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Pedro Fermín Cevallos

Selecciones de «Resumen de la Historia de Ecuador»1

Pedro Fermín Cevallos



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ArribaAbajoPrólogo

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Cevallos es el historiador de la Independencia y de los primeros años de la República.

Durante el tiempo de la administración colonial, en los territorios del Reino de Quito, se escribieron varias Relaciones, Descripciones e Informes, anotaciones interesantes que ponían de relieve la actividad de un gobernante o que dejaban constancia de algún acontecimiento considerado como importante. Alguna vez, la Relación era escrita por el Presidente de la Audiencia, como la memoria de sus labores ejercitadas en la extensión de un territorio. El americanista español, Jiménez de la Espada, ha recogido esos documentos y los ha dado a la luz pública, como la más valiosa contribución para los historiadores de América.

Varias de esas piezas documentales se refieren al Ecuador y aun fueron escritas dentro del territorio de la Audiencia. Faltaba el historiador que utilizara el material desperdigado en archivos y colecciones, para pasar de la crónica a la historia. Ya lo había intentado Velasco, con la desventaja de que le tocó   —16→   componer su obra en el destierro y con las mayores desventajas para la consulta de libros y papeles. La obra de Velasco serviría para las demás como de traza que exigiera rectificaciones y ampliaciones.

Velasco fue nuestro primer historiador. La patria de sus recuerdos no podía comprenderse bien sino a través de las tradiciones recogidas en sus viajes misionales por la extensión de esas Provincias. No tuvo Quito el cronista historiador que guiara los primeros pasos. Lo que fue el Reino, antes de la invasión incaica y aun después de la llegada de los españoles, había que ser restablecido con los recuerdos conservados en el pueblo. Pudieron no ajustarse a la verdad histórica; pudieron referirse a sucesos ocurridos en diferentes tiempos. Velasco, al trazar una obra que fuera homogénea y completa, se vio precisado a recurrir a esos recuerdos, confundidos en las diversas épocas a las que se referían. Pero allí se encontraba la raíz de una nación, y animado de un vivo amor a la patria lejana, a falta del documento, utilizó la tradición que fue, además, defensa entusiasta de la realidad americana, contra las aserciones de filósofos prevenidos contra España, que condenaban el sistema de colonización ejercitado en el Nuevo Mundo, y que estimaban que estos países no tenían porvenir en su barbarie.

La publicación de la obra de Velasco tuvo, para los ecuatorianos, el significado de una revelación deslumbrante: poseíamos una historia de la que debíamos estar orgullosos. Nuestro pasado no era desteñido ni oscuro, porque estaba formado de una sucesión de cuadros en que resaltaban la heroicidad y el esplendor. De las páginas escritas en el destierro, por el estudioso fraile, se sirvieron los ecuatorianos para componer la exaltada alegoría que serviría para incitar   —17→   el patriotismo y encaminar a las generaciones futuras. No se paró mientes en que la historia no es solamente tradición y que esta clase de estudios exigían graves y mayores comprobaciones de los hechos.

Resultado magnífico de este clima de glorificación del pasado, es la obra compuesta por Pedro Fermín Cevallos, un ambateño que daría comienzo a la estupenda floración de ingenios que tendría esa ciudad ecuatoriana, en la que se encontrarán nombres como los de Juan Montalvo y Juan León Mera, entre otros muchos. Cevallos sería el segundo historiador ecuatoriano, y su obra ha de consultarse, con provecho, en cada vez en que se tengan que precisar hechos históricos estudiados por él.

Lo interesante es saber que Cevallos optó por los estudios de la historia, incitado por su actuación de personaje político que trataba de llegar a la comprensión de los problemas del país, para resolverlos de acuerdo con el espíritu de la República y la tradición de sus habitantes. Removió papeles; desempolvó archivos; compuso cuadros estadísticos; discutió sobre cuestiones que comprendían sus escritos, y como consecuencia de todo, se encontró con documentación tan copiosa que la redacción de la Historia siguió como resultado de esta preparación, poco metodizada, pero extensa y casi completa.

El primer trabajo de consideración, que antecedió al Resumen, fue el Cuadro Sinóptico, que presentaba en esquema los acontecimientos principales de la nación, antecedente sobre el que los gobernantes de la República debían proceder, en la solución de cuestiones que se debatían en momentos en que, Cevallos, ocupaba un puesto de responsabilidad administrativa, en una de las tantas transformaciones y revoluciones ocurridas en nuestro país.

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Modestamente compuso, para aprovechar del material recogido, el Resumen de la Historia del Ecuador, advirtiendo que la obra no se proponía trazar el estudio completo de los acontecimientos del territorio ecuatoriano, sino presentarlos resumidos, en espera de quien los desenvolviera con la amplitud debida. Sin embargo, no ha de tomarse como síntesis abreviada, porque tuvo que detenerse por la consiguiente amplitud del tema. En verdad, Cevallos es el continuador de Velasco, y en su trabajo, se sirvió del antecedente, ampliándolo y rectificando sucesos de la vida colonial, presentados incompletamente por el jesuita historiador.

De esta manera, es explicable que la prehistoria pasara íntegramente y sin salvedad alguna a la obra de Cevallos. La historia de los reyes indios se traslada fielmente. No había tiempo, ni era su propósito entrar en tales investigaciones, para las que le hubiera sido difícil documentarse en el tiempo en que componía su obra. El viejo historiador se había referido a las tradiciones que recogió en sus recorridos de misionero por los territorios de la Audiencia de Quito, y a los manuscritos y relaciones que, por desgracia, no han pasado hasta nosotros. Cevallos se limitó a trasladar a Velasco, para componer el primer capítulo de su libro.

En la concisa Advertencia que se antepone al Resumen, se cita, y se apoya en la autoridad del Padre Velasco y en los Cronistas de Indias, conocidos en ese tiempo; y cuando pasa al período administrativo colonial, se cita a Prescott, en una escasa bibliografía que, sin embargo, pudo ser aumentada considerablemente, porque, cuando escribía Cevallos su obra, ya la documentación había crecido.

Quedaba un período de mucha importancia para la nación ecuatoriana, como el relacionado con la Revolución   —19→   de Quito, en 1809. Capítulo ha sido este, incompletamente tratado hasta ahora, y hay que deplorarlo no lo hiciera Cevallos que estaba capacitado como el que más para dar una relación que habría podido considerarse, de primera mano. No podemos olvidar que el historiador nació en Ambato, el 7 de julio de 1812, y vivió hasta las postrimerías del siglo. Durante su juventud debieron encontrarse frescos y recientes los recuerdos de lo acontecido en Quito, tres años antes de su nacimiento. Hombres de su familia tomarían parte en la Revolución y en muchos hogares se hablaría con pasión de aquellos acontecimientos, para que no le interesaran entonces, y le sirvieran después para documentarse con mayor amplitud.

La Revolución de Quito es uno de los sucesos de mayor notoriedad en el empeño emancipador de nuestra América. Así la consideraron los contemporáneos, que llegaron a calificar el movimiento como el grito que sirvió para despertar a América y encaminarla al cumplimiento de su deber patriótico. Fue la primera revolución organizada, que formaba gobierno para atender a los negocios del Estado. No tenía el carácter de sublevación contra las autoridades españolas, como acaso fueron otros movimientos de nuestra América, que llegaron a disputar la honra de esta primacía. La Revolución, en su primera etapa, duró pocos meses, y los personajes principales de ella pagaron con su vida la audacia. Pero la Revolución continuó en el año siguiente, y continuó con tanta decisión, que acabó por dictar la Constitución del nuevo Estado. Fue vencido también este segundo movimiento, y las provincias regresaron a la obediencia de las autoridades del Rey.

Desde 1810, esto es, después de iniciada la Revolución de Quito, Hispanoamérica se encontró conmovida y revolucionada. Más de veinte años tardarían   —20→   los ejércitos de la libertad en llegar a Quito. Entre tanto los anhelos de las provincias y de sus próceres, quedaron apocados con la gloria refulgente de los libertadores. Los escritores que narran los hechos de esa gesta, en la que Bolívar ocupó el puesto de Libertador, dieron poco espacio a la Revolución de Quito, para detenerse en las campañas memorables, ilustradas con muchos episodios gloriosos. Y los historiadores de más allá de las fronteras colombianas, situaron el comienzo del afán emancipador en sus propios acontecimientos y en sus propios hombres, hasta que la historia de la época, se concentró en los tres o cuatro nombres gloriosos y cada nación tuvo su propio libertador. Quito quedó en la oscuridad hasta la llegada de Cevallos, a quien correspondía la reivindicación.

A Cevallos le correspondía trazar este capítulo de nuestra historia, que se puede decir que pertenecía a su tiempo, si se toma en cuenta que Cevallos nació en el año memorable para las Provincias del Antiguo Reino, que vieron surgir el nuevo Estado y volver, otra vez, a la condición colonial de la que pretendió salir. El 15 de febrero de 1812, el pueblo soberano del Estado de Quito, representado por los Diputados de las Provincias libres que lo formaban, dictó el Pacto Solemne o sea la Constitución con la cual había de regirse. Y el mismo año, en diciembre, eran fusilados en Ibarra los últimos combatientes de esa gloriosa Revolución.

Los ecos de suceso tan extraordinario duraron algún tiempo en estas Provincias, y el mismo historiador referirá que en 1813, el presidente Ramírez confinó a Guayaquil, a don Francisco Cevallos y a don Vicente Flor, culpados de un nuevo complot revolucionario que concluyó en el apresamiento de los nombrados   —21→   y el destierro del Marqués de Selva Alegre, de don Manuel Matheu y don Guillermo Valdivieso, en tanto don Antonio Ante era conducido a las prisiones de Ceuta.

Es decir, que durante la niñez del historiador se habló de la revolución fracasada, de los intentos fallidos, de los vecinos comprometidos en ellos, de las familias que vivían en permanente alarma, con lo que podía fraguarse en cada ciudad o por las repercusiones que tenían los combates y las batallas que se daban en toda la América meridional.

Y en efecto, capítulos sobre los que han de volver los historiadores que escriban después, han de ser lo que Cevallos componga sobre estos acontecimientos, no sea sino por el valor, en cierto modo testimonial, ya que, con los documentos que pudo obtener en los archivos, debió utilizar también las informaciones de los sobrevivientes o de las familias que conservaban vivo el recuerdo de esos penosos días.

El testigo sufre de la falta de perspectiva obligadamente; los pormenores se agrandan, mientras el asunto total pierde en la visión de conjunto. Hay muchos detalles que dañan la composición del cuadro; pero la relación conserva el valor excepcional de lo vivido. El 10 de agosto de 1809, encuentra en la consideración detenida y tal vez minuciosa del historiador, la importancia que ha de servir para restablecer con mayor cuidado y análisis el valor que, para la formación del futuro estado ecuatoriano, tuvo este glorioso antecedente.

La Revolución de 1809 fue pronto sojuzgada y ahogada en sangre; pero de toda herida quedan las cicatrices, que han de servir para que el futuro historiador avalúe en su justo precio ese movimiento, llamado a producir conmoción en América. La iniciación   —22→   del movimiento libertador corresponde legítimamente a Quito, sin necesidad de pasar por alto las sublevaciones que ocurrieron en el mismo año, en el Alto Perú. Los hombres de Quito se produjeron después de una larga gestación, que se originó en los días de Espejo.

«La revolución de Sudamérica -escribió José Manuel Groot, en su Historia, eclesiástica y civil de la Nueva Granada- empezó en Quito. Los quiteños proyectaron erigir una Junta de Gobierno por el estilo de las de España, en nombre de Fernando VII, bajo pretexto de conservar al Rey aquellos dominios que decían tenerse vendidos a los franceses por las autoridades existentes. Para arreglar sus planes se reunieron por primera vez el 25 de diciembre, presididos por don Juan Pío Montúfar, Marqués de Selva Alegre. No bastaron las precauciones tomadas para ocultar la trama. Ella fue descubierta, y en el mes de marzo de 1809 fueron reducidos a prisión y procesados el Marqués, el doctor don Juan de Dios Morales, don Juan Salinas, Capitán de la guardia de Quito, don Nicolás Peña, Capitán de las Milicias, y don Manuel Quiroga, abogado de la Real Audiencia». Fecha es la que se da en la transcripción, que importa señalar porque afirma para Quito la primacía merecida.

La Revolución de Agosto se encuentra incompletamente registrada en los archivos de la época, tal vez porque los mismos revolucionarios cuidaron de que desaparecieran los testimonios en que podían fundarse las repuestas autoridades españolas, para el juzgamiento y sanción, y también porque los documentos que se salvaron, se remitieron posteriormente al historiador Restrepo de la Nueva Granada para su estudio y consulta. Por otra parte, el archivo fue la dependencia administrativa menos cuidada: se hacinaban   —23→   papeles, no solamente sin clasificación sino con absoluto desconocimiento de su importancia.

Sólo en los últimos años se ha recurrido a los archivos de Bogotá para obtener fotocopias de los documentos considerados como de mayor interés. Hubo también el investigador paciente que pudo encontrar en algún oscuro desván, informaciones fundamentales para la historia. Celiano Monge publicó solamente en 1912, la Constitución agostina, que la intituló acertadamente: Documento de Oro. El historiador Cevallos coleccionó, al parecer, buena cantidad de estos preciosos papeles, que no llegó a publicar sino en pequeña parte, porque un editor extravió la colección. Por los motivos apuntados, el Capítulo de Cevallos acerca de sucesos tan trascendentales, se ha convertido en la obligada consulta que sirva para ampliarlo con los documentos que se han publicado durante todo este tiempo y con los demás que alguna vez se los ha de buscar en los archivos españoles, para reponerlos a los nuestros.

Mayor atención ha de darse a lo que escribió en su historia sobre los sucesos posteriores, en los que Cevallos fue testigo o participante, ya que, buena parte de su vida dedicó al servicio de la República, como personaje de nuestra política y también como magistrado de los Tribunales de Justicia. Vida de actividad creadora, durante el período de su juventud; ciudadano que gozó del respeto y la consideración de sus conciudadanos, fue en los últimos años de su vida.

Cevallos, en la Advertencia colocada en la primera página del Resumen de la Historia del Ecuador, se refiere, ante todo, al historiador jesuita Juan de Velasco, cuya obra sólo había aparecido publicada en los años de 1841 al 44. La Historia de Cevallos se convertía en una continuación, extendida hasta 1845   —24→   en que se produce en la República uno de esos cambios políticos considerados como fundamentales. En efecto, la República se creó como consecuencia de la disgregación de la Gran Colombia. Desaparecía Bolívar del escenario de estas naciones, y el General Flores, quien se encontraba a la cabeza de los Estados del Sur, influyó en la separación, para tomarlos en herencia. Fue el primer Presidente, y su preponderancia duró hasta el día en que Guayaquil se levantó en contra de la dominación de Flores y de los soldados venezolanos y granadinos que quedaron en este suelo. Flores, militar valiente y político sagaz, cuando ya no pudo sostenerse en el mando, trató con sus enemigos, para salir del país, mediante ventajas que se le ofrecieron.

La revolución de 1845 cumplía una etapa desde la cual la República seguiría con sus propios medios, que no fueron muy felices, desde luego. Faltó el puño férreo del General venezolano; ocuparon los puestos militares los jefes nacionales; se desencadenaron ambiciones; se empeoró en la organización política, y la República se puso al borde del abismo, en que podía desaparecer. Y a esta época, correspondió la actuación pública de Cevallos; y aunque su Historia se publicó mucho después de estos acontecimientos, actitud prudente era la de no extender el relato ni el estudio a los años en que fue actor y testigo del desenvolvimiento de las instituciones de la patria ecuatoriana. Compuso su Historia y la terminó en 1845, como el año indicado para constituir un período, que no lo fue sino en la consideración de los contemporáneos de aquellos hechos.

El Resumen comenzó con la historia de los aborígenes; con la prehistoria. Puede afirmarse que no se había iniciado hasta entonces el método histórico ni en la busca de documentos, ni el apoyo de las ciencias   —25→   auxiliares. Con poca o ninguna precaución crítica, se tendía a la compilación antes que a la investigación que sometiera a la labor de revisión, por sistema, para confirmar antecedentes o rectificarlos. Velasco había utilizado la tradición, y era precisa que esos datos de tanto valor e importancia científica, pasaran por el tamiz de una comprobación nueva, para proponerlos en la historia. No se observó ninguna de estas exigencias, y la prehistoria de Velasco, pasó a la obra de Cevallos íntegramente.

Para el período colonial Cevallos ya utilizó de los conocimientos adquiridos en la consulta de los archivos, que le permitió rectificar aseveraciones contenidas en la Historia de Velasco. La Revolución de las Alcabalas obtuvo una mejor documentación y los posteriores sucesos se relataron mejor. Solamente con González Suárez, la Colonia sería ampliamente estudiada; pero para ello, el sacerdote historiador, se trasladó a consultar los archivos que se guardaban en España y América. Fue éste trabajo de mayor extensión y emprendido también con nuevo criterio.

Después de vencida la Revolución de agosto de 1809, la América meridional se declaró en conmoción, desde México hasta la Patagonia. Al cabo de años de lucha tenaz y gloriosa, las antiguas colonias fueron declarándose independientes. La división territorial siguió de acuerdo con la implantada para administrar la Colonia. No pudo pensarse en los Estados Unidos Hispanoamericanos porque la geografía, de acuerdo con la prehistoria y la historia, había puesto marcas, divisiones, que se siguieron después de que cada nación se emancipó.

Solamente el Libertador Bolívar quiso prescindir de esos elementos, para servirse de otros, organizados durante la administración española; si, pues, el   —26→   Virreinato, de la Nueva Granada comprendía a tres naciones: Nueva Granada, Venezuela y el antiguo Reino de Quito, los tres formarían una sola gran república que por su extensión, por el número de sus habitantes, por el prestigio de su organización se convirtiera en una potencia que se impusiera al respeto de las demás, para vivir en paz y dedicarse al trabajo, libre de toda amenaza y peligro. Concepción grandiosa, sobre la que el pensamiento político americano volverá en muchas ocasiones.

Se unieron las tres naciones para formar la Gran Colombia. En Quito comenzó la revolución de la independencia; pero el movimiento se acalló con el sacrificio y la derrota, mientras en Venezuela se encendía la guerra, y en Cartagena y Cundinamarca se batallaba también. La campaña se terminó con la audaz maniobra del ejército, conducido por Bolívar, que trasmontaba los Andes y vencía en terreno granadino de Boyacá. Operación audaz y decisiva.

En tanto, las provincias de Quito seguían en poder de las autoridades españolas. Y era territorio que, en la mente de Bolívar, estaba destinado, desde Jamaica y Angostura, a completar el poderoso Estado, por esta mente superior proyectado. Morillo había vuelto a España; se había reunido el Congreso de Cúcuta; pero Quito seguía en poder de los españoles que se mantenían firmes en el Perú, que sería la cabeza de puente para la recuperación de lo perdido.

