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ArribaAbajoLa cuestión del estoicismo español

Ya que es imposible tratar por la brevedad del tiempo de todas las cuestiones enunciadas en el sumario de estas conferencias, será lo mejor para conservar, en lo posible, la unidad y la coherencia en materia tan compleja y tan abundante en tentaciones, ceñirme en esta hora que ustedes me conceden tan gentilmente a una única cuestión de las enunciadas: la cuestión del estoicismo español.

De todos los problemas de la vida y del pensamiento español, pocos tan apasionantes, pocos que salten a nuestra atención reteniéndola con tanta fuerza. Y es porque lleva consigo nada menos que la razón o racimo de razones de la conducta del hombre español frente a la muerte, la razón de su manera de morir, tanto o más que de su manera de vivir. Y esto en un momento en que la muerte parece haberse adueñado de España. La razón de la manera de morir de muchos españoles, de su suicidio. Algo que si es grave tratándose de individuos, ¿qué no lo será aplicado a un pueblo, a todo un pueblo que parece haber tenido como ninguno esta capacidad ilimitada de suicidio? ¿O no es acaso suicidio?

Sea o no sea suicidio la manera de morir, cierta entrega a la muerte de que es capaz el español en grado increíble, es lo cierto que enlazado a ello y en ello mismo va lo más hondo de nuestro ser, la más grave cuestión y la más trascendente de nuestra vida y de nuestra historia. Hora es ya, y parece imposible que no se haya hecho por quienes estaban más autorizados y obligados, de mirar un poco a esta tremenda sima, de acercarnos a ella como debemos acercarnos a todos los arcanos: con valor y respeto.


ArribaAbajoEl estoicismo español

Con la ligereza con que se han dicho todas las cosas de España, se ha dado por sabido muchas veces que el estoicismo constituye el fondo de nuestro más íntimo ser, aquello que da unidad a nuestra historia, viva continuidad a nuestra moral, estilo a nuestros actos. Afirmado esto por extraños, es una ligereza más que como en tantas otras cosas viene a ser lo usual, aunque en este caso sea infinitamente más disculpable, por aparecer con tanto brío y persistencia notas del carácter español que pueden coincidir con lo estoico. Afirmado por los propios españoles, en cambio, adquiere ya caracteres de confesión, de gravísima declaración que puede arrojar alguna luz sobre esta extraña condición española de ser un pueblo siempre incógnito.

En efecto, aparecen abundantes motivos para esta consideración. La serenidad, la entereza y naturalidad con que el pueblo español atraviesa los trances amargos que con tanta prodigalidad le ha deparado el destino, coinciden con la idea que comúnmente se tiene de la moral estoica, nervio y justificación de toda su doctrina. Y cuantos hayan escuchado el viril lenguaje del hombre anónimo de Castilla y de la escueta Andalucía, habrán tenido la sensación de escuchar, vivo y como brotando de su fuente, el lenguaje cortado y llano de Séneca. Y si algún nombre de sabio vive todavía perenne en la memoria de nuestro pueblo, como encarnación de la sabiduría misma, es este de Séneca, que ninguna avalancha ha borrado ni es fácil que borre. El estilo de nuestra vida sobria, vida de hombres silenciosos enteros y pensativos, sentados a la puerta de su casa o caminando a solas con sus pensamientos bajo el alto cielo español, parece estar de acuerdo con esta doctrina estoica que el mundo olvida y recuerda alternativamente en forma digna de ser notada.

Parece, por tanto, que existiera un canon moral, y lo que sería más significativo: un estilo de manifestarse aún más allá de la moral, si es que para un español más allá de la moral queda verdaderamente algo. Estilo coincidente con la idea común del estoicismo. Habrá que recordar brevemente qué es lo que ha quedado de esta doctrina.

De todos los sistemas filosóficos de la antigüedad clásica, el estoico es el que ha alcanzado mayor difusión atravesando las fronteras de la pura filosofía para llegar a la masa culta que de un modo formal no se ha entregado a la especulación filosófica. Se podría afirmar tal vez con alguna precipitación, que el estoico ha alternado con las distintas modalidades del platonismo en ser el alimento filosófico de mayor consumo entre los no filósofos de oficio. Pero mientras que el platonismo ha enlazado a menudo con la religión y con frecuencia por vías de heterodoxia, especialmente con la forma mística, el estoicismo por el contrario, ha sido el pensamiento laico, la zona que pudiéramos llamar más neutral.

En España, tendremos que separar inmediatamente el estoico consciente, definido, manifiesto, del popular; el estoicismo, en suma, sabio, del estoicismo popular, que parece correr en una tradición honda a veces analfabeta. El estoicismo sabio ha significado, en efecto, el lado laico de nuestra cultura y el casi exclusivo pensamiento filosófico, fuera de los que se desarrollaron al calor de las religiones conocidas que han poblado la península. Cuando el español no ha vivido dentro de una religión, ha venido a ser fatalmente estoico.

Los ejemplos abundan a lo largo de nuestra literatura, siendo más difícil establecerlos en la época del dominio absoluto de la iglesia católica, pues que tendremos que encontrar el estoicismo, y lo encontraremos en efecto, allí donde abiertamente sólo se manifiesta un espíritu netamente cristiano, y es más, lo encontraremos hasta en la mística. En el siglo XIX, en cambio, la línea estoica, que es la línea de suicidio (Larra, Ganivet), se marca con más claridad. ¿Significa esta actitud estoica un desengaño de la religión o comporta un principio distinto, algo persistente, toda una línea histórica, toda una posibilidad? Al hacer esta pregunta no pensamos, claro es, que la doctrina estoica, el sistema filosófico del estoicismo, vaya a depararnos nuestra salvación, sino que queremos ver qué substancia humana vive bajo tales pensamientos, de qué han sido síntoma su aparición y reaparición en nuestra cultura, y qué manera de actitud humana ante la vida significa esa, al menos aparente, coincidencia del pensamiento y conducta de nuestro pueblo con el estoicismo.

Hay varios indicios de que el pueblo español tiende hacia el estoicismo. El hecho cierto de que el nombre de Séneca sea la figura más popular de sabio, o tal vez la única; el que su nombre signifique en la cultura analfabeta de nuestro pueblo la sabiduría misma; y otra suerte de argumento todavía más concreto y real: un hombre. Lo que pudiéramos llamar el «pensador de pueblo», el hombre empapado de sabiduría, «corazón maduro de sombra y de ciencia», que ha sido la sal de la vida española. ¿Es estoico este hombre? ¿Corresponde al módulo del estoicismo eso que el español no letrado entiende por «filosofía»? La apariencia primera nos diría que sí, pero conviene acercarse un poco, detenerse y contemplar los rasgos, los finísimos rasgos de este personaje a cuya evocación la vida entera de España, de sus pueblos y aldeas, de sus cortijos y hasta su campo mismo, sus olivares y encinares, cobran viva presencia.




ArribaAbajo¿Qué es filosofía para el pueblo? Idea popular del sabio

Cuando en España se dice o le dicen a alguien, que hay que ser filósofo, hay que entender que es preciso soportar serenamente y con un tanto de sorna, algo muy difícil. Para el pueblo español, filosofía es algo que tiene mucho que ver con los reveses y tropiezos de la vida; en un mundo feliz no sería menester ser filósofo. No es, pues, la filosofía un afán de saber, sino un saber resistir los azarosos vaivenes de la vida: es una forma serena, sabia, de acción. Es una conducta. Conducta basada en ver de los acontecimientos, su cara y cruz; en ver la vida como un tapiz al que hay que dar la vuelta.

De ahí la sorna, la malicia del buen filósofo. Soporta lo que viene, con entereza, con serenidad comedida, con dignidad sobre todo: parece estoico. Pero se burla de aquello que tan dignamente soporta, lo mira de frente para hacerle frente y luego de soslayo, como si ya lo estuviera viendo marcharse, como si le estuviera cogiendo las vueltas; unas vueltas contradictorias que se desmienten a sí mismas. El filósofo de pueblo opone su serenidad, su identidad consigo mismo, que es su entereza, a la contradicción de los azares del mundo; se burla desde su integridad, de la veleidad de los acontecimientos7. Y este burlarse ya no es estoico. Puede parecer más bien cínico, sobre todo si se mira a las apariencias: un hombre envuelto en una amplia capa de paño deslucido y quizá desgarrado por algunos girones; la mirada brillante y de través, la sonrisa esbozada, una sonrisa que ha borrado apenas un pliegue de amargura,... pudiera ser cínico. Mas no lo es. El cínico no se siente obligado a sobrepasar los acontecimientos; los testimonia simplemente; dice, y grita más que dice: ¡eh, que aquí está pasando esto!... Es un mártir algo desvergonzado, pues que exhibe sus martirios y los extrema; es un mártir extremista. Y el filósofo que hay que ser en España cuando vienen las malas, no grita ni manifiesta nada, ni tiene nada de extremista. Sonríe con burla leve. Y esta burla impalpable es la sabiduría más madura, tal vez, de toda una civilización.

Intervienen en este tipo de sabio popular, dos creencias que nadie de los ya conocidos, de los que han vivido ante nuestra vista en muchos siglos, ha adquirido por su propia reflexión. Una: las cosas cambian; los acontecimientos mundanos mudan, se contradicen, se desmienten a sí mismos y con ellos también los hombres que no han sabido ser filósofos. Otra: hay que ser idéntico a sí mismo; los acontecimientos no pueden mellar el fondo de tu ser; el ser es el mío; yo soy quien es verdaderamente y lo demás, sólo vaivén embustero, sombras y engaños, aunque me dañen y traigan pena. Pero este mi ser no es invulnerable; he de sostenerlo, a través precisamente de los vaivenes y engaños, y ha de verse comprobado en el trato con ellos; ha de medirse con ellos continuamente y ganarse a diario su verdad.

El saber que nace de aquí es una meditación acerca del mundo y sus mudanzas, una meditación acerca de las apariencias, que roza como género literario con la novela ejemplar. Es una meditación figurada, dramática, en la que el error, las ilusiones de nuestra mente y los engaños del mundo, se van descubriendo como en un teatro, el «gran teatro del mundo», con gran sencillez. Es una forma sentenciosa, alargada, más teatral y menos picaresca, del apólogo.

En esta corriente de filósofos populares, de meditadores pueblerinos, de sabios de pórtico y plazuela, se ha asentado la verdadera ciencia española, el saber que hacía conllevable la vida y mantenía despierta le reflexión. Mientras ha quedado un grano de este saber, ha sido suficiente para equilibrar tanta locura y desvarío como brotaba incesantemente de nuestro suelo. España se ha mantenido por él, sostenida al borde del despeñadero, de ese despeñadero que desde tanto tiempo la aguardaba. Es la verdadera filosofía española y a través de su corriente escuchamos correr el agua viva que en hilo sutil viene desde el mejor de los Sócrates: el de la «sofrosune» y el de la ironía8.




ArribaAbajoEl estoicismo antiguo

Pero antes de seguir con la cuestión del estoicismo español, veamos qué ha significado el estoicismo en el mundo antiguo.

Lo más característico del estoicismo es que no es un origen, un comienzo, sino un resultado, de toda una filosofía anterior, por una parte, y, por otra, de unas críticas circunstancias sociales. Teóricamente viene a ser la recapitulación de los conceptos e ideas fundamentales de la filosofía griega y por ello mismo, comunes a todos los sistemas; es el zumo que arroja al ser exprimida la filosofía griega cuando alguien quiere saber a qué atenerse. Tal comunidad no creemos que signifique un quizá nos ponga en la pista de que el llamado eclecticismo, tal como suele entenderse. Y aún eclecticismo tenga otra significación histórica todavía no comprendida: la de poner de relieve que nada de todo aquello que quiere cohonestar, tiene ya vigencia y que es solamente la ausencia, la falta de otra verdad central, de otra revelación, lo que hace sentir como insuficientes aquellas doctrinas. Y así se quiere remediar con la mezcla de todas ellas la insuficiencia de cada una.

El caso es, que el hecho de que el pensamiento estoico llevara consigo las ideas y conceptos que son del común denominador de la filosofía griega, pone de relieve que el estoico era, no otra cosa que el hombre de la calle, que al quedarse sin ideas religiosas suficientes para sustentar su vida, encontrándose en desnudez y desamparo, en duda y confusión, se vuelve hacia el riquísimo tesoro del saber filosófico, demandándole el conocimiento necesario para sostenerse en la vida, cada vez más cambiante y complicada. Algo así como el pan de cada día. El pan de cada día que es la moral, descendiendo a la vida prolija y humilde, desde el alto cielo del logos.

En este sentido significa el estoicismo en sus orígenes, dentro de la cultura clásica, un fenómeno de laicismo y popularización. La Filosofía sustituye a la religión y al mito, sustituyendo también a la tragedia; las ideas halladas por la filosofía van a regir la vida íntegra del hombre; por vez primera van a regular sus costumbres y a dar una continuidad y hasta un estilo a sus actos; van a ser las que le eduquen para la vida y le preparen para la muerte. Junto con su hermano el epicureísmo, constituye el mayor intento de vivir según la filosofía, de trasladar a la realidad completa de la vida, a los negocios del Estado, a las pláticas de la amistad, a la delicia de los placeres privados, el pensamiento de Academias y Liceos. Herederos directos de Sócrates, vinieron a cosechar el fruto de su muerte. Pero en Sócrates se escuchaba aún la voz de su demonio interior, la voz de la profecía que hizo de él algo tan enigmático como es un profeta de la razón; de la razón sí, pero profeta. Sócrates no tuvo nunca el laicismo razonable y un poco desolado de sus herederos estoicos, cínicos y epicúreos.

