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ArribaAbajoSección III

185. La conducta de Dios, que dispone todo con dulzura, consiste en implantar la religión en el espíritu por razones, y en el corazón por la gracia. Pero querer implantarla en el espíritu y en el corazón por la fuerza y con amenazas no es implantar la religión, sino el terror, «terrorem potius quam religionem».

187. ORDEN. -Los hombres sienten desprecio por la religión; la odian, y tienen miedo de que sea verdadera. Para curar esto, hay que empezar por mostrar que la religión no es contraria a la razón; que es venerable; producir respeto para ella; hacerla después amable; hacer desear a los buenos que sea verdadera; y mostrar finalmente que es verdadera.

Venerable, porque ha conocido perfectamente al hombre; amable, porque le promete el verdadero bien.

194. Que aprendan por lo menos cuál es la religión que combaten, antes que a combatirla. Si esta religión se vanagloriara de tener una visión clara de Dios, y de poseerla al descubierto y sin velo, sería combatirla decir que no se ve nada en el mundo que la muestre con esta evidencia. Pero puesto que dice, por el contrario, que los hombres se hallan en tinieblas y en alejamiento de Dios, el cual está oculto a su conocimiento, que éste es el nombre que se da a sí mismo en las Escrituras: «Deus absconditus»; y, finalmente, puesto que trabaja igualmente por establecer estas dos cosas: que Dios ha establecido notas visibles en la Iglesia para darse a conocer a aquellos que lo buscan sinceramente; y que las ha encubierto, sin embargo, de tal suerte, que no podrá ser percibido sino por aquellos que le buscan de todo corazón, ¿qué provecho podrán sacar, cuando en medio de la negligencia que profesan para la búsqueda de la verdad vociferan diciendo que no hay nada que se la muestre, puesto que esta oscuridad en que se encuentran y que objetan a la Iglesia, no hace sino establecer una de las cosas que ella sostiene, sin afectar para nada, a la otra, y establece su doctrina, lejos de arruinarla?

Para combatirla sería menester que proclamaran haber realizado todos los esfuerzos para buscarla en todas partes, incluso en lo que la Iglesia les propone para informarse de ella, y que no han hallado satisfacción ninguna. Si hablaran de esta suerte, combatirían verdaderamente una de sus pretensiones. Pero confío mostrar aquí que no hay persona razonable que pueda hablar de esta suerte, y me atrevo incluso a decir que jamás ha habido quien lo haya hecho. Demasiado conocida es la manera como obran los que proceden con este espíritu. Creen haber realizado grandes esfuerzos para instruirse, cuando han dedicado algunas horas a la lectura de algún libro de la Escritura, y cuando han interrogado a algún eclesiástico acerca de las verdades de la fe. Después de esto se las dan de haber buscado sin éxito en los libros y entre los hombres. Pero, en verdad, yo les diré lo que he dicho muchas veces: que esta negligencia no es tolerable. No se trata aquí del ligero interés por una persona extraña que justificara esta manera de proceder; se trata de nosotros mismos y de nuestro todo.

La inmortalidad del alma es una cosa que nos importa tanto, que nos toca tan profundamente, que es menester haber perdido todo sentimiento para quedar indiferente ante lo que sea de ella. Todas nuestras acciones y nuestros pensamientos habrán de emprender caminos tan diferentes, según que haya bienes eternos que esperar o no, que es imposible dar un paso con sentido y juicio si no es regulándolo por la visión de este punto, que ha de ser nuestro último objeto.

Así, nuestro primer interés y nuestro primer deber consiste en ponernos de acuerdo sobre este punto, del que depende toda nuestra conducta. Por esto, de entre los que no están persuadidos de ello, pongo una extrema diferencia entre aquellos que trabajan con todas sus fuerzas para instruirse en ella y aquellos que viven sin esforzarse y sin pensar en ello.

No puedo sentir más que compasión para aquellos que gimen sinceramente en esta duda, que la consideran como la última de sus desgracias, y que, no escatimando nada para salir de ella hacen de esta investigación la principal y más seria de sus ocupaciones.

Pero aquellos que pasan su vida sin pensar en este último fin de la vida, y que, por la sencilla razón de que no encuentran en sí mismos luces que les persuadan de ello, descuidan el ir a buscarlas en otra parte, y no examinan a fondo si esta opinión es de esas que el pueblo recibe por una simplicidad crédula, o de aquellas que, aunque oscuras en sí mismas, poseen, sin embargo, un fundamento muy sólido e inquebrantable, a éstos les considero de una manera completamente diferente.

Esa negligencia en un asunto en que se trata de ellos mismos, de su eternidad, de su todo, me irrita más que me enternece; me asombra y me espanta, es para mí algo monstruoso. No digo esto por celo piadoso de una devoción espiritual. Entiendo, por el contrario, que hay que abrigar este sentimiento por un principio de interés humano y por un interés de amor propio: basta ver para esto lo que ven las personas menos esclarecidas.

No hace falta tener un alma muy elevada para comprender que no hay aquí satisfacción verdadera y sólida, que todos nuestros placeres no son sino vanidad, que nuestros males son infinitos, y que, finalmente, la muerte, que nos amenaza a cada instante, ha de colocarnos infaliblemente dentro de pocos años en la horrible necesidad de ser eternamente o aniquilados o desgraciados.

Nada hay más real ni más terrible que esto. Podemos bravuconear cuanto queramos: he ahí el fin que espera a la vida más hermosa del mundo. Reflexiónese sobre ello y dígase inmediatamente si no es indubitable que no hay nada de bueno en esta vida, sino en la esperanza de otra, que no se es feliz sino en la medida en que se acerca uno a ella, y que así como no habrá ya desgracias para quienes abrigaban una entera seguridad en la eternidad, así tampoco habrá felicidad para quienes no tuviesen luz ninguna acerca de ella.

Es verdad, pues, que es un gran mal hallarse en esta duda; pero es por lo menos un deber indispensable el buscar, cuando se está en ella; y por esto, aquel que duda y no busca es, a la vez, sumamente desgraciado y sumamente injusto; si con esto queda tan tranquilo y satisfecho que haga profesión de ello, y que, finalmente, se vanaglorie de ello, y que incluso haga de este estado objeto de su vanidad, no tengo palabras para calificar a tan extravagante criatura.

¿De dónde ha podido sacar estos sentimientos? ¿Qué motivo de goce encuentra en no esperar más que miserias sin recurso? ¿Qué motivo de vanidad en verse envuelto en oscuridades impenetrables, y cómo es posible que este razonamiento acontezca en un hombre razonable?