Estas provincias confinaban con las del Perú, mientras la naturaleza había puesto la valla de Juanambú y el Guáytara para impedir que las tropas colombianas pasaran a nuestro suelo. Se hizo indispensable que Guayaquil, el puerto mayor del Pacífico, se declarara por la independencia, para que tropas colombianas llegaran a esa ciudad a cooperar en la empresa   —27→   de los patriotas guayaquileños. También el Perú hubiera querido hacerlo, porque muy importante ha sido Guayaquil en todos los tiempos para que no pretendieran su agregación. La historia ha señalado el caso con todas las complejidades y complicaciones de la época, salvadas y resueltas por el Libertador.

El triunfo de Pichincha hizo posible que Bolívar salvara las breñas de Juanambú. Capituló Pasto, y las tropas colombianas avanzaron a nuestro territorio. La unión de Venezuela y Cundinamarca fue objeto de decisiones que se tomaron, considerados los derechos de cada una de ellas. No ocurrió lo mismo con nosotros: cegados por la gloria de Bolívar, los cabildantes de Quito se declararon por la República de Colombia, sin más condiciones. En buenas cuentas pasamos a ser una dependencia, por entusiasmo, más que por convencimiento. De ello dimanaron cuestiones que tenían que conducir a la separación, cuando abandonó Bolívar el mando; Venezuela se declaró por Páez, y Quito, sirvió la ambición de Flores.

Este período de gran importancia para nosotros, Cevallos lo estudió solamente como el capítulo que correspondía a la historia de la Gran República. No analizó los fundamentos jurídicos que existían para la incorporación, porque, ateniéndose a los antecedentes propugnados y seguidos por el Libertador, desde la Carta de Jamaica, Quito pasó a formar parte de la Gran Colombia como consecuencia resuelta con anticipación.

Sin embargo, no pudo menos de observar la injusticia que se hizo con las provincias de Quito al entregarlas a la administración de autoridades civiles y militares que llegaban con las fuerzas libertadoras. La personalidad de la antigua Audiencia se desconocía, al sumar los nuevos territorios como botín de los   —28→   vencedores; se levantaron quejas y reclamos, que fueron rechazados airadamente por el Libertador, en lugar de investigarse las razones que asistían a los reclamantes. La relación de Cevallos acerca de este aspecto importante, conduce a la conclusión irremediable de la necesidad de la separación.

Por ironía de la suerte, esa separación se haría bajo el signo colombiano de los jefes que estaban a la cabeza de los Estados del Sur. El General Juan José Flores, nacido en Puerto Cabello, hizo valer su matrimonio con una quiteña distinguida, para ponerse a la cabeza del nuevo Estado. La tropa que garantizaba la nueva situación, estaba compuesta de batallones de Venezuela y de Nueva Granada. Los altos jefes formaron en la comitiva del nuevo mandatario. Hubo vez que el Gabinete estaba formado de generales extranjeros y personajes extraños al país, casi en su totalidad.

Una tal situación no podía durar mucho tiempo y la resistencia se convirtió en guerra civil, que fue el primer paso para el Estado libre. Flores gobernó al país desde el año 30 al 45, a pesar del paréntesis lleno de esperanzas que representó la presidencia de Vicente Rocafuerte, vigilado muy de cerca por el general fundador de la República. Rocafuerte, al fin de su período, o poco tiempo después, se convirtió en el enemigo más acerbo de Flores. Mientras tanto ya se había derramado sangre en Miñarica, y prolongación natural de esta batalla fue la Revolución de marzo de 1845, como consecuencia de la cual Flores abandonó el país, estimándose cerrado un período de la joven República, que quedaba con el peso terrible del militarismo, nacional ahora, que mantendría la zozobra del enemigo más difícil, porque era el enemigo nacido en las propias entrañas.

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Cevallos llevó el relato de su historia hasta esta revolución de 1845; pero los quince años que se emplearon en organizar las Repúblicas, sin experiencia administrativa en los que mandaban, con el prejuicio del triunfador, que consideraba el mando como un derecho, con las escasas rentas con que se alimentaba el nuevo Estado, fueron, acaso, los más duros y los que mas comprometían a un historiador que quisiera proceder libremente y con el análisis detenido de todas esas circunstancias.

Cevallos relató los hechos políticos, sin penetrar muy hondo, en las causas que habían conducido a resultados políticos, económicos y sociales, tan deplorables. El relato se refiere, principalmente, al acontecimiento político que se expresaba en la inquietud de los jóvenes, en la ambición de los políticos ecuatorianos, en el aparecimiento de órganos de prensa y de opinión. Narró con integridad, acompañándose de los documentos reunidos para el caso, y el Resumen sentó las bases para una futura historia.

La relación de los hechos contemporáneos lleva el peligro de la parcialidad en el juicio, sobre todo cuando hay que referirse obligadamente a los caudillos, como en el caso del general Flores, cuya influencia se ejercita y perdura a través de los años y a pesar del cambio de circunstancias. El floreanismo fue un fenómeno político que persistió hasta después de vencido el jefe de ese partido o ese grupo.

Cevallos salió bien de la prueba y su nombre ha de tenerse con respeto entre todos cuantos buscaron la verdad para respaldar sus opiniones. Si la historia ha de ser un tema laico, al que hay que acercarse con espíritu científico, como quería un publicista francés, y si el estudio había que emprenderlo no solamente de acuerdo con la época, sino amoldándose a la realidad revolucionaria con que asomaba el siglo XIX,   —30→   el formalismo clásico cedería el paso a la ideología liberal, que alargaba la visión para buscar nuevas interpretaciones a los hechos; Cevallos perteneció a su época, y consideró el liberalismo como la necesaria revisión de los tiempos. Y no solamente mantuvo la actitud en sus escritos, sino también en la vida. Perteneció al período político de la República en que se hizo efectiva la manumisión de los esclavos y en que se pensó que el jesuitismo era una mala doctrina para el comienzo de una administración en que había de imperar la libertad, en todos sus aspectos, en alguno de los cuales -como el de la conciencia- tanto necesita la nación todavía. En todo caso fue hombre de su tiempo, como historiador y como político.

En la breve Advertencia que se coloca en la primera página del Resumen de la Historia del Ecuador, Cevallos se refiere al Padre Velasco, a Prescott y a los Cronistas de Indias, lo que nos pone en la pista del material con el que levantaría su obra, aunque no descubre el método que siguió para el aprovechamiento de estas fuentes. Trabajó sobre la obra de Velasco e hizo en ella las rectificaciones a que le indujeron la consulta de los Cronistas. Pero no se puede olvidar que el propósito principal del Resumen se fundaba en la necesidad de completar el conocimiento histórico, para beneficio de los lectores ecuatorianos.

El trabajo de rectificación formal comenzaría en las épocas siguientes de la administración colonial y en la Gran Colombia, vista esta desde el propio ángulo de las Provincias incorporadas a esa República. De   —31→   primera mano tenía que ser lo que seguía, perteneciente al antiguo Reino de Quito, en su empresa revolucionaria y en la ordenación del Estado ecuatoriano al desligarse de la Gran Colombia. Con todas las deficiencias que puedan suponerse a la obra, Cevallos será el segundo historiador importante que ha tenido nuestra nación, y su nombre ha de ocupar puesto principal en el desenvolvimiento ideológico que ha seguido la nación hasta nuestros días. Cevallos merece un puesto de honor y preferente.

Muchos años debió llevarle la redacción de la obra, después de acopiada la documentación respectiva. El Ecuador, en sus primeros años de República dio preferencia al acontecimiento político que da poco respiro a la obra del espíritu, entre la que hay que contar la concepción literaria o el escrito científico. Los hombres de Quito, vueltos de la atonía producida con la separación y entrega de la República al jefe extranjero y a sus conmilitones, pugnaba por deshacerse de esta dominación, que consideraban depresiva.

Pero las armas son fuerza imponderable en toda oportunidad. Es verdad que los batallones de veteranos que permanecieron en el territorio, comenzaban a inquietarse, porque se les restringió en los abusos o porque alguno de ellos pensaba que la fortuna bien podía pertenecerle. Se tomaron medidas para aquietar estas ambiciones: se repartieron tierras para entregarlas a los veteranos; pero otros grupos se insubordinaron, atravesaron Provincias y pretendieron salir de la República. Se les dio caza inmisericorde y en Informe Ministerial se dejaba la constancia de que ninguno de esos sublevados, quedó sin castigo. El feroz Otamendi los persiguió hasta acabar con ellos.

Los jóvenes que no podían apelar a las armas, formaron sociedades francamente subversivas, en que   —32→   se hablaba de libertad y de expulsar a los extranjeros. El inglés Hall, quien, después de escribir en periódicos venezolanos, pasó a residir en el Ecuador, se convirtió en conductor autorizado de los jóvenes universitarios que propugnaban la reposición de las leyes, para vivir en libertad. Y fundaron El Quiteño Libre, con órgano de publicidad del mismo nombre. Fue la primera expresión intelectual en ese ambiente denso. Los jóvenes fueron perseguidos; Hall pagó con su vida, y cesó de publicarse el periódico, dejando solamente una huella gloriosa.

Pero a más no se llegaría en materia de publicaciones hasta muy avanzada la República. Cevallos había escrito su obra, compuesta de varios volúmenes, sin encontrar posibilidades de publicarla. Lo sabían los amigos y la gente que se interesaba por esta clase de trabajos. En la Asamblea de 1861, se dictó un Acuerdo pidiendo que el Gobierno ordenara la publicación del Resumen; pero las editoras oficiales tenían demasiado trabajo o contaban con tan poco material, que editar el periódico oficial, las ocupaba por entero. Cevallos lo sabía y gestionó la publicación fuera de la patria. En el Perú se contaba con empresas editoras de consideración, y en Lima residía un ecuatoriano amante de las letras que podía entenderse en la publicación. En efecto, en Lima se editaron los cinco primeros volúmenes. El I apareció en 1870. El VI tomo contendría los documentos que el historiador reunió para justificar sus opiniones. Este volumen desgraciadamente no llegó a publicarse, por el infausto fallecimiento del ecuatoriano que se entendía en la edición, que se llevó a cabo en Guayaquil, en 1886. Esta segunda edición consta de 6 volúmenes. Los documentos salvados o vueltos a obtener, se repartieron como Apéndices de cada tomo, y además se publicó un 6.º volumen que contiene la Geografía Política,   —33→   ya de la República, con todas sus Provincias y territorios.

Diez y seis años habían transcurrido desde la primera edición, y durante ese tiempo casi habían desaparecido los libros que, por su importancia, eran buscados con empeño por el lector, que se puede decir fue quien obligó para que se repusieran al mercado en nueva edición. No tuvo el autor el propósito de revisar y modificar. Apenas si se encuentran cambios de palabras o mejoramientos de redacción. El peligro que había de que el autor modificara sus juicios sobre cuestiones que afectaban a personalidades que aún vivían en su tiempo, lo llevó a no introducir cambios que se consideraran como concesiones, en la apreciación de los hombres o de los acontecimientos.

Habrá que preparar una nueva edición, comparada y crítica, ya que, hasta hoy, es la de Cevallos la historia más completa de la República, en su período inicial, y cualquiera otra que al respecto se llegara a publicar, utilizaría obligadamente el Resumen, que ha de considerarse como el valioso antecedente para referirse a los hechos, con cualquiera interpretación que se les quiera dar. Los años llenaron a Cevallos de edad, pero también le rodearon del respeto de sus conciudadanos, que veían en él al hombre probo, autor de una obra que contribuyó al enriquecimiento intelectual del país.

Padre de nuestra historia política, llamó a Cevallos ese otro ecuatoriano ilustre, Antonio Borrego. La denominación dada por Borrero define el valor fundamental del Resumen y explica la acogida que recibió de los lectores. Las dos ediciones se han agotado, principalmente, porque no fueron numerosas, mientras el círculo de estudiosos se ha ensanchado considerablemente, como la mejor prueba del desenvolvimiento   —34→   de la cultura en nuestro país. La reedición es obligada, porque contribuirá a formar la conciencia nacional, que sólo erígese con el previo conocimiento del valor de los pueblos y la revisión de los juicios establecidos por los censores de los tiempos, quienes a su vez han de ser enjuiciados por la posteridad.

El género histórico con su objetividad, apenas refleja aspectos de la vida de los autores. Más bien los coloca en ambiente especial, en el mundo de las ideas. La historiografía señala este suceso intelectual, a través de los historiadores; y el historicismo, en cambio, que ha de ser la conquista del individuo y de la comunidad humana, tiene que manifestarse en el historiador convertido en representante de las ideas de su tiempo. Y Cevallos perteneció al siglo XIX, en que el hombre adquirió relieve, y las ideas generosas y liberales marcaban el paso adelantado que dieron los pueblos. Tal vez en América pareció una imitación, si no resultara obligada la acomodación de las edades, para que los hombres sigan adelante. Todo detenimiento es perjudicial para los hombres y para los pueblos. Esta situación ideológica es la que se traduce en el criterio sustentado por el historiador a través de su Resumen.

Sin embargo, puestas de lado estas facetas valiosas, el dato biográfico ha de servir, por lo menos, para aclarar el medio en que se produjo la obra y la evolución cultural del autor. El escritor ecuatoriano Juan León Mera, ha dedicado interesantes páginas a consignar informaciones acerca de la juventud de Cevallos.   —35→   Mera es uno de nuestros grandes escritores y fue conterráneo y compañero del historiador; circunstancias que abonan la veracidad de los datos. Cevallos estudió en la Universidad de Quito. Llegaba de la Provincia con el calificativo de joven divertido y alegre, poco dedicado al estudio. En la Universidad no se distinguió como buen estudiante. Asistía a clases, pero anhelaba llegaran los días de vacaciones en los que pudiera dar salida al placer de vagar por los campos, y de sentirse dueño y señor de su persona. Es un fenómeno observado en muchas vidas notables, este deshacimiento del libro, para buscar en la naturaleza la lección que no ha de olvidarse nunca. «Di en andar de cotarro en cotarro», escribía, acordándose más tarde de estos días luminosos de su juventud, y agregaba que de volver a la mocedad, fandanguero sería.

Episodio de su alegre juventud fue el percance que tuvo al encontrarse con uno de esos terribles soldados de la independencia que no tenía otra responsabilidad que el valer de su fuerza. Durante la guerra de la independencia, hombres humildes subieron a los más altos grados de la milicia. Con Flores quedaron en el Ecuador varios de ellos, que eran sus agentes y su respaldo. Un hombre de color, bravo en los combates, leal con su jefe, Otamendi, desempeñaba un puesto militar en la altiva Riobamba, al tiempo en que se celebraba una rumbosa fiesta de sociedad a la que no fue invitado Otamendi, quien como autoridad militar consideró que se había cometido una ofensa al no contar con él.

Se había reunido, en uno de los salones lujosos de la familia más encumbrada, la flor y nata de la noble ciudad de Riobamba y de las ciudades adyacentes. También Cevallos concurrió a ella. Cuando la fiesta comenzaba, Otamendi llevando de brazo a su mujer,   —36→   de color también, atravesó el salón. Ambos elegantemente vestidos. Los concurrentes se miraron despavoridos e instintivamente se alejaron del salón haciendo el vacío a la pareja intrusa. Otamendi sintió el desprecio y la ofensa y se retiró con su mujer; pero a poco, un piquete de lanceros dispersaba la reunión, y los concurrentes se pusieron en salvo para evitar el atropello. Cevallos salió mal herido de esa aventura. Tenía entonces 23 años de edad.

Era tiempo de sentar la cabeza, y la sentó. Obtuvo el título de doctor en Jurisprudencia y la licencia de Abogado. Para ejercer la abogacía se trasladó a Guayaquil, centro político de gran consideración en todo tiempo, en que los problemas nacionales se debatían con calor. La República poco había hecho para cumplir con la misión democrática que se había propuesto. Los negros que habían salido entusiastas a combatir por la independencia, organizada la República, seguían de esclavos. Los indios no habían cambiado su situación. Las clases sociales en muy poco se habían modificado con la democracia, y los métodos políticos continuaban entregados a la casta militar o a la clase aristocrática. Triste remedo de república era la nuestra y la juventud pugnaba por cambiar de rumbos.

A pasar de estos generosos impulsos, Cevallos se encontró comprometido con el primer caudillo que se proclamaba liberal. El liberalismo era una nueva actitud no sólo política, sino de la vida misma. Había que terminar con la vieja escuela intolerante que hacía nugatorios todos los principios proclamados como conquista de los tiempos. Y Cevallos se sumó a una de las tantas revoluciones o más bien dicho, sublevaciones de la clase militar en contra del régimen legal. El general José María Urbina llegaba con un programa de libertades que entusiasmó a la juventud. Cevallos   —37→   siguió al caudillo, y aunque en esta época los esclavos fueron manumitidos, también puso su firma en el decreto de expulsión a los jesuitas, acto político de exacerbado radicalismo que, sobre todo, se producía por influencia de lo que pasaba en la vecina República del norte.

De Ministro del Jefe Supremo pasó Cevallos a la Secretaría de la Asamblea, continuación y corolario de toda revuelta que quiere legalizar su situación afirmando en el poder al caudillo, con el nombre de Presidente a quien dotábasele de una nueva Constitución. Hemos tenido muchas Cartas Políticas en nuestra República. Urbina ascendió, en efecto, a la Presidencia, mientras Cevallos regresaba a Guayaquil a desempeñar la Fiscalía de la Corte Superior de ese Distrito, cargo en el cual permaneció hasta 1853, en que pasó a Quito con nombramiento similar. Desde este momento, se puede decir que se operó en el hombre la profunda transformación espiritual que había de llevarle a la vida de estudio, como resultado de la que publicó el Cuadro Sinóptico que sería el origen de su Historia.

A esta época corresponde su trabajo sobre el idioma. El Breve catálogo de errores en orden a la lengua y al lenguaje, se propuso corregir, principalmente, el habla popular descuidada que servía en la relación de la gente de toda clase social, que sólo ponía empeño en expresarse correctamente, cuando escribía. En poblaciones formadas por medio del mestizaje, los idiomas se contagian de voces que llegan desde otras lenguas, y sobre todo, la prosodia y la ortografía se desprenden difícilmente del fonetismo de la masa, herencia de los dialectos aborígenes. El Catálogo comenzó a publicarse en 1861, en la revista El Iris, y tanta fue la acogida que se dio a este trabajo, y el gran bien que produjo, que las ediciones se sucedieron. Acaso ha sido el libro ecuatoriano que mayor   —38→   número de veces se ha reeditado. Naturalmente, este trato con las reglas gramaticales influyó en el estilo del escritor, lo que indujo, años después, al Arzobispo de Quito, señor Pólit, a decir que el escritor Cevallos era un imitador de los clásicos y su estilo «bastante almidonado y tieso».

