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ArribaAbajoCapítulo IV

Arribo de los españoles a Tumbes.- Exploraciones de Pizarro y su regreso a Panamá.- Parte Pizarro para España, celebra un contrato con la Reina, y se vuelve a Panamá. Sale de esta ciudad, somete a Puná y conquista a Tumbes.- Se interna en Cajamarca. Prisión de Atahualpa y horrible matanza de indios. Celébrase un contrato para rescatar la libertad del Inca.- Repartimiento del caudal.- Levántase un proceso contra Atahualpa, se le condena a muerte y se ejecuta la sentencia.



I

Diego de Almagro partió para Panamá llevando unas cuantas cartas de los que habían quedado con Pizarro, y como temiese que ellas expusieran lo mal parados que andaban por acá, con privaciones y hambre, con un enemigo poderoso con quien haberlas, y con vivos deseos de   —106→   volverse; Almagro las retuvo todas, para que así no se desacreditara la empresa, y tuviera como traer los refuerzos que necesitaba para llevarla adelante. Sin embargo de tan buena precaución, previendo el llamado Sarabia, que Almagro obraría como obró, había envuelto un memorial (firmado por muchos de sus compañeros) con hilo de algodón y formado un gran ovillo, que lo remitió como obsequio a la esposa del Gobernador. El memorial contenía cuantas quejas se habían dado acá contra Pizarro y Almagro; imploraban los suscritores que se ocurriese por ellos, y pusieran este muy significativo cuarteto:


«Pues, señor Gobernador
Mírelo bien por entero,
Que allá va el recogedor
Y acá queda el carnicero».



El memorial llegó cumplidamente a su destino y la mala traza con que se presentaron los compañeros de Almagro en Panamá, confirmó lo maltrechos que andaban los expedicionarios del Perú. El Gobernador Ríos no pudo desoír tantos clamores, y por grandes que fueron los esfuerzos de Luque y Almagro para impedir las providencias que dictó contra la expedición, no pudieron obtener la suspensión de que se despachase una nave, con el capitán Tafur a la cabeza, para que viniera por la gente que se había quedado con Pizarro, y Tafur en efecto se vino a Gallo. Pizarro, metido en esta isla, había sufrido pacientemente todo género de trabajos; mas no así sus soldados que, aburridos de tanta lluvia, hambre y desnudez, recibieron a Tafur como a un ángel de salvación.

Pizarro, hombre de pecho y de ánimo esforzado, en viendo esa ansiedad de los suyos por volverse con Tafur, trazó con su espada, sentidamente indignado, una línea sobre la tierra que pisaba, y: «Por aquí, dijo señalando el lado del sur, por aquí se va al Perú a ser ricos; por allá (señalando al norte) se va a Panamá a ser pobres. Escoja el que sea buen castellano lo que más bien le estuviere».   —107→   Diciendo así, pasó primero la raya, y luego, airosos tras él, Bartolomé Ruiz, Nicolás Ribera, Cristóbal Peralta, Pedro Candía, Domingo Soria, Francisco Cuéllar, Alonso Molina, Pedro García Jerés, Antón Carrión, Alonso Briceño, Martín Paz, Juan de la Torre y un negro o mulato cuyo nombre no conocemos. No más que catorce, pero catorce que han llegado hasta nosotros y que pasarán a la posteridad, por haberse resuelto intrépidamente a unir su suerte a la de Pizarro, y los demás se volvieron con Tafur a Panamá. Los trece primeros fueron tiempos después, declarados hijosdalgo.

Pizarro, con este osado arranque de los tiempos heroicos de Roma, conquistó un justo derecho para la fama y la admiración de los siglos.

No era de cierto la isla de Gallo el lugar a propósito para seguridad de los pocos valientes que habían quedado en ella; pues, arrimada casi a la costa de Barbacoas, podían los indios del continente ir tras los extranjeros y acabar con todos, o bien ser asesinados por los mismos habitantes de Gallo. Resolviose Pizarro, en consecuencia, a trasladarse a la isla Gorgona que, como más distante de la costa, le ofrecía mayores seguridades, y mantenerse en ella hasta que Almagro y Luque, venciendo la obstinación del Gobernador Ríos, le enviasen naves, gente, armas y provisiones. Conservose por cinco meses (7 según Prescott), batallando con la insalubridad del clima, comiendo mal y vistiendo peor.

1526. La constancia de Luque y Almagro, y el grito general contra el Gobernador de Panamá que indolentemente dejaba perecer a quince hombres dignos de mejor suerte por su arrojo y resignación, determinaron a Ríos a enviar un pequeño bajel con algunas provisiones de boca, mas sin ningún otro género de auxilios con que favorecer la empresa de Pizarro. Indignado este de semejante procedimiento, se resolvió a salir de la Gorgona, y se arrojó tras su destino a la ventura, llevando rumbo hacia las costas de Tumbes, donde arribó con viento próspero muy en breve. El aspecto de la ciudad, la magnificencia   —108→   del templo, la suntuosidad del palacio y la riqueza que manifestaban los habitantes, más que alentaron las esperanzas de Pizarro, pasmaron sus sentidos al ver pagadas su constancia y privaciones, y al dar con pueblos ricos y cultos, cuya conquista iba al cabo a satisfacer su ambición y codicia. De paso para Tumbes había visto ya el golfo de Guayaquil, admirado la lozanía majestuosa de la vegetación de sus costas, y acaso alcanzado a distinguir esas montañas de los Andes, elevadas al parecer hasta los cielos. En el mismo paso había dado con una flotilla de cinco balsas tumbesinas que venían tras sus eternos enemigos, los moradores de Puná, y obtenido con mucha maña hacerlas volver para Tumbes, asegurando a los expedicionarios guerreadores que su intento no era causarles el menor daño.

No fue menos asombrosa para los tumbesinos la aparición de la nave de Pizarro, distinta por su figura y tamaño a las pequeñas embarcaciones de los indios, y más aún la de esos extranjeros de color, aspecto y vestidos hermosos que asomaban sin saberse cómo ni de dónde. Y fue de ver que, lejos de asustarse o siquiera desconfiar de los advenedizos, les enviaron al punto unas como lanchas cargadas de caza, pesca, frutas, chicha, agua y hasta una llama. Entre los conductores de estos oficiosos obsequios, fue también un Inca o príncipe de la familia real, que deseaba observar por sí mismo lo que contenía el bajel de Pizarro, y viósele en efecto examinar con detención cuanto se le presentaba por delante, y luego preguntar y preguntar hasta concluir por averiguar de dónde eran y que cosa buscaban. Pizarro le respondió con desenfado: «Venimos de Castilla, donde gobierna un Rey poderoso, cuyos vasallos somos. Hemos salido para poner debajo de la sujeción de nuestro Rey cuantas tierras hallemos; y es nuestro principal deseo daros a conocer que adoráis dioses falsos y que debéis adorar al solo Dios que está en los cielos, porque los que no le adoran ni cumplen sus mandamientos irán a abrasarse en el fuego del infierno, y los que le acatan como a Criador del mundo gozarán en el cielo de la dicha eterna». El Inca oyó con interés lo que se le explicó por   —109→   medio de los intérpretes venidos desde Gorgona con Pizarro, probó del vino que le obsequiaron, recibió el regalo de una hacha y algunas cuentas de margaritas y se volvió contento a su palacio.

Desembarcaron, en junta del Inca, Alonso de Molina y el negro haciendo conducir cuatro gallinas, un gallo y dos cerdos; y animales y negro fueron vistos por los tumbesinos con admiración. Cuando oyeron cantar al gallo, preguntaron qué decía o pedía; y al negro le lavaron creyendo que su color sólo procedía de algún tinte con que se había embarrado. Molina, joven de hermoso parecer y de genio sagaz, cautivó con sus gracias a los moradores de la ciudad, y en particular a las mujeres, y le permitieron que recorriese libremente la ciudad, y visitase el templo y el palacio.

Cuando Molina volvió a bordo, y refirió a sus compatriotas cuanto había visto y observado en Tumbes, no pudo ser creído por su palabra y Pizarro hizo que al día siguiente desembarcase Pedro Candía, griego de nación, como persona bien entendida para formar un juicio más cabal. Se presentó vestido con armadura de malla, la espada a la cintura y el arcabuz al hombro; y los indios, aumentando su admiración al aspecto de tan brillante armadura y más arreos militares, le suplicaron hiciese hablar al famoso arcabus, del que ya tenían alguna idea. Candía fijó un blanco a distancia competente, apuntó con cuidado y disparó. La llama producida por la pólvora, el estridor del tiro y el blanco que rodó agujereado, remataron la admiración de los espectadores, y hasta hubo quienes cayeran espantados, y otros que huyeran dando tristes alaridos.

Candía, lo mismo que Molina, recorrió la ciudad, admiró su gran fortaleza, y más todavía el oro y plata de que estaban cubiertas las paredes del templo, el servicio que se hacía en el palacio y el orden que reinaba en el monasterio de las vírgenes. Candía, de vuelta a la nave de Pizarro, se hizo admirar más con su narración que Molina en el día anterior, y el capitán español, contento   —110→   de haber conocido un pueblo sencillo y de índole apacible, capaz de ser fácilmente avasallado, se hizo a la vela para seguir explorando las costas del sur. Los españoles tocaron en Paita, Santa y en un punto al cual dieron por nombre Santacruz, y luego, combatidos por los vientos, tuvieron que tomar puerto en otro lugar. La gente de tierra se apresuró a enviarles provisiones, y Molina que volvió a desembarcar fue muy bien recibido por la Cacica del valle. Pizarro tuvo que seguir adelante, porque, embravecido el mar, no permitía conservarse en el puerto, y Molina se quedó sin escrúpulo ninguno bajo el amparo de la hospitalaria Curaca.

Andando siempre con rumbo al sur, reflexionaron los compañeros de Pizarro, que tenían reconocidas a vuelta de doscientas leguas, y que no necesitando ya otros, datos para convencerse de las riquezas del Perú, debían tomar el camino de Panamá, para volver luego de allí con las fuerzas y más elementos de guerra necesarios.

Pizarro, de vuelta al puerto donde habían dejado a Molina, hizo saltar en tierra a Ribera y Alcón a que fueran a saludar y dar gracias a la Curaca por su buena acogida y regalos; y esta, después de servida la mesa que les ofreció, se fue al bajel para empeñar a Pizarro a que desembarcase y descansase en su hogar de las fatigas de la navegación. El capitán español la recibió con las mejores atenciones, la obsequió como pudo, y ella le instó para que desembarcase, ofreciéndole que mientras permaneciera en tierra, dejaría en el buque cinco de sus principales vasallos a que sirvieran de rehenes. Se le manifestó que no había tal necesidad; mas la Curaca insistió en ello, y al día siguiente unas como cincuenta balsas rodearon el buque de Pizarro, y doce indios principales se metieron en él con la orden de conservarse hasta que volviera el dicho capitán.

La Curaca salió a recibirle hasta la playa, acompañada de unos cuantos vasallos que caminaban como en procesión llevando en las manos ramos verdes, y llegados a una enramada, les hizo servir carnes, pescados, frutas y chicha; y luego hubo cantos, danzas y cuanto   —111→   más pudo ofrecer la seductora india en obsequio de sus huéspedes. Acabado el festín, Pizarro manifestó sus agradecimientos, añadiendo que sabría corresponder a tantos agasajos, y luego se despidió y vino a dar en otro puerto de los pertenecientes ahora a la provincia de Piura, donde también fue bien acogido y festejado. Aquí le confiaron dos muchachos para que aprendieran la lengua de Castilla y pudieran servir de intérpretes: el uno fue bautizado con el nombre de Martín, y el otro con el de Felipe, conocido después con el de Felipillo por cierta mala celebridad que llegó a adquirir. Cerca del cabo Blanco se quedó un marinero llamado Ginés, y en Tumbes Alonso de Molina, ambos seducidos por la buena índole y agasajos de tan hospitalarios moradores.

Siguiendo Pizarro para el norte, tocó en Santa Elena y luego en Portoviejo (el antiguo), recibiendo de los habitantes de ambos pueblos muestras palpables de lo bien que era recibido; y por fin, pasando por Gorgona recogió a uno de los españoles que había quedado enfermo, y fue a dar en Panamá después de tres años de ausencia.




II

El hombre que antes había sido mirado por los colonos de Panamá como loco que se empeñaba en descubrir un pueblo que tal vez no existía, y dado que existiese, en conquistarle sin tener para ello medios ningunos, fue ahora ya visto y recibido como héroe, a cuya constancia y caprichos se debía el descubrimiento de ese pueblo. Por desgracia para los tres asociados, Ríos no participó del entusiasmo de sus compatriotas y antes al contrario, cuando Luque y Almagro pidieron la protección del Gobernador para llevar la empresa adelante, los enfrió diciendo: «No entiendo eso de despoblar mi gobierno para que vayan a poblarse nuevas tierras, muriendo en la demanda más gente de la que ha muerto, y cebando a los hombres con la muestra del oro y plata que han traído».

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Ocurriósele a Luque, en tales conflictos, pedir directamente al soberano la protección de esta empresa que había de dar lustre y provecho a la corona, pero no hallaba la persona que fuese apta para el intento. En cuanto a él, no podía apartarse de la vicaría sin exponer a sus feligreses a la falta del pasto espiritual, y tocante a Almagro conceptuaba que, pequeño de cuerpo, feo, tuerto y sin modales ni habla, por añadidura, no era el más a propósito para semejante comisión; Pizarro, de aspecto noble e imponente, de bien decir y recto en sus juicios, era el más propio para el buen desempeño del intento; pero repugnábale a este tener que ir a lidiar con los cortesanos y exponerse a sus burlas, y prefería, resuelto a habérselas acá con los indios bravíos, el hambre y la desnudez, que no con los insultantes desdenes de los que hacen a los Reyes el cortejo.

Luque pensó entonces en confiar la comisión al licenciado Corral, que estaba al partir para España, pero no inspiró confianza a Pizarro ni Almagro; y este, discurriendo acertadamente que no debía contarse con persona extraña para tan delicado asunto, demostró a las claras que a nadie más bien que a Pizarro, al descubridor del Perú, al que había de referir personalmente sus padecimientos, hazañas y resultados y cautivar a los oyentes con la pintura de los pueblos y ciudades visitadas, convenía desempeñar el encargo. Convencidos los dos con este discurrir, se resolvió Pizarro a viajar para España con el encargo especial de pedir para Almagro el título de Adelantado, el de Alguacil mayor para Ruiz, y honores y mercedes para los leales compañeros de la Gorgona. Para Pizarro, era visto, se reservaba el gobierno del Perú, y para Luque el obispado de Tumbes.

Salió Pizarro de Panamá por la primavera de 1528, provisto de mil quinientos pesos que le proporcionaron los socios, y llevándose algunos indios, llamas, tejidos y alhajas de oro y plata. En tocando en España, se le presentó el bachiller Enciso, uno de los causantes de las desgracias de Balboa, el cual, aprovechándose de las órdenes que tenía contra sus deudores del Darién, pidió y   —113→   obtuvo que redujeran a la cárcel al hombre que, descubriendo un gran imperio, iba a ofrecérselo a su soberano. Reinaba ya por entonces el Emperador Carlos V, e indignado de semejante proceder, dispuso que le pusiesen en libertad, y se fuera a Toledo, entonces residencia de la Corte. Pizarro mereció del Emperador una audiencia solemnemente preparada, y un recibimiento que no esperaba; y luego su noble continente, la discreción con que habló, desenvolviendo magníficas ideas, y la pintura, acaso exagerada, de la grandeza, caudales y cultura del pueblo que pensaba conquistar, atrajeron la admiración de cuantos cortesanos estaban presentes. La narración de los padecimientos y hazañas del descubridor los enterneció, y Carlos V, el más competente para juzgar de las acciones de su vasallo, y que le había escuchado con atención e interés, le ofreció toda protección, y recomendó a su consejo de Indias que se le despachara cuanto antes.

A nadie, para como estaban los tiempos, le vino siquiera la idea del derecho con que había de emprenderse la conquista, porque esta misma constituía un derecho. El pueblo que se pensaba conquistar era pueblo de idólatras, y Alejandro VI, tenía hecha ya donación de las Indias occidentales, sin que tampoco parara la contemplación en el derecho con que las había donado. ¿Qué había que aguardar? En cuanto al modo cómo se haría la conquista, Hernán Cortés, rindiendo el vasto imperio de Anáhuac con unos pocos hombres, acababa de dar el ejemplo con que obraban los animados de ardiente fe religiosa, y Pizarro ni parecía ser menos hombre que Cortés, ni menos creyente que el conquistador de Méjico. Y aun cuando faltare Pizarro, otro y otros, tras él, movidos del mismo impulso, se ofrecerían gustosos a correr una vida de aventuras, enriqueciéndose aquí, malgastando allí, padeciendo o solazándose más allá; pero, en todo caso, con la esperanza viva de obtener por remate la corona de los mártires. Carlos V era ya por entonces el primer soberano de Europa, y su época abarcaba una nidada de héroes capaces de subyugar el mundo.

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No obstante las buenas recomendaciones de Carlos V, quien se había ausentado de España, no pudo obtener Pizarro que le despachasen tan pronto como quería, y tuvo que aguantar aburrido el transcurso de largos meses. Por fortuna se hallaba entonces en la Península el conquistador de Méjico; y mediante su influjo y la voluntad de la Reina Isabel, celebró un contrato con esta el 26 de julio de 1529, y obtuvo aún más de lo que pensaba, a excepción de que para Almagro sólo consiguió el mando de la fortaleza de Tumbes. Recabó para sí el título de Gobernador, capitán general y adelantado de todo el territorio que había recorrido y de lo que conquistase, con suprema autoridad civil y militar, y una jurisdicción que se extendiese hasta doscientas leguas, contadas desde el río San Juan para el sur. Se le declaro, asimismo independiente del gobierno de Panamá, y se le autorizó para que, eligiendo los oficiales que quisiera se trajese cuanta gente pudiera comprometer y cuantas armas colectar en la Península.

A pesar de esas maravillas que se contaban acerca del pueblo que Pizarro venía a subyugar sólo halló este entre sus compatriotas doscientos cincuenta hombres que quisieran acompañarle, y correr con él las mismas aventuras. Asoció a la empresa a sus hermanos Fernando, Juan y Gonzalo, de los cuales sólo el primero era legítimo (el mismo Francisco era también hijo natural) y a otro hermano de madre, llamado Francisco Martín de Alcántara, con quienes salió de España por enero de 1530 y llegó a Panamá sin contratiempo ninguno de importancia.




III

Sumamente disgustado quedó Almagro al saber lo muy poco que para él se había obtenido, y quien sabe si por entonces fracasara la empresa a no intervenir oportunamente Luque, el presunto Obispo y el licenciado Gaspar   —115→   Espinoza, y a no apresurarse el mismo Pizarro a prometerle un gobierno independiente, con lo cual vino a calmar la indignación. En consecuencia, se renovaron los antiguos pactos y juramentos entre los tres asociados, prepararon los buques y más elementos propios para la expedición, y embarcando ciento ochenta y cinco soldados, de los cuales sólo treinta y seis eran de caballería, salió Pizarro con rumbo para Tumbes por enero de 1531. Almagro se quedó en Panamá esperando un refuerzo que debía venirle de Nicaragua para seguir luego tras Pizarro.

Vientos contrarios y furiosas tempestades hicieron padecer bastante a los expedicionarios pues tuvieron que luchar con el hambre y con los salvajes en cuyas tierras saltaron de paso. Había en la ensenada que hoy decimos de Coaques, situada casi sobre la línea equinoccial, un pueblo cuyos moradores, ora porque los expedicionarios asomaron de sobresalto, ora porque no se recelaron de ellos, los dejaron entrar tranquilamente; y los españoles metiéndolo a saco, se apropiaron sin más ni más de cuanto oro y esmeraldas encontraron, cuyo valor se computó en más de doscientos mil pesos. El pueblo saqueado era de infieles, y con tal antecedente no había para los conquistadores por qué andarse con escrúpulos de conciencia para apoderarse de cuanto poseyeran. Conforme al reglamento, que tenían que guardarlo cumplidamente bajo pena de la vida, depositó cada cual lo que había tomado, y reducido el todo a masa común, sacaron el quinto para el Rey, y del sobrante se repartieron entre jefes y soldados, proporcionalmente, según el mérito de ellos. Deseoso Pizarro de manifestar a los protectores de Nicaragua y a Diego de Almagro su gratitud para con ellos, y reflexionando que una muestra de semejante botín los animaría a estrechar más su suerte con la de él destacó dos de sus naves con cosa de veinte mil castellanos, y escribió a Almagro encareciéndole que apresurara su venida.