Y lo que en Sócrates fue idea del sabio aristocrático, aunque callejero, en el estoico fue la popularización de esta idea. Fue en rigor la filosofía más parecida a una religión, ya que popularizó una noción del hombre y fundó sobre ella toda una doctrina asequible. Mas no solamente asequible, sino por primera vez con pretensiones de universal popularidad, una doctrina que pedía la adhesión de todo hombre digno, de todo hombre. La idea de sabio estoico pretendía ser coincidente con la del hombre en general; era, pues, una definición del hombre dada desde un horizonte humano, por primera vez.

Por eso pudo satisfacer a ese hombre de la calle, no filósofo, que se volvió hacia la filosofía para pedirle un modelo de vida, una certidumbre. Para poder darle esto tuvo la filosofía que encontrar antes una noción unitaria y fundamental, respecto de la cual todas las demás eran dependientes y secundarias y esta noción fue la de hombre: la nueva medida. Sin divinidad que fijara el canon de vida, desligado ya de los aterradores vínculos de sangre, de la moral trágica de la estirpe, de la gracia y el remordimiento perseguidores del alma aterrada de los héroes de Esquilo, el hombre desamparado y libre, necesitó ante todo saber qué era ser hombre, adquirir conciencia de sí: tener una noción y una imagen: una figura.

Y la filosofía clásica contestó como mejor pudo a la demanda, dando una noción del hombre referida a lo que había sido el objeto fundamental de sus investigaciones: la naturaleza. La noción del hombre como naturaleza, como algo embebido en el cambio constante de la naturaleza, en el devenir incesante de su movimiento. No otra cosa que naturaleza era el hombre. Análogo a ella, es decir: cambio y ley. Su ser planteaba el mismo problema que el de la naturaleza: encontrar la identidad bajo la heterogeneidad aparente.

Mas por muy análogo a la naturaleza que sea el hombre, por más que los componentes de su cuerpo sean elementos cósmicos, resulta que los componentes inmediatos, aquellos en cuya alteración se siente naufragar, no son los elementos cósmicos, sino algo más cercano a sí mismo: las pasiones. Del vaivén de sus pasiones era de lo que se tenía que salvar, y dentro de su heterogeneidad dolorosa era donde tenía que encontrar y fundar su identidad, su unidad, que vale tanto como decir su ser.

Esta noción del hombre, es la nueva medida y el punto de vista nuevo desde el cual se aprovechan los conceptos de los filósofos anteriores y toda otra posible intuición. No se trata de un eclecticismo por mezcla o yuxtaposición9, sino que su capacidad de asimilar lo común de diferentes doctrinas, ha sido engendrada en virtud de una nueva situación que convierte en decisiva a una idea, que coloca en el centro a una noción y la hace ser medida de todas las demás.

Y así, toda la exigencia del hombre con el hombre, vino a recaer sobre la serenidad, que es la identidad del alma humana consigo misma; sobre la impasibilidad ante los estímulos de fuera. El dominio absoluto del movimiento de las pasiones, en suma, en conseguir a costa de todo, un alma invulnerable.

La serenidad, la apatía del sabio, significa la unidad del hombre, unidad análoga a la de la naturaleza, pero que a diferencia de ella hay que conquistar. Esta esencial diferencia entre la naturaleza ya hecha del cosmos y la naturaleza (identidad, unidad) humana que es preciso ser sabio para lograr, no pareció ser captada por el estoico que vio solamente la analogía entre la naturaleza humana y la cósmica.

La serenidad, pues, era cuestión de ser o no ser; mediante ella el hombre lograba su naturaleza. Era una virtud esencial por la cual el hombre entraba en perfecta armonía con el cosmos.

Pero había en esta noción del hombre una limitación del ser humano, una conciencia de su finitud en medio del cosmos. Una firme y clara conciencia de la limitación del ser hombre, que se encontraba cercado, rodeado, reducido a una condición de parte o miembro de un gran organismo: el cosmos, dentro del cual no hallaba espacio para una vida futura, para un desarrollo de lo que él llevaba en sí de específico. Ser hombre, para un estoico, es algo como ser cosa. La única condición propiamente no natural, fuera de lo cósmico, era, no la serenidad, sino la dignidad. Dignidad que era la única exigencia, la única condición que imponía al cosmos para continuar habitándolo. Por la dignidad quedaba el hombre como criatura singular en el universo, no absorbido totalmente por él.

La serenidad le sumía dentro del mundo cósmico, le hacía ser una nota más en la armonía de las esferas, significaba el apaciguamiento absoluto, el pacto entre el hombre y la tremenda naturaleza. Por la dignidad, el hombre quedaba exento, con una puerta abierta a su libertad íntima, por donde le era lícito escaparse. La puerta de la muerte.

Porque un estoico no podía admitir la angustia, que los modernos han confesado hasta hacer de ella la estancia fundamental de la vida, hasta declararla como aquello en que se encuentra flotando la desnudez desamparada del hombre. Un estoico no podía tampoco aceptar la desesperación, ni la conciencia del propio vacío; un estoico tampoco puede ser humillado. Si aparecía la angustia, la vaciedad o la humillación, el estoico se entregaba con su última serenidad a la muerte. Había algo que le parecía más anonador que el morir: el vivir prisionero.

Por horror a lo que juzgaba la disminución de su ser el temor de perder la «apatía» del sabio que le hacía tan invulnerable como la naturaleza, se entregaba al reposo absoluto, reintegrando de su ser lo individual. Lo semejante volvía a lo semejante: el agua a lo húmedo, el calor al fuego, lo sólido a la tierra. Como un buen pagador devolvía lo que no era suyo. No sentía como suyo nada de esto; cita de elementos diversos era el hombre y diríase que se sentía en paz al entregar cada elemento a la unidad compacta de donde había salido. De él, del hombre concreto y particular que llevaba este nombre o el otro, que es hijo de unos padres y de una patria determinados, nada quedaría probablemente. Después de haber vivido como aquel que ocupa una casa que no es suya, devuelve a cada uno de sus dueños los útiles de que se ha servido... paga lo que debe («No olvides sacrificar un gallo a Esculapio») y descanse en paz... Nadie puede detenerle a la salida.

Moral de viajero, de ser peregrino que sabe que nada suyo tiene. Que sabe no ha sido creado especialmente, sino que es un conjunto de elementos que al romperse la frágil unidad (reforzada con su virtud), tienen todos un lugar adonde reintegrarse.

Es la mayor conformidad con la muerte que haya existido jamás; su aceptación más completa, su justificación más descarada y total. Pasa el hombre por la vida como la luz por un cristal, y sólo hay que cuidar de que nuestro paso no deje empañada su transparencia, ni marcada su huella. La gloria más consecuente para el estoico, es el silencio.

Aceptación total de la muerte. El hombre se sabía limitado y se resignaba a morir. La idea de naturaleza y la de hombre como nota de ella, había construido un orbe de perfecta objetividad, un mundo perfectamente inteligible, donde nada privado había. «El sabio no es nunca hombre privado», decía Marco Aurelio. Y así era; el sabio era el hombre que encontraba menos rincones dentro de sí. Todo en él era canjeable, todo comunicable; lugar abierto. La estructura de su alma se parece a la de las casas espaciosas, llenas de galerías y corredores, llenas de aire, del Oriente y de Grecia; la casa en que el centro es el patio: nada oculto, ninguna intimidad. El sabio no tenía nada suyo; todo él estaba convertido en lugar de comprensión para la perfecta objetividad de un orbe penetrado de razón.

Había conseguido desvanecer, no sentir siquiera como problema, eso que es problema máximo del filósofo moderno, del filósofo alemán, a partir del romanticismo: el yo. Transparente, sin nada privado, sin intimidad, embebido por la serenidad en la calma de la naturaleza, esa calma que conserva por encima de toda alteración. Y libre siempre, con la retirada abierta por la dignidad.




ArribaAbajoSuicidio estoico

En rigor, el hombre hace renuncia de sí, de su infinitud, de su existencia. Es un suicidio ante la objetividad; deja de existir para que «lo otro», la razón, la naturaleza, existan por completo. En la dualidad en que el hombre al fin se ha visto colocado siempre, por grande que haya sido su voluntad unitaria, en la lucha frente a lo que no es él, el estoico ha tomado una actitud de nobilísima resignación suicida. La objetividad, y con ella la comunidad entre los humanos, triunfaba plenamente; de ahí que el estoico se sienta comunicado con todo hombre por encima de familia y patria; lo privado no existe; sólo lo general, lo que en el hombre es análogo a la naturaleza y análogo en cada hombre. Lo individual ha sido inmolado en aras de lo común. Es una forma de suicidio que en España se repite con frecuencia en los mejores de sus hijos, o al10 menos, en una especie nobilísima de sus hijos, una forma de suicidio que a veces se desliza por lo que es su contrario: la mística, la más ortodoxa mística cristiana. Hay toda una corriente del catolicismo español (condenada por la Inquisición) donde resplandece extremada esta resignación, esta renuncia. Entonces la naturaleza se llama Dios. El mismo horror a lo que se diferencia y distingue; el mismo temor a que lo que es algo melle la serena permanencia del todo. No; que solamente ese todo exista, aunque se llame nada.




ArribaAbajoEstoicismo español culto

Toda una línea de estoicos cruza por nuestra literatura culta ocupando dentro de ella el lugar más culto precisamente. Ya en el origen del estoicismo fue a enriquecerle en su nacimiento la figura de Séneca, español, cordobés que vive todavía en el aire quieto y transparente de su ciudad, en el sereno comedimiento de sus graves y meditativos hombres. Español y universal; creador allí donde brillaba la máxima cultura del mundo. Es el tipo del provinciano que llega de su rincón a colonizar la metrópoli, a imprimir su huella en lo más universal y brillante. No fue únicamente Séneca quien realizara esta hazaña; «el cuño hispánico» quedó impreso vigorosamente imponiendo nada menos que un estilo en la urbe romana; la España provincial dio al Imperio aquello de lo que el Imperio podía enorgullecerse más. Los conquistadores, como muchas veces sucede, quedaron a su vez conquistados.

Por todo esto en Séneca se transparenta más que en ninguno otro el cariz de esta resignación. Su vida brillantísima, colmada por el éxito y la fortuna ¿de qué había de resignarse? Y sin embargo, nadie como él llegó a mayor grado en este sentido; sus Epístolas, sus consolationes, son modelos de técnica perfecta para llegar a la serenidad; son de un arte sutilísimo, seguro para alcanzar la resignación; tan sutil y seguro como muchos siglos más tarde lo habían de ser «Los Ejercicios» de otro español que también conduce al aniquilamiento, aunque por diferente camino: San Ignacio de Loyola.

La originalidad de Séneca se vertió quizá en algún concepto y en una como vaga esperanza más allá de las puertas de la muerte, una mayor apertura a la esperanza. Era original y vigoroso, inconfundible en el estilo, hasta tal punto que muchos no ven en Séneca sino el escritor de estilo sutilísimo y elegante. Mas por mi parte, confieso ver en Séneca antes que todo esto y por encima de ello, un curandero, un curandero magnífico que con método sutil, flexible y exacto conduce las almas de sus discípulos y amigos por un desolado y aquietador camino. Su filosofía es un arte medicinal, ante todo. Continuamente, con reiteración sospechosa, la palabra «curación» aparece y vuelve a aparecer en sus escritos. Su profesión verdadera es la de confesor. Cuidador de almas, las que con método incansable, sin fatiga, se dedica a fortalecer para que soporten la vida y para que se prevengan ante lo inevitable: la muerte.

Filosofía de mediador es la suya. La verdad, el logos de la filosofía platónico-aristotélica ha descendido a una modesta razón, para el consumo inmediato del hombre que lo necesita. El logos se ha hecho consolador. Logos nada imponente, casi humilde, a la medida del hombre. Para que el hombre se resignara a no existir, para que se conformara con su finitud después de haberse conformado previamente a todas las limitaciones que hubiera de inferirle la vida (menos a la de la dignidad), tenía que ir de la mano de lo más alto, de aquello ante lo cual se inmolaba. El hombre no puede resignarse tan serenamente sino ante algo hecho a su medida. Cuando el logos ha estado situado en lo alto, inaccesible, no ha habido resignación sino angustiosa lucha por verle la cara, cuerpo a cuerpo en las tinieblas. Y fue preciso que el logos se encarnara, se hiciera carne y dolor, duda y agonía, para que fuese depositario de la esperanza.11

Séneca en sus consolationes deja entrever un hilo de esta esperanza sabiamente enlazada en los arabescos de su resignación. Nada hay en concreto sobre lo cual fundar la esperanza, pero no se cierra a ella como a otros de su misma escuela. Pues al fin, lo que parece importarle no es la filosofía sino el hombre desamparado que ante sí tiene. Su intelecto tan viril hasta en su estilo, funciona maternalmente. Se inclina con esa comprensión flexible de la madre, viendo en el hombre, por colmado que esté de dones y fortuna, lo que una madre ve siempre: su desamparo. El antiguo Padre de la religión griega ha desparecido, se ha eclipsado y el otro, no está todavía presente. El hombre está solo, tiene que responder él sólo de sí; tiene que adquirir entereza y responsabilidad. Y estas cualidades tan varoniles, son inculcadas maternalmente, con perspicacia y ternura insólitas. Y constituye la nota más verdadera del entendimiento español, esta maternidad vidente para la debilidad del hombre, esta inteligencia misericordiosa, incapaz de despegarse de la necesidad inmediata y humilde de cada día, pegada a lo menesteroso y que para funcionar, para inspirarse, diríamos que le precisa sentir una urgencia en torno suyo; sentir que le han de menester.