A este mismo año de 1861 corresponde la galería de Ecuatorianos Ilustres; pequeñas biografías de aquellos personajes de nuestra historia que debían ser conocidos por todos, como la afirmación necesaria para el trabajo posterior. La primera biografía está dedicada al Padre Velasco; se refiere a los manuscritos del célebre ecuatoriano y a las peripecias que tuvieron hasta que fueron publicados incompletamente en su patria. Las apreciaciones que acerca de la obra del Padre Velasco hace su futuro continuador, Cevallos, son de mucho interés y demuestran que la obra del jesuita fue estudiada por él, atentamente.

Muchos años desempeñó Cevallos la magistratura judicial, como se ha dicho, y fruto de este ejercicio fue el libro que publicó en 1867, con el título de Instituciones del Derecho práctico ecuatoriano.

Vida original, interesante y fecunda, la de este ecuatoriano de quien ha de considerarse el Resumen de la Historia como obra valiosa en las letras ecuatorianas. Cevallos murió en Quito, lleno de años y del respeto de sus conciudadanos, el 21 de mayo de 1893.

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No podía faltar Cevallos en la Biblioteca Mínima, ocupando el puesto que le corresponde. Se transcriben capítulos de cada uno de los tomos en que está dividida la obra, de modo de dar una cierta continuidad al relato histórico, que permita al lector darse perfecta cuenta del contenido total del Resumen. Los capítulos transcritos pertenecen a la segunda edición de Guayaquil, que debió tener la posible revisión del mismo autor, lo que no evitó que apareciera defectuosa tipográficamente y con la Fe de Erratas numerosa.

Se ha añadido la Galería de Ecuatorianos Ilustres que puede considerarse como el complemento indispensable y útil de la historia.

Junio de 1959.





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ArribaAbajoTomo I


ArribaAbajoAspecto físico y general

La República del Ecuador está asentada a 1º 38' Lat. N. y 6º 26' Lat. S., 8º 6' Long. oriental del meridiano de Quito, y 2º 45' Long. occidental. Tiene, de norte a sur, en su mayor anchura, cosa de 160 leguas, y de oriente a occidente, en su mayor extensión, algo más de doscientas.

Parte la tierra por el norte, con la república de Colombia por una línea que, principiando en la Boca de Ancón, sigue la banda meridional del río Mira con dirección O. S. E. hasta ponerse a la altura de 45' Lat. N. y 0º 30' Long. Oriental, de donde continúa hacia el S. E. para pasar entre los montes Cumbal y Chilis, y proseguir con el curso del riachuelo Carchi. De aquí sigue para el norte hasta la altura de 47' Lat. Bar. y 1º Long. Oriental, luego vuelve a subir al N. E. hasta ponerse casi al nivel de Pasto, con esta ciudad al occidente; y después, formando una pequeña curva pasa por el territorio comprendido entre las aguas del Putumayo y del Guames. Siguiendo al este 34 de Long. Oriental y 0º   —46→   50' de Lat. N., desciende hasta la altura de 0º 24' de la misma Lat. y a 3º 13', de donde torna a subir a la confluencia de los citados Guames y Putumayo, y continúa por la orilla meridional de este río hasta dar con la línea verticalmente tirada del desembocadero del Yavarí en el Solimoes, de sur a norte, la cual llega a tocar con el Apa-poris, tributario del Yapura; línea que es linde fijado en 1777 por el tratado de San Ildefonso que celebraron las Cortes de España y Portugal.

De la desembocadura del Yavarí, por el lado del Perú, toma la dicha línea la margen setentrional de este río hasta los 5º 8' Lat. S., y de aquí, formando una curva que atraviesa el Ucayale en su confluencia con el Remolinos, sigue de Este a Oeste hasta 6º 12' de la misma latitud, para continuar describiendo otra curva hacia el N. O. por el Uctubamba, tributario del Marañón por la banda del sur, algo más abajo de la entrada del Chinchipe, procedente de Loja. Luego va para el sur hasta una altura de 6º 26' Lat. Mer., y toma de allí dirección hacia el N. N. O., y viene como persiguiendo o en busca del origen del río Espíndola, cuya corriente continúa señalando los límites divisorios hasta la confluencia del Macará con el Catamayo. De este punto sigue la línea con el curso del Zapotillo; va luego a confundirse con el río Alamor y, dejando este al oriente continúa cuasi con rectitud a cruzar el Tumbes, frente a Zarumilla, el linde que, por la costa, separa al Ecuador del Perú2.

Así pues, el Ecuador demarca sus fronteras con la Federación Colombiana por el N. y E. N. E., con el imperio del Brasil por el E., con la república del Perú por el S. y O. S. O. y con el Grande Océano por el O.

Pero los límites fijados con arreglo a los que conservaba la Presidencia de Quito en 1810, no son los que en la actualidad separan nuestro territorio del de las naciones vecinas. No se han hecho todavía las demarcaciones correspondientes, y hásele reducido al Ecuador por casi   —47→   todos sus lados a confines más estrechos; de modo que por el oriente sólo posee la línea del río Napo, y aún esta con exclusión de su tributario, el Ahuarico; la del San Francisco, uno de los confluentes orientales con el Chinchipe y la del Namballe, engrosador del mismo Chinchipe, por la banda occidental. No sabemos, pues, hasta ahora cuales de los salvajes que moran por el oriente sean de cierto nuestros conterráneos.

Las costas del Ecuador, incluyendo las sinuosidades, tienen a vuelta de 380 leguas de extensión, contadas desde la Boca de Ancón hasta Zarumilla.

Las bahías o ensenadas principales, comenzando por el norte, son las de Ancón, San Lorenzo, San Mateo, Mompiche, Caraques, Charapotó, Manta, Santa Elena, el golfo de Guayaquil y la boca de Jambelí.

Los cabos y promontorios más notables son los de San Francisco, Pasado, San Lorenzo y Punta de Santa Elena. En segunda línea se cuentan las puntas Verde, Galera, Pedernal Palmar, Ballena, Borrachos, Bellaco y Carnero; y en la isla Puná las de Mandinga, Española, Arena, Salinas y Trinchera.

Las islas que posee son el grupo de las Galápagos, compuesto de once, fuera de varios islotes; siendo las principales Albermale (veinticinco leguas de largo y cinco de ancho), James, Chatan y Floreana, residencia, un tiempo no muy lejano de una Gobernación y destinada hasta ahora poco para el castigo de los criminales condenados a obras públicas y presidio: algunas veces ha servido también para satisfacer el encono de algunos gobernantes que, abusando del poder, han confinado a varios individuos por opiniones políticas. Arrimadas a las costas se hallan las islas Tola, Plata, Salango, Puná, Santa Clara (Muerto o Amortajado), las Escalantes, Santay, Mondragón y las Payanas. Las demás sólo son farallones sin provecho, o deltas formados en la desembocadura de los grandes ríos.

Los ríos que nacen en la República o bañan su territorio, enumerando apenas los muy principales, son el   —48→   Putumayo, el Napo con sus grandes tributarios Ahuarico, Coca y Curaray, el Tigre, el Morona, el Pastaza, el Santiago formado de los hermosos Paute y Zamora, y el Chinchipe; los cuales, naciendo de las faldas orientales de la cadena, también oriental, de los Andes, o del alto callejón murado por ambas cordilleras van a engrosar el venaje del Amazonas y desaparecer en el Atlántico. Descienden al Pacífico el Mira, el Santiago, engrosado con el Bogotá, Cachabí y Cayapas; el Esmeraldas, compuesto del Guaillabamba, Blanco, Tocachi y Quinindé; el Chone, el Daule, de aspecto asiático, que recibe el Peripa; el Palenque, el Babahoyo, robustecido principalmente por el Caracol; el Yaguachi, el Taura, el Naranjal, el Jubones y Tumbes. Con los ríos Daule, Palenque, Babahoyo y Yaguachi, ya reunidos, se ostenta majestuoso el suave y pintoresco Guayas.

Todos estos grandes ríos que cruzan el territorio de la república casi en todas direcciones, y aun muchos otros tributarios no mencionados, son navegables; más apenas se halla alguno que lo sea en el suelo interandino, y a lo más para canoas chicas.

El Ecuador no tiene lago ninguno de consideración, si exceptuamos el Rimachuma (ocho leguas de norte a sur) en la provincia de Oriente, que da sus aguas al Pastaza; pero se encuentran salpicadas por aquí y por allí muchísimas lagunas en la misma comarca, cuya enumeración, que no entra en el plan de la obra, sería muy larga. En el alto callejón formado por las dos grandes cordilleras, hacia su centro, faldas o alturas, se cuentan las de Yahuarcocha, Cuicocha, San Pablo, Mojanda, Papallacta, Quirotoa, Yanacocha, Pisallamba, Colaicocha, Colta o Coltacocha, Rocón, Mapahuiña, Cubillán, Pishahuiña y Jacarín, que son las principales. Hay, cierto, mil otras más, pero de ninguna importancia, y es de notarse que hasta hoy no se conoce ninguna en la provincia de Loja. En las provincias marítimas se forman ocasionalmente algunas en las temporadas de aguas, que llaman tembladeras (tremedales).

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La cordillera de los Andes, que abraza juntamente las dos Américas, sosteniendo un paralelismo casi regular con las costas del Pacífico, y dividiéndose o encadenándose a su antojo, toma, así como empieza a cruzar por las tierras del Ecuador, una forma particular que no se altera desde la provincia de Imbabura, la más setentrional, hasta la de Loja, la más meridional. Desprendiéndose del laberinto que forma en el territorio de los Pastos (Nueva Granada), se divide, al entrar en el Ecuador, en dos grandes ramales que corren poco menos que paralelos de N. N. E. a S. S. E., estrechándose o explayándose, pero conservando hasta cierto término una equidistancia de sorprendente regularidad. De trecho en trecho se unen por medio de los que llamamos nudos que, atravesando de oriente a poniente, llegan a tomar los Andes ecuatorianos, la forma de una estupenda escalera con sus dos gruesos listones algo torcidos. Cuéntanse de esas como gradas, ocho principales y son, principiando por el norte: Huaca, Cajas, Tiopullo, Pomachaca, Azuay, Portete, Saraguro y Sabanilla, las cuales encierran en sí las altas mesetas interandinas, donde moran la mayor parte de los habitantes de la República.

De los dos grandes ramales, oriental y occidental se desprenden otros menores, pero siempre imponentes, que se dirigen unos al E. S. E. declinando sus cimas a medida que avanzan, hasta abatirse y desaparecer en las llanuras de la región del Amazonas, y otras al ocaso, con menos regularidad en su dirección, hasta nivelarse con las playas del Pacífico. Diríase que estos muros de segundo orden se han arrimado para sostener las dos formidables barreras, al modo que se levantan estribos elevados para conservar con mayor seguridad las paredes de los grandes templos. Aun de estos estribos se desprenden otras y otras murallas que se engrandecen, se achican, se apartan, se estrechan o se arremolinan, produciendo una completa revolución en el sistema orográfico.

De la cima de tan gigantescos muros, y muy especialmente de los dos primeros, se elevan algunos montes cubiertos de eterna nieve, y volcanes provistos de materias   —50→   combustibles, también eternas, y otros que sólo se cubren o sólo se encienden de cuando en cuando. Los ríos que nacen de las mesetas interandinas, contenidos por las murallas que los circuyen, han tenido que buscar una salida y romperlas aquí y allí para descolgarse y precipitarse en cascadas o torrentes, embelesándonos con toda suerte de bellezas, o espantándonos con la aspereza de los barrancos y peñascales que dejan descubiertos esas gargantas. Aun hay montes, como el Tungurahua, cuya base es una sima profunda, y que, sin embargo, alcanzan a encumbrar sus cúpulas sobre las más altas crestas de los Andes.

He aquí los montes del Ecuador eternamente vestidos de nieve3.

En la cadena orientalEn la cadena occidental
MetrosMetros
Cotopaxi5994Chimborazo6530
Cayambe5833Iliniza5305
Antisana5756Cotacachi4966
Altar (Cápac-urcu)5404Pichincha4787
Sangay o Macas5328Carihuairazo4595
Zara-urcu5215
Tungurahua5087

Entran en el segundo orden de los que sólo se cubren de nieve ocasionalmente, los que siguen: Sincholahua, Quilindaña, Azuay, Llanganate o Hermoso, Corazón, Yana-urco, Atacatzo, Rumiñahui, Pasuchoa, Casahuala, Pambamarca, Puca-urcu, Puca-huaico, Mulmul, Quinoaloma, Imbabura, Milín, Huamaní, Mojanda, Zupai-urcu, Tolóntac, Puyal y otros de menor importancia.

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Los volcanes son el Cotacachi, Antisana, Pichincha, Zara-urcu, Cotopaxi, Tungurahua y Sangay, de los cuales sólo el segundo se considera apagado4. Fuera de estos, ha habido otros varios que la diuturnidad del tiempo los ha extinguido, bien que demostrándonos con sus huellas que, entre nosotros, el globo está apenas vestido de una delgada capa de tierra que traidoramente encubre sus entrañas de fuego.

En medio de tantos objetos imponentes al par que embelesadores por su originalidad, objetos que constituyen el pasto de geólogo, del poeta y del viajero, y aunque habitando nosotros en el centro de cordilleras que vomitan fuego y amenazan constantemente nuestra vida con las erupciones de agua y ceniza, o con los desplomes enormes que detienen las impetuosas corrientes de los ríos; Dios que en su sabiduría ha repartido el bien con tan cabal rectitud entre sus criaturas, nos ha concedido en cambio un sol vivificador y rutilante, un clima suave y sano, y las producciones más variadas y estimables de la naturaleza.

Majestuosa y galana como es la naturaleza de la América en general, parece que en el Ecuador, donde más se eleva la tierra y donde el sol arroja sus rayos a plomo, ha querido ostentar toda su fuerza y poder, aun aparentando quebrantar sus propias leyes. Vense al lado de las más elevadas cumbres las concavidades más profundas, al lado del perpetuo hielo el perpetuo fuego, al lado de los valles más risueños por su verdor y frescura, los calveros ingratos; el invierno confundido con el verano, la paja de los páramos confundida con la cañamiel, la siembra con la siega; la vegetación ofreciendo, en un mismo mes y en una corta extensión de terreno, todos sus colores y desarrollos, desde el verdín oscuro, y de este al más subido anaranjado, cuando los frutos están ya por cosecharse; confundidos, en fin todos los climas y estaciones.

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Ni en la costa se respira aquel aire abrasador que rodea a los moradores de otros pueblos, ni en el punto más culminante de la sierra se prueba esa intensidad de frío de que se quejan los habitantes de otras zonas. Las tierras de África y el mar Índico que ocupan la misma latitud que las nuestras, apenas son habitadas por la extenuante aridez de sus desiertos; y las del Ecuador, sin embargo, gozan de una perpetua primavera. La igualdad de los días y las noches en todo el transcurso de los siglos, unida a la multitud de nevados y de bosques vestidos de vegetación viva y perenne, hace que refresque por doce horas el suelo calentado por el sol por otras doce horas; de modo que esta constante alternación de calores producidos por un sol que nunca falta, o que apenas falta rara vez en algunos puntos, y de hielos producidos por los nevados, atempera igualmente ambos excesos. Libre el Ecuador de esas sensibles transiciones que, desde los trópicos a los polos sobrevienen a cada cambio de gestación, desconoce, principalmente en las serranías, las pestes que tan temprano engendran las enfermedades y la muerte. Sólo en las provincias marítimas, y no en todos sus lugares, se ven a veces los resultados de la variación de las temporadas de agua y de sequía.

En cuanto a producciones, el suelo de la República ofrece el conjunto de las más variadas y heterogéneas, pues, careciendo de estaciones demarcadas, le son como naturales las de las otras zonas; fuera, sí, de ser más tempranales y esmeradas las que son propias de la tórrida. La localidad más o menos elevada del suelo, y no su posición astronómica, es la única que directamente influye en la vegetación. La temperatura misma de un lugar, sólo es la consecuencia lógica de su localidad, según sea alta o baja; pues todos los lugares fríos, templados o ardientes, conservan los mismos grados de frío, temple o calor en el año entero, sin otras modificaciones que las procedentes de los vientos, del agua de las lluvias o de las nevadas.

Tierras que, dejando a orillas del mar llanuras de doce a quince leguas de ancho, van de grado en grado   —53→   subiendo hasta la altura de 6.530 metros, para luego declinar e ir de nuevo, pasadas otras alturas, abatiéndose hasta nivelarse con las playas amazónicas; tierras que prescinden de todo en todo de su localidad y del lugar que el sol ocupa en la eclíptica, ofreciéndonos día y noche, por los siglos de los siglos, unos mismos grados de calor, templanza o frío; que reciben todas las presiones atmosféricas desde diez y seis hasta veintiocho pulgadas del barómetro, y donde el termómetro de Reamur señala desde cuatro sobre el hielo hasta veintiocho; que al andar de un día podemos conceptuarnos transportados de sobresalto del ecuador a los polos; tierras tales no pueden menos que ser propias para producir cuanto el globo abarca en sus cinco zonas, y cuanto la mano e industria del hombre pueden cultivar y aclimatar. Vense, en efecto, en las playas de las costas y declives de la cordillera occidental, y en las amazónicas y declives de la oriental, donde el calor y la humedad aumentan el adelantamiento con que se desarrollan los animales y las plantas; criar y producir hasta la altura de mil seiscientos metros, más o menos, el potro, el toro, el asno, la tortuga, el caracol, el zahino, monos de mil clases y tamaños, papagayos y loros habladores, luciérnagas de vivísimos y variados colores, peces dorados, el tigre, el caimán, el oso, serpientes venenosas, nubes de mosquitos, cangrejos, camarones y otros crustáceos; y luego el cacao, el algodón, arroz, caña-dulce, tamarindos, tabaco, canelo, izpingo, café, nuez-moscada, árboles gigantescos que se elevan hasta la altura de sesenta metros; palmeras, a cual más altas y hermosas, maderas aromáticas, bálsamos y resinas saludables o de provecho para la vida, y frutas provocativas y sabrosas. Desde mil seiscientos metros hasta cerca de dos mil novecientos se ven el insecto de la cochinilla, la danta, el venado, el llama, el carnero, las cabras, el conejo, el cóndor, el quinde; y luego la quínua, el caucho, el trigo, el maíz, la cebada, la papa, los más bien sazonados y abundantes granos, raíces exquisitas, hortalizas saludables y las delicadas frutas tropicales. En los contérminos de estas dos regiones, vense mezcladas con cortas variaciones muchos de los mismos animales y plantas, como los ganados vacuno y caballar, el ciervo, la   —54→   caña-miel, el algodón, el plátano, la yuca, el frijol y el maíz. Desde dos mil novecientos metros hasta los cuatro mil quinientos, la paja y las gramíneas, el musgo y otros criptógamos dan fin a la vida vegetativa; y desde este último guarismo para arriba, hombres, animales y plantas se paran y quedan muertos, no viéndose ya sino rocas desnudas, nieblas densas, o los helados vientos que soplan al ruedo de los nevados.