En cuanto a los indios de Coaques, que al principio se prestaron gustosos a proporcionarles víveres, después,   —116→   oprimidos y despreciados por sus huéspedes, huyeron para los bosques de lo interior y no volvieron a asomar.

Pizarro, hecho caballero de milagro, continuó su viaje, ya no por agua, sino por tierra cometiendo iguales salteamientos en cuantos lugares tocaba, pues los indios, al ver a los soldados, desamparaban sus casuchas y huían para las selvas. Andando así el corto ejército de aventureros por las costas de Manabí, asomó por primera vez la epidemia de las viruelas, desconocida en nuestro continente, la que más tarde había de cebarse principalmente en la raza indígena, diezmando poblaciones enteras, y la que por entonces se cebó en los mismos que la conducían, sin saberlo, dentro de sus propios cuerpos. Casi todos ellos fueron acometidos de esta asquerosa enfermedad que, desfalleciendo las fuerzas del paciente, a veces hasta acabar con la vida; deja, cuando sanan, arrugados y deformes, también a veces los rostros de los virulentos. Algunos pagaron con la vida la injusta invasión que acometían, y sin acertar a dar con la causa que estaba dentro de ellos mismos, la atribuyeron a que los indios habían envenenado los alimentos o las aguas.

Siete meses habían transcurrido lidiando constantemente con el clima, los caminos, las fieras, las enfermedades y el hambre, cuando asomó el español Requelme que venía a hacer de tesorero, juntamente con un veedor, un contralor y otros oficiales reales, nombrados todos por la Corona para que acompañaran a los expedicionarios. Debieron haber venido con el mismo Pizarro, pero como la salida de este fue precipitada, tuvieron que seguir después, y ahora le traían buenas provisiones y alguna gente de guerra. La aparición de la nave de Requelme fue cuando los conquistadores habían avanzado ya hasta Portoviejo, y en este mismo punto recibieron también otro refuerzo de treinta hombres, corto en verdad, pero acaudillado por Sebastián de Benalcázar, oficial de mucho renombre por su valor y discreción.

Muchos de los expedicionarios opinaban que Portoviejo les parecía lugar aparente para la fundación de la   —117→   primera colonia; pero Pizarro, cuyos alcances habían penetrado más de lo que otros no veían y principalmente de los provechos que podría sacar de la rivalidad encarnizada con que se veían los pueblos de Puná y Tumbes, rechazó el proyecto y dispuso seguir el viaje hasta la isla que, aunque escasa de agua, contaba con buenas campiñas y cosa de doce mil moradores.

Así como los expedicionarios se acercaron a la isla, lo que debe conceptuarse que lo verificaron por la costa de Chanduy o Morro, se presentó el Cacique Tumbalá a ofrecerles el hospedaje de su pueblo, a donde los llevaría en sus propias balsas. Los tumbesinos, que venían en la expedición haciendo de intérpretes, refirieron a Pizarro la perfidia con que habían desatado las ligaduras de las balsas en que navegaban los orejones de Huaina-Cápac; y el capitán español, creyendo o no en que se repitiera tal acción, colocó un soldado espada en mano a espaldas de cada uno de los indios marineros, y llegó sano y salvo a Puná.

Los isleños recibieron bien a sus huéspedes, y aun parece que estaban ya sinceramente amistados. De luego a luego, sin embargo, comenzaron estos a cometer exacciones en las casas de los indios y tarquinadas con las indias; y los tumbesinos, arrimados a las tropas españolas, cometían asimismo insolencias repetidas, y se desconcertó la armonía con que moraban. Pizarro, sobre todo, había pretendido, ya que no dispuesto, se pusiese en libertad a los seiscientos tumbesinos retenidos en Puná como vasallas, y reservado algunos para el sacrificio en holocausto del dios Tumbal, y esto acabó por exasperar el ánimo belicoso de los isleños. Patentes ya los odios entre patricios y advenedizos, se resolvieron los primeros a acabar con estos, y en son de esparcirse con una cacería a que los invitaron, creyeron fácilmente deshacerse de ellos. El astuto Pizarro caló el proyecto y lo evitó con su vigilancia, bien que deseando mejor ocasión para aprovecharse de los resultados. Supo, en efecto, que estaban reunidos diecisiete Curacas concertándose para combatirle, y al punto se fue tras ellos, tomó a todos y,   —118→   reservando sólo a Tumbalá, entregó a los demás a los tumbesinos, quienes los sacrificaron inmediatamente sin piedad.

Los isleños no pudieron ya resistir a semejante golpe, y acometieron furiosos a un tiempo tanto al campamento español, como a sus buques. Pero, aunque muchos y peleando como desesperados, peleaban sin concierto, con piedras, flechas o armas de madera, indefensos sus cuerpos, y los españoles en el mejor orden, con armas de fuego o blancas de hierro, y con armaduras que los defendían de la cabeza a los pies. El resultado no podía ser dudoso, y los indios huyeron espantados al asomar Hernando Pizarro que los cargó con la caballería. La tierra quedó sembrada de cadáveres, y los españoles sólo tuvieron que sentir por tres muertos y unos pocos heridos, entre los cuales se contó el mismo Fernando.

No se dieron los isleños por vencidos a pesar de tan sangrienta derrota, sino que apareciendo ya en el campamento enemigo o por sus buques, de noche o de día, de lejos con las flechas o de cerca con los dardos, y luego refugiándose entre las selvas, mantuvieron a los españoles en constante desasosiego y temores. Tumbalá, obligado por Pizarro, fingía aconsejar a sus vasallos que desistiesen de la guerra y entrasen en paz; pero ellos contestaban a gritos que la continuarían de un modo exterminador contra ingratos que tan mal habían correspondido a su buen recibimiento y favores.

La vida de Puná vino a ser para los invasores fastidiosa, tanto más cuanto ni contaban con subsistencia segura, ni esperaban de un pueblo pobre el oro y alhajas de que podían apropiarse, y tras esto comenzaron las enfermedades, y seguía la inquietud por los repetidos ataques de los indios. Vínoles, por fortuna, un refuerzo de cien soldados a quienes comandaba Hernando Soto, capitán de fama, y reservado para ser después el descubridor del Misisipi, y el conquistador de esa parte de la América del Norte que llamamos Florida. Noticias ciertas, por otra parte, de la encarnizada guerra que se hacían   —119→   los hermanos Atahualpa y Huáscar por quedarse uno solo de ellos con el imperio eran para Pizarro noticias de mucha cuenta para aprovecharse de tan excelente ocasión, y conceptuar más hacedera la conquista; y así tomó al punto su resolución. Los tumbesinos eran amigos suyos, y ahora más que antes debían tenerle como tal, puesto que había libertado a seiscientos de ellos, retenidos prisioneros por los isleños, de Puná; y Tumbes, en consecuencia, le pareció el punto más a propósito para comenzar las operaciones de la conquista.

1532. Una vez resuelta la salida de Puná, se embarcaron parte de los españoles en sus buques, y otra parte en balsas. Los tumbesinos, que antes los habían recibido con tanta afabilidad y agasajos, ahora sin que podamos dar con lo cierto, se apercibieron a recibirlos como a enemigos; a no ser que, sabedores de las tropelías cometidas en Puná, hubiesen comprendido al cabo que los extranjeros tendían a subyugar a todos. Ello es que, dándolas de amigos, vinieron a ofrecerse como conductores de las balsas, en tanto que otros en mayor número quedaban reunidos en la playa donde debían desembarcar los castellanos. Tres de estos que tocaron en la playa con la primera balsa, fueron muy afable pero alevosamente recibidos; pues, llevados al bosque inmediato, les sacaron los ojos, les cortaron brazos y piernas, y luego los arrojaron vivos todavía en unas grandes calderas de barro que contenía agua hervida. Soto y otros tres habrían corrido la misma suerte, si la satisfacción que los indios no pudieron disimular, no hubiese despertado algunos recelos. También habrían perecido otros en distinto punto, sino se presentara Fernando Pizarro, a tiempo, acompañado de algunos jinetes que alcanzaron activos a ensillar los caballos. La aparición de estos seres, medio hombres medio animales, y la audacia con que acometieron a los indios, fue para estos espantosa, y huyeron despavoridos todos.

La misma causa, si no ciertos excesos particulares cometidos por el gallardo Molina y el galancete Ginés, debió influir en que los indios mataran a estos desgraciados   —120→   que tan confiadamente habían quedado entre ellos; pues natural es juzgar que, cuando no el vulgo, los inteligentes, a lo menos, estaban ya todos entendidos de que el ánimo de los extranjeros era avasallarlos. En cuanto a la hermosa y rica Tumbes, que había excitado la admiración de Pizarro y compañeros en su primer viaje, ahora que entraron en la ciudad la vieron solitaria y desolada, porque los isleños después de la retirada de Atahualpa, la destruyeron casi del todo, sin dejar otras señales de su magnificencia que los vestigios del templo, fortaleza y algunas pocas casas particulares.

Un indio con quien, al cabo de unas cuantas diligencias, dieron los españoles en las inmediaciones de Tumbes, les habló de la grandeza de Cuzco, la capital del imperio, y el modo como le trataron animó a otros para volver a sus hogares. También estos les hablaron de las riquezas de Cuzco, Pachacámac y Vilcas, y esto determinó a Pizarro a preparar cuanto antes su expedición. Vencidos los tumbesinos con maña o por medio de las armas, pudo establecer sobre las ruinas de Tumbes la primera colonia; pero prefirió buscar otro lugar más adecuado por las inmediaciones de Paita, hermoso puerto que podía mantener sus buques al abrigo de todo viento.

Moviose, en efecto, para el sur el 16 de mayo de 1532, y destacó a Soto con alguna gente para que explorase lo interior del continente. Los indios de las serranías creyeron acabar con estos pocos; mas, al probar el temple de los invasores y el de sus armas, corrieron espantados, y Soto después de ver con sus ojos las muestras de civilización que halló en la sierra, volvió para la costa a incorporarse con Pizarro. También los naturales de la costa, aconsejados sin duda por su propia prudencia e interés, oponían resistencia a los pasos del invasor o dejaban yermas las poblaciones, y sin embargo Pizarro venció y sujetó a todos, ora con su clemencia, tratando piadosamente a los rendidos y asegurándoles que quería vivir en paz, ora con sus armas e intrepidez que los otros no podían contrarrestar. Político acertado o astuto, como se quiera, castigaba severamente los desmanes de los suyos contra las personas y propiedades   —121→   de los indios, y los indios, pagados de este proceder, allanaron el camino de la conquista. La fama iba esparcida por delante, y los pueblos del tránsito preparaban gustosos cuanto necesitaban para su marcha los invasores; y no sólo esto, sino que de seguida reconocían sin comprenderlo, el vasallaje de España y de la Iglesia.

Andando así Pizarro bajo tan buenos auspicios, fue a dar con una población situada a orillas del río Chira, donde el Cacique Mayavilca le recibió no sólo con indiferencia, mas también como dispuesto a atajarle los pasos. Pizarro penetró las intenciones del Cacique, deshizo sus proyectos y fundó la colonia de San Miguel de Piura. Levantose un templo, una casa capitular, un fortín, una aduana y algunos edificios, y repartiéronse para los pobladores los solares necesarios y encomiendas. Nombráronse, asimismo, los miembros de que debía componerse el ayuntamiento, se estatuyeron y publicaron las reglas de buen gobierno, y quedó sentada en fin la planta del conquistador en la tierra de nuestros antepasados. San Miguel, iba a servir como de puesto avanzado para lo interior del continente, y de almacén para recibir cuantos auxilios le vinieran desde Panamá. Pizarro, como dice Herrera, quiso tener pie fijo en la tierra.

Para ponerse en marcha con la expedición, Pizarro sólo esperaba la venida de Almagro con los refuerzos ofrecidos; pero Almagro no asomaba a pesar de cinco meses transcurridos, y la impaciencia del intrépido aventurero no podía tolerar mayor dilación. Las noticias de que las tropas de Atahualpa iban de lance en lance acabando con las de su hermano Huáscar, y el temor de que, hecho uno solo de ellos dueño del imperio, vendría a dar unidad a la nación y a dificultar la conquista, fueron para él consideraciones de importancia que no podía desatender, y se determinó a ir tras Atahualpa, cuya Corte se hallaba en Cajamarca.

Dejó en consecuencia, algunos oficiales reales con una corta guarnición en San Miguel, les enseñó como habían de defenderse de los indios, caso de ser acometidos, y les   —122→   recomendó con encarecimiento que tratasen bien a los naturales, porque en esto principalmente consistía el buen éxito de la expedición. En San Miguel volvió a reunir cuanto oro y piedras preciosas tenía recogido, separó el quinto para el Rey y remitió lo restante a Panamá, a fin de mostrarse cumplido con sus acreedores, y animar a otros a que vinieran a incorporarse con la expedición.




IV

Ciento setenta hombres, con inclusión de setenta y tantos de a caballo, eran los que a más, componía esa expedición con que Pizarro venía a volcar un viejo imperio, sostenido y consolidado por la religión y los siglos y entonces defendido por guerreros avezados a las fatigas de los campamentos y a la victoria. Agregábanse por único auxilio tres arcabuceros, veinte ballesteros y dos piezas de artillería. Veníase a luchar con los caminos, los bosques, los barrancos, los desiertos, las cordilleras y con diez millones de vasallos, esto es, como con cien mil para cada uno de los expedicionarios; y la religión, la codicia, la audacia, el reciente ejemplo del avasallamiento de México, y pese Pizarro, imitador de Cortez, aunque sin tener su educación ni maneras, vencieron a los hombres y la naturaleza juntamente. La expedición salió para la Sierra el 24 de setiembre de 1532, y no sobrevino cosa de importancia en los cinco primeros días; la marcha era lenta, pues tenían que andar batiendo la estrada a cada paso, y andar ojo avizor con pueblos que, aunque los recibían como amigos, podían ser verdaderos enemigos.

Al comenzar a subir la primera montaña, notó Pizarro que algunos de los suyos principiaban a perder el ánimo, y para que no se contagiara esta flaqueza, les dijo resueltamente: «Los que desconfíen del buen éxito de la empresa, o no se hallen preparados para hacer frente a   —123→   todos los peligros, pueden volverse a San Miguel, y tendrán repartimiento de tierra e indios. Yo seguiré adelante con los que, muchos o pocos, quieran resistir a todo, y estoy seguro que un corto número de valientes nos dará la victoria». Hubo nueve que se aprovecharon del permiso, y volvieron, cobardes, para atrás: los demás, como participando del coraje del caudillo, siguieron impertérritos su camino.

Algo más adelante dieron con un indio Cacique, quien les notició que dos jornadas después encontrarían una guarnición puesta en el pueblo de Cajas, y Pizarro destacó a Soto para que fuera a reconocerla. Halló efectivamente armados a los de este pueblo; pero, asimismo, dispuestos a recibirlos bien, si eran pacíficas las intenciones de los extranjeros, lo que fue muy fácil protestar. Soto que recorrió no sólo el territorio de Cajas sino también el de la ciudad de Huancabamba, recibió curioso cuantas noticias le dieron de Atahualpa y su gobierno, vio a unas mujeres tejiendo los vestidos para el ejército, el templo, fortaleza y más edificios públicos de esta ciudad, y admiró sobre todo la calzada de a mil leguas que unía a Quito con el Cuzco. Soto estuvo de vuelta de su comisión a los ocho días, y volvió en junta de un enviado de Atahualpa, quien, aun cuando sabía desde muy antes que asomaran tales extranjeros a su imperio, no había hecho caso ninguno de ellos, en atención a la cortedad de su número y porque todo el pensar del príncipe estaba concentrado en la guerra con su hermano. Más bien que miedo, tenía el altivo vencedor de Huáscar viva curiosidad de conocer hombres de otra raza.

Esto no obstante, cuando se echó a volar la voz de que los barbudos eran invencibles, que a veces parecían hombres, y a veces monstruos, puesto que, a la cuenta, formaban un solo cuerpo con otro animal, y despedían rayos y centellas como el cielo; no dejó de preocuparse, y trató primero de consultarse con los oráculos. Los ministros del sol, apenas informados de que eran muy pocos los extranjeros, respondieron como era natural, de un modo satisfactorio para el Inca, asegurando que, caídos   —124→   del cielo o brotados del mar, genios benéficos o exterminadores, estaban como todos los mortales sujetos a la muerte. Sabido esto, Atahualpa se resolvió a enviar su embajada con el objeto de ofrecerles unos regalos, e invitarlos a que fueran a visitarle en su campamento. El embajador era nada menos que Huaina-Palcon, individuo de la real familia, a quien acompañaban otros personajes de categoría, y los regalos consistieron en dos fuentes de piedra que figuraban una fortaleza, en tejidos de lana muy finos, en bordados de oro y plata, y en unos patos secos que, reducidos a polvo y puestos a la candela, servían de sahumerio.

El malicioso Pizarro comprendió que el verdadero objeto de la embajada era para imponerse el Inca de la fuerza y calidad de los invasores; pero disimulando este conocimiento, dispuso que se tratase al embajador del mejor modo imaginable. Poco se detuvo el embajador, a pesar de las instancias con que Pizarro le invitó a que prolongase la visita; pero observó curiosamente cuantos objetos extraños llamaban su atención, y preguntó la causa y fin con que había venido a recorrer su nación. Pizarro que mantenía a su lado a los indezuelos Martín y Felipillo, que aun los había llevado a España y hablaban ya bien el castellano, satisfizo, sirviéndose de ellos, las curiosidades del príncipe; y en cuanto al objeto de su venida le dijo que él y sus compañeros eran vasallos de un monarca poderoso que reinaba más allá de los mares, y que habiendo llegado a su noticia la fama de las victorias de Atahualpa, venían a ofrecerle sus respetos y servicios. Añadió que manifestase al Inca la determinación en que estaba de no detenerse sino lo muy necesario en el camino para comparecer en su presencia. En cambio de los obsequios recibidos, le envió una camisa de lino, un gorro encarnado y algunas bujerías.

Los expedicionarios padecieron bastante por dos días al atravesar los áridos desiertos de Sechura, e hicieron alto en el pueblecillo que hoy lleva el nombre de Amotape, desamparado por el Curaca que con sus trescientos soldados había ido a incorporarse con el ejército del Inca.   —125→   Después de cuatro días de descanso, fueron a dar con un río ancho, profundo y de rápida corriente donde pasaron varios trabajos para atravesarle, y, ya en la orilla opuesta, supieron que habían huido algunos indios de los cuales fue tomado uno por Fernando Pizarro. El indio se negó a contestar a las preguntas que se le hacían; mas, habiéndosele puesto a tormento, declaró que el Rey estaba acampado con todo su ejército dividido en tres partes, que respectivamente ocupaban la altura y llanuras de Cajamarca: que sabía la aproximación de los invasores y la cortedad de su número; y que los atraía a su campamento, para tomarlos con toda seguridad.

Este informe inquietó al capitán español, y más cuando fue contradicho por otro que aseguraba haber visto a Atahualpa acampado con cincuenta mil hombres en Huamachuco, veinte o más leguas al sur de Cajamarca. Ocurriósele a Pizarro enviar un indio de espía al campamento del Inca para que le trajese noticias ciertas; pero el indio se negó resueltamente por lo arriesgado de tal encargo, y más bien se convino en ir como agente suyo. Pizarro accedió a la propuesta, y partió el indio con el encargo de manifestar a su soberano que quien le enviaba seguía su camino con cuanta rapidez le era posible, y con el muy traidor, además, de que observase si los pasos del camino se hallaban defendidos, y si había preparativos hostiles en los pueblos; todo lo cual debía comunicarle por medio de otras dos o tres indios que, habían de acompañarle.

