Y dilató a sus ojos extasiados |
|
el bosque umbroso, la campiña almena; |
|
y más allá los montes escarpados |
|
y la atmósfera azul, limpia, y serena. |
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Luz, riqueza, esplendor, bienes sin nombre, |
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diole el Señor a la mujer primera; |
|
después de Dios ¿qué le quedaba al hombre |
|
que dar a su divina compañera? |
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Nada... y todo. La sangre generosa |
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que ya en su altivo corazón ardía, |
|
aquella vida mística y hermosa |
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que en los jardines del Edén nacía. |
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Y su alma, la inmortal, la chispa viva |
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que enciende Dios en la terrena escoria, |
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la siempre soñadora por cautiva |
|
de eternos goces y de eterna gloria... |
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Eva al mirar la gran Naturaleza |
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tan rica, tan fecunda y tan hermosa, |
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a Dios alzó la atónita cabeza... |
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y le sonrió bellísima y dichosa. |
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Pero al mirar al hombre, estremecida |
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presintiendo de amor los dulces lazos, |
|
suspiró ruborosa y conmovida... |
|
y al blanco seno se cruzó los brazos. |
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Y dicha y vida y alma, y el portento |
|
del Paraíso ante su esposa bella todo, |
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el hombre lo dio por el tormento |
|
de amarla mucho y de llorar con ella. |
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Así nació el amor. Dios no lo quiso; |
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oyó el hombre su voz aterradora |
|
y traspuso el dintel del Paraíso, |
|
en pos de la primera pecadora. |
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|
Así nació el amor, a la hora impía |
|
en que Dios indignado castigaba, |
|
en que Satán glorioso sonreía, |
|
callaba el hombre y la mujer lloraba. |
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Por eso amor en el Edén nacido |
|
en una hora fatal de encanto y duelo, |
|
es siempre un ángel al nacer herido, |
|
por la celosa cólera del cielo. |
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Por eso cual reptil la desconfianza |
|
se abriga en pechos del amor ya presos, |
|
y tiembla dentro el alma la esperanza |
|
y se mojan con lágrimas los besos. |
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Amor nacido en el lindero triste |
|
que separa el Edén del mundo yerto, |
|
¿te acuerdas de las dichas que perdiste? |
|
¿aun respiras las flores de tu huerta? |
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¿Te acuerdas cuál gimió bajo las palmas |
|
de aquel beso primer el eco tierno? |
|
¿Presientes la ventura de las almas |
|
en las caricias de su amor eterno? |
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Quién sabe, pobre amor; alma y materia |
|
tú, como el hombre del Edén proscrito |
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envuelto en idealismo y en miseria |
|
reclamas, como patria lo infinito. |
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Yo sólo, sé que hay goce en tus pesares |
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y que en todos tus goces hay tormento, |
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que -Deidad implacable- en tus altares |
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arde del hombre el corazón sangriento... |
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Sólo sé que por ti, ya inobediente, |
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se puso el hombre con su Dios en guerra, |
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y que amargó, proscripto y delincuente, |
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con su primera lágrima la tierra. |
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Mas sé también que si de mí delante |
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Dios pusiera otro Edén y me lo diera, |
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¡sin ver... sin vacilar un solo instante |
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por la mujer que adoro lo perdiera! |
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¿Te acuerdas de su adiós...? Hay un instante |
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en la revuelta historia de la vida |
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que el alma que adoró jamás olvida, |
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y es el instante del postrer adiós. |
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Las manos que se estrechan, que se aprietan |
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convulsas con presión desesperada; |
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las lágrimas que empañan la mirada, |
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los sollozos que tiemblan en la voz; |
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la palidez que los semblantes cubre, |
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el íntimo dolor de los abrazos, |
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todo quiere decir que hecho pedazos |
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y agonizando el corazón está. |
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Todo quiere decir que nuestra vida, |
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la vida toda de nuestra alma entera |
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está en otra alma dulce compañera, |
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que siempre unida a nuestra suerte va. |
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Este mundo es tan triste; esta jornada |
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de la cuna al sepulcro es tan sombría, |
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que un alma siempre sola no podría |
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soportar la fatiga del vivir. |
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Así lo quiere Dios. Penas y goces |
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debemos compartir con los que amamos, |
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para dicha mayor cuando gozamos, |
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para mejor consuelo en el sufrir. |
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Una alma que está sola, que no tiene |
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ni una pálida luz entre su sombra, |
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que a nadie espera, que a ninguno nombra |
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que no tiene, ¡infeliz!, por quién llorar; |
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que ante un recuerdo para siempre amado, |
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temblando de emoción no se despierta, |
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¿no es verdad que es un alma que está muerta |
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pues la vida del alma es sólo amar? |
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Feliz quien ama, aunque el dolor impío |
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su triste sombra al corazón arroje, |
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y tempestuosa la pasión deshoje |
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la pasajera flor de la ilusión. |
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Feliz quien ama, sí; felices ojos |
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los que saben llorar por el ausente; |
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feliz el alma que sufriendo siente |
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que otra alma la acompaña en su aflicción. |
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La dicha es nada más el sueño de oro |
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del infortunio en la mezquina tierra; |
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pero cuanta es posible no la encierra |
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más que el amor, que goza en padecer, |
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Feliz, bella Asunción, quien mucho ama |
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y llena con su amor una existencia; |
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feliz quien logra tras amarga ausencia |
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la inmensa dicha de volverse a ver. |