Al otro cabo de nuestra literatura, se alza una figura ejemplar, tal vez tristemente ejemplar: «San Manuel Bueno», el cura sin fe de don Miguel de Unamuno. Y es inquietante que cuando don Miguel, tan antiestoico, quiere mostrar una figura hispánica, un español de pueblo, pegado a su pueblo, imagina a San Manuel Bueno. Y es más inquietante todavía, que cuando don Miguel de Unamuno quiere descubrir un camino de salvación popular, encuentre sólo este de la fe sin esperanzas del pobre San Manuel Bueno. Fe sin esperanza, fe sin padre. San Manuel Bueno es también una madre; su religión es la de Séneca. Antes que fe, caridad, como la Filosofía de Séneca, antes que conocimiento, es consolación. Pero ¿le será posible a un pueblo existir con sólo esto, aunque sea mucho? ¿No habrá ninguna verdad capaz de fundar y sostener la esperanza de un pueblo? Es sobremanera grave en don Miguel de Unamuno esta concepción de San Manuel Bueno, en él, sustentador de una religión de la esperanza, de una religión en que la supervivencia individual es el dogma y la única preocupación. ¿Es que acaso creyó en sí mismo y no pudo a pesar de todo, creer en su pueblo?... Sus últimos días en la triste Salamanca del odio, su muerte en soledad y melancolía, nos dicen tal vez demasiado... En todo caso San Manuel Bueno repite dentro de la aparente ortodoxia católica, bajo el manto de la Iglesia, la figura de Séneca, curandero ante la desolación.




ArribaAbajoReconocimientos estoicos

De todas las doctrinas filosóficas, ninguna que ofrezca la particularidad del estoicismo de originar a lo largo de los siglos, sucesivos renacimientos. Otras doctrinas filosóficas ofrecen una línea de continuidad ininterrumpida, aunque con períodos de mayor o menor brillantez y fecundidad. Otros sistemas, por el contrario, han quedado acabados y su influencia se agotó hace tiempo. Sería de gran interés estudiar alguna vez la vida de los sistemas y doctrinas de la filosofía y aún la vida, la biografía de las ideas, de cada una de las ideas fundamentales. No es este el momento indudablemente de ingresar12 en tan atrayente tema. Pero sí hay que señalar la peculiaridad del estoicismo de renacer. Tiene sus períodos de apogeo y sus períodos de olvido durante los cuales nadie apenas lo nombra ni recurre a él (nadie entre los cultos), pues de estoicismo culto estamos tratando. Mas, luego adviene otra época y de pronto, el estoicismo olvidado se hace presente y actual.

Si nos fijamos algo más, veremos que no es entre los estrictos profesionales de la filosofía en quien esto tiene lugar. Los renacimientos estoicos no ocurren al parecer, porque dentro del área de la filosofía más o menos académica surja un problema que haga acudir a las doctrinas estoicas, ni porque ningún concepto reclame ser esclarecido por conceptos usados en el estoicismo anterior. Nada de eso. Surge fuera del área de la estricta filosofía, en el medio que pudiéramos llamar de hombres cultos, no especialmente filósofos; surge en la calle, aunque en una calle de la ciudad de la cultura. No en virtud de necesidades nacidas de la historia de la filosofía, sino por necesidades humanas. Por situaciones críticas que, al igual que el hombre de la calle del final del mundo antiguo, se vuelve a la filosofía en demanda de una noción fundamental en que apoyarse. El hombre culto, pero de la calle, es decir, el hombre vivo que hay debajo de la cultura recurre al estoicismo. Y además, no es preciso un conocimiento de los estoicos anteriores, no es preciso a veces ni usar el nombre. Y con frecuencia él mismo que recurre al estoicismo, no sabe lo que hace. Lo hace por una necesidad que brota de las circunstancias en que está viviendo, sin pararse a considerar el verdadero sentido de ello y hasta creyendo que es otro muy diferente.

Y es que el estoicismo es un fenómeno propio de crisis histórica, ante todo. Indica que algo se ha ido, que el hombre se encuentra de nuevo en una soledad sin asidero, al mismo tiempo que rodeado de una riqueza cultural extraordinaria. No se concibe el estoicismo naciendo como algo primario, como el primer empuje de una cultura. No será jamás una aurora, sino un ocaso; si bien un ocaso que no llega a ser decadencia, porque significa eso justamente: un acopio de entereza para no caer. Un esfuerzo máximo para seguir en pie hasta el último momento.

Y lo más impresionante es que el estoicismo tiene este carácter de aguardar en pie la muerte no en individuos aislados, sino en generaciones enteras, en momentos históricos. Diríase que es una cultura la que se dispone a morir con dignidad, aunque a veces no llegue a tanto, pues la crisis no alcanza a toda una cultura. Puede haber una crisis interna, crisis tal vez de crecimientos.

Para que sea considerada así, como filososofía13 de crisis histórica, hay varios motivos. Uno: el que indica con su predominio exagerado de la objetividad que ya se le va echando en falta. Segundo: que ante esta situación no se toma una actitud agresiva, creadora, sino resignada, que vale tanto como decir reaccionaria, en el sentido estricto del término; que nace en vista de otra cosa, que es una respuesta, una contestación más o menos adecuada, no un comienzo creador.

Y el hecho mismo que acabamos de señalar de renacer siempre en los mismos medios: la masa culta, indica que no es virtud de una urgencia técnica de los filósofos, sino que aquello que cobijaba al hombre medio, que vive en la cultura de su tiempo abrigado por unas creencias, se ha quedado sin ellas o las siente vacilar. Algo así como si temblara el suelo que pisa y entonces va a buscar algo indudable, no en la esfera del pensamiento, sino en la de la conducta, pues saberse conducir es lo que se precisa. Y para que sea indudable lo que se encuentra, es preciso que sea reducido, que sea nada más lo indispensable. El estoicismo es el traje mínimo del hombre culto de todo tiempo, la túnica escueta, el alimento sobrio, a que se queda reducido cuando los lujos se han disipado. Es la doctrina de la pura necesidad.

No se puede hablar de renacimientos estoicos como se habla del renacimiento clásico del siglo XV. La doctrina estoica precedió en los comienzos del siglo XV al Renacimiento, cayendo después en el olvido, cuando surgieron las nuevas ideas, en lo cual se confirma que el estoicismo sea una señal de crisis histórica. Su aparición no está determinada por la conexión lógica con las ideas circulantes, sino al revés; brota como una fuerza espontánea, como algo que nace netamente de lo que el hombre tiene de no culto, de no sabio, de hombre en soledad ingénita, arisca soledad incontaminada.

Y éste es el primer contraste. En la época del primer estoicismo en Grecia y Roma, lo encontramos como producto de una cultura trabajada y esplendente y sus hombres más representativos llevan una vida social activa, incluso ligada a los negocios del Estado. Por el momento en que hizo su primera aparición, por los hombres que lo crearon, por los conceptos que usa perfectamente acuñados en anteriores filosofías, es el estoicismo fruto que nace en una cultura en completa madurez.

Y en medio de esta madurez el estoico es el hombre culto en quien un hombre insobornable que lleva dentro de sí le pregunta: ¿para qué me sirves?, ¿qué quieres de mí?, ¿a dónde me llevas? Y es que el estoico no admite una solidaridad con el mundo social en que se encuentra; no se siente en manera alguna responsable de lo que encuentra ante sí y que está hecho por hombres como él. Por el contrario, toma la existencia como un revés del que hay que salir lo más airosamente posible. En esto linda con el cínico. Sin embargo, no desprecia al mundo ni se aparta burlándose, como se hace el cínico más próximo en su desesperación al cristiano. Y esto indica que no existe en el estoico ninguna fuerte pasión adversa, destructora. Simplemente deslinda su responsabilidad, pero colabora en los negocios del mundo condicionalmente.

En esta condicionalidad que impone al mundo social, encuentra el estoico su libertad, libertad que es un recobrar su soberanía sobre sí en caso de que las condiciones no se cumplan. Mas, ¿qué indica todo esto sino una fuerte desconfianza, un estar a la defensiva contra todo lo humano?

Es en realidad el comienzo de una actitud revolucionaria, pero sólo el comienzo. El estoicismo jamás ha llevado a ninguna revolución, y por el contrario, cuando ha convivido con ella las ha soslayado cuidadosa y firmemente; tal hizo con el cristianismo. Parte de una situación de soledad, de profunda insolidaridad con el mundo social que hay, es decir: parte de la situación en que nacen las actividades revolucionarias y el no serlo jamás, es una de sus más profundas características. El estoicismo no llega ni a la apasionada desesperación del cínico, ni comporta dentro de sí un principio capaz de fecundar la nueva era, pero ofrece al hombre una fuerza suficiente para traspasar con serenidad los umbrales mismos de la muerte. Le ofrece una seguridad.




ArribaAbajoEstoicismo culto español: Jorge Manrique

A mediados del siglo XV, se levanta en el mundo una racha de estoicismo; cruza por toda Europa y la atraviesa; se confunde con el ascetismo, porque el estoicismo no necesita adoptar su propia y definida forma, es un modo de consideración, es una actitud que se vierte bajo cualquier género literario imprimiendole su estilo, es un espíritu que atraviesa por igual las páginas ascéticas de la Imitación a Cristo de Kempis, que por la poesía pre-renacentista14 de Castilla.

No es extraño que el estoicismo coincida hasta confundirse con el ascetismo, pues los dos son renunciación, los dos producen el efecto de empobrecimiento en la vida y los dos renuncian sin melancolía. Diríase que el ascetismo significa dentro de la vida religiosa del cristianismo algo análogo a lo que el estoicismo es dentro de la filosofía griega. Los dos vienen del esplendor, se producen bajo la máxima potencia y madurez de algo, de su fuente respectiva y retroceden ante ello señalando su estrechez. Pobreza voluntariamente elegida en la sobre-abundancia, porque parte de la desnudez del hombre, de la consideración de sus postrimerías; son pensamientos en vista del fin último; son meditación de la muerte.

En este momento de ascetismo y esplendor del siglo XV se escriben en España las Coplas a la Muerte de mi Padre el Maestre de Santiago, de Jorge Manrique, las Coplas de Jorge Manrique cuyo sentido y ritmo aun antes que sus conceptos, dan la medida del sentir común del español. Una medida, una de las pocas medidas nunca olvidadas, pues a lo que resulta, ningún pueblo más falto de memoria que el español, ninguno con menos cosas comunes en que coincidir. Algún día será la hora de descubrir los motivos de esta escasez que se manifiesta en la vida española, de cultos comunes, más notoria todavía en lo que se refiere a nuestra literatura, pues siendo gran parte de ella de clara raíz y origen popular, no ha alcanzado popularidad efectiva. Y así, las pocas obras que como las Coplas de Jorge Manrique tienen el valor de permanecer durante siglos en el fondo del alma de todo español, formando parte de su mismo ser, adquieren por ello valor sin límites. Son unos pocos versos no más de la larga composición, aunque toda ella concuerde con nuestro sentir, pero unos pocos versos (no llegan a un centenar de palabras), han obrado el prodigio de quedar impresos en las entrañas del español: es su pensamiento, su sonido, su sentir íntimo, su ritmo. Y esto es lo verdaderamente grave, pues el pensamiento que tan brevemente se compendia, la actitud que tan claramente se declara, es netamente estoica, lo es, diríamos, hasta en aquello que sugiere. Ritmo inconfundible en que va expresado el ritmo mismo del idioma, la música originaria del lenguaje. Es el metro, la medida, el canon de algo que pudiéramos llamar «lo español», la esencia, la destilación de todo lo verídico de España, su toque de autenticidad como el sonido de la moneda de ley, como la consistencia de la madera de encina cortada en el monte.

Ritmo de fortaleza, de entereza, donde no se vislumbra el más leve intersticio; compacto y flexible. Es la figura de la resistencia humana ante cualquier desventura, es el canto llano del dolor. Mas no es el dolor lo que se expresa en las Coplas, sino la meditación engendrada por el dolor. No es un llanto, es un consuelo, es una propedéutica para la resignación, una consolatio de estilo senequista. Y como ellas trae apaciguamiento; es la mano leve de la razón que pasa por la frente abrumada, dulcificando los pensamientos. «Las cosas de que te quejas son iguales para todos; yo no puedo hacerlas más fáciles, pero tú puedes dulcificarlas si quieres», dice el maestro Séneca, citando al maestro de Alejandro en la Epístola XCI. Tú puedes dulcificarlas... la música de las Coplas es ya una dulcificación con su medida, con su comedimiento que es casi un arrullo para acostarnos en la conformidad.