Tomada esta cautela, el conquistador siguió resuelto su marcha y al andar de tres días tocó en la base de la cordillera que separaba las tierras altas de las bajas. Cuestas, pendientes, bosques tupidos, picachos elevados y vestidos de nieve, torrentes de agua que aquí y allí asomaban precipitándose desde las alturas, profundos barrancos formados por las lluvias; constituían una posición tal, que para defenderla habría bastado una veintena de hombres. Pero el Inca, si es que alguna vez pensó defenderse de enemigos que no podía tener, descuidó hasta su principal defensa; y los españoles, subiendo por   —126→   pendientes de donde parecía iban a desplomarse las rocas suspendidas como en el aire, o peñascos enteros sobre sus cabezas y atravesando caminos donde apenas alcanzaba un pie, cuanto más los cuatro de un caballo, salvaron airosamente todos los obstáculos. Una gran fortaleza que se presentó a su vista, formada en uno de los ángulos del camino que culebreaba, los inquietó sobremanera pues ya les parecía ver asomar a los defensores de la tierra que profanaban y acabar con todos. Pero resultó abandonada del todo, y esto les convenció de que Atahualpa no pensaba en atajarles los pasos; pues, a quererlo, los habría cortado en ese punto sin remedio. Aun dieron después con otra fortaleza más sólida todavía que la anterior, pero también abandonada.

A medida que avanzaban habían ido cambiando la vegetación y el clima, y hombres y caballos juntamente comenzaban a tiritar de frío. Por fin llegaron a la cumbre de la cordillera y a pisar los páramos cubiertos de lo que decimos paja, en donde vino a encontrarlos uno de los indios que acompañaron al enviado de Pizarro a la Corte de Atahualpa, quien le informó que no había enemigo ninguno en los caminos, y que muy pronto llegaría al campamento español otro mensajero del Inca.

Efectivamente, llegó muy en breve este embajador, trayendo para Pizarro unas cuantas llamas de regalo. Traía el encargo de saludar a los españoles a nombre de su soberano, y manifestarles el deseo que tenía de que llegaran lo más pronto a Cajamarca para tener el gusto de proporcionarles cuanto necesitasen. Pizarro supo por el embajador que Atahualpa había salido de Huamachuca, y se hallaba actualmente en los baños de Cuñu, distante no más que tres millas de Cajamarca, y repitió al mensajero que la fama de los triunfos del Inca le había movido a venir a sus dominios y ofrecerle los servicios de los españoles, añadiendo que si Atahualpa le recibía con la misma buena voluntad que él le tenía, no habría inconveniente en retardar su vuelta para el otro lado de los mares.

  —127→  

Siguiendo los expedicionarios su camino, encontraron con otro embajador que, más o menos, traía el mismo encargo que el anterior. Presentose con una gran comitiva, y se hacía servir la chicha en copas de oro, por las cuales se les iba el alma a los aventureros. En esto llegó el mensajero enviado en comisión por Pizarro, el cual, viendo las consideraciones que los españoles guardaban al embajador del Inca, montó en cólera y quiso venir con él a las manos, porque era un espía, y era muy duro ver, dijo, que se las tuviesen, cuando a él, llevando una embajada igual, no se le había permitido hablar con el Inca, bajo pretexto de que estaba cumpliendo con el precepto del ayuno, ni hecho aprecio ninguno de su comisión. De vosotros, añadió se habla con desprecio en el campamento de Atahualpa.

Patentes quedaban para Pizarro las intenciones hostiles que abrigaba el Inca respecto de los españoles; pero obrando de diestro a diestro, disimuló sus sospechas y despidió al embajador reiterando las protestas de que bien pronto se presentaría a su soberano.

Después de vencidas otras dificultades, procedentes del camino que llevaban los expedicionarios, divisaron al fin el hermoso valle de Cajamarca y la ciudad de este nombre con blancas casas doradas por el sol. Algo más allá descubrieron una como nube de tiendas de campaña que, extendiéndose a varias millas, demostraban cuanta gente había bajo tales pabellones, cosa que no dejó de inquietarles. Pizarro dividió su cuerpo en tres partes, siguió el camino en orden de batalla, según lo permitía el suelo, y entró en la ciudad que la encontró casi del todo desierta el 15 de noviembre del mismo año por la tarde.




V

Deseando Pizarro penetrar las intenciones del Inca, destacó a Soto con quince jinetes a que fuera a verse   —128→   con él; y luego, conceptuando muy corta esta partida, envió también a su hermano Fernando con veinte hombres más de caballería. Ambos llevaban el encargo, no sólo de saludarle, más de suplicarle que viniera a Cajamarca a cenar en junta de su huésped, y de preguntarle en dónde se habían de acuartelar Pizarro y sus tropas.

Bien pronto llegaron a la casa en que estaba el Inca. El patio se hallaba lleno de indios nobles y distinguidos, tan ricamente adornados que no sabían decir cual de ellos era el soberano, y si le conocieron fue más bien por la mayor sencillez de sus vestidos y la borla carmesí que colgaba sobre su frente. Hallábase sentado sobre un almohadón a tono de los turcos, y los cortesanos de pie y al rededor suyo, cada uno según su categoría. Los españoles le miraron con curiosidad, como a príncipe cuyas crueldades se habían ponderado, pero cuyo valor y talento le hicieron dueño del imperio; y no se distinguían, sin embargo, en su fisonomía, ni las feroces pasiones ni la sagacidad que se le atribuían. En ella sólo estaban patentes la gravedad y la conciencia del poder, prendas o achaques de los grandes soberanos.

Fernando Pizarro y Soto con dos o tres de los suyos se le acercaron lentamente, pero a caballo, hasta ponerse al frente del Inca; y el primero haciéndole un respetuoso saludo, le dijo que iba como embajador de su hermano, el Comandante en Jefe de los españoles, a noticiarle que habían llegado ya a Cajamarca. Añadió que eran vasallos de un monarca poderoso, y que venían atraídos por la fama de las victorias del Inca a prestarle los servicios que él le ofrecía, a comunicarle las doctrinas de la verdadera religión que ellos profesaban, y a invitarle fuera a ver a sus huéspedes en donde el Inca tenía su residencia actual.

El Inca no contestó cosa ninguna y permaneció mudo con los ojos fijos en el suelo. Uno de los grandes que estaba a su lado, se contentó con decir: está bien. Pizarro volvió a hablarle cortésmente, suplicándole que le contestara e hiciera conocer su voluntad, y entonces, Atahualpa, levantando la cabeza y sonriéndose dijo: «Decid   —129→   al capitán que os envía acá que estoy guardando ayuno y le acabo mañana por la mañana: que en bebiendo una vez, yo iré con unos de estos principales a verme con él: que en tanto él se aposente en esas casas que están en la plaza, que son comunes para todos; y que no entren en otra ninguna hasta que yo vaya, y entonces mandaré lo que se ha de hacer».

Soto, que había observado la atención con que el Inca miraba al caballo, el cual tascaba el freno y pateaba impaciente, como sucede a todos los fogosos cuando se quiere que se estén parados, le metió espuelas y echó a correr por la llanura, y luego torneándole de un lado para otro, le hizo dar cuantos movimientos airosos podía dar el buen animal, pues Soto era tal vez el jinete más diestro entre todos sus compañeros. Parándole luego de súbito en la carrera, casi le hizo descansar sólo sobre uno de los pies traseros, tan cerca de Atahualpa que salpicó su vestido con la espuma que arrojaba por la boca. El Inca mantuvo su gravedad; mas, asustados algunos de sus cortesanos, se ladearon o huyeron, timidez que costó a estos últimos la vida, porque Atahualpa mandó les cortaran las cabezas en la misma noche, por haberla manifestado cobardemente en presencia de los extranjeros.

Hizo luego servir el Emperador algunas cosas de comer, que los españoles no aceptaron por no desmontarse, y sólo tomaron un poco de chicha que se les dio en vasos de oro de tamaño extraordinario, y brindada por las más hermosas princesas del harem11. Despidiéronse muy luego los españoles y se volvieron a Cajamarca, donde contaron cuanto habían visto y admirado en riquezas, poder y orden que demostraban un grado de cultura que no creían ver. Ponderaron principalmente la disciplina   —130→   que habían advertido en las filas del ejército indio, y echadas a volar estas noticias entre los soldados de Pizarro, se tuvieron estos por perdidos, como entrados ya en el corazón del imperio sin poder retroceder para las costas.

Pero Francisco Pizarro cuyo ánimo esforzado veía las cosas de otro modo alentó el de sus compañeros haciéndoles esperanzar en su valor y confiar en Dios, por quien venían a someter a los infieles, y quien les había librado ya de los mayores peligros. Viva se conservaba todavía la fe de los hombres de su tiempo, y la fe religiosa es una potencia que convierte en mártires a los más medrosos. Pizarro llamó a consejo a sus oficiales, y propuso tomar prisionero al Inca en medio de su mismo ejército, sin más que tenderle una celada; proyecto desesperado, cierto, pero conforme a sus no menos desesperadas circunstancias. ¿Adónde podían huir? Al instante que dieran un paso atrás caería sobre ellos todo ese ejército de indios, y los castellanos apenas conocían otro camino que el que habían llevado, y era de temerse estuviesen ya tomadas todas sus salidas.

No había pues tiempo que perder, y más cuando de un día a otro podían asomar las legiones victoriosas que acaudillaban Quisquís y Calicuchima. El Inca había ofrecido visitarlos, y esta era la mayor ocasión que podía presentarse para el buen desempeño de su proyecto: una vez prisionero Atahualpa, huirían sus tropas sorprendidas y quedaba hacedero lo demás.

Tomada la resolución, se tomaron también cuantas precauciones y vigilancia demandaban las circunstancias, y se retiraron a dormir en las vísperas de un día en que o había de perderse la vida, o hacerse dueños de un vasto imperio.

Nada sabemos en cuanto a las intenciones del Inca para haber ofrecido que al día siguiente estaría en Cajamarca; pero sí que hubo cortesanos que lo sintieron profunda aunque indistintamente: a juicio de ellos, era   —131→   un paso imprudente que podía traer muy malas consecuencias. El capitán Rumiñahui, recientemente ido de Quito con cinco mil hombres a Cajamarca, con el fin de pasar a incorporarse con Calicuchima y Quisquís, había asistido a la conferencia habida en Cuñu entre su Rey y los españoles, y oída la oferta hecha por aquel de que los vería al día siguiente en su cuartel. Por demás vivo como era, penetró al instante las consecuencias que podía producir la segunda entrevista en Cajamarca, y se salió del campamento real en la misma noche a ponerse a la cabeza de sus cinco mil hombres, revolviendo un desleal y osado proyecto con que debía apurar los quebrantos del imperio. Rumiñahui alcanzó a oír al día siguiente el estruendo de la artillería, como lo había previsto; se aferró a sus criminales pensamientos, y se volvió con la gente para Quito, resuelto a apoderarse del reino, como veremos en su lugar.




VI

La plaza de Cajamarca estaba guarnecida por sus tres lados con las casas que la rodeaban, y Pizarro colocó en estas la caballería dividida por mitades; la una a órdenes de su hermano Fernando, y la otra a las de Soto. La infantería la situó en otro edificio, reservándose para sí veinte hombres de los mejores para hacer frente con ellos a donde lo pidiesen las circunstancias; y Pedro Candía con algunos soldados y las dos piezas de artillería, ocupó la fortaleza de la ciudad. Ordenó a todos que se mantuviesen escondidos y callados hasta que se diera la señal por medio de un tiro de arcabuz, y que entonces saliesen espada en mano sobre la comitiva del Inca, y se apoderasen de su persona.

Dadas estas disposiciones, uno de los sacerdotes de la expedición celebró una misa con cuanta solemnidad fue posible e invocó a Dios para que dispensase su protección   —132→   a los que iban a pelear por difundir el imperio de la cruz: los concurrentes cantaron entusiasmados el Exurge Domine. «Parecían mártires dispuestos a dar su vida en defensa de la fe, más bien que aventureros que meditaban la ejecución de uno de los actos más atroces que la historia enseña».

Desde la alborada del 16 de noviembre de 1532 se veía agitado el campo de Atahualpa con multitud de preparativos y un incesante vaivén, motivados por el fausto y esplendor de la entrada del soberano en Cajamarca, con que los indios querían deslumbrar a los extranjeros. El de Pizarro ofrecía un espectáculo diferente: lustrábanse las armas; poníanse cascabeles a los pretales de los caballos, a fin de que con el ruido se estimulase su fogosidad, y se atemorizasen más los indios; repartíanse provisiones abundantes a las tropas, y cada cual esperaba, sino confiado, resuelto el paradero de tan tremendo trance.

Avanzaba el día perdiéndose en el arreglo del orden y formación con que habían de caminar los de la comitiva de Atahualpa, y los españoles renegaban contra esta lentitud que prolongaba la amargura de la incertidumbre de un resultado mortal o venturoso. Por fin, casi al acabar la luz del sol, vieron entrar en la plaza como cuatrocientos lacayos vestidos de librea que iban limpiando hasta las pajas más chicas del camino por donde había de transitar su señor, y luego a este montado sobre un trono portátil, cubierto el cuerpo con medallones de oro y piedras preciosas, ceñida la frente con la corona y fleco carmesí, y sentado en riquísimo cojín, salpicado también de inestimables joyas. Cargaban el trono los grandes y privados del Emperador, como gracia que no se dispensaba a todos; y tras él entraron otros principales señores, cargados también en andas menos esplendorosas. Cantores, músicos y bailarines, engalanados con plumajes y otros adornos brillantes, completaban la comitiva regia de Atahualpa.

Como en la plaza no cupiesen más de tres o cuatro mil hombres, quedaron la escolta y lo restante del pueblo   —133→   a retaguardia en la llanura contigua a la entrada de la ciudad. No viendo el Inca en la plaza a ninguno de los extranjeros, juzgó que, por respeto a su persona, esperaban permiso para salir a cumplimentarle; mas poco después se presentó el padre dominicano, fray Vicente Valverde, capellán de Pizarro, acompañado de Felipillo, con un cristo en una mano y su breviario en otra, y se le acercó manifestándole reverencia. El Inca, al verle, dijo a los suyos: «Estos hombres parecen mensajeros de los dioses. Guardaos de hacerles ningún mal». Valverde le dirigió un largo discurso, hablándole de la creación del mundo, de nuestro primer padre, de la encarnación del Verbo, de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, del Papa, su vicario en la tierra, etc., etc. Luego le habló de Alejandro VI, Soberano Pontífice de entonces, de la donación que este había hecho de las dos Américas al Rey de Castilla, en cuyo nombre pedía que, de poniendo Atahualpa sus extraviadas y falsas creencias, aceptase la religión cristiana, reconociese la supremacía del Papa, y se sometiese a la autoridad de Carlos V, quien le protegería y apreciaría como a leal vasallo.

Acaso la historia de los acontecimientos humanos no ofrece un ejemplo igual, reconocido acordemente por todos los escritores, en que resalten a un tiempo y hasta más no poder la indiscreción, la insensatez y la osadía. ¡Memoria triste de tiempos que ya pasaron, y que, Dios mediante, no volverán jamás! Aquella larga, intempestiva e imprudente disertación del padre Valverde, mal entendida y mal traducida por el intérprete, no pudo menos que hacer centellar de rabia los ojos del idólatra, y demostrar un espantoso ceño: «No quiero ser tributario de ningún hombre, contestó, porque yo soy el mayor príncipe de la tierra. Vuestro Emperador puede ser muy grande, no lo dudo, cuando ha enviado a sus vasallos desde tan lejos y cruzando los mares, y por esto quiero tratarle coma a hermano. En cuanto al Papa de quien me habláis, es menester que esté loco para dar tan liberalmente lo que no es suyo; y por lo que respecta a mi religión, estoy muy avenido con ella, pues si vuestro   —134→   Dios fue condenado a muerte por sus mismas criaturas, el mío (dijo señalando el sol que ya iba a hundirse bajo la tierra), el mío vive todavía en los cielos y está velando por sus hijos». Luego preguntó a Valverde en qué autoridad se apoyaba para creer tan misteriosas relaciones, y el dominico le presentó el breviario, diciéndole que él encerraba cuanto le había expuesto. El Inca lo tomó con ansiosa curiosidad, lo abrió, recorrió algunas de sus páginas y lo aplicó a la oreja; mas, viéndose burlado, porque seguramente esperaba ver, oír o sentir alguna cosa, le arrojó con indignación diciendo: «Esto que me das nada me dice. Di a tus compañeros que me darán cuenta de sus acciones en mis dominios, y que no me iré de aquí sin haber obtenido satisfacción completa de los agravios que me han hecho».

Altamente ofendido Valverde con el ultraje hecho al libro sagrado, le alzó del suelo y corrió a ver a Pizarro e informarle de lo ocurrido, añadiendo: «¿No veis que mientras estamos aquí gastando el tiempo en hablar con ese perro lleno de soberbia, se están ocupando los campos por los indios? Salid a él que yo os absuelvo»12.

Apenas oído esto por Pizarro, mandó disparar el tiro convenido; y lanzando luego el antiguo grito de guerra: ¡Santiago y a ellos! salieron todos los españoles a un tiempo, sonaron las trompetas, descargaron la artillería y fusilería, y cayeron caballos, caballeros y peones, sable o espada en mano, sobre aquella confusa, inerme e impróvida multitud. Tal vez no hubo un solo tiro en blanco, puesto que todos iban asestados contra una compacta muchedumbre; y los indios fueron cayendo aquí y allí, muertos o heridos por las armas, o atropellados por los   —135→   caballos. La sorpresa, la detonación de las armas de fuego y el movimiento veloz de los caballos espantaron a los pobres indios y procuraron huir. La estrechez de las salidas les negó este arbitrio de salvación; de modo que, yendo y viniendo, y remolinándose en tan reducido recinto, fueron más pronto y más fácilmente degollados.

Cuando estaba ya bien adelantada esta carnicería, se presentó Pizarro con los veinte hombres reservados, y se dirigió con ellos hacia el trono del atónito Inca, matando a cuantos le rodeaban y escudaban con sus cuerpos. Estos fieles vasallos, que procuraban sostenerle sobre sus hombros a costa de la vida, fueron también cayendo sucesivamente, hasta que Pizarro, abriéndose paso, logró acercarse cuanto pudo, le tomó de un brazo, le echó por tierra y le hizo prisionero.

Al recibir los indios este último golpe de infortunio, pretendieron huir por una pared baja; pero como se agolparon tantos a un tiempo, se vino a tierra con el peso y dejó una ancha abertura con el derrumbo. Fugaron efectivamente muchos por esa abertura proporcionada por la casualidad; mas como la proporcionó también a los caballos, fueron perseguidos y destrozados a manos lavadas casi todos. No andan muy conformes los escritores de este suceso acerca del número de víctimas, pues unos le hacen montar a siete mil, otros a seis y otros a cinco, con excepción de Robertson que, refiriéndose a Jerez, dice que sólo fueron dos mil. El secretario de Pizarro se halla contradicho, además, por una autoridad de mucho peso, a juicio de Prescott, por el indio Titucussi, que computó el número en diez mil. Los victimarios terribles como son en semejantes trances, sienten seguramente alguna cosa que se parece a vergüenza o arrepentimiento, y Jerez, uno de ellos, debió participar de esa tendencia a minorar el número de muertos como para acallar los clamores de la humanidad.

Tal fue el golpe con que Pizarro rindió un imperio para Carlos V, y abrió una fuente de toda clase de tesoros para su patria. Nunca acción alguna pudo ser ni más   —136→   hábil ni más osadamente preparada, ni ejecutarse tan a poco riesgo, ni producir tan completos resultados y ventura. La gloria de Pizarro (ya que el lenguaje humano ha tenido que aceptar esa palabra para preconizar las conquistas coronadas con buen éxito, por sangrientas e infames que sean) la gloria de Pizarro, decimos, aumentó la de aquel monarca, dueño ya casi de la mitad de Europa, y enalteció más el lustre de su fama y reinado. Pero si la historia tiene un lenguaje especial para eternizar la memoria de los conquistadores, también, la misma historia eterniza las manchas que empañan las acciones, y hace perder el brillo de ciertas glorias; la historia separa discretamente lo glorioso de lo infame, y la posteridad tiene que repetir la condenación de los alevosos medios que emplearon Pizarro y Valverde para la prisión de Atahualpa.

Cuando Pizarro había provocado al Inca a tener una entrevista, también le había invitado a cenar con él, y Pizarro, después del triunfo, cumplió su promesa haciendo que se sentara al lado suyo. Sirviose el banquete en un salón que daba frente a la plaza donde pocas horas antes era Atahualpa señor de millones de vasallos, y el otro no más que un arrojado aventurero, y se pusieron a platicar familiarmente por medio del intérprete. Asegúrase que el Emperador confesó haber tenido noticia de los españoles desde que desembarcaron en los dominios del sol, y de haberlos mirado con desprecio por lo reducido de sus fuerzas, sin dudar que con las suyas tan numerosas, habría acabado con las otras al internarse en Cajamarca. Asegúrase también que dijo haber deseado verlos por sí mismo para juzgar de ellos con acierto, elegir algunos para su servicio, dar muerte a los restantes, y apoderarse de sus armas y caballos.

