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ArribaAbajo- XXVII -

Al cabo de un buen rato me pidió Mari Pepa muchas cosas que, a su juicio, iban a ser necesarias allí muy pronto. Yo, delegando en ella y en su hija cuantas atribuciones tenía en la casa, las entregué las pocas llaves que guardaba, y mandé a Facia que se pusiera a sus órdenes con las restantes. Para despachar bien y pronto lo que proyectaban, era indispensable que se volvieran a la cocina los tertulianos que, dispersos por aquí o en rebaños por allá, todo lo obstruían... y apestaban, y no había manera de revolverse entre ellos. Hízose así al punto por mi mandato, y empezaron las dos mujeres a saquear alacenas, armarios y cajones. Facia guiaba, y yo seguía como un autómata a las tres.

Mientras desvalijaban el último cajón de la cómoda de mi cuarto, se abrió la puerta de mi tío, y apareció don Sabas en el hueco. Noté que salía lloriqueando, y corrí hacia él temiendo que ya hubiera concluido todo allí; pero desde medio camino oí toser al enfermo, y esto me tranquilizó. Salióme al encuentro el Cura, y me dijo, mientras se secaba los ojos con un pañuelo de yerbas:

-No se puede remediar, ¡qué jinojo!... por más avezado que uno esté a contemplar miserias y acabaciones humanas... Porque hay casos y casos, señor don Marcelo, y éste es uno de los más duros de pelar para el pobre Cura. Sesenta años de vivir, más que como amigos, como hermanos, y cada cual en su ministerio... ¡y cuidado si ha sido de altura el suyo!... algo rejunde en la entraña... me parece a mí... De pronto diz el otro al uno de ellos: «vaya, pues yo me marcho... y para no volver: conque ajústame tú estas cuentas que tengo que dar a Dios, por tu mediación mesma de lo mucho que le debo y de lo poco y mal que le he pagado... y ahí te quedas, viejo y solo, hasta que te llegue la tuya, que no puede tardar porque de viejo nadie pasa; y ya verás lo que es jallarte un día y otro sin el amigo de siempre, que parecía ya carne de tus carnes y llenaba todo el lugar, aunque en él no se le viera...» Y vaya usté, por otra parte, a saber si al llegar la de uno, le cogerá así o le cogerá asao, porque la carne es flaca y Satanás no duerme, y si, por tomas o por dacas, tampoco volvemos a encontrarnos en el otro mundo. Porque él va bien de equipajes... ¡eso sí, jinojo! y derecha como un juso ha de subir la su alma. En lo humano no puede presumirse otra cosa, con la preparación que él ha hecho, después de una vida de caridad, que yo me sé de memoria... En fin, que de ésta se va, y que no hay que dormirse para disponerle todo lo que le falta en el trance en que se ve... Hay que viaticarle enseguida, y para ello me voy a la iglesia ahora mismo. Adviértase aquí para que se espere a Dios con la pompa que se le debe.

Se habían llevado sus talares a la cocina para secarlos a la lumbre; y al ir el Cura a recogerlos, hizo a la gente congregada en ella la misma advertencia que a mí, y la arrastró luego consigo, menos a Chisco y a Pito Salces, a quienes ordené yo que se quedaran «vigilando la casa, por lo que pudiera ocurrir». Ocioso lujo de precauciones a aquellas horas (cerca de las siete), con una noche oscura como boca de lobo, cayendo la nieve a puñados, y con unos rugidos del vendaval hacia la montaña, que daban miedo.

Sin preocuparme gran cosa del pobre Marmitón, que se quedaba solo otra vez, repantigado, mudo y atónito en el sillón de madera y muy arrimado al fuego, volvíme al cuarto de mi tío para ver lo que pasaba en él después de la salida de don Sabas. Ya estaba desconocido todo aquel interior, y aún continuaban transformándole por momentos las dos hadas de la casona. En la cama del enfermo, la colcha de damasco rojo de los grandes días, y vuelto sobre ella, el amplio y bordado embozo de una sábana de lujo; las almohadas, con fundas de grandes guarniciones muy tiesas y escaroladas, y el enfermo mismo, con camisola limpia, calentada poco antes al brasero y sahumada con tomillo, sobre el espeso chaquetón elástico que le abrigaba el tronco; junto a la cama, una alfombra en lugar del felpudo de siempre; encima de la cómoda, cayendo en airosos pabellones por los lados, otra colcha de las buenas de la casa, y sobre ella, esperando mejor destino, el crucifijo de marfil, seis candeleros de plata, un vaso con agua bendita y un ramito de laurel.

Cuando yo llegué, se ocupaban las dos mujeres, que parecían tener diablillos en las manos, en sustituir, ayudadas de Facia, el trasto viejo que siempre estuvo a la cabecera de la cama, con una mesita cuadrangular sacada de mi gabinete, donde la usaba yo para leer y despachar mi correspondencia. Ofrecíles mi ayuda para aquella faena; pero la desdeñó Lita con un gestecillo muy intencionado y dos frases de cortesía para templarle. Mientras Facia se llevaba el achacoso artefacto, tendieron ellas sobre la mesa otra colcha de damasco rojo, y sobre la colcha una muy blanca sabanilla con randas de muchos calados; luego trasladaron de la cómoda a la mesa el crucifijo de marfil, cuatro candeleros y el vaso con agua bendita y el ramito de laurel; enseguida otra alfombra delante de la mesita; después todas las tiras y ruedos que se encontraron para formar una senda tan larga como se pudo; cuatro vapuleos a las sillas antes de ponerlas en orden; unos toquecitos más a las ropas de la cama; una mirada desde lejos al conjunto de tantas y tan diversas cosas... y ya estaba aquello despachado.

Mi tío, entre tanto, jadeando y tosiendo y pasando entre los dedos sarmentosos de su diestra cuentas y más cuentas del rosario, y reza que reza entre dientes, sin darse por enterado de lo que ocurría en su derredor, ni contestar más que con un gesto avinagrado a la menor pregunta que se le hiciera. Antes de morir con el cuerpo, estaba ya en el otro mundo con el espíritu. De Dios era, a Dios iba y sólo de Dios esperaba.

Terminado lo del cuarto, se emprendió afuera otra labor más peliaguda, para la que no bastaron las mujeres solas. Mari Pepa esparcía en el suelo las colchas y pañolones que habían acopiado en el saqueo y andaban en confuso montón sobre las sillas; Lita escogía y combinaba colores y tamaños, y Pito Salces y yo, encaramados en muebles de la necesaria altura, clavábamos en las paredes, y tan arriba como nos era posible, con tachuelas, con puntas... hasta con clavos «trabaderos» y cuanto habíamos podido haber a las manos en una mechinal de la bodega en que acumulaba Chisco las reservas de esta especie, lo que la diligente y afanada nieta del gigantón de la Castañalera nos iba alargando con sus manitas primorosas, de lo desparramado por el suelo.

Al andar rayando con la media tarea, el tañido de una campana, desigual e intermitente, ora remoto, ora cercano; como débil quejido de agonía, unas veces; vibrante y clamoroso otras, según los caprichos del viento encajonado y revuelto en las estrecheces y encrucijadas del valle. Era el primer toque «a administrar», la señal que se hacía en la iglesia al vecindario para los fines que sabía él. Un ratito después, calló la campana y llegaron dos hombres con sendos brazados de velas y de cirios que mandaba el Cura, por delante. Venían enjutos de tobillos arriba, pero muy espelurciados y «ardiéndoles» las narices y las orejas; porque, según declararon, aunque había cesado de nevar, continuaba soplando el cierzo, más frío que la misma nieve. Si mal no nos parecía, quedaríanse allí ya, pues sobre estar seguros «de jallar al Señor» en el camino, si volvían a tomar el de la iglesia, no estaba el pedregal, con la capa de nieve que tenía encima, para muchas subidas y bajadas por él sin una urgencia. Asentimos de buena gana a tan cuerdo parecer, y quedáronse los hombres... hasta pasmados del «visual pomposu» que iban tomando los pasadizos y la escalera de la casona con la faena que nos hacía sudar. Continuámosla, sin embargo, con nuevos bríos, pero a puntada larga, es decir, enrareciendo los colgajos, porque ya se oía otra vez el toque de antes, señal de que se había puesto en camino lo que esperábamos, amén de que no andábamos sobrados de telas ni de «herrajes» para cubrir tantas paredes.

Para vestir los desnudos suelos del tránsito, discurrió Lituca sembrarlos, y los sembró ella misma, de penquitas olorosas de laurel que abundaba en las grietas de los peñascos de enfrente. Y aún la quedó tiempo para sahumar toda la casa con romero y mejorana, quemado por ella en las ascuas del brasero, llevándole Chisco y Pito Salces entre manos por salas, pasillos y escaleras. Después, velones, candeleros, palmatorias y candiles, iluminando hasta lo más obscuro y remoto; el cuarto de mi tío, con las seis velas encendidas ya, rechispeando la luz, y el brazado de cirios traídos de la iglesia, ardiendo también al cuidado de los dos hombres encargados de darles a tiempo el destino que tenían; Marmitón encuadrado en la puerta de la cocina y mirando al crucero iluminado, sin atreverse a dar un paso hacia él; Mari Pepa yendo y viniendo por todas partes; su hija dando los últimos toques al cuadro general; Tona sin chistar y pasmadota, cerca de don Pedro Nolasco; Pito Salces y Chisco, en el estragal, con sendos cirios ardiendo, en la mano; mi tío, con los ojos entreabiertos, recostado contra las almohadas y rezando sin cesar; Facia, con su mejor vestido negro y atenta a lo que pudiera necesitar el enfermo, junto a la puerta de su cuarto, de pie, inmóvil y melancólica; la campana de la iglesia tañendo acompasadamente; el silencio casi absoluto en los ámbitos de la casona, y yo, clavado como una estatua en el salón dominando con la vista el aposento de mi tío y hasta el crucero del fondo del pasadizo, observándolo todo, oyéndolo todo, y presa de una emoción que, por lo compleja y extraña, no me podía explicar.

De pronto, una voz, la de Tona que se asomaba a menudo a la puerta del balcón de la cocina, gritó desde el fondo del último carrejo:

-¡Ya vienin!

Cubriéronse entonces apresuradamente la cabeza las mujeres; tomamos cada cual un cirio de los que cuidaban los dos hombres, y dímosle otro a don Pedro Nolasco que se había movido hacia el grupo; y siendo yo parte principalísima de él, con él llegué bien pronto, a todo andar y casi arrollando al aturdido gigante, al balcón de la cocina.

No solamente había cesado de nevar, sino que también se hallaba el viento encalmado; y, por una venturosa casualidad, por un rasgón abierto en la espesura de los negros celajes asomaba la luna llena, derramando su luz pálida sobre el blanco tapiz del valle y los más altos picos del brocal de montes que le aprisionan. En otras circunstancias mejores, acaso me hubiera detenido a considerar lo que más me admiraba y sorprendía en aquel extraño panorama, y hasta qué punto se parecía aquella fantástica realidad a los numerosos «efectos de luna» que yo había visto pintados en lienzos y cartulinas; pero ¡bueno estaba entonces el horno de mi cabeza para pastelillos de aquel arte! Y aunque lo hubiera estado: necesitaba la atención para otro espectáculo que me la solicitaba con fuerza irresistible. Y fue que apenas abocado a la puerta del balcón detrás de las mujeres, vi que, surgiendo de las tinieblas, iban apareciendo como fantasmas y coronando la altura del pedregal, dos filas de bultos negros, junto a muchos de los cuales titilaba oscilando una lucecilla triste y acobardada, como si ardiera detrás de los cristalejos de un faroluco roñoso. Cuanto más se alargaban las filas hacia la casona, más bultos surgían de la oscuridad del agrio declive. Se les veía moverse; pero no se oían sus pasos sobre el áspero suelo nevado, ni alteraban el silencio de la Naturaleza, que parecía haber enmudecido de repente por respeto a lo que estaba pasando allí, otros ruidos que algún murmurio de tarde en tarde, como de rezo coreado, y el tañido constante de la campana de la iglesia, repetido ya por el débil tintineo de una campanilla de monago que aún no había surgido de la oscuridad. De pronto apareció en la altura un bulto menor que los otros, con un farol de dos luces: éste era el monago de la campanilla, y hasta se le distinguía en la mano cuando la sacudía para que sonara. Detrás del monago, otros dos bultos con sendos faroles también; y en medio de los dos, el párroco don Sabas, de capa pluvial y debajo de un paraguas muy grande (regalo, por cierto, hecho por mi padre, siendo yo mozuelo aún, a la iglesia de Tablanca); y, por último, detrás del Cura, todavía más bultos con luces surgiendo de la vertiente sombría. Entonces cayó de rodillas Mari Pepa que estaba delante de todos, y exclamó con voz entera, mientras se llenaban de lágrimas sus ojos:

-En gracia te reciba el alma que te desea.

Yo me hinqué también, y con la cabeza humillada, repetí en el fondo de mi corazón la plegaria de aquella noble mujer.

Poco después volvíamos todos, conservando aún las hachas encendidas, y más corriendo que andando, hacia el crucero. Allí estaba ya Neluco, que se había disgregado de la procesión con algunos hombres de los más apegados a la casa, proveyéndolos de cirios y señalándoles puestos en el pasillo y a lo largo de la escalera; a Lita y a su madre se los dio a la puerta de la salona; «y usted, conmigo, allá dentro» me dijo, conduciéndome al mismo cuarto del enfermo, del que no se había apartado Facia un instante. Preguntámosle si se encontraba bien; respondió que «como nunca jamás», aunque no hallaba en sus pulmones ingurgitados alientos para decirlo; arrimámonos a la puerta, y allí esperamos, como dos centinelas inmóviles, lo que empezaba ya a llegar y se sentía hacia el estragal por el ruido de las almadreñas o alguna palabra que otra a media voz, y en la escalera y en el pasillo, por el sordo golpeteo de las pisadas con escarpines en los inseguros tablones del tillado, y el resoplar inconsciente de tantas respiraciones contenidas a la fuerza. Igual que cuando se va llenando de agua una vasija puesta debajo del caño de una fuente, por el matiz de los sonidos se conocía por instantes cómo se colmaban de gente los carrejos y el salón y el gabinete y todos los rincones y escondrijos franqueables de la casa. Al fin se oyó en el estragal la campanilla del monago, y casi al mismo tiempo la voz potente de don Sabas rezando algo que no se entendía bien; después enmudecieron uno y otra, y se percibieron claramente las recias pisadas del Cura y de los que le escoltaban, sobre los peldaños de la escalera; al abocar al crucero, los pasos más distintos y otro rezo de don Sabas; los que aún no estábamos de rodillas, nos hincamos, y los pechos, oprimidos ya por el peso de aquel cuadro imponente... desahogáronse en suspiros o en sollozos entrecortados, que fueron recorriendo, como nota fúnebre llevada por el aire, todos los ámbitos de la casona. Hasta la puerta del salón no volvió a oírse la voz del Cura: allí resonó otra vez, declamando, reposada y patética, este versículo del Miserere:

Ecce enim in inquitatibus conceptus sum: et in pecatis concepit me mater mea.

A los rumores de antes sucedió el silencio más profundo; y avanzando don Sabas con mesurado andar, la mirada puesta en el bordado relicario que contenía las dos Hostias consagradas, rodeado de luces que resplandecían en el oro de sus vestiduras y precedido de Mari-Pepa, de Lita y del monago, llegó a la puerta donde nosotros esperábamos, y allí, deteniéndose unos instantes como para dar mayor solemnidad a sus palabras, rezó este otro salmo:

Ecce enim veritatem dilexisti: incerta et oculta sapientiae tuae manifestati mihi.

Entonces el enfermo, tembloroso y lívido, cruzó las descarnadas manos, humilló la cabeza sobre el agitado pecho, y con una voz que parecía salir del fondo de una sepultura, respondió a las palabras del sacerdote:

Averte faciem tuam a pecatis meis: et omnes iniquitates meas dele.

Aquí dio fin y término otra vez mi ya vacilante serenidad, y el «nudo» que me estaba oprimiendo la garganta rato hacía, trocóse en humor benéfico que me empañaba los ojos y crecía por el contagio del llorar de las mujeres que me acompañaban en el cuarto, y que, al fin, llegaron a contaminar a Neluco, médico y todo, mientras volvía a oírse afuera la nota triste de antes recorriendo los grupos y las masas de aquellas compungidas y humilladas gentes... Hasta que vibró de nuevo la voz del Cura, y todo calló, como si hasta con el respirar se profanara la augusta solemnidad de lo que iba a suceder allí... como creería yo profanarlo si me atreviera a extraer su recuerdo del sagrado de la memoria, donde lo guardo indeleble, para describirlo con mi pluma torpe y grosera en este miserable papel.

No ha de merecerme igual respeto algo de lo humano que allí pasó por complemento del cuadro que tanto tenía de divino. Esto puede y debe ser, ya que no pintado, que no dan para empresa tan alta los colores de mi paleta, mencionado, por los menos; y vaya como ejemplo aquella exhortación final de don Sabas a la paciencia, al recogimiento, a la gratitud a Dios, del enfermo; cómo empezó encarrilado en las fórmulas trilladas del ritual, y se fue descarrilando poco a poco y entrándose por las sendas de su propio estilo y particulares sentimientos; cómo de esta manera se confundían y enredaban en la exhortación, el lenguaje solemne del sacerdote con el familiar de la pasión desbordada del amigo cariñoso; cómo llegó a responderle mi tío, ya para protestar nuevamente de su fe acendrada, de su resignación sin límites y de su conformidad absoluta con los decretos de Dios, ya para quejarse mansamente de que pudiera ser puesto en tela de duda por nadie el cumplimiento de éstos sus deberes de cristiano; cómo le replicó don Sabas para tranquilizarle sobre tan delicado particular, al que en modo alguno había intentado referirse él, cómo, enredados en este singularísimo diálogo, ya no hablaba el Cura en impersonal, y llegaron a tutearse los dos; cómo en la llaneza de este estilo tocaron puntos de sumo alcance piadoso, y se declaró don Sabas envidioso de la suerte de mi tío, a quien tantos, muy erradamente, compadecían entonces, y se dieron mutuas paces, poniendo por testigo de la cordialidad del impulso a «aquel Dios sacramentado que allí estaba presente en cuerpo y sangre»; cómo, al fin, bajándose mucho el Cura y alzándose un poco mi tío, se confundieron los dos en un abrazo, llorando don Sabas y ahogándose de fatiga el pobre enfermo conmovido; cómo con estos actos y aquellos dichos, el torrente de sollozos, mal contenido afuera, se desbordó por toda la casa, y trató Neluco de cerrar la puerta del cuarto en que nos encontrábamos para que mi tío no lo oyera, y cómo éste se lo impidió con sorprendente energía, y mandó que se franqueara la puerta a cuantos cupieran adentro para darles el último adiós; cómo hubo que complacerle, aunque ya no podíamos respirar ni los sanos en aquella estancia, y cómo se despidió sin retóricas sentimentales, pero en cristiano puro, sin dejar de ser aldeano neto, acabando por decirles: «Si lloráis porque perdéis lo que he sido, Dios vos lo pague en la medida del consuelo que me dais con ello; pero si vos duele mi muerte por la falta que he de haceros, mal llorado, porque aunque me voy, aquí vos dejo quien hará mis veces, y hasta con ventaja para vosotros. Ven acá, Marcelo. (Acerquéme a la cama, hecho un doctrino, torpe y desconcertado. Luego añadió él, mostrándome al montón de tablanqueses que habían invadido la habitación): Éste es; de la mi sangre neta, y amo ya y señor de esta casa. De vosotros depende desde hoy que sea, no lo que yo he sido, que bien poco fue ello, sino todo lo que debí de ser. Para él todo vuestro respeto y vuestra lealtad de hombres honrados y agradecidos, y para mí... que pidáis a Dios de vez en cuando por el buen paradero de esta alma, a punto ya de subir a juicio en su divina presencia. Y con esto, hijos míos, y la bendición de un padre viejo y moribundo... ¡hasta la eternidad!»

Es también de mencionarse cómo le respondieron con gemidos y lágrimas aquellas rudas y buenas gentes, por no hallar en sus lenguas palabras con que expresar lo que sentían; y cómo, finalmente, puso término a esta escena don Sabas acercándose a adorar y recoger la Forma consagrada, y sonó otra vez la campanilla... y salió del cuarto y de la casa el Señor de los señores y Rey de los reyes con la misma solemnidad y reverencia con que en ella había penetrado.