La fecundidad de los terrenos puede medirse por la capa de verdura de que perennemente están vestidos. En las planicies interandinas, y más particularmente en las bajas y las que se acercan a las costas, descuella una vegetación espontánea que casi no necesita de la mano del hombre para rendir frutos y llenar los graneros de sus dueños. El abono es desconocido, no sólo en las llanuras que están al descenso de las cordilleras, sino aún en algunos valles formados en el callejón de los Andes. Sólo en las mesetas altas se vuelve mezquina y hasta raquítica la vegetación, y aún desaparece en ciertos puntos; pues a medida que se avanza a las alturas, la naturaleza y el hombre tienen que esforzarse para fecundizar el suelo, quedando como dijimos, avasallada y muerta cuando ya toca con la región de la nieve. También desaparece la vegetación en los derrumbaderos largos y profundos, jirones desgarrados de las montañas por los temblores de tierra o la impetuosidad de las aguas, donde a uno y otro lado de sus anchos costados quedan gredales secos y desnudos.

En los parajes donde no son tan frecuentes las lluvias, a cuya influencia se debe principalmente en las serranías la lozanía de la vegetación, se abren y cruzan acequias que suplen la acción de aquellas; y entonces hasta los terrenos que nada esperanzaban se convierten en sembrados, dehesas o praderas que pagan sobradamente la industria y afanes del cultivador.

Al individualizar las provincias de la república, cuando tratemos de su geografía descriptiva, hablaremos de las producciones que son propias de cada una de ellas;   —55→   pues, por ahora, conforme al plan de la obra, nos limitamos a dar a conocer sólo aisladamente su aspecto físico por medio de generalidades.

En la primera región que hemos apuntado, reina, con cortas interrupciones, sumo calor (desde 23 hasta 28 de R.), y los hombres que en ella nacen y la habitan, blancos y mestizos, procedentes del europeo y americano, aunque desarrollándose con facilidad y precocidad, son generalmente pequeños y flacos, y andan descoloridos sus rostros, lentas y sosegadas sus acciones, y no obstante, festivos y alegres en ocasiones. Al revés, los negros y zambaigos, y aun los hijos de blancos y negros, son fuertes, robustos, arrojados y de índole altiva, y los indios de la costa, de cuerpo mediano, bastante endebles, pero, sin embargo, valientes. Los salvajes de las tierras amazónicas son bien formados, ágiles, de mirada perspicaz y desconfiada, intrépidos, dados al descanso y la ociosidad, apenas cubiertos sus cuerpos, y durmiendo las más veces a cortinas verdes.

En la segunda región, de temperatura suave y sana, la más propia para la vida (desde 10 hasta 18), se crían sus moradores bien desarrollados y robustos, generalmente apáticos y poco emprendedores; las mujeres lozanas, frescas y de colores sonrosados, pero sin la esbelteza que constituye lo principal de la hermosura de las costeñas. Los indios de las serranías son de color bronceado, facciones toscas, pelo negro, lizo y lustroso, de aspecto grave, casi melancólico y casi indiferentes al bien y al mal.

En otra región, cascajosa, arenisca, volcánica, cuyos términos inferior y superior pueden señalarse desde ciento hasta ochocientos metros sobre el nivel del mar5, se encuentra el oro, este metal tras cuya posesión se gastan los afanes del hombre. Rara, rarísima vez, se halla debajo o encima de aquella zona, y más raro sería hallarle (en la parte occidental) al sur de la línea equinoccial6   —56→   hasta Tumbes, confín que nos separa del Perú. No así en la parte amazónica, donde toda la base de la cordillera oriental, parece que es el venero que provee de oro a las playas y lechos de los ríos.

Los vientos que dominan en la república son los de sur y oriente, y, por lo general, secos como son, nos dan días despejados y noches estrelladas y alegres. Los del norte y oeste son húmedos y malsanos, que cubren con oscuras sombras el cielo y las campiñas, dándonos noches y días nebulosos y tristes. En las costas, sin embargo, son más frescos y sanos los vientos que soplan del ocaso, que los que asoman por el oriente.

Tal es en general la fisonomía física del Ecuador; pero si sus tierras son de las más aparentes para la vegetación y el cultivo, como hemos dicho, la aspereza característica de los Andes, la multitud de ríos impetuosos que las cruzan, la falta de pobladores y caminos, y los interminables desiertos de los páramos, son otros tantos estorbos de mucha cuenta, insuperables hasta Dios sabe cuando, que se oponen a la vida comercial y comunicativa de unos pueblos con otros. ¡Bien lejos está de nosotros todavía el tiempo en que la mano del hombre ose vencer los obstáculos que hasta hoy impiden el libre desenvolvimiento y cambio de ideas y producciones, de conocimientos y frutos, para la completa participación del progreso social que agita al mundo!



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ArribaAbajoCapítulo II

Reinado de Huaina-Cápac.- Sublevación de los Caranques.- Casamiento del Inca con la reina Paccha.- Viaja el Inca para el Cuzco.- Primera noticia del asomo de los españoles. Colón y Balboa.- Francisco Pizarro.- Sus expediciones.- Muerte de Huaina-Cápac y coronación de Atahualpa.- Guerra civil.- Batalla de Tomebamba.- Combate naval.- Batalla de Huamachucu.- Batalla de Quipaipan.- Prisión de Huáscar



I

El vencedor asistió personalmente a las exequias del rey vencido. Después, aunque no dejó de andar preocupado con la proclamación hecha en favor de Parcha, al ver los rendimientos que le hacían los caciques y principalmente los señores de Caranqui se dio a los bailes y festejos de todo género, y a todas anchas.

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El Gobernador de Caranqui, aprovechándose de esta confianza del Inca, reunió a los suyos y concertó una sublevación para antes de que terminaran las fiestas. Llegada la hora en que se habían convenido, fuéronse derecho a la habitación de Huaina-Cápac, vencieron la guardia y hasta pusieron en peligro la vida del príncipe, que no sabemos como logró escapar. Seguramente acudieron pronto otros cuerpos inmediatos, puesto que, sin que sepamos tampoco la causa, se retiró el rebelde con los suyos, camino para el norte. Perseguidos en la misma noche, y alcanzados y vencidos a orilla de una laguna, fueron degollados más de cuarenta mil, según unos, y de veinte según otros: los cadáveres que se arrojaron a la laguna tiñeron las aguas con la sangre de los vencidos, y desde entonces tomó el nombre de Yahuarcocha, esto es, lago de sangre. El Inca, obtenido este nuevo triunfo, se volvió a su campamento.

Poco después se vino a Quito, donde fijó la residencia de su corte. Llamó a los destinos a los príncipes de la dinastía vencida, dictó leyes sabias e introdujo prudentemente cuantas costumbres conceptuó necesarias para afianzar su poder. Uniformó con rigurosa igualdad los derechos y deberes de todos los vasallos del imperio, sin distinción entre los de Quito y Cuzco, en lo religioso, político, civil ni militar. El idioma, la distribución de las tierras, las ciencias y artes, que artes y ciencias se conocían, las costumbres, las obras públicas, todo fue conformado con suma discreción y tino, como si vencedores y vencidos hubieran sido hijos de un mismo pueblo. Los siglos posteriores, que tanto se envanecen con los triunfos de la civilización, deben de correrse de este ejemplo que dio la tolerante política de un bárbaro americano del siglo XV.

Con la conquista de Quito se explayó el imperio de Huaina-Cápac hasta una extensión mayor que la de Roma en los tiempos de su grandeza, pues los límites alcanzaban por el norte hasta Angas-Mayu, en Nueva Granada, y por el sur hasta el Maule, en Chile. Superior a los hombres de su tiempo, no sólo por la inteligencia y luces,   —59→   mas también por sus virtudes públicas. Huaina-Cápac fue el más poderoso y el mejor de los antepasados.

Dicho suyo es aquel con el cual manifestó que tenía al sol por hechura de un Ser a quien andaba subordinado en su curso. «¿Habrá alguno, preguntó el Inca, en un día en que se celebraba la fiesta del sol, que dejase de obedecerme, si yo le ordenara que se fuese para Chile?» -No, le respondió el sumo sacerdote, que era tío suyo. -«Pues yo te digo, replicó el Inca, que nuestro padre, el Sol, debe tener otro Señor más poderoso que él, ya que nunca descansa en el camino que hace todos los días; y ese Señor, es seguro, ha de detenerse cuando quiera, aun sin tener necesidad de reposo».

Dichos suyos son también aquellos con que manifestaba la ternura, el amor y el respeto con que debe mirarse a las mujeres, pues dicen que nunca se negó a sus solicitudes, aun cuando fueran en menoscabo de la dignidad real: Hija, se hará lo que pides, contestaba si la solicitante era niña: Hermana, se hará lo que deseas, si era joven: Madre, se hará lo que mandas, si era anciana. La ambición misma del Inca, la que impulsaba sus acciones, era también civilizadora, de esas que mejoran a los pueblos con la conquista, no de las que abaten, tiranizan y avergüenzan.

La multitud de concubinas que tuvo, fuera de las cuatro mujeres propias, como lo permitían su religión y leyes, ha dado lugar a que algunos escritores digan que fue padre hasta de doscientos hijos. Fueron conocidos como legítimos su primogénito Huáscar, habido en su primera esposa Rava-Oello, hermana paterna del mismo Inca. En su segunda mujer no tuvo hijo ninguno: en la tercera, Mama-Runtu, su sobrina, adquirió a Manco Cápac el que llegó a reinar en tiempo de los españoles; y en la cuarta, Paccha, reina de Quito, a Atahualpa (Atahuallpa, gran pava o pavón) y a Illescas.

De la multitud de bastardos que tuvo en sus concubinas, sólo se conocieron tres por la figura que hicieron en las sublevaciones contra los españoles. El llamado   —60→   Paulu (Paullu), nacido en Cuzco; otro del mismo nombre, nacido en Quito, y Huaina-Palcon (bien apersonado), habido en Quispi-Duchicela, prima hermana de Paccha. En la misma tuvo también una hija, llamada Cori, que llegó a casarse con su hermano paterno Atahualpa.




II

Aunque el terrible escarmiento dado a los caranquis, y la tolerante y magnánima conducta del emperador eran más que suficientes para tener por bien afianzada la conquista del reino, todavía le pareció más conveniente para la estabilidad del imperio el nacionalizarse, diremos así, en las tierras sometidas a sus armas. Paccha era joven de veinte años, educada, como reina y por demás hermosa, y el Inca se resolvió a casarse con ella. Rendidos ya o rebeldes todavía algunos de la corte del último Scyri, todos, a una, apreciaron como debían esta unión, que hasta cierto término vino a borrar la vergüenza de haber sido conquistados; y todos también a una, se esmeraron en prodigarle sinceros rendimientos. El Inca, para pagar tantas muestras de gratitud de parte de sus nuevos vasallos, juntó el día de su matrimonio a la corona imperial (llautu) la esmeralda regia, el símbolo de los Scyris, y Quito y Cuzco, pueblos enemigos, se confundieron como miembros de un solo cuerpo.

La construcción de templos y palacios, la de calzadas y fortalezas, y el tierno amor que profesaba a la hermosa Paccha, tenían embargada el alma de Huaina-Cápac, y en medio de una portentosa paz de treinta y siete años vencidos, desde que se posesionó de Quito, no siquiera pensó en ver como andaban las cosas de Cuzco, la capital del imperio, cuanto más las provincias más distantes ni las ciudades subalternas. Ora por el deseo de terminar las obras comenzadas, ora por gozar del suave clima de Quito, que tan bien sentó a la salud del Inca; ora por contemplación a Paccha, quien no quería apartarse   —61→   de su techo; ora por evitar competencias que se habrían suscitado entre esta y las primeras mujeres; ello es que Huaina-Cápac se conservó en el pueblo conquistado, tranquilo y mejorando sus costumbres, campos y ciudades, por aquel largo período. Al fin, viniendo ya el año de 1525, según los cómputos más probables, se resolvió a partir para Cuzco, y ordenó que se hiciesen los preparativos del viaje.

Realizose este con esa aparatosa pompa de los antiguos Reyes, acompañado el Inca de los grandes y señores de su corte, que le llevaban en hombros, sobre un trono de oro incrustado de piedras preciosas y plumas relucientes. Dejó encargado el gobierno a su hijo Atahualpa, a quien amaba con exceso y con preferencia a los demás, si no por ser el último de los legítimos, por haber advertido en él talento perspicaz y cierto aire de dignidad que correspondía a su educación de príncipe. El mismo Huaina-Cápac había hecho de maestro y enseñádole cuanto sabía en ciencias y artes, sin dejar por esto de ejercitarle en el manejo de las armas y en la lucha, carrera y caza, de modo que el discípulo, admirando a su maestro y padre, se granjeó toda la confianza de este.

Detúvose muy poco el Inca en el palacio de Hatun-Cañar, y pasó al de Tomebamba con ánimo de residir allí por algún tiempo. Mas, apenas transcurridos pocos días, recibió un posta procedente de Esmeraldas, con el aviso de que habían asomado por esas costas ciertos extranjeros venidos sin saberse de donde, navegando en dos grandísimos huampus (naves) que se gobernaban sin remos. Por el pronto no le causó impresión ninguna esta noticia, porque supuso que algún mal temporal los hubiese arrojado a nuestras playas, mas algunos días después llegó un segundo aviso con noticias más circunstanciadas. Se le decía que tales extranjeros habían desembarcado a orillas del Esmeraldas: que su número no llegaba al de doscientos, aunque se veían algunos más dentro de los bajeles: que los más eran blancos, y todos, sin excepción tan barbados como unos pacos (lanudos): que   —62→   demostraban ser corteses; y que, no pudiendo comprender una sola palabra de cuanto querían manifestar en su lengua, habían entendido sólo que buscaban oro, según las señas.

Viva fue la impresión que ahora produjo este segundo aviso en el ánimo del Inca, pues se le vio desde entonces taciturno y melancólico. Por despreocupado que sea el hombre, le acompaña por lo regular algún fantasma, algún pensamiento dominante, una como sombra que, si no le inquieta, piensa en ella con frecuencia, cosa que se observa más generalmente en los de índole soberbia y elevada. Huaina-Cápac, versado más que ningún otro en la historia y tradiciones de su patria, había oído desde niño la predicción hecha por el Inca Viracocha, uno de sus antecesores; predicción fielmente conservada y trasmitida de lengua en lengua, por la cual se anunciaba que vendría tiempo en que los Incas perderían su corona y patria. Para que no se perdiese la memoria de este anuncio, se había hecho construir por el Inca Yáhuar-Huácac (Llora sangre) una estatua de piedra a semejanza del hombre forjado por la fantasía de Viracocha; a saber: color blanco rojizo y poblada la cara de barba, aspecto noble y altivo, y aun ciertos pormenores con respecto a los vestidos. Según la tradición, los hombres hechos al molde de la estatua eran entes de superior naturaleza, y ellos los que debían subyugar el imperio de Manco-Cápac.

Cabal, y por demás le pareció a Huaina-Cápac la filiación de los extranjeros dada desde Esmeraldas, y bien porque conceptuase llegado el tiempo de la ruina de la patria, bien porque este motivo, aunque liviano para otros, le causase una enfermedad; ello es que se sintió muy mal con su salud, y dispuso que lo trajesen para Quito. Antes de salir de Tomebamba recibió un tercer aviso, reducido a que los dichos extranjeros se habían reembarcado y apartado de las costas, saliéndose la una nave mar afuera, y tomando puerto la otra con unos pocos hombres en la isla Gallo, algo más al norte de la Tumaco.

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Antes de pasar adelante con nuestra narración, digamos quiénes eran estos extranjeros, de dónde procedían, y cómo habían venido a dar con la tierra de los Incas.




II

Para comprender con claridad lo que vamos a referir, es preciso recordar que el mismo viejo mundo, al descubrirse el llamado Nuevo, apenas era conocido desde los 70º de Lat. boreal hasta los 5º de latitud austral, y desde los 20º de Long. occidental hasta los 100º de Long. oriental; y esto merced a los viajes y peregrinaciones de los portugueses que, movidos de un impulso religioso, acababan de hacerlas recientemente por esta última región. El mundo antiguo, con todo su saber de entonces, miraba todavía como fábulas las relaciones de Marco Polo y los viajes de los escandinavos por la Groenlandia, y si el viejo mundo no había podido penetrar la falta del contrapeso que necesitaba el globo para no descomponerse, la América salvaje todavía, y hasta bárbara en su mayor parte, no conociéndose ni ella misma, estaba más distante aún de adivinar que hubiera otras tierras fuera de los contérminos de su continente. Aun se cree que ni Colón mismo pensó nunca en que hubiera un nuevo continente, pues juzgaba sólo, como habían discurrido Aristóteles, Marín de Tiro y otros antiguos, que los confines de la India debían estar poco distantes de las costas occidentales de la península española.

¿Cómo se había poblado la América? ¿Fue el extravío de algún bajel hebreo el que, dejándose arrastrar de los vientos o la corriente de las aguas, arrojó a nuestras playas a los descendientes de Noé? ¿Hubo tiempo en que el ahora llamado estrecho de Behring fuese un istmo que, uniendo al Asia con América, brindaba ese paso para la propagación del género humano? ¿Hubo tiempo en que los cabos Verde y San Roque se extendiesen por el Atlántico   —64→   hasta el término de proporcionar rumbo fácil del África para América, por medio de algunas islas o siquiera farallones interpuestos entre estos dos continentes? Ha más de tres y medio siglos empleados en esclarecer y afirmar estas suposiciones, y siguen discutiéndose todavía y seguirán hasta la consumación del mundo: y sin embargo, es de creer que la inteligencia del hombre habrá de confesarse vencida y contentarse con decir -¡Sólo Dios lo sabe!