Así puede ser, pues así queda explicado por qué dejó pasar tranquilamente a los españoles por los desfiladeros de las cordilleras. Pero, como observa Prescott, difícil también es creer que un príncipe, tenido por astuto e inteligente, según el testimonio general de cuantos le conocieron, fuera a revelar sin motivo ninguno sus intenciones secretas.

  —137→  

Atahualpa, cuando su prisión, frisaba apenas con los treinta años de edad. Se le pinta como bien formado y más robusto de lo que eran generalmente los de su raza: de ancha frente, hasta podía habérsele calificado de hermoso, a no ofenderle unos ojos sanguinolentos que daban a sus facciones una como expresión de ferocidad. Su lenguaje era fluido, graves sus maneras, pero severísimo y hasta duro con sus vasallos.

Antes de retirarse Pizarro a su dormitorio, dirigió a los suyos un breve discurso, relativo a las circunstancias en que se hallaban, y dispuso que se ofreciesen acciones de gracias a Dios por el milagro de no haber perdido sino un solo hombre de los suyos (parece que fue el negro). Aconsejoles que después de confiar en su omnipotencia divina, se portasen con suma cautela y tino, pues se hallaban en el corazón de un gran reino, rodeados de multitud de enemigos por demás adictos a su señor, y estuviesen preparados a cortar el sueño con prontitud cuando oyesen el llamamiento de las trompetas. Colocó luego los respectivos centinelas en los puestos convenientes, y una gruesa guardia en el aposento del Rey prisionero, y dictando otras y otras providencias propias de tan activo como discreto capitán, se retiró a dormir.

Los indios, aunque superiores en número y dueños de las mejores posiciones, no dieron un solo paso para vengarse, cuanto más por librar a su señor del cautiverio. Por demás abatido su ánimo, andaban dominados por esa audacia con que los blancos, siendo tan pocos, acometieran tan arrojada empresa, y ni tenían un solo caudillo que los guiase, pues los mejores de sus capitanes y las fuerzas veteranas estaban muy lejos hacia el sur.

No murió ningún español dice Velasco, citando a Gómara, porque a pesar de la bravura de los indios y de sus costumbres guerreras, ninguno quiso combatir ni defenderse, porque aun cuando estaban armados, no habían recibido para ello orden ninguna de su señor. El mismo Velasco, arrimándose al testimonio de Niza y Garcilaso, impugna luego a los escritores que han opinado   —138→   haber sido la sorpresa y turbación las causadoras de tanta flojedad y abatimiento, y cree lo fue la orden expresa del Inca de que no ofendiesen a los cristianos por ser mensajeros de los dioses, teniéndolos por tales según la predicción de Viracocha13.

A nuestra vez impugnamos a Velasco, y ateniéndonos a la narración del padre Niza que vino con la expedición a Cajamarca, creemos más bien en ella como dada por testigo ocular y de conciencia recta. Los indios, según Niza, estuvieron desarmados, pues cuando registraron sus cadáveres sólo hallaron los adornos con que engalanaban los cuerpos. Así, sobre todas, esta primera circunstancia, y luego la sorpresa causada por lo súbito del ataque, el estruendo de la artillería, los muertos que caían   —139→   como ofendidos por el rayo, sin alcanzar a ver de donde procedían golpes tan mortales, los torbellinos de polvo y humo levantados por la carrera de los caballos y la pólvora; fueron, a no dudar, las causas de tan extraña flojedad y cobardía. La prohibición del Inca, aun tomándola en el sentido más riguroso, y aun obrando en vasallos, acostumbrados a obedecer ciegamente los caprichosos antojos de los déspotas, no podían dictarse, cuanto más ser entendida en absoluto; esto es, aun para el caso en que fuesen ofendidos el Rey y los suyos. La naturaleza ha provisto a todos los seres, racionales o irracionales, de ese instinto de conservación, por el cual lo olvidamos todo, y es imposible creer que se dejaron matar sólo por no contradecir la orden del soberano.

El ningún recelo que podían infundir en el ánimo de Atahualpa unos pocos hombres venidos a visitarle como amigos, hizo que él y sus vasallos no se ocuparan sino en el boato con que pensaban deslumbrarlos. Tal exceso, de confianza los mantuvo inermes y desapercibidos, y naturalmente debieron perderse en castigo de tanto candor y credulidad.




VII

Sólo Pizarro salió herido de una mano, y esto porque al tiempo de ponerla sobre el Inca, un soldado español asestaba contra este una cuchillada. Los conquistadores pasaron la noche rebosando de alegría, y al día siguiente fue puesta la ciudad a saco, y recogieron los despojos de la empresa. Luego pasaron a los baños de Cuñu, de   —140→   donde fugaron las pocas tropas que allí había, quedando solamente cinco mil mujeres para apagar la salacidad de los vencedores. Recogieron muchos y muy ricos pabellones, vestidos de lana de finísimo tejido, y alhajas de oro y plata en abundancia. Las de oro pesaron doscientas sesenta y siete libras, y la vajilla de Atahualpa cien mil ducados también de oro.

Inmensos fueron igualmente los rebaños de llamas que los españoles encontraron en las inmediaciones de Cuñu, destinados para el consumo de la familia imperial y de los muchos cortesanos que rodeaban al Inca. Pizarro mandó recoger los necesarios para su tropa, y sin preveer la falta que harían después, dejó a los más vagando por los páramos o selvas, y casi llegó a perderse aquella cría tan cuidadosamente atendida por los gobiernos de los Incas.

Tan grande fue el número de prisioneros tomados después de la carnicería, que alguno de los compañeros de Pizarro opinó que debía matarse a todos, o a lo menos cortárseles las manos, a fin de evitar así toda tentativa de rehacimiento, e infundir temor en los demás de la nación. Pizarro desechó tan inhumano dictamen, no sólo como cruel, más aún como impolítico, y dejó libres a los más de los prisioneros, asegurándoles que no había de sucederles cosa ninguna, si se mantenían fieles al vasallaje impuesto. Los retenidos para que sirvieran como criados fueron, sin embargo, en tanto número, que el soldado más baladí los tuvo como puede tenerlos el noble más rico y malgastador.

El Inca, entretanto, rodeado de centinelas, atónito y hasta resistiendo todavía al testimonio de sus propios sentidos, no comprendía de lleno toda su desventura, bien que supo disimularla con fortaleza, pues se le oyó decir: Estas son las vicisitudes de la guerra. Pizarro le trató con suma consideración, y aun procuró aliviar el abatimiento en que había entrado después, diciéndole que no se preocupase por un revés al cual estaban expuestos cuantos Reyes gobernaban el mundo, y más cuando sólo   —141→   era la obra de Jesucristo y triunfo de la cruz, sin cuyo auxilio hubiera sido imposible rendirle en medio del ejército de que disponía el Inca. Díjole también que confiase en él, porque los españoles pertenecían a una raza soberbia, pero caballerosa y clemente, y guerreadora sólo contra los que se le oponían. Nada, sin embargo, pudo aquietar el ánimo del príncipe, pues las recientes atrocidades de que acababa de ser víctima y testigo, eran más convincentes para saber a qué atenerse.

Cediendo a los impulsos de ese tesoro del corazón que llamamos esperanza, y habiendo observado que no era tanto la religión, a cuyo nombre le hablaban, la promovedora de cuanto acababan de hacer los españoles, sino un apetito oculto y mal disimulado, la sed de la codicia; aventuró ofrecer a Pizarro una gran cantidad de oro por su rescate: «Si me prometéis la libertad y restituirme el trono, le dijo, os daré tantas piezas labradas de oro y plata cuantas alcancen a cubrir enteramente el pavimento de la estancia en que estoy preso». Sorprendiéronse los que estaban presentes de esta proposición que, a su juicio, era difícil de cumplirse, y el Inca, penetrando esta sorpresa, añadió enseguida: «Y no sólo daré lo prometido, sino cuanto baste para llenar la estancia hasta la altura de mi brazo».

Pizarro aceptó alegre y al instante la propuesta y en consecuencia la elevaron a contrato por medio de escribano y con las solemnidades debidas, trazándose luego al ruedo de la estancia una línea roja a la altura a que alcanzó el brazo del Inca puesto en pie. Pidió, sí, la aceptación de dos condiciones: la de no deber fundirse las piezas mientras no se llenara la medida; y la de dársele de plazo algún tiempo proporcionado a la distancia de los pueblos del imperio. Pizarro se convino con ambas, y entonces el Inca dictó las órdenes conducentes a todos los Curacas principales del reino recomendando a sus vasallos la mayor presteza del desempeño.

La habitación de Atahualpa tenía veinte y dos pies de largo, y diecisiete de ancho; la línea tirada subió a la altura de nueve pies.

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Después de celebrado el contrato, se siguió dulcificando el estado angustioso del Inca, y Fernando Pizarro y Soto principalmente le prestaban consideraciones tales, que hasta llegaron a hacerse sospechosos a los ojos de algunas almas mezquinas de sus compatriotas. Aprendió el ajedrez y con este juego mataba el tedio de la cautividad.

Principiaron, entre tanto, a centrar en Cajamarca las remesas de oro y plata envidas de Chimú, Huamachuco, Huancabamba y otras ciudades cercanas; mas la inmensa distancia en que estaban Quito, Pachacámac, Vilcas, Cuzco e isla Titicaca, las más ricas del imperio, dilataron como era de ser la remisión. Fuera de esto, el alzado y rebelde Rumiñahui la dificultaba entre los pueblos del norte, y los del sur, mal avenidos con el gobierno de Atahualpa, a quien miraban siempre como a usurpador, no podían tampoco ser muy solícitos en el cumplimiento de las órdenes del soberano. Huáscar a quien habían llegado las noticias del cautiverio de su hermano y del oro ofrecido por su rescate, mandó ofrecer, se dice, tres tantos más al caudillo español; pero este es punto que no está bien averiguado.

Íbase ya venciendo el plazo dentro del cual debía Atahualpa cumplir con lo prometido, y sin embargo no asomaban las remesas; y como, por otra parte, habían llegado al campamento español rumores, bien que muy vagos, de que los indios andaban concertándose para librar a su señor, bastó esta circunstancia para que empezaran a decir que el Inca trataba de engañarlos. Reconvenido Atahualpa acerca de ambos particulares, se justificó manifestando la distancia en que estaban sus principales ciudades; y en cuanto a la conspiración de sus vasallos, dijo que era del todo falsa, y que si Pizarro dudaba de ello todavía, enviase algunas personas de su confianza a que observasen por sí mismos la tranquilidad que reinaba en el imperio. «Ni uno solo de mis vasallos, añadió, se atreverá a presentarse armado, ni a levantar un dedo sin orden mía. Me tenéis en vuestro poder, mi vida está a   —143→   vuestra disposición ¿qué mayor prenda podéis querer de mi fidelidad?».

Diestro Pizarro en aprovecharse de cuantas ocasiones se presentaban favorablemente a sus intentos, aceptó gustoso estas seguridades, y despachó a su hermano Fernando para Pachacámac con veinte jinetes y doce fusileros. Fernando encontró en Huamachuco algunas cargas de oro, que las pasó para Cajamarca con seis de sus soldados, y siguió él hasta Antamarca. Mientras Fernando se dirigía a Pachacámac, Soto y Barco fueron despachados para Cuzco, en posesión del cual quería Pizarro entrar cuanto antes para asegurar la conquista del imperio.

Fernando, en su tránsito, fue no sólo bien recibido por los pueblos, sino festejado con danzas y obsequios de sus moradores. Pachacámac, entonces ciudad de primera orden, está hoy reducida a unos pocos paredones que ni siquiera son los vestigios de las maravillas que encerraba en otro tiempo. Llegado allí Fernando, se fue derecho al templo, sin guardar ninguna de las ceremonias que habían inventado sus sacerdotes para que fuera más sagrada y misteriosa la entrada en lo interior. Los sacerdotes trataron de impedirlo, mas él les dijo llana y categóricamente: «No he venido de tan lejos para que vuestro brazo me cierre esta puerta». Los indios creyeron que iba a sobrevenir con tal escándalo alguna revolución en la naturaleza, y ni faltaron devotos que afirmasen haberse conmovido los cimientos del templo. Fernando siguió adelante, derribó el ídolo de madera ante el cual iban a depositarse las ricas ofrendas de los devotos y acaudalados, y clavó una cruz en su lugar, aconsejando a los circunstantes que tuviesen confianza y fe en aquel símbolo humilde de la redención humana.

Los tesoros habían sido anticipadamente trasladados y sepultados, y Fernando no halló sino muy poco oro en el templo. Con todo, algunos días después fueron llegándole los metales preciosos que los pueblos remitían en obedecimiento a las órdenes del soberano, y alcanzó a reunir hasta ochenta y cinco mil castellanos en oro, y tres mil marcos de plata. Desempeñada la comisión de Fernando, se puso en camino para volverse a Cajamarca.



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VIII

Dijimos que Atahualpa, antes de su entrevista con los españoles, había dado a sus generales la orden de trasladar a Huáscar de la fortaleza de Jauja a otra más segura y poco distante de Pachacámac. Calicuchima, en consecuencia, tuvo que apartarse del ejército, acampado entonces por las cercanías del Cuzco, sin llevar consigo otra compañía que dos oficiales de su entera satisfacción. Sacó a Huáscar de la prisión y lo entregó a dichos oficiales, diciéndoles que lo llevasen con el debido acatamiento, y se quedó él en Jauja con ánimo de seguirlos después, ignorando hasta entonces lo ocurrido por este tiempo entre su Rey y los españoles.

Soto y Barco encontraron a Huáscar en su camino para Cuzco, y el príncipe, confirmando entonces la noticia que tenía acerca de la prisión de su hermano y del oro ofrecido por su rescate, les suplicó lo trasladasen a Cajamarca, asegurando que de otro modo miraba su muerte como cierta en la nueva prisión. Díjoles también, que si le llevaban al lugar en donde estaba Pizarro, y le reponían en el trono usurpado por Atahualpa, daría no solamente lo ofrecido por este para su rescate, sino que llenaría de oro la misma sala hasta su mayor altura, y sería un sincero y fiel amigo de los extranjeros, por el convencimiento en que se hallaba de haber llegado ya el tiempo de perderse el imperio conforme a la predicción de Viracocha. Los capitanes españoles se excusaron de condescender con las súplicas del príncipe, diciendo que no podían apartarse de las instrucciones recibidas por su jefe, y pasaron adelante. En Jauja encontraron también a Calicuchima, habiendo sido entonces cuando este llegó a saber la prisión, compromisos y órdenes de Atahualpa, por lo cual le dio treinta cargas de oro de a cien libras cada una en el mismo día, y poco después otras cinco cargas.

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Recogido el oro de Jauja, siguieron Soto y Barco para Cuzco, y Calicuchima se fue tras Huáscar y mandó matarle por orden presunta de Atahualpa14; pues teniéndola desde antes para el caso que sus vasallos tratasen de librarlo, creyó torpe o maliciosamente llegada la ocasión de ejecutarla, al saber que había hablado con los españoles y pedídoles la libertad. Autores hay que opinan habérsele dado muerte por orden expresa de su hermano, con motivo de las ofertas hechas a Pizarro, y que este, una vez resuelto a resolver la contienda de los dos príncipes, tomaría el partido de adjudicar la corona a Huáscar, como a hombre apocado y de pocos alcances, que había de servirle provechosamente para afianzar la conquista. Huáscar murió bien joven todavía, sin haber reinado en paz sino muy poco tiempo, y recibiendo los constantes desengaños de la guerra. Tanto los cronistas indios como los castellanos le han pintado como príncipe de suaves y excelentes prendas, pero incapaz de competir con la osadía de su hermano, como de índole feroz; mas debe advertirse, dice Prescott, que los primeros eran parientes de Huáscar y que los otros no querían a Atahualpa.

No sabía Calicuchima el partido que debía tomar después de ejecutada la muerte que mandó dar a Huáscar, y pareciéndole inútil irse solo a Cajamarca, se determinó más bien a unirse con Quisquís en el Cuzco, y obrar entonces de acuerdo con este en lo relativo a la libertad de Atahualpa. Apenas hubo andado un corto trecho, cuando dio con Fernando Pizarro, quien de vuelta de Pachacámac había sabido que Calicuchima se hallaba por Jauja; e ídose en su busca. Calicuchima reunía en su persona las prendas de su cuna; talento despejado y experiencia militar, y pareciole a Fernando que era hombre de quien debía apoderarse de grado o por fuerza. Hablole, pues, muy cortésmente, y trató de convencerle que convenía tuviese una entrevista con su hermano Francisco   —146→   en Cajamarca; tanto más, cuanto estos eran también los deseos del Inca Atahualpa. El anciano General, como era de esperarse, se negó a semejante invitación; mas Fernando, después de apuradas infructuosamente sus instancias, le obligó siempre a partir con él y se encaminaron juntos a Cajamarca.

Cerca ya de esta ciudad, se encontró Fernando con el Inca Illescas, que iba desde Quito conduciendo gran cantidad de plata y cosa de trescientos castellanos de oro, recogidos únicamente en la provincia de Puruhá, con motivo de que Rumiñahui, hecho ya proclamar como Scyri en Quito, se negaba aferradamente a dar cosa ninguna del tesoro público. Illescas entregó las cargas a Fernando, y se volvió sin hablar con su hermano, el cautivo real, pretextando que no quería pasar por el sentimiento de verlo preso, y por estar a su cuidado la tutela de los príncipes, sus sobrinos.

Introducido Calicuchima a la prisión de Atahualpa, y en viendo cautivo a su soberano, el viejo guerrero levantó las manos al cielo y exclamó: «¡Si yo hubiera estado aquí, no habría sucedido esto!» y besó de seguida e hincándose de rodillas las manos y pies de su Rey. El Inca, según la convicción en que estaba acerca de su divino origen, y atenido a las costumbres de sus antepasados, no dio muestra ninguna de emoción al ver a su consejero privado, y se contentó con darle la bienvenida. La frialdad del Monarca hacía contraste con la leal sensibilidad del vasallo; pero acaso el frío recibimiento de Atahualpa fue debido más bien al ver en el general al matador de su hermano, pues la había sentido sinceramente, en el decir de algunos escritores15.

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Soto y Barco fueron recibidos por el general Quisquís muy de otra manera que Hernando Pizarro en Pachacámac, y aun habrían sido sacrificados al punto, a no ser por las terminantes órdenes de Atahualpa que el general indio no pudo menos que obedecer. Y sin embargo, las obedeció siempre con repugnancia y, más que esto, con desprecio tal por los comisionados que, ofendido uno de ellos, ha dicho Jerez, iba a atravesarle con la espada, cuando se contuvo por respeto a la numerosa tropa de que estaba rodeado el general. Díjoles en resolución, que no pidiesen mucho, pues no contentándose con lo que iba a darles, iría personalmente a libertar a su señor con su brazo y con las armas.

Ordenó luego que tomasen del palacio real los cántaros, jarros, ollas y más utensilios de cocina, todos de oro, y que los entregasen a los comisionados. Después, recogieron estos el fabuloso tesoro que encerraba el templo, cuyas paredes interiores estaban cubiertas con planchones de oro, aparte de una infinidad de alhajas, entre las cuales sólo el sitial en que se sentaba el sacerdote para presidir el ceremonial de los sacrificios, pesó diez y nueve mil castellanos. En seguida fueron despojados los cadáveres de los Incas de las joyas con que los habían depositado en el sepulcro destinado para la familia imperial; sepulcro cuyas paredes también estaban cubiertas con planchas de oro. Se arrancaron de los esqueletos de Túpac-Yupanqui y Huaina-Cápac los bastones de oro esmaltados con piedras preciosas, y se sacó, entre otras muchas alhajas de diversas figuras y especies, una fuente de oro, adornada con el esmalte de distintas piedras valiosas, que pesó doce mil castellanos16.




IX

1533. Almagro a quien dejamos en Panamá, había logrado al cabo, después de vencidas muchas dificultades,   —148→   armar tres naves y reunir ciento cincuenta hombres, algunos caballos y municiones, y salió de esa ciudad con rumbo para el sur a fines de 1532. Habíasele unido también una fuerza de cincuenta hombres procedentes de Nicaragua; de modo que venía con ciento cincuenta infantes y cincuenta jinetes. Había tocado en la bahía de Sanmateo; desembarcado en Portoviejo (adviértase que este no es el actual) y pasado por las penalidades de toda larga navegación, sin tener noticia ninguna de su compañero Pizarro. Por fin, a la vuelta de un soldado de la partida enviada a Túmbez, llegó a saber de la colonia fundada en San Miguel, y alentado con tal nueva pasó para esta ciudad, a donde arribó con toda felicidad.