ArribaAbajoXXVIII

En un pie andaba el Cura con lo cuidadoso que le traía lo extremo y desesperado de mi tío, y, sin embargo, cuando llegó a la casona resuelto a no salir de ella mientras al enfermo le quedara un soplo de vida y a él una sola función que llenar a su lado como sacerdote o como amigo, ya gruñía el temporal en la montaña y descendía la nieve sobre el valle en espesos remolinos. Es decir, que sólo habían durado la «escampa» y el sosiego lo estrictamente necesario para que fuera Dios a la casona desde la iglesia, y volviera a la iglesia desde la casona; milagro patente en opinión de Facia, y no puesto en duda por los que departían con ella sobre el caso.

Entró, pues, el Cura como la vez primera en aquella noche, sacudiéndose la ropa para «desnevarse»; arrojó el capote sobre lo primero que se le puso por delante, y llevando en la mano un saquillo de color, cerrado con una jareta, se coló, sin detenerse, en el cuarto de mi tío, que sólo parecía vivir para esperarle. Encerráronse allá los dos; y mientras andábamos en la salona los de siempre, de aquí para allí y en derredor del brasero, sin saber qué decirnos ni en qué sitio ni para qué detenernos ni sentarnos, oía yo cómo iban pasando desde la escalera gentes y más gentes hacia la cocina, donde continuaba el gigante consternadón y arrimado a la lumbre, pero con muchas ganas de cenar. Porque las funciones de comer y digerir no se regían en aquel hombrazo por las grandes crisis del espíritu, sino por una ley mecánica. Necesitaba comer, mucho y a menudo, como la mole ruinosa necesita el puntal para no desplomarse. No obstaba aquel insaciable apetito de su estómago para sentir el pobre hombre desfallecido de pena su corazón. Deploraba la muerte de don Celso como todos y cada uno de los tablanqueses que más hubieran estimado sus prendas, y la lloraba también como amigo; pero le dolía, además y sobre todo, por la edad que él contaba y por lo viejo y arraigado de su intimidad con el que se iba. En alturas semejantes, cada amigo de esos que se va, es un sillar que se arranca en los cimientos de la vida del que se queda; y don Pedro Nolasco no había tomado en serio hasta aquel día lo de la muerte de su amigo, a quien por su carácter y correa consideró siempre «incapaz» de morirse. También le dolía en el alma una separación así, sin despedida; pero no tenía valor para intentarla, y nosotros nos guardábamos muy bien de estimularle a vencer sus resistencias: al contrario, le manteníamos en ellas pintándoselas como muy justificables, y encomendábamos a los que de ordinario le acompañaban en la cocina la caritativa labor de entretenerle y animarle, como hacíamos a menudo el médico y yo con Mari-Pepa y Lituca, que no le perdían de vista ni desconocían la importancia de aquella crisis excepcional, a una edad y un temperamento como los suyos.

De esto precisamente se había llegado a tratar en la salona, cuando se abrió la puerta cerrada antes por el Cura y apareció éste con sobrepelliz y estola preguntando por el monaguillo que había venido con él y debía de andar por la cocina. Corrió Facia a avisarle y entramos los demás en el cuarto del enfermo, en los linderos ya de la agonía y con los ojos clavados en un crucifijo colocado por el Cura para eso a los pies de la cama. Vino el muchacho, y, con su ayuda, administró don Sabas la Extremaunción al moribundo. Lloraba Mari Pepa y sollozaba Lituca mientras colocaban sobre él todas las medallas y reliquias que había en casa con indulgencia plenaria para la hora de la muerte; lagrimeaban callando muchos de los que habían acudido de la cocina con el monago; rezábamos todos respondiendo a las oraciones del Cura, y en los intervalos de silencio se oían a la vez el respirar estertoroso y agitado del agonizante, y el zumbido del temporal entre las espesuras y cañadas de los montes. A este acto imponente siguió otro que no lo era menos: la recomendación del alma, leída en voz clamorosa por don Sabas, con los consiguientes rezos en que todos tomábamos parte. Y esto fue largo, muy largo, pues que llegó a medirse por horas, con algunos descansos breves, durante los cuales se movían o se renovaban muchos de los congregados, andando de puntillas y devorando suspiros y sollozos, y volvía a oírse adentro el estertor acompasado del moribundo, y afuera el mugir de los vendavales.

Por el fúnebre colorido del cuadro, por la lentitud en su desarrollo, por el exceso mismo de la atención con que yo le seguía, la visión de la muerte con todo su cortejo de tristezas se enseñoreó de mí de tal arte, que más que sentirla y estimarla en la región de las ideas, me parecía olerla y paladearla; confundía ya las sensaciones morales con los quebrantos del organismo, y el color y las figuras y los sonidos del triste cuadro caían a golpes sobre mi cerebro y me le contundían y fatigaban. El instinto de la vida me excitaba de vez en cuando a respirar otro ambiente, a contemplar otra luz y a renovar el espíritu en otros horizontes más saludables que aquéllos; y paseando la vista por los mezquinos términos de aquel recinto fúnebre, acababa siempre por detenerla en la cara de Lituca, en la que cuanto más se grababan los surcos de sus lágrimas, más de relieve ponían la frescura de su juventud. Y era muy de notarse que no hacían mis ojos un viaje de esos, sin topar con los suyos en el camino. ¿Estaría la pobre subyugada por los propios influjos y buscaría, por instinto también, los mismos asideros que yo? Es muy posible, porque para entrambos era igualmente aflictivo y desconsolador y nuevo (para mí a lo menos) aquel espectáculo. Nuevo, sí, porque en los recuerdos que yo guardaba y guardo en la memoria del paso de la muerte por mi hogar, nada había que se pareciera en los procedimientos ni en los detalles ni en los accesorios a aquella lenta, cruel e inexorable labor destructora; a aquel acabamiento de un hombre fibra a fibra, en lo recóndito de un caserón destartalado y embutido en una rendija de la cordillera cantábrica, y a la mortecina luz de dos velucas de cera, mientras zumbaba y rugía la nevasca en las tenebrosas soledades del contorno.

Pero Lituca, de rodillas y rezando, como su madre, volvía rápida a clavar la vista en el crucifijo, como el sediento caminante los labios en el caño de una fuente, y así refrigeraba y fortalecía su espíritu en cada desfallecimiento que le causaba aquel incesante batallar de la muerte para acabar con una vida que también había sido risueña y juvenil como la suya. No dejaba yo de acudir a la misma fuente que ella en demanda de los mismos alientos; pero ahondaban mucho más las raíces de la vida en, mi naturaleza curtida de las intemperies del mundo, que en el organismo tierno y virginal de aquella criatura, y por eso no resultaban iguales en los dos los frutos de un mismo esfuerzo moral.

De pronto se produjo un fenómeno en la agonía del enfermo. Abrió los ojos, clavó la vista en el crucifijo y movió las manos hacia él. Entendióle don Sabas, púsosele entre ellas, acercóle él mismo a sus labios, se abrazó a la cruz; y con esto y un suspiro muy hondo, entregó a Dios el alma.

¡Extraña coincidencia! Al indescriptible rumor de los últimos alientos de mi tío, respondió en el acto desde la iglesia el primer tañido de las campanas que doblaban a muerto por él. Otro «milagro» que jamás quiso explicarse Facia por la oficiosa intervención de algún mal informado tertuliano de la cocina, en la incesante comunicación que hubo aquella noche entre ella y el pueblo, no obstante lo duro y hasta peligroso del temporal.

Con aquel triste desenlace de todo el día, los inseguros diques que habían mantenido a la pobre sirvienta devorando en silencio las hieles de su pesadumbre, se derrumbaron de golpe, y salieron en torrentes las lágrimas y los gemidos. Parecía no haber, en lo humano, consuelo para ella, ni fuerzas capaces de arrancarla del borde de la cama, donde besaba las manos yertas «del su señor», y ponía a Dios por testigo de lo mal que le había pagado en vida los beneficios que le debía. Y sucedió lo que era de temerse: el estruendo de esta explosión de dolores profundamente sentidos, se fue propagando por toda la casa, en la cual acabaron por llorar a gritos también hasta los que no habían pensado llorar de ninguna manera, y los lazos de la disciplina y de los humanos respetos, muy relajados ya durante la agonía del patriarca, acabaron de romperse con este descomunal y plañidero vocerío: invadieron la estancia mortuoria gentes que en tropel brotaban de todos los senos del caserón, y todas querían ver al muerto, y todas le veían al cabo, y todas lloraban y gemían después más reciamente por el espanto de haberle visto.

Yo no sabía, en tanto, por dónde me andaba, ni dónde ni cómo tenía la cabeza. Por fortuna, don Sabas y Neluco se apoderaron de la dirección de todo y comenzaron por despejar el cuarto y las inmediaciones; pusieron las señoras a mi cuidado, y a Pito Salces y a Chisco a sus órdenes en la salona, y se quedaron después solos y a puerta cerrada con el muerto... Y aquí es donde comienza la verdadera maraña de esbozos, de notas sueltas de color, de perfiles extraños y manchas sombrías, que guardo en la memoria como impresión del cuadro de aquella noche inolvidable.

Creo que, con ánimo de ver al gigante de la Castañalera ante todo, fui a la cocina, en la que no cabía la gente; que supliqué a los «sobrantes» que se retiraran a descansar a sus casas, ya que, desgraciadamente, no eran necesarios allí sus buenos servicios, y hasta que conseguí en gran parte lo que pretendía; recuerdo que hallé a Mari-Pepa y a su hija convenciendo al hombrón de que las cosas habían parado en lo que acababan de parar porque no había otro camino para ellas, y de que, como ya no tenía remedio lo sucedido y él se hallaba bien cenado y en buena compañía, érale muy conveniente, para descansar y endulzar los pensamientos, acostarse en la cama que se le tenía preparada y bien lejos de los ruidos de «lo otro»; que no costó gran trabajo convencerle; que se dejó conducir a un cercano dormitorio; que se acostó; que le hicimos la tertulia hasta que le acometió el sueño, y que se durmió como un tronco y le dejamos roncando.

Después... ¿qué se yo?... el cuarto de mi tío; la cama, desnuda ya de lujos, en el centro, y sobre ella el cadáver afilado y amarillo, amortajado con hábito franciscano, porque desde el tiempo de la exclaustración nunca faltó acopio de ellos en la casona para trances como aquél; alrededor de la cama, blandones ardiendo; hacia la cabecera, don Sabas, o Mari Pepa, o Facia, o cualquier tablanqués de los de la cocina... o yo, de rodillas y rezando; Chisco y Pito Salces al cuidado de las luces; Neluco rociando suelos, muebles y ropas y felpudos con un líquido desinfectante, y por la ventana entreabierta colándose un aire frío y sutil, y también el zumbido lejano del vendaval y más de un copo de nieve... Lita y su madre en mi gabinete, arrebujadas en chales y toquillas, con los pies sobre la caja del brasero... Mari Pepa acercándose de puntillas y asomándose a la alcoba de su padre cuando cesaban sus ronquidos estentóreos; mi tema, ya maquinal, de aconsejar a las señoras y al Cura que se acostaran, y durmieran y descansaran; la resistencia de todos a complacerme, aunque la pobre Lituca se estremeciera de frío en ocasiones y no pudiera levantar los párpados enrojecidos... Que cenaran... Ya habían tomado ellas un tente en pie; y en cuanto a don Sabas, ¿cómo había de pensar en ello siendo ya más de la media noche y teniendo que celebrar a la madrugada?... En la cocina, la lumbre agonizante; Tona cabeceando cerca de ella; su madre gimiendo por lo bajo en el rincón más obscuro; hombres con la cabeza sobre las manos y las manos sobre la perezosa, durmiendo tranquilamente; otros a punto de dormirse, sentados en los bancos del fogón, fumando la pipa y con los ojos mortecinos clavados en los tizones: todo este cuadro a menos de media luz y sin otros ruidos que el sollozar de Facia... Algún bulto que otro errando a oscuras por los pasadizos, y un olor por toda la casa a pabilo de cera, a laurel pisoteado y a romero y a tabaco de lo peor... Un ratito de plática con el Cura y con Neluco en mi cuarto delante de Mari Pepa, que acababa de llegar de la alcoba de su padre, y de Lita, que dormía con la primorosa cabeza caída sobre el pecho, después de negarse a descansar en mi misma cama, que tan a la mano tenía, quién sabe por qué linaje de escrúpulos; de plática, digo, sobre el día o los días y el ceremonial de las honras fúnebres y cuanto con estos particulares se relacionaba... Pepazos y otro mozallón, entrando en la estancia mortuoria a relevar a Chisco y a Pito Salces; el Tarumbo rezando a un lado y el Topero a otro, de la cabecera; el frío arreciando allí, y la llama de los cirios bamboleándose sin cesar en sus mechas con el aire glacial que seguía filtrándose por la ventana entreabierta... Largos ratos de silencio y de quietud en toda la casa; otros de lánguida conversación en mi gabinete sobre temas de familia: el difunto, los ausentes... y vuelta con don Sabas al cuarto mortuorio, o vuelta con Neluco a la cocina, en donde, en una de ellas, encontramos a Tona escanciando a Pito Salces un traguete de lo autorizado por «la casa» para tales usos en lance tan excepcional, y vuelta a mi gabinete; y, al fin y al postre, Lita tendida sobre mi cama y cubierta, de rodillas abajo, con mi propia manta, y durmiendo con el ritmo dulce y sosegado con que dormiría un ángel, si los ángeles sintieran esa necesidad de los seres de carne y hueso. Su madre le había desvanecido los escrúpulos de una vez, cargando con ella, entre veras y chanzas, por todo razonamiento y poniéndola donde y como estaba. ¡Y aún me pedía perdón por el atrevimiento la candorosa mujer!

Y a todo esto, yo no recuerdo haber sentido ni hambre, ni frío, ni sed, ni cansancio en toda la noche, ni que me pasara por las mientes la más remota idea de lo que la mujer gris me había declarado por la mañana, y, sin embargo, me pesaban los ojos como cuando se desea dormir, y tenía la boca escaldada y el estómago desfallecido, el cuerpo quebrantado y la cabeza atiborrada de todo linaje de ideas tristes. Era mi estado como el de un calenturiento con pesadilla.

Al amanecer, a misa del alma. ¿Quiénes? Todos querían ir a oírla; pero no se lo consentimos a muchos que hacían falta en la casa, y particularmente a Mari Pepa, que se hubiera visto muy mal para acompañarnos. No nevaba ya; pero había más de una vara de nieve sobre el suelo del valle y estaban las cumbres de los montes como sumergidas en un mar denegrido y borrascoso que no auguraba cosa buena. Resignóse a quedarse la piadosa y excelente mujer; pero no Facia, más avezada que ella a franquear obstáculos de tal linaje.

¡Qué frío tan intenso, Dios soberano, en cuanto me vi fuera de casa! ¡Y qué hundírseme los pies en aquel suelo húmedo y esponjoso! ¡Cuántos resbalones y caídas en el pedregal, y cómo me hubiera reído de la triste figura que iba haciendo yo entre aquella gente que andaba sobre el inseguro tapiz con igual firmeza que sobre los estragales de sus casas, si las ideas de que estaba impresionado mi cerebro no hubieran sido tan tristes y funerarias! Y la silueta del Cura que caminaba delante de todos, con sus hopalandas negras, con su negro tapaboca arrollado al pescuezo, ¡qué grande me parecía sobre la blancura deslumbradora de la nieve! ¡Y qué solemnidad tan temerosa y elocuente la de aquel silencio de la Naturaleza! ¡Y qué sonido tan débil, tan extenuado y melancólico el de las campanas de la parroquia doblando a muerto sin cesar desde que había amanecido!

De bote en bote se llenó la iglesia: todo el pueblo había acudido allí. La misa fue rezada y breve, y se reprodujeron en ella los llantos de la casona al pedir el Cura una oración por el alma de un tan amado feligrés.

Después de la misa quise ver el cementerio, que está a dos pasos de la iglesia. Cuatro paredes no muy altas, una cruz en el centro, una tejavana humilde a la derecha de la puerta, y en el lado de enfrente media docena de sauces llorones demarcando con sus troncos jorobados un pedacito de tierra, y rozando con las puntas de su lacio y desvaído ramaje el espeso tapiz de nieve que enrasaba toda la superficie del campo santo. En aquel pedacito de tierra, limitado por los sauces, se sepultan desde tiempo inmemorial los muertos de la casona de Tablanca.

Al emprender yo la subida a ella con las personas que me habían acompañado en la bajada y algunas más, se despidió de mí el Cura «hasta la tarde».

-Ya es hora -me dijo-, de que yo dé un vistazo a la mi jacienda, de la que no sé pizca veinticuatro horas haz... y de que me desayune y duerma un rato, si esta cellerisca negra del meollo me deja apetito y calma para ello, por misericordia de Dios.

Alguien tuvo la feliz ocurrencia en la casona de mandar que se expalara la cambera del pedregal, en mi obsequio, y a eso debí que la subida por ella no fuera lo que yo me temía, recordando lo que había sido la bajada.

Marmitón había dormido toda la noche de una tirada, con lo que habían entrado en equilibrio y en juego las piezas y los engranajes de su armadura de coloso; y de esta suerte funcionaban en él, hasta las pesadumbres, con perfecta regularidad. Yo llegué cuando su hija y su nieta le servían el desayuno, y me habló de «la desgracia del pobre Celso» como si acabara entonces de ocurrir. Pregunté a Lita (y juraría yo que se lo pregunté sin pizca de segunda intención) si había dormido y descansado a su gusto; y en lugar de responder a la pregunta, se puso muy encarnada y comenzó a descargar sobre su madre todas las responsabilidades de haberse acostado, «vestida, eso sí», en la cama en que yo la había visto. Reíase a esto su madre de todas veras, mientras aseguraba yo a la vergonzosa que había sido mía la culpa, «y a mucha honra»; y de aquí tomé yo base para exponerles los proyectos que tenía: que no pensaran en volver a su casa en unos cuantos días, por no estar el tiempo para ello, y, sobre todo, por necesitarlas en la mía yo para una gran obra de caridad, y se resignaran las dos a acomodarse en mi gabinete, ya estrenado por Lituca. Yo dormiría en la alcoba del salón contiguo, que tenía su correspondiente cama; con ella y cuatro cachivaches que se le agregaran de mi cuarto, estaría como un príncipe... ¡Válgame Dios los reparos y los miramientos y los asombros con que se negaron de pronto a complacerme! no en lo de quedarse en la casa algunos días, sino en lo de ocupar el gabinete que les ofrecía yo... Hasta que al fin cedió Mari Pepa, resignóse Lita, y aplaudió el gigante el acuerdo con una «¡esa es la derecha!» que retumbó en media casa. Y esto y los quehaceres que consigo trajo para ser puesto en ejecución antes con antes, fueron los esparcimientos únicos para mí en todo aquel triste día.

Llegó la tarde, fría, brumosa y tétrica; subió el vecindario en masa, pedregal arriba, detrás del Cura con ornamentos negros, precedido del estandarte de las «Ánimas» y de un crucifijo grande; resonaron en el estragal, entonadas por voces bien avenidas con la sonora de don Sabas, lamentaciones terribles del santo Job, el mayor poeta fúnebre de que hay noticia en la tierra; bajóse el féretro entre nuevos llantos y gemidos; y andando, andando con él hacia el pueblo la luctuosa procesión el camino que había andado poco antes hacia arriba, llegamos al campo santo después de una detención breve a la puerta de la iglesia, para que el hijo fiel y sumiso recibiera de su Madre cariñosa la bendición de despedida.

Y allí, entre los mustios llorones, en un mísera fosa recién abierta en el suelo, desapareció del mundo para siempre, bajo una capa de tierra que pronto volvería a cubrir la nieve, un hombre que había sido hasta aquel día el patriarca, el señor, el rey indiscutido e indiscutible de todo el valle.




ArribaAbajo- XXIX -

Muchos años hacía que el caserón de los Ruiz de Bejos no se había visto en otra como aquélla. Limpia era Facia y no era Tona desaseada; pero de lo que éstas limpiaban y barrían en él de ordinario, a lo que se limpió, fregoteó y pulimentó en aquellos días con los puños mismos o bajo la dirección de mis incomparables huéspedas, había una distancia enorme. Todo les parecía poco para borrar los estragos de los recientes barullos y desconciertos y «vestir» la casa al tenor de lo que pedía el extraordinario suceso que se aguardaba; todo lo desordenado en ella volvió a ordenarse, y todo quedó como nuevo, particularmente el cuarto de mi tío... Recuerdo mucho que al andar en la faena de «desfigurarle» con el trastorno de su mueblaje, me dijo Lituca, sin volver la cara hacia mí ni hacia su madre que la ayudaba, ni suspender un instante su trabajo:

-Pues, con la venia de usté, don Marcelo, dígole que si esto fuera cosa mía, no lo tocara yo más que para asealu.