No nos toca, pues, decir sino que el antiguo y nuevo mundo giraban como giran dos planetas distintos, pero subordinados a un centro o sistema común, y que la resolución de tal materia es un arcano. Nadie; nadie, conocía nuestro continente tan antiguo como los otros, cuando se vio a un hombre desconocido, de quien se sirvió Dios para llevar a cabo sus altos designios, tenido por unos como impío y blasfemo que intentaba alterar las verdades de la Biblia, por otros como necio aventurero que pretendía desarreglar el mecanismo del cielo y de la tierra, y por otros como hombre de gran talento pero visionario y loco, a quien no podía mirarse sino con suma piedad; cuando se vio, decimos a ese hombre desconocido viajando de Corte en Corte y ofreciendo a los soberanos un don que rechazaban con frialdad y destemplanza. Un monje del monasterio de Rábida, Juan Pérez de Merchena, e Isabel, Reina de Castilla, dicha la Católica, fueron de los muy pocos que oyeron discurrir a ese impío, aventurero o loco, no sólo con interés, mas con entusiasmo; no sólo como a ser de nuestra especie, mas como a enviado de Dios, por cuyo conducto quería se completase el conocimiento cabal de todo el globo. Las profundas y acertadas meditaciones de ese enviado de Dios, Cristóbal Colón, genovés de nacimiento, fueron, pues, comprendidas al cabo de diecisiete años de fatigas, humillaciones y paciencia, y los Reyes de España celebraron el 17 de abril de 1492 el tratado por el cual debía tomar Colón, a nombre de L. L. M. M. Católicas, la posesión de las tierras antípodas que, conforme a los cómputos y previsión de tan osado navegante, no podían faltar en lo que entonces se llamaba el vacío de los mares.

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El 3 de agosto del mismo año zarpó de Palos en Andalucía, con ciento veinte hombres, a lo más, en las carabelas «Santa María», la capitana, «Pinta» y «Niña» y después de dos meses nueve días de aburrimiento, sediciones, amarguras y tormentos, pacientemente sostenidos y vencidos contra la poca fe de sus incrédulos compañeros, a cuyos ansiosos ojos desaparecía hoy la tierra que ayer tenían la esperanza de pisar; la saludó al fin el 12 de octubre al amanecer. Colón se vistió de gala con las insignias de Almirante y Virrey, saltó a tierra, se postró de rodillas y la besó, en señal de reconocimiento a Dios, que había mantenido la confianza en él, y la firmeza de sus ideas y meditaciones. La isla que pisó, porque en este su primer viaje no descubrió todavía el continente, la bautizó con el nombre de San Salvador, y es una de las que forman el grupo de las Lucayas.




IV

Perfeccionada la obra de Colón, conocidas las costas de Méjico y bien o mal establecidos unos cuantos españoles en Venezuela, en Santa Marta y aun en Cartagena, habíales llegado a los moradores de Costa firme noticia, bien que muy vaga, de que hacía el sur había un imperio civilizado, opulento y grande, tal vez mayor que Méjico mismo. La noticia, por la cuenta, la habían recibido de boca de los salvajes de Darien, y estos, como es probable, la tenían desde que las conquistas de los Incas se extendieron, como vimos, más allá de los antiguos límites del Perú.

Por 1509 se hallaba a la cabeza de la colonia de San Sebastián, fundada al oriente del golfo de Uraba, el llamado Alonso de Ojeda, uno de los más audaces compañeros de Colón, quien, aburrido de estar constantemente lidiando con los aguerridos salvajes de los contornos, y tal vez más con el hambre y el mal clima, salió en busca de las provisiones y refuerzos que podían proporcionarle   —66→   otras colonias. Dejó a sus compañeros bajo las órdenes de Francisco Pizarro, el destinado por la Providencia para una gran conquista, diciéndoles que si no recibían auxilios hasta el plazo de cincuenta días, se fueran donde quisiesen. Ojeda fue a morir oscuro y pobre en Santo Domingo, los víveres no llegaron a San Sebastián hasta después de haberse vencido el plazo, y los colonos, reducidos a cosa de cincuenta, estaban expuestos a morir de un día para otro. Contaban apenas con dos navecillas estrechas, y se embarcaron, acomodándose como pudieron: aun de estas desapareció la una, tragada por el mar; y la otra, la que llevaba a Pizarro, como si dijéramos a César, fue a dar a Cartagena, donde se hallaba el bachiller Enciso, que hacía de segundo de Ojeda.

Impuesto Ojeda de los motivos que apartaron a los colonos de su asiento, bien invocando su autoridad, bien seduciéndolos con promesas, hizo que se volviesen a San Sebastián. Ya estaban al llegar cuando la nave dio en un bajo, y luego advirtieron que sus casuchas habían sido reducidas a ceniza por los salvajes, y que estos, con sus armas enherboladas, los aguardaban en una playa inmediata. Todos pensaron prudentemente en volverse; pero Vasco Núñez de Balboa, destinado también para la inmortalidad, los alentó diciéndoles que hacia el occidente de Uraba había tierras cultivadas y gente que no envenenaba las flechas. Diéronse sus compañeros a partido, y fuéronse de hecho a mejor suelo y clima, donde fundaron Santa María de la antigua del Darien.

Balboa fue nombrado alcalde, juntamente con el llamado Zamudio, y después de la caída del gobierno y expulsión de Nicuesa y Enciso, libre ya de todo competidor, se mostró muy digno de estar a la cabeza de los colonos. Dotado de talento, de intrepidez, liberalidad y juventud, bien que abandonado a los placeres y cargado de deudas, gozaba de popularidad e influencia poderosa; y Balboa, oscuro hidalgo de Jerez, a quien llegó la voz de la existencia del rico imperio de los Incas, por medio del hijo mayor del Curaca Comagre, creyó ser el llamado a conquistar la gran India, tras la cual se había   —67→   arrojado el descubridor del Nuevo Mundo. Dominado de esta idea pidió a España, por conducto del Gobernador de Santo Domingo, un auxilio de mil hombres y mientras tanto emprendió algunas correrías sin provecho, y aun estuvo expuesto a morir a manos de los bárbaros o a ser presa de la codicia de sus propios compañeros.

Una vez se disfrazaron los salvajes de labradores, y le tendieron una emboscada para asesinarle; mas la gallardía y despejo con que, lanza en ristre, montaba en una yegua soberbia, de espanto para los indios, le salvaron. Concertáronse, en otra, unos cinco Caciques dispuestos a acabar con cuantos castellanos encontrasen, y el amor de Fulvia, hermosa india con quien tenía comercio, hizo que se descubriera la conjuración, que su amante se apercibiera para la defensa, y fueran vencidos y muertos los salvajes. Una sedición capitaneada por el bachiller Corral fue también descubierta a tiempo, y Balboa conociendo bien el estado de la colonia, se salió de la Antigua en son de ir a cazar, y no volvió hasta después de algunos días, seguro de que a la vuelta había de ser llamado como necesario. Sucedió como había previsto, pues los sediciosos, poco avenidos entre sí, fueron presos por los otros moradores del lugar, y todos a una, llamaron a Balboa para que sostuviera el orden y tranquilidad pública.

Después de estos sucesos le llegaron ciento cincuenta hombres procedentes de Santo Domingo, y el título de Capitán General interino de las tierras de su dependencia, con lo cual afirmó su autoridad entre esa turba de aventureros, a cual más valientes, pero también a cual más turbulentos; y como por el mismo tiempo se le comunicaba de España que iba a hacérsele responsable de los daños causados a Enciso y de la muerte de Nicuesa, en lo cual no tiene por que ingerirse nuestra narración, procuró apurar la expedición que preparaba para la gran conquista, sin reparar en la escasez de los medios con que contaba. Entre la esperanza de adquirir inmarcesible gloria, aunque llevando la vida jugada, y el temor de morir oscuro y ocaso infamado en un cadalso, quien   —68→   quiera, por lebrón que fuese, había de preferir lo primero, cuanto más Balboa que fantaseaba a sus anchas con la posesión de ese imperio en que los muchachos jugaban con tiestos de oro, según el decir del hijo de Comagre. Embarcose, pues, con rumbo para Coíba el 1.º de setiembre de 1513, con ciento noventa hombres escogidos, algunos perros de batalla y unos mil indios para el servicio.

Fueron bien recibidos por el cacique Coíba padre de Fulvia, y después de cinco días de descanso, y oída devotamente una misa pidiendo a Dios su protección, echaron los expedicionarios por ese camino del istmo, no, pisado hasta entonces por planta humana. Selvas impenetrables, ríos correntosos, ciénagas, reptiles venenosos, clima ardiente y húmedo, plaga de mosquitos, salvajes a quienes rindió Balboa, o, con quienes se coligó mañosamente; todo, todo lo venció tan intrépido como sesuda capitán con su previsión, valor, paciencia y ejemplos de sufrimiento y abnegación.

Primeramente llegó a los dominios del cacique de Ponca, a quien sedujo con obsequios de baratijas y promesas, recibiendo en cambio regalos de cuantía, y más que esto, el señalamiento de la altura de donde se divisaba el mar Pacífico. Cuarecua, otro cacique, trató de atajar los pasos del osado explorador, pero huyeron los salvajes a los primeros tiros, y a la vista de los alanos que mandó soltar Balboa. El pueblo fue entrado a saco, y cincuenta bárbaros, vestidos de mujeres que, al parecer, servían infamemente como tales, fueron apedreados: sin compasión.

En la alborada del 26 de setiembre trepa Balboa la altura indicada por el cacique Ponca, distingue con claridad las aguas del Pacífico, y arrebatado de entusiasmo, se hinca de rodillas, como Colón, tiende los brazos hacia el mar y derrama lágrimas de alegría. Luego, como si la inmensidad de las tierras que iba a recorrer había de medirse por la del mar, muestra a sus compañeros los oleajes del océano indicado por el hijo de Comagre, les habla de los tesoros prometidos, y les pide no más que   —69→   fidelidad. Rodéale su gente y le abraza con ternura, y al entonar el sacerdote, Andrés Vera, el Te Deum laudamus, se arrodillan todos y dirigen a Dios los más entrañables agradecimientos. Levantan luego una cruz en señal de su triunfo por estas desconocidas tierras, y graban los nombres de Fernando e Isabel, para decir que tomaban posesión de ellas a nombre de sus soberanos. Aún subsistían vivas por esos tiempos las prendas de los cruzados y caballeros andantes, y no hay que extrañar por qué, cuanto concierne a la conquista de América, vaya engalanado con los dibujos del novelista o con las acciones caballerosas, desconocidas en nuestros tiempos.

Vencida la resistencia que opuso el Curaca Chiapes, morador de las costas del Pacífico, y asegurado diestramente Balboa de la amistad del indio, fundó el pueblo que tomó por nombre San Miguel, y entrándose un día en las aguas del mar, espada en una mano, y en la otra la imagen de María y las armas de Castilla; «¡Vivan, dijo, los altos y poderosos Reyes de Castilla! Yo, en su nombre, tomo posesión de estos mares y regiones y si algún otro príncipe, ora cristiano, ora infiel pretendiese algún derecho a ellos, estoy pronto y dispuesto a contradecirle y defenderlos». Cuantos estaban presentes se unieron a este juramento, se tomó razón de él, reduciéndole a una acta escrita, y se hicieron todos esos actos que, conforme a la legislación española, constituyen el hecho legal de haber entrado en posesión de alguna cosa raíz.

Hecho así el descubrimiento del Pacífico, y confirmada la voz de la existencia del opulento reino situado al medio día de San Miguel, se volvió Balboa para la Antigua, pasando, cierto, si no mayores, iguales trabajos por un nuevo y largo camino; pero rebosando de contento, cargado de oro y perlas, y con la esperanza de exceder en fama aun a Colón mismo. Castellanos y salvajes, juntamente, se rindieron a la influencia de su numen y ventura, y le miraban todos con amor y con respeto; los primeros, dominados por su intrepidez y bondad de carácter; los otros, porque veían en Balboa, más   —70→   bien el protector, que no el conquistador y asolador de sus hogares, como generalmente fueron sus compañeros. Gustábale, como a Huaina-Cápac, obtener más bien alianza con maña y persuasiva, que no victorias con que dejar ensangrentado el suelo que pisaba.

Balboa despachó, por marzo de 1514, una embarcación para España con el fin de que llevase la noticia del descubrimiento que acababa de hacer, las muestras de los ricos objetos tomados para acá del istmo, y la solicitud de un título con que ponerse a la cabeza de la expedición contra el Perú.

Hacía por entonces de Gobernador del Darien don Pedro Arias Dávila, dotado en verdad de buenas prendas guerreras, pero de genio áspero y de mal corazón, y había recibido de la Corte la instrucción de que residenciase a Balboa. Pedrarias Dávila como dieron en llamarle los escritores de la conquista, había ofrecido también a la Corte encargarse de la conquista del imperio que aún estaba por descubrirse, y a pesar de cuanto se debía a Balboa, la empresa continuó a cargo de Pedrarias. Como en España se hubiesen exagerado hasta no poder más las riquezas que ofrecía la conquista, íbanse reuniendo en Sevilla día a día unos cuantos jóvenes de los más distinguidos, y se llegaron a contar hasta más de mil quinientos. Aun el mismo Rey Fernando, que no pudo dejar de acalorarse con tan brillante proyecto, empleó cincuenta y cuatro mil ducados en la armada que debía venir, como vino en efecto, y llegó al golfo de Uraba en julio del mismo año. Entre los que trajo la flota vinieron el padre franciscano Quevedo, como Obispo de Darien y consejero de Pedrarias, el licenciado Gaspar Espinosa como alcalde mayor, y unos cuatro oficiales para la administración de las rentas reales.

Tan luego como Pedrarias fue informado de cuanto deseaba saber con respecto a Balboa, comenzó contra este el juicio de residencia, y muy pronto el descubridor del Pacífico se vio reducido a la mendicidad, y aun expuesto a ser cargado de grillos y envido para España. Si por   —71→   entonces no subió a tanto su desgracia, lo debió a la influencia del Obispo, y a la protección de la Gobernadora. Bien pronto, asimismo, se introdujeron en la Antigua el hambre y la discordia, y cuando antes, bajo el gobierno de Balboa, se vivía en la abundancia y con alegría, ahora comenzaban a faltar hasta las raciones, y en vez de seguirse con los descubrimientos y las conquistas, se enredaron los colonos en pleitos a cual más ruines. Quién mataba el hambre de algunos días, despojándose de sus ricos vestidos a trueco de unos pocos granos de maíz; quien cargando leña del vecino bosque, quién se mantenía con la yerba y raíces de los campos, y hasta hubo quien muriera por falta de alimento en medio de la calle. Cundieron las enfermedades, no hubo día en que no muriesen veinte, cuando menos, y hasta hubo mes en que perecieron setecientos.

Los indios, antes avenidos y conformes con Balboa, viendo ahora desacatadas las alianzas, y expuestas sus personas y propiedades, se levantaron de concierto en globo y vencieron en muchos combates; y los españoles, reducidos al ámbito de la Antigua, tuvieron que fortificarla para no perecer todos a manos de los salvajes.

La fama de las hazañas de Balboa y los magníficos obsequios que envió a los Reyes habían llegado por fin a España, y le vino el nombramiento de Gobernador de las provincias de Panamá y Coíba y Adelantado del mar del sur que descubrió. Pedrarias ocultó los despachos, y no le fueron entregados a Balboa sino cuando los denunció el Obispo desde el púlpito en que predicaba. Y aun a pesar de estos títulos, todavía estuvo expuesto a ser metido en una jaula de madera por haber pedido auxilios a Cuba y recibídolos sin conocimiento de Pedrarias. El buen Obispo Quevedo le salvó de nuevo, aunque nunca pudo impedir que se confiase al capitán Morales una expedición hecha a la isla de las Perlas, que debió ser dirigida por Balboa.

Morales se apoderó fácilmente de la isla; pero aburridos los salvajes de las crueldades que ejercían los expedicionarios,   —72→   acabaron con parte de estos y los demás se salvaron, Dios sabe cómo, después de muchos padecimientos. En las Perlas se confirmó la noticia de ese imperio opulento asentado al mediodía, y acaso desde entonces Francisco Pizarro y Diego de Almagro, que también pertenecieron a la expedición de Morales, cobraron la esperanza o, cuando menos, discurrieron que ellos podían ser los que habían de descubrirlo y conquistarlo.

Los resultados de la expedición, la repetición de tamaña noticia y el renombre de Balboa, considerado como el único capaz de llevar al cabo semejante empresa, sugirieron al entendido Obispo la idea de persuadir al Gobernador del Darien que diese la mano de una hija suya al Adelantado Balboa, y que, vinculado ya con los lazos de familia, le confiase el mando de esta nueva expedición. Pedrarias y su esposa vinieron en ellos, y como la novia estaba en España, se celebró el matrimonio por poderes.

Elevado así Balboa al puesto que le era tan merecido, diese al punto a preparar cuanto necesitaba para la empresa, y es de admirar cómo su ingenio pudo vencer las dificultades de trasportar del Atlántico al Pacífico las jarcias de las embarcaciones. Arreglada la flota, compuesta de cuatro naves y trescientos hombres, se fue para las Perlas, y de aquí se vino con rumbo para el sur hasta el riachuelo Ambre, más acá del golfo San Miguel. Un grupo inmenso de ballenas que por la noche se acercó a la flota, le hizo creer que sería algún fenómeno del desconocido mar, y le obligó a pegarse a la costa; y a la mañana siguiente, descubierta la verdad a la luz del día, y cuando pensaba seguir adelante, sobrevinieron vientos contrarios, y se volvió, en mala hora, para hacerse de otras embarcaciones que había dejado construyéndose a su salida.

Algo de bajos celos que aun dominaban a Pedrarias a causa de la nombradía de su yerno que seguía en incremento, enconos producidos por los amores que conservaba   —73→   este con Fulvia, en agravio de la novia, de quien al parecer no se acordaba el marido, y la denuncia que hicieron al Gobernador de que Balboa pensaba sustraerse a la obediencia, cuando, a lo más, la resolución suya estaba limitada a dar la vela, en el caso que el nuevo Gobernador, cuya venida se había anunciado, opusiese nuevos obstáculos a la expedición determinaron a Pedrarias a librarse de su ilustre yerno. Hízole llamar con tal objeto, y Balboa, a cuya elevada alma no podía ocurrirle el lazo que le tendía el suegro, se presentó confiadamente al llamamiento, sin sospechar cosa ninguna. Fue aprehendido ¡quién había de decirlo! por el que debía eclipsar su gloria, por Francisco Pizarro, y seguida brevemente la causa que instruyeron, se le declaró culpable de traición, y salió condenado a muerte.

El juez de la causa intercedió por el condenado, protestando que no ejecutaría la sentencia si no se lo ordenaban por escrito, y el indigno suegro envió escrita la orden.

Balboa apeló de sentencia a la Corte, y también le fue negado este recurso. Todo fue en vano contra el destino perseguidor de los grandes hombres, y en 1517 rodó cortada la cabeza del héroe y fue luego clavada en una picota.