En Túmbez supo el viaje emprendido por su socio hacia lo interior del continente y el cautiverio del Inca, y muy luego lo ofrecido por rescatar su libertad; todo lo cual admiraron Almagro y sus compañeros que no acertaban a comprender cómo Pizarro había podido obtener tanta ventura. Algunos de los colonos, de alma ruin, aconsejaron a Almagro que no fiase mucho en Pizarro, porque sabían que le tenía mala voluntad.

Bien pronto se traslució en Cajamarca la venida de Almagro, y Pizarro supo, además, por un oficio que reservadamente le pasó Pérez, secretario del primero, que este no venía con la intención de ayudarle en la empresa, sino de establecer un gobierno independiente. Almagro a su vez recibió el aviso de la traición cometida por su secretario, y mandó ahorcarle.

Pizarro, sin hacer caso de la denuncia hecha por Pérez celebró la llegada de Almagro, y le despachó inmediatamente un mensajero para que le felicitase, invitándole además a que pasara a Cajamarca. Almagro, hombre ingenuo y de carácter por demás franco, apreció como debía las invitaciones de su amigo, y se puso en camino para Cajamarca, a donde llegó a mediados de febrero de 1533. Los soldados de Pizarro salieron a recibir contentos a sus paisanos, y los dos capitanes se abrazaron con muestras de cordialidad, protestando cada uno   —149→   que se auxiliarían recíprocamente en la magna empresa de hacerse dueños del Imperio.

Por este tiempo ya se hallaban de vuelta los emisarios encargados de conducir el oro sacado de Cuzco, y aunque con ser mucho lo recogido no llenaba la medida, no pudo la codicia de los aventureros sufrir por más tiempo el que no se hiciera la repartición, e imploraron a gritos que se procediera a ella. Esperar más, era exponerse a ser acometidos por los enemigos, y era mejor que cada uno, dueño de lo suyo, lo defendiera como pudiese. Queríase, sobre todo, partir cuanto antes para Cuzco para no dar tiempo a que sus moradores ocultaran los tesoros, como se había pensado en ello, y esto último principalmente determinó a Pizarro a proceder al repartimiento, y más cuando sin poseer la capital no podía conceptuarse afianzada la conquista del Imperio.

Lo que convenía primero era reducir a barras de igual tamaño esa infinidad de alhajas, portentosas por su materia y forma, entre las cuales llamó muy particularmente la atención y excitó la admiración una caña de maíz que representaba con suma perfección el dorado de los granos de la mazorca y las anchas hojas de plata, de las cuales pendían hilos tirados del mismo metal. Antes de destruir tan preciosas joyas, separaron las mejores para Carlos V, no tan sólo por la parte que le tocaba, mas para que apreciase la habilidad y lo adelantado de los indios; y avalorase el precio de la conquista. Ninguno podía ser más a propósito para llevar al Emperador tan magníficos obsequios, e informarle acerca de los sucesos de la conquista que Hernando Pizarro, conocedor de la altivez de los cortesanos y cortesano él mismo, y Hernando fue nombrado para el desempeño de esta comisión.

Llamose para fundir el metal a los plateros indios, a los mismos que habían labrado tan preciosas alhajas, y aunque trabajaron día y noche no terminaron la tarea sino dentro de un mes completo. Reducidas ya a barras de igual valor se procedió a pesarlas a presencia de los inspectores reales, y se vio que la suma total montó   —150→   a 1.326.539 pesos en oro, lo que en la actualidad equivaldría a poco menos de quince millones y medio; el peso de las alhajas de plata subió a 51.610 marcos.

¿Podían los soldados de Almagro entrar a la parte del repartimiento que se iba a celebrar? Cierto, decían estos que no hemos concurrido al lance del cautiverio del Inca, pero hemos ayudado a custodiar el tesoro, y ahora mismo estamos resueltos a ayudaros en la prosecución de vuestras conquistas, la causa es común y comunes también deben ser las ganancias. Este discurrir que no podía ser del gusto de los soldados de Pizarro, a quienes los otros venían a defraudar tal vez algo más de la mitad les hacía contestar que el contrato se había celebrado sólo con ellos, y que ellos sólo habían corridos los riesgos de la empresa. Esto era incontestable, y convinieron los dos socios en que los soldados de Almagro desistiesen de sus pretensiones, y se contentasen con la suma que iba a dárseles, tanto más, cuanto que en la prosecución de la conquista, formaría cada uno de ellos su hacienda propia.

Arreglado así el asunto, dispuso que se diera a la distribución del botín la mayor solemnidad. Reuniéronse las tropas en la plaza, y Pizarro invocó la ayuda del cielo para hacer el repartimiento con ajustada justicia, dando a cada uno según su mérito, como si hubiera habido justicia en repartir lo ajeno o en repartir lo adquirido por medio de una alevosía y la subsecuente matanza de varios millares de indios.

Sacose primero el quinto para el Emperador, incluyendo el valor de las alhajas separadas, y Pizarro tomó para sí 57.222 pesos en oro, 2.350 marcos de plata y la gran silla del Inca, toda de oro, avaluada en veinticinco mil pesos, también en oro. A su hermano Fernando le dio 31.800 pesos en oro, y 2.350 marcos de plata: a Sota 15.740 pesos en oro, y 724 marcos de plata; y a los demás capitanes que eran sesenta, a 8.800 pesos en oro, y 362 marcos de plata; bien que algunos recibieron más y otros menos según su mérito. A los soldados de infantería   —151→   que eran ciento cinco, tocó a 4.400 pesos en oro, y a 180 marcos de plata, aunque también con algunas excepciones.

El templo del Sol, en Cajamarca, convertido en casa de Dios bajo la advocación de San Francisco, fue dotado con dos mil doscientos veinte pesos en oro. Los soldados de Almagro recibieron veinte mil, y los colonos de San Miguel la muy corta de quince mil. Almagro y Luque debían tener cada uno la tercera parte del botín con arreglo al contrato de compañía, y aunque nada se sabe a tal respecto es de creer que fueron satisfechos por cuanto no se hicieron reclamaciones, Luque había muerto ya antes de saber los triunfos de Pizarro, pero debió representarle el licenciado Gaspar Espinosa.




X

Si no se había entregado a los españoles toda la cantidad de metales ofrecida por Atahualpa, culpa era de los mismos codiciosos que quisieron precipitar el repartimiento de lo recogido, en son de temer una sublevación general de los indios; y una vez conformes ya con lo poco o mucho que a cada uno de aquellos le había cabido, era de esperarse que restituyeran al Inca su libertad. La tenebrosa política de Pizarro le resolvió a disponer las cosas de otro modo, y el destino reservaba al Rey indio un desastroso fin.

Pizarro conceptuó que dar libertad a Atahualpa, era darla al mayor y más poderoso enemigo, en cuyo torno se pondrían enjambres de vasallos entusiastas y decididos, que acabarían de seguro con todos los españoles. Mantenerle cautivo ofrecía otro género de dificultades, principiando por la de tener que emplear mucha gente en guarda suya y menoscabar el reducido ejército expedicionario; fuera de que ni aun así se evitaban los riesgos de que, al atravesar las selvas o las cordilleras, libertasen   —152→   los indios al Rey cautivo, de mucho peso, en verdad, deben ser para la política y los doctrinadores de ella las consideraciones antecedentes, pero entendemos, por mucho que pese a los conquistadores y diplomáticos, que con trasladar al cautivo al más inmediato de los puertos del imperio, para que le pasasen a Panamá o a España misma, si era necesario, se habría guardado a lo menos alguna justicia, sin exponer por ello los resultados de la conquista.

El Inca imploraba su libertad, y hablaba frecuentemente de ella a los capitanes que le visitaban, y en particular a Soto con quien había llegado ya a familiarizarse. Soto lo puso en conocimiento de Pizarro, y este, dando por lo pronto un a respuesta evasiva, hizo después llamar a un escribano a que extendiera un documento público, por el cual eximía al Inca de dar lo restante del ofrecido rescate; pero declarando que para la seguridad de los españoles convenía se mantuviese prisionero, mientras vinieran nuevos refuerzos.

Los rumores de la sublevación, entre tanto, iban creciendo de grado en grado con mayor fuerza, y señalábase como autor de ella al cautivo soberano. Yacían metidos en el campamento español unos cuantos indios de cuenta, partidarios del vencido Huáscar, y principalmente Felipillo, el mayor enemigo de Atahualpa desde que, descubierta su pasión por una de las concubinas del Rey, había manifestado este a sus vencedores que, según la legislación peruana, merecía la muerte no sólo el culpado sino toda su familia. La sublevación sólo obraba en la mente de los enemigos de Atahualpa, porque en realidad no pensaba en esta; pero convencidos o no de ello, hubo muchos españoles que pedían la muerte del cautivo, entre los cuales sobresalían Almagro y los que con él vinieron a Cajamarca, por reparar en Cuzco la parte que les negaran en el repartimiento. Requelme y los demás comisionados regios, reservados por Pizarro en San Miguel para que no embarazaran sus disposiciones, se habían venido también con Almagro para Cajamarca.

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Tomose declaración a Calicuchima en cuanto a la supuesta insurrección, y el general expuso que nada sabía de lo que hubiese dispuesto su señor, y se inclinaba más bien a creer que lo calumniaban. De seguida pasó Pizarro al aposento del Inca y «¿Qué traición es esa, le dijo, que meditas contra mí, contra mí que te he tratado siempre con consideraciones, confiando en tus palabras como en las de un hermano?» «Te burlas le contestó el Inca. Siempre me hablas de burla ¿no es verdad? ¿Qué somos yo y toda mi gente para enojar a tan valientes hombres como vosotros?». En otra ocasión que se trataba del mismo asunto, y cuando el Rey comprendió que con tales rumores estaba su vida en balanzas: «¿No soy, le dijo un pobre cautivo en tus manos? ¿Cómo puedo abrigar los designios que me atribuyes, sabiendo que yo sería la primera víctima de la insurrección? Conoces poco a mis vasallos, si piensas que habían de moverse sin orden mía, pues si yo no lo quisiera ni las aves volarían en mi tierra».

Vanas fueron las protestas de inocencia que daba el Rey, pues continuó imperiosa la gritería con que pedían su muerte, a pretexto de que era cierta la insurrección, como podía comprobarse con un ejército de indios reunido en Huamachuco, distante unas treinta leguas del campamento español. Y sin embargo, Pizarro no daba oídos a tales sugestiones o, más bien dicho aparentaba no darles, manifestando su repugnancia en sacrificar a ese desgraciado, por quien sólo se interesaba de buena fe el compasivo Soto. Pizarro, para barnizar sus procedimientos con algún tinte justificativo, envió al mismo Soto para Huamachuco a que averiguase lo cierto, y este paso, lejos de contener la agitación de los que deseaban sacrificar al Inca, la aumentó, y volvieron a pedir su muerte. Pizarro no pudo resistir a tantas voces, diríamos, si no fuera más seguro aseverar que no quiso; pues, a quererlo no habría habido entonces, cuando la admiración por su valor o ingenio tenía a todos asombrados, uno solo que quisiera oponerse a su voluntad, cuanto más violentarla, y ni él tampoco era hombre para dejarse abatir por nadie.

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Mandó pues que se levantase proceso contra el Inca, y organizó un tribunal que debía ser presidido por el mismo que lo dispuso, y por Almagro el interesado. Los cargos más importantes que se le hicieron son: haber usurpado la corona a Huáscar y ordenado que le asesinasen: haber disipado las rentas públicas, después de hecha la conquista, repartiéndolas entre sus parientes y privados: haber idolatrado y adulterado públicamente con cuantas concubinas conservaba en su poder; y haber tratado de insurreccionar a sus vasallos contra los españoles. Tales fueron los capítulos de acusación promovidos contra un soberano que reinaba conforme a la religión, leyes y costumbres de su imperio, y contra un hombre a quien, a no ir a estrellarse contra lo absurdo, no podía hacérsele cargo ni de la usurpación del trono, ni de la disipación de las rentas, ni de su idolatría, ni de adulterio. Si por una ley de la naturaleza tuvieran los muertos que volver a la vida después de algunos siglos, Pizarro desecharía avergonzado la impía admiración que ha recibido de los llamados políticos, a trueco de no haber sido el fiscal y juez de Atahualpa, o moriría de nuevo sin poder sufrir el peso de las maldiciones que la humanidad y la justicia han echado contra sus inicuo procedimientos. La guerra y la política pudieron aconsejar el extrañamiento del Rey, pero su muerte nunca; pues eso que los políticos llaman razón del Estado, sólo es la razón del hambre que alegan algunos salteadores.

Tomáronse declaraciones a algunos testigos y se escribieron conforme a la interpretación que les daba el ruin de Felipillo: así formado el proceso, no quedaba cosa que esperar. Suscitose, al fallar la causa, la cuestión de si convenía o no quitar la vida al Rey, y como para los acusadores, testigos y jueces era de conveniencia la afirmativa, se le declaró culpado, y se le sentenció a morir quemado en una hoguera que debía prepararse en la plaza de Cajamarca. La sentencia debía llevarse a ejecución en la misma noche sin esperar siquiera la vuelta de Soto, cuyos informes habrían dado a qué atenerse respecto de la conspiración, motivadora del levantamiento de la causa. El proceso no era para esclarecer los hechos   —155→   pues toda causa política lleva, con la primera diligencia que se sienta, casi anticipada e infalible la condena.

De los veinticuatro jueces de que se compuso el tribunal, hubo once que no quisieron condenarle, fundándose principalmente en la incompetencia de su jurisdicción y en la injusticia de los cargos. Los que salvaron sus nombres de esta ignominia, nombres que de llevarlos pueden envanecerse sus descendientes, americanos o españoles, por el temple y rectitud de conciencia con que obraron sus antecesores, son Francisco Chaves, Diego Chaves, Francisco Fuentes, Pedro Ayala, Francisco Moscoso, Fernando Aro, Pedro Mendoza, Juan Herrada, Alfonso Dávila, Blas Atienza y Diego Mora.

Atahualpa no había dejado de preveer que le condenarían, y así lo había dicho a varios de los que lo rodeaban; mas al ver que los temores se convirtieron tan pronto en realidad, cuando se le notificó la sentencia no pudo disimular ni su dolor ni conturbación. La idea de una muerte cierta hizo que flaqueara su ánimo, esforzado, y exclamara con lágrimas en los ojos: «¿Qué he hecho yo, qué han hecho mis hijos para merecer tal suerte? Y más aún ¿qué hemos hecho para merecerla de tus manos (dijo dirigiéndose a Pizarro), cuando tú no has encontrado más que amistad y afecto en mi pueblo, cuando he repartido contigo mis tesoros, cuando de mí no has recibido sino beneficios?». Después le suplicó del modo más triste que le perdonase la vida, prometiendo que daría cuantas seguridades se quisieran para la de cada español del ejército de Pizarro, y ofreciendo darle un doble rescate, con tal que le concediera tiempo para ello. Ha habido escritor que asegura haberse conmovido Pizarro visiblemente al separarse del Inca, pero que la voluntad de cuantos pidieron la muerte, y la convicción en que él mismo estaba, de exigirla la seguridad pública, le determinó a llevar la sentencia a ejecución.

En viendo Atahualpa que el conquistador no desistía de su propósito, recobró la tranquilidad y se sometió a su   —156→   destino con valor. Publicose la sentencia a son de trompeta, y a las siete de la noche se reunieron los soldados en la plaza, asidos de antorchas, para ser testigos de la ejecución. Era el 29 de agosto de 1533, y Atahualpa salió encadenado y a pie para el suplicio, acompañado del padre Valverde que procuraba reducirle a que abjurase la falsa religión en que había vivido. Ya durante el tiempo del cautiverio del Rey, le había expuesto repetidamente la suave doctrina de los cristianos, y el neófito comprendido con su penetración las disertaciones del sacerdote; bien que sin penetrar en el alma la convicción, y siempre manifestando repugnancia en renunciar la fe de sus padres y pueblos. Valverde, al aproximarse la hora fatal, apuró todos sus esfuerzos, y cuando el Rey estaba atado ya en el centro de los haces de leña que habían de abrasar su cuerpo, le dijo, levantando en alto una cruz, que aceptase la fe del evangelio y se dejara bautizar, recibiendo en recompensa la conmutación de la pena de la hoguera por la de garrote. El Rey, desconfiando todavía de esta promesa, preguntó si cumplirían con lo ofrecido, y habiéndole asegurado Pizarro, abjuró la religión del sol, y recibió el bautismo con el nombre de Juan.

Atahualpa manifestó el deseo de que su cuerpo fuese trasladado a Quito, su patria, para que se depositara en junta de los de sus ascendientes maternos, y pidió a Pizarro por favor que tuviese compasión de los tiernos hijos y los recibiese bajo su amparo; y luego recobrando ese valor que por algunos instantes le había hecho traición, se sometió tranquilo a su mala suerte, mientras los circunstantes españoles rezaban un credo por el alma del asesinado monarca,

«Era, como indicamos, de hermosa presencia, aunque rebajaba su mérito cierto tinte de ferocidad. Su cuerpo era musculoso y bien formado; el aire majestuoso, y sus maneras, mientras estuvo en campo español, tenían cierto grado de refinación, tanto más interesante cuanto iba acompañado de alguna melancolía. Acúsanle de haber sido cruel en la guerra, y de sanguinario en sus venganzas;   —157→   así podrá ser, mas el pincel de los enemigos suele sobrecargar demasiado las sombras del retrato. Concédenle las prendas de que fue animoso, magnánimo y liberal, y convienen todos en que mostraba singular penetración y rápidas concepciones. Sus hazañas como guerrero, ponen fuera de duda su valor, y la mayor prueba de él es la repugnancia de los españoles en devolverle la libertad: temíanle como a enemigo y le habían hecho muchos agravios, para creer que pudiera ser amigo de ellos. La conducta del Inca había sido al principio, no sólo amistosa, sino benévola, y los españoles se la pagaron con el cautiverio, los despojos y la muerte»17.



El cuerpo del Rey se conservó toda la noche en el lugar de la ejecución, y al día siguiente lo trasladaron a la iglesia de San Francisco para la celebración de las exequias. Pizarro y sus principales capitanes concurrieron vestidos de luto, como jugando con el corazón del hombre y burlando la significación de sus más hondos sentimientos, y oyeron la misa celebrada por el padre Valverde con la mayor devoción. Óyense de súbito gritos y gemidos tristes, y se abren las puertas del templo, empujada por una multitud de esposas, hermanas y concubinas del Inca que rodean el cuerpo del difunto, exclamando que no eran esas las ceremonias de los funerales debidos a un monarca indio, y manifestando la resolución de sacrificarse en obsequio del muerto para participar de su suerte en la otra vida. Los españoles les hicieron entender que Atahualpa había muerto como cristiano, y que la religión de Jesús aborrecía y condenaba semejantes sacrificios, y las intimaron a que saliesen del templo. Varias de ellas, al retirarse, se suicidaron por ir a gozar ¡inocentes! de la mansión de su señor en las regiones del sol.

A pesar de las recomendaciones del Inca su cuerpo fue enterrado en el cementerio de la misma iglesia; mas, cuando ya los españoles salieron de Cajamarca para seguir   —158→   a Cuzco, lo desenterraron los indios y lo trasladaron embalsamado para Quito. Años después creyendo los colonos, como era probable, que hallarían muchas alhajas enterradas juntamente con el cuerpo, hicieron muchas excavaciones en los lugares que suponían se había depositado, y no dieron ni con el cadáver ni con los tesoros.

Uno o dos días después de estos sucesos estuvo Soto de vuelta de Huamachuco, y ni en el camino ni en la ciudad halló siquiera un vestigio de la supuesta sublevación que se atribuyera al Inca. Grandes fueron el asombro e indignación de tan distinguido capitán al saber el fin trágico de Atahualpa, y se fue derecho tras Pizarro, a quien halló con traje de duelo y con muestras de sentimiento por la muerte que él mismo, puede decirse, la había decretado, y le dijo con aspereza: «Habéis obrado con mucha imprudencia y temeridad pues lo que se decía de Atahualpa era todo una calumnia: no ha habido enemigos en Huamachuco ni siquiera señales de sublevación entre los indios. Todo lo he hallado tranquilo, y en todo el camino me han recibido con muestras de buena voluntad. Si considerasteis necesario formar una causa contra el Inca, debisteis enviarlo a Castilla para que fuese juzgado por el Emperador, y yo mismo me hubiera comprometido a trasladarle con toda seguridad a bordo de un bajel».