-¿Por qué? -preguntéla con mucha curiosidad.

-Porque -respondió al punto-, con esconder de la vista de uno o cambiar de sitio las cosas que en vida usaron los muertos, paez que se los olvida más pronto... Créolo yo así.

Pero en esto la llamó su madre «parleteruca sin sustancia» y se la llevó consigo fuera de allí para otras ocupaciones de urgencia, por lo cual no pude yo decirla lo que pensaba en apoyo de su dictamen, en consideración siquiera a la culpa que yo tenía de aquel trastrueque, y, sobre todo, a que se le puso a la pobre la cara como una amapola con la reprimenda, aunque lanzada en son de chanza.

Si por olvidar entendía Lituca dejar de sentir hondamente, entendía muy bien, porque el corazón humano, tierra miserable al fin, necesita del concurso de los sentidos para conservar el calor de los afectos que le animan, y aun así se apaga la hoguera con el tiempo; pero si por olvidar entendía borrar de la memoria, se equivocaba grandemente en aquel caso. Era muy considerable el vacío que dejaba mi tío Celso en la casona de Tablanca para no ser notado a cada instante, por mucho que fuera el tiempo que pasara. Por de pronto, allí no se hablaba de otra cosa, y muy principalmente de noche en las tertulias de la cocina, que se colmaba de gente a pesar del frío y de la nevasca. Se le traía a cuento a cada instante, y nadie, incluso el gigantón de la Castañalera, tocaba su sillón, que les parecía sagrado ya. Sólo yo podía sentarme en él sin profanarle, y sólo yo me sentaba, ejercitando en ello un derecho a la vez que cumplía con un deber, en opinión de aquellos rústicos que me habían jurado, en el fondo de sus corazones, obediencia y lealtad, cuando mi tío, ya moribundo, «me alzó sobre el pavés» al borde de su lecho y delante de la Hostia consagrada. «El rey ha muerto. ¡Viva el rey!» Si es lícito usar ejemplos insignificantes en asuntos de gran monta, como alguien dijo en latín, no dejó de haber algo de ello en lo que me había pasado entonces a mí, y aún me estaba pasando en los días subsiguientes. Y no lo digo tanto por el respeto y la adhesión que me mostraban los honrados tablanqueses desde la muerte de mi tío, como por lo que yo sentía ahondar y extenderse y engrosar en mi conciencia escrupulosa las raíces de mi compromiso renovado y consagrado de aquel modo tan solemne.

Eran aquellas tertulias de la cocina una conmemoración incesante de los méritos del difunto, en todas las edades y circunstancias de su larga vida: a nadie le faltaba algo que recordar o referir o comentar. «Aqueya vista de oju que leía en la escuridá»; «el decir agudu de la su palabra»; «la mucha mano que tenía en todas partes para vencer imposibles, en bien de aquel vecindario»; este rasgo generoso; aquel dicho tan a tiempo; la blandura de su corazón, siempre abierto a las desdichas ajenas, igual que su bolsa inagotable; su saber de todo, su tener de todo para todos, y su vivir con nada; lo duro de su correa, su apegamiento al terruño natal; sus heroicidades de hombre, sus valentías de mozo; los donaires de su persona, el rumbo de sus bodas y lo rozagante de su mujer; siendo muy de notarse que en estas pinturas de las cosas de la juventud de mi tío Celso, siempre acudían presurosos don Pedro Nolasco o don Sabas el Cura a confirmarlas, cuando no a enriquecerlas con nuevos y muy curiosos datos, con la autoridad irrecusable de testigos presenciales.

Un día de aquellos pocos, el siguiente al del entierro de mi tío, llamé aparte a Facia, a Tona y a Chisco, para leerles las cláusulas testamentarias que se referían a ellos. Mandéles que se sentaran; no quisieron, y en el tono más solemne que pude se las leí. Legaba el testador a la primera, amén de las fincas que había tenido en renta cuando se casó, seis onzas de oro; otras seis a Tona, y a Chisco doce. Después de la lectura de cada cláusula, miraba yo un instante al correspondiente legatario. Facia inclinó la cabeza y se tapó la cara con las manos, como si se avergonzara, en su humildad, de aquella inmerecida munificencia de su señor; Tona sufrió una sacudida de arriba abajo, como si la hubieran aplicado una descarga eléctrica; Chisco no movió pie ni mano ni una sola fibra de todo su cuerpo, pero se puso muy descolorido. Estando así los tres, prometí a Tona y a Chisco doblarles el legado por mi cuenta, y a Facia mejorarle también el suyo. Con esto rompieron a llorar la madre y la hija, y se aumentó la palidez de Chisco y hasta le tembló un poquitín el labio de arriba por un lado, síntomas que no había notado yo en él ni aun viéndole en la cueva de marras, mano a mano con el oso. ¡Si le calaría bien adentro la sorpresa de aquella granizada de onzas de oro, que era una riqueza entre los pobres labriegos de Tablanca! Y ¿quién sabe ni sabrá jamás si aquel temblor ligerísimo del labio fue amago de sonrisa de gozo, por haber visto de repente en su imaginación pasar en respetuoso desfile delante de él a toda la familia del Topero, mientras Pepazos se machucaba la cabezona, a testerazo limpio, contra el esquinal de su casa?

Con esto se dieron por enterados los tres y tan impresionados estaban, que al romper a andar para apartarse de mí se hicieron una maraña y no acertaban luego con la puerta. Súpose todo ello muy pronto, y lo de las deudas perdonadas por el testador... y todo lo principal del testamento, porque esas cosas siempre se saben, por un poco que se cuenta y se declara, y otro tanto que se colige o se trasluce; elevóse por la candidez aldeana hasta las nubes el caudal en fincas y sonante heredado por mí; y con eso y la idea que se tenía de mis riquezas particulares, creyéronme un portento de gran señor, tan pudiente como un rey; lo que no contribuyó poco, en mi concepto, a afirmar y engrandecer aquel respeto que ya me habían consagrado como a mero sobrino de mi tío y continuador de la dinastía y de la obra de los Ruiz de Bejos en la casona de Tablanca.

Bien me parecían todas estas cosas, siquiera por el lado pintoresco que tenían y el fondo patriarcal y sencillote en que destacaban; pero me parecían mucho mejor los ratos que pasaba en la intimidad de Mari Pepa y de Lituca, y principalmente en la de Lituca sola, porque de todo había y para todo daban aquellas largas horas invernizas. Mas fuera la conversación con la hija o fuera con la madre, o fuera con las dos a la vez, casi siempre comenzaba por esta tesis, u otra semejante declamada en altas voces por cualquiera de ellas:

-Pero ¡válgame la mi Madre Santísima! ¿qué dirá usté, señor don Marcelo, de esta mala peste que le ha caído en la casona? ¿No le da en cara esta poca vergüenza con que, tras de comerle el costado derecho, le tenemos arrinconado en lo más obscuro y ruin, por campar nosotras solas en lo más pomposu, como si todo eyu fuera nuestro y no de usté? ¿No sería mejor que, ya que empieza la escampa, le dejáramos en paz y sin estorbos y nos volviéramos a la nuestra casa antes con antes?... ¡Mire que tiene que ver esta desvergüencería!

Era de rigor que yo las atajara en estas alturas del apóstrofe con otro en que salían a danzar su compromiso de no abandonarme hasta pasado el día de los funerales; la obra caritativa que estaban haciendo mientras me acompañaban en mi soledad, y aliñaban y vestían el viejo y sucio caserón, y disponían el programa para aquel acontecimiento, tan extraño para mí; lo cómodo y a gusto que yo me encontraba en la habitación que había elegido al cederles la mía, que era la menos mala de la casa, aunque estaba a cien leguas de ser lo que merecían ellas; lo distraído y animado que se encontraba don Pedro Nolasco, y el bien que esto le hacía en horas tan críticas y de tanto peligro para él.

Así o por el estilo, si se trataba de las dos mujeres, o estaba presente Neluco, o don Sabas, o ambos a la vez, porque venían por casa muy a menudo; pero si se trataba de Lituca sola, mano a mano conmigo, ya era muy distinta la sonata de mi respuesta. Yo no sé en qué diablos consiste; pero no parece sino que hay una ley estampada en la mente de todos los hombres, o una fibra de cierto temple inextinguible escondida en su naturaleza carnal, que les obliga a decir «cosas bonitas» a una mujer guapa siempre que están a solas con ella y aunque se trate de las ánimas del purgatorio. Pues por mandato de esa ley o de esa fibra, al replicar a la nieta del gigantón en sus obligadas lamentaciones, hechas seguramente, como las de su madre, más por broma o cumplido, o etiqueta a su modo, que como expresión fiel de sus deseos, ya la miraba con ojos picarones; después me atusaba la barba en silencio, como si me costara gran trabajo contener lo muchísimo y muy hondo que se me ocurría y acababa por soltar una andanada de «travesuras» del acervo común: si la estorbaba mi presencia tan continua; si echaba de menos «algo» (en este «algo» me refería yo a Neluco) que no andaba por mi casa tan a menudo o tan a tiempo como por la suya; qué haría yo por transformar en placenteras aquellas horas que tan pesadas le parecían... hasta que la pobre muchacha, ya por estas cosas que la decía, o por el modo de decírselas, terminaba por ponerse colorada y por exclamar, revolviéndose con infantil desembarazo en la silla:

-¡Vaya que tiene este don Marcelo un decir de cosas y un entender de las que una le diz a él!... ¡La mi Madre Santísima! Pues mire: quitárame con eyu, la franqueza pa bromearme alguna vez... ¡Como si fuera poco el regalo y el mimo en que nos tiene en su casa! ¡Pues podía yo pedir más!...

Y esta casta de réplicas solía dar ocasión a nuevos y más intencionados subterfugios míos, hasta que me asaltaban los remordimientos acordándome de Neluco... o se amparaba ella de alguno de mis libros con santos, que le entusiasmaban, y acudía yo entonces a explicarle las estampas para concluir también por donde siempre, aunque en un estilo y de modo más soportables.

Una vez se trataba de un grabado con colores que representaba el interior de un teatro de París durante la representación de un famoso drama de gran espectáculo. Se veían el escenario y una buena parte de las localidades principales, llenos el uno y las otras de actores fastuosamente vestidos y de damas y caballeros muy engalanados. Sabía Lituca ya, por consejo mío, hallar la perspectiva de esos cuadros mirándolos por el embudo hecho con una mano; y mirando así aquel interior, se quedó maravillada y prorrumpió en las exclamaciones más extremosas. Conocía yo aquel teatro y aquel drama, y había visto a mi sabor la realidad de aquella pintura que tanto le entusiasmaba. Declaréselo, asombróse de mí tanto como del cuadro, y me apresuré a referirla el argumento con detalles que recordaba muy bien de sus escenas más culminantes y del decorado más aparatoso; y, por último, le di una idea del papel que hacían en la función los espectadores, del lujo de las señoras... y de las majaderías de los hombres presumidos, particularmente de los «buenos mozos». Admiróse ella de unas cosas, rióse de otras y me declaró, al fin, respondiendo a una pregunta mía, que verlo todo sin ser vista de nadie, ya le gustaría; pero estar en ello y ser vista de todos, aunque la asparan. Recordaba haberme dicho algo por el estilo, tiempo hacía (y era verdad). Tomando pie de aquí, continué yo explorando la calidad y el tamaño de sus ambiciones de mujer; y de cuadro en cuadro y de supuesto en supuesto, fui a parar a que en respuesta a otra pregunta mía, me dijera:

-Pues con toda verdá de la mi alma, y así Dios me castigue si le miento: como deseos, por decir propiamente deseos de mujer moza, vamos, lo que yo pediría, puesta a pedir, tocante a ese particular, es una vida como la que ahora llevo.

A lo cual repliqué yo que pedir eso, aunque poco, era pedir imposibles, y había que ponerse, para el punto que tratábamos, en la realidad de las cosas.

-El tiempo no se para -añadí-, y destruye poco a poco, cuanto vive en él. En virtud de esa condición ineludible, llegará un día (y Dios le aleje mucho) en que hasta su madre de usted desaparezca de entre los vivos. Esta es la ley fatal de los sucesos humanos. En previsión de ello, o porque así lo manda otra ley que gobierna los impulsos del corazón del hombre... y de la mujer, a cierta edad de la vida, por ejemplo, a la que tiene usted ahora, se desea un apoyo a quien arrimarse, una compañía en que vivir, en sustitución de los que han de faltarnos necesariamente; la chispa que avive mañana el fuego que se extinga en el hogar y restablezca su calor sagrado. En una palabra, Lita: que hay que pensar, pensar siquiera, en casarse. Pues supongamos, y usted perdone la franqueza, que se trata de usted y que la llueven a usted pretendientes de muchas condiciones y de muchas partes; que viene el labriego humilde con el homenaje de su pobreza disculpada con la envoltura de sus honradas intenciones; que la solicita el hidalguete de gotera, de esos que tienen la manta de sus recursos tan ajustada a sus necesidades, que si tiran de ella para cubrirse el pescuezo, dejan al descubierto los pies; y el hacendado tosco que funda su mayor vanidad en haber sudado mucho el pedazo de pan que le ofrece a usted con mano callosa y palabra torpe... y sudando; y el abogadillo de pocos pleitos y con la manta del hidalguete; y así, por esta escala arriba, hasta el personaje que la brinda, en el mundo de donde él viene, con todas las tentaciones del lujo y del esplendor; vamos, con la vida que hacen las más encopetadas señoronas del teatro que usted acaba de ver pintado en ese libro. Con franqueza, Lita, ¿a cuál de esos pretendientes escogería usted?

Durante la primera parte de éste mi razonamiento, no sabía la pobre muchacha dónde poner la vista, y aun se pellizcaba algo la ropa; después ya me miraba con los ojos muy abiertos y la boquita risueña, y por toda respuesta a la pregunta que puse como raya para sumar, debajo de la lista de los supuestos pretendientes, soltó una risotada de las más espontáneas y cordiales.

-¿De qué se ríe usted? -preguntéla, fingiéndome un poco resentido.

-¡Ni aunque fuera el caso de llorar! -me respondió cambiando de postura en la silla-. ¡Vaya, que es buena! ¡Pues dígole que ni estampado en un papel! Eso, mi señor don Marcelo, es pasarse ya del jito con más de otro tanto de lo justo... y no vale. ¡Vaya, vaya, que es ocurrencia!

-Esto es, Lituca, poner el dedo sobre la llaga, ni más ni menos, y llamar las cosas por sus nombres, por más que usted aparente creer lo contrario para escurrir el bulto... y dispénseme la llaneza.

-Pero si no ha llegado ese caso, trapacerón del diantre, ¿cómo quier que yo le responda?

-En el supuesto de que haya llegado hice a usted la pregunta.

-Pero usted sabe mejor que yo lo que va del dicho al hecho.

-Es verdad que lo sé, no mejor, sino, por las trazas, tan bien como usted; y a pesar de ello, insisto en la pregunta, dejándonos de eventualidades más o menos posibles o probables y colocándonos en lo real y positivo y hacedero. Y así, pregunto otra vez: hoy por hoy, en este mismo instante, tal como usted es, tal como usted piensa y siente, ¿a cuál de los susodichos pretendientes elegiría? ¿Con cuál de ellos cree usted, hoy por hoy, en este instante, que sería más feliz teniéndole por marido?

-¡Pero, la mi Madre celeste!... ¡Mire que es tema el de este hombre de Satanás! ¿Cómo he de decirle yo esas cosas?

-Como se dicen otras, Lituca...

-Pues ya se lo dije endenantes, y bien a las claras.

-Y bien a las claras respondí a usted que aquello era pedir imposibles.

-Pues eso mismo pido... eso mismo deseo ahora.

-Pues no concuerda esa respuesta con mi pregunta. Allí se trataba de vivir como ahora vive usted, y aquí se trata de vivir de otra manera muy distinta.

-Pues llámelo hache, con todo y con ello.

-No puedo ni debo llamarlo así.

-¡Y dale, Jesús Señor, con la matraca! ¿Cómo quier, alma de Dios, que se lo diga?

-En castellano corriente... por derecho... sin callejuelas de escape.

-¡Por vida!... -y aquí hizo un mohín de impaciencia de los más hechiceros que yo he visto en mujer, y hasta se dio dos palmaditas sobre el regazo; después, irguiendo la primorosa cabecita y endureciendo un poco la voz y el gesto, añadió-: Y en suma y finiquito, ¿qué obligación tengo yo de declararlo, ni qué le importa a usté el saberlo?

Fingí tomar en serio y como dura lección estas palabras y sólo repliqué a ellas para disculpar mi atrevimiento... Entonces soltó la picaruela otra risotada, y me dijo en un tono que revelaba el mayor deseo de desenfadarme, si por ventura me había enfadado yo de veras:

-Pues ahora que con el susto le castigué la picardía, porque picardía es, y de las grandes, el sonsacar a una mujer los pensamientos que nunca tuvo... Pero ¡tochona de mí! -exclamó de pronto cruzando las manos y compungiendo la carita-. ¿Pues no me estoy jaraneando, como una boba, lo mismo que si no hubiera por qué llorar sin descanso en esta casa? ¿Qué dirá usté de mí, señor don Marcelo? ¡Vaya, vaya, que otra simple como yo! Ya puede ver si me perdona, siquiera por no ser mía toda la culpa.

Con esta evasiva de la muy taimada y con entrar Mari Pepa, se acabó la conversación. Pero no tenía duda para mí que era Neluco el móvil, el tipo y el regulador de todas las ambiciones de la nieta de don Pedro Nolasco.

Entre tanto no se descuidaban un momento los preparativos para el funeral.

Corría de cuenta de don Sabas avisar a todos los curas del Arciprestazgo y muchos más, si se podía; y con su dirección y con la del médico, y hasta con su ayuda material, escribía o firmaba yo cartas y más cartas, dando cuenta del fallecimiento de mi tío y de la fecha de sus honras fúnebres en la iglesia parroquial de Tablanca, a todas las personas de viso de la provincia, que, en opinión de aquellos amigos, debían de saberlo. Las mujeres, mientras llegaba la oportunidad de proveer la despensa de lo que en ella faltase, pasaban revista y recontaban, manoseaban y apercibían los utensilios de mesa para la «comilona» de aquella gran ocasión, y a los primeros amagos de desnieve salieron propios en todas direcciones, y, a la vez que ellos, el peatón del correo que se llevó en la valija los avisos que no podían distribuir los propios.

Y como en esto alumbraba el sol ya muy a menudo, volvió la mujer gris a hacer de las suyas y a preguntarme a cada paso con sus ojos angustiados, por no atreverse a hacerlo de palabra, en qué pararía la noche menos pensada lo que había quedado pendiente en la de la muerte de su amo. La verdad es que yo, si no lo había echado enteramente en olvido, después de pensarlo mejor y de enlazarlo con los recientes sucesos que tan radicalmente habían transformado el modo de ser de aquella casa, vivía muy descuidado de ello, y hasta me causaba cierto ruborcillo recordar la importancia que había llegado a concederlo, sugestionado quizá por los espasmos histéricos de la pobre Facia.

Respondía una vez a sus miradas hablándola en ese sentido para tranquilizarla mejor; mas no pude averiguar si logré lo que me proponía, porque desde el compromiso que había adquirido conmigo sobre la manera de conducirse en aquel asunto, no me dejaba traslucir la verdad de sus sentimientos. Pero si alguna confianza le inspiraron mis palabras aquel día, bien poco le duró a la infeliz; porque a la mañana siguiente, tras una noche de lluvias torrenciales, apareció radiante el sol en un cielo sin nubes, y el suelo del valle y las laderas de los montes desnudándose a toda prisa de sus blancas y espesas envolturas, que, convertidas en arroyos cristalinos y murmurantes, corrían por prados y regateras a sumirse en el álveo del Nansa, henchido ya hasta las malezas de sus bordes, entre las cuales iba dejando el río la carga de sus espumas.