Pertenecen las Coplas al género de las sentencias; son sentires al par que pensamiento, razones de la razón hechas para el corazón, razones del corazón que la razón entiende. Porque la razón estoica es mediadora, y tal vez estribe en esta condición el haber podido encarnar mejor que ninguna otra a la razón española, al entendimiento español que cuando funciona, no lo hace jamás para remontarse, para alcanzar altura e independencia, a costa de su desarraigo. El movimiento de la razón en España es siempre descendente; como la luz sobre lo que ilumina, cae hasta el mismo corazón obscurecido por la congoja del hombre y su condición enternecedora es que siendo razón, funciona como la caridad, como la amistad, como la misericordia. No la diferencia del más puro cristianismo sino el que es la razón quien desciende, la razón impersonal; no el logos personal, infinito, encarnado, hecho carne. La razón condescendiente de los estoicos no llega hasta la carne pues que no se hizo carne sino solamente sentir, sentencia.

Sentencia que encierra en su brevedad toda una doctrina y es la forma más noble y desde luego la más conseguida de popularización: la máxima claridad en tan breve espacio, la máxima libertad dentro de la norma, pues que permite que la espontaneidad se vierta. Y deja establecida una continuidad tan larga como la propia vida.

Las Coplas al Maestre de Santiago nos revelan este estoicismo dulcificador en esos pocos versos maravillosos que contrastan con el resto -la mayoría de la composición- y que la memoria del español ha separado. Rememora Jorge Manrique las acciones de su padre y con ellas el trozo de nuestra historia que le sirvieron de marco: La Reconquista. Nada de ello ha impresionado a nuestra memoria, pues la verdad es que apenas ha guardado huella de las más renombradas hazañas y solamente de lo que concierne a esta rememoración de brillantes sucesos, queda el melancólico: «¿Qué se hizo el rey don Juan - los Infantes de Aragón que se hicieron? -queda lo que al preguntar llanamente por tanta grandeza, las reduce a la medida común de lo humano: perecer.

Una sutil, apenas perceptible melancolía corre por las Coplas; leve melancolía en la que el estoico no se detiene, y más que melancolía suya es melancolía de las propias cosas, marchitas, deshechas en polvo, anonadadas por el soplo del tiempo. De este marchitarse, el «ánimo sereno» sólo es espejo; no la subraya con ninguna expresión ni lo realza con el más sencillo comentario. Y si la refleja es a guisa de ejemplo: «porque todo ha de pasar por tal manera».




ArribaAbajoLa muerte callada

«Todo ha de pasar por tal manera», todo ha de pasar por la muerte y a este saber hemos de despertar recordándolo, «recuerde el alma adormida». Adormida, con esta sola palabra nombra nuestro poeta a ese estado del alma que es la esperanza... La esperanza de perduración, el agarrarse a las cosas que transcurren en el tiempo, es soñar un sueño que es olvido. Todo el movimiento de las Coplas nos da la imagen del manso, insensible fluir en que van las cosas en que va nuestra propia vida y tan lento es el fluir, tan sosegado el cambio, que nos permite soñar en el olvido. Olvidando que pasan nos adormimos y hay que despertar. «Avive el seso y despierte, contemplando», pues hay que estar muy despierto para percibir este insensible fluir que al final acaba con todo. La muerte es ese final lento y callado.

«La muerte callada» es un motivo esencial del estoicismo. El estoico rehuye la tragedia y ve la muerte llegar con paso callado, con el mismo paso callado del tiempo. La vida va a dar en la muerte naturalmente; el estoico no ve tampoco en la muerte nada sobrenatural. Ni tragedia ni misterio; la muerte es algo de la naturaleza y a ello hay que acomodarse. La imagen natural de la vida, así nos lo dice. Imagen clásica que veremos aparecer y reaparecer sin cansancio en nuestra literatura. «Nuestras15 vidas son los ríos - que van a dar a la mar - que es el morir». Con la misma dulzura del agua perdiéndose en el agua, ve la muerte el poeta estoico, lluvia cayendo en el lago, río en la mar, naturalmente, y por ello, irremediablemente. Es la naturaleza igualatoria, el reintegrarse de todas las diferencias, el borrarse de las distancias. Las acciones de la vida en su trascendencia que es la fama, también pasan «aunque esta vida de honor - tampoco no es eternal - ni verdadera».

La eternidad no aparece a pesar de su declarado cristianismo, declarado sobre todo en las estrofas finales del largo poema, en que la muerte se presenta al caballero prometiéndole la eternidad, eternidad que es ciertamente sólo eternidad; quietud, aplacamiento, reposo. No es ciertamente la perduración de la vida individual y personal de acá abajo, no es su salvación, la resurrección de la carne, la que aparece como a su esperanza cristiana le está permitido y aún encomendado. A pesar de sus imprecaciones a Cristo, la idea natural, naturalista, de la muerte, es la que se manifiesta.

Y es preciso decirlo, si las Coplas de Jorge Manrique han quedado impresas en la memoria del español, dibujadas en las entrañas de su ser, es lo cierto que constituye el punto más problemático quizá de nuestra vida, lo más agudo y verdaderamente discutido de las cuestiones. Porque no todos quieren el morir tan callando». Y el desesperado ibérico que arroja la bomba, el hondero de dinamita, el que se lanza a la desesperada, «a lo que sea», no quiere morir callando. Este «a lo que sea» es lo que sea con tal de no «morir tan callando». Y es en verdad contra este sentido de la muerte como algo natural, contra lo que se ha revelado el español cuando se ha hecho revolucionario. Las revoluciones cuando tienen16 sentido, se logren o no17, no suelen ir motivadas por lo que con más facilidad se dice. Son más claros los hechos que las palabras, a pesar de la prodigalidad con que se desarrolla la oratoria en las revoluciones. Pero no es la oratoria demagógica la más afortunada que digamos, para revelar la intima motivación revolucionaria, y lo más común es que aquello contra lo que se levanta el revolucionario, sea algo en apariencia muy alejado. Y claro que ha de ser así, pues la rebeldía ha de ser contra algo muy persistente, contra algo que haya constituido categoría dentro de la vida, pues si no sería desproporcionado y pueril, mejor dicho: no sería.

Si antes ya vimos que el estoicismo es la actitud del hombre que vive una crisis histórica y no llega jamás a transformarla en revolución, ahora lo vemos comprobado. El estoico no puede jamás llegar a la revolución por muchos motivos, quizá por uno solo: porque el estoicismo sea en sí mismo eso: un modo de afrontar la crisis sin llegar nunca a la revolución. En todo caso sea o no sea su raíz, el resultado es que nunca podrá llegar. El obstáculo más decisivo es éste entre todos: el sentir la muerte como algo natural, término adecuado de la vida. «Nuestras18 vidas son los ríos»...

El ascetismo del estoico ha resultado mucho más grave que el ascetismo cristiano del Kempis, porque ha renunciado a la vida personal, aunque no lo advierta, entregado a la idea natural de la muerte; se ha quedado todavía con menos que el asceta, que en medio del yermo sueña con la resurrección de la carne y la vida perdurable. Su reducción ha consumido dos vidas: la temporal de la carne y la histórica o de la fama. Todo se desvanece: los grandes hechos de guerra, las conquistas a los moros... tan sólo queda la memoria consoladora, la paz del recuerdo, pozo del tiempo... «Y aunque la vida murió - nos dejó harto consuelo - su memoria».




ArribaAbajoLa Epístola moral a Fabio

Casi dos siglos más tarde, en el período de la más dorada y aun abigarrada producción literaria, se oye recortada de todo lo demás, recia y grave, la voz de la Epístola moral a Fabio, gemela de las Coplas de Jorge Manrique. También sus mesurados versos parecen vivir perennemente en el alma de todo español; también ellos pertenecen a nuestro acervo19 de común saber y sentir. Voz anónima en cuyo anonimato encontramos una prueba de su tremendo estoicismo, más extremado que el de Jorge Manrique, pues nada aparece a su lado que difiera de él. Coherente, continuo y perfecto, corre su pensamiento desde el primer verso hasta el último; diríase que hasta su estoicismo es más consciente; el único nombre que cita es el de Epitecto. Y nada, ningún rastro cristiano se le entremezcla. Y es que la Epístola moral es ya un tratado, un pequeño tratado filosófico en que la moral se hace poética. Al fin la razón mediadora que se hace ante todo moral para el inmediato consumo del hombre, se hace poesía para que su modo de penetrar sea más suave, para que su dulcificación sea más cumplida.

Es la reflexión de un hombre, no ante la muerte, sólo, sino ante la vida entera con todas sus facetas: el arranque intelectual está en ella mucho más claro, y más en evidencia su delicada relación frente a las cosas del mundo, frente al humano poder. La vida toda es recorrida por el desconocido poeta; es una declaración en regla, una definición tan completa, que aunque sólo fuera por ese motivo sería singular su existencia en la literatura castellana. Como pensamiento es de lo más sistemático que el español ha producido. Pocos pensamientos tan coherentes, trabados y completos, pocos tratados de filosofía como esta Epístola moral. Diríase que la capacidad de abstracción de la mente española ha dado aquí su medida; más allá no puede. Porque en la forma abstracta, un poco árida de la Epístola, se conserva siempre una relación personal, pues si bien Fabio deja de existir en cuanto deja de sonar la última letra de su nombre, el poema tiene forma de confesión, más bien de testamento. De justificación. Parece hecha para explicar algo; toda una vida, toda una vida en silencio. Pues si bien la perfecta técnica y el cumplido estilo hacen imaginar que no fuera ésta la única obra de su autor, la forma de ella, su calidad íntima, hace pensar que ha salido del silencio, que está escrita para explicar un silencio, y tan coherente ha sido en su propósito, que ha quedado sin firma, como para no salir de su silencio el autor.

En realidad no ha salido, pues «hay palabras que valen tanto como el silencio» y de ellas son las que forman esta larga cadena de uniformes tercetos. Su monotonía sin relieve forma un ritmo que linda con la prosa y se diría que el verso es aquí simplemente una forma más severa, más exigente que la prosa, algo así como ese traje de paño negro que visten los hombres en los pueblos castellanos, en los días señalados; hábito de la etiqueta sencilla, pero severa, en que el hombre define su figura: el traje de respeto. Tal es la forma de la versificación20 en la Epístola moral: la forma del respeto.

La distancia que crea o supone el respeto está guardada uniformemente; no nos deja acercarnos más allá. Tampoco ella penetra en ciertas fibras de nuestro corazón; es una poesía que hemos de escuchar en pie.

Jorge Manrique llegó a reducir la vida del tiempo y de la fama; este desconocido filósofo no la acepta siquiera; su estoicismo es de principios; es todo un sistema lo que nos ofrece. Comienza su reflexión por manifestar la nadería de las «esperanzas cortesanas» y sigue en una serie larga de tercetos. Y se comprende con facilidad. Es otro el momento de la historia de España en que ha nacido, muy diferente del de Jorge Manrique y más parecido al momento en que naciera el estoicismo por primera vez -por primera vez que sepamos- en el Imperio de Roma. España en los días del anónimo filósofo era también un Imperio «donde no se ponía el sol», y el desengaño de ello es lo que ante todo nos manifiesta: «¿Piensas acaso tú que fue criado - el varón para rayo de la guerra - para surcar el piélago salado - para medir el orbe de la tierra - y el cerco donde el sol siempre camina? - ¡Oh quien así lo entiende cuánto yerra!». Fatiga, desengaño de tanto afán, fatiga de tanta empresa, fatiga; vaciedad de la aventura «de medir el orbe de la tierra», pues en medio de todo ello el hombre es lo importante, la noción única, el canon verdadero, la medida por donde todo ha de medirse y el hombre no es nada de eso. Al igual que cínicos y estoicos se sentían desnudos en medio del poderío del Imperio Romano, menesterosos en medio del caudal complejísimo de su cultura y hastiados de ello, no de que otros lo tuvieran sino de tenerlo ellos mismos, y se buscaron la doctrina que diera figura y expresión a su íntima insolidaridad con todo aquello, así el autor de la Epístola, se desentiende del Imperio «donde no se ponía el sol», pues él para vivir nada de eso necesita. «¡Pobre de aquél que corre y se dilata - por cuantos son los climas y los mares - perseguidor del oro y de la plata! - Un ángulo me basta entre mis lares - un libro y un amigo, un sueño breve - que no perturben deudas ni pesares». No puede darse más explícita condenación, más sosegado reproche de lo que era la faz, la apariencia de España en aquella fecha. Es el reverso de su poderío, la cara íntima debajo de tan gran locura como fueron nuestras empresas, lo cual nos dice muy claramente que el día que queramos averiguar cuál ha sido el íntimo motor de la extraversión española por el mundo, será muy lejos de este pensamiento donde hayamos de ir a buscarlo.

Un leve epicureísmo asoma en estas líneas: «un libro, un amigo, un sueño breve»; epicureísmo de la razón que vemos en Séneca, cuando habla de la amistad, de que el sabio ha de ser su propio amigo, pues al fin este amigo de que nos habla el anónimo autor de la Epístola es bien posible que fuera él mismo.