Pizarro se confesó culpable de su precipitación, pero echó principalmente la culpa a Requelme, Valverde y otras; y estos, ofendidos de tal imputación, reconvinieron a Pizarro cargando contra él toda la responsabilidad. Hubo acaloramiento en las reconvenciones, y si los unos le decían mentís, y el otro les contestó que mentían más, y esta contienda de verduleras prueba cuando menos la inocencia del Inca, y la iniquidad de los que lo condenaron.

Para terminar este capítulo referiremos lo que cuenta Garcilaso en sus Comentarios reales, y que Velasco lo ha repetido en su Historia del reino de Quito, relativamente a una de las causas que influyeron para la condenación de Atahualpa. Había observado y admirado este, se dice,   —159→   sobre todas las cosas europeas que le mostraron, el arte de la escritura, y los españoles le hicieron saber que se aprendía fácilmente desde niños en España. Mostrose dudoso de tal decir, por haber creído que era una cualidad inherente a los de esta nación; y para asegurarse de la verdad de ello, pidió a un soldado que escribiese sobre una de las uñas del Inca la palabra con que los cristianos nombraban a Pachacámac, y después de escrita la iba enseñando a cuantos entraban a su aposento. Admirose de que, en efecto, la leyesen todos del mismo modo, y llegada la vez de enseñarla a Pizarro vio que no pudo leerla. Esto fue suficiente para que el Inca le tuviese en menos que a sus soldados, y Pizarro, que lo advirtió, dicen los narradores de tal anécdota, se aferró desde entonces en su propósito de deshacerse del Inca. Recomendable es de cierto la autoridad del Inca Garcilaso; «pero que yo sepa, dice Prescott, ningún otro escritor de aquel tiempo la refiere».







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ArribaAbajoTomo II


ArribaAbajo Capítulo IV

Expatriación de los padres jesuitas.- Breve digresión acerca de su origen, instituto y progreso.- Sus principios y las imputaciones que les han hecho.- Sus persecuciones y desgracias.- Su extinción y resurrección.



I

Reinaba Carlos III en España cuando se dio aquel golpe de Estado que se dejó sentir en todos los continentes. Hablamos de los miembros de la famosa Compañía de Jesús, tan fervorosa y contradictoriamente juzgada, que hasta ahora mantiene disconforme el concepto de los hombres. No ha de juzgarse de sus miembros por lo que ahora son, sino por lo que fueron en otros tiempos.

  —162→  

No nos cumplía averiguar su origen, ni determinar las causas de sus persecuciones y rehacimientos, y menos historiar esa vida decorada con tan grandes y continuos altibajos; pero, movidos del general interés que ha excitado aquel célebre instituto, nos hemos resuelto a decir algo, aunque no más que muy a la ligera, extractando lo más interesante que hemos hallado en los libros que tenemos a la vista.

Nació Ignacio de Loyola en Guipúzcoa el año de 1491. Hijo legítimo de don Beltrán, señor de Oñez y de Loyola, y de doña Marina Saes de Balda. Ignacio, que era hermoso y agraciado en su figura, de inteligencia despejada, militarmente educado y con fama de valor, reunía en su persona, al entrar ya en los últimos días del primer tercio de la vida, cuantas prendas constituyen un elegante y fino cortesano. Paje al principio de Fernando V, y acreditado ya de buen militar en el ejército de Cantabria con la toma de Nájera, en que se había portado con lucimiento, lo fue con mayor razón en el asedio de Pamplona, cuyo castillo defendió con inteligencia y valor durante la ausencia del Virrey Manrique, hasta que una bala de artillería le rompió una pierna; incidente por el cual vino a rendirse la plaza. La rotura de la pierna que lo dejó para siempre cojo, le obligó a mantenerse encerrado en su casa de Loyola, y para librarse del tedio de su larga convalecencia pidió un libro de novelas, o alguna historia de caballería, como obras de las más a la moda de aquellos tiempos. No se halló en la casa, en buena hora, otro libro que el de la Vida de Jesucristo, y la lectura de este libro produce en su alma una impresión profunda que inflama su corazón, dejándola como apoderada de un arrebato divino. La Vida de Jesucristo, obra en él con tanta eficacia, que ese mancebo gallardo, lleno de vida y seducciones mundanas, rompe de súbito y abiertamente con el mundo, y principia resuelto a llevar una vida de expiación y penitencia. Después de haber probado todo linaje de padecimientos y sufrido mucho en el hospital de Manresa, donde escribió los Ejercicios espirituales, el pasto nutritivo de los   —163→   fieles, y arrojado sus vestidos elegantes, cubre su cuerpo con el cotón del peregrino, y viaja descalzo y con cilicios hasta ir a dar en la tierra santa, pidiendo caridad de puerta en puerta. Este maravilloso modo de negarse a sí mismo, pone a las claras y refleja al vivo su alma e inflexible carácter18, y con estos antecedentes ya no puede extrañarse que la propia exageración de sus piadosas inspiraciones le hicieran sospechoso ante los miembros del tribunal de la inquisición, que mandaron prenderle, y le juzgaron en Alcalá y le absolvieron, a condición de que no hablase de cosa ninguna sobre asuntos religiosos, hasta no haber estudiado por cuatro años un curso de teología.

De vuelta de Jerusalén, sufre en Lombardía con santa resignación penalidades de otra especie, y es además apaleado y molido en Barcelona. En Salamanca fue nuevamente apresado, cargado de cadenas, acusado de hereje y, por fin absuelto asimismo de nuevo, merced al mérito de sus Ejercicios Espirituales.

De España pasó a París, en cuya Universidad quería terminar la carrera de estudios, con todo que frisaba ya con los treinta y seis años de edad; y todavía allí tuvo que sobrellevar pacientemente humillaciones sin término, siempre a causa de la exageración de sus doctrinas y penitencias. En París fue donde se conexionó estrechamente con el que vino a ser San Francisco Javier, y donde proyectó, en medio de sus divinas iluminaciones, la fundación de la Compañía de Jesús.

Vuelto a España, dejando en Francia algunos compañeros que participaban de su doctrina, y habiéndosele dificultado el segundo viaje que quería emprender con ellos a la Palestina, Loyola se ordenó de sacerdote en Venecia y pasó luego a Roma, donde presentó a Paulo III, Pontífice de entonces, las reglas del Instituto de la Compañía de Jesús. El Papa sometió la demanda a un   —164→   tribunal de Cardenales, y, de conformidad con el parecer negativo de los examinadores, se negó también a aprobarlas.

No se desalienta ni se abate el santo por este desengaño que no temía recibir: arbitra el aditamento de un cuarto voto a los tres que hacen los monjes de las demás, congregaciones religiosas, que fue el de una ciega sumisión al Papa, y queda entonces aceptada y establecida, la Compañía de Jesús el 27 de setiembre de 1540, a pesar de la muy declarada y constante oposición del cardenal Guidiccioni. Los compañeros de Loyola, como era debido, le nombraron General de la Orden el 22 de abril de 1541; y ansiando Ignacio coordinar el cuerpo de leyes que debía asegurar la estabilidad y progresos de su fundación, se dedicó a este trabajo día y noche, en junta de Laines, muy versado en los estatutos de las otras congregaciones. Ignacio murió el 31 de julio de 1556, ya con el consuelo de dejar propagada la Compañía por casi todo el globo.

Por el instituto de San Ignacio, el general de la Orden ejerce un poder absoluto y perpetuo, y los súbditos le deben obediencia pasiva y ciega. Tiene la facultad de dar nuevas reglas y dispensar las antiguas: recibe en la Orden al que le parece, o lo rechaza con la misma libertad: dispone de todos los cargos, sin otra excepción que los de los Asistentes y un Monitor; distribuye los empleos, convoca las asambleas que él mismo preside, y su voto equivale a dos. Nadie podía ser nombrado general, no siendo de los profesores de cuatro votos; ausente o enfermo, a él correspondía nombrar interinamente al Vicario general, y sólo en el caso, por demás aventurado y contingente, de una absoluta incapacidad para el gobierno de la Orden, podía la Sociedad de Jesús proveer este destino, previa autorización del romano Pontífice.

Las funciones del Vicario general consistían en convocar la asamblea general para nombrar al superior de la Orden, y gobernar esta, mientras duraba la vacante, con muy limitada autoridad. Los Asistentes eran unos   —165→   como Ministros o consejeros secretos del general; eran, asimismo, nombrados por la asamblea, y podían, en los casos que el general tuviese vida escandalosa o disipase las rentas de la sociedad, convocar una nueva asamblea para deponerle. Fuera de los asistentes, tenía a su lado un Monitor, a quien tocaba advertirle en secreto lo que notaba de irregular en su conducta. Los Provinciales eran, diremos así, los gobernadores de las provincias de la Orden, los cuales tenían la facultad de nombrar provisionalmente los viceprovinciales, los superiores de las casas profesas y de los noviciados, los rectores de los colegios en sus provincias, y otros muchos empleados subalternos, debiendo en todo caso confirmarse después de los nombramientos por el general. También los provinciales tenían cuatro asistentes, de los cuales uno hacía el oficio de monitor, y eran nombrados por el general para que le informaran de la conducta de aquellos. Los Comisarios o Visitadores eran unos oficiales extraordinarios, enviados por el general para inspeccionar las casas y colegios, oír las quejas y corregir los abusos. Todas las provincias, las casas profesas, los colegios, los noviciados, tenían un Procurador particular, y en Roma había un Procurador general encargado de cuantos negocios concernieran a la sociedad, como las de recibir las rentas y limosnas, administrar las temporalidades y sostener los pleitos, procurando, ante todo, terminarlos amigablemente sin intervención de los juzgados y tribunales ordinarios. Fuera de estos empleados, que pueden llamarse de categoría, había otros muchos subalternos.

Los miembros de la compañía estaban divididos en cinco clases: novicios, discípulos aprobados, coadjutores espirituales, profesos de cuatro votos y coadjutores temporales. Las calidades que se requerían en los que aspiraban a entrar en la Orden eran tener buena índole, buena salud y buen físico; y no podían ser admitidos los renegados, los herejes, los infames, los faltos de talento, etc., a no ser que una buena hacienda viniera a salvar tales inconvenientes.

El noviciado duraba dos años: después de un mes de retiro, se obligaba al aspirante a que hiciese su confesión   —166→   general, y luego se le examinaba y sondeaba de todos modos para descubrir su carácter, inclinaciones y facultales intelectuales. Se le ejercitaba primeramente en el desempeño de los más bajos oficios, se le predicaba la abnegación y obediencia absoluta a los superiores, se le ordenaba que sirviese en los hospitales o enfermerías, y que emprendiese una peregrinación a pie, sin dinero y manteniéndose de caridad. Cuando llegaba a profesar, después de otras y otras pruebas de sufrimiento, no se escribía la profesión ni la firmaba el profeso, y quedaba no obstante ligado de la manera más solemne.

Los discípulos aprobados eran los que, concluido el noviciado, habían hecho ya sus votos: los coadjutores espirituales, los que hacían públicamente los votos: los profesos de cuarto voto, los que, después de una larga prueba, se consideraban dignos de conocer ya todos los misterios de la sociedad; y los coadjutores temporales, los legos que sólo se vinculaban por votos simples, a quienes, por lo general, también sólo se empleaba en ocupaciones domésticas, y sin más que el noviciado de un año.

No entraban en la Orden sino con dificultad y con las mejores precauciones los que habían progresado en letras; y se admitía con preferencia a los que tenían algún oficio, con tal que supieran leer y escribir.

Son bien pocas las abstinencias y rigores impuestos por el instituto, porque, para cruzar la tierra del uno al otro polo, es necesario que sus miembros cuenten con salud y fuerzas; y tampoco se les obliga a estar ocupados de continuo en las alabanzas al Señor y en la oración. Deben predicar una moral suave, la moral de Jesucristo, sin aterrar las conciencias con aquel rigor sombrío y espantoso con que otros cierran desconsoladamente las puertas del paraíso celestial, ni trastornar la imaginación imprimiendo el rigor que llega a matar hasta la esperanza de obtener la misericordia de Dios.

El general tenía su asiento en Roma a fin de gobernar del mejor modo factible a sus coasociados, esparcidos por el globo. Sus asistentes o ministros llevaban la   —167→   correspondencia con los provinciales, y por medio de esta constante y puntual comunicación, el superior se hallaba instruido menudamente de cuanto pasaba en sus Estados.

Tal es en bosquejo este célebre instituto, dibujado con brillantes o con negros coloridos, según las pasiones de los pintores; pues, como es sabido, las pasiones hasta hacen perder el amor a la verdad.

Mucho se ha hablado y habla todavía de sus Mónitas secretas; mas nosotros creemos que sólo son obra de la invención de los enemigos de los jesuitas.

Tampoco sabemos de dónde pueda haberse deducido que la Compañía de Jesús sea una sociedad política; y antes, por el contrario, podríamos citar muchos decretos de las congregaciones generales, que prohíben expresamente toda ingerencia en los negocios públicos.




II

Fundada, pues, la sociedad en una época en que se rebelaron tantas iglesias contra la autoridad del Papa, y en tiempos en que se combatía su poder con tanto ardor, la Compañía, consagrada principalmente al servicio del soberano Pontífice (milicia pontifical, como dice el historiador Lafuente), tomó a su cargo medir sus incipientes fuerzas contra los protestantes, esparcidos ya en Inglaterra y Alemania, y dispuestos a entrar en España y Francia. Los jesuitas combatieron con ardor y fe contra el fuego prendido por Lutero, y los resultados probaron que la Compañía de Jesús era una falange de arrojados militantes que pudieron contener a tiempo y con provecho los errores de tantos cismas.

Llenos de celo por la propagación del evangelio y como dominados por una fuerza locomotora, atraviesan los continentes y los mares, se internan en África, en ambas Indias, en pueblos vedados para el comercio y comunicación   —168→   entre los hombres como en la China y el Japón, y en todas partes hacen palpar las saludables huellas de sus pasos. No les importa que don Juan Martín Siliceo, arzobispo de Toledo, se declare ardientemente en su contra por 1542; esto es casi al nacer, ni verse sucesivamente arrojados de una parte de España en 1555, de toda la Francia en 1559, de los Países Bajos y el Portugal en 1578, de Venecia en 1602, de Nápoles en 1622. Impertérrita y pujante la Compañía, en medio de tantas contradicciones y desengaños, luchando a un tiempo contra los religiosos de las otras Órdenes, a las cuales deja oscurecidas, con las academias científicas y las universidades, y con los nuevos cismas que se levantan; esa Compañía, nacida humildemente en España, medio aceptada en Francia y apenas aclimatada en Italia, se propaga en menos de la mitad de un siglo con admirable rapidez y, haciendo conquistas prodigiosas, adquiere establecimientos pingües casi en todos los pueblos católicos. Sobresaliente por su numen, ingenio, saber, actividad y virtudes, produce literatos, matemáticos, anticuarios, críticos distinguidos, oradores, historiadores, artistas, mártires y santos.

Instituida pocos años después de afianzada la conquista de las Américas, era aquí, en la del Sur, donde debía desenvolver con mayor éxito la índole y sistema de su instituto. Un continente entero de salvajes sin religión y abarcador de las comarcas más fértiles y ricas de la tierra era, por cierto, el campo más a propósito para que los padres cumplieran debidamente los fines de su institución y satisfacieren toda suerte de intereses. Ya vimos como el padre Ferrer hizo la conquista de los cofanes, y cuales fueron su paciencia, constancia y buenos ejemplos para haber logrado reducir a sociedad a más de seis mil jíbaros que supieron resistir a la fuerza de las armas. Vimos, asimismo, como los padres Lucero y Camacho iban también obteniendo resultados excelentes por medio de una constante sagacidad y dulzura; y por el mismo orden veríamos si quisiésemos salir de la estructura de nuestro Resumen, un largo padrón de jesuitas   —169→   españoles, italianos, sardos, alemanes, granadinos, etc. obrando con el mismo tino y provechos sobre más de treinta grandes tribus, y esto contando sólo las provincias que pertenecían al Reino de Quito propiamente dicho. La inmensa región del Amazonas que abraza casi toda la América del Sur, considerada al este de la cordillera oriental de los Andes, repetía la voz de los padres de la Compañía por todos sus contornos, y sólo comprendiendo las misiones conocidas con los nombres de Marañón alto, Marañón Bajo, Napo, Pastaza, Huallaga y Ucayale, se contaban, a fines del siglo XVII, hasta ciento setenta mil neófitos y catecúmenos, con 74 poblaciones.

Pero donde principalmente sentaron su índole y poder, un poder casi soberano y absoluto, fue en el Paraguay, grande provincia resguardada, al norte por las selvas de Mato Grosso en el Brasil, y a los costados, por el Paraguay y Paraná, caudalosos tributarios del Plata. Los jesuitas hallaron a los paraguayos poco menos que en el estado primitivo de la naturaleza, y enseñándoles pacientemente las doctrinas de Jesús, y a labrar las tierras y levantar edificios, les imprimieron afición a la moral, a la seguridad y al orden que brindan las sociedades. En medio del absoluto despotismo de sus reglas, sostenían prácticamente la más perfecta igualdad entre los asociados, y mientras que los demás indios de América habían sido robados, asesinados y avasallados por los Pizarros y más conquistadores que vinieron, los paraguayos recibían la luz del evangelio y el conocimiento de las ventajas sociales por medios suaves y provechosos. Para los huérfanos, enfermos y ancianos establecieron la labor de comunidad, por la cual se destinaban dos días semanales para el trabajo común, como antiguamente obraban los incas en sus pueblos. Las autoridades públicas, que eran pocas, se nombraban por los mismos indios, aunque previamente debían ser confirmadas por los párrocos misioneros. Estos visitaban las chacras con el fin de velar sobre el trabajo, y visitaban igualmente las carnicerías para que las raciones de carne se repartiesen a todos en   —170→   proporción. No se conocían las penas aflictivas, y unos pocos azotes, en casos dados y raros, y las simples amonestaciones bastaban para la corrección de los culpados. La educación enteramente monástica y las ordenadas costumbres que mantenían, unidas al amoroso respeto con que los indios miraban a sus bienhechores, completaban lo demás. El gobierno del Paraguay era propiamente un gobierno teocrático, pero moderado y protector que, al andar de los tiempos, debía dejar establecidos los mejores fundamentos para la libertad civil.

El señor Luis Reybaud, autor de la preciosa obra Etudes sur les reformateurs, no ha dejado de enumerar, entre los socialistas Saint Simón, Fourier, Owen, Comte, etc., a los padres jesuitas, y hablando de su método introducido en el Paraguay, se explica así: «Estas misiones o reducciones fundadas por los jesuitas estuvieron al parecer sometidas a un régimen patriarcal, confundido con la disciplina católica. Es seguro que los indios les debieron por largo tiempo esa felicidad que desapareció con la violenta separación de sus civilizadores religiosos. El método de esas reducciones tendía a practicar la fraternidad, la mutua humillación y la simple obediencia de las primeras edades del cristianismo. Pero la comunidad estaba más bien en las costumbres que en las leyes, y si cada uno tenía su campo o su rebaño, había, fuera de esta propiedad individual, otra común de todos y laboreada por todos, que se llamaba la posesión de Dios. Los productos estaban destinados al alimento de los enfermos, a la curación de las enfermedades, a los gastos de la guerra, a las calamidades engendradas por la carestía de víveres y al pago de los tributos que se enviaban al rey de España. En cuanto a los pueblos, estaban construídos bajo un plan uniforme, y reunían cuantas condiciones son apetecibles para la salubridad, la armonía y aun la elegancia...».



  —171→  
III

Paralela a esta hermosa vida, llena de poder, de grandeza y tanta gloria católica y civilizadora; al lado de tanto ingenio, saber y bienes derramados por esta admirable sociedad, se ha pintado otra de orgullo, codicia, intrigas y dominación con que agitó por mucho tiempo a Europa. Así pudo ser, y si fue así habrá que sentirse un despecho desgarrador contra las obras de los hombres, al ver germinar los males de la misma fuente que los bienes, y al ver que, perdida la esperanza de su perfección, sólo nos queda la certeza de tener que llorar por las fragilidades humanas.