Cinco años transcurrieron sin que en este tiempo hubiera uno que se expusiese a explorar el mar del sur, de cuyas aguas y costas se habían formado malísimas cuanto equivocadas imaginaciones, cuando Pascual Andagoya, Regidor de Panamá, recientemente fundada, tomó a su cargo la empresa. Embarcose en junta de unos cuantos aventureros que soñaban con las riquezas de los pueblos que venían a conquistar, y siguiendo el rumbo trazado por Balboa, tocó en el Ambre y, según la narración de su viaje, aun avanzó hasta el río San Juan, el que se comunica con el Atrato, recibiendo ya noticias más claras del Emperador del Cuzco. Pero enfermo o de miedo, ello es que no pasó de este punto, y se volvió para Panamá.

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Algún tiempo después se encargó otra expedición al capitán Basunto, que tampoco se verificó por haber muerto antes que estuviera completamente aparejada.




V

Creciendo más y más, a medida que avanzaba el tiempo, habían ido los datos que se recogían acerca de ese reino rico, civilizado y floreciente que se pensaba descubrir y conquistar, y ya por 1524 no había, como poner en duda su existencia. Por entonces residían en Panamá, Hernando de Luque, Vicario de esta ciudad, hombre de influencia en el gobierno de Pedrarias; Diego de Almagro hijo de un labrador, cristiano viejo, sin mezcla de sangre mora ni judía, según Oviedo, hombre guapo, de genio violento y liberal hasta serlo de sobra; y Francisco Pizarro, otro valiente a quien hemos visto ya asomado en las expediciones anteriores. Este Pizarro, hijo de Trujillo, en la provincia de Extremadura, tenía por padres al coronel Gonzalo Pizarro, de acreditada reputación en las guerras de Italia, y a Francisca González, mujer de condición humilde; y la educación del niño había sido tan descuidada, que no sabía leer ni escribir. Tan mala fue su suerte al comenzar la vida que su ocupación principal había sido la de porquerizo, y aun es lengua que, cual Rómulo a una loba, Pizarro tuvo a una puerca por nodriza.

Las maravillas del Nuevo Mundo y la exageración con que las pintaban constituían la materia única de las conversaciones en las más de las ciudades de España, y Pizarro, joven de imaginación ardiente, genio soberbio y pasiones exaltadas, oía referirlas con ansiedad, y andaba tras la ocasión que le fuera favorable para escaparse de la casa de sus padres, pasar a Sevilla donde se embarcaban los que venían para América, y buscar aquí una ocupación que fuera conforme con su carácter e inclinaciones. Parece que su venida se efectuó en 1510, y   —75→   de luego a luego sentó plaza de soldado bajo las órdenes de Ojeda cuando su expedición para Uraba. Ya vimos la confianza que Ojeda tuvo en Pizarro, puesto que, al separarse de San Sebastián, dejó la colonia bajo sus órdenes, y vimos, asimismo, como perteneció a la expedición de Balboa al atravesar el istmo.

Después de la muerte del descubridor del Pacífico, Pedrarias ocupó a Pizarro en unas cuantas expediciones que, si no de provecho ni honra, sirvieron como escuela práctica para acostumbrarle a las privaciones, sufrimientos y peligros. Yendo y viniendo, como capitán o subalterno, Pizarro frisaba ya con los cincuenta años, y apenas era dueño de una corta porción de tierras en las inmediaciones de Panamá, cosa que no podía contentar su codicia, ni reprimir el vuelo de su fantasía que le llevaba a otras regiones.

Al regreso de Andagoya con su expedición, le vinieron las tentaciones de ponerse él a la cabeza de otra, pero como no tenía dinero para los gastos, y viese que Luque y Almagro participaban de las mismas tentaciones, se convinieron entre los tres en que, concurriendo, juntos con sus caudales, escasísimos por cierto los de Pizarro y Almagro, y tamaño el de Luque, tomaría el primero el mando de la expedición, y el otro equiparía las embarcaciones y las surtiría de bastimentas. Es de advertir que Luque sólo fue persona supuesta del licenciado Gaspar Espinosa, el Alcalde mayor.

No fue difícil obtener el consentimiento de Pedrarias, pues, en el decir de algunos escritores, también él iba a la parte en el contrato; y Almagro, aunque bien entrado en años, obró con tanta diligencia y actividad, que al andar de poco tiempo estaban ya listas dos naves pequeñas, provistas de lo necesario, y de cien hombres de esos que, contando con la buena ventura, se arrojan osados a la mar. Pizarro se puso a la cabeza de ellos y salió de Panamá por noviembre de 1524. Almagro debía seguirle después, tan luego como estuviese lista la otra de las dos embarcaciones compradas.

  —76→  

Pasado el puerto de Piñas hacia el sur, el buquecillo de Pizarro entró en las aguas del río Birú, que al parecer fue el que vino a dar el nombre corrompido de Perú al reino de los Incas. Pizarro desembarcó a orillas de este río dos leguas arriba por explorar y descubrir algo, pero tierra, selvas y clima todo era áspero, y tuvo que salirse pronto y dejarse arrastrar con rumbo siempre al sur. Sobrevino luego una tormenta de diez días de la cual escaparon los expedicionarios merced a esos esfuerzos que sugiere la desesperación en tales trances: para colmo de males comenzaron a escasear los víveres, porque no tenían donde renovarlos, y el suelo en que desembarcaban, cuajado de espesos bosques o de playas desnudas, no les ofrecía ningún consuelo, cuanto más esperanza de mejorar la suerte. La soledad y el silencio de los desiertos los desesperaba, el hambre comenzaba a apurar, y todos, quejándose a voz en cuello del engaño que habían padecido, pidieron a Pizarro que los volviese para Panamá. Aquí fue de ver el ánimo esforzado de este capitán, aquí su bien decir y perorar, para calmar a los medrosos y contener la sedición, porque volver mohíno y maltrecho a Panamá, sobre ir a ser objeto de la burla de los malquerientes y envidiosos, era enterrar para siempre su reputación. Convínose con todo, en enviar su buquecillo con parte de la gente a la isla de las Perlas, para que se hiciese de víveres y se volviese más bien provista.

Púsose, entre tanto, a explorar el suelo que pisaba por dar con algún aliento humano, pero nada; la misma soledad, la misma aspereza; algunos mariscos con que matar el hambre de un día, hojas y raíces amargas para los siguientes, y a veces otras venenosas que los mataban. Vencíanse los días y vencíanse las semanas, y ese buquecillo que podía sacarlos de tan desesperada situación no parecía, y aún los que antes habían resistido con ánimo esforzado, ahora se confesaban vencidos; pues, muertos ya más de veinte de los que se quedaron con Pizarro, veían como inmediato el turno que debía llegarles. Sólo Pizarro, padeciendo y sufriendo lo mismo que ellos, compartiendo de lo suyo, y haciendo de enfermero   —77→   y consolador espiritual, se mostraba, ostensiblemente, más que sereno, con la esperanza de librarlos de tan tremendos conflictos.

Y cierto que la Providencia no los desamparó en estas circunstancias, porque en una de tantas desconsoladas noches vino a alumbrarles el rayo de una lucecilla, que se dejó entrever por en medio de la espesura de las selvas. Siguieron su dirección con ansia, y dieron con un pueblecillo de indios, miserable en verdad, pero habitado al fin por humanas criaturas. Los indios huyeron al ver tan extraña gente, pero observando que no les hacían daño, se les acercaron y preguntaron lo que buscaban. No sabemos como se dieron a entender ni los unos ni los otros; mas ello es que los indios les dijeron que, lejos de andar vagando por tierras desconocidas, cultivasen las suyas que estaban a su disposición. Por demás saludable era el consejo para otros que no hubiesen dejado su familia y patria por el cebo del oro; mas los indios cargaban este metal y con sólo esto los extranjeros confirmaron la noticia de ese imperio que buscaban y poco debían importar entonces los riesgos a trueque de apoderarse de él, y adquirir riqueza, renombre y gloria.

Por fin, Montenegro, el que había hecho de comandante del buque enviado para las Perlas, asomó a las seis semanas bien provisto de víveres, y fácil es hacerse cargo de la alegría con que le recibieron. Pizarro, sin perder tiempo, reembarcó a su gente y siguió el rumbo hacia el mediodía; pero siempre tierra a tierra, no arriesgando salir mar afuera, bien por que en medio de su intrepidez no podía navegar confiadamente por mares desconocidos, bien porque temía que separándose de las costas dejaría acaso escapar un reino, provincia o pueblo de esos que había forjado su codiciosa fantasía. Pasando y pasando al sur, dio con tierras, si no del todo descubiertas, menos tupidas de malezas, y desembarcó inmediatamente con algunos hombres. Se internó un poco a lo interior, encontró un pueblo corto, cuyos habitantes huyeron al verle, y encontró también un buen acopio de   —78→   maíz y otros alimentos, muchas alhajas de buen oro y, lo que no esperaba ver, algo de carne humana como dispuesta para celebrar un festín. Creyeron los españoles haber venido a dar con una tribu de caribes antropófagos, y se tomaron el oro y piedras preciosas que encontraron, y se volvieron corriendo para su buque.

Aun pasaron los expedicionarios por las angustias de una nueva tormenta, y sin embargo preferían morir en las aguas antes que en las tierras agrias e inhospitalarias, que no sólo les negaban el sustento, mas también los exponían a perecer comiendo yerbas mortíferas. El perspicaz ojo de Pizarro alcanzó a distinguir en un punto de las costas que atravesaba unas como calles abiertas por los bosques que cubrían el suelo, y resolviendo acertadamente que debía haber alguna población, se desembarcó con la mayor parte de la gente con el objeto de explorarla. En efecto, andando a vuelta de una legua, dio con un pueblo mayor que los anteriores y defendido por empalizadas, pero desamparado, por que los habitantes habían huido. Recorridas algunas casas, encontraron los españoles provisiones abundantes y unos pocos adornos de oro, de que se apropiaron sin escrúpulo ninguno.

Como el buque había recibido algunas averías con la tormenta, pensó Pizarro enviarlo a Panamá para que se reparase, y establecer, mientras volvía su cuartel general dentro de la población. Pero antes de esto destacó a Montenegro con algunos hombres a que reconociese las inmediaciones, y entablase, si era posible, conexiones con los indios. Estos, que eran belicosos y no habían perdido un solo movimiento de los extranjeros, estaban ya preparados a caer sobre ellos, y tan luego como los vieron divididos cayeron en efecto disparándoles una lluvia de flechas y otros proyectiles. Asombrados los españoles de ver a esos indios desnudos del cuerpo y pintados con manchones rojos, blandiendo armas como guerreros entendidos, no dejaron de confundirse, y más al ver tendidos de los suyos tres muertos y varios heridos. Su confusión, no obstante, duró muy poco, y devolvieron a los   —79→   indios una descarga de ballestas, y cargándoles espada en mano los ahuyentaron hacia las selvas; bien que no del todo corridos sino como astutos, pues dejando a la partida de Montenegro entre lo intrincado de ellas, se volvieron ufanos contra Pizarro. Por fortuna, no se hallaba este desapercibido, y saliendo con su gente contra los indios, los cargó impetuosamente, y ellos, calando que era el capitán por su aire de autoridad, asestaron todos las tiros contra él, de modo que, a pesar de su armadura, recibió siete heridas, bien que leves. Retirábase defendiéndose con denuedo, cuando resbaló y vino al suelo, y los indios dieron el alarido del triunfo y aun se le acercaron algunos para acabar de matarle. Pizarro se levantó al instante, mató a dos con su esforzado brazo, y contuvo así a los demás hasta que llegaron los suyos a defenderle. En esto llegó también Montenegro por la retaguardia de los indios, cerró con ellos y los dispersó.

Era la primera vez que los españoles habían encontrado resistencia entre los indios de estas costas, y conceptuando que no era prudente mantenerse con tan pocos en medio de un pueblo belicoso, resolvieron volverse a Panamá. Poco era lo que se había adelantado con esta expedición; pero Pizarro discurrió que también era bastante para comprender la importancia de la empresa. Volviose, pues; desembarcó en Chicamá, y envió a su tesorero Livera con cuanto oro había recogido a que diese al Gobernador cuenta circunstanciada de sus descubrimientos.




VI

Entre tanto, Almagro, que, auxiliado por Luque, había equipado una carabela con sesenta o setenta hombres, y salido tras su compañero, se venía para el sur visitando paso a paso cuantos puntos recorriera Pizarro, mediante ciertas señales que en los árboles o peñascos había este dejado puestas. Tocó al cabo en el último,   —80→   donde Pizarro se vio en la necesidad de combatir, y Almagro encontró también la misma disposición en los indios, bien que sin atreverse a salir de sus atrincheramientos. Almagro, disgustado con este obstáculo, tomó el pueblo por asalto, incendió pueblo y empalizadas juntamente e hizo que sus habitantes fueran a guarecerse entre las selvas. Su victoria, no obstante, le costó un ojo, por que herido de un dardo en la cabeza, le causó una inflamación que por remate le dejó tuerto.

Aun mal parado así, continuó el intrépido Almagro recorriendo otras costas hasta meterse en las aguas de San Juan, mucho más acá del puerto en que había tocado su socio. Las márgenes bien cultivadas de este río, y unas cuantas casuchas ya de alguna construcción artística, le hicieron comprender que sus habitantes estaban a un grado mayor de civilización que los visitados atrás, y habríase resuelto acaso a conquistarles si no le tuviera inquieto la suerte de Pizarro, de quien no pudo adquirir noticia alguna. En su decir, o se lo había tragado el océano o tenido que volverse a Panamá, e inclinándose más bien a esto, encaminó su navecilla para el norte. Fue a dar en las Perlas, donde llegó a saber los resultados del viaje de su amigo, y partió inmediatamente a Uricamá para verse con él, abrazarse y referirle sus aventuras, oyendo en seguida las del otro. Almagro había recogido más oro que Pizarro, y adquirido mayores datos de ese Perú que tenía trastornadas las cabezas, y sus ánimos se alentaron más, resolviéndose antes a morir, que a desistir de empresas tan lisonjeras cuanto gloriosas.




VII

Si antes el Gobernador Pedrarias había accedido fácilmente a la empresa de los tres asociados, ahora por avaricia u otros motivos se negó abiertamente a consentir en que se emprendiese una segunda expedición, y   —81→   nadie puede saber para quien otro se hubiera reservado esta gloria, a no ser por la conocida influencia de Luque, cuya sagacidad le hizo penetrar, por los informes de los expedicionarios, la seguridad del imperio que buscaban y los proyectos que iban a granjearse. Además, se venció la obstinación de Pedrarias con la seguridad, que los asociados le dieron, de que le pagarían mil pesos en oro en recompensa de su consentimiento; estipulación mezquina que deja patente la avaricia del Gobernador.

Vencido este inconveniente, procedieron los asociados a otorgar el documento solemne que había de asegurar los derechos de cada uno de los tres. Principia invocándose los nombres de la Santísima Trinidad y de la Virgen, y se comprometen a dividirse por partes iguales el territorio que conquistasen los dos capitanes, porque iban a exponer su vida, y Luque por haber proporcionado los fondos hasta la suma de veinte mil pesos en barras de oro.

De luego a luego principiaron los dos capitanes a hacer los preparativos de la expedición.

Compraron dos embarcaciones grandes, se hicieron de provisiones por mayor, e invitaron por medio de pregones a que se presentasen cuantos quisieran pertenecer a ella. La traza con que habían vuelto los primeros expedicionarios y lo menoscabados que fueron, no eran para alentar a otros; mas, como tampoco faltaban ociosos que andaban rastreando las ocasiones de enriquecerse, se presentaron hasta ciento sesenta hombres, la mayor parte de los mismos que salieron la vez primera. Compráronse también algunos caballos y pertrechos de lo mejor que entonces pudo hallarse en Panamá.

Dueños de estos elementos, Pizarro en un buque y Almagro en otro, salieron de esta ciudad encaminados por Bartolomé Ruiz, piloto ya bien acreditado en la navegación del mar del sur. Abriéndose mar afuera y navegando en mejor estación que la primera vez, entraron bien pronto en el río San Juan, y desembarcando Pizarro, con algunos hombres, cayó de sobresalto contra   —82→   los habitantes de un pueblo asentado a sus orillas y se apoderó fácilmente de algunos indios y de un considerable número de alhajas de oro.

El deseo de engrosar la expedición hizo reflexionar a los capitanes que, enviando a lucir este oro en Panamá, se presentarían otros y otros a entrar a la parte con ellos, y como los indios prisioneros le asegurasen que hacia lo interior había tierras descubiertas y cultivadas donde podían proveerse abundantemente, resolvieron que Almagro se volviera a Panamá con el tesoro, que Pizarro con la mayor parte de las fuerzas se quedara donde estaba, y Ruiz se adelantara a reconocer las costas del sur.

Ruiz vino a dar a la isla Gallo, cuyos habitantes, sabedores ya de la aparición de los extranjeros, estaban prevenidos para recibirlos, como enemigos. El encargo de Ruiz no era el de acometer, sino simplemente el de explorar, y así, desentendiéndose de los indios de Gallo, se dirigió a la costa y tocó en la bahía que llamamos San Mateo, E. N. E. del desembocadero del Esmeraldas. Sembrados, casuchas y espectadores que contemplaban curiosos y abismados la nave de Ruiz, le hicieron comprender que había dado ya con poblaciones más importantes por su número y cultura. No quiso desembarcar, como pudiera hacerlo, porque los indios no manifestaban intención ni actitudes hostiles, sino que, volviéndose al mar, fue a dar con una balsa grande en que navegaban unos cuantos indios e indias, engalanados todos con riquísimos adornos de oro y plata de exquisita labor. Por la cuenta, eran comerciantes que vivían traficando con los pueblos costaneros, y lo que más llamó la atención de Ruiz fue un tejido fino, primorosamente bordado con figuras de pájaros y flores, y teñido de brillantísimos colores. El piloto contempló con asombro el grado de cultura en que estaban estos indios, y por ellos mismos fue informado de que en Tumbes había grandes rebaños, productores de la lana con que se hacían esos tejidos, oro y plata en el palacio de su Rey, y muy excelentes maderas en los bosques. Ruiz detuvo a algunos de   —83→   los indios, entre ellos dos de Tumbes, para que refiriesen a su jefe los mismos pormenores, y dejó que los restantes continuasen el rumbo que llevaban. En cuanto a él, siguió hacia el sur, dobló el cabo Pasado algo más acá de la línea equinoccial, y luego, cambiando el rumbo de sur a norte, fue a verse con Pizarro y sus compañeros en el lugar que los había dejado.

Pizarro, mientras tanto, se había metido a lo interior tras las tierras cultivadas de que le hablaron los indios del San Juan; había corrido mil peligros al atravesar los bosques y las colinas, que iban agrandándose a medida que avanzaba; perdido unos cuantos hombres, y vuéltose luego para la costa a sufrir el hambre y los mosquitos que devoraban a sus soldados. Todos desmayaban y sólo Pizarro, haciendo frente a los peligros, tan lejos de abatirse, consolaba y animaba a sus compañeros.