«No sé quién me ha traído al mundo, ni qué es el mundo, ni qué soy yo mismo; me hallo en una terrible ignorancia de todo; no sé lo que es mi cuerpo, qué mis sentidos, qué mi alma, ni qué esa misma parte del yo que piensa lo que digo, que reflexiona sobre todo y sobre sí misma, y no se conoce a sí misma mejor que al resto. Veo estos terribles espacios del universo que me envuelven, y me veo afectado a un rincón de esta vasta extensión, sin que sepa por qué estoy colocado en este lugar más bien que en otro, ni por qué este breve lapso que me ha sido dado para vivir, me ha sido asignado más bien en este punto que en otro de la eternidad que me ha precedido y de toda la que me sigue. No veo por ninguna parte sino infinidades, que me envuelven como un átomo y como una sombra que no dura sino un instante para no volver. Lo único que conozco es que pronto voy a morir, pero lo que más ignoro es esta misma muerte que no soy capaz de evitar.

»Como no sé de dónde vengo, tampoco sé adónde voy; y sé solamente que al salir de este mundo caigo para siempre jamás o en la nada o en las manos de un Dios irritado, sin saber cuál de estas dos condiciones me será eternamente dada por herencia. He aquí mi estado, lleno de flaqueza y de incertidumbre. Y de todo ello concluyo, pues, que debo pasar todos los días de mi vida sin pensar en averiguar lo que me va a acontecer. Quizá pudiera encontrar algún esclarecimiento en mis dudas; pero no me quiero tomar la pena de ello ni dar un paso para buscarlo y después, tratando con desprecio a quienes trabajen en esta faena, voy a marchar, sin previsión y sin temor, a embarcarme en un acontecimiento tan grande, y a dejarme conducir muellemente hacia la muerte, en la incertidumbre de la eternidad de mi condición futura.»

¿Quién desearía tener como amigo a un hombre que discurriera de esta manera? ¿Quién lo elegiría de entre los demás para comunicarle sus asuntos? ¿Quién recurriría a él en sus aflicciones? Y, finalmente, ¿a qué empleo en la vida podría destinársele?

En realidad, es una gloria para la religión tener por enemigos a hombres tan insensatos; y su oposición le es tan poco perjudicial, que sirve, por el contrario, para el establecimiento de sus verdades. Porque la fe cristiana casi se reduce a establecer estas dos cosas: la corrupción de la naturaleza y la redención de Jesucristo. Ahora bien: yo afirmo que si no sirven para mostrar la verdad de la redención por la santidad de sus costumbres, sirven por lo menos admirablemente para mostrar la corrupción de la naturaleza por sentimientos tan desnaturalizados.

Nada es tan importante para el hombre como su estado, nada tan temible para él como la eternidad; y por esto no es natural que haya hombres indiferentes a la pérdida de su ser y al peligro de una eternidad de miserias. Son completamente distintos respecto de todas las demás cosas: temen hasta las más ligeras, las prevén, las sienten; y este mismo hombre que pasa tantos días y tantas noches rabiando y desesperado por la pérdida de un puesto o por una ofensa imaginaria a su honor, es el mismo que sin inquietud y sin emoción sabe que va a perderlo todo con la muerte. Es monstruoso ver en un mismo corazón y al mismo tiempo esta sensibilidad por las menores cosas y esta extraña insensibilidad por las más grandes. Es un encantamiento incomprensible y un embotamiento sobrenatural, que denota la fuerza omnipotente que lo produce.

Es menester que exista una extraña inversión en la naturaleza del hombre para gloriarse de hallarse en este estado, en el cual parece increíble que haya una sola persona que pueda existir. Sin embargo, la experiencia me ha hecho ver un número tan grande de ellas, que sería sorprendente que no supiéramos que la mayoría se desfiguran y no son así efectivamente; son gentes que han oído decir que los buenos modales del mundo consisten en hacerse así el desbocado. Es lo que llaman haber sacudido el yugo, y lo que tratan de imitar. Pero no sería difícil darles a entender cómo se equivocan buscando la estima por este camino. No es el medio de adquirirla ni tan siquiera entre las personas de mundo que juzgan sanamente de las cosas y que saben que el único camino para triunfar es aparecer honrado, fiel, juicioso y capaz de servir útilmente al amigo, porque a los hombres no les gusta, naturalmente, sino lo que puede serles útil. Ahora bien: ¿qué provecho hay para nosotros en oír decir a un hombre que ha sacudido el yugo, que no cree que hay un Dios que vela sobre sus acciones, que se considera como un señor único de su conducta, y que no piensa en dar cuentas sino a sí mismo? ¿Cree que nos ha movido con ello a tener en lo sucesivo confianza en él, y a esperar de él consuelos, consejos y socorros en todas las necesidades de la vida? ¿Pretende habernos regocijado al decirnos que nuestra alma no es sino un poco de viento y de humo, y decirlo todavía con un tono de voz orgulloso y contento? ¿Acaso es cosa que pueda decirse alegremente? ¿No es, por el contrario, cosa para dicha tristemente, como la cosa más triste del mundo?

Si pensaran seriamente en ello, verían que es cosa tan mal considerada, tan contraria al buen sentido, tan opuesta a la honradez, y tan alejada en toda forma de este buen porte que tanto buscan, que serían más bien capaces de rectificar que de corromper a los que sintieran la menor inclinación de seguirles. Y, efectivamente, hacedles dar cuenta de sus sentimientos y de las razones que tienen para juzgar de la religión; os dirán cosas tan flojas y bajas, que os persuadirán de lo contrario. Es lo que un día les decía muy a propósito una persona: «Si continuáis discurriendo de esta manera -les decía-, verdaderamente me convertiréis.» Y tenía razón.

Por esto, los que no hacen sino fingir estos sentimientos serían muy desgraciados si tuvieran que forjar su naturaleza para hacerse los más impertinentes de los hombres. Si están molestos en el fondo de su corazón por no tener más luz, que no lo disimulen: esta declaración no tiene nada de vergonzoso. La única vergüenza es carecer de ella. Nada acusa más la extrema flaqueza de espíritu que el no reconocer la desgracia de un hombre sin Dios; nada indica más claramente una mala disposición de corazón que el no desear la verdad de las promesas eternas; nada más cobarde que hacer bravatas contra Dios. Dejen, pues, estas impiedades para los que son lo bastante mal nacidos para ser verdaderamente capaces de ellos; sean por lo menos personas honradas si no pueden ser cristianas, y reconozcan finalmente que no hay más que dos clases de personas que puedan llamarse sensatas: o los que sirven a Dios de todo corazón, porque le conocen, o los que le buscan de todo corazón porque no le conocen.