Verdad es que el instituto de la Compañía, extraviándose de las piadosas intenciones de su santo fundador, llegó a relajarse algún tanto por los tortuosos pasos de los sucesores, ya no apostólicos sino mundanos, y que seguramente por esta causa se vio expuesta desde el principio a tanta saña y combates ardorosos. Verdad es también que, destinados los socios a una vida de movimiento y agitación, se consideraron fuera de la regla de los otros monjes, esto es, no perdidos para el mundo, y que corrieron afanosos tras sus bienes, poder y bullicio, escudriñando escrupulosamente cuanto ocurría en él, a fin de sacar los provechos que brindaban los acontecimientos. Verdad es, asimismo, que llevando una vida de observación y análisis del carácter, talento y pasiones de cuantos hacían figura en las sociedades por sus riquezas, instrucción o poder, se los miró como a hombres peligrosos por las maquinaciones y dominación, con las cuales alterarían la tranquilidad de las familias y aun de las naciones; y verdad es, en fin, que los jesuitas, ministros y confesores de los reyes y directores de los negocios de gobierno, y aun de todos los hombres de expectación por cualquier respecto, mantenían las acciones de estos subordinadas a las suyas.

Pero si todo esto y algo más que se pudiera decir es cierto, hay también que olvidarlo todo al parangonarlo   —172→   con la osadía y ecuanimidad con que, despreciando las comodidades de la vida, mirando la muerte con desdén y ansiando santificarse con las palmas del martirio, se arrojaban allá, a tierras lejanas y desconocidas, a las entrañas de los bosques, en medio de pueblos rudos y salvajes, o en las ciudades cultas a discutir con los doctores y sacerdotes de otras comuniones y sectas. ¿Para qué? -Para clavar una cruz, para adoctrinarlos en el evangelio, para civilizar y humanar. Hay que olvidarlo todo, al conocer aquel afán y esmero con que enseñaban y educaban a sus discípulos, al hacer memoria de aquel sartal de sabios y hombres ilustres que ha dado la Compañía, y al recordar que acá, en América, distantes del gobierno y de los cortesanos, donde nadie tomaba parte en la política muerta de las colonias, mantuvieron constantemente una vida moderada y honesta.

Si nos atuviéramos a lo que dicen Peyrat, Michelet y Quinet, que más bien parecen enemigos del catolicismo que de los jesuitas, estos minaban las monarquías a nombre de la democracia, y las repúblicas a nombre de los reyes. Fueron enemigos, dicen, de la monarquía francesa, de la aristocracia inglesa, de la oligarquía veneciana, de la libertad holandesa, de las autocracias rusa, española y napolitana; habiendo sido expulsados a causa de sus ingerencias en los negocios públicos y de los disturbios engendrados entre las familias, en diferentes ocasiones. Pero estos cargos a nuestro ver, aunque reales en ciertas épocas y circunstancias, no pueden tomarse como resultados de su política, porque son palpables las contradicciones. En América, con especialidad, los jesuitas estaban decididos y sinceramente adheridos al gobierno de la metrópoli; tanto que creemos con toda fe que la causa de nuestra independencia se habría dificultado más, al conservarse todavía entre nuestros padres cuando principiaron a conquistarla.

Y no sólo Peyrat, Michelet y Quinet, escritores de nuestros días, sino otros antiguos, y no sólo sobre ingerencias políticas, mas sobre doctrinas relativas a la moral   —173→   y aun a la fe19, han escrito también contra los padres jesuitas acusándolos de crímenes tan graves, que su propia exageración y gravedad bastan para que desconfiemos de la verdad de los cargos que les hacen. En efecto, Monglave que parece uno de los más juiciosos e imparciales escritores de esta célebre sociedad, dice que, aunque muchas de sus no muy sanas doctrinas están bien averiguadas, otras son falsas de todo en todo, y que sus enemigos, con inclusión de Pascal mismo, que debió hablar con la circunspección propia de tan grande hombre, han citado pasajes que no se hallan en las obras de los jesuitas, o que, si los hay, los han alterado y hasta mutilado para hacerlos cambiar de sentido.

El cargo más común y general contra la Compañía, de que no han podido defenderla ni sus amigos muy apasionados, ha sido el de la codicia, y a fe que esas riquezas que acumularon excitando la envidia de los grandes reyes, y tal vez fueron la causa de que los abatieran y tumbaran, atestiguan la realidad de la acusación. Barry mismo, uno de los más ardientes defensores que ha tenido la sociedad, dice: «Tal vez la riqueza de los jesuitas en las provincias del Perú, que cincuenta años después de la expulsión, cuando por un edicto del rey de España en 1816 habían de ser restablecidas, y se hizo un inventario legal de lo que había quedado en aquellas provincias, y además de lo vendido, enajenado y apropiado al uso del Estado; resultó que el valor de las haciendas que se podían restituir a la Compañía montaba a cuatro millones de pesos. Un oidor de la Audiencia de Lima, que intervino en esta averiguación, comunicó este hecho al editor»20. Los padres habían logrado eludir el voto de pobreza influyendo en que el concilio de Trento aprobase las dos especies de establecimientos; casas profesas, incapaces de alcanzar cosa ninguna en propiedad, y colegios que podían adquirir, heredar y poseer. Mediante esta   —174→   ingeniosa distinción contaban a fines del siglo XVI, con veintiún casas profesas, y con doscientos noventa y tres colegios.

San Francisco de Borja, tercer general de la Orden, en una carta del mes de abril de 1560 ha dicho a este respecto: «Tendrá tiempo en que la Compañía se ocupará toda en las ciencias humanas, pero sin aplicación ninguna a la virtud... El espíritu de nuestros hermanos está lleno de una pasión sin límites por los bienes temporales: trabajan por amontonarlos con más pasión que los mismos seculares». El padre Fernando Mendoza, de la misma Compañía, en su

Memorial a Clemente VIII                


: «No se buscan entre nosotros sino invenciones para ganar y amontonar dinero con engaños y otros medios injustos, vejando y oprimiendo las almas penitentes con mil artificios y modos; lo que envilece y profana los sacramentos que los nuestros venden como he dicho...». El ruidoso proceso que se formó contra el padre Lavalette, con motivo de sus negocios mercantiles, y con el cual resultó complicado el padre Lacy, procurador general de la Orden, dio armas a sus enemigos y sacó a luz aquel millón de pesos en que estaban descubiertos los acreedores.

Otro de los cargos hechos a la compañía ha sido el de su altivez, llevada de la cual andaban constantemente suscitando competencias a los obispos gobernadores y otras autoridades civiles y eclesiásticas. La suscitada a fray Bernardino de Cárdenas, obispo de Asunción, capital del Paraguay de este mismo pueblo en que los jesuitas derramaron tantos bienes, fue por demás larga y ruidosa; pues duró como diez y seis años, y hubo campañas, guerras y sangre derramada en pro y en contra de unos y otros21.

Háseles, en fin, hecho cargo de que, cuando se trató de su reforma en tiempo de Luis XV, el general de la orden, Ricci, contestó

Sint ut sunt, aut non sint


; y, últimamente,   —175→   de que en el mismo reinado pronunció el parlamento, después de tres meses de debates, el fallo definitivo de agosto 6 de 1762, condenando varias doctrinas protegidas por los mismos generales.

Graves, en verdad, aparecen estas acusaciones; pero, fuera de que han sido suscitadas en tiempos demasiado tempestuosos para los padres, cuando, por envidia y celos de todo género, las corporaciones más respetables, los príncipes, los hombres de séquito y hasta los de ninguna importancia habían entrado en la moda de desacreditarlos y escarnecerlos; hay también que reflexionar acerca del poco conocimiento que tenemos de sus defensas y de que, dominados acaso por el impulso de la novedad, hemos aceptado a cierra ojos cuanto mal se ha atribuido a los acusados. El mismo que esto escribe (¡Dios le perdone!) no ha estado exento de aquella imperiosa novedad.

El mayor mérito de estos arrojados militantes de Jesucristo consiste en esa constancia de ánimo con que sostienen su instituto, al través de tantos odios y rencores. No hay como olvidar la importancia de sus servicios por la propagación de la fe, y aun cuando esta no valiera nada para algunos filósofos y afilosofados, tienen que apreciar y confesar los prestados para propagar y esparcir la civilización social. Alejadas las pasiones o circunstancias de tales o cuales épocas, y cuando se trata de los hombres o las cosas con disquisición y ánimo sincero de hablar la verdad, cambian los conceptos y prevalecen entonces la rectitud y justicia. Así, Raynal mismo, a pesar de haber pertenecido a la escuela filosófica y, lo que es más, hasta apostatado de su religión, tuvo que confesar la importancia de los servicios hechos en América por los padres de la Compañía de Jesús y decir: «Los jesuitas, después de haber dividido por mucho tiempo la opinión pública, obtuvieron a la postre la muy favorable de los sabios. El juicio que de ellos se forme en adelante parece estar resuelto ya por la filosofía, de cuyo imperio huyen la ignorancia, las preocupaciones y los partidos; como las sombras al asomo de la luz». Así, el mismo conde de Aranda, el declarado enemigo de los jesuitas, como célebre por tantísimos respectos, escribió al de Floridablanca   —176→   en 1785: «Aseguro a V. E. que ya extinto el instituto loyolista, yo tendría por mejor el dejar volver a los expulsos; que se retirasen a sus familias los que quisiesen; que se quedasen en Italia los que, no teniéndolas, prefiriesen concluir sus días en aquel clima, ya habituados a él; y que cuantos hubiere de talento, instrucción y mérito los emplease el rey en la enseñanza, y en escribir sobre buenas letras y ciencias; más que los hiciese canónigos y deanes si fuesen dignos... que yo aseguro no pensarían más en lo que fueron»22.




IV

Ora, pues, porque Carlos III, o su consejo de ministros, compuesto entonces de los tan ilustrados Aranda, Moñino, Roda y el fiscal Campomanes se hubiesen convencido de la realidad de los cargos sucesivamente acumulados contra los miembros de la Compañía, ora porque, al transcurrir el año de 1767, se hubiesen descubierto en Francia y Portugal los reglamentos secretos, que no conocemos, ora porque fueran puramente celos contra sus caudales e influencia, influencia que había llegado a echar raya con la de los príncipes más poderosos, ora, en fin, que obrara el filosofismo del siglo XVIII, o digamos, se sobrepusiera la escuela regalista a la papista, como se denominaban entonces; Carlos III decretó la expatriación de los padres y la confiscación de sus bienes, contentándose con decir: por causas reservadas en mi real ánimo. Encargose el conde de Aranda de la dirección y desempeño de tan delicado como grave asunto, y Moñino de reducir a Clemente XIV, soberano pontífice de entonces, a que expidiera la bula de extinción de la Orden, Moñino debió al cabal desempeño de su comisión el título de Conde de Floridablanca.

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Lafuente que ha procurado investigar con lealtad y estudio las causas que obraron en el ánimo de Carlos III para dictar la pragmática y abierto su juicio con suma rectitud, se explica así en la obra citada: «Lo que para nosotros no puede cuestionarse es que el religioso Carlos III obró con la convicción moral más íntima, y es de presumir también con el convencimiento legal de haber sido los jesuitas autores o cómplices del motín contra Esquilache, y de ser ciertas, las imputaciones y cargos que se les hacía en el proceso, y en los documentos y consultas del consejo... y que por consecuencia se persuadió de que la existencia de los regulares de la Compañía de Jesús en sus dominios era peligrosa para la tranquilidad pública, para la integridad de sus reinos, y para la seguridad de su cetro, y aún de su persona. Por cualquiera de las dos convicciones que obrase, estaba en el derecho que nadie puede negar a un soberano, de suprimir en los dominios sujetos a su corona una asociación religiosa, que sólo con el conocimiento y beneplácito del poder temporal ha podido establecerse, y sólo puede continuar existiendo en tanto que aquel se lo permita y consienta». Un poco después añade: «Aun supuesta la justicia, la conveniencia y la necesidad de la supresión y extrañamiento de los jesuitas de los dominios de España, nosotros no podríamos, sin hacer violencia a nuestro juicio, ni aplaudir ni aprobar la forma ruda y hasta inhumana con que fue ejecutada la providencia de Carlos III; porque rudeza y hasta inhumanidad nos parece que hubo en la repentina expulsión y expatriación perpetua de tantos millares de hombres...».

La pragmática sanción se expidió en el Pardo el 2 de abril de 1767. El conde de Aranda, para asegurar el cumplimiento de las órdenes del soberano, y librar a sus dominios de los sacudimientos que eran de temerse, dirigió anticipadamente una circular a todas las audiencias y cancillerías, incluyendo la pragmática en pliego cerrado con la prevención de que no se abriese sino en el día díado y en la hora horada fijados en la circular.

Hallábase de presidente en Quito don José Diguja, y el 19 de agosto del mismo año, a las once de la noche,   —178→   estaba ya ejecutada la orden sin estrépito ni haber producido otro resultado que la compasión, brote espontáneo de las almas generosas cuando ven a sus semejantes en desgracia, y en desgracia que envolvía, de seguro, a inocentes y culpados. Creemos que, en la presidencia, el secreto se conservó sin dejarse traslucir hasta el momento de la ejecución. El sentimiento de la pérdida de los padres jesuitas fue sincero y general, y aun puede asegurarse, sin que sea de nuestro ánimo ofender a las otras Órdenes religiosas, que desde entonces no han dado un solo paso las misiones.

Después de la expatriación, que se verificó a los 20 días de recibida la pragmática, se ocuparon todos sus bienes y se vendieron con el nombre de temporalidades: no sabemos, por mucho que hemos patullado con el fin de ilustrar en este asunto a los lectores, a cuanto montaron los productos de los remates. Casi todos los expatriados fueron a parar en Italia, conforme al arreglo hecho con el Padre Santo.

Carlos III se hallaba, al parecer, tan profundamente prevenido contra los padres de la Compañía, que aumentó la severidad de sus órdenes expidiendo el 18 de octubre del propio año una cédula, por la cual impuso pena de muerte a los desterrados que pisasen sus dominios. Asignóseles dos reales diarios para su mantenimiento en el destierro, con tal que no se quejasen contra el gobierno ni de palabra ni por escrito; y prohibió que se les defendiese, so pena de tenerse al que los defendiera como traidor. Posteriormente su hijo, Carlos IV, moderó aquella severidad con las reales órdenes de 9 de noviembre de 1797 y 14 de marzo de 1798.

Los padecimientos de tan célebre sociedad no estaban consumados todavía, pues su mal destino aun le reservaba el último golpe que debía recibir de uno de los mayores Pontífices de la Iglesia, de Clemente XIV, con el Breve Dominus ac Redemptor que expidió el 21 de julio de 1773. Dícese que se arrepintió más tarde, y así debió de ser, porque ni la Iglesia ni los sucesores de San Pedro han tenido nunca defensores más fieles ni arrojados.



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V

Casi por el mismo tiempo, con corta diferencia, fueron también desterrados de Francia y Portugal, y pasaron a Prusia y Rusia, donde Federico el Grande y Catalina II, ampararon la desgracia de los padres y los conservaron en sus Estados, aunque con cierta simulación. Durante la revolución francesa se establecieron de nuevo con el nombre de Padres de la fe, por un escrito de Pío VI, pero desaparecieron a la caída de Roma bajo el poder de los franceses.

En 1814 fueron restablecidos con su antiguo nombre, y por bula de 7 de agosto de este año, se autorizó su asociación en Rusia, Nápoles y en todo el orbe católico.

Doce años después (1.º de enero de 1826), el emperador Alejandro los expulsó de Rusia. El Portugal se negó a levantar el destierro que tenía decretado, y el Austria hasta les negó la entrada en sus dominios; de modo que sólo volvieron a España y al Piamonte. En Francia se restablecieron sin ninguna autorización; en el Ecuador, como todos sabemos, fueron recibidos en 1850 los desterrados por el gobierno de la Nueva Colombia, luego expulsados por el nuestro en 1852, y luego vueltos a establecerse en 1861; y todavía quedarán a prueba de contrarios y a merced de las mudanzas, porque tal es la inconstancia y versatilidad de los juicios humanos.





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ArribaAbajoCapítulo VIII

Estado social, político y literario, durante la presidencia, en los siglos XVII y XVIII



I

Durante el largo período de los dos y medio siglos que hemos recorrido, la Presidencia de Quito no cambió en nada su fisonomía política. Sin tener derechos que ejercer, participación a que aspirar, ni lecciones gubernativas ni municipales que recibir, los pueblos, como en 1550, siguieron incomunicados sin trabar su vida con los demás de la tierra. Si exceptuamos la jerarquía eclesiástica, para la cual no estaban cerradas del todo las puertas que dan entrada a los más eminentes destinos de la Iglesia, la presidencia, para las otras clases sociales, no tenía derecho ninguno a aspirar.

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Y hay que llevar por delante que esta observación es aplicable a toda la América española, pues en el registro de cuantos virreyes la gobernaron en una serie de trescientos años, y con todo estaba dividida en cuatro virreinatos, sólo se hallan cinco americanos: cuatro en México, y uno en Buenos Aires. En cuanto a nuestra patria, sólo tuvo un presidente patricio, aunque dio algunos pocos para otras presidencias o capitanías generales. Había, es cierto, muchos empleados americanos en casi todas las oficinas públicas, pero todos subalternos, nunca superiores; andando los años y desde mediados del siglo anterior, se vieron ya algunos patricios de corregidores, y algunos otros, aunque contados en la real audiencia.

«Los destinos en la América, así como en España, dice Barry, eran en la Iglesia, en la judicatura, en las rentas y en las armas. Los beneficios eclesiásticos en ultramar eran muchísimos y muy bien dotados, pero casi todos eran proveídos en gente de la Península. Es cosa común ver todo el cabildo de una catedral, desde el obispo hasta el último prebendado, de sólo europeos; pues mucho antes que vacara un puesto estaba ya provisto en Madrid, y el agraciado no aguardaba más que la noticia de la muerte de un canónigo en América para extender el diploma, hacerle poner el sello y embarcarse a tomar posesión. En la judicatura era más rigurosa esta exclusión de los criollos... En las rentas sucedió lo mismo... En la milicia apenas había un oficial americano en la tropa reglada: los honores militares que un hijo del país, por muy distinguido y rico que fuese, podía conseguir, se reducían a ser coronel de un regimiento de milicia, que nunca se había uniformado ni revestido. Hasta los frailes estaban pugnando en sus conventos para impedir que algún colega suyo, criollo, fuese elevado a provincial ni prior en los capítulos que celebraban».

«Pero aun no era esto lo peor; la elección de los sujetos era todavía más provocativa. El ayuda de cámara de un secretario de Estado estaba seguro de hallar premiada su adhesión con un gobierno de América; el hermana de una dama cortesana bajo la protección de algún grande,   —183→   iba a una provincia de intendente; el legista intrigante que había servido de instrumento para el logro de algún deseo de un favorito en la Corte, era nombrado regente u oidor de una audiencia; y el barbero de alguna persona real estaba seguro de ver a su hijo a lo menos administrador de una aduana principal. Si en la familia de algún grande había un oficial indigno del uniforme, por cobardía o vileza, luego era enviado a las Indias con grado de general, inspector o gobernador de alguna plaza; si había algún eclesiástico estúpido, era señalado para un obispado, o lo menos deán de alguna catedral; o si algún incorregible hacía la desgracia de su familia, era enviado a la América con algún empleo de distinción».

Como comprobante de esto último podemos citar lo que dice Plaza en sus Memorias para la historia de la Nueva Granada, en la página trescientos: «Un joven, hijo de los duques de Montellano, que ya obtenía el grado de mariscal de campo, debió su nombramiento al virreinato al influjo de su familia en la Corte, que, temerosa de las ardorosas inclinaciones del joven y presintiendo por algunos excesos cometidos que aquellas lo pudieran precipitar a mayores desafueros, solicitó y obtuvo el encargo del virrey para don José Solís Folch y Cardona». (1753)

Tan entonadas y presuntuosas eran algunas autoridades de aquellos tiempos, y tanto se había extendido el despotismo, que la soberbia no sólo estaba arraigada en las superiores sino en las más bajas, y hasta en los corchetes; y la ejercitaban no sólo con los infelices sino hasta con los más encopetados del pueblo, y hasta con los ministros del altar. Obra de esta soberbia fue que, habiendo ordenado la real audiencia que un tal Cisneros, escribano de cámara, notificase al Obispo Peña con una real provisión, lo verificase en la calle por donde pasaba este prelado con dirección a la iglesia para celebrar una misa, y que, habiéndole pedido que postergara la diligencia para después de celebrada, sacase la espada el escribano, y encarándola al pecho del venerable obispo, le   —184→   contestase: «Los ministros del rey con nadie guardan consideración ni miramientos».