ArribaAbajo- XXX -

Señalado fue también de veras, ¡bien señalado!, aquel día para la casona de Tablanca y para el pueblo. El mismo gigantón de la Castañalera me aseguró que, con estar los caminos intransitables y los puertos a medio desnevar, habían sido aquéllos los funerales más pomposos que se habían celebrado en la parroquia, en cuanto podía acordarse él (y eso que la extensión de sus recuerdos andaba rayando con un siglo), por lo tocante, en particular, al número y calidad de los concurrentes forasteros. Entre el clero, que fue muy numeroso, acudió lo más afamado de la vicaría en el canto fúnebre, y, por ende, no faltó el párroco de Zarzaleda, que era una especialidad muy admirada, y no sin razón de fundamento, para entonar el Dies irae con su voz atenorada y vibrante, que ponía los pelos de punta a los fieles más duros de conmover; y concurrieron también con estos párrocos muchos de sus feligreses que, sin parentesco ni afinidad personal alguna con el difunto, eran fervientes admiradores de su buena fama. Pero no fue este contingente, ni por lo numeroso ni por el ruido que movían sus espelurciadas cabalgaduras en las callejas del lugar, lo que más llamó la atención en él, sino el otro contingente, el de los señores que fueron llegando a la casona por todos los senderos de los montes circundantes. Chisco y Pito Salces ayudaban a desmontar a los que no traían espolique, que eran los más, y se apoderaban de sus caballos; Neluco y don Pedro Nolasco les salían al encuentro en la escalera y me los presentaban a mí después a la puerta de la salona, desde donde los conducía a mi gabinete, que había vuelto a ser, por aquel día, estrado o sala de honor, y en cuya mesa de centro había un agasajo de vinos generosos y bizcochos de soletilla, con el cual los brindaba tan pronto como concluían las salutaciones y cortesías de rúbrica, sin perjuicio de que llegaran luego Mari Pepa o su hija, muy vestidas y aderezadas ya de día de fiesta, aunque luctuosa, a ofrecerles algo de mayor sustancia, por si estaban en ayunas, como leche, caldo o chocolate... o magras de jamón con huevos estrellados; pero todos optaban por la copeja de vino con bizcochos, «reservándose para después...». «Después» era la comida del mediodía, terminados los funerales.

Porque todos aquellos señores eran huéspedes míos, avisados con esta condición, y aun sin ella... y aun sin aviso ninguno. Bastaba la costumbre para autorizarlo; y el ser amigos de la casa mortuoria en un lugarejo tan desmantelado como aquél, para justificar la costumbre.

De recibir y agasajar al clero, hecho a poco y mal guisado, estaba encargado por orden y cuenta mías, y también según otra costumbre, el párroco don Sabas; de los demás forasteros del montón, nadie solía cuidarse, y nadie se cuidó allí tampoco.

Así y todo, por la condición de mis comensales, aunque relativamente escasos, y por lo que me obligaba la mía, era de necesidad echar el resto en la casona; y nadie creería a no verlo, como yo lo vi, la suma de desvelos y sudores que llegó a representar aquel trabajo; lo que se revolvió en la casa y en el lugar; las gentes que fueron puestas en movimiento; las leguas de camino que se trillaron por buenos andadores, y las horas robadas al sueño y al descanso más de una noche; y a pesar de ello y de las «guisanderas» a jornal que ayudaron a las mujeres de casa en lo más duro y comprometido de la faena, sabe Dios lo que hubiera resultado a la hora crítica y solemne, sin la vigilancia continua y la previsión y diligencia admirables de mis dos hadas bienhechoras... y la hermana de Neluco.

Porque la ínclita matrona de Robacío estaba en Tablanca desde la víspera. Había llegado al anochecer con su marido, y «a las ancas». Así fueron a casa de Neluco; halláronla cerrada, y siguieron a la de don Pedro Nolasco; díjoles la mozona que servía en ella lo que pasaba, y torcieron hacia la casona, sin lástima alguna del pobre rocín que ya se quebrantaba por el lomo y estuvo a pique de gastar el último resuello al subir el pedregal.

Al encontrarse las dos amigas en mitad del carrejo, enzarzáronse en un abrazo, tan íntimo y apretado, que parecía una «engarra»; se comían a besos, y entre beso y beso se decían las mayores atrocidades; llegó Lita con su abuelo, y se repitió la escena, hasta que acabó la de Robacío por fijarse en mí y rompió a llorar por el difunto, de tan buena gana, que parecía no haber consuelo para ella, mientras su marido, que ya me había saludado, hacía sus correspondientes pucheros, y se enjugaban los ojos con los delantales Lita y su madre, que eran de suyo muy tiernas de corazón y pegajosas de las lágrimas. Acabóse el estrépito, por la virtud de un conjuro mío, con la misma rapidez con que se había desatado, y nos fuimos hacia la salona todos juntos y en santa paz, aunque no en silencio. Al llegar Neluco, otro estampido de su hermana, que no cerró boca en toda la noche ni quiso salir de la casona desde que supo el trajín que había en ella. Cabalmente se perecía por esas cosas, y la mataba la quietud. Por otra parte, los caminos no estaban muy apetecibles que dijéramos, para que una mujer de sus carnes se aventurara a pisarlos de noche sin una gran necesidad; amén de que ella no había de causar apuros ni extorsiones en la casa, porque bien sabía Mari Pepa que, en juntándose las dos, siempre hacían «cama redonda».

De este modo y por aquellos motivos durmió allí, y se fueron solos, después de cenar, su marido y Neluco a casa de éste.

Los primeros que llegaron al otro día bien temprano fueron dos parientes de la que fue mujer de mi tío Celso, de los Sánchez del Pinar, de Caórnica, a orillas del Saja. Eran el uno muy alto y el otro muy bajo: los dos de espesas patillas grises; poco risueños ambos y nada locuaces. Les daba vergüenza -así me dijeron por entrar- visitarme y ofrecerme sus respetos por primera vez en ocasión tan triste; pues encerrados en su valle, del que no salían jamás sin un motivo de gran monta, un poco por ignorancia de los sucesos y otro poco por la maña de «dejar negocios para otro día...». En fin, allí estaban para que dispusiera de ellos a mi comodidad, como podía disponer de otros comparientes de allá, que no les habían acompañado, quién por falta de salud, quién por la de cabalgadura. Todos tuvieron en mucho a don Celso y le fueron muy adictos, aunque le molestaron poco.

Sin acabar de sentarse apenas estos personajes, apareció en la salona otro cuyo aspecto me sorprendió mucho. Era alto, más que el de Caórnica; de luenga y puntiaguda barba blanca, moreno de color, de nariz muy prominente y aguileña, ojos pequeñitos y verdes y cejas erizadas y blanquísimas; la cabeza cubierta con un alto gorro cilíndrico de piel de nutria, y todo el cuerpo, hasta los pies, con un capotón de paño ceniciento. Parecía un mago. Se quitó el gorro y se despojó del capote en cuanto se encaró conmigo, y dejó al descubierto un matorral de pelos blancos, recios y apretados, y un vestido de anticuada forma con relación a los figurines vigentes, de buen paño, sí, pero muy descolorido ya. Aquel hombre venía de los precipicios del Deva, y resultó ser el famoso don Recaredo, de quien yo tenía muchas noticias por mi tío; hidalgo de rancio solar, célibe impenitente, afamado cazador de fieras, y de grande y merecido influjo en toda su comarca; bien relacionado con los hombres del ajetreo político de la capital y sucursales de ella; muy solicitado de aspirantes a la representación en Cortes del distrito, en épocas de lides electorales... y primoroso carpintero de afición, única bien arraigada que se le conocía y con la cual entretenía las soledades y holganzas de su vida en el viejo caserón que habitaba.

Detrás de don Recaredo llegaron de un golpe, por haberse juntado unos en el camino y todos a la puerta de la casona, hasta cinco pudientes, más o menos ligados a ella por parentesco lejano o amistad antigua, de las orillas del Nansa, aguas arriba y aguas abajo.

Enseguida de éstos, aparecieron en la salona otros dos personajes de gran cuenta, que me impusieron mucho por su apostura y atalajes, tan diferentes de todo lo que se usaba por allí y de lo que a la sazón me rodeaba.

Eran nada menos que el ilustre caballero don Román Pérez de la Llosía y su yerno don Álvaro de la Gerra. Iban desde Santander, donde residían, y habían hecho el viaje en dos jornadas. La verdad ante todo: yo, que hasta entonces dominaba la escena con el desembarazo que da la conciencia de «valer más» en la escala de la educación y de la cultura intelectuales, al verme enfrente de aquellos dos concurrentes de tan distinguido y elegante porte, sentí que se me bajaban mucho los humos de la chimenea, hasta en lo de llevar bien la ropa, particularmente en lo que tocaba la comparación con el apuesto y correctísimo yerno del señorón de Coteruco. Me vi bastante torpe para expresarles la gratitud que les debía por aquel acto tan honroso para la memoria de mi tío, y la satisfacción de que me sentía poseído al estrechar las manos de unas personas de quienes tantas y tan grandes noticias tenía yo desde que había llegado a Tablanca. Recuerdo que este fue el tema de mi respuesta a las salutaciones corteses de los dos caballeros; pero no lo que dije. De lo que estoy seguro es de haberlo dicho muy mal. Valga la verdad.

Sin darme tiempo para preguntar a don Román (con lo que me evité, probablemente, la comisión de una gran impertinencia) a qué altura andaban sus propósitos de vuelta a Coteruco, apareció en escena otro personaje de los de primera talla, y al cual abracé con verdadera efusión de mi alma: el perínclito señor de la Torre de Provedaño, que para llegar a la hora que llegaba, como don Recaredo para ir desde los riscos del Deva y los de Caórnica desde su valle, había necesitado andar de noche la mitad del camino, ¡y qué camino! Así llegaba él, con la cara echando lumbres y los labios contraídos entre las barbas erizadas y los bigotes con carámbanos. Lo que había pasado antes entre el que llegaba y los presentes, por conocerse todos de trato, o de nombre cuando menos, pasó allí entonces; pero con la notable diferencia de que al reparar el de Provedaño en el de Coteruco, no acabó todo ello en el apretón de manos afectuoso o en los familiares y mutuos palmoteos en la espalda, sino que conmovidos y anhelantes uno y otro, sin decirse una palabra, se abrazaron tan estrechamente, que parecían no acertar a separarse. Después le tocó el turno a don Álvaro, con quien no tenía tanta amistad el de Campóo como con su suegro; y arreglada a esta ley fue la expresión de su saludo.

Para muy poco más que estos cumplidos me dio el tiempo, porque aún no habían vuelto a sentarse la mitad de las personas allí presentes, cuando vino recado de don Sabas de que todo estaba pronto en la iglesia y que se nos aguardaba. Como ya eran muy cerca de las diez y no duraría el funeral menos de dos horas, y los forasteros habían de volver a sus hogares después de comer en el mío, y las tardes eran muy cortas, nos pusimos en marcha inmediatamente, acompañándonos Neluco y también su hermana y Mari Pepa, muy enlutadas. Al viejo Marmitón no le permitimos salir de casa. Para disponer la mesa y dirigirlo y ordenarlo todo, se quedó Lituca que se pintaba sola para ello y otro tanto más. También se quedaron Chisco y Pito Salces con otros dos mozones de mi confianza, bien advertidos por mí de muchos cuidados, particularmente el de la vigilancia, no sé si porque me salió espontáneamente de adentro la ocurrencia, o porque me la inspiró una mirada elocuentísima de la mujer gris, al ver cómo iba a quedarse la casona, sin nosotros, indefensa y punto menos que vacía.

Andando ya hacia la iglesia, vimos aparecer de pronto, sobre la jiba del pedregal, un hombre alto y fornido, de hermosa cabeza, envuelto entre un chambergo de anchas alas y una barba gris; venía a cuerpo con un chaquetón pardo, y los pantalones, del mismo color, arremangados sobre unos borceguíes de recia suela y muy embarrados. Traía las manos metidas en los bolsillos del chaquetón, un garrote pinto y nudoso debajo del brazo izquierdo, y en la boca una pipa ahumando.

El primero que le conoció fue el señor de Provedaño, que iba de los más delanteros entre nosotros. Se detuvo un instante para mirarle con la mano de canto sobre la frente, y se detuvo también el otro con los ojos sombríos e imperturbables clavados en él. Parecían dos leones. No les faltó más que olerse. Después se acercaron más, y se estrecharon las diestras con recias sacudidas. Entonces me parecieron dos robles gemelos de la montaña estremecidos por el soplo de una misma ráfaga. No sé lo que se dijeron, ni si se dijeron algo. ¿Para qué? En estas dudas vi a don Román Pérez de la Llosía salir como una flecha, de entre los más rezagados del grupo que bajaba, hacia el hombre que subía, y que éste, al notar que se le acercaba el de Coteruco, desprendió su diestra de la del campurriano, y se quitó con ella marcialmente el chambergo, descubriendo así la frente espaciosa y blanca, sobre la cual parecía reflejarse el rayo de luz que lanzaron entonces sus ojos. No he visto jamás actitud de hombre más varonil, más noble ni más hermosa. Pero don Román no se anduvo en chiquitas, y quieras o no, le estrechó entre sus brazos. Su yerno hizo lo mismo enseguida. Después se adelantó don Recaredo y le tendió la mano. A todo esto, flotaba en el aire el nombre de «don Lope» pronunciado por muchas bocas; y con ello y lo que yo sabía por la historia de los descalabros de don Román en su pueblo, narrada minuciosamente por mi tío varias veces, di por conocido el personaje; y no me equivoqué, pues a los pocos momentos me lo trajo de la mano el señor Pérez de la Llosía y me dijo presentándole:

-Mi mejor amigo y el más noble convecino mío de Coteruco, don Lope del Robledal. Viene a Tablanca para ofrecerle a usted personalmente toda la amistad y respeto que le merecieron las virtudes de don Celso, y a rezar por su alma en los funerales de hoy.

Correspondí con la mayor cordialidad y como mejor pude a aquellos nobles ofrecimientos; supo él adónde íbamos por allí; y sin querer aceptar un momento de descanso, que no necesitaba, retrocedió y se fue camino de la iglesia con nosotros... digo mal, con don Román solamente, pues le tomó éste por su cuenta desde luego, apartándose un buen trecho de los demás, que nada hicimos por acercarnos a ellos, respetando la santa avidez con que el noble expatriado de Coteruco aprovecharía aquella providencial ocasión de saber algo más de lo que sabía sobre el estado de cosas de su pueblo nativo, aunque fueran extraídas con la ganzúa de sus ansias de aquel arcón de cuatro llaves. Mientras tanto, don Álvaro de la Gerra fue trazando nuevos y curiosísimos rasgos del carácter, original hasta lo increíble, de aquel hidalgo montañés.

Así llegamos a la iglesia, en la que no hubiéramos logrado penetrar sin salir, como salieron de ella, parte de los que estaban dentro, los cuales apenas cabían después en el soportal, que también estaba atascado de gente.

La duración de los oficios no bajó un minuto de las dos horas calculadas; y cuando volvimos a la casona los que de ella habíamos ido a la iglesia, más el extraño don Lope que quería volverse a Coteruco desde allí, y se hubiera vuelto sin la intervención de don Román, único entre todos nosotros conocedor de los resortes por que se regía aquel carácter excéntrico, ya estaba la mesa preparada con todas las grandezas de abolengo..., y algo más que se había podido adquirir, hasta en las casas de los amigos, como don Pedro Nolasco y el médico. Porque pasábamos de docena y media los comensales, entre propios y extraños.

En otro tiempo me hubiera dado un accidente en presencia del menú de aquella comida, cuanto más de la comida misma, porque fue verdaderamente espantable aquel llegar a la mesa (conducidos por Facia y por su hija, sofocadas por el trajín y relucientes de pellejo) de pilas de potajes con metralla de embutidos; de rimeros de pollos patas arriba entre lagunas de grasa; de solomillos enroscados; de magras con huevos duros; de carne en toda suerte de guisos; de patos rellenos de salchichas y de lomo, y tras ello, los flanes como ruedas de molino, y las natillas y el arroz con leche, poco menos que a calderadas. No entendían el rumbo de otro modo las mujeres que lo habían manipulado; y así me expliqué yo perfectamente sus afanes y desvelos, y las gentes y las cosas que habían movido y removido en la casa, en el lugar y fuera de él, de tres días a aquellas horas.

El peso de la conversación, durante la comida, le llevaron el señor de Provedaño y don Román. Como era propio y natural, se comenzó por el elogio del difunto y de sus cosas geniales; igual que en la cocina, salvo el lenguaje y el estilo. Entre Neluco y yo, suministramos los solicitados pormenores acerca de su enfermedad y de su muerte... y saltó de golpe lo que yo veía venir rato hacía, y me extrañaba que no hubiese saltado antes en la conversación: el punto de continuar yo allí la obra benéfica de mi tío. Aquí se calló don Román como un muerto, y me dijo el insigne campurriano, después de aplaudirme los buenos propósitos declarados por mí de poner todos los medios para lograr tan grandes fines, que si me decidía, en mis procedimientos, a servir a mis protegidos el vino viejo en odres nuevos, cosa que él no desaprobaría, lo hiciera con sumo tacto, «porque -concluyó-, hermosa es la luz; pero no hay que abrir de repente todas las ventanas a los que han vivido a oscuras por achaques de la vista; pues hay que temer las locuras que entran por los ojos deslumbrados». A esto ya no pudo callarse don Román, y expuso el ejemplo de la caída de Coteruco, en demostración de lo afirmado por su amigo. Enderezada la conversación por estos carriles, nos habló de lo que le costaba aclimatarse a la vida de la ciudad: no podía con ella un hombre como él, nacido para respirar el aire oxigenado, puro, de la Naturaleza, y necesitaba también la presencia y hasta la compañía de aquellos hombres rústicos, aun con sus ingratitudes. El recurso de dejarlos a solas con su pecado, había producido muy buenos frutos. Poco a poco se habían ido levantando de su caída, y ya le echaban de menos. Esto le consolaba y le satisfacía; y si no había vuelto ya a Coteruco, era porque quería hacerse desear un poco más, para asegurar mejor la curación de sus «locos». Desgraciadamente no participaban sus hijos de aquéllas sus ilusiones, porque tenían otros gustos muy diferentes; pero todo podía arreglarse con algún sacrificio de cada cual. Entre tanto, distraía sus impaciencias con los hechizos de una nietecilla que Dios le había dado, y era la criatura más hermosa que había nacido de madre. Andábase a la sazón en proyectos de llevarla a Sotorriba, para que la conociera su otro abuelo, don Lázaro, cuyos achaques le impedían salir de casa.

Alguien preguntó allí si era verdad que don Gonzalo González de la Gonzalera se había quedado memo y pobre a consecuencia de disgustos y despilfarros domésticos, pero no obtuvo respuesta la pregunta, porque apareció de golpe y porrazo en la salona un nuevo personaje que comenzó por decir que ni por haber rodado tres veces por los suelos y casi reventado la tordilla en sus ansias de correr, había podido llegar antes. ¡Así venía el infeliz de embarrado y descosido de pies a cabeza! Era un hombre de buena edad, estampa agradable... y juez municipal de su pueblo: de aquél muy empingorotado en que había conocido yo a uno de mis consanguíneos de Promisiones, yendo con Neluco a la Torre de Provedaño. El caso era que, al ir a montar muy de mañana para acudir a los funerales de mi tío, le habían entregado un oficio del juez de primera instancia, obligándole a practicar unas diligencias que le entretuvieron cerca de dos horas... todo respecto a la «trigedia» del día anterior, que yo debía conocer, y para eso, la verdad fuera dicha, para que la conociera venía él principalmente.

Hicímosle sitio en la mesa, previne a Facia que le fueran sirviendo desde la sopa de fideos inclusive; y mientras salía Tona y se quedaba su madre cambiando platos y retirando sobras destrozadas de guisotes, y todos le prestábamos grandísima atención, refirió él que bajando un pastor de su invernal, recién empezado el desnieve, a campo travieso, porque apretaba el frío y corría mucho una nube negra por mala parte y peor camino, se paró un instante, para echar una yesca y encender la pipa, a la misma boca de un covachón, conocido de muy pocos, por estar fuera de senda frecuentada, como a la mitad de distancia, por el atajo, entre Tablanca y el pueblo del relatante, pero en término municipal de éste. Parado allí el pastor y dale que te pego con el canto de la navaja, porque no chispeaba bien la piedra o no era la yesca de lo mejor, observa que le da en la nariz un «jedor» que tumbaba de espaldas. Mira aquí y olfatea allá, nota que el jedor sale de la cueva; tiéntale la curiosidad, entra, y en un recodo muy ancho, hacia la derecha, ve tres hombres tendidos a la larga, boca arriba, tiesos y casi amontonados unos sobre otros, muertos los tres y arrimados a una piluca de ceniza y tizones apagados. Espántase, huye de allí; y por ser el más cercano, según su cuenta, da en el pueblo del narrador y refiere lo que ha visto. Acude éste allá por su cargo, acompañado en debida forma, y resulta verdad lo denunciado por el pastor. Tres eran, en efecto, los cadáveres, y de personas bien conocidas en el lugar, y bien pertrechados iban de armas de fuego... y hasta de cuerdas y navajas. Sin duda los sorprendió allí el temporal de nieve, desde que comenzó, y perecieron de hambre y de frío... por decreto de Dios que conocía sus malas intenciones. Era el uno un peine que se titulaba ingeniero y decía andar en busca de una mina de oro, meses hacía ya, con su vestido harapiento, sus greñas y su barba silvestre y su costurón en la cara, que le partía un ojo y la mitad de la nariz.