El estoicismo se nos va apareciendo así, como el desengaño ante la magnificencia del poder, de quien no es oprimido por él. Es la rebeldía de la clase mejor, de los que participan en las ganancias; por eso va libre de resentimiento, por eso tal vez no es nunca revolucionario, pues que es el desengaño del poder dentro del poder mismo, es su renuncia, su rechazo, no puede engendrar el ansia de otro poder aunque fuera de otra forma. Es un retorno a la medida humana cuando ha sido sobrepasada por las hazañas, es, en realidad, una actitud antiheroica. El hombre no ha menester ser un héroe y tal vez ser héroe no sea tampoco lo mejor: «Una mediana vida yo posea -un estilo común y moderado- que no lo note nadie que lo vea». Un estilo común... Podría ser la confesión de don Quijote después de sanar de su heroica locura, si al sanar no hubiese muerto, porque don Quijote no podía vivir en paz; su locura era su esencia, su razón de vivir; la vida se le quedaba vacía, desprovista de su locura. Tan sólo quedaba fuera de ella el alma infantil y misericordiosa de Alonso Quijano el bueno, el bueno... no el moral... que es mucha la diferencia.

El heroísmo, las brillantes acciones -ni siquiera lo dice nuestro filósofo- son vanidad, él las debía de ver como máscaras trágicas que encubren la verdadera figura humana no necesitada de aditamentos. La naturaleza humana se realiza por otro camino: «Esta nuestra porción alta y divina -a mayores acciones es llamada- y en más nobles objetos se termina». «Así, aquella que al hombre sólo es dada -sacra razón y pura, me despierta- de esplendor y de rayos coronada». Por única vez en todo el largo poema, aparece la gloria, el esplendor y aún más «lo sacro», el fuego de lo sagrado, el único fuego en este helado discurso se muestra solamente en la razón; es el único rastro de un fervor encendido que puede sostener tanto hielo; el único signo de su recóndito ardor, de una esperanza: «sacra razón y pura, me despierta». Es la razón luminosa, bien absoluto, Dios mismo.

Bajo tanta aridez ha aparecido por fin la oculta música, la antigua música de las esferas pitagóricas que a través del estoicismo llega, fuente última de toda dulzura; el hombre sabio es como un instrumento bien acordado, su virtud no es sino armonía, y la moral no tendrá que conseguir, sino que el instrumento de nuestro ánimo esté afinado, devolviendo a la armonía de la naturaleza la armonía humana: «Así, Fabio, me muestra descubierta - su esencia la verdad, y mi albedrío - con ella se compone y se concierta». No puede darse más justa expresión de la moral estoica, que en estos tres versos, clave, síntesis perfecta que los más ilustres de la secta acatarían.

Porque secta ya nos parece esto del estoicismo; y más leyendo la Epístola: queda la impresión de que después de tan ordenada y completa exposición, todo no se ha dicho, de que algo, lo más importante, falta. Algo escondido, tal vez no expresable. Nos dicen las razones, mas no la razón, la verdad última que a menudo se anda bordeando. No nos parece que sea bastante lo que se dice. Parece como si una secreta religión, temerosa demostrarse, temerosa o demasiado orgullosa para ello, quedara en el fondo incomunicable; una secreta religión que informulada atrajera a sus adeptos enlazándolos con estas verdades modestas, demasiado modestas para ser verídicas, es decir, para que un hombre se conforme con ellas. Porque el estoicismo es el único patrón que el hombre se ha dado y que coincide con el hombre mismo; es la única medida en que el hombre no intenta sobrepasarse, y verdad es que esto nos resulta muy poco humano. En rigor es lo que pasa con todo humanismo: parece nacido de otros seres que no de hombres. Y la única explicación viable, es que proviene de un momento de desengaño, que es una contestación al poderío, a la riqueza, a la cultura. Es un: pero yo me he de morir... a todo esto...

Y así se comprende la honda raíz que echó en España este modo de pensamiento, pues en cuanto se pone en marcha el entendimiento en España, es para topar con el muro de la muerte por uno u otro sendero, tanta fuerza tiene este muro y tan detenido en él se queda el ánimo, que apenas avanza. Al fin, todas son razones para morir o no, para aceptar o sobrepasar la muerte. Y el estoico no hace sino razonarla, hacerla razonable y aún más, ejercitarse en ella. «Meditación de la muerte» como el mismo Séneca decía refiriéndose a su enfermedad (el asma), que le ejercitaba en morir. Así nuestro desconocido filósofo: «¿Será que pueda ver que me desvío - de la vida viviendo y que está unida - la cauta muerte al simple vivir mío? - ¡Oh, si acabase viendo cómo muero - de aprender a morir, antes que llegue - aquel forzoso término postrero!».

Aprender a morir puesto que ya muero a cada momento. Tres siglos más tarde otro poeta español de estirpe también sevillana como nuestro anónimo, ha de decir: «Desde el nacer al morir - lo que llamamos vivir - es ir perdiendo la vida». No es el único brote senequista de nuestro, nuestro más que nadie, Antonio Machado. No es posible apenas mayor pesimismo, ese pesimismo pagano, clásico, que vive despierto entre los españoles y más entre los andaluces. La imagen del río de la vida reaparece en la Epístola también, pero de un modo más patético, pues no es como en Jorge Manrique una consideración de lo que pasa, sino un sentirse en primera persona arrastrado, condenado: «Como los ríos que en veloz corrida - se llevan a la mar, tal soy llevado - al último suspiro de mi vida».

Es esto tan de lo hondo de nuestro sentir que cae ya en la copla, en la copla popular que nadie sabe quién hizo. Cae como arrancado de la soledad o la petenera; nace de la misma fuente, suena de idéntica manera. No, por debajo de la limpidez de la corriente pasa algo, un sonido de tragedia incurable en esta apariencia antitrágica. Habíamos visto un espejo, limpio, claro, y mirando, un rostro desconsolado asoma. No ha sido suficiente toda la dulzura de la razón; hay cosas que nadie puede hacerlas dulces por completo, porque debajo de la corriente hay unas entrañas que no se resignan a morir y un suspiro, un leve suspiro manifiesta lo invencible, lo incurable del mal. Y así concluye abrazando al tiempo, al tiempo perecedero, después de haber dicho: «Iguala con la vida el pensamiento - y no le pasarás de hoy a mañana - ni quizá de un momento a otro momento.» No se atreve a desgranar los momentos, a saltar sobre el abismo que los divide, tanto adora y tanto teme el leve paso del tiempo. No quiere adelantarse con el pensar al suave fluir de la vida, al transcurso del tiempo que siente en su mismo pecho. «Antes de que el tiempo muera en nuestros brazos». Pues al fin, tanto adora el tiempo que es su muerte la que deplora. Lo siente expirar en sus brazos como a un hijo.

Meditación de la muerte, pensamiento fijo en el morir el de España. El pensamiento español se nos muestra encerrado en la muerte, prisionero de ella. Y ante esta certidumbre apenas puede ocuparse en eso que ha sido la tarea y la conquista del pensamiento europeo: el conocimiento del mundo físico y su fundamentación. Piénsese que a la hora en que en España el poeta sevillano discurría de esa manera, en Europa un Descartes había ya pensado el Discurso del método y que en seguida Leibnitz y Newton, pondrán las bases de la nueva física matemática. España cada vez se vuelve más de espaldas a todo esto, hay quien dice que envuelta en su sueño imperial, hay quien dice que embebida en la tremenda empresa de la contrarreforma. Pero tal vez, envuelta en su estoicismo, prisionera de una meditación de la muerte.

El pensamiento prisionero y la vida también. Comienza nuestro suicidio. Las dos maneras de ir a la muerte que tiene el español. En ellas consideramos complicado junto con otros ingredientes al estoicismo; indudablemente en él está el origen del permanente suicidio individual y aun colectivo que ha acaecido en España. El suicidio individual de los mejores, de aquellos destinados a servir de gula, a abrir camino, a ser los primeros. Nuestra historia está llena de ellos y muy especialmente el siglo XIX, cuando ya todo se precipita. Son los mejores los que renuncian a vivir, o muriendo del todo o ahogándose en el contorno social, aniquilando lo que de mejor había en ellos: su ímpetu, su fuerza, el vuelo de su pensamiento. La novela nos lo mostrará luego con toda crueldad.

La otra manera de morir del español es esta que tanto asombro produce al mundo, esta capacidad de arrojarse a la hoguera en bloque, este ímpetu que ha conducido a todo un pueblo al centro mismo de la pira. Este ir delirante hacia la muerte, esta entrega sin reservas ni límite alguno.

¿Significarán lo mismo ambos suicidios, el individual, el de aquellos destinados a formar la minoría dirigente del país y el ímpetu arrojado del pueblo cuando empujado por el destino ante una alternativa de vida o muerte, se lanza hacia la muerte sin titubear? ¿Serán iguales ambas maneras de morir? ¿Serán los dos procesos producto de la misma causa? ¿Serán también análogas sus consecuencias, sus terribles consecuencias? En definitiva, la cuestión, la grave cuestión sería esta: ¿Es que puede un pueblo ser estoico?

La cuestión es tan tremendamente grave que aun cuando estuviésemos en posesión de más indicios de los que poseemos21, no nos atreveríamos a decidir. No nos pertenece, por otra parte. No pertenece al estudio ni al comentario el afirmar o negar tan grave cuestión. Pertenece al mismo pueblo y él lo dirá sin duda, no resignándose ante la muerte. No olvidemos por otra parte, que esta voz del estoicismo español en sus dos facetas: la culta y la popular, sostiene a todo lo largo del tiempo un diálogo apasionado con el otro protagonista de nuestra cultura: el cristianismo. Estoicismo y cristianismo se disputan el alma del español, su pensamiento. En este drama, que es el verdadero drama de España, no podemos entrar ahora. Quizá nos abrasaríamos.






ArribaAbajoEl querer


ArribaAbajoEl mundo novelesco

La materia pensada para estas conferencias ha rebasado con mucho de las contadas horas que le han sido concedidas y así, hemos de recorrer apresuradamente el camino señalado y ni tan siquiera el camino, sino algunos puntos que dibujan sus curvas, sus encrucijadas. Así los problemas de la voluntad, del querer español, donde tanto enigma anida, han de ser solamente apuntados, violentados casi, para reducirlos a un esquema lindante con la caricatura.




ArribaAbajoLa cuestión de la voluntad

El problema del pensamiento nos ha descubierto en su raíz misma, algo consistente y acerado, ajeno a él: la voluntad, y que sin embargo nace con él, y más que nacer con él, más gravemente: le hace nacer. La voluntad española no parece que haya influido mucho en hacer nacer el pensamiento, lo cual crea una doble situación. Por una parte, el pensamiento queda más puro, desasido y poético; se crea «el conocimiento poético» en que es maestra la literatura española de todos los géneros. Y por otra: la voluntad queda también desprendida, ciega y sin dirección. Una disociación que vista así parece habernos traído más desdichas que otra cosa, pero no importa, no es un balance de dichas y desdichas lo que vamos a hacer. Sin embargo, se pueden señalar formas y direcciones a la voluntad española. El español ha querido, ha querido siempre aun cuando no parecía querer; su quietismo y su quietud han sido siempre gigantescas descargas de energía, derroche de impenetrable voluntad y tal vez, en el quietismo más que en ninguna otra forma, se manifieste la potencia de su querer.

Existe primariamente un querer originario como fuerza, como ímpetu, un querer desnudo que se ha manifestado casi siempre, por no decir siempre, en una forma popular y en momentos decisivos. Es lo que corresponde a la expresión «real gana»; gana, ímpetu enteramente irracional, no ligado a razón alguna, ni a idea alguna; pura gana espontánea que brotó porque sí, en defensa de algo, pura afirmación de una existencia que se siente amenazada. La «real gana» no funciona si no es en relación con situaciones esenciales, decisivas, en decisiones que diríamos hoy existenciales. Pura voluntad irracional indeterminada; solamente está determinada por la existencia misma en cuanto que no la deja entregarse ni sumergirse. Es el último asidero, el último y desesperado a la par que espontáneo esfuerzo, por afirmarse. Es algo sobre lo cual nada ni nadie tiene jurisdicción. No puede preverse; es la misma raíz del querer puesta al descubierto en situaciones decisivas. Esta «gana» indómita nunca ha sido domeñada y su existencia está perfectamente de acuerdo con un pensamiento que corre libre, desinteresado e independiente. No entra ni ha entrado jamás dentro de la cultura, y, así, apenas cabe llamarle voluntad. Es pura hambre de existir, de efectos casi siempre destructores.

Si el español hubiera permanecido en ella solamente, no habría entrado en rigor en la esfera de la cultura, estaría ahí desde siempre, idéntico a sí mismo, sin movimiento social posible, cosa que por otra parte es posible que haya constituido el ensueño de muchos españoles. Pero no fue así. España entró decididamente en la cultura, en la historia, y ello significa que su voluntad, al fin, ha tomado dirección; que su «gana» se ha transformado en voluntad.