En esto volvió Ruiz con la noticia de tan deslumbradores descubrimientos, y poco después Almagro con su nave cargada de bastimentos y un considerable refuerzo de gente que montaba a cosa de ochenta. El viaje de Almagro había sido feliz, y aunque al principio temió que el nuevo Gobernador, don Pedro de los Ríos, pusiese embarazos para el seguimiento de la empresa, después, no sólo obtuvo su aquiescencia, mas también sus felicitaciones.

La llegada del refuerzo de gente y de buenas provisiones de boca hizo olvidar a los compañeros de Pizarro todas sus desventuras, y ahora estimulados por la esperanza de entrar en ese imperio misterioso, del cual se hacían lenguas para pintar sus maravillas, pedían a Pizarro que los llevase adelante, cuando unos días atrás le empeñaban quejosamente a que los volviese a Panamá.

Vientos contrarios y tempestades fuertes que sobrevinieron después de haberse hecho a la vela, los obligaron a recalar en la isla Gallo, conocida ya por Ruiz. Los indios no parecieron, porque seguramente alcanzaron a ver el gran número de enemigos, y permanecieron estos quince días reparando las averías de los buques, y descansando   —84→   de las fatigas causadas por tan mala navegación. Pasado este término se dirigieron a la bahía de San Mateo, donde confirmaron los informes dados por el piloto, y luego a Atacames, ciudad grande y con calles, con población numerosa y con mujeres que ostentaban lujo con el oro y piedras preciosas que cargaban. Con pasmo, más que con deleite, contemplaban los españoles esta primera ciudad del imperio que se presentaba a su vista, del imperio que tal vez los más no lo creían sino forjado por la codicia o la imaginación de los aventureros.

Los indios no parecieron intimidarse, ni con los buques ni con los hombres que encerraban; antes unos cuantos guerreros embarcados en sus canoas, dieron vueltas al rededor de las naves, como desafiando con sus miradas. Hasta se presentó un cuerpo de ejército como de diez mil guerreros, que manifestaban estar dispuestos a venir a las manos; y este aparato dio lugar a que se celebrase un consejo de guerra entre los capitanes españoles. Pueblos y ciudades que habían venido descubriendo al paso que avanzaban, guerreros afamados que disponían de tantas tropas, y sometidos a la regularidad y poder de un gobierno establecido; no podían, a su juicio, vencerse con tan poca gente, y muchos opinaron que no debía acometerse empresa tan superior a sus fuerzas. Pero volverse, sin haber tentado cosa ninguna es vergonzoso, decía Almagro, es arruinarse; volver habiendo dejado tantos acreedores en Panamá es entregarse a discreción de ellos; es ir a la cárcel; y vale más vagar libre en los desiertos, por acabar la vida con grillos en los calabozos de esa ciudad. Propuso, pues, que Pizarro se quedase en lugar seguro con parte de las fuerzas, y que él iría de nuevo a Panamá en busca de refuerzos.

Esto, respondió Pizarro, debe ser muy bueno para el que va cómodamente de un puerto a otro en su buque, mas no para el que se queda lidiando en los desiertos contra los hombres y elementos. Almagro replicó acaloradamente que si no había otra dificultad, se quedaría con los valientes que quisiesen acompañarle; y así, de   —85→   réplica en réplica, se fueron más y más, hasta el término de haber ya sacado sus espadas para reñir. Por fortuna, se interpusieron Rivera y Ruiz y los calmaron, cortando así una disputa y resultados que habrían sido en desdoro de ambos y de vergüenza para todos los expedicionarios.

Procedieron, pues, a una reconciliación, si puede llamarse tal la que sólo es aparente, y, adoptado el proyecto de Almagro, se convinieron en que volvería este para Panamá, y establecería el otro su cuartel general en lugar seguro. Escogiose, después de bien reflexionado, la pequeña isla de Gallo como lugar más aparente, así por su distancia de la costa, como por ser pocos sus pobladores. Esta resolución exasperó el ánimo de los soldados, principalmente de los destinados a quedarse con Pizarro, cuyas amargas quejas las elevaron hasta los cielos; pero se llevó adelante lo dispuesto, y se fue el un capitán para Panamá, y el otro para Gallo.

Tales fueron los hombres, cuya aparición en nuestras costas se comunicó a Huaina-Cápac y tales los antecedentes con que habían asomado. Volvamos ahora a ocuparnos en tratar del Inca y de las ocurrencias domésticas.




VIII

Huaina-Cápac, según vimos en su lugar, recibió en Tomebamba la noticia del asomo de los extranjeros por las costas del imperio, y de cómo, habiéndose apartado de estas una de las naves, fue a fondear la otra en la isla Gallo. Resuelto ya, desde el segundo aviso que recibió acerca de la aparición de ellos, a volverse para Quito, emprendió efectivamente el viaje y llegó a esta ciudad demasiado enfermo. Vanos fueron los esfuerzos que se hicieron para reparar su salud, y la muerte se le aproximaba de día en día. El mismo conoció la proximidad   —86→   de ella, y convencido de esto convocó a los grandes y señores de la Corte, y dictó su testamento a presencia de ellos con las formalidades acostumbradas por los Incas. Declaró a su primogénito Huáscar heredero del antiguo imperio del Cuzco, y a Atahualpa heredero del reino de Quito, cual lo habían poseído sus abuelos maternos; división debida al tierno amor que a este profesaba, pero mal meditada y contra todas las reglas de la política, que contribuyó a facilitar la conquista de un pueblo elevado por sí mismo a la prosperidad y grandeza que había alcanzado.

Murió a lo que parece, por diciembre de 1525; y terminadas las exequias que Atahualpa las hizo celebrar con una pompa digna del padre que perdió, se depositó el corazón de este, conforme a lo dispuesto, en un vaso de oro, y se lo colocó en el templo. El cadáver fue llevado al Cuzco en hombros de más de mil vasallos que se remudaban a cada dos millas del camino.

1525. Atahualpa se coronó con cuanta solemnidad era imaginable, sirviéndose, según el rito seguido por sus mayores, del símbolo de la esmeralda. Subió al trono cuando ya tenía de su primera mujer, Mama-Cori-Duchicela, que era su hermana paterna y prima, algunos niños tiernos, como Hualpa-Cápac (Huallpa-Cápac), el primogénito, de tres años de edad. Los vasallos celebraron el advenimiento de Atahualpa con indecible entusiasmo, viendo de nuevo el trono que regía en su patria ocupado por un soberano de la misma estirpe de los Scyris.

Huáscar y cuantos vasallos suyos hubieran querido, como era natural, que no se dividiese tan vasto imperio, lo sintieron vivamente; mas por el pronto se vieron en la necesidad de conformarse con la voluntad y disposición de Huaina-Cápac, y mantener la concordia mientras no se presentara ocasión de alterarla.

Por 1529 murió Chamba, Cacique principal que gobernaba a los cañares como virrey. Chamba, decidido amigo de Atahualpa, y testigo de las disposiciones testamentarias   —87→   de su padre, había sido uno de los primeros que le reconocieron como a sucesor y legítimo soberano. El hijo de Chamba, Urco-Colla, instigado por los caciques inferiores de la provincia, muy adictos al gobierno de los Incas, recurrió según la costumbre que había para la confirmación de un cacicazgo, no al Rey de Quito, sino al Emperador del Cuzco, por decir que Cañar, como conquistada por Túpac-Yupanqui, estaba fuera de los límites del reino y, por lo mismo, él y dicha provincia sujetos a los soberanos del imperio. Esta razón aunque falsa, puesto que Cañar había sido primero conquistado por el Scyri Duchicela, fue suficiente para que Huáscar, los príncipes de su familia, principalmente Rava-Ocllo, madre del Inca, y los demás cortesanos tuviesen por suya la provincia y resolviesen que Urco-Colla la gobernara en nombre del primero7.

Atahualpa, al traslucir esta novedad, reunió a sus consejeros y a los principales de los orejones que, venidos con Huaina-Cápac, se habían quedado en Quito por amor a él y admiración de sus prendas. Pidioles su parecer en tan delicado asunto, manifestando los deseos, de que, como testigos del testamento de su padre, declarasen cual había sido su mente, y cuales los verdaderos confines del reino de Quito. Los consejeros, fácil era preveerlo, declararon unánimes que no sólo Cañar sino las demás provincias que comarcaban con el Cuzco por el occidente hasta Paita, estaban comprendidos en el territorio de Quito, como adquiridos por sus abuelos maternos: que su derecho al reino era más bien obra de restitución arreglada y justa, que merced testamentaria hecha por su padre8; y que, tanto para castigar la   —88→   insubordinación del nuevo cacique de Cañar, como para impedir que otros imitasen tal ejemplo convenía declarar la guerra y levantar tropas al instante.

Este dictamen, tan aparente para el genio, ambición, valor y deseos de Atahualpa, fue aceptado por él con gozo y entusiasmo. Puso al punto en movimiento a sus provincias, y después de acuarteladas las tropas suficientes, hizo que partiese para Cañar, bajo las órdenes de sus dos más acreditados generales Calicuchima, tío del Rey y Quisquís, mientras él mismo seguiría después llevando una buena reserva. En sabiendo el cacique de Cañar la aproximación de las tropas de Atahualpa, tomó al instante el partido de huir, y los que le habían inducido a pedir a Huáscar la confirmación del cacicazgo, salieron al encuentro de Calicuchima y Quisquís a manifestar su inocencia y fidelidad. Se practicaron muchas pesquisas para descubrir el paradero de Urco-Colla, y no bastando a la venganza de Atahualpa el que se hubiese puesto a tormento a las mujeres e hijos del Cacique, mandó empalarlos, y que, demolida su casa, se cubriera con piedras.

Atahualpa, amancillando, con esta acción su nombre y reinado juntamente, no se acordó de la conducta de su generoso padre, y esta acción por sí sola, patentizando está que perteneció a ese siglo en que también en la vieja y culta Europa se cometieron insólitas barbaridades. La historia de Turquía, principalmente, presenta en abundancia terribles ejemplos de las atrocidades de ese tiempo.

Atahualpa recorrió toda la provincia de Cañar, no sólo sin contradicción sino recibiendo festivas muestras   —89→   del más rendido vasallaje. Llegado a Tomebamba, entonces la más hermosa y célebre ciudad del reino, por los soberbios edificios que habían mandado construir su abuelo paterno y luego su padre, quiso fijar en ella la residencia de la Corte, no sólo por gozar de su buen clima y aposentos reales, más por asegurar la quietud y fidelidad de las provincias rayanas que estaban comprendidas en su herencia.




IX

Hacía seis meses que Atahualpa ocupaba a Cañar tranquilamente, sin que de parte de Huáscar se le dirigiese por ello cargo ninguno, cosa que le hizo pensar en que, convencido su hermano de la justicia con que había obrado, no trataría de inquietarle, y se dispuso a levantar un nuevo palacio en Tomebamba. La noticia de esta construcción, que muy pronto se traslució en Cuzco, irritó de tal manera a la madre y cortesanos de Huáscar, que le resolvieron a que enviase de embajador un personaje astuto y hábil para que, hablando con Atahualpa, le hiciese entender que Tomebamba como toda la provincia de Cañar pertenecían al imperio y las desocupase. Trajo también la comisión de pedir que restituyese los cuerpos de orejones salidos de Cuzco con Huaina-Cápac.

Atahualpa contestó que Cañar y las otras provincias situadas al occidente hasta Paita, habían sido de sus abuelos maternos, por lo cual se las trasmitió su padre como herencia, y no tenía por lo mismo por qué devolverlas; y que, respecto a los orejones él no los había detenido, sino quedádose ellos mismos voluntariamente en su servicio, y que, además, si aun residían algunos hijos del Cuzco, los más eran nativos de su reino.

Yupanqui, el astuto embajador, se dio por satisfecho con tales razones, y afectando esmeradas muestras de reconciliación y amistad, se detuvo en la provincia bajo   —90→   diversos pretextos y con reservados fines. Su objeto había sido hablar, como habló, con los principales Caciques de los contornos, siempre inclinados al partido de Huáscar, y comprometerlos, como se comprometieron, a que se sublevasen luego que se aproximaran las fuerzas del Inca, y que entonces, ya reunidos desalojarían fácilmente al Rey Atahualpa. Una vez comprometidos los cañares, dirigió el embajador de Huáscar inmediatamente un posta para Cuzco, instruyéndole de los resultados de su comisión, y pidiéndole que enviase sin pérdida de tiempo unos dos mil orejones.

El Inca los destacó al instante, y así como se aproximaron a Tomebamba, se verificó en efecto la sublevación de los cañares. Atahualpa, que no podía suponer estuvieran estos de concierto con los peruanos, la tuvo al principio como un motín capaz de ser refrenado con las pocas fuerzas que conservaba en la ciudad, y se engañó. El embajador de Huáscar, al recibir la noticia de la aproximación de sus compatriotas, se salió secretamente de Tomebamba, se puso a la cabeza de ellos, y como conocía circunstanciadamente el estado y número de las tropas con que contaba Atahualpa, se volvió tras él con las que conceptuó suficientes, después de asegurada una nueva reserva que debía seguirle a la distancia.

Avistadas las tropas de Huáscar con las de Atahualpa, se dio una batalla que, según algunos, duró un solo día, y tres según otros, con gran mortandad de entrambas partes. El resultado es que habiendo llegado la reserva peruana, fue Atahualpa completamente desbaratado, y hasta hecho prisionero por el embajador Yupanqui.

Sitiada luego Tomebamba por los imperiales y ocupada ya la fortaleza principal, diéronle por prisión una de las cámaras de su mismo palacio. Una mujer tuvo la oportuna ocurrencia de dar a su Rey, al tiempo que entraba en el calabozo, una barra de plata mezclada con bronce, y Atahualpa, venida la noche, y mientras los vencedores andaban abandonados a la alegría y licencias ordinarias   —91→   de todo triunfo, se dio maña en abrir un horado, se salió y se puso en camino para Quito.

Reunió aquí a los de su familia, consejeros, y más principales de la Corte, relacionó con desenfado cuanto le había ocurrido y, contando con la creencia religiosa de los que le escuchaban, añadió astutamente que su padre, el sol, le había convertido en serpiente para libertarle de la prisión, y asegurándole que si hacía la guerra a su hermano, le daría la victoria y el imperio.

Fuera porque sus vasallos le creyesen candorosamente, o, lo que es más probable, por favorecer las inclinaciones y deseos del monarca, de claro en claro manifestados, le ofrecieron sin detenerse sus servicios, haciendas y vida, y se pusieron en efecto a preparar activamente cuanto era necesario para la guerra.

Quisquís, hijo de un orejón del mismo nombre, capitán venido del Cuzco con Huaina-Cápac, había sucedido a su padre en los empleos de Ministro de Estado y general de ejército, merced a sus personales merecimientos, y gozaba en todo el reino de poderosa reputación e influencia incontestable. Calicuchima, tío materno del rey, como dijimos antes, era otro general de séquito, que compartía en crédito e influjo con el anterior. Rumiñahui, Zopozopangui, Gobernador de Tiquizambi, eran en fin otros capitanes de fama que, participando de la nombradía y entusiasmo de los dos generales, ardían por desagraviar a su nación y Rey.

Los príncipes de la familia, como Illescas, Paulu, Huaina-Palcon y otros grandes, como Cozo-Panga, Gobernador de Quito, etc., opinaron por la guerra con igual ardor y hecha así popular, se dictaron al instante las órdenes más eficaces para la formación de un grande ejército. Levantáronse de cuarenta y cinco a sesenta mil hombres bajo las órdenes de los citados generales, y de Rumiñahui y Zota-Urco; y como llegó a saberse oportunamente que el ejército cuzqueño avanzaba a marchas forzadas por el territorio del reino, se dieron cuantas disposiciones eran aparentes para contrarrestarle, alegrándose   —92→   de que se hubiese anticipado el enemigo para que fuera más probable el triunfo de Atahualpa.




X

He aquí la causa de la invasión del ejército cuzqueño. Huáscar, aunque profundamente irritado contra los encargados de guardar al prisionero Atahualpa, disimuló sus enojos, conceptuando que la fuga de este le brindaba la mejor ocasión para recuperar el reino de Quito, que lo tenía por suyo, como conquistado por Huaina-Cápac y herencia debida a los primogénitos de los Incas. Discurriendo así de buena fe, y resuelto a tomarlo por la fuerza, puso al valiente general Atoc a la cabeza del ejército imperial y Atoc, conforme a las instrucciones traídas del Cuzco, mandó publicar, apenas entrado en Tomebamba, la guerra contra Atahualpa. No necesitaba este príncipe de tal provocación, pues ya hemos visto que estaba determinado a hacerla aun antes de saber que se la traían a sus pueblos. Para enardecer el entusiasmo de estos, convocó en la Corte una asamblea con intervención de Calicuchima, Quisquís y Rumiñahui, y discurrió en ella tan acertada y elocuentemente, que logró no sólo avivarlo, más aún arrancar de sus oyentes lágrimas de rabia y de despecho. Su discurso se comunicó de lengua en lengua por las poblaciones principales del reino, y el entusiasmo por la guerra se hizo general.

Atoc había traído consigo la estatua del sol, contando con que Atahualpa y sus pueblos, viendo la imagen de su dios, se rendirían pecho por tierra al vasallaje del emperador. En llegando a Tomebamba la colocó en el templo, y ordenó que los cañares prestasen el juramento de fidelidad a su señor; arbitrio inseguro y baladí a que se acogen los gobernantes, y que tan fácilmente quebrantan los gobernados.

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Atahualpa despachó hacia Atoc un mensajero con quien, haciéndose inocente, le envió a preguntar cuáles eran sus intenciones, y que si pensaba en alguna expedición decretada por Huáscar, también él, Atahualpa, estaba pronto a partir en auxilio suyo a la cabeza de sus tropas9. Atoc, sin andarse por las márgenes, contestó de plano que la expedición era dirigida contra Quito, y que aun traía orden de su soberano para apoderarse del rebelde que le había enviado el mensajero, y ahorcarle por haber osado declararse independiente de la autoridad legítima; pero que si iba a rendírsele voluntariamente, le perdonaría la vida. Recibida esta respuesta, dispuso Atahualpa que Calicuchima y Quisquís se apresurasen a salir con el ejército, y que, doblando jornadas, procurasen cuando menos disputar al enemigo el paso del río Ambato. Verificáronlo así los generales, y consiguieron no sólo pasar el río sin obstáculos, sino que alcanzaron a acamparse en Mocha, cinco leguas más adelante. Muy en breve fueron atacados por el enemigo, y aun que de primera entrada obtuvieron Calicuchi-ma y Quisquís algunas ventajas, Atoc los cargó muy luego con tanto arrojo que, dejando los otros en el campo unos cuantos centenares de muertos, se vieron forzados a retirarse. Hasta ahora se desentierran algunos cadáveres en los contornos de Mocha10.