Aquí se oyó un estrépito infernal de platos hechos trizas, y un grito de Facia a quien se le habían caído de las manos como una docena de ellos. La miré entonces y la encontré mirándome a mi con ojos espantados y el color de la muerte en la cara. Díjele con los míos que no cometiera una indiscreción; entendióme, y la añadí de palabra y sonriéndome que no era el estropicio aquél motivo para que se asustara tanto, aludiendo a los platos rotos, mientras Tona arrimaba al del juez municipal dos medias fuentes bien colmadas de potajes, algo pasmadona por lo que había pescado del relato, pero seguramente más por el desastre de la vasija, que había arrancado el grito a su madre.

Vuelto el relatante a su historia después de este incidente, y viendo yo que, por respeto a mí, sin duda, andaba con repulgos y melindres para declarar en neto castellano quiénes eran los otros dos muertos, apresuréme a decirle:

-Sé perfectamente de quiénes se trata, y quiero evitar a usted la repugnancia de declararlo delante de mí: se trata de dos parientes míos; de los dos hidalgos de Promisiones. Con uno vivía el ingeniero ese del chirlo, en su pueblo de usted: los vimos juntos Neluco y yo al pasar por él, yendo a Provedaño. Según noticias de buen origen, esperaban entonces de un día a otro al hermano que faltaba de aquel mi pariente (que, por lo visto, llegó a tiempo) para dar el último golpe en la explotación de la mina de oro puro que había descubierto el lince de las barbas silvestres. En buena justicia, tenían los tres más que merecido el palo, en el que hubieran muerto a no morir de ese otro modo. Conque ya ve usted si tengo hasta motivo, por lo que a mis parientes toca, para alegrarme de que hayan acabado así, como cualquier hombre de bien.

Declaró el preopinante que era la pura verdad todo cuanto yo había dicho; añadió en respuesta a una pregunta que alguien le hizo, que el hombre del chirlo en la cara había vivido en el lugar con el nombre, indudablemente supuesto, de Pedro González que constaba en su cédula personal, y que con ése se le había registrado, ya muerto, en el libro correspondiente; alegréme yo de ello, y de seguro se alegraría Facia, que lo oía, mucho más... y se acabó aquella conversación sin meternos en otra nueva, porque se había acabado también la comida, apremiaba el tiempo y tenían mucho que andar los comensales forasteros para volver a sus hogares los unos, y los otros para terminar su jornada. Porque resultó que don Recaredo aprovechaba la ida a Tablanca para despachar un negocio, pendiente de ese paso año y medio hacía, en un pueblecillo del Nansa, aguas abajo, y el insigne campurriano tenía también sus quehaceres de urgencia en la capital, por lo que se le llevaron consigo don Román y su yerno. Desapareció sin saber cómo don Lope; fuéronse, mientras seguía comiendo todo cuanto le ponían delante el juez municipal susodicho, los dos desiguales de Caórnica y los cinco pudientes del Nansa, aguas arriba y aguas abajo de la casona; acabó, al fin, de comer el que quedaba comiendo, y marchóse igualmente, y bien repleto, a su lugar...

Al otro día, muy temprano, se largaron a Robacío la hermana y el cuñado de Neluco; y pocas horas después, ¡ay! me abandonó también toda la familia del gigantón de la Castañalera.




ArribaAbajo- XXXI -

¡Y aquélla fue la más negra para mí! La de verme solo en los ámbitos enmudecidos y yertos de la casona, alcázar de mi flamante y patriarcal señorío, en el pobre terruño de «mis mayores». Todo me resultaba ancho, todo me sobraba allí y todo se me venía encima, como si estuviera edificado en el aire, desde que se había vuelto a sus hogares la familia del viejo Marmitón. Porque con la presencia continua de unas mujeres tan animosas y alegres como aquellas dos, más el trajín en que anduvieron empeñadas y el entrar y salir de tantas y tan distintas gentes en los últimos días, no había podido conocer yo en su verdadera magnitud el vacío que dejaba en la casona la muerte de su venerable habitador y dueño, que, vivo, la llenaba toda, y era además el lazo que me amarraba a ella con la fuerza de mi compromiso, fundado principalmente en la consideración de lo que él estimaba el regalo de mi compañía.

Venían a menudo a verme el Cura don Sabas y Neluco, y pasaban conmigo largos ratos; continuaba la tertulia de la noche muy concurrida y animada; presidíala yo con la mayor asiduidad, y hacía de tripas corazón para creerme muy divertido en ella, o para darlo a entender delante de aquellos rústicos y buenos tertulianos; ocupábame a ratos en despachar mi correspondencia o en arreglar los papeles y cuentas de la testamentaría; hablaba con Facia y me complacía en ver cómo, creyéndose ya, en virtud de las noticias traídas por el juez municipal de marras, y de mis subsiguientes reflexiones, libre para siempre de la cruz que tanto la había oprimido, y dando por guardado en el fondo de una sepultura el secreto de lo que podía ser afrenta para su hija, iba la pobre mujer tornando a la vida, y recobrando poco a poco las extenuadas fuerzas de su espíritu, llorando y rezando a la vez por el hombre desventurado, muerto con el alma manchada de negras intenciones, tras una vida azarosa y criminal; gozábame también en descifrar en el impenetrable continente de Chisco ciertos confusos caracteres que delataban en los adentros de su pechazo un regocijo manso y profundo desde la herencia de la «pilá de onzas», y en tirarle de la lengua para saber cómo andaba desde entonces en sus tratos y amistades con la familia del Topero, el cual, según mis noticias, se había humanizado mucho con él y hasta «le echaba memoriales con los ojos» y aun con algunas indirectas demasiado insinuantes; interesábame de veras Pito Salces, que andaba amurriadote y receloso temiendo que hubieran cambiado las buenas disposiciones de Tona hacia él desde que era rica por su madre, y hasta por sí propia, tomando el pobre por desdenes el pasmo, muy natural, en que cayó la mozona en aquellos días de lances gordos; salía de casa algunas veces para ventilar un poco las ideas y estirar los miembros entumecidos, aunque hallaba siempre el suelo como una esponja encharcada, y frío el sol que iluminaba el valle, mientras me segaba las barbas el ambiente que no apagaba una cerilla, y tenía que volverme a mi agujero sin haberme atrevido a descender el pedregal por donde querían conducirme los impulsos de mi necesidad de departir con alguien que me comprendiera; tramábala con Chisco después, o con el primero que se me pusiera por delante, y, en fin, hasta procuraba, siguiendo las enseñanzas bucólicas de Neluco, descender con mi razón, más luminosa, a las tenebrosidades de aquellos hombres para hallar el nivel apetecido y con él el prometido deleite; pero aun así, me sobraban horas y horas eternas de soledad y de silencio en aquellos páramos envejecidos y negros en que resonaba el eco de mis pasos febriles como si los diera bajo las bóvedas sombrías de un calabozo; y por donde quiera que la mirara, aquella mi labor heroica para hacer la vida más llevadera no venía a ser otra cosa que labor de encarcelado, hasta con el tenaz, profundo y tentador deseo de escaparme.

De escaparme sí; porque había vuelto a imponérseme esta idea, no como la primera vez que la sentí pasando por mi cerebro como una ráfaga, sino como un prurito irresistible que iba desbaratando por momentos la obra de mi aclimatación, casi a punto de terminarse ya. Parecíame la fuga una verdadera canallada; pero los cuerpos abandonados en el aire, caen por su propia gravedad; y así me sentía yo caer, roto, con la muerte de mi tío, el vínculo que más me ligaba a la casona. Cierto que me quedaban las ligaduras de un compromiso solemnizado tantas veces y delante de tantas y tan distintas personas; pero también era verdad que a ese compromiso le había puesto yo la limitación de «en cuanto me fuera posible», y que, suponiendo que llegara a ser capaz de penetrar la obra de mi tío para trabajar en ella, mi trabajo no sería continuo ni a cada hora, ni siquiera de cada día, al paso que la tediosa realidad que me asfixiaba era continua, perenne, de todos los momentos.

Luchando sin cesar entre estos impulsos empecatados y las repugnancias de mi conciencia de hombre formal, hubo ocasión en que me reí de mí propio, viéndome discurrir con el criterio de un colegial mal avenido con su encierro. ¡Qué cosas se me ocurrían para justificar una escapada, con promesa de volver y propósito de no cumplirla!

Serenándome después y dando mayor altura a mis pensamientos, detúveme a considerar el valor de los buenos frutos que había conseguido con el trabajo de mis propias observaciones, y el ejemplo y la predicación, más o menos directa, de mi tío, de Neluco, del señor de la Torre de Provedaño, sobre todo, y de otras muchas personas de gran monta; y entonces me avergoncé de haber pensado como pensé para sacudir la carga de mis tristezas.

Colocado en este terreno, pronto comprendí que lo que yo necesitaba desde luego y con urgencia para salir airosamente del conflicto, era adquirir otras ligaduras con qué sustituir las quebrantadas por la muerte; otro vínculo nuevo que me uniera a Tablanca, ya que no tan estrechamente como lo estuvo mi tío, hasta el punto, cuando menos, de que dejara la casona de ser cárcel para mí.

Bueno. Pero ese vínculo ¿dónde hallarle? ¿de qué casta era?... ¡Quién sabe los espacios que recorrí entonces con la imaginación enardecida y visionaria! En este viaje veloz y disparatado no hallé momento de tranquilidad ni de reposo, porque todo me parecía mal para hacer un alto de respiro... hasta que di en la más peregrina de las ocurrencias. Pero ya tenía siquiera una hipótesis en que detener el discurso fatigado. Pues a ello, y con toda la minuciosidad escrupulosa de quien, como yo, medita en asunto tan grave como aquél por vez primera en su vida. Elevé los pensamientos por encima de las enriscadas barreras del valle, y le llevé lejos, muy lejos de Tablanca; cerré los ojos, acudí a los repuestos de la memoria, y fui extrayendo de ella una verdadera legión de imágenes, a las que hice desfilar después, una a una, por delante de mí. Cuando hubo pasado la última figura de esta bizarra procesión, volví con el pensamiento a las montunas realidades de Tablanca... y me llevé las manos a la cabeza, como quien se percata de que ha estado colmándola de disparates para obtener ideas salvadoras. Apagué la linterna de mis cavilaciones y, ¡oh sorpresa!, con el último rayo de su luz vi pasar rápidamente por los términos ofuscados de la imaginación, una nueva e inesperada imagen que parecía llevar en sí la virtud de resolver todas las dificultades del conflicto. Pero... Y acabé por hacerme cruces y echarme a reír.

Riéndome estaba aún cuando entró Neluco.

-Así me gusta verle a usted -me dijo-, y no con la triste catadura de estos días atrás.

-Pues a ella volveremos, amigo Neluco -le respondí-, si Dios no hace el milagro que le pido.

-Sin embargo, usted se reía ahora...

-La risa del conejo...

-No insisto -repuso el médico-, porque no quiero que me tenga usted por imprudente; pero le aseguro que, sin ese temor, más de dos veces le hubiera preguntado, en estos últimos días, por los motivos de un desaliento que no ha podido usted disimular.

Despertaba esta declaración de Neluco la idea, no dormida enteramente en mí, de confesarme con él, como Facia se había confesado conmigo. Podía esperar mucho de los consejos de su experiencia, y, en último caso, el alivio que da en las apreturas del ánimo el recurso de departir sobre ellas con un amigo de buen entendimiento.

-Precisamente -le respondí armándome de resolución-, tenía yo grandes deseos de echar un párrafo con usted sobre los mismos particulares. Conque, ahora o nunca.

Cerré la puerta de mi gabinete, sentámonos los dos con la mesita entre ambos, y comencé a hablarle de esta manera:

-Ha de saber usted, amigo Neluco, que desde que volvieron a reinar el orden y el silencio en esta casa, después de muerto y sepultado mi tío, yo no sé en qué invertir las horas que me sobran dentro de ella... Me parecen interminables, no veo el modo de mejorarlas y me asusta lo porvenir con una perspectiva semejante. Esta es la verdad de lo que me sucede; le tengo a usted por buen amigo, y a usted se la declaro.

-¿Para qué? -me preguntó el médico, muy serenamente, después de contemplarme en silencio unos instantes.

-Por lo pronto -le respondí-, para que usted la conozca, y después, para que, si lo tiene a bien, me ayude con su autorizado consejo.

-¿A qué? -volvió a preguntarme con la misma serenidad de antes.

-¡Pues me gusta la ocurrencia, caramba! -exclamé yo un tanto picado por aquel modo de acorralarme, que se parecía mucho a una broma algo pesada-. ¿Qué se entiende aquí por ayudar a un hombre que perece en el fondo de un precipicio?

-Perdone usted -replicó el médico-; pero o yo no estoy en mis cabales, o el caso que me cita por ejemplo, no es aplicable enteramente al caso particular de usted. El que se halla en el fondo de un precipicio, no puede tener otro deseo que el de salir y alejarse de él; y a usted, en la situación en que hoy se encuentra, se le puede servir de dos maneras: ayudándole a salir de ella, o trabajar para hacérsela soportable y hasta divertida. Ahora usted dirá de cuál de estos dos extremos se trata.

-Del que mejor le parezca a usted -le dije-, o de los dos juntos... En fin, póngase usted en mi caso, y hábleme con franqueza.

-Pues con franqueza le digo -repuso el médico que no me extraña lo que le sucede a usted. Lo esperaba... Entendámonos: esperaba que muerto don Celso y solo usted en su casa, había de parecerle ésta más grande, más negra y más triste que antes, y el tiempo que pasara en ella, muy largo y enojoso. Nada más natural en un hombre de los gustos, de la educación y de los antecedentes mundanos de usted. Lo que no esperaba es que llegaran sus desalientos al extremo a que, por lo visto, han llegado... Pues mire usted, señor don Marcelo: ni por cortesía siquiera le aconsejo a usted que, para distraer su fastidio, se largue enseguida de Tablanca; consejo que, o yo no sé leer fisonomías o es el que más había usted de agradecerme. Y no se le doy, porque estoy segurísimo de que si se largara usted en la situación de ánimo en que se encuentra ahora, no volvería por acá en todos los días de su vida.

-Hombre -respondí yo cogido por la mitad de lo cierto-, eso es mucho decir.

-Ni más ni menos que lo justo -replicó el médico-, porque es la pura verdad; y usted no puede ni debe hacer eso, aunque echemos en olvido cierta promesa y hasta lo solemne de la ocasión en que fue ratificada; porque usted nada tiene que hacer en ese mundo que le tienta, y aquí sí; porque allá -y dispense la franqueza-, a pesar de sus merecimientos personales, no pasaría de ser uno más en el montón de los anónimos, y aquí desempeñaría un papel mucho más lucido, no por el relumbrón de su jerarquía, sino por la condición benéfica del cargo. Nada de esto quiere decir que esté usted obligado a sepultarse aquí perpetuamente: al contrario, yo sería el primero en aconsejarle que no lo hiciera; que de vez en cuando traspusiera esas cumbres para echar una cana al aire, bien seguro de que esas correrías, hechas por un hombre del entendimiento y de la cultura y de los caudales de usted, habían de lucir al fin y al cabo en beneficio de este valle. Mas para llegar a ese extremo, es decir, para que pueda yo excitarle a que se vaya, es preciso asegurarle aquí antes con algo que le sirva de cebo para volver, por natural y espontáneo movimiento de su corazón... En una palabra, tiene usted que aclimatarse de nuevo a esta casa y a esta tierra, y a estos hombres, tales y como habían llegado a parecerle, a la muerte de su tío don Celso.

-Pero, hombre de Dios -exclamé yo aquí-, si precisamente es ése mi dedo malo; si todo eso que usted me dice parece pensado con mis propios pensamientos y dicho con mi propia lengua; si yo no deseo otra cosa que apegarme a este terruño y cogerle todo el amor que usted le tiene; pero ¿cómo? ¿con qué? Este es el caso. Vivo mi tío, la obligación, convertida en gusto ya, de acompañarle, me entretenía, y con ello, todo cuanto le rodeaba; muerto él, me falta aquel recurso poderoso, me pierdo en el vacío de esta casa, y me abruman las eternas horas que paso en ella buscando la manera de abreviarlas. Continuar su obra benéfica. Enhorabuena. Esto es fácil y hermoso de decir; pero es muy vago y no resuelve nada, y lo que yo necesito es algo más concreto, más práctico y del momento. Si se tratara, verbigracia, de cortar camisas para los pobres o de enseñar la doctrina a los muchachos, yo me pasaría los días enteros manejando, las tijeras o injiriendo el Padre Astete en las cabezas de estos motilones; pero no se trata de eso ni de cosa parecida: la obra de mi tío no da qué hacer a cada instante ni a cada hora.

-¿Cómo que no? -interrumpióme Neluco-. ¿La conoce usted a fondo por si acaso?

-No, señor -le respondí.

-¿Y le parece a usted -añadió- poco entretenimiento el de estudiarla de ese modo, no sólo para conocerla, sino para mejorarla? Porque a usted le hemos de exigir también -prosiguió el mediquito bromeándose-, que la mejore, y la mejorará seguramente.

-Santo y bueno -dije yo siguiendo el tono que me daba Neluco-: la mejoraré si ustedes se empeñan. Pero -añadí formalizándome de veras-, ese estudio que me recomienda usted, hasta para entretenimiento de las horas de estos días, ¿cómo le hago? ¿por dónde comienzo?

-¿Y para cuándo? -replicó Neluco- son los buenos amigos y los competentes consejeros? ¿En qué ocupación más agradable ni más honrosa podría usted emplearnos?... y perdone la inmodestia con que me sumo con ellos... Y ya que de esto se trata y estoy autorizado por usted para hablarle con franqueza, he de decirle que además de este estudio, del que no puede usted prescindir, hay otra ocupación más del momento todavía, en la que debió de habernos empleado días hace... y no nos ha empleado usted, con gran extrañeza nuestra; con lo cual ha perdido un excelente recurso para matar horas sobrantes... Pensaba yo que, aunque a usted le sobraba el dinero al venir a Tablanca, había de picarle un poco la curiosidad de conocer de vista las haciendas de aquí, heredadas de don Celso, y el organismo, vamos al decir, de los tratos y contratos con sus llevadores, y algo más, a este tenor, que no deja de ofrecer su lado patriarcal, y por ende, interesante y pintoresco para un hombre como usted. Con el pretexto de verlo con los propios ojos, se deja la cárcel que abruma y entristece, se respira el aire libre y se renuevan las ideas y se esparce el ánimo encogido. Con la contemplación de lo visto así, nacen pensamientos que se comunican, por de pronto, con quienes nos rodean, y dan materia abundante para discurrir después si estamos solos, o para departir con interés gustoso si estamos acompañados de amigos que nos quieren bien. La propiedad, por pequeña que sea, tiene esa virtud, y si es recién adquirida, en más alto grado. ¡Figúrese usted si durante estos días en que tan soberanamente se ha aburrido y tan hermoso se ha mostrado el tiempo, nos hubieran faltado motivos de excursiones y temas de conversación y andamiajes de proyectos! Vamos, que parece mentira que ni por instinto de conservación se le haya ocurrido a usted una cosa tan hacedera y conveniente, y haya preferido entregarse atado de pies y manos a las inclemencias de su carcelero. Pero todavía no es tarde para subsanar esta equivocación. Le acompañaremos a usted por esos campos mientras el tiempo lo consienta; veremos y hablaremos lo que a usted le importa ver y de lo que le interesa hablar; continuaremos aquí después las conversaciones de afuera, y se apuntarán o se discutirán y se reformarán cálculos y proyectos, aunque alguna vez resulten castillos en el aire. Esto, por de pronto. Mucho de lo demás, vendrá ello solo a meterse por las puertas de esta casa... Por ejemplo: dentro de pocos días, porque ya estamos en el mes de hacerlo así, verá usted ir llegando la falange de sus colonos y aparceros a pagarle las «rentas» que le deben, unos en maíz, en castañas o en dinero; otros en las tres especies juntas, y algunos con las manos en los bolsillos desocupados, para que usted les provea de lo que más necesitan. Así irá usted conociendo, poco a poco, hasta el pie de que cojean, y descubriendo el camino por donde ha de llegar hasta la entraña misma del misterio... Amén de esto, ¿por qué no ha de volver usted a sus saludables correrías de antes? Ahí está Chisco, más animoso y ufano aún que entonces, porque ha mejorado fortuna, y doblemente apegado a usted por las larguezas que con él ha tenido; ahí está Chorcos suspirando todavía, aunque no tanto como por la hija de Facia, por aquellas aventuras montaraces, y aquellos tragos de licor tan confortantes, y aquellos agasajos tan frecuentes... y aquí estoy yo, finalmente, para cuando quiera disponer de mí; y lo mismo le dirá don Sabas de sí propio, y cada uno de los habitantes de este pueblo... Otro ejemplo más. A la hora menos pensada verá usted retoñar en el campo los preludios de la primavera; hallará la tierra enjuta y salpicada de florecillas esmaltadas; aspirará la fragancia de los montes y de los prados, y quizá se fije en que ya es hora de mover la tierra... pinto el caso, de este huerto, y aun de cultivarle mejor de lo que se ha cultivado hasta hoy; y con esos fines, llama usted a los obreros, hasta por el gusto de pagarles el jornal; y los manda que caven; y según le van obedeciendo, se va usted emborrachando con el olor de la tierra removida, que es el olor de los olores agradables, y piensa en nuevas y variadas plantaciones, y hasta esboza un proyecto de jardín en el rincón más abrigado... Y quien dice mejorar el huerto, dice retejar la casa o reparar sus achaques interiores... en fin, que nunca faltan quehaceres al hombre que se empeña en tenerlos, aunque sea en las soledades de Tablanca... Y ¿para qué se quiere el dinero?