Obra de esa soberbia fue que, a pesar del decreto expedido por el virrey Velasco en 1604, prohibiendo que se emplease a los indios para el transporte de cargas, como se emplean las bestias, el cabildo y los nobles, y particularmente los encomenderos, se opusiesen al cumplimiento de tan humana providencia. Y todavía es de extrañarse más que también se opusiese el piadoso obispo López Solís, diciendo que la libertad, como quería concederse, no era razonable, porque nunca es buena para el vicio y el pecado; y que desaparecería la población de españoles, porque estos miraban como cosa indigna el dedicarse a los trabajos necesarios para la vida.

Nada, nada valían las representaciones que elevaban los indios por medio de sus caciques o gobernadores contra los corregidores, jueces, cobradores de tributos, preceptores de rentas, etc., que les hacían trabajar sin salarios ni recompensa, hasta el punto que exclamaran diciendo: «Somos tan esclavos que aun de los que son, esto es de los negros, recibimos los mayores ultrajes y agravios; y si V. M. nos viera en la lástima en que vivimos, no dudamos que lloraría sangre». Expedíase la cédula en alivio de los indios; mas los señores del ayuntamiento suplicaban de ella inmediatamente, como sucedió con una prohibitoria de que se los redujese al trabajo de los obrajes, siendo para satisfacción o pago de sus deudas. Alegábase que los indios, llevados siempre por mal y no conociendo estímulo ninguno, ni temor a la horca ni vergüenza por las afrentas, sólo pagaban sus deudas obligándolos al trabajo de los obrajes.

La desacertada política del gobierno siguió como al principio, mezquina y restrictiva, y, fuera de que la propia holgazanería de los colonos era suficiente para mantenerlos atrasados, también encontraban embarazos cuando alguna vez se pretendía emprender algo. Pensose, por ejemplo, en abrir un camino (1614) hasta la bahía de Caráquez, y a pesar de los buenos informes que dieron   —185→   el cabildo y la real audiencia, se negó el gobierno. Al año siguiente se insistió en el mismo intento y con mejores informes, y volvió a negarse el rey. En 1680 se pensó extender el camino de Esmeraldas, abriéndolo hasta Silanchi, y aun principiaron ya los trabajos; mas vino sobre la marcha una prohibición real, y se ahogó el proyecto.

El marqués de Villarocha, uno de los pocos hijos de la presidencia que obtuvieron destinos importantes en América, fue nombrado para la de Panamá en 1699, y sin más ni más que la desconfianza que se tuvo de él, como americano, fue depuesto a los seis meses. Los buenos procedimientos y el tino de su gobierno le habían popularizado tanto, que, al separársele, sobrevino una insurrección popular, y el gobierno tuvo que llamarle de nuevo a la presidencia. Al posesionarse del empleo cundieron las calumnias contra el marqués, y volvió también de nuevo a separársele, haciéndole juguete de la política versátil del gabinete español.

Igual suerte le cupo a don Ignacio Flores, hombre de muy sólida instrucción y por cuyas prendas, después de haber ascendido hasta el grado de coronel, lo que podía mirarse como muy raro para un hijo de la presidencia; fue elevado para el gobierno de la de Charcas en 1782. Al tomar posesión de su destino se hallaba la ciudad de la Paz turbada por unas tantas y repetidas sublevaciones de indios, y Flores, desplegando gran talento, sagacidad y dulzura, consiguió refrenarlos con facilidad y sin esas consecuencias con que vimos se terminaban los motines de por acá. Aun calmó otra rebelión de más bulto, ocurrida con motivo de un asesinato cometido por un soldado español en la persona de un criollo; y con todo, el gobierno, dejándose embaucar de los informes que elevaron los oidores de la audiencia, fastidiados de tener por superior a un americano, les dio gusto en separarlo de esa presidencia, y en someterlo a juicio ante el tribunal de Buenos Aires. Los padecimientos y ultrajes recibidos sin razón alguna que le hicieran merecer, y la dilación de la causa abreviaron sus días, y falleció antes de haber   —186→   salvado la honra ni acallado las calumnias, de que fue víctima inocente. Funes, el autor del Ensayo de la historia civil de Charcas y Buenos Aires, ha dicho: «El grande hombre que, domando millares de indios, había afianzado veinte provincias en la obediencia del rey; que salvó con su valor y disposiciones la ciudad de la Paz, con su política la de Orura y con uno y otro dos veces: la de Plata, fue tratado como un vil criminal por aquellos mismos que debían rodearle de gloria».

Si por política sólo ha de entenderse la ciencia de gobernar y de dar leyes, cédulas y pragmáticas, encaminadas todas a mantener la quietud y seguridad públicas, a cualquier costa que fuese; es preciso convenir en que no ha habido ni puede haber, con excepción del de la China, gobierno más acertado y maestro que el de España cuando era dueño de las Américas. Mandar y ser obedecido; imponer gabelas y recaudarlas con la mayor facilidad; oír algunos gritos y clamores, y ahogarlos inmediatamente; dictar y hacer comprender las obligaciones, y no conceder ningún derecho, y aun impedir que llegue su conocimiento a noticia de los gobernadores; es haber sabido obrar con arte y con provecho, haber alcanzado a establecer el mejor sistema de gobierno colonial, haber satisfecho el objeto y fin de la política.




II

Merced a la mansedumbre de las colonias, esa política fue para su gobierno la más practicable y la más practicada. ¿Qué derechos habrían implorado cuando no los conocían? ¿de qué se habrían quejado los colonos, cuando los mismas españoles europeos no podían levantar la voz? Contentos con la paz que saborearon por siglos a sus anchas, no podían aspirar a más por el miedo de alterarla, ni pretender ninguna otra clase de bienes sociales.

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Sí; la presidencia disfrutó en toda su amplitud de la paz pública, paz dilatada y profunda que ha servido de argumento contra la civilización en general, y muy particularmente contra los conocimientos que al hombre cumple tener de los derechos políticos para conservar su independencia y dignidad. La paz de entonces, contrapuesta al estado casi normal de guerra que domina en las secciones americano-españolas, ha sido y es la objeción en que se insiste contra la independencia que proclamaron y conquistaron nuestros padres. Pero si ha de apreciarse la paz bajo cualquiera forma de gobierno y bajo la dominación de cualesquiera déspotas, diríamos que Roma en su tercera época fue feliz con los emperadores de los primeros tiempos del imperio; diríamos que la China, altiva con su menguado y estantío saber, ha tenido razón de presentar la paz de su celeste imperio como parto natural de su absoluta incomunicación de hasta hace poco, y para mirarla como una realidad que arguye contra la inconsistencia de las repúblicas, y aun de las monarquías constitucionales; diríamos, sin ir para allá de los mares, que el pueblo del Paraguay ha tenido también razón para haberse dejado pisotear del doctor Francia, el dictador perpetuo, ya que supo mantenerlo en sosegada paz en medio de los estruendos del cañón y el triquitraque de los sables que andaban haciendo ruido por las vecindades23.

Y cuando unas pocas pruebas, muestras falaces y tal vez alevosas de la ignorancia humana, acreditasen que el absolutismo del poder fraterniza algunas veces con la dicha de los pueblos ¿olvidaríamos, por esto, otras pruebas de una paz compatible con la civilización más pujante y con las más libres instituciones? ¿olvidaríamos, para   —188→   no fastidiar con una trillada erudición, a ese pueblo de la Unión americana que avanza tranquilo consolidando más y más su libertad política, civil, religiosa e industrial, y esperando obtener también la libertad e igualdad social?

No: la paz no es bien si ha de tenérsela al molde de la paz colonial, porque era una paz que escarnecía la dignidad de un pueblo. Es preciso que el hombre sea abyecto hasta más no poder, para que, aun conociéndose igual a sus semejantes, consienta humildemente en una sumisión perpetua, renunciando el derecho y hasta la esperanza de ejercer también alguna vez la parte de soberanía que debidamente le corresponde.

Así pues, ni puede colegirse que esa admirable serie de tranquilos años en que vivieron nuestros progenitores, era debida a su ignorancia en materias de gobierno, ni que nuestras continuas revueltas emanen de las instituciones que adoptamos al cambiar de estado. La transición violenta con que pasamos del exceso del absolutismo al exceso de libertad, careciendo de conocimientos, de experiencia, de moral y de virtud para gozar mesurada y ordenadamente de los beneficios de esta; el militarismo que llegó a entronizarse con motivo de la guerra de la independencia, y la ambición de unos pocos, que ha seguido en auge cometiendo usurpaciones o traiciones sin términos, sin acordarse del pueblo, fuente de toda potestad; son las causas más evidentes de la inestabilidad de los gobiernos que ahora rigen. Nuestro desorden se aumenta por esa desmedida ansiedad de participación en el ejercicio de todos los derechos, participación tras la cual nos desalamos tan desatinadamente, como en venganza o reparación del absoluto alejamiento en que vivieron nuestros padres. Si hubiésemos andado paso a paso, si nuestros capitanes, satisfechos con las glorias de sus triunfos y orgullosos de los servicios prestados a la patria, hubiesen acatado el poder civil, aspirando a la participación de los derechos que tienen como ciudadanos, y no como hombres armados; no sería aventurado asegurar que habría desparecido, hace tiempos, ese cargo de   —189→   inestabilidad que los gobiernos despóticos nos echan a la cara, como complaciéndose del engaño y burlas de nuestras previsiones y esperanzas.

Aun estas agitaciones y revueltas, este desconcierto intrincado en que vivimos, y no lo desconocemos, dejan traslucir, tras los negros torbellinos que levantan, esperanzas pronosticadoras de mejores días, esperanzas de que vamos acercándonos a un término, desierto, lejano, vago, desconocido todavía, pero que ha de perfeccionar, rematar y consolidar nuestras libertades. Las instituciones democráticas, popularizadas y acariciadas más y más, día por día y de pueblo en pueblo, caminan con la corriente del tiempo, y ya no hay como dar la voz de ¡Alto! a sus avances.




III

La presidencia, en cuanto a sus adelantamientos sociales, tampoco avanzó mucho que digamos. Ser conde o marqués, tener el título de regidor, capitán, alférez, real, siquiera cadete, mediante el dinero que se mandaba a la Península, como ahora se remiten letras para que se traigan mercaderías; era más que ser hoy diputado para representar los derechos e intereses de la patria, más que ser la cabeza de la nación que dirige estos intereses y conserva estos derechos. Hemos tenido en nuestras manos el documento, por el cual consta que un marqués ofreció mil pesos por el título de coronel de milicias para su hijo, y esto andando ya la segunda década de este siglo.

Humboldt, en su Ensayo político de la Nueva España, hablando de esta propensión tan general entre los colonos españoles, dice: «Cuando se recorre la cordillera de los Andes admira el ver en las ciudades cortas de provincia situadas en la loma de las serranías, transformados a los negociantes en coroneles, sargentos mayores y   —190→   capitanes. Como el grado de coronel da el tratamiento de Señoría, que se repite incesantemente en las conversaciones familiares, es fácil concebir que este tratamiento es el que más contribuye a la felicidad de la vida casera, por la cual hacen los criollos los más extraordinarios sacrificios de dinero. A veces se ven oficiales de milicias con un gran uniforme y condecorados con la orden de Carlos III, sentados en sus tiendas con suma gravedad y ocupándose, no obstante, en las menudencias concernientes a la venta de sus mercancías; mezcla singular de vanidad y sencillez de costumbres que admira al caminante europeo».

En la ignorancia y abatimiento a que se vieron reducidos los colonos, y con la costumbre introducida poco después de la conquista de que los vencedores gozasen de los fueros de nobleza, fácil fue para estos instilar en los vencidos la idea de que el color blanco ennoblecía la sangre y de que los españoles todos, sin más que ser tales, eran nobles por antonomasia. De allí provenía esa propensión de los criollos a buscar títulos como prendas que supiesen la falta de origen español, que era la más segura ejecutoria; de allí provenían sus atrasos en las artes y oficios mecánicos, porque no hubo tal vez cuatro artesanos españoles que vinieran a seguir con sus oficios, cuando sabían que, aun siendo tales, podían pretender la mano de la rica, linda y elegante criolla, sin más que contar con la ayuda de sus paisanos, jornaleros como ellos, pero ya establecidos con fama de nobleza; de allí nuestra holgazanería; de allí el odio que había entre criollos y españoles, y entre los mismos españoles; y de allí, en fin, provenían las contiendas por parecer más de lo que eran por su sangre. «Es de suponer, dicen Juan y Ulloa, que la vanidad de los criollos y su presunción en punto de calidad se encumbra a tanto que cavilan continuamente en la disposición y orden de sus genealogías de modo que les parece no tienen que envidiar nada en nobleza y antigüedad a las primeras casas de España. Y como están de continuo embelesados en este punto, se hace asunto en la primera conversación con los forasteros   —191→   recién llegados para instruirles en la nobleza de la casa de cada uno; pero investigada imparcialmente se encuentra a los primeros pasos tales tropiezos, que es rara la familia donde falte mezcla de sangre y otros obstáculos de no menor consideración. Es muy gracioso lo que sucede en estos casos, y es que ellos mismos se hacen pregoneros de sus faltas recíprocamente, porque, sin necesidad de indagar sobre el asunto, al paso que cada uno procura dar a entender y hacer informe de su prosapia, pintando la nobleza esclarecida de su familia para distinguirla de las demás que había en la misma ciudad y que no se equivoque con aquellas, saca a luz todas las flaquezas de las otras, y los borrones y tachas que oscurecen su pureza; de modo que todo sale a luz; esto se repite del mismo modo por todas las otras contra aquella, y en breve tiempo todas quedan informadas del estado de aquellas familias. Los mismos europeos que toman por mujeres a aquellas señoras de la primera jerarquía, no ignorando las intercadencias que padecen sus familias, tienen despique cuando se les sonroja con su anterior pobreza y estado de infelicidad, dándoles en rostro con los defectos de la ponderada calidad de que tanto blasonan, y esto suministra bastante materia entre unos y otros para que nunca se pueda olvidar el sentimiento de los vituperios que recibe el partido contrario».

«Los europeos o chapetones que llegan a aquellos países son por lo general de un nacimiento bajo en España o de linajes poco conocidos, sin educación ni otro mérito alguno que los haga más recomendables; pero los criollos sin hacer distinción de unos y otros, los tratan a todos igualmente con amistad: basta que sean de Europa para que mirándolos como personas de gran lustre hagan de ellos la mayor estimación... llegando esto a tanto grado, que aun aquellas familias que se tienen en más, ponen a su mesa a los más inferiores que pasan de España, aunque vayan en calidad de criados; así no hacen distinción entre ellos y sus amos cuando concurren a la casa de algún criollo, dándoles asiento a su lado aunque estén presentes los amos; a este respecto hacen con ellos otros   —192→   extremos que son causas de que aquellos que por las cortas ventajas de su nacimiento y crianza no se atreverían a salir de su humilde estado, animados después que llegan a las indias con tanta estimación, levantan los pensamientos y no paran con ellos hasta fijarlos en lo más encumbrado. Los criollos no tienen más fundamento para observar esta conducta que el decir que son blancos, y por esta sola prerrogativa son acreedores legítimos a tanta distinción, sin pararse a considerar cual es su estado ni a inferir por el que llevan cual puede ser su calidad».

Y no sólo consiguieron los españoles que en América se tuviesen por nobles y grandes sus personas, sin más: que ser de España, que aun los frutos, los artefactos, todas las cosas de algún mérito, por cualquier respecto, se habían de calificar también de nobles y exquisitas por sólo proceder de España. Decir que tal o cual efecto era de Castilla, era decir que era bueno en supremo grado; y hasta ahora mismo ha quedado la vieja costumbre de llamar bayeta de Castilla a la de pellón, caña de Castilla a la de azúcar, cera de Castilla a la de abejas, arroz de Castilla, canela de Castilla, alumbre de Castilla, etc., etc., aun cuando estas producciones fuesen americanas, asiáticas o africanas, o de otros puntos de Europa o de la misma España. ¡Castilla cosa! para el vulgo, que emplea esta construcción del todo quichua, equivale a decir ¡cosa exquisita!

Las clases de la sociedad, altas y bajas, cultas e ignorantes, satisfacían sus apetitos con gozar de la corrida de toros, con el juego de boliche y de los trucos, con asistir a las procesiones y saraos con trajes recamados y vistosos; con fruslerías, en fin, como los niños que se divierten ufanos con cuanto ofusca sus sentidos infantiles. La traslación de los sellos reales del antiguo palacio presidencial al nuevo, verificada en 1612, fue, por ejemplo, una de esas fiestas cuya fama pasa de siglo en siglo hasta alcanzar a las generaciones más distantes; tal vez sin otra razón que la extravagancia de los vestidos que emplearon, y para entonces de lo más fino y elegante, pues los regidores concurrieron con trajes de damasco carmesí   —193→   y con gorras de la misma tela. Los sellos reales fueron conducidos por un caballo blanco galanamente enjaezado, y lo llevaban bajo de palio, siendo los miembros del ilustre ayuntamiento los que cargaban las varillas del dosel sagrado. Los ministros de la real audiencia, vestidos de largo, iban por delante volviendo de cuando en cuando la cara para hacer genuflexiones a los sellos, y otro de los mismos llevaba un incensario con el cual sahumaba respetuoso al animal conductor de tan preciosa carga. Tras esta especie de procesión, siguieron las corridas de toros, los juegos de cañas, los fuegos artificiales, etc., etc.

También dejaron fama las corridas de toros celebradas en 1631, con motivo del nacimiento del príncipe don Baltazar, Carlos, Domingo, hijo de Felipe III, calificadas de célebres y famosas, y tan célebres que hasta merecieron se hiciera una relación de ellas. Las celebradas en 1781 fueron otras de las que nos han venido de lengua en lengua, cuando no por su esplendor, por las aguas lluvias que echaron por tierra toda una hilera de tablados. El suceso acarreó la muerte de unas cuantas personas, pero las fiestas siguieron tan alegres como al principio del primer día. Y no fueron menos afamadas las Fiestas reales de Ramírez en 1817, no obstante el ruido de las armas que ya se dejaba oír por los contérminos de la presidencia.

Las procesiones y fiestas de iglesia servían, más que ahora, de pasto para las diversiones del pueblo, y de cebo para los encargados de dirigirlas o celebrarlas. Así Guano, por ejemplo, el pueblo tal vez más industrioso de los nuestros, casi vino a despoblarse por la trasmigración de sus moradores a otros puntos, desobligados y aburridos de los curas doctrineros que los empobrecían con repetidos impuestos. Exigían dos reales por cada solar de tierra que poseían, a pretexto de que tenían la obligación de suministrar leña en la celebración de ciertos actos religiosos. Las calles y afueras del pueblo estaban llenas de cruces, y los obligaban a que mandasen   —194→   decir misa a todas ellas (pasaban de sesenta), cobrando a seis pesos por cada una. Las indias contribuían con un huevo todos los días de doctrina (dos por semana), bajo pena de azotes si faltaban. Los testamentos se dirigían y otorgaban por los Maestros de capilla y de concierto con el cura; y era lo general, casi lo de siempre, que se hacían dejar legados, que se mandaban imponer novenarios de misas, llegando el caso de que si el moribundo no dejaba bienes ningunos, sus hijos pasaban de derecho al servicio del cura. Exigíaseles además real y medio de contribución para el consumo de las ceras en los monumentos de los Jueves Santos; y todo esto que se hacía en Guano, (de lo que estamos ciertos a vista de las narraciones escritas que han estado en nuestras manos) se hacía también en los demás pueblos de la presidencia, como puede verse en las Noticias Secretas de Juan y Ulloa.

¡Oh! La paz que daba tales costumbres y abusos para la vida religiosa y social, no es paz que puede apetecerse, cuanto más deplorarse como la deploran los que, sin conocer la historia de los hábitos y abusos coloniales, sólo han oído hablar del sosiego, aunque mudo, de esos tiempos. Si la paz hubiera sido brote de un buen sistema de gobierno, que no de su despotismo y de la ignorancia de los pueblos, si las autoridades civiles y eclesiásticas no hubieran tratado de aprovecharse del candor y sencillez de sus gobernados; entonces, no hay para qué decirlo, no solamente la codiciaríamos y envidiaríamos, antes nos arrepentiríamos de haber apreciado y ensalzado la resolución y acciones de nuestros padres que vinieron a turbarla.