Pero por lo que hace a los que viven sin conocerle y sin buscarle, se juzgan a sí mismos tan poco dignos de preocuparse de sí mismos como dignos de ser objeto de preocupación para los demás; y es menester tener toda la caridad de la religión que ellos desprecian para no despreciarlos hasta abandonarlos en su locura. Pero, puesto que esta religión nos obliga a considerarlos siempre, mientras estén en esta vida, como capaces de la gracia que puede iluminarles, y a creer que en poco tiempo pueden hallarse más llenos de fe que lo estamos nosotros, y que nosotros podemos, por el contrario, caer en la obcecación en que ellos se encuentran, hay que hacer por ellos lo que quisiéramos que se hiciera por nosotros si estuviéramos en su lugar, y moverles a tener piedad de sí mismos y a dar por lo menos algunos pasos para que prueben a ver si encuentran luz. Que concedan a esta lectura algunas de esas horas que tan inútilmente emplean fuera de ella: cualquiera que sea la versión que aporten a ella, tal vez encontrarán algo, y por lo menos no perderán mucho; pero aquellos que aporten una perfecta sinceridad y un verdadero deseo de encontrar la verdad, espero que encontrarán satisfacción, y que quedarán convencidos de las pruebas de una religión tan divina, que he reunido aquí, y en las que he seguido sobre poco más o menos este orden...

195. Antes de entrar en las pruebas de la religión cristiana, encuentro necesario representar la injusticia de los hombres que viven en la indiferencia de buscar la verdad de una cosa que les es tan importante y que les toca tan de cerca.

De todos sus desvaríos es, sin duda, el que les convence más de locura y obcecación y en el que es más fácil confundirles por los dictados del sentido común y por los sentimientos de la naturaleza.

Porque es indudable que el tiempo de esta vida no es más que un instante, que el estado de muerte es eterno, de cualquier naturaleza que pueda ser, y que por esto todas nuestras acciones y todos nuestros pensamientos tendrán que emprender rutas tan diferentes, según el estado de esta eternidad, que es imposible dar un paso con sentido y juicio si no es regulándolo por la verdad de este punto, que debe ser nuestro último objeto.

Nada hay más visible que esto y que en su virtud, según los principios de la razón, la conducta de los hombres será completamente insensata, si no emprenden un camino distinto.

Júzguese por esto de quienes viven sin pensar en este último fin de la vida, que se dejan llevar de sus inclinaciones y de sus placeres sin reflexión y sin inquietud, y, como si pudieran aniquilar la eternidad apartando de ella su pensamiento, no piensan sino en hacerse felices en este solo instante.

Sin embargo, esta eternidad subsiste, y la muerte que ha de iniciarla y que les amenaza en todo momento ha de colocarles infaliblemente dentro de poco tiempo en la horrible necesidad de ser eternamente o aniquilados o desgraciados, sin que sepan cuál de estas dos eternidades les está preparada para siempre.

He aquí una duda de terribles consecuencias. Se hallan en el peligro de la eternidad de miserias; y, como si la cosa no valiera la pena, descuidan, a propósito de ella, examinar si es una de estas opiniones que el pueblo recibe con facilidad demasiado crédula, o de aquellas que, por ser oscuras en sí mismas, tienen un fundamento muy sólido aunque escondido. Y así no saben si hay verdad o falsedad en una cosa ni si hay fuerza o flaqueza en las pruebas. Las tienen delante de los ojos; se niegan a mirarlas, y en esta ignorancia toman el partido de hacer todo lo necesario para caer en esta desgracia, en el caso de que exista, de aguardar a la muerte para probar si existe, y de hallarse, sin embargo, sumamente satisfechos en este estado, de hacer profesión de él y de vanagloriarse en él. ¿Puede pensarse seriamente en la importancia de este negocio sin tener horror de una conducta tan extravagante?

Este reposo en esta ignorancia es cosa monstruosa, cuya extravagancia y estupidez hay que hacer sentir a los que pasan su vida en ella, representándosela a ellos mismos, para confundirles con la visión de su locura. Porque he aquí cómo razonan los hombres cuando dicen vivir en esta ignorancia de lo que son y sin buscar esclarecimientos. «No sé», dicen...

224. ¡Cómo odio estas tonterías de no creer en la Eucaristía, etc.!... Si el Evangelio es verdad, si Jesucristo es Dios, ¿qué dificultad hay en ello?

225. El ateísmo denota un espíritu fuerte, pero solamente hasta cierto punto.

226. Los impíos, que hacen profesión de seguir la razón, deben estar extrañamente fuertes en razón. ¿Qué dicen, pues? «¿No vemos -dicen- morir y vivir a los animales y a los turcos como a los cristianos? Tienen sus ceremonias, sus profetas, sus doctores, sus santos, sus religiosos, como nosotros», etc. (¿Es esto contrario a la Escritura? ¿No dice ella todo esto?)

Si no os preocupáis más de saber la verdad, esto es bastante para quedaros en paz. Pero si deseáis con todo vuestro corazón conocerla, no es bastante; mirad los detalles. Bastaría para una cuestión de filosofía; pero aquí se juega todo. Y, sin embargo, después de una ligera reflexión de esta índole irá a divertirse, etc. Infórmese de si esta misma religión no da razón de esta oscuridad; tal vez ella nos la enseñe.

229. He aquí lo que veo y lo que me perturba. Miro a todas partes y en todas no veo sino oscuridad. La naturaleza no me ofrece nada que no sea materia de duda y de inquietud. Si no viera en ella nada que denotara una divinidad, me determinaría por la negativa; si viera por doquier señales de un Creador, descansaría en paz en la fe. Pero como veo demasiado para negar y demasiado poco para estar seguro, me encuentro en un estado lamentable y en el cual he deseado cien veces que si un Dios la sostiene, lo señale sin equívoco, y que si las señales que de ello da son engañosas, las suprima completamente; que la naturaleza diga todo o nada, a fin de que yo vea el partido que debo seguir. Mientras que en el estado en que me encuentro, ignorando lo que soy y lo que debo hacer, no conozco ni mi condición ni mi deber. Mi corazón tiende todo entero a conocer dónde está el verdadero bien para seguirlo; nada me sería tan caro para la eternidad.