Aquí hizo un alto Neluco y se quedó mirándome fijamente como en espera de mi contestación. No tardé en dársela.

-Todo ese cuadro que acaba usted de trazarme -le dije-, me enamora y me seduce... como pintado en un papel. Mas quiero dar por supuesto que es la pura realidad. Ya tengo en mis manos el remedio contra el fastidio de unos cuantos días... de una buena temporada, si usted quiere. Corriente. Pero ¿Y después? Cuando no pueda voltejear por la montaña, ni remover la tierra de mi huerto, ni tenga negocios que tratar con mis colonos, y usted esté ocupado en sus quehaceres profesionales, y don Sabas en los de su ministerio, y vuelvan las celliscas desatadas, y las horas sin fin, y las noches eternas, ¿qué me hago yo en las soledades de este palomar, sin la naturaleza y las aficiones de mi tío, o de don Sabas o de usted?

-Es que yo cuento -me replicó Neluco-, con que le basten y le sobren para atarle a Tablanca, de tal modo que se le pueda dar licencia para que se ausente del valle sin el temor de que no vuelva a él, esos entretenimientos y otros tales, si llega usted a tomarles gusto... Después, ¡qué demonio! es hasta pecado mortal decirle a un hombre del talento y de la experiencia de usted, cómo se sortean las horas sobrantes en la vida, que todos pasamos. Lo principal es la base de la ocupación: las lagunas de ella se colman como se puede. Para eso es el entendimiento que a usted no le falta... Y, por último, si con los recursos de él no consigue lo que busca, todavía le queda el de ligarse al terruño éste con vínculos de tal resistencia, que sólo la muerte pueda romperlos.

-Los vínculos... matrimoniales, vamos -le interrumpí-. ¿A qué andarnos con metáforas?

-Cabalmente -replicó el médico.

-Pues lo dicho -añadí yo-. Está usted pensando con mi propio caletre y hablando con mi misma lengua. También se me había ocurrido esa salida un momento hace.

-¿En serio?

-O en hipótesis.

-No es lo mismo. ¿Y por qué no ha de habérsele ocurrido en serio? Está usted en la mejor edad para casarse, es rico, ha corrido el mundo, tiene la experiencia de él, está huérfano y solo y a centenares de leguas del único deudo cercano que le queda, y tan sobrado de caudales como usted. ¿Para qué demonios quiere el suyo y la larga vida que tiene por delante, sino para reconstruir la familia que ha perdido y dejar en la tierra, cuando la abandone para siempre, alguien que le cierre los ojos con cariño y le llore de todo corazón?

-Y usted -respondí a Neluco medio en serio y medio en chanza-, que ve y siente todas esas cosas tan bonitas, que yo no veo ni echo en falta, como de urgente necesidad, ¿por qué no me ha dado ya el ejemplo?

-Porque son casos muy distintos el de usted y el mío, señor don Marcelo -díjome a esto Neluco-. Yo empiezo a vivir ahora, necesito trabajar, y trabajar mucho, para ganar el pedazo de pan que como; y además, ni me aburro en la soledad en que vegeto, ni me tientan, como a usted, las seducciones de «allá afuera», ni conmigo ha de extinguirse mi apellido aunque yo muera solterón... ¡Pero si me viera en el pellejo de usted!...

-Con verte y sin verte de ese modo -dije yo para mí, contemplando al médico con ojos de malicia-, no has de tardar mucho en caer del lado a que te inclinas, marrullero -y añadí en voz alta-: Pues supongamos, amigo Neluco, que yo, por pensar como piensa usted, o por vocación verdadera, o por eso que se llama razón de estado, resuelvo casarme... para vivir aquí, por supuesto, aunque no sea perpetuamente. Natural es que yo busque una compañera adecuada a mis condiciones... Y en este caso, ¿me quiere usted decir, señor casamentero, con qué cara ni con qué conciencia ofrezco yo a ninguna mujer, entre todas las que conozco, este presidio por recompensa de la dicha que yo voy buscando en el intento de casarme con ella?

-¡Pues eso sólo le faltaba a usted! -exclamó aquí Neluco llevándose las manos a la cabeza, como yo me las había llevado poco antes y con el propio motivo-. Con una compañera de esa estofa no viviría usted aquí en santa paz media semana. Mil veces peor que la enfermedad sería la medicina.

-Y siendo esto, como lo es -repuse-, ¿de qué traza ha de ser, y de dónde, la mujer que yo busque para casarme con ella? ¿Quiere usted que apechugue con una mozona de Tablanca?

-¿Y no hay más mujeres en el mundo -dijo con entereza el mediquillo-, que las mozonas de Tablanca y las señoras de Madrid? Procure usted, señor don Marcelo -añadió en tono de la mayor sinceridad-, que la mujer elegida para compartir con usted el señorío de esta casa, se considere muy honrada y gananciosa en ello: con esto basta, y no dude que las de esta condición abundan a nuestro alcance. El asunto no es puñalada de pícaro: da tiempo para discurrir, para andar y para ver... y ¡qué demonio, hombre! -exclamó de pronto con inusitada vehemencia-, puesto que hablamos ya en serio, y para que vea que no fantaseo yo en lo que afirmo, válgale este ejemplo que ahora se me viene a la memoria: ¿quiere usted belleza y ternura y bondad y delicadezas de sentimiento, y cuanto se pueda pedir, menos la cultura refinada de los salones, en una sola pieza, en una mujer modelo, aun para un hombre como usted? Pues bien cerca la tenemos: Lita. Conque anímese usted a pretenderla.

Me quedé estupefacto. ¿Era aquello broma? ¿Era abnegación? ¿Era arranque patriótico? Le declaré mi asombro, y me dijo:

-Desde que vino usted a Tablanca, está empeñado en ver visiones a ese propósito. Lo sé por algo que usted me ha dicho y otro poco que ha dejado traslucir. En una ocasión le pinté la casta y los motivos del cariño que nos tenemos los dos. Lo que entonces le dije era la pura verdad, y la mejor prueba de ello, lo que acabo de proponerle y tanto asombro le ha causado. Crea usted que con todo lo que le estimo y le considero, no llevaría mi abnegación hasta el punto de brindarle con prenda de tan alto valer, si fuera mía en el sentido que usted se había imaginado. Esto sin contar con que, aun sin ese soñado compromiso, sabe Dios lo que la huéspeda pensaría de estas cuentas, si nos estuviera escuchando por el ojo de esa cerradura.

Instintivamente volví los ojos hacia la puerta. Entonces soltó una carcajada Neluco, y comprendí que no sabía yo llevar la broma con la frescura que el caso requería.

Cambió discretamente de conversación el médico; dimos poco después unas vueltas por la salona, hablando... no recuerdo de qué trivialidades; fuese al cabo de un corto rato, y quedéme otra vez solo; pero ¡cosa extraña! sin inquietudes ni tristezas.




ArribaAbajo- XXXII -

¡Vaya si me dio que pensar la ocurrencia de Neluco! Está visto que el mayor interés de las cosas no depende de las cosas mismas, sino de sus circunstancias y accidentes. Aquel mismo pensamiento, expresado en voz alta por el médico, había pasado en silencio por mi mente poco antes sin dejar en ella el menor rastro... Cierto, de toda verdad. Pero ¿de qué había nacido el obstinado empeño que yo tuve desde que llegué a Tablanca y conocí a la nieta de don Pedro Nolasco, en averiguar «lo que había» entre ella y Neluco, dando por supuesto que «había algo...» y que tijeretas han de ser? Al fin y al cabo, ¿qué me importaba a mí que lo hubiera o no lo hubiera? Híceme estas preguntas, porque enlazando sus motivos con el efecto que me había causado la inesperada ocurrencia del empecatado mediquillo, cabía suponer la existencia, en que jamás había creído, de ciertas corrientes misteriosas por lo más hondo e inexplorado del corazón... De todas maneras, existieran o no esas corrientes, el coincidir Neluco y yo, por impulso propio y espontáneo, en un punto tan singular y concreto; yo esbozando la idea mentalmente, y él, como si me la hubiera leído en el cerebro, presentándomela después con visos de realidad, era sobrado motivo para consagrar al caso toda la atención que yo estaba consagrándole. No se dan todos los días, en situaciones semejantes, coincidencias de ese calibre.

Ello fue que me pasé las horas muertas desmenuzando la insinuación inesperada del médico y sometiéndola, por fragmentos impalpables, a la fuerza de un análisis escrupuloso. Así llegué hasta la felonía de sospechar del desinterés de Neluco, creyéndole capaz de haberme apuntado la idea, de acuerdo con la interesada, o con su madre siquiera. Pero me bastó un instante de reflexión para desvanecer el recelo, con vergüenza de haber caído en él.

En todas las edades de la vida tenemos los hombres algo de niños, y siempre hay un «juguete» que nos llega cuando y por donde menos lo pensamos, que nos sorprende y nos encanta y nos preocupa, y hasta «nos hace buenos...» y además tontos. Dígolo porque no solamente me pasé el resto de aquella tarde y una buena parte de la noche dando vueltas al que me había regalado Neluco, para «ver lo que tenía dentro», sino que al despertarme al otro día, lo primero que se me metió entre los cascos del meollo fue la duda de si era o no la nieta del gigante de la Castañalera tan guapa y tan donosa en realidad como el médico me la había pintado y la había visto yo cuando me interesaba menos que entonces; y con esta duda, el propósito firme de ir a aclararla con mis propios ojos en cuanto me levantara... «Porque -lo que yo me decía-, no es que me importe dos cominos, en definitiva, la aclaración; no es que me llegue al alma por ninguna parte la persona, pero me interesa mucho el caso. Se trata de un supuesto que pudiera realizarse el mejor día, y es de suma necesidad verlo, pesarlo y medirlo todo minuciosamente y a tiempo, para evitar ulteriores e irremediables desencantos.»

Y como lo pensé lo hice... y aun hice más de lo pensado; porque me esmeré en el ropaje como nunca me había esmerado allí... y hasta me di «brillantina» en la barba.

Encontré a Lituca de la misma traza que cuando la conocí y como la había visto muchas veces mientras vivió en mi casa, de trapillo y trajinando; con un chal de abrigo cruzado en el pecho y anudado atrás, despeinada y con una bayeta en la mano, dale que le das para despolvorear los muebles, y soba que soba para sacarles brillo. Se sorprendió mucho al verme «tan temprano y tan peripuesto al cabo de días y días sin dejarme ver de nadie», y temió que aquella inesperada visita fuera «para cosa mala». ¿Estaba enfadado con ellas? ¿Me habían dado, sin querer, motivo para estarlo? Todo esto me lo dijo en su lengua pintoresca y armoniosa, suspendiendo su trabajo, arreglándose con la mano libre, blanquísima y rechoncha, los desordenados cabellos que le coronaban la frente, y sonriendo con la boca, con los ojos parlanchines y con los dos hoyuelos de sus carrillitos sonrosados. Me vi mal para responderla en el tono que pedía la situación; porque la referencia a lo de ir yo tan compuesto, me ruborizó un poquillo como si me hubiera descubierto una flaqueza indigna de un hombre corrido por el mundo. Esto del ropaje lo expliqué con la razón del luto que estaba obligado a llevar y no me permitía salir de casa con los holgados y alegres vestidos de costumbre. Lo de que mi visita fuera «para cosa mala» por las señas de aquellos hábitos ceremoniosos, necesitaba una aclaración, y se la pedí a Lituca. Hízomela diciendo que la cosa mala en que ella había pensado de pronto, era una despedida para lejanas tierras, por no tener ya quehaceres en aquéllas tan tristonas para mí. ¡Pensar yo en irme entonces de Tablanca!... Podía jurar que nunca me había visto más apegado al valle. Pero ¿por qué mi ausencia de él era calificada por ella de cosa mala?

-¡Otra, señor! -respondió a esto con la naturalidad más encantadora-. ¿Quiere que tenga por cosa buena el perder de vista a una persona como usté?... ¡Mire que hasta le he comido el pan!

Soltó aquí una risotada de las que solía, y me pidió permiso para ir a arreglarse un poco, «porque no estaba su ver para cabayero tan principal», llamando enseguida a su madre para que me acompañara mientras tanto. Que viniera su madre, santo y bueno; pero que fuera ella a vestirse y acicalarse, de ningún modo... No lo podía consentir. O había o no había franqueza entre convecinos y hasta comparientes tan íntimos como nosotros. Cabalmente (esto no se lo dije a ella) estaba yo gozándome en admirar, desde que había entrado, el extraordinario relieve que adquirían los encantos de su hechicera persona sobre el fresco, limpio y airoso desaliño que la envolvía. A puño cerrado creía que Neluco y yo nos habíamos quedado cortos en la manera de verla y admirarla. Quedóse al fin, llegó su madre, y entre las dos juntas me pusieron para pelar, por «lo olvidadas que las tenía». Alegué por excusa de mi apartamiento ocupaciones apremiantes dentro de casa, después de un suceso tan grave como el ocurrido en ella... Nada me valió el recurso ante aquellos dos diablejos que todo lo metían a barato. Acudió el viejo Marmitón a la algazara. Cesó ésta unos instantes, y los utilicé yo para averiguar cómo andaba el gigantón desde que no nos veíamos. Andaba «tal cual» según el interesado, y mucho mejor que eso según Mari Pepa... «porque ¡comía el bendito, que no había con qué llenarle!».

-¡Eso sí, gracias a Dios! -confirmó el aludido con su vozarrón de siempre.

Estábamos ya en la sala; sentámonos todos, y empezó a enjuiciarse la visita. Evocáronse por las mujeres los recuerdos de los trajines pasados en aquellos días tan tristes, y aproveché la ocasión para ponderar la soledad en que me había quedado y lo que las echaba de menos en casa... Y no sé a punto fijo de qué modo se fue enredando desde aquí la conversación, porque yo me mezclaba en ella maquinalmente con la palabra, mientras tenía los pensamientos en Lita que estaba enfrente de mí. Pero unos pensamientos muy extraños. Una vez me la imaginé vestida con todos los perifollos de las elegantes de Madrid, y me produjo la visión de lo imaginado tan deplorable efecto, que di un respingo en la silla. Me parecieron una profanación aquellos arrequives en tal cuerpo que no había sido formado para tener por fondos los artificios convencionales de la ciudad, sino los inmutables y grandiosos escenarios de la Naturaleza.

Por éste y otros derroteros semejantes iban mis pensamientos volando a mi placer... hasta que me asaltó de repente el recuerdo de aquella salvedad que había hecho Neluco por remate de la «cuenta» que estuvimos echándonos los dos la víspera por la tarde. Podía la «huéspeda» no estar conforme con ella si nos hubiera oído ajustarla. El diablo me lleve si en aquel momento tenía yo resolución hecha de conducir a término plan alguno relacionado con la aprobación de nuestros cálculos; y, sin embargo, la duda surgida de repente en presencia de la «huéspeda» misma, me contrarió muchísimo. No es el hombre onza de oro que a todos guste por igual, aunque tenga muchas a buen recaudo, como yo las tenía entonces; y podía suceder muy bien que Lituca no gustara de mí por especiales razones... y hasta por estar prendada de Neluco sin que éste lo supiera, pues todo cabía en el campo de los supuestos verosímiles. Pero ¿cómo aclarar esta duda en el acto, sin descubrir el misterio de mis intenciones? Y, sin embargo, aquello no podía quedar así; porque yo necesitaba tener ese hilo principal en la mano para tirar de él cuando me diera la gana, o para no tirar nunca si me convenía más. Egoísmo puro y rebeldías insanas del amor propio contrariado; y como siempre que un hombre, por corrido que sea, se halla en estas situaciones de ánimo, lo primero que pierde es el sentido común, barruntando yo que iba a cometer allí alguna majadería gorda si me dejaba dominar un poquito más del prurito que empezaba a consumirse, di un recorte a la conversación que seguía maquinalmente, y por terminada la visita, con la promesa formal, ¡vaya si lo era! de repetirla a menudo.

Yo no sé lo que pensarían en casa del viejo Marmitón del desconcierto que debió de notarse entre las palabras que salían de mi boca y las ideas que me retozaban en el cerebro, ni si le notaron siquiera; pero es un hecho que a medida que andaba hacia la casona, formando serios propósitos de ir aclarando la duda poco a poco, extrayendo del fondo de la cristalina fuente las pedrezuelas misteriosas con las pinzas de mi experiencia y el tacto de mi nativa serenidad para esas cosas, me maravillaba del desarrollo que había alcanzado aquel arrechucho mío, y de lo cercano que me había puesto de cometer una ligereza impropia, no ya de un hombre maduro, sino de un colegial inexperto. Pero en lo tocante a Lituca, no enmendaba una tilde de lo convenido. Era de lo más mono y hechicero que podía buscarse en estampa y en carácter de mujer; y además, lista y sensible y buena, sin contar lo de hacendosa y hábil. Gran barro, indudablemente, para formar una compañera a su gusto un Adán como yo, en un paraíso de la catadura de Tablanca.

Quiere decirse, y así es la pura verdad, que aunque pasó en breves horas el arrechucho que me había sacado de mis ordinarios quicios, no se llevó consigo la idea plácida que le había engendrado. Al contrario, me la dejó en la mente, cristalizada y luminosa, irradiando sus destellos peregrinos sobre todo cuanto me rodeaba, como el suave resplandor del crepúsculo que aparece sobre el horizonte anunciando el espléndido sol que viene detrás. Sería pueril, inocente, a los ojos de un mundano muy corrido, aquél mi estado psicológico; pero lo cierto era que ya no me creía solo ni desocupado en Tablanca, ni a oscuras, triste y en silencio en la casona; y esto, algo más valía que la credencial de «hombre incombustible», otorgada por otro, esclavo infeliz quizá de esa y otras preocupaciones semejantes. Cabía temer que también pasaran estas ráfagas consoladoras, como había pasado el huracán de antes, y yo lo temí seriamente; pero iban corriendo los días, y lejos de pasar con ellos, cada vez se dejaban sentir más halagüeñas y me traían nuevas fragancias.

Repetí las visitas a la familia de don Pedro Nolasco, porque así se lo había prometido en la primera de las de aquella serie; y algo debieron publicar de mi secreto mis ojos, o el timbre de mi voz o los átomos del aire, pues sin haberse deslizado mi lengua un punto más allá de la raya que la había puesto por límite, ya no era yo para Lituca lo que había sido hasta entonces. Se le acobardaban los ojos enfrente de los míos, era mucho más comedida en sus regocijadas expansiones, y le daban qué hacer los frunces de su delantal cuando hablábamos solos, tanto como las ideas y las palabras que empleábamos en la conversación. Estos síntomas, que se fueron acentuando al andar de mis insinuaciones puramente mímicas, llegaron a darme por aclarada la duda que tanto me había carcomido, sin haber aventurado yo una sola palabra en el empeño: es decir, que se me había ido a la mano el hilo que yo deseaba tener en ella, solo, por su propia virtud, si no era por la fuerza de la misteriosa corriente, en la que no podía menos de creer ya. En suma: que, o me engañaba mucho mi bien acreditada experiencia en esos lances, o podía tirar del hilo a mi antojo cuando me diera la gana.