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Atahualpa, que había quedado en Quito reuniendo más tropas para enviarlas de refuerzo, recibió de boca de los mismos fugitivos la noticia de su desastre. Disimuló como pudo su dolor, levantó con increíble actividad nuevas tropas entre Zámbiza e Iñaquito, y poniéndose a la cabeza de la vanguardia, a pie y armado de una media pica, como simple oficial, pasó por Quito sin detenerse un instante, y partió volando en auxilio de los suyos. Hallolos en el camino de Mulaló para Latacunga, y reprendiéndolos con aspereza y aun con palabras injuriosas, los obligó a volver las caras al enemigo y al combate.

Recibió en el mismo punto un mensaje de sus generales, participándole que Atoc, engreído con el triunfo, seguía adelante, y que ellos quedaban haciendo esfuerzos por reunir a los fugitivos y detener al enemigo en Molle-Ambato, para acá del Naxiche. Atahualpa les contestó aprobando su resolución, pero disponiendo que no avanzasen un sólo paso para adelante, aún cuando pudieran, sino que aguardasen al general enemigo a la orilla setentrional de dicho río.

Apenas Calicuchima acababa de sentar sus pies en las márgenes del Naxichi, cuando oyó el ruido de los instrumentos bélicos del enemigo. Ambos ejércitos, soberbio el uno con su reciente victoria, y ansiando el otro borrar la afrenta de su derrota, se embistieron con furor e increíble encarnizamiento; tanto que, aun cuando el combate principió desde el amanecer, no fue sino ya entrada la noche que empezaron a desalentarse las tropas cuzqueñas. Los quiteños, conociendo esta flaqueza del enemigo, redoblan sus esfuerzos, y poco rato después alcanzan y victorean el triunfo más completo. Atoc, Urco-Colla, el traidor cacique de Cañar, y otros muchos capitanes   —95→   de cuenta fueron hechos prisioneros y conducidos a los reales de Atahualpa, quien mandó que los pasasen a Quito. Valiosos fueron también los despojos que tomaron los vencedores, y muchos los bagajes y vituallas que se recogieron antes de volverse con su Rey para la capital. Atoc fue puesto a tormento hasta arrancarle noticias de cuanto se obraba y decía en Cuzco acerca de la guerra, y después muerto a flechazos, lo mismo que Urco-Colla.

Cuando recibió Huáscar la noticia de las desgracias de su ejército: «Está bien, dijo sonriendo, que mi hermano se regocije de los triunfos que ha obtenido contra sus mismos pueblos. Bien pronto recibirá el castigo». A poco tiempo puso a la cabeza de un nuevo ejército a su hermano, Huanca-Auqui, y le dio una litera para el camino; honra insigne que sólo se daba en casos extraordinarios.

Así como Huanca-Auqui entró en Tomebamba, recibió de parte de Atahualpa un mensajero encargado de manifestarle cuánta pena le causaba haberse visto forzado a hacer armas en su defensa, y cuán ardientemente deseaba la paz. El embajador habló, se dice, con tal ternura y unción que conmovió al general peruano, y aun le hizo verter algunas lágrimas; dando, a esta causa, lugar a que se sospechara de su conducta, y hasta se difundiera la voz de que pensaba coligarse con su hermano Atahualpa. Huanca-Auqui, para demostrar lo contrario, se desentendió de la embajada, y comenzó a activar los preparativos de la guerra.

Recuperado ya todo el territorio comprendido entre Quito y Tomebamba, Atahualpa se presentó por los contornos de esta ciudad con su numeroso y enorgullecido ejército, sin esperar a que los enemigos profanasen de nuevo lo interior de su patria. Huanca-Auqui destacó diez compañías con el intento de ocupar el único punto por donde era transitable el río que bañaba la ciudad, mas los quiteños se habían enseñoreado ya de él, y con este motivo se empeñaron los unos en posesionarse, y los   —96→   otros en defenderlo, obrando estos y aquellos con tanto tesón que vino a tenerse un combate casi general que, sostenido todo el día sin resultados de provecho, no se interrumpió sino por la noche.

Renovado al día siguiente con el mismo furor, se declaró por la tarde la victoria contra Atahualpa de un modo tan desastroso, que aun este mismo, Calicuchima, Quisquís y otros capitanes escaparon a duras penas de la matanza, y fueron muy felices en refugiarse entre las selvas de Molleturo. Persiguiéronlos los cuzqueños y los aguardaron hasta el día siguiente casi con la seguridad de acabar con todos, mas habiendo principiado sus ataques con sumo desorden, el Rey, aprovechándose de su ventajosa posición, y formando un cuerpo de tropas compacto, los acometió por el flanco más accesible, consiguió abrirse paso y cargó, yendo y volviendo por el centro a los costados y de estos para aquel, contra cuantos halló diseminados en la llanura, sin que ni el general enemigo, cuanto menos otros de sus valientes, pudieran rehacer a los suyos, que en resolución tuvieron que encerrarse en Tomebamba. Si Atahualpa no coronó el triunfo con la toma de la ciudad, fue porque conoció la necesidad que sus soldados tenían de algún descanso.

Los combates no cesaron un solo día desde el siguiente, sin que se diera uno solo, a pesar de que fueron muchos, en que Atahualpa no saliera vencedor. Irritado este de tan obstinada resistencia de la ciudad, se dio maña en avivar el ardor de sus capitanes y soldados, quienes, participando del que animaba a su señor, repitieron un nuevo furioso asalto, recibiendo por premio el rendimiento de la plaza. Atahualpa entró en la ciudad a fuego y sangre, sin perdonar ancianos, niños ni mujeres y en el delirio de su furor, exaltada la venganza con la memoria de la prisión en que había estado, y de la resistencia opuesta por un pueblo rebelde y traidor, la llevó hasta con los hermosos monumentos que la embellecían, pues mandó que los destruyesen sin dejar piedra sobre piedra.

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Los pocos de los vencidos que sobraron, huyeron para el Cuzco, y los caciques de las demás provincias correspondientes al reino se presentaron amedrentados y humildes a rendir vasallaje a su Rey, quien les perdonó generosa y piadosamente. No obtuvieron la misma gracia los habitantes del reducido territorio de Cajas que se opusieron torpe e insolentemente a los enviados que les dirigió Atahualpa; pues, recibidas sus malas contestaciones, los cargó, y venció y pasó a cuchillo, sin que de las nueve mil almas de que se componía esa comarca hubiese escapado un hombre solo.

El Gobernador de Tumbes, constantemente leal y fino aliado de Atahualpa, salió a verle en Tomebamba, y le condujo él mismo a su tierra natal, a donde el Rey hizo llevar una parte de su ejército. Mandó luego trabajar un gran número de balsas para pasar la isla Puná y castigar a sus moradores por haberse declarado partidarios del emperador del Cuzco.

No creyendo ser necesario para este fin todo su ejército que, se dice, pasaba de cien mil hombres, mandó a sus generales que, tomando cada uno de cuarenta a cincuenta mil fuesen apoderándose de las provincias del sur tanto marítimas como serraniegas, pertenecientes a su hermano Huáscar. Así lo ejecutaron aquellos insignes capitanes, y pusieron bajo el dominio de Atahualpa, dentro de muy pocos meses las provincias de Cajamarca, (Cajamallca, en lo antiguo), Moyobamba, Chachapoyas, Huánuco y otras menos importantes.

1531. Atahualpa se embarcó en las balsas con doce mil hombres y se dirigió a Puná. Los isleños que conocían desde antes los designios del Rey, se hallaban apercibidos y salieron a encontrarle con un ejército mayor hasta la mitad del golfo que ahora decimos de Guayaquil, donde se trabó un sangriento combate naval. Aunque funesto para ambas marinas, lo fue más para la isleña que, ya destrozada y casi deshecha, emprendió la retirada a tiempo que Atahualpa, fue herido gravemente de un flechazo. Por este motivo no pudo perseguirla,   —98→   y desistiendo por entonces de tomar venganza, dispuso que le llevasen a Cajamarca para curarse la herida.

En sabiendo los isleños que el Rey estaba herido y que se iba para Cajamarca, cambiaron de rumbo hacia el S. O. y se fueron derecho a Tumbes, defendido entonces por muy corta guarnición. La ciudad fue entrada a saco, después que aprisionaron a toda esa tropa de seiscientos hombres.

Atahualpa sanó muy pronto de la herida y supo luego sucesivamente la invasión hecha a Tumbes por los isleños de Puná, la muerte de Rava-Ocllo, madre de Huáscar, el movimiento de un grande ejército que venía tras él a marchas forzadas, y que uno de sus hermanos paternos (probablemente el mismo Huanca-Auqui), que lo comandaba, había jurado por el sol, por los demás dioses y los Incas que cortaría con su propia mano la cabeza de Atahualpa, y conservaría su cráneo para servirse de él en las libaciones.

Atahualpa, príncipe de ánimo esforzado, tanto como sereno, recibió este último aviso con tranquilidad, y tomó en seguida el partido de salir con sus tropas al encuentro del enemigo. Corría el año de 1531, sexto de su reinado, cuando se vieron los ejércitos en la llanura de Huamachucu. El Rey cerró desaforadamente con el enemigo y lo arrolló de todo en todo. Tomó prisionero al desgraciado y presuntuoso Inca, y después de dada una reprensión fraterna, echándole a la cara su arrogancia por no haber sabido cumplir los juramentos, mandó que le quitasen la cabeza.

No quiso el vencedor aprovecharse de este espléndido triunfo que le ponía en ocasión de dar la ley a su hermano, sino que se limitó a diputarle una embajada en justificación de sus procedimientos; añadiendo que si se convenía en fijar fraternal y amistosamente los límites del imperio y reino, no sólo suspendería la marcha de su victorioso ejército, mas también le devolvería las provincias conquistadas. El poco entendido o mal aconsejado Huáscar, que se hallaba organizando un nuevo ejército,   —99→   tal vez más formidable que el anterior, contestó negándose con torpes groserías y pueriles amenazas; y así, recibida la contestación, dispuso el Rey que sus generales avanzasen para el Cuzco, mientras él, conservándose en Cajamarca, iría enviando nuevas tropas con que engrosar las filas de su ejército. Quisquís y Calicuchima, que habían recibido de su señor la orden cerrada de no dar cuartel a los pueblos que opusiesen resistencia, y de recibir con paternal ternura, a los que voluntariamente se rindiesen, cumplieron con impía o clemente exactitud los mandatos del soberano; y mediante esta política, doctrinadora de las conquistas, esto es del terror y la piedad, logró Atahualpa que se le sometieran las más de las poblaciones sin oposición y al andar de poco tiempo.

Atahualpa, como ordinariamente se observa en los hombres de alma soberbia, encerraba en sus entrañas una asombrosa elasticidad, obrando a veces como Tito, a veces como Tiberio; manso y benigno con los humildes y rendidos, tanto como cruel y hasta sanguinario con los rebeldes y traidores, no conocía la sublime virtud de perdonar a sus enemigos. Justo en apreciar debidamente el mérito de los hombres, también solía socorrer a los menesterosos con mano generosa, y haciéndose temer y estimar a un tiempo, logró no sólo ser querido y respetado, sino apasionadamente adorado de sus vasallos. Su política, más que las armas, le facilitó llevar al cabo tan grandes conquistas en tan estrecho tiempo.




XI

Hacia fines del año que recorremos habían avanzado ya tanto los generales de Atahualpa, que estaban casi a las puertas de Cuzco. Huáscar, sin embargo de haber perdido tanta gente en las batallas, contaba ahora con más de ciento cincuenta mil soldados, los cuales llegaron a avistarse con sus enemigos, grueso de setenta y cinco   —100→   mil, en Quipaipan (Quipa-Hipa, de mi trompeta) llano situado cerca de esa capital, en abril de 1532. Los ejércitos combatieron con el ardor que era debido a sus respectivas circunstancias, pues, no se trataba ya de perder o ganar una provincia, sino de la suerte de todo el imperio. Las tropas de Atahualpa, engreídas con tantos triunfos, combatían con la conciencia de su valor y práctica en la guerra; las otras, con la de la superioridad numérica, y movidas del noble deseo de manifestar a su señor la lealtad con que le defendían. La batalla duró todo el día, y el campo estaba ya sembrado de cadáveres, cuando, al anochecer, la experiencia y disciplina de las primeras lograron rendir a los enemigos, y obligarles a buscar su salvación en la fuga.

1532. Huáscar fue descubierto antes de tener tiempo para huir. Su guardia de ochocientos hombres, fue envuelta y pasada a cuchillo, y el príncipe hecho prisionero por los capitanes de su hermano. Desgraciado y abatido hasta más no poder, díjoles que, pues los deseos de su hermano, el Rey, eran los de fijar los confines de las dos naciones, podía verificarse este arreglo a presencia suya, por veinte comisionados, elegidos entre sus grandes y señores, o entre los capitanes del ejército. Quisquís y Calicuchima vinieron en ellos y se reunieron los comisionados para la conferencia; mas no habiendo habido entre los de Huáscar un solo hombre de sagacidad y prudencia que en tan apuradas circunstancias discurriese con habilidad, sino que todos, en mala hora, se pusieron a disputar acaloradamente y sin tino acerca de los antiguos límites; montaron en cólera los generales de Atahualpa, y sin más ni más ordenaron que se les cortase las cabezas, y dispusieron que los tratados se celebrasen a presencia de los dos soberanos.

El emperador fue llevado a una fortaleza de Jauja, y asegurado con numerosa guardia, pero se le trató con todo el decoro y acatamiento que eran debidos a su excelsa dignidad.

Atahualpa recibió la noticia del triunfo de sus armas y prisión de su hermano con el contento que era de esperarse.   —101→   Los pueblos, aceptando los resultados de tan definitivo combate, le saludaron con vivas aclamaciones como a soberano absoluto de todo el imperio, y el ambicioso Atahualpa añadió a su corona la flocadura carmesí, emblema imperial de los hijos del sol.

Ordenó luego a sus generales que asegurasen bien la persona de su hermano, debiendo en todo caso seguir tratándole respetuosamente. Dispuso además que colocasen dos centinelas de vista con orden de que, si se presentase alguna partida armada con la intención de libertarle, dieran al instante la de matarle: que dividiendo como antes el ejército en dos cuerpos, siguiesen la marcha para Cuzco y fuesen tomando a su nombre posesión de los pueblos del imperio, cambiando únicamente de Gobernadores y guarnición en los que se sometiesen sin repugnancia, y castigando a los que resistiesen. Al Emperador envió a decirle que le conservaría perpetuamente preso, si no abrazaba el último partido, que, por pura y generosa gracia, le proponía, a saber: el de que se contentara con la mitad del imperio, fijando los límites definitivamente en Cajamarca; y que, si no aceptaba, lo perdería todo, y él lo ganaría para sí por el derecho de sus conquistas.

Huáscar no quiso dar respuesta franca a tal proposición, y sosteniendo altivo su orgullo de príncipe, se mantuvo reservado hasta su muerte, ocurrida nueve meses más tarde. Sus cortos alcances, la falta de un buen consejero, ese orgullo que a veces debe convenir disimularlo y, lo que parece más probable, la esperanza de que sus pueblos se levantarían en globo para libertarle; obraron poderosamente en su ánimo, y se obstinó en su silenciosa negativa.

Aquí dio fin la guerra cruel y fratricida que se hicieron dos hermanos, guerra con la cual quedaron diezmados los moradores del imperio, destruidas las ciudades, asolados los campos y cambiado el estado floreciente de dos grandes monarquías. Tal fue la guerra que allanó la conquista de Pizarro, y la genitiva de otras desgracias   —102→   con que había de completarse la ruina de un pueblo que por su riqueza, población, extensión y hasta estado de cultura podía echar raya con muchos de los del antiguo continente.

Pero ya que hemos apuntado la cultura de este pueblo, no seguiremos adelante con nuestra narración antes de dar una idea, siquiera general, del estado de ella, cuando la conquista de Pizarro, para que así puedan apreciarse con acierto las ventajas obtenidas por América con el descubrimiento que hicieron los del viejo mundo.

Aventurado, bien que no mucho, sería decir que la América, atento el impulso propio de las necesidades del hombre, y el estado de civilización en que se encontraban el imperio y república de Méjico, y el imperio del Perú y reino de Quito, estaba en el caso de elevarse a la misma categoría que los otros continentes. Y aun cuando no adelantara mucho por el impulso de sus necesidades, como no adelantan Asia ni África, postergado el descubrimiento para otro siglo, para el nuestro por ejemplo, se habría redimido a lo menos de tantos padecimientos, y evitado a la historia publicar escándalos y crímenes tremendos.

La religión cristiana, fuente de la moral y la civilización, las ciencias y artes, la industria, el comercio, esa cultura en fin de los pueblos europeos que de grado en grado vamos adquiriendo, nos habrían llegado en todo caso, pero por medios suaves, sin la afrenta de haber sido esclavizados, ni el sacrificio de tanta sangre derramada por recuperar los primitivos derechos. Colón, reservado para este siglo en que las ciencias nos hablan a nombre de la razón, y no de la autoridad ni antigüedad, y en que las artes han dado acción y vida a la materia, poniendo como a tarea el vapor y electricidad, y aliviando con la maquinaria las fatigas de los hombres; Colón, reservado para este siglo en que el ejercicio libre de la imprenta tiene como arrojar a la cara de los déspotas sus arbitrariedades, comunicándolas al punto de pueblo en pueblo a todas las naciones de la tierra; Colón habría   —103→   labrado la dicha de este hermoso suelo de Bolívar y Washington. Pero Colón cuyo numen e ingenio se adelantaron a su siglo; Colón el grande, abriendo paso para América a la astrología judiciaria y al empirismo, al error y a las preocupaciones, a la inquisición y los tormentos, a la esclavitud de los negros y de los indios; Colón, valga la verdad, no hizo más que mostrar la tierra virgen y propicia en que habían de aclimatarse con otras formas las viejas y descaminadas instituciones del siglo XV.

Tal vez sentimos con exageración los dolores de que fueron víctimas nuestros padres, porque lo sentimos por los últimos suspiros que arrojaron al cantar la independencia conquistada con su sangre; tal vez, también, la América se habría mantenido estacionada como se mantienen la mayor parte de los pueblos de Asia y África. Todo esto puede ser; mas no por ello conceptuamos muy aventurado nuestro juicio, cuanto más como contrario a los padecimientos de los colonos por cerca de tres siglos.





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