Envidio a los que veo en la fe viviendo con tanta negligencia, y que usan tan mal de un don del que me parece que yo haría un uso tan distinto.

233. INFINITO. NADA. -Nuestra alma está arrojada en el cuerpo, en el cual encuentra número, tiempo, dimensiones. Razona sobre ello y llama a esto naturaleza, necesidad, y no puede creer otra cosa.

La unidad unida al infinito no lo acrecienta en nada, no más que un pie a una medida infinita. Lo finito se aniquila en presencia de lo infinito y se convierte en pura nada. Así, nuestro espíritu ante Dios; así, nuestra justicia ante la justicia divina. No hay desproporción tan grande entre nuestra justicia y la de Dios, entre la unidad y el infinito.

La justicia de Dios tiene que ser tan enorme como su misericordia. Ahora bien: la justicia respecto de los réprobos es menos enorme y debe chocar menos que la misericordia respecto de los elegidos.

Conocemos que hay un infinito e ignoramos su naturaleza. Como sabemos que es falso que los números sean finitos, por tanto es verdad que hay un infinito en número. Pero no sabemos lo que es: es falso que sea par, es falso que sea impar; porque añadiéndole la unidad no cambia de naturaleza; sin embargo, es un número, y todo número es par o impar (es verdad que esto se refiere a todo número finito). Así puede perfectamente ser conocido que hay un Dios sin saber lo que es.

¿No hay una verdad sustancial, viendo tantas cosas que no son la verdad misma?

Conocemos, pues, la existencia y la naturaleza de lo finito, porque somos finitos y extensos como él. Conocemos la existencia del infinito e ignoramos su naturaleza, porque tiene extensión como nosotros, pero no fronteras como nosotros. Pero no conocemos la existencia ni la naturaleza de Dios, porque no tiene ni extensión ni límite.

Pero conocemos su existencia por la fe; por la gloria conoceremos su naturaleza. Ahora bien: he mostrado ya que se puede conocer perfectamente la existencia de una cosa sin conocer su naturaleza.

Hablemos ahora según la luz natural.

Si hay un Dios, es infinitamente incomprensible, puesto que no teniendo ni partes ni límites, no tiene proporción ninguna con nosotros; somos, pues, incapaces de conocer ni lo que es ni si es. Esto supuesto, ¿quién intentará resolver esta cuestión? No nosotros, que no somos proporcionados a Él.

¿Quién acusará, pues, a los cristianos de no poder dar razón de su creencia, ellos que profesan una religión de la que no pueden dar razón? Exponiéndola al mundo, declaran que es una estupidez, stultitiam; ¡y os quejáis luego de que no la prueben! Si la probaran, no tendrían palabras: careciendo de pruebas es como no carecen de sentido.

-Sí; pero aunque esto excuse a los que la ofrecen, y les ponga al abrigo de la censura de producirla sin razón, esto no excusa a los que la reciben.

-Examinemos, pues, este punto y digamos: «Dios, o es, o no es.» ¿Hacia qué lado nos inclinaremos? La razón no puede determinarlo: hay un caos infinito que nos separa. En la extremidad de esta distancia infinita se está jugando un juego en el que saldrá cara o cruz. ¿Qué os apostáis? Por razón no podéis hacer ni lo uno ni lo otro; por razón no podéis impedir ninguno de los dos. No recriminéis, pues, de falsedad a los que han elegido, porque no sabéis nada.

-No; pero les recriminaré de haber hecho, no esta lección, sino una elección; porque, aunque el que se decida por la cruz y el otro hayan cometido igual falta, ambos están en falta: lo justo es no apostar.

-Sí; pero hay que apostar; esto no es voluntario; estáis embarcados. ¿Por cuál os decidiréis, pues? Veamos. Puesto que hay que elegir, veamos que es lo que nos interesa menos. Tenéis dos cosas que perder: la verdad y el bien, y dos cosas que comprometer: vuestra razón y vuestra voluntad, vuestro conocimiento y vuestra felicidad; y vuestra naturaleza tiene dos cosas de que huir: el error y la miseria. Vuestra razón no queda más herida al elegir lo uno que lo otro, puesto que, necesariamente, hay que elegir. He aquí un punto resuelto. Pero ¿vuestra felicidad? Pesemos la ganancia y la pérdida, tomando como cruz que Dios existe. Estimemos estos dos casos: si ganáis, ganáis todo; si perdéis, no perdéis nada. Optad, pues, porque exista sin vacilar.

-Esto es admirable. Sí, hay que comprometer; pero tal vez comprometo demasiado.

-Veamos. Puesto que hay el mismo riesgo de ganancia y de pérdida, si no tuvierais sino que ganar dos vidas por una, podríais todavía comprometer algo; pero si hubiera tres que ganar, haría falta jugar (puesto que estáis en la necesidad de jugar), y seríais imprudentes si, estando forzados a jugar, no aventurarais vuestra vida para ganar tres en un juego en que hay igual azar de pérdida o de ganancia. Pero hay una eternidad de vida y de felicidad. Y siendo así, aun cuando hubiera una infinidad de casualidades, de las cuales una sola pudiera ser la vuestra, tendríais todavía razón en comprometer una para tener dos, y obraríais insensatamente si, obligados a jugar, rehusarais jugar una vida contra tres en un juego en el que, entre infinitas casualidades, hay para vosotros una, si hay una infinidad de vida infinitamente feliz que ganar. Y aquí hay una infinidad de vida feliz que ganar, un azar de ganancia contra un número finito de azares de pérdida, y lo que hagáis es finito. Esto decide toda la partida: dondequiera intervenga el infinito, y en que no haya infinidad de posibilidades de pérdida contra la de ganancia, no hay vacilación posible. Hay que darlo todo. Y por esto, cuando se está obligado a jugar, hay que renunciar a la razón para conservar la vida, antes que arriesgarla por la ganancia infinita, tan presta a llegar como la pérdida de la nada. Porque de nada sirve decir que es incierto si se va a ganar, y que es cierto que se juega, y que la infinita distancia existente entre la «certidumbre» de lo que se expone y la «incertidumbre» de lo que se va a ganar, iguala el bien finito, que se expone ciertamente, con el infinito, que es incierto. Esto no es así. Todo jugador aventura con certidumbre para ganar con incertidumbre; y, sin embargo, aventura ciertamente lo finito para ganar inciertamente lo finito, sin pecar contra la razón. No hay infinidad de distancia entre esta certeza de lo que se expone y la incertidumbre de la ganancia; esto es falso. Hay, es verdad, infinidad entre la incertidumbre de ganar y la certidumbre de perder; pero la incertidumbre de ganar es proporcional a la certidumbre de lo que se arriesga, según la proporción de los azares de ganancia y de pérdida. Y de aquí viene que, si hay igual azar de un lado que de otro, hay que jugar la partida igual contra igual; y entonces la certidumbre de lo que se expone es igual a la incertidumbre de la ganancia: tan lejos está de ser infinitamente distancia. Y así, nuestra proposición tiene una fuerza infinita cuando hay que aventurar lo finito en un juego en que hay iguales posibilidades de ganancia que de pérdida y en que se puede ganar el infinito. Esto es demostrativo; y si los hombres son capaces de alguna verdad, ésta es una.