Estaba, pues, en las mejores condiciones imaginables para hacer un alto en mi empresa y examinar el terreno tranquilamente y a mi gusto. Sobre si este modo de pensar era más o menos honrado y decente, no me puse a discurrir, la verdad sea dicha. Convenía la parada a mis propósitos, y la hice.

No por eso dejé de frecuentar la casa del octogenario de la Castañalera: al contrario, y hasta comí con la familia dos veces en aquella temporada; sólo que procuraba a menudo llevar a Lita al terreno y al estilo de nuestras primeras intimidades, economizando mucho las insinuaciones de otra casta, y usándolas únicamente para conservar «arrimados los fuegos».

¡Y con qué docilidad tan hechicera acudía la inocente a mis llamadas! Tampoco este procedimiento se pasaba de noble; pero me era muy conveniente y con ello apaciguaba ciertos síntomas de rebelión que me intranquilizaban la conciencia.

No era menos comunicativo que con la familia de Marmitón, con don Sabas, con Neluco, con los sirvientes de mi casa, con mis tertulianos de costumbre y con el pueblo de punta a cabo; pero con nadie lo fui tanto como con Neluco. Me perecía por conversar con él; y como en estas intimidades se me deslizaban en la lengua algunos destellos de la luz en que se bañaban mis ideas en su escondrijo, el muy lagarto se sonreía a la callada, y con bien escaso esfuerzo de ingenio iba descubriéndome todo lo que yo no quería declarar. Por fortuna, era infinitamente más discreto que yo en aquellas circunstancias, y todo quedaba reducido a que cambiaran de madriguera los secretos que iban escapándose de la mía.

Volví a las andadas por montes y barrancos, y hasta me parecían llanos y placenteros caminos y sendas por los cuales no andaba yo antes sino echando los pulmones por la boca. También me acompañaban entonces Chisco y Pito Salces; pero más respetuosos y hasta más serviciales, aunque parezca esto mentira, que la otra vez, cuando yo no era amo y señor de la casona, ni había tenido ocasión de mostrar ciertas larguezas que Chisco no olvidaba un punto por lo que a él le tocaba, ni Pito Salces por lo que atañía a la mozona de sus pensamientos. Prestándome gustoso a todo lo que Neluco me había recomendado y continuaba recomendándome para entretener las horas sobrantes del día y de la noche, visité una por una mis haciendas, mis prados, mis heredades, mis castañeras y robledales, mis casas, mis aparcerías de ganados; estudié con verdadero afán de penetrarle hasta el fondo, el organismo, como decía Neluco, «de los tratos y contratos de mi tío y sus aparceros y colonos», donde estaba la enjundia del gran espíritu de este hombre benemérito que, sin políticas bullangueras y perturbadoras, había logrado resolver prácticamente, y por la sola virtud de los impulsos de su corazón generoso y profundamente cristiano, un problema social que dan por insoluble los «pensadores» de los grandes centros civilizados, y tiene en perpetua hostilidad a los pobres y a los ricos. Con el estudio de estos hermosos detalles, acabé de comprender lo que no comprendí a la simple lectura de la «Memoria», en cuyo intencionado laconismo, por lo tocante a la obra benéfica del patriarca, vi entonces otro rasgo de su exquisita delicadeza en sus relaciones conmigo. Este estudio, aunque somero, me ocupó días y días; me dio mucho y muy grato qué hacer y qué pensar, y nuevas y muy hondas raíces de adherencia a aquel pobre terruño que por instantes iba cambiando de aspecto ante mis ojos.

También le llegó su vez al huerto de la casona, como me había aconsejado Neluco y lo hubiera hecho yo sin su consejo por espontáneo impulso de las inclinaciones que iban apoderándose de mí, de día en día, de hora en hora. Se cavó, se removió toda su tierra; se pusieron en buen orden las plantas enfermizas que encerraba, y se trazó un regular pedazo de jardín, que se plantaría debidamente cuando fuera tiempo de ello, lo mismo que los cuadros destinados a frutales y hortalizas. Y era verdad que no tenía pareja el olor de la tierra bien enjuta, removida a la luz y al calorcillo vivificante del espléndido sol de febrero. Jamás lo había notado hasta entonces... Cierto que tampoco me había puesto yo en ocasión de notarlo.

Después de aquellas labores del huerto, como el tiempo seguía risueño y primaveral, emprendí otras más rudas, entre ellas la de suavizar en lo posible la cambera del pedregal, única vía de comunicación que tenía la casona con el pueblo. No quedó el camino a mi gusto, pero sí muy mejorado. Y no acometí enseguida las reformas que había ido proyectando en el viejo caserón de los Ruiz de Bejos, porque éstas eran palabras mayores, como decía el Cura, y me faltaban los elementos necesarios para acometerlas. Pero se acometerían tan pronto como me fuese posible, y sin miedo de que, entre tanto, se me adormecieran los propósitos, porque cabalmente eran aquellas obras uno de los renglones más importantes del plan de vida nueva que yo me había trazado y estaba trazándome continuamente.

El Cura se pasmaba de aquellos mis afanes, y más con la mirada y con el gesto que con palabras, me daba a entender lo satisfecho que estaba de mí; Neluco no me perdía de vista un momento, y parecía entusiasmado con los nuevos fervores míos, los cuales estimulaba con tentaciones de otras golosinas, que al fin me hacía tragar con su diabólica estrategia. En casa de Marmitón ponían en las nubes el milagro, y sólo en boca de Lituca eran comedidas las alabanzas y se refrenaban los plácemes, aunque bien los voceaban los ojos, como si la fuerza de una ley oculta impusiera aquella limitación a los impulsos de su alma; por el pueblo «se corrían» ya las noticias más estupendas a propósito de esta resurrección mía, y me colgaban, con lo cierto, planes y calendarios que jamás me habían cruzado por las mientes; teníanme, no ya por el continuador, sino por el reformador omnipotente de la obra tradicional de los Ruiz de Bejos, por un don Celso refundido y hasta mejorado, no solamente «en estampa y ropajes», sino también «en posibles y en magín»; por la noche iban a la casona los tertulianos con las ideas empapadas en estas fantasías, y me veía negro para rebajar muchas partidas de la cuenta galana y poner las cosas en su punto... En fin, que dentro de mí y en derredor mío era plácido y risueño todo lo que poco antes había sido triste y aflictivo y tenebroso. Hasta la misma Facia era muy otra de lo que fue: comenzaba a nutrirse y a sonreír, y dormía sin sobresaltos... Sólo Pito Salces andaba amurriadón y caviloso, y yo no podía consentirlo, por lo mismo que me creía capaz de remediarlo.

-¿Por qué no echas «eso» a un lado de una vez? -le dije un día.

-Como no está en mí la para... -me respondió mirándose las uñas de una mano-. ¡Qué más quisiera yo, puches!

Le prometí mi ayuda en sus congojas, y casi bailó de gusto. Después llamé a Tona a mi gabinete y la hablé del caso. Se puso coloradona como un tomate maduro, y al fin llegó a declararme, en medias palabras y entre oscilaciones de sus caderas y manoseos del delantal, que «por su parte no diría propiamente que no... cuando juere ocasión de eyu... si su madre...». Llamé a Facia enseguida, vino, y sometí el negocio a su consideración. Mostróse enterada de él por ciertas señales que nunca mienten, y me dijo que «por su parte... cuando juere ocasión de eyu... si a mí no me paecía mal...». Cabalmente me parecía todo lo contrario; y con esto, y con convenir los tres en que la ocasión de «eyu» podía ser, y sería, después de pasar el rigor de los lutos que llevaban por mi tío, se dio el asunto por terminado como yo deseaba y Pito Salces también. Llaméle a poco rato; le enteré de lo convenido con Tona y su madre; hizo dos zapatetas y se dio dos puñadas en los carrillos; le encarecí la obligación en que estaba de ser más prudente que nunca en lo tocante a su noviazgo, si quería que no se le cerraran las puertas de la casa y le regalara yo en su día el ajuar de la suya; y se fue dando zancadas, riéndose solo y tapándose la boca con las manos en señal de acatamiento a mis recomendaciones, después de pedirme permiso, que le di, para recabar de Tona y de su madre la confirmación verbal de lo acordado conmigo... y para «entrar en la casa» todas las noches, y «si a mano venía», para hablar con la mozona alguna que otra vez con los debidos respetos. Acometido ya de la fiebre casamentera, detuve a Chisco al topar con él en el carrejo de la cocina. Pero le vi tan igual a sí mismo, con tales destellos en la cara del bienestar de sus adentros... y estaba yo tan hecho a él y me hacía tanta falta en la casona, que no me atreví a tentarle la paciencia, y le despedí con un pretexto mal urdido.

Corriendo así los días, esmaltáronse de flores y reverdecieron los campos; calentó más el sol; templóse y se embalsamó el ambiente; desperezóse, al fin, la Naturaleza como si despertara de un largo y profundo sueño, y se dispuso a aderezarse, con el esmero de una dama pulcra y muy pagada de su belleza, empezando por las nimiedades del tocador para concluir por lo más espléndido y ostentoso de su ropero; y me pareció llegada la ocasión de realizar un propósito que había formado y madurado últimamente con serias y muy detenidas reflexiones. Se trataba de mi vuelta a Madrid «por algún tiempo». Este viaje le conceptuaba yo de suma necesidad, no tanto por lo que tocaba a mis asuntos particulares, bastante descuidados desde que me hallaba en Tablanca, cuanto por ver el efecto que me hacía, contemplado desde lejos, el cuadro de mis nuevas ilusiones; estimar con exactitud la resistencia que quedaba a los vínculos que aún me unían a la vida pasada, y compararla con la de los que iban amarrándome a la nueva. Conceptuaba yo esta prueba de gran importancia para los fines «ulteriores» y «posibles» de mis cálculos, sin el menor recelo ya de que los vanos fantasmas de otras veces me infundieran la tentación de no volver, tan pronto como perdiera de vista a la casona.

Declaré un día el propósito a Neluco. Le pareció muy bien, y hasta me aseguró que si no se me hubiera ocurrido a mí, me lo habría aconsejado él. «Habían cambiado mucho las cosas desde que habíamos ajustado los dos, en aquel mismo sitio, cierta cuenta...» Y el muy tuno, sonriéndose, me dio un golpecito muy suave con el puño de su cachiporro. Después le confirmé mis ya declarados intentos de emprender en el próximo verano las convenidas reformas en el interior de la casa, y le encargué del acopio de las primeras materias y de buscarme obreros competentes para ello... Yo enviaría de Madrid, y aun traería conmigo «cuando volviera», lo que no podía hallarse en Tablanca ni en sus inmediaciones, para dar la última mano a una labor que tanto me interesaba. A todo se prestó con alma y vida el excelente amigo... y hasta se me figura que pensó que aquellas recomendaciones no se las hacía yo tanto por apego a la obra, como por exhibirle pruebas irrecusables de mis intenciones de volver pronto. Y quizá pensara bien. Llegó el Cura en esto, dile cuenta de lo tratado, y le gustó mucho lo de mejorar la casa; pero no tanto lo de mi viaje a Madrid... «Ahora, si convenía para bien de todos, como yo le aseguraba, fuera eyu por el amor de Dios.»

¿Y Lituca? ¿Qué diría de mi marcha cuando tuviera noticia de ella? Y al dársela yo y al despedirme, ¿dejaría las cosas como estaban? ¿Levantaría un poquito más la punta del velo, o no la levantaría? Pensé mucho sobre éstas, al parecer, pequeñeces, que eran, sin embargo, piezas muy considerables del cimiento en que se apoyaba la armazón de mis hipótesis; y al fin tuve que resolverme por la afirmativa, aunque en su grado mínimo, cuando vi los esfuerzos que costó a la pobre disimular a medias el deplorable efecto que le causó la noticia. Pero así y todo, o quizás por lo mismo, en aquella visita no se rió una sola vez con las veras de antes; ya al despedirme yo «hasta la vuelta» con un apretón de manos muy elocuente, tuvo que darme con los ojos acobardados la respuesta que le faltó en sus palabras descosidas. En cambio, Mari Pepa, a quien me costó mucho trabajo convencer de que mi marcha no era «la del humo», como ella la había calificado de pronto, habló y jaraneó y se despidió por todos los de su casa, incluso el octogenario, que no había dicho diez palabras, y ésas monosílabas y como otros tantos estampidos. Los tres bajaron conmigo hasta la corralada, desde cuya puerta les di el último adiós, con los ojos y el pensamiento fijos en Lituca, cuya expresión de pena bien sentida le agradecí en el alma.

Dos días después me despedía en Reinosa del Cura y de Neluco que me habían acompañado hasta allí, y de Chisco que había ido tirando del rocín que conducía mis equipajes; me acomodaba en los blandos almohadones de un coche del ferrocarril, y comenzaba a rodar hacia las llanuras de Castilla, con la vista errabunda por los horizontes, aún no abiertos a mi placer, y la cabeza atiborrada de pensamientos insubordinados e indefinibles.




ArribaAbajo- XXXIII -

No puedo negar que me encontré muy a gusto en mi casita de la calle de Arenal, tan bien «vestida», tan elegante, con todas las cosas tan a la mano y tan a la medida de mis necesidades. No me veía harto de pisar el suelo alfombrado, de arrellanarme en los blandos sillones, de contemplarme en los espejos de los armarios, de recrear la vista en los cuadros de las paredes y en los bronces y porcelanas que coronaban los muebles de fantasía o guardaban las artísticas vidrieras, ni de tender mis huesos en la mullida y voluptuosa cama a esperar el sueño, que no tardaba en llegar, como un aleteo suavísimo de geniecillos bienhechores. ¡Qué poco se parecía todo aquello a la casona de Tablanca, tan grande, tan vieja, tan desnuda... y tan fría!

También me hallé muy complacido entre el grupo, no muy numeroso, de mis íntimas amistades, lo mismo cuando departíamos sobre lo ocurrido en el escenario de nuestro mundo desde que yo faltaba de él, que cuando servían de motivo a sus bromas la «pátina montaraz» de que veían empañada toda mi persona, o las nuevas aficiones a las cuales me mostraba inclinado, aunque cuidando mucho de no descubrir el oculto resorte del aparente milagro.

Lo que no me gustaba tanto eran las muchedumbres y el ruido y la línea recta informándolo todo, en el suelo de la calle, en los muros paralelos y compactos de las casas enfiladas, en la piedra y en el hierro de las jaulas del vecindario, avezada como tenía la vista a las curvas ondulantes y graciosas de la Naturaleza, al ordenado desorden de sus obras colosales y a la sobriedad jugosa y dulce de sus tonos severos. Echaban de menos mis pulmones el aire rico y puro de la montaña, cuando se henchían del espeso y mal oliente de los grandes centros recreativos atestados de luces y de gentes; y andaba con la cabeza muy alta aun por los sitios más espaciosos, por la costumbre de buscar la luz por encima de los montes; antojábanseme las calles hormigueros y no viendo en ellas más que las obras y los fines de la ambición humana, cuando elevaba mi vista más allá de los aleros que asombraban la rendija de la calle, no descubría siempre la imagen de Dios, o la veía menos grande que la que me reflejaban forzosamente los gigantescos picachos de Tablanca en cuanto clavaba mis ojos en ellos. Yo hubiera querido en tales casos una componenda entre los dos extremos, algo por el estilo de lo que sentía Gedeón cuando se lamentaba de que no estuvieran las ciudades construidas en el campo; pero no siendo posible la realización de mis deseos, no muy apremiantes, me habría acomodado tan guapamente a estas y aquellas relativas contrariedades, entre las cuales había nacido y vivido y hasta engordado, sin la menor sospecha de que pudiera haber cosa mejor dispuesta y ordenada para el regalo y bienestar de una persona de buen gusto, en parte alguna del mundo conocido.

Lo de las muchedumbres, que comenzó por desagradarme un poco, ya llegó a ser harina de otro costal. No hay como las picaduras del amor propio o las insinuaciones del egoísmo para sacar de su paso a los hombres más parsimoniosos. Cada vez que salía de casa o asistía a un espectáculo, siempre, en fin, que me veía envuelto en los oleajes del mar de transeúntes o de espectadores, me acordaba del dicho de Neluco y me preguntaba a mí propio: ¿quién soy yo, qué represento, qué papel hago, qué pito toco en medio de estas masas de gente? ¿Para qué demonios sirven en el mundo los hombres que, como yo, se han pasado la vida como las bestias libres, sin otra ocupación que la de regalarse el cuerpo? ¿Quién los conoce, quién los estima, quién llorará mañana su muerte ni notará su falta en el montón, ni será capaz de descubrir la huella de su paso por la tierra? ¿Y para eso, para vivir y acabar como las bestias, soy hombre y libre y mozo y rico? ¿No serían una mala vergüenza una vida y una muerte así? Y me iba con el pensamiento a las agrestes soledades de Tablanca, donde no existía un desocupado, ni un egoísta, ni un descreído, y había visto yo morir a mi tío abrazado a la cruz entre las bendiciones y las lágrimas de todo el pueblo. Esto sería triste y «obscuro» ante la consideración de un elegante despreocupado; pero era luminoso y grande a los ojos del buen sentido y de la conciencia sana. Quedábame algunas veces, sin embargo, la duda de si estas reflexiones eran legítima y directamente nacidas de la observación serena y desinteresada, o venían impuestas por la idea de mi adquirido compromiso, ineludible ya; pero la verdad es que aquellas dudas se desvanecían fácilmente, y que cada día que pasaba me era menos agradable el desairado papel de comparsa anónimo que había hecho yo en el montón decorativo de esa incesante farsa de la vida.

Contribuía mucho a sostener el calor de estos sentimientos, mi frecuente y animada correspondencia con Neluco, el cual no era menos expresivo, discreto e intencionado con la pluma que con la palabra; y digo lo de intencionado, porque nunca le faltaba un pretexto en las cartas para dedicar el mejor párrafo de ellas a Lita, de manera que me enterara yo de lo que me «añoraba» la hija de Mari Pepa, sin que pareciese noticia de ello lo que me decía. Yo seguía un procedimiento semejante para que se enterara ella de que no la echaba en olvido un solo momento; y así fomentaba y tenía en incesante cultivo este delicado fruto de mi transcendental evolución, dentro de los límites que yo me había trazado para eso.

Me daba minuciosa cuenta del estado de las cosas de allá que podían interesarme; me consultaba dudas o me apuntaba ideas sobre los encargos que le tenía hechos, o me esbozaba otros planes que siempre me parecían bien. Así me defendía de las malas tentaciones con que me asediaban los diablejos de mi vida pasada, en cuyas garras había vuelto a caer. Entre tanto, ordenaba y disponía mis caudales de modo que los tuviera siempre a la mano por alejado que me viera de ellos; y por último, me atreví con lo que más me dolía y a lo cual llamaba yo «quemar mis naves»: «deshice» mi casa. Quería destruir el nido para no tener tanto apego al árbol. Empaqueté lo más, vendí muy poco y regalé algo de ello a mis amigos. Envié lo empaquetado a la Montaña, y me instalé en una fonda.

Entonces fue cuando me puse a mirar, con verdadera y reposada atención, el consabido cuadro «desde lejos». Como «obra de arte», me parecía bellísimo; como realidad, no tanto; pero había que tener en cuenta la luz y los «adherentes» que me deslumbraban algo en mi observatorio, y la incesante y maléfica labor de los diablejos empeñados en que yo no saliera de Madrid y volviera a las andadas. Ello fue que, sin meterme en grandes filosofías, salí triunfante de la prueba con poquísimo esfuerzo de mi voluntad. Verdad es también que, por buenas o por malas, yo, decentemente, necesitaba triunfar en aquel empeño.