Hay dos actitudes fundamentales del querer español. Dos actitudes de la voluntad española que a veces no se han manifestado con absoluta independencia, sino que han encarnado bajo distintas formas. La una, estoica, es más que nada una manera de resistencia; nacida como originariamente reaccionaria en el final del Imperio Romano, y que no lo es, sin embargo, enteramente en España. Es simplemente, el equilibrio de la voluntad que resiste enlazada con la vida, una voluntad que no pretende imponerse de un modo absoluto. La voluntad estoica es humana porque no es absoluta, cuenta con las circunstancias entre las que se desliza. Es voluntad persuasiva, consoladora; aunque no enamorada. Por el contrario, el estoico es el hombre desenamorado y desligado; conserva con el cosmos una unidad no de amor, sino de analogía. Y esta analogía es la que le sostiene en el mundo. La unidad del místico en cambio es la del amor; unidad angustiosa y dramática, puesto que no se da de una vez para siempre; hay que hacerla, hay que lograrla.

Al lado de la equilibradora voluntad estoica, está la voluntad cristiana pura, voluntad de esperanza, de agónica esperanza, de la que no puede surgir la violencia impositiva que bien pronto se hace violencia impostora. Violencia imperial de Felipe22 II y de San Ignacio. Hay en ellas un elemento no cristiano, sin duda. En realidad, el cristiano no puede definirse por la voluntad, sino por la esperanza y la misericordia, que son dos maneras de estar en la vida en que la voluntad no es apenas necesaria. Lo que puede definirse, en cambio, como cuestión de voluntad, es el «quietismo», como entrega absoluta de la voluntad, y al ser absoluta, muestra por tanto, que sí es un problema de voluntad, de querer o no querer.

Y frente al quietismo, el voluntarismo, igualmente absoluto en cuanto al querer, de San Ignacio. Son las tres voluntades, las tres maneras de voluntad de la vida española. Aunque en el estoicismo la voluntad no se muestra como voluntad primariamente. La armonía de la razón la encubre. En su origen el problema del estoico es el de cómo sostenerse en el mundo una vez que han sido abatidos los vínculos de la sangre, la moral trágica de las estirpes y linajes. Es el buscar cómo sostenerse un hombre solo, que no tiene más valor que el del ser hombre. Es la desnudez de lo humano, sin vínculo de sangre con los antepasados, ni vínculo con la divinidad. Es la soledad del hombre. Y en este sentido, no en el de poder, el estoicismo es cuestión de voluntad, pero no parte de una afirmación de la voluntad, sino de una unidad analógica entre el hombre y la naturaleza por intermedio de la razón. En el estoicismo la razón desempeña el papel de mediadora entre el hombre y lo que está más allá de él. La voluntad en el estoico tiene que ser una voluntad de equilibrio, de convencimiento, de persuasión, muchas veces de renuncia, pero jamás será violenta, puesto que parte de una situación de armonía, y la violencia sería su rompimiento. La voluntad estoica por ello, jamás puede ser a priori y por lo tanto, tampoco absoluta. En esto consiste su diferencia radical con la razón práctica kantiana.

Quietismo y voluntarismo, son problemas de la voluntad desnuda; pero el hombre en ellos no se ha quedado en soledad como el estoico. No; es algo más grave lo que aquí ocurre. El hombre se ha quedado reducido a su sola voluntad, a su querer, no tiene más; todo lo demás se le fue. Son actitudes de poder en que el poder se ha afirmado o negado porque el poder es la única cuestión.

En el estoicismo empieza el suicidio de la voluntad, la entrega que se consuma en el quietismo. El estoicismo es aniquilamiento del individuo ante la razón, ante la objetividad que es la comunidad, ante algo humano-social ante lo cual la voluntad individual resigna sus poderes, se abate, se entrega.




ArribaAbajoResignación y esperanza

Tales contraposiciones en la voluntad, tal diferencia en el querer no son arbitrarias, es decir, no brotan porque sí, sino que proceden de algo más hondo. La voluntad quiere, se determina queriendo, pero no inventa lo que quiere. Lo que quiere le viene dado por una disposición de la vida en que brota. De una vida abierta a la esperanza no puede brotar una voluntad que quiera lo mismo y de la misma manera, que de una vida cerrada o de espaldas a ella. Según don Miguel de Unamuno, la esperanza es también cuestión de voluntad. Es una tesis análoga a la de los idealistas del conocimiento; mas, como don Miguel ni era idealista, ni entraba tampoco con los filósofos puros, tenemos que atribuirla a lo que en realidad era, a la religión especialísima que profesaba, y que nunca trató de definir, sino simplemente de afirmar y sostener a la española. Dentro del catolicismo, Unamuno profesaba algo tan especial como la identidad de la fe y de la voluntad, con lo cual lo que hacía naturalmente era negar la fe, absorbiéndola dentro de la voluntad. La fe quedaba reducida a ser solamente un afán de sobrevivirse, una voluntad de seguir existiendo siempre. Es una fe desolada, impuesta, no recibida. Lo que ella nos diga, por tanto, será solamente el espejo, el espejismo de nuestro deseo, no la comunicación de algo, un mensaje que alguien nos ha transmitido. No es una fe que nos testimonie la existencia de algo, que a su través nos ofrece su revelación. No es un don23, sino una imposición violenta que ejerce nuestro ser sobre el mundo, exigiéndole a la vida perdurar. Esta fe no cree sino en sí misma, mejor dicho, no cree en nada, teme a la nada y por ello se afianza si es preciso en la embriaguez. No es fe, en la acepción clásica de la palabra. «La fe es la substancia de las cosas que se esperan», cita innumerables veces don Miguel a San Pablo, y toma al comentarlo lo que se espera por lo que se desea o se quiere. Esperanza es desear, espejismo en el desierto.

Muy peculiar es esta actitud de Unamuno y, nos atreveríamos a decir, muy poco española. En ella vemos aparecer un brote del norteño Kierkegaard, del protestante Kierkegaard, a quien don Miguel nos descubre como un espíritu hermano.

Es la fe y la esperanza del que está angustiado en la nada y por sí mismo sale a flote, desesperadamente y en silencio.

Pero el español no vive en la nada, siempre tiene algo, pues tiene la melancolía, tiene la ausencia, tiene lo que le falta, que es lo que se ha ido o lo que nunca llegó a tener. Su apegamiento al mundo que ve y siente, que toca y gusta, es tan grande, que no se queda jamás en la nada. Sus manos están llenas, rebosantes, como lo están las de todo enamorado. Y así, de la misma melancolía nace como su hermana gemela, la esperanza, que es su prolongación en sentido contrario; las dos son formas de tener, no teniendo. Y no es sino que la vida está abierta recogiendo lo inmediato, sí, pero sin afirmar que eso sea lo único que haya, sin encerrarse maniáticamente en sus límites. Se vive ilimitadamente: melancolía y esperanza, son la manera en que la vida penetra más allá de lo que tiene delante de sí. Son las formas de la temporalidad.

Melancolía y no angustia, es lo que late en el fondo de la vida española. El tiempo no disuelve en la nada a la realidad, no la reduce a la nada, ni el español se siente jamás en ella, pues si en ella estuviera no se le hubiese ocurrido el cortejarla como tanto ha hecho (es tema inesquivable el nihilismo español). No siente la angustia de la nada el español como vivencia primordial, pues que jamás se separa de sus idolatradas cosas, de su idolatrado tiempo. Y las cosas en su fluir temporal dejan un hueco que es su ausencia. Pero la ausencia no es la nada y por eso la melancolía no es tampoco la angustia.

En la ausencia que las cosas dejan hay una manera de presencia; en su hueco está todavía aleteando su forma y la melancolía es una manera, por tanto, de tener; es la manera de tener no teniendo, de poseer las cosas por el palpitar del tiempo, por su envoltura temporal. Algo así como una posesión de su esencia, puesto que tenemos de ellas lo que nos falta, o sea lo que ellas son estrictamente.

En la melancolía tampoco estamos sin asidero, como en rigor no está nunca el español que tiene siempre su clavo ardiendo a que agarrarse, clavo ardiendo de su propia pasión anhelante del tiempo que se le va y al cual se agarra, aunque se abrase.

Se abrasa, se quema las entrañas en el fluir temporal. De ahí que cuando ya no puede más o los que ya no pueden más, desemboquen en el dogmatismo, al cual el español llega siempre para descansar, para reposar y curarse de las llagas del tiempo. Dogmatismo que por diferente que sea su aspecto, es siempre el dogmatismo de la quietud, del aquietarse. Pero mientras puede resistir el quemar de sus llagas, permanece suspenso entre la esperanza y la melancolía, entre la esperanza y la resignación. Verdadero, íntegro español es el que vive entre ellas sin aquietarse en ningún dogmatizar. Esperanza de lograr su disparatado anhelo, resignación, conformidad con no verlo realizado nunca. Son dos extremos del pensamiento español que busca así la justificación de seguir esperando o de no esperar. La esperanza va a buscar doctrinas de qué seguir alimentándose, mientras la resignación se apacienta en lo que va contra el ansia secreta y casi acallada. Por eso la resignación es siempre reaccionaria y aunque se haya dicho que es virtud popular, virtud de pobres, en realidad viene a ser lo que nunca es popular, sino al revés, propio de sabios. En esta cuestión, como en tantas otras de la vida española, despista el hecho de que en nuestra cultura son muchos los sabios populares y de ellos, sí, sería propia la resignación, aderezada con un poco de burla.

Problema de equilibrio y de resistencia, se nos muestra ya desde un principio la vida española; cuestión de poder mantenerse en la melancolía y en la esperanza entreveradas («una de cal, otra de arena»). Cuestión de no forzarse a una solución inmediata, puesto que lo que anhela es lo imposible. Por eso su centro no es una sola tendencia como ya dijimos, sino una oscilación rítmica, un entrecruzamiento que es a veces polémica entre la esperanza y la resignación, entre cristianismo y estoicismo.

Esta resignación extremada que lleva al aniquilamiento, nos lleva a considerar, bien que aquí no podemos hacerlo, pero hay que dejarlo anotado, otra de las raíces de las implicadas en la cuestión del estoicismo español: la raíz amorosa, la cuestión del amor. Muy a menudo hemos pasado rozándola y es imposible no haberla sentido. Se trata de una forma de amor que va dentro del estoicismo y que apenas se manifiesta separadamente, es decir, expresada de un modo directo. Y es el problema del amor en relación con el conocimiento, en relación con el objeto del conocimiento y aún más, con la objetividad que emana de él.

Es la gran cuestión del amor enlazado a la voluntad y al conocimiento, que es en último término, la gran cuestión de la vida española. A cada forma de amor, de querer -esta magnífica palabra castellana, «querer», que expresa amor y voluntad- corresponde una forma de amor. Mas, ¿quién sabe si el amor determine en último término a la voluntad y aun al conocimiento? Lo cierto es que un estoico, un quietista, un cristiano, llevan cada uno consigo una manera de amor.

Tres maneras de amor, las tres aparecen en una breve composición poética, en el soneto joya de la literatura castellana: «No me mueve, mi Dios, para quererte»...

Imposible, como hemos dicho, entrar en este laberinto del amor español: cristiano, estoico, quietista, en esta verdadera dialéctica de la esperanza que de modo tan breve y transparente tiene lugar en el soneto, en nuestro soneto, más íntegramente nuestro, nada, pues en él están apretadas, unificadas por la poesía, las tendencias más dispares de nuestro querer. Como una fuga de ritmo cada vez más grave crecen las razones del amor, el amor abatiendo cada vez más al deseo y a la voluntad, el amor uniéndose con la razón para aniquilar al yo, al anhelo irracional de ser y vivir eternamente. Tan absoluta es la entrega que en el amor cumple, que hay que eliminar abatiéndola toda esperanza, todo temor: «No me mueve, mi Dios, para quererte - cielo que me tienes prometido - ni me mueve el infierno, tan temido - para dejar por eso de ofenderte». Temor y deseo, como Séneca quería, se quedan atrás. Aparece el objeto del amor, su razón, con tanta fuerza que él solo lo llena todo, él solo existe: «Tú me mueves, mi Dios, muéveme el verte - clavado en una cruz y escarnecido - muéveme el ver tu cuerpo tan herido - muévenme tus afrentas y tu muerte». El amor cristiano se adhiere absoluta, perfectamente a su objeto, única razón del mundo y de sí, única existencia; frente a él nada existe ni nada importa, ni mi propia existencia. La renuncia, el suicidio, por amor se consuma; la esperanza se abate y el ansia de ser más allá de la muerte se aniquila también, por él todo se aquieta, hasta la propia nada. «No me tienes que dar porque te quiera - pues aunque lo que espero no esperara, - lo mismo que te quiero te quisiera».

Es el quedarse el querer español, su voluntad y su conocimiento quieto, cerrado, encantado en objeto, en la razón del amor. Es el suicidio total por amor. La verdad es que de esta sin par poesía, la Guía de Miguel de Molinos, a la Ética de Espinosa, no es mucha la distancia.

España en aquellos días se cerraba también, prisionera, en una empresa imposible, absoluta: el sueño o ensueño de la Contrarreforma. Por este ensueño quedó su vida detenida, al margen del tiempo prisionera.