-Lo confieso, lo reconozco. Pero ¿no hay posibilidad de ver la trama del juego?

-Sí, la Escritura y el resto, etc.

-Sí; pero tengo las manos atadas y la boca enmudecida; se me fuerza a apostar, no se me deja en libertad; no se me deja, y estoy hecho de tal manera, que no puedo creer. ¿Qué queréis que haga?

-Es verdad. Pero daos cuenta, por lo menos, de vuestra incapacidad de creer, puesto que la razón os conduce a ello y que, sin embargo, no podéis creer. Trabajad, pues, no en convenceros aumentando las pruebas de Dios, sino disminuyendo vuestras pasiones. Queréis llegar a la fe y no conocéis el camino; queréis curaros de la infidelidad y solicitáis el remedio: aprended de quienes han estado atados como vosotros y que ahora ponen en juego todo lo que tienen; son gentes que conocen este camino que quisierais seguir, y que están curadas de un mal de que queréis curaros. Seguid la manera como han comenzado; haciéndolo todo como si creyeran, tomando agua bendita, haciendo decir misas, etc. Naturalmente, hasta esto os hará creer y os embrutecerá.

-Pero esto es lo que temo.

-¿Y por qué? ¿Qué vais a perder? Pero, para mostraros que esto es conducente, considerar que esto disminuirá las pasiones, que son vuestros grandes obstáculos.

FIN DE ESTE DISCURSO. -¿Qué mal os va a sobrevenir al tomar este partido? Seréis fiel, honrado, humilde, agradecido, bienhechor, amigo sincero y verdadero. Es verdad que no estaréis entre placeres apestados, entre gloria, entre delicias; pero ¿no tendréis otras? Os digo que con ello ganaréis esta vida; y que cada paso que deis por este camino veréis tanta certidumbre de ganancia y que es tan nada lo que arriesgáis, que reconoceréis finalmente que habéis apostado por una cosa cierta, infinita, por la cual no habéis dado nada.

-¡Oh!, este discurso me transporta, me arrebata, etc.

-Si este discurso os agrada y os parece sólido, sabed que lo hace un hombre que se prosternó de rodillas antes y después de él, para rogar a este ser infinito y sin partes, al cual somete todo lo suyo, que someta también lo vuestro para vuestro propio bien y para la gloria suya; y que de esta manera la fuerza concuerde con esta bajeza.

234. Si no debiera hacer nada sino por lo cierto, no debiera hacerse nada por la religión, porque no es cierta. Pero ¡cuántas cosas no se hacen por lo incierto: los viajes en el mar, las batallas!... Digo, pues, que no podría hacerse nada por nada, porque nada es cierto; y que hay más certidumbre en la religión que de que veremos el día de mañana: porque no es seguro que veamos el mañana, pero es seguramente posible que no lo veamos. No puede decirse lo mismo de la religión. No es cierto que sea; pero ¿quién se atreverá a decir que es ciertamente posible que no sea? Ahora bien: el trabajar para mañana, y por lo incierto, es obrar razonablemente; porque hay que trabajar por lo incierto, en virtud de las reglas del juego que están demostradas.

San Agustín ha visto que se trabaja por lo incierto en el mar, en las batallas, etc.; pero no ha visto las reglas del juego, que demuestran que debe hacerse así. Montaigne ha visto que un espíritu manco ofende, y que la costumbre lo puede todo; pero no ha visto la razón de este efecto.

Todas estas personas han visto los efectos, pero no han visto las causas; son, respecto de quienes han descubierto las causas como aquellos que no tienen sino ojos respecto de quienes tienen espíritu; porque los efectos son como sensibles, y las causas son visibles solamente para el espíritu. Y aunque estos efectos se vean por el espíritu, este espíritu es, respecto del espíritu que ve las causas, lo que los sentidos corporales respecto del espíritu.

242. PREFACIO DE LA SEGUNDA PARTE. -Hablar de los que han tratado de esta materia.

Admiro con qué audacia estas personas intentan hablar de Dios. Dirigiendo sus razonamientos a los impíos, su primer capítulo es probar la divinidad por las obras de la naturaleza. No me sorprendería de su empresa si dirigieran sus razonamientos a los fieles, porque es cierto que los que tienen la fe viva en el corazón, ven inmediatamente que todo cuanto es no es sino obra del Dios a quien adoran. Pero aquellos en quienes esta luz se ha extinguido, y en los cuales se intenta hacerla revivir, estas personas destituidas de fe y de gracia, que buscan con todas sus luces todo lo que en la naturaleza pueda llevarles a este conocimiento, no encontrándose en oscuridad y tinieblas; decir a estas personas que no tienen más que ver la menor de las cosas que les rodea y que verán a Dios manifiestamente, y darles, por toda prueba de tema tan magno e importante, el curso de la Luna y de los planetas, y pretender haber terminado su demostración con semejante razonamiento, es darle a pensar que las pruebas de nuestra religión son muy flojas; y veo por razón y por experiencia que nada hay más apto para hacer brotar el desprecio de aquéllas.

No es ésta la manera como la Escritura, que conoce mejor las cosas de Dios, habla de ellas. Dice, por el contrario, que Dios es un Dios escondido; y que desde la corrupción de la naturaleza les ha dejado en una ceguera de que no podrán salir sino por Jesucristo, fuera del cual no existe comunicación ninguna con Dios: «nemo novit Patrem, nisi Filius, et cui voluerit Filius revelare».

Es lo que la Escritura da a entender cuando dice en tantos pasajes que los que buscan a Dios lo encuentran.

No es de esta luz de la que se dice: «como el día en pleno mediodía». No se dice que los que buscan el día en pleno mediodía, o el agua en el mar, los encontrarán; y por esto es menester que la evidencia de Dios no sea tal en la naturaleza. Por esto nos dice en otro pasaje: «vere tu es Deus absconditus».