A todo esto, me carteaba mucho con mi hermana; y al darle la noticia de la muerte de nuestro tío y de sus disposiciones testamentarias, no la había omitido lo de mis propósitos de continuar su obra en el valle. Como la carta fue escrita en aquellos días de mis entusiasmos bucólicos, la hablé largamente de mis proyectos de vivir allí y de reformar la casona para hacerla más llamativa y pegajosa... en fin, de todo menos de lo principal: quiero decir, de la «santa» a quien se debían los milagros de mi conversión. El caso es que mi hermana alabó mucho mis resoluciones, y hasta me prometió hacer un viaje a España con todos sus hijos, ya que a su marido no le podía arrancar de sus ingenios y cafetales ni con agua hirviendo, sólo con el fin de vivir conmigo una buena temporada en la casona tan pronto como yo la dijera que ya se hallaba habitable. Así como así, estaba ya harta de «moliendas», «trapiches» y «bagazos»... y hasta del sol ultramarino que la derretía, y deseaba cambiar de aires y de panoramas... y de repostero. Después me atreví a apuntarle la idea de sujetarme al terruño con los lazos del matrimonio, y la conveniencia, a mi juicio, de elegir por compañera una mujer como la que le pintaba por ejemplo, copiando las condiciones de Lituca. De perlas le pareció también todo esto. «A ello y cuanto antes», me decía por conclusión de una carta recibida por mí precisamente el día en que entregaba la llave de mi casa a su propietario para establecerme en la fonda.

Recuerdo muy bien estos particulares, porque no contribuyeron poco a sostener mi firmeza en aquellos días críticos en que tan de temer eran las vacilaciones.

Con los apuntes que había llevado yo a Madrid y otros que fue enviando Neluco cuando se le pidieron, un arquitecto amigo mío y persona de buen gusto, hizo un plan de reformas interiores de la casona de Tablanca, muy adecuado al carácter y antigüedad del edificio: cosa seria y cómoda en lo posible. Donde se nos corrió un poco la mano fue en mi gabinete. «Por lo que pueda ocurrir», le había dicho yo al arquitecto. Entendióme la intención, y se despachó a su gusto, y al mío también.

Con estos planos y pormenores a la vista, encargué a Neluco lo que debía adquirirse por allá para lo fundamental de las obras; adquirí yo en Madrid lo puramente accesorio y decorativo que me faltaba, y a la Montaña con ello enseguida. Vamos, que andaba yo con estas cosas como niño con zapatos nuevos.

En mayo empezó Neluco las obras, y a fin de junio, cuando ya estaban terminadas las principales y más engorrosas y se desbandaban hacia el Norte las gentes adineradas de Madrid, salí yo para la Montaña con una impedimenta que metía miedo. Esta vez no me quedé en Reinosa para tomar el camino del Puerto, sino mucho más abajo, para seguir por lo llano hasta la desembocadura del Nansa, y a continuar después aguas arriba. Este camino, aunque más largo, era menos incómodo para mí, y casi indispensable para la conducción de la impedimenta que iba detrás.

Cuando llegué a Tablanca, me encontré a sus habitantes asombrados de lo que estaban viendo en la casona. Aquel traqueteo de herramientas y bullir de obreros y acopiar de materiales, no se había soñado jamás en aquel pueblo, donde no se labró una casa ni acometió una obra que pasara de levantar un «jastial», o reponer unos cabrios, o enderezar una cumbre, en cuanto alcanzaba la memoria de los más viejos. Asustábales, principalmente, el dineral que costaría todo aquello, y después el temor de que «por el visual que iba tomando la casona por adentro», se les cerraran la puerta y la cocina, teniéndolos en poco para darles entrada libre como antes. Me costó Dios y ayuda convencerles de lo contrario, aun haciéndoles ver por sus propios ojos, como ya se lo había hecho ver Neluco más de dos veces sin fruto alguno, que no se tocaba la cocina ni para profanarla con un blanqueo, y que sólo alcanzaban las reformas a las piezas principales y a la escalera. Pero más que estas demostraciones sobre el terreno, les convenció la parrafada que les largué, casi un sermón entero, sobre lo que había sido, era y sería, mientras yo viviera, aquel noble solar para los tablanqueses; la importancia que daba y daría siempre a sus tertulias, y lo resuelto que estaba a que las cosas siguieran allí como en vida de mi tío... Convenciéronse al fin, pero no sin quedar yo convencido también de la razón con que decía, sin que se lo creyéramos los que le oíamos, cierto amigo mío, muy apasionado de la milicia, que debe ponerse mucho tiento en lo de reformar «instituciones» viejas, aunque sea con el fin de mejorarlas, porque, a veces, dos botones de más o de menos en el uniforme tradicional, pueden influir hasta en el desprestigio o en la indisciplina del regimiento que le usa.

Como esto fue lo primero que me impresionó al llegar a Tablanca, lo primero sale a relucir en esta cadena de recuerdos de aquellos días y sucesos; pues al dar la preferencia a la memoria de los más gratos, por otro eslabón bien diferente hubiera comenzado. Dígolo por la impresión inenarrable que me causó Lituca, a quien había dejado algo triste y muy arrebujada en los pesados ropajes de invierno, y encontrada risueña como una aurora de abril, y rebosando de juventud y frescura en sus hábitos veraniegos, sencillos hasta la pobreza, pero limpios y alegres como el plumaje de las tórtolas que la arrullaban desde su huerto florido. Después, los fondos del escenario en que descollaba tan gentil figura: antes desnudos, fríos, yertos, encharcados en agua o amortajados en nieve; ahora la Naturaleza riente y vestida con la pompa de sus mejores galas; los prados verdes y lozanos, los montes frondosos y habladores con el rumor de las brisas jugueteando en su follaje y esparciendo por todo el valle la fragancia más exquisita. Me costó muchísimo trabajo contener en mi lengua las oleadas que subían de mi corazón cuando me vi por primera vez enfrente de aquella criatura que cada día se me revelaba con nuevos atractivos, y noté que leyéndome ella esta lucha en la expresión de mis ojos o en el acento de mi voz, tampoco acertaba a pintar con el colorido que la imponían «las circunstancias», el placer con que volvía a verme. Entre tanto, su madre, su abuelo, Neluco, don Sabas, Chisco, toda mi servidumbre, la hermana y el cuñado de Neluco, a quienes había saludado a mi paso por Robacío; el vecindario entero de Tablanca, todos parecían regocijarse hasta el entusiasmo con mi vuelta y con mis planes y propósitos. Esto me halagaba mucho y hasta llegaba a entusiasmarme, y a todo ello daba abrigo y refugio, con la imagen de Lituca, en el fondo de mi corazón, empezando a dudar ya muy seriamente si procedía de ésta sola aquella nueva luz que me embellecía todo cuanto me circundaba, o había real y positivamente en ello algo capaz, por virtud propia, de hacer el milagro de mi rápida conversión a otra vida que poco antes me parecía insoportable. Porque lo cierto es que yo había llegado a Tablanca por primera vez en el rigor del invierno y en las peores condiciones que pueden imaginarse para la aclimatación en aquel «medio», de un hombre de mis antecedentes; y vistas a la luz del sol estival, tenían aquellas mismas cosas aspecto muy distinto. El valle, vestido de verano, era hasta hermoso; la gente, animada y alegre; los panoramas, mucho más interesantes por la abundancia de luz y limpieza de los horizontes; la temperatura, hasta calurosa en los sitios bajos; las fiestas y romerías, abundantes... y la más solemne y original de las primeras, una que me había ponderado mi tío mucho, aunque no todo lo que verdaderamente merece: la del reparto de la yerba del Prao-concejo en agosto, que dura ocho días seguidos; la verdadera fiesta del trabajo.

Todo el pueblo concurre a aquella vasta y empingorotada pradera, vestido de gala, para la designación de «partidores», bajo la presidencia del «regidor» competente; y es de ver cómo aquellos «funcionarios», después de decirles el regidor, descubriéndose la cabeza: «Hablen los partidores», con una varita en la mano y sin saber una jota de geometría ni de problemas de triangulación, van demarcando con equidad admirable las «hazas» o suertes correspondientes a todo el vecindario; cómo se sortean las hazas por grupos de cierto número de vecinos; cómo suben antes de amanecer los designados para el día, y siegan la yerba y la orean y la bajan al pueblo en el día mismo, en «basnas» (especie de narrias), conteniéndolas en su descenso por el declive rápido del monte, una pareja de bueyes enganchada detrás de cada basna, y cómo se continúa esta patriarcal faena durante una semana, sin una sola protesta, por no haber un solo perjudicado en la repartición, y cómo se colman los parajes de Tablanca de aquel heno finísimo, sustancioso y fragante, que es una verdadera riqueza para el valle, cuyos hermosos ganados tienen bien merecida fama de ser los mejores de la provincia.

Después de esta bulliciosa solemnidad, que removió al vecindario entero y le dejó rendido por la doble fatiga de los jolgorios y del trabajo, dispuse yo el casamiento de Tona con Pito Salces. No se podía ya con aquel bárbaro, que no cesaba de rogarme, con la cabeza gacha, los ojos cerrados y sobándose las manos, que acabara de dar licencia a la mozona para «echar aqueyu a un lau, cuanti más antes».

Enseguida abordé a Chisco, le conté el caso y le dije:

-Y tú ¿te resuelves o no te resuelves a lo mismo?

A lo que el mozallón me respondió primero con una sonrisilla algo truhanesca, y después con estas palabras, dichas con el mayor sosiego:

-Pues me he risueltu... a que no.

-¿Después de pensarlo bien? -le pregunté.

-¡Vaya! -me contestó echando un poco atrás la cabeza y metiendo las puntas de sus manos en los bolsillos del pantalón. Y luego añadió en su estilo dulce y reposado-: Cuando juí probe, me cerraban las puertas los mesmus que me las abren ahora en «parracil», porque ya soy hombri de caudalis; y esu de que a unu se le estimi por lo que tien y no por lo que él vali de por sí mesmu... ¡jorria! a otru con la tostá, que yo ya soy zorru vieju; y como mayormenti a mí no me apuran tampocu esas cosas... con tal de que a usté no le estorbi yo en la casona con el mi trabaju, pa largu tien sirvienti placenteru.

Congratuléme de ello muchísimo, por la cuenta que me tenía conservar un criado de las raras prendas de aquél... y precisamente al otro día de este suceso fue cuando yo «la hice» redonda.

Hallábame con Neluco en el gabinete, cuyas obras principales estaban ya terminadas, y nos ocupábamos los dos en desembalar cosas de las muchas que había traído yo de Madrid para decorarle, mientras se oía el machaqueo y los cánticos a la sordina de los obreros en las piezas inmediatas, hasta la escalera inclusive, cuando se me puso delante toda la familia de don Pedro Nolasco, que, con el atractivo de las obras, subía con frecuencia a la casona, aunque no tanto como el médico y el Cura, que no faltaban de ella un solo día. Estaba la tarde calurosa, y Lituca estrenaba un vestido de percal blanco con rayas azules; con el cual, unos zapatines escotados, un capullo de rosa en el pelo junto a la oreja, y una penquita de brezo florido en la boca, resultaba verdaderamente hechicera. Encima de las cajas a medio abrir; sobre la meseta de mármol de la chimenea, construida frente a la puerta; en el zócalo de la artística embocadura con que se había sustituido el tabique divisorio de la alcoba, y arrimadas a los ángulos de la habitación, había piezas desarrolladas de rico papel imitando tapicería, y relucían adornos de metal y baquetones dorados... ¡María Santísima, las exclamaciones que hizo Mari Pepa al verlo, pensando que aquello valía una riqueza, sin contar lo mucho que le gustaba!

-¡Ay, mi señor don Marcelo, qué a oscuras ha vivido una en estos andurriales, sin saber pizca de las pompas con que se regalan en el mundo las gentes poderosas! ¡Mire que tienen demontres estas hermosuras tan relumbrantes que nunca se soñaron aquí! ¿Qué te paez, hija mía? Padre, ¿qué le paez? ¡Mire que campa de veras!... ¡Vaya, vaya! Y ello, ¿pa qué es, don Marcelo? ¿Onde se ponen esas cosas tan majas? A ver, a ver si nos entera, que es bueno saber de todo.

Sonreía Lituca sin decir una palabra; mirábalo en silencio y pasmadote su abuelo; reíase de todas veras Neluco, y yo, haciéndome suma gracia aquellas espontaneidades de Mari Pepa, satisfacía muy gustoso sus deseos explicándola el destino de cada cosa y el de otras muchas que no estaban a la vista, poniendo especial empeño en describir el gabinete, para que lo entendiera bien Lituca, tal y como habría de ser después de concluido. Y ya, puesto a describir, tras esta descripción hice la de todas las piezas reformadas, para que se tuviera una idea de la entonación general de la casa, mejora sencilla y no costosa, con relación a mi modo de ver y de vivir hasta allí, pero motivo de asombro y de estupefacción para Mari Pepa, que acabó por decirme encarándose conmigo:

-Pues no seré yo, señor don Marcelo, quien tache a los pudientes porque gasten su dinero en buscarse el regalo de la vida sin olvidarse al mismo tiempo de los pobres, como lo hace usté; pero tampoco de las que se traguen la tostá sin conocerla por el gusto... ¡Vaya, vaya!... Aquí hay más mira de lo que paez al primer golpe... porque todos estos perendengues y otros tales, antójanseme demasiado para un hombre solo... Y quiera Dios que yo acierte y que para bien sea y cuanto antes, señor don Marcelo... Pues también le digo que por alto que ella levante el copete, bien la ha de caber aquí... Vaya, vaya, que una reina puede vivir en tal palacio... ¡Jesús, Señor!... Conque mejor hoy que mañana, don Marcelo, que así como así, no está sobrante de gentonas de viso este pobre lugarón... ¡Pero qué tochadonas me atrevo a decirle a usté, Virgen la mi Madre!... ¿No verdá, don Marcelo, que sabrá perdonármelas?

La inesperada ocurrencia de aquella mujer, delante de Lituca en quien tenía yo puestos los ojos y el pensamiento sin cesar, me desconcertó en tales términos, que no supe responderla más que con una risotada maquinal; y me hizo tan extraña impresión en los profundos del alma, que tomé la coincidencia como la voz de mi destino que me decía «ahora o nunca». Obcecado en la idea y sintiéndola crecer y avasallarme por momentos al ver lo que vi de pronto en la actitud violenta y en la cara indefinible de Lituca, me aproximé al médico lo más disimuladamente que pude, y le pedí que, por caridad de Dios, me sacara de allí a don Pedro Nolasco y a su hija, mientras decía yo dos palabras a la nieta. Acerquéme a ésta enseguida con la disculpa de enseñarla no sé qué chucherías que asomaban entre los papeles colorados de una caja a medio abrir; llevóse Neluco a los demás hacia el crucero, y la dije en cuanto nos vimos solos:

-Su madre de usted está en lo cierto, por lo que toca al destino de estas obras: no se hacen para mí solo; pero se equivoca en lo principal: en lo que presume de la reina con quien deseo compartir este humilde alcázar de mi señorío. No la preguntó a usted si desea conocerla, porque, aunque no lo desee, es de gran necesidad para mí que la conozca, y va usted a conocerla ahora misma... Pues sírvale de gobierno que esa mujer a quien yo deseo hacer reina de este humilde palacio, y principalmente de su dueño, es usted, Lita. Dígame si no le agrada el trono con que la brindo, para pegarle fuego enseguida.

Se quedó la pobre, pálida y temblando, como si vacilara sobre ella la mole del peñón de Bejos, y me vi y me deseé para arrancarla una respuesta tan terminante como yo la quería. Metido en este empeño, estuve pegajosón y baboso como un doncel primerizo... ¡qué demonio! como estarán hasta los tenorios más «lagartos» cuando va la cosa de veras y se pone en la jugada tanta cantidad de sí propio como de «lo mío» ponía yo en aquélla. Al fin, sacándolo a pulso y gozándome en la turbación que impedía a la infeliz ser más explícita conmigo, supe todo lo que necesitaba saber, y otro poco que se me otorgó en premio del trabajo que me costó adquirirlo. Tenía mucho miedo, la inocente, de algo que venía notando en mí desde «cierto día»; miedo que no se atrevía a confesar ni aun a su propia conciencia; porque ¿qué sabía ella de lo cierto y de lo incierto, de lo bueno y de lo malo en esas cosas? Ahora se lo ponía yo en claro, de pronto, «sin más ni más»; ¡yo! un hombre tan sabedor del mundo y del trato de las gentes educadas, rico y en la mejor edad de la vida para escoger entre lo bueno de lo mucho que habría conocido en otra parte, porque todo, por grande que fuera, me lo merecía; ¡a ella! una pobre e ignorante aldeanuca, del rincón más obscuro y apartado de la tierra. Y por esta conciencia que tenía de lo ruin y miserable de sí propia, ¿cómo no dudar de lo que veía y tocaba? Y si creía en ello, ¡cómo no espantarse con la seguridad de que no me saldrían todas las cuentas que me había echado al proponerla lo que la proponía, ni qué pena, mañana, más terrible para ella que la de no verse capaz de hacer dichoso a un hombre que tan alta y regalada la había puesto!

¡Qué remonísima estaba cuando me decía estas cosas con alterada voz y palabra torpe, despojando de sus farolillos encarnados con una mano, y no muy firme, la penquita de brezo que sostenía con la otra, los ojos humedecidos y cobardes, sonrosadas las mejillas y un poco agitado el seno! Ella así y yo animándola con la mirada «enternecida» y la frase dulzona, representábamos la escena sempiternamente cursi a los ojos de un espectador desapasionado y frío; pero yo, que había sido de éstos hasta entonces, la encontraba hasta sublime, y me producía sentimientos e impresiones que jamás había notado en los profundos de mi corazón.

Acabó la escena, como tantas otras del teatro en que se fingen estos pasajes de la vida humana, «oyéndose pasos» afuera, y saliendo nosotros, gesticulando y diciendo sandeces «para disimular, al encuentro de los que llegaban.

Y puestas aquí las cosas ya, ¿qué hacer? Pues lo que hice al día siguiente: bajar al pueblo para pedir solemnemente la mano de Lituca a su abuelo y a su madre, después de haber dado por la noche cuenta de mi resolución al Cura don Sabas y al médico, que me la pusieron en las nubes, particularmente el primero, que hasta lloró de entusiasmado, y, por su gusto, hubiera mandado repicar las campanas en celebración del acontecimiento, que tenía por providencial para la casona, para mí, para Lituca y para el valle entero y verdadero.

Bajaba, pues, hacia el pueblo aquella inolvidable mañana de un día de los últimos de agosto, recapitulando lo más sustancial y práctico de lo muchísimo que había cavilado por la noche; contemplaba por última vez, con los ojos de la imaginación, el panorama de mi pasada vida y mi probable paradero con los rumbos adoptados en ella, examinaba después el cuadro de sucesos e impresiones que me había traído últimamente a aquellas tan peregrinas andanzas; empeñábame de nuevo en distinguir lo principal de lo accesorio, las causas de los efectos, en el complejo montón de ideas e impresiones que me llenaba la cabeza y el corazón; sentíame unas veces enardecido y valeroso, y otras un poquito menos, pero nunca arrepentido ni desalentado...

-...Y por último -llegué a decirme-, si las teorías de ese mediquillo están bien fundadas; si la reconstitución del cuerpo degenerado y podrido ha de venir por la sangre pura de las extremidades, alguien ha de empezar esa obra eminentemente humanitaria y patriótica. ¿Y por qué no he de ser yo?... Adelante, pues, con la dinastía de los Ruiz de Bejos; y a fin de que en mí no se acabe, demos cuanto antes una reina indígena a los tablanqueses, y bendiga Dios el intento para que le quepa a éste mi rejuvenecido hogar la gloria de haber puesto la primera piedra en ese monumento de regeneración en que cree y confiesa, con el entusiasmo de un apóstol, Neluco Celis... Y aunque andando los días resulte todo esto música celestial, ¿a qué más puedo aspirar yo, mundano insípido y desencantado, que a vivir al calor de este fuego divino que centelleaba en mi corazón y en mi cerebro, y me ha transformado, de cortesano muelle, insensible y descuidado, en hombre activo, diligente y útil?... Y para unos amores así, con una compañera como la que ha hecho tan estupendo milagro, ¿qué mejor nido que este vallecito abrigado y recóndito en que tan cercanos se ven, se sienten y se admiran los prodigios de la Naturaleza, y la inmensidad, la omnipotencia y la misericordia de su Creador?




Arriba- XXXIV -

Han pasado algunos, bastantes años, desde que ocurrieron estos sucesos hasta la fecha en que los conmemoro en los apuntes que preceden, con el único fin de distraer la nostalgia de aquel bendito rincón de la tierra, del que me apartan, por muy contados meses, urgencias que me imponen este costoso sacrificio. Porque tan cabal, tan intensa, tan continua ha sido mi felicidad en ese tiempo, que a veces me espantan los temores de que no haya sido mi gratitud tan grande como el beneficio recibido, y un día me hiera la justicia de Dios en lo que más amo, para recordarme lo que le debo.





Santander, diciembre de 1894.



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