ArribaAbajoEl siglo XIX: La cuestión de la continuidad de España

Muy grave es esta situación, muy grave es que la vida y la vida de todo un país quede detenida, prisionera en un amor, por grande que este amor sea. Al fin se paraliza y como la vida no puede ser quietud, comenzará a deshacerse. Durante más de dos siglos España se va desintegrando, debilitando con un ritmo creciente que la hace desembocar en el siglo XIX reducida a un estado en que viene a ser problema su existencia misma. Encantada en su querer absoluto, se ha ido retirando de las contiendas históricas. Una mortal indiferencia la posee poco a poco, una desgana. Su ímpetu vital no se ha marchitado, sigue ahí, casi intacto después de tan inmensas aventuras. Pero su voluntad se ha quedado tan fatigada de esa altura a que el amor la llevara, que ya nada parece apetecer ni querer. Mas no ha muerto; sigue viva, pero su vida ya no es más que sangre y ¡con qué fuerza!; toda la fuerza de su amor y de su voluntad ha quedado retenida, encerrada en la sangre.

Mas ¿puede fundarse en la sangre la unidad, la continuidad de la vida de un pueblo? Si es una cuestión grave la de que un pueblo pueda mantenerse en el estoicismo, no lo es menos esta de que un pueblo pueda quedar unido solamente por la fuerza de la sangre. Lo que está en crisis ya en el siglo XIX, es nada menos que la existencia misma de España.

Porque así es. España se quedó encerrada en sí misma sin horizonte; España es hervor de sangre apretujada que sale luego a borbotones. Sangre estancada, detenida, prisionera, que engendra angustia y una espectación de algo terrible que tiene suspenso el ánimo y apretado el corazón. España está cercada y cada español se siente vivir en una alta torre sin ventanas -no hay ya pisos mediadores, ni escaleras- prisionero en el fondo oscuro de la torre con la luz sobre la cabeza, sin asidero alguno.

Después del fracaso de su historia retrocede España a lo que había quedado bajo su historia, a lo que había permanecido firme bajo el esplendor ya ido y que ahora seguía ahí, quieto, imperecedero. Lo que se ha llamado la España eterna y que no es la España del reposo ni de la calma, sino la España de la tragedia, porque es la España de la sangre. Instante este profundamente reaccionario en que se vuelve de una gran aventura dispuesto a quedarse en casa para siempre; momento en que aparece y reina solamente lo doméstico, el ámbito de lo consanguíneo y familiar. La familia toma los poderes y se hace dueña de la vida hispánica, impone su imperio, su tiranía absorbente. Y la vida con ello, al revés de lo que parece, se hace cada vez más y más compleja; los rastros son múltiples y bajo el imperio tiránico de lo familiar y doméstico, la historia entrelaza sus hilos invisibles. En realidad la vida se hace un mare magnum y van a ser muchos los que van a quedar mortalmente enredados en este revuelto y apretado mundo; son muchos también los que van a perder la íntima certidumbre, los que van a confundirse volviéndose contra sí mismos, contra lo mejor de sí mismos, perdidos entre la falta de asidero y despistados entre los sutilísimos hilos que se cruzan y entrecruzan. El español se ha quedado sin camino, sin certidumbre. Regresa, vuelve y se encuentra con algo de una potencia arrolladora, de una fuerza sin rival, con la matriz originaria de donde saliera tanto ímpetu, dispuesta ahora a no dejarlo salir más. La fuerza mayor que en la vida española se desarrolla es la de impedir, la de detener, la de retener. Todo lo que empieza a existir como inocente ímpetu, todo lo que ingenua y naturalmente busca una salida, se encuentra cercado, envuelto irremisiblemente. Fuerzas sin origen le impiden marchar, le impiden, si hace falta, ser. El instrumento de esta fuerza reaccionaria, cercadora, arrolladora, es la mujer y el ámbito donde la realiza, la familia. Su imperio, su mundo poético donde todo ímpetu es amansado, donde toda furia es calmada y deshecha, es lo doméstico. Ya todo se ha vuelto domesticidad en España y entre los cacharros, como quería Santa Teresa, anda el espíritu, el pobre espíritu que ennoblece tanto a los cacharros y que a veces desfallece entre ellos, sin que nadie le auxilie.

Pero una historia no se borra tan fácilmente; no se absorbe un pasado tan perfectamente sin dejar huellas, rastros. Sobre el alma del español, de todo español, han quedado depositados sedimentos de siglos y en los sedimentos, rastros y huellas del remoto ayer, barrido casi siempre de la conciencia. Cada alma se ha ido cerrando en la conciencia y llenándose como una cueva misteriosa en la subconciencia. Así como en los árboles centenarios son más grandes las raíces que las ramas que ven la luz, la vida del español es subterránea, agitada, obscura, casi inconfesable. La fuerza retentiva alcanza también a las palabras, y la inhibición crece, crece, ya que no sabe el español en su inacción y en su silencio, lo que le pasa.

Y así viene a suceder lo más grave: una incomunicación entre las raíces y las ramas, una separación entre lo profundo y lo que se manifiesta y actúa. Esto explica todos los fenómenos de lo que se ha llamado «extranjerismos», que en unos casos no eran sino nutrición normal, y en los otros, en los verdaderos «afrancesados» o «germanizantes», no es sino ansia de nutrirse de algo, por las ramas, ya que del hondo suelo ninguna savia ascendía. La vida de todos, la vida social, se fue tornando sonámbula, fantasmagórica y como hechizada. A medida que era mayor la incomunicación, mayor era el delirio y así el imperio familiar y doméstico no fue un avance en el sentido común, en lo razonable, que es lo primero que se piensa, sino muy al revés, fue un crecimiento de lo delirante. El mundo de lo doméstico se enriquecía cada vez más, es verdad, al absorber dentro de sí todas las fuerzas, todas las pasiones que ayer anduvieron sueltas cabalgando por la tierra. Se enriquecía y deliraba, se llenaba de substancia, de toda la substancia hispánica y desvariada. Porque a una vida no se renuncia impunemente.

Quedan las huellas, los rastros del ayer. Y toda España es rastro, ese lugar donde las cosas son viejas y actuales, donde todo sigue viviendo más allá de sí mismo, hollado, sometido, como desaparecido y como superviviente; porque todas las cosas se han quedado como sin dueño y andan en medio de la calle. Y es paradójico que el imperio de lo doméstico se manifieste en una época callejera en que todo anda por la calle sin techo ni cobijo; en que todo está cada vez más suelto y deslavazado24, más sin mano de dueño que lo cuide, más desamparado. En realidad, las fronteras entre la casa y la calle han sido bastante borradas y la verdad es que la calle tiene también mucho de hogareño, de esos hogares destartalados lindantes con la posada. Tiene la vida ese perfil de los edificios que se han quedado grandes, de las ciudades que se han quedado anchurosas y como desocupadas. Y es que todo un pueblo se ha quedado cesante y da vueltas, da vueltas delirando despierto y razonando dormido. La distancia entre vigilia y sueño ha venido a ser muy estrecha por efecto de esta vida irreal, fantasmagórica. Así comienza nuestro siglo XIX; es el siglo de lo novelesco, y no por el motivo de que la novela sea el mejor de los géneros literarios en él cultivado, sino porque la vida española es novelesca siendo doméstica; porque toda España vive en novela. Novela que es tragedia, porque no es la novela del individuo ni tampoco de la sociedad, sino de la sangre, la novela de la vida familiar, de los lazos de la consanguinidad, que son siempre trágicos cuando en ellos se introduce, encerrándose, la pasión, cuando son ellos el único ámbito, el único campo para que la pasión galope, cuando son absorbentes y totalitarios.

Al cerrarse los horizontes, el ímpetu batallador, el pensamiento ávido y especulativo y hasta la misma fe regresan, se hacen reaccionarios al ser retenidos por la única fuerza que queda en pie: la fuerza de la sangre. Adheridos, pegados a ella, mezclados y encadenados, nacen y mueren, se vuelven contra sí mismos. Es un proceso insoluble, sin remedio ni cura. La sangre corre herméticamente; el mundo de las relaciones consanguíneas es cerrado, no desemboca en nada, no va a parar a ningún camino. La vida española vuelve, regresa de sus innumerables caminos y queda quieta, debatiéndose, ahogándose. Se hace trágica. Ahora es cuando España entra en la tragedia y tan en ella se enclava, que muchos creen que ha sido siempre así, que la vida española se debatió siempre en la tragedia. No lo fue de ninguna manera. Es ahora cuando se cierran los horizontes y lo doméstico tiraniza y absorbe, cuando la sangre alcanza supremacía. Ahora la vida española es irremisible, tremendamente trágica.

Es entonces cuando realmente se rompe la unidad: con la España de la tragedia. Y es entonces cuando aparecen bien claramente en la vida española el entrelazamiento de dos tiempos: el tiempo histórico donde se ha verificado la ruptura, donde ha ocurrido la catástrofe, y el tiempo de lo doméstico donde prosigue a través de la huella de la tradición, la continuidad.

Esta ruptura, desgarramiento del tiempo histórico, se manifiesta y a la par se agrava, en la falta de memoria de los españoles que acabará por engendrar «el tradicionalismo», el terrible tradicionalismo español que muestra con toda evidencia que se ha perdido la tradición, que se ha convertido en algo monstruoso, en lo que jamás puede ser ninguna tradición: en problema.

Esta falta de memoria de los españoles es una de las características, si no más subrayadas y reconocidas, sí de las que más graves consecuencias nos han traído. Graves y dramáticas consecuencias, aunque tenga una dimensión positiva por la despreocupación y la alegría, y esa cierta incapacidad para el rencor que llega a condensarse en odio. Nos falta a los españoles, por muchas apelaciones que los retóricos hagan al pasado y por mucho ahincamiento tradicionalista de los que así se llaman, la imagen clara de nuestro ayer, aun el más inmediato. Tal vez influya en ello el estancamiento de nuestras costumbres y el poco apego que a ellas tenemos. Existe una cierta rebeldía para reconocer en esta nuestra forma de vivir de hoy qué25 hace que no se haya hecho sentir con más fuerza y claridad la necesidad y el deseo de recordar, de hacer memoria y con ella, cuentas de nuestro pasado. No es extraño: todo nuestro pasado se liquida con la actitud trágica de España. Todo nuestro ayer se revela y se pone de manifiesto, se cancela, y de su cancelación saldrá, si la dejan -ya vemos que por hoy todos han hecho lo posible por asfixiarla, pero saldrá, aunque no la dejen-, la nueva España.

La melancolía, esa nuestra melancolía inicial, el revivir poético del pasado constituye también de por sí una ligazón sentimental, llana pero indestructible, en la que hemos vivido enredándonos, y a menudo ignorantes.

En nuestra literatura del siglo XIX, la novela y los artículos de costumbres, el llamado «costumbrismo», forma un tanto superficial del realismo, producen un enorme y minucioso material para la imagen que buscamos. Mesonero Romanos, por ejemplo, nos ofrece un abundante material clasificado inclusive en artículos literarios que están muy cerca de la Sociología. A su través vemos desaparecer los vestigios del siglo XVIII ante los tipos sociales que llegan. Por otra parte y en un tiempo más avanzado, Larra nos tiende también su espejo; en él no vemos tránsito alguno sino que fijamente enclavado en el centro de lo que pasa en torno suyo, critica e ironiza, nos ofrece una imagen verídica y esquemática, casi una mueca de nuestras desgracias públicas y políticas. Mueca terrible, pesimista por lo superficial, pues nunca por debajo del espejo, de la imagen reflejada en tan descarado espejo, asoma la poética verdad de nuestro pueblo, el hálito que da continuidad a su vida.

Porque no nos interesan las costumbres en sí mismas, sino lo que detrás de ellas pasa. ¿Qué le pasa al hombre español en el siglo XIX? ¿Qué ha sucedido en España dentro de este breve y dilatado espacio? ¿En qué círculos de vida se encontraba inscrito el español, a su comienzo y a su fin y cómo se desarrollaba su vida individual dentro de ellos? ¿Cuáles eran sus creencias y qué cambios se verificaron substantivamente en ellas?

Es siempre y para todo pueblo imprescindible una imagen del tiempo inmediato anterior a aquel en que vive, como examen de nuestros propios errores y espejismos. Para la vida lo más revelador son siempre sus orígenes; el presente es siempre fragmento, trozo, torso incompleto. El pasado inmediato completa esta imagen mutilada, la dibuja más entera, más inteligible. Todavía hay otra razón de esta necesidad de dirigir nuestra atención hacia el ayer, ese ayer que aún no se ha solidificado. Y es que siempre nos es más revelador porque a él nos dirigimos con interés verdadero, pero no tan inmediato como vamos al presente. No nos sentimos protagonistas de los sucesos de ayer y así nuestro juicio es más claro; nace de la pasión y de la necesidad y no está nuestra individual existencia tan inmediatamente comprometida.

La historia con que nos encontramos nos cuenta acontecimientos bastante externos a los hondos y verdaderos sucesos del siglo XIX; el drama está eludido, apenas si le dejan insinuarse entre los pliegues de los hechos «oficiales»; es una historia casi siempre convencional, en que la realidad histórica apenas aparece. Pero afortunadamente tenemos otro recurso para completar esta imagen del tiempo: la novela, nuestra magnífica novela realista. Por coincidencia, el «naturalismo», «el positivismo» francés no nos hizo en esto daño alguno, pues estas tendencias venían, aunque siendo diferentes, a coincidir con el realismo de la novela española. A ella debemos ir a buscar los motivos reales que mueven a los personajes, las creencias efectivas, las preferencias, la ética concreta de los personajes.