243. Es cosa admirable el que ningún autor canónico se haya servido jamás de la naturaleza para probar a Dios. Todos tienden a hacer creer en Él. David, Salomón, etc., jamás dijeron: «No hay vacío, luego hay un Dios.» Hacía falta que fuesen más hábiles que los más hábiles que han venido después, y que todos se sirven de la naturaleza. Es cosa ésta digna de consideración.

245. Hay tres medios de creer: la razón, la costumbre, la inspiración. La religión cristiana, única que tiene la razón, no admite como verdaderos hijos suyos a quienes creen sin inspiración; no es que excluya la razón y la costumbre, al contrario; pero hay que abrir su espíritu a las pruebas, confirmarse en ellas por la costumbre, ofrecerse por las humillaciones a las inspiraciones, únicas que pueden producir el verdadero y saludable efecto: «ne evacuetor crux Christi».

248. CARTA QUE INDICA LA UTILIDAD DE LAS PRUEBAS POR LA MÁQUINA. -La fe es diferente de la prueba: la una es humana, la otra es un don de Dios. «Justus ex fide vivit»: de esta fe que Dios mismo deposita en su corazón, cuyo instrumento es muchas veces la prueba «fides ex auditu»; pero esta fe está en el corazón y hace decir, no «scio», sino «credo».

250. Hace falta que lo exterior se una a lo interior para obtener algo de Dios; es decir, hay que ponerse de rodillas, rezar con los labios, etc., a fin de que el hombre orgulloso que no ha querido someterse a Dios esté ahora sometido a la criatura. Esperar el socorro del exterior es ser supersticioso; no querer unirlo a lo interior es ser soberbio.

251. Las demás religiones, como las paganas, son más populares porque existen en el exterior; pero no son para las gentes hábiles. Una religión puramente intelectual sería más adecuada para los hábiles, pero no serviría para el pueblo. La religión cristiana es la única adecuada para todos, por ser una mezcla de exterior e interior. Eleva al pueblo a lo interior y rebaja a los soberbios a lo exterior; no es perfecta sin ambas cosas, porque hace falta que el pueblo entienda el espíritu de la letra y que los hábiles sometan su espíritu a la letra.

252. Pero hay que desengañarse: tenemos tanto de autómata como de espíritu; y de aquí viene que el instrumento por el cual se produce la persuasión no sea únicamente la demostración. ¡Qué pocas cosas demostradas hay! Las pruebas no convencen más que al espíritu. La costumbre hace que nuestras pruebas sean las más fuertes y las más creídas; inclina al autómata que arrastra al espíritu sin pensar en ello. ¿Quién ha demostrado que mañana amanecerá y que no moriremos? ¿Y hay, sin embargo, nada más creído? ¿Es, pues, la costumbre la que nos persuade de ello; es ella la que produce tantos cristianos, ella la que hace turcos, paganos, oficiales, soldados? (En los cristianos hay, además, sobre los turcos, la fe recibida del bautismo.) Finalmente, hay que recurrir a ella cuando el espíritu ha visto una vez dónde está la verdad, a fin de abrevar en ella, y asirnos a esta creencia, que nos escapa en todo momento; porque es demasiado trabajo tener siempre presentes sus pruebas. Hay que adquirir una creencia más fácil, la del hábito, que sin violencia, sin arte, sin argumento, nos hace creer en las cosas, inclina todas nuestras potencias hacia esta creencia, de suerte que nuestra alma caiga en ella naturalmente. Cuando no se cree sino por la fuerza de la convicción y el autómata está inclinado a creer lo contrario, no es bastante. Hay que hacer creer, pues, a nuestras dos piezas: al espíritu, por las razones, que basta con haber visto una vez en su vida, y al autómata, por la costumbre, no permitiéndole que se incline hacia lo contrario. «Inclina cor meum, Deus.»

La razón actúa con lentitud, y con tantos miramientos, apoyada sobre tantos principios, que es preciso tener siempre presentes, que se embota o se pierde en todo instante, si no tiene siempre presentes todos sus principios. El sentimiento no actúa así: actúa instantáneamente, y está siempre presto a actuar. Hay que colocar, pues, nuestra fe en el sentimiento; de otro modo, será siempre vacilante.

256. Hay pocos cristianos verdaderos, incluso para la fe. Hay muchos que creen, pero por superstición; hay muchos que no creen, pero por libertinaje; pocos que están entre los dos.

257. No hay más que tres clases de personas: unas que sirven a Dios, habiéndole encontrado; otras que trabajan en buscarle, sin haberlo encontrado; otras que viven sin buscarle ni haberle encontrado. Los primeros son sensatos y felices; los últimos, locos y desgraciados; los del medio, desgraciados y sensatos.

Se ocultan en la multitud e invocan en su ayuda al número. Tumulto.

LA AUTORIDAD. -Tan lejos se está de que el haber oído decir una cosa sea regla de conducta, que no debéis creer nada sin colocaros previamente en un estado como si no lo hubierais oído antes.

Quien os debe hacer creer es el consentimiento de vosotros con vosotros mismos, y la voz constante de vuestra razón.

¡Creerla es tan importante! Cien contradicciones serían verdaderas.

Si la antigüedad fuera la regla de la creencia, los antiguos ¿carecieron entonces de regla? Sin el consentimiento general, ¿entonces no habría regla si todos los hombres perecieran?

Falsa humildad, orgullo.

Levantad el telón. Todo en vano; si hay que creer, o negar o dudar. ¿Careceremos, pues, de regla? Pensamos de los animales que hacen bien lo que hacen. ¿No habrá una regla para juzgar hombres?

Negar, creer y dudar bien son al hombre lo que el correr al caballo.

Castigo de los que pecan, error.

261. Los que no aman la verdad pretextan para negarla la multitud de los que la niegan. Y así su error no procede sino de que no aman la verdad o la caridad; y así carecen de excusa.

262. Superstición y concupiscencia. Escrúpulos, malos deseos. Temor malo: temor, no el que procede de que se cree en Dios, sino de que se duda de si es o no. El buen temor proviene de la fe, el falso proviene de la duda. El buen temor, unido a la esperanza, porque nace de la fe y porque se espera en el Dios en quien se cree; el malo, unido a la desesperación, porque se teme al Dios en quien no se tiene fe. Los unos temen perderlo, los otros encontrarlo.

263. «Un milagro, se nos dice, fortalecería mi creencia.» Esto se dice cuando se ha visto. Razones que, vistas de lejos, parecen limitar nuestra vista, pero que cuando se ha llegado, se empieza a ver todavía más allá. Nada detiene la volubilidad de nuestro espíritu. No hay, se dice, regla que no tenga excepciones ni verdad tan general que no falle por algún aspecto. Basta que no sea absolutamente universal; para darnos motivo de aplicar la excepción al caso presente y decir: «Esto no es siempre verdad; luego hay casos en que esto no acontece.» Ya no queda sino mostrar que éste es uno de ellos; faena para la que se es muy torpe o muy desgraciado si no se encuentra alguna claridad.

264. No nos aburrimos de comer y dormir todos los días, porque el hambre y el sueño renacen; sin ello, nos aburriríamos. Así, sin el hambre de cosas espirituales, se aburre uno de ellas. Hambre de justicia: octava bienaventuranza.

267. El último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan; es flaca si no llega hasta conocer esto.

Si las cosas naturales sobrepasan a la razón, ¿qué será de las sobrenaturales?

268. SUMISIÓN. -Hay que saber dudar donde es necesario, aseverar donde es necesario, sometiéndose donde es necesario. Quien no lo hace no escucha la fuerza de la razón. Los hay que pecan contra estos principios, o bien aseverándolo todo como demostrativo, por no entender de demostraciones; o bien dudando de todo, por no saber dónde hay que someterse; o bien sometiéndose a todo, por no saber dónde hay que juzgar.

269. Sumisión es uso de la razón, en lo que consiste el verdadero cristianismo.

273. Si se somete todo a la razón, nuestra religión no tendrá nada de misteriosa y de sobrenatural. Si se tropieza contra los principios de la razón, nuestra religión será absurda y ridícula.

277. El corazón tiene razones que la razón no conoce. Se sabe esto en mil cosas. Yo digo que el corazón ama naturalmente el ser universal, y se ama naturalmente a sí mismo, en la medida que se entrega; se endurece contra el uno o contra el otro a su antojo. Habéis rechazado lo uno y conservado lo otro, ¿es que os amáis por razón?

278. Es el corazón quien siente a Dios, y no la razón. Esto es lo que es la fe: Dios sensible al corazón, no a la razón.

279. La fe es un don de Dios; no penséis que decimos que es un don de razonamiento. Las otras religiones no dicen esto de su fe; para llegar a ellas, no daban sino el razonamiento, que, sin embargo, no conduce a ella.

282. Conocemos la verdad, no solamente por la razón, sino también por el corazón; de esta segunda manera es como conocemos los primeros principios, y es inútil que el razonamiento, que no tiene parte en ello, trate de combatirlos. Los pirronianos, que no tienen sino este objeto, trabajan inútilmente. Sabemos que no soñamos; cualquiera que sea la impotencia en que nos encontremos para probarlo por razón, esta importancia no implica sino la flaqueza de nuestra razón, y no la incertidumbre de todos nuestros conocimientos, como pretenden ellos. Porque el conocimiento de los principios primeros, tales como el que hay espacio, movimiento, números, es tan firme o más que el que nos confieren todos nuestros razonamientos. Y es menester que la razón se apoye sobre estos conocimientos del corazón y del instinto, y que fundamente en ellos todo su discurso. (El corazón siente que hay tres dimensiones en el espacio, y que los números son infinitos; y la razón demuestra después que no hay dos números cuadrados tales que el uno sea el doble del otro. Los principios se sienten, las proposiciones se concluyen; y el todo con certeza, aunque por vías diferentes.) Y es tan inútil y ridículo que la razón pida al corazón pruebas de sus primeros principios, para poder asentir a ellos, como lo sería que el corazón pidiera a la razón un sentimiento de todas las proposiciones que demuestra, para querer recibirlas.

Esta impotencia no debe servir, pues, sino para humillar a la razón, que quisiera juzgar de todo, pero no para combatir nuestra certeza como si no hubiese más que la razón capaz de instruirnos. ¡Pluguiera a Dios, por el contrario, que jamás tuviéramos necesidad de ella y que conociésemos todas las cosas por instinto y por sentimientos! Pero la naturaleza nos ha negado este bien; por el contrario, no nos ha dado sino muy pocos conocimientos de esta suerte; todos los demás no pueden adquirirse sino por razonamiento.

Y por esto, aquellos a quien Dios ha dado la religión por sentimiento del corazón, son muy felices y están muy legítimamente persuadidos. Pero a quienes no la tienen no podemos dársela sino por razonamiento, esperando que Dios se la dé por sentimiento de corazón, sin lo cual la fe no será sino humana e inútil para la salvación.

283. EL ORDEN. CONTRA LA OBJECIÓN DE QUE LA ESCRITURA NO TIENE ORDEN. -El corazón tiene su orden; el espíritu tiene el suyo, que es por principio y demostración; el corazón tiene otro. No se prueba que se debe ser amado exponiendo con orden las causas del amor: sería ridículo.

Jesucristo, San Pablo, tienen el orden de la caridad, no del espíritu; porque querían encender, no instruir. Lo mismo San Agustín. Este orden consiste principalmente en la digresión sobre cada punto que se relaciona con el fin, para mostrarlo siempre.

285. La religión está proporcionada a toda suerte de espíritus. Los primeros se detienen en su simple establecimiento; y esta religión es tal que su simple establecimiento es suficiente para probar su verdad. Los otros llegan hasta los apóstoles. Los más instruidos van hasta el comienzo del mundo. Los ángeles la ven todavía mejor, y desde más lejos.

286. Los que creen sin haber leído los Testamentos es porque tienen una disposición interior completamente santa, y porque concuerda con ella lo que oyen decir de nuestra religión. Sienten que un Dios les ha hecho; no quieren amar sino a Dios; no quieren odiar sino a sí mismos. Sienten que no tienen en sí mismos la fuerza para ello; que son incapaces de llegar a Dios, y que si Dios no viene a ellos, no pueden tener comunicación ninguna con Él. Oyen decir en nuestra religión que no hay que amar sino a Dios y odiarse a sí mismo; pero que, estando todos corrompidos y siendo incapaces de Dios, Dios se ha hecho hombre para unirse a todos. No hace falta más que persuadir a hombres que tienen esta disposición en el corazón y que tienen este conocimiento de su deber y de su incapacidad.

287. Los cristianos que vemos sin conocimiento de las profecías y de las pruebas no dejan de juzgar de éstas tan exactamente como quienes poseen este conocimiento. Juzgan de ellas por el corazón, como los otros juzgan por el espíritu. Es Dios mismo quien les inclina a creer; y por esto están muy eficazmente persuadidos.