ArribaAbajoLa novela de Galdós

Este mundo de lo novelesco en el que se ha refugiado la vida española es recogido con perseverancia inigualable por un genio de la paciencia y de la humildad, inclinado en devoción sobre la vida menuda y vulgar, que se llamó don Benito Pérez Galdós. El mundo que con tanta realidad nos presenta es el mundo de la tradición, de la que queda. En él aparece a través del delirio y el disparate, para nuestro consuelo, la única continuidad de la vida española, la unidad verdadera de España, y aparece en toda su obra dispersa, inagotable, pero de modo más concentrado y significativo en dos gigantescas figuras de mujer que encarnan las dos fuerzas cohesivas y creadoras a las que nada ha podido abatir: la fecundidad y la misericordia. Fortunata, la divina moza madrileña, la que vivirá tanto como Madrid viva y quién sabe si le hará vivir, es la fuerza inmensa, inagotable de la fecundidad, de la fecundidad humana lindante con la fecundidad de la naturaleza; tan insobornable como ella, tan inocente y poderosa como ella. Nada le detiene. Es la vocación irrefrenable de la maternidad, elevada a acto sagrado por el que la vida se sobrevive siempre. Es la más humilde, en verdad, de las fuerzas que crean la continuidad de un pueblo, pero la más indispensable y en el pueblo, en que tan íntegramente se da esta vocación, esta arrolladora fuerza que todo lo vence, tiene ya mucho que esperar de su porvenir, tiene ya mucho ganado.

La otra, la criada Benigna de Misericordia, encarna casi sin parecerlo, con una sutileza que sólo se permite la verdad más verdadera, eso tan maravilloso como la misma fuente de la vida que es la misericordia. Es en la vida, en la vida real, en los dolores y las dificultades, en la angustia y la desesperación del intrincado mundo que es España, el aceite de la misericordia, su riqueza, su esplendor. También ella es invencible. En los vertederos y escombreras que rodean a Madrid, bajo su clarísimo cielo, esta figura vestida de pardo merino, cubierta por raído manto, sigue hoy alentando. Su alegría suave, inextinguible como la luz misma, la transparencia de un alma a la que ninguna desgracia ni ningún crimen, por monstruoso que sea, puede obscurecer, es la esperanza, la última, la que jamás se pierde. La criada «Nina», imagen de esa otra santa tan popular, Santa Rita, abogada de lo imposible, es hoy como en tiempos de Galdós, la única abogada de la continuidad verdadera, de la única unidad de España.

Misericordia y fecundidad mantienen unido este delirante mundo de la sangre, este disparatado mundo, laberinto donde se quedó aprisionada la historia. Son la cordura en el delirio, la razón en la sinrazón.

Pero bien pronto, va a aparecer en la faz de España una voluntad y más que una voluntad, un anhelo: el anhelo de reducir este mundo de demencia, de encontrar la medida salvadora que hiciera volver de su desquiciamiento a la vida, el afán tímido de recobrarse no ya para heroicas empresas (al contrario: «encerremos con siete llaves el sepulcro del Cid»); sino para vivir mesurada, discretamente. Es el tiempo en que hasta el exabrupto va cargado de ansias de moderación, en que hasta el extremismo lo es por apetencia de medida. En suma, es el año de 1898, en que España, la pobre, desposeída España, se retira a su casa víctima de la última bancarrota, víctima de su torpeza, su ingenuidad y su prodigalidad. Y comienza a alzar su voz la razón: ¿no ves?, hay que corregirse. Pero ¿tiene acaso remedio?

Y como realmente no tiene remedio, el amor, más evidente que la razón, se apega a España tal y como es, pasando por alto sus faltas, enamorándose de ellas inclusive. Y ya no pretende nada, ni pide ni obliga a nada; todo lo más interroga. Si interroga, es inquietud y pensamiento, ansia torturadora: Unamuno. Sí interroga con una renunciación por el pronto, renuncia que engendra una decisión: salir de España para traerle filialmente lo que necesita, para proseguir con esperanzado anhelo día a día la persecución de que sea España, es decir, de cuál sea el bien de España, en Ortega y Gasset. Son tal vez las dos actitudes activas que hay en la península, aunque más activa y dirigida a la eficiencia, como de un más ordenado amor en Ortega. Fuera de ellas ha surgido algo muy significativo y conmovedor, algo que pudiéramos llamar: una mística de España con el «poeta» Azorín.




ArribaAbajoUna mística de España

Hay un escritor, Azorín, cuyo rasgo característico es la sensibilidad, la sensibilidad para lo vulgar, menudo, cotidiano y pequeño. Azorín o la sensibilidad, se podría decir, sí; mas ¿cómo funciona esta sensibilidad? Se nos aparece la sensibilidad como algo que nos pone en contacto con todo, ilimitadamente. En oposición a la razón, la sensibilidad no es excluyente, se extiende por todas las cosas y no conoce límite en su conocimiento. Y sin embargo, Azorín, escritor definido por ella, es muy limitado. La sensibilidad de Azorín le encierra, le limita y aún parece26 que le separa...

¿Por qué? Por algo seguramente que en Azorín ocurre. La historia literaria no está desprendida de la otra historia, sino que forma parte de ella, de dos maneras: porque es suceso histórico, y también porque expresa, tal vez mejor que nada, los verdaderos sucesos históricos, las estaciones, los actos del drama que es la vida de un pueblo. Y Azorín es la sensibilidad dentro de un mundo diseñado previamente, y el diseño, la acotación de este mundo por donde va a extenderse la sensibilidad no ha sido hecha por ella. Han sucedido otras cosas que condicionan el funcionamiento de la sensibilidad de tan gran escritor, cosas que explica a su vez cómo otros escritores tomaron por otros caminos, arrancando de idéntica raíz.

Azorín nos presenta una España suspendida, detenida. Nos presenta a una España toda ella dentro de la melancolía. Es a través de la melancolía como vamos a encontrar a España; melancolía que es universal porque es la del tiempo que corre, pasa y no vuelve. El tiempo que pasa sobre todas las cosas, que a todas las envuelve, hermanándolas, borrándolas, limando sus luchas, dejando a cada una su fantasma. Es la España contemplada en el espejo del tiempo, en la corriente de las aguas mansas e inexorables. Y es en Azorín donde podemos percibir los dos tiempos: el tiempo histórico, la melancolía de un ayer mejor y más de un ayer donde las cosas cobran plenitud, y el otro tiempo, el que pasa minuto a minuto, el tiempo fino, gris, que cae insensible y cierto, el tiempo de lo doméstico. Estos dos tiempos nos dan melancolía doble de una España más plena y henchida que se fue y el tiempo de la España que se está yendo por momentos. Una irremediable melancolía envuelve todo esto, porque frente al transcurrir del tiempo no hay nada por parte de quien así lo contempla, no hay ninguna resistencia, ni un ni un no. Solamente mirada, espejo que refleja otro espejo, contemplación que multiplica este pasar de la corriente del tiempo como en una galería de espejos. Pues yo que miro pasar el tiempo en las cosas, lo siento pasar al par dentro de mí; es mi tiempo también el que pasa. Con las cosas pasa también mi vida. Y pasa simplemente, irremediablemente; pasa al igual que el tiempo en las cosas, deshaciéndome, aniquilándome, porque el solo remedio para salir de correr del tiempo es la acción, la decisión, el y el no; la voluntad. Azorín ha eliminado de la España que nos presenta la voluntad, ya desde el primer paso. No es puro azar sino profunda lógica que el primer libro de este autor tuviera por título La voluntad. Era lo previo, era la primera estación, era la epojé o suspensión que se lleva a cabo en la mística y en algunos métodos de conocimiento, antes de entrar en materia.

La sensibilidad de Azorín está por eso limitada, constreñida, porque tiene un funcionamiento determinado. Funciona para aprehender una España que está ahí y que se nos va, una España sobre la que no vamos a actuar ni lo deseamos. Una España que no es para nosotros pista de ningún deseo, de ningún proyecto, una España que no es empresa ni construcción. Pero hay que aprehenderla despacio y a la par con urgencia, hay que buscarla y perseguirla en sus menores detalles, en sus escondrijos, en sus repliegues. Y sin embargo, es una España plana, no es delirante y de ella parece haberse eliminado lo monstruoso. Y así es: la voluntad y el deseo son el origen de todas las enormidades, de todo lo monstruoso. Por eso Azorín al par que una sensibilidad de España, nos da una medida de España, una España al fin habitable, de donde la tragedia ha sido eliminada. Nada menos trágico que esta España de Azorín y nada, difícilmente, más melancólico27.

Esta medida de España podría ser banal y seguramente que es ese su mayor riesgo: su misma falta de riesgo. La España que nos presenta eliminados la voluntad y el deseo, es fantasmal, casi sin dimensión de profundidad. Es la España de las apariencias temporales sin raíces ni entrañas. Es la España de las apariencias, mas tan verdaderas, que dejan ver transparentemente los cimientos. Es la España sutil, que parece hechizarnos mortalmente para siempre. No, la medida de España que Azorín nos presenta no es banal aunque podía haberlo sido; le salva de ello un fuego íntimo, un fuego, diríamos, que no es voluntad, pero que ocupa su puesto: el enamoramiento. Azorín no tiene voluntad, ni ni no ante España; Azorín está rendido, prendido a ella, hechizado para siempre. Azorín pertenece al linaje de los grandes enamorados de España, está en la línea del amor desasido, sin mezcla de deseo alguno.

Por eso la medida cada vez se va profundizando. Comenzó por ser crítica, por estar casi en la línea de Larra, presentándonos una reducción de España, una resolución posible, eliminando la tragedia, haciendo de España un lugar habitable. Pero el amor hace sus estragos y Azorín se rinde, se entrega ante España y cada vez se hunde más y más en ella sin importarle apenas ya, lo que tenga o deba de ser. Y sin embargo, la sensibilidad de Azorín sigue siendo una medida de España; su visión sigue siendo una reducción, porque sigue sin admitir en ella a la voluntad.

Por eso, con Azorín vamos hacia una mística de España. Azorín nos encamina a una mística de España por el sendero más clásico de las místicas, por el sendero de la mística oriental. El sendero que nos encamina a poseer una cosa sin el sufrimiento, sin el dolor, sin la acción. Pero esto sólo podía durar un momento.

Azorín ha sido posible en un momento de la vida española, cuando España se detiene. Sus desastres y la barrera que el mundo la pone la han cercado y se queda quieta. Los españoles mejores aprovechan esta pausa para mirar y preguntar. Es el momento de El espectador, el momento de la interrogación, en que España a través de sus mejores hijos, se vuelve hacia sí y se interroga. Azorín comenzó también interrogando, pero el amor le venció y la respuesta ha sido la melancolía de una España fantasmal, quieta, detenida, sin tragedia. De una España que poseemos sin dolor y conservamos sin esperanza.




ArribaLa poesía

¡Una España que poseemos sin dolor y conservamos sin esperanza!... Pero, por debajo de esta España casi fantasmal, una nueva esperanza se ha ido abriendo paso en silencio y su vehículo de expresión, su forma de revelación, ha sido la poesía. En lo hondo de las entrañas de la vida española, germinaba una nueva esperanza; no era posible quedarse en la mística contemplativa de sí misma y en lucha con la desesperación; la esperanza se abría paso.

También tenemos que renunciar a recorrer el camino descrito por esta esperanza a través de la poesía. Y es lástima, pues en la poesía se ha verificado en estos últimos años, una verdadera reintegración de España, una vuelta en sí. En ella se ha anudado la tradición española y mediante ella se ha tomado contacto con el fondo siempre vivo de la cultura popular, con eso que más o menos pedantescamente se suele llamar folk-lore. Ha sido el verdadero tradicionalismo, el que no ha hecho ni ha planteado problema alguno, sino que graciosamente nos ha traído a la memoria nuestras mejores voces de otras horas, nos ha alegrado e ilusionado con la rememoración de nuestro ayer, nos ha recreado con nuestro tesoro. Ha sido en realidad ponernos en comunicación de nuevo con un ayer del que habíamos quedado aislados e ignorantes. Ha sido conciencia y memoria.

Conciencia y memoria: continuidad. Y esperanza. Y ha sido en la poesía como se ha mostrado, porque demasiado profunda y tímida, demasiado reservada, demasiado sin asidero razonable, apenas nadie le hubiese dado crédito. El pensamiento necesita razones más positivas, es decir, más hechas para acoger a algo dentro de sí, mientras que la poesía tiene por vocación acudir a cantar lo que nace y lo que nace sobre todo, en contradicción28 y a despecho de lo que le rodea. La poesía exige menos y ofrece más que el pensamiento; su esencia es su propia generosidad.

La continuidad de España se ha expresado por la poesía, sin que nadie pueda ya impedirlo, pero se ha expresado igualmente por la sangre. Y la sangre también tiene su universalidad, pero sin la palabra no sería comprendida, no estaría tan corroborada. La palabra es la luz de la sangre. Y de las dos, entre las dos, mantendrán viva la continuidad del pueblo español todo lo silenciosamente que haga falta. Confiemos, sí, en que mientras exista poesía, existirá España.







 
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