Concedo que uno de estos cristianos que creen sin pruebas no tendrá tal vez que convencer a un infiel, que dirá otro tanto de sí mismo. Pero quienes conocen las pruebas de la religión probarán sin dificultad que este fiel está verdaderamente inspirado por Dios, aunque no pueda probarlo por sí mismo.

Porque como Dios ha dicho en sus profecías (que son indudablemente profecías), que en el reino de Jesucristo difundiría su espíritu sobre las naciones, y que los hijos, las hijas y los niños de la Iglesia profetizarían, no hay duda ninguna de que el espíritu de Dios está sobre aquéllas y no sobre los otros.

288. En lugar de quejaros de que Dios se ha escondido, dadle gracias de que se haya descubierto tanto; y le daréis gracias también de que no se haya descubierto a los soberbios sabios, indignos de conocer un Dios tan santo.

Dos clases de personas conocen: las que tienen el corazón humillado y aman lo bajo, cualquiera que sea el grado de espíritu que tengan, alto o bajo; o las que tienen bastante espíritu para ver la verdad por grande que sea la oposición a ella.

289. PRUEBA. -1º. La religión cristiana, por su establecimiento, establecida por sí misma tan fuertemente, tan suavemente, a pesar de ser tan contraria a la naturaleza. 2º. La santidad, la elevación y la humildad de un alma cristiana. 3º. Las maravillas de la sagrada Escritura. 4º. Jesucristo en particular. 5º. Los apóstoles en particular. 6º. Moisés y los profetas en particular. 7º. El pueblo judío. 8º. Las profecías. 9º. La perpetuidad; ninguna religión tiene perpetuidad. 10º. La doctrina, que da razón de todo. 11º. La santidad de esta ley. 12º. Por la conducta del mundo.

Es indudable, después de esto, que no hay que negarse, considerando lo que es la vida y esta religión, a seguir la inclinación de seguirla, si brota en nuestro corazón; es seguro que no hay lugar para burlarse de quienes la siguen.




ArribaAbajoSección IV

294. ... ¿Sobre qué se fundará la economía del mundo que quiere gobernar? ¿Será sobre el capricho de cada particular? ¡Qué confusión! ¿Será sobre la justicia? La ignora.

Con toda seguridad, si la hubiese conocido, no hubiera establecido esta máxima, la más general de todas las que corren entre los hombres: que cada uno siga las costumbres de su país; el brillo de la verdadera equidad habría subyugado a todos los pueblos, y los legisladores no habrían tomado como modelo, en lugar de esta justicia constante, las fantasías y los caprichos de los persas y de los alemanes. La veríamos implantada por todos los Estados del mundo y en todos los tiempos, en lugar de contemplar que nada hay justo o injusto que no cambie de cualidad cambiando de clima. Tres grados de elevación hacia el polo echan por tierra toda la jurisprudencia; un meridiano decide de la verdad; a los pocos años de ser poseídas, las leyes fundamentales cambian; el derecho tiene sus épocas; la entrada de Saturno en Leo nos indica el origen de tal crimen. ¡Valiente justicia la que está limitada por un río! Verdad aquende el Pirineo, error allende.

Conceden que la justicia no se halla en estas costumbres, sino que reside en las leyes naturales conocidas en todo el país. Seguramente lo sostendrían tercamente, si la temeridad del azar, que ha sembrado las leyes humanas, hubiese encontrado por lo menos una que fuera universal; pero la broma es tal que el capricho de los hombres le ha diversificado tanto que no hay ninguna que lo sea.

El latrocinio, el incesto, el asesinato de hijos y de padres, todo ha sido reconocido entre las acciones virtuosas. ¿Puede haber nada más gracioso que el que un hombre tenga derecho de matarme porque viva allende el vado y su príncipe esté querellado con el mío, aunque yo no lo esté con él?

Hay sin duda leyes naturales; pero esta espléndida razón corrompida lo ha corrompido todo: «nihil amplius nostrum est; quod nostrum dicimus, artis est. Ex senatus consultis et plebliscitis crimina exercentur. Ut olim vitiis, sic nunc legibus laboramus».

A causa de esta confusión sucede que el uno dice que la esencia de la justicia es la autoridad del legislador; el otro, la comodidad del soberano; el otro, la costumbre presente, y es lo más seguro: nada es justo en sí según la sola razón; todo vacila con el tiempo. La costumbre constituye toda la equidad, sin más razón que la de ser recibida; es el fundamento místico de su autoridad. Quien la refiere a su principio, la aniquila. Nada tan falso como estas leyes que rectifican las faltas; quien obedece a ellas porque son justas, obedece a la justicia que imagina, pero no a la esencia de la ley: está toda ella reconcentrada en sí; es la ley y nada más. Quien quiera examinar su motivo, lo encontrará tan débil y ligero que, si no está acostumbrado a contemplar los prodigios de la imaginación humana, admirará el que un siglo le haya otorgado tanta pompa y reverencia. El arte de atacar, derrocar los Estados, consiste en conmover las costumbres establecidas, sondando hasta su fuente, para hacer ver su falta de autoridad y de justicia. Es menester, se dice, recurrir a las leyes fundamentales y primitivas del Estado, que una costumbre injusta ha abolido. Es un juego seguro para perderlo todo; nada será justo con esta balanza. Sin embargo, el pueblo presta fácilmente oídos a estos discursos. Sacude el yugo desde que lo reconocen; y los grandes se aprovechan de su ruina, y de la de estos curiosos examinadores de costumbres recibidas. Por esto es por lo que el más prudente de los legisladores decía que, para bien de los hombres, hay a menudo que deslumbrarles con trampa; y otro, buen político: «cum veritatem qua liberetur ignoret, expedit quod fallatur». Hay que evitar que sienta la verdad de la usurpación; se introdujo antaño sin razón, pero ahora ha llegado a ser razonable; es menester hacerla considerar como auténtica, eterna, y ocultar el comienzo, si se quiere que no acabe pronto.

303. La fuerza es la reina del mundo, y no la opinión. Pero la opinión es la que usa de la fuerza. Es la fuerza quien hace la opinión. La molicie es hermosa, según nuestra opinión. ¿Por qué? Porque quien quiera bailar sobre la cuerda se quedará solo; yo haré hasta una cábala más fuerte, gentes que dirán que esto no es decente.

304. Las cuerdas que vinculan el respeto de los unos hacia los otros son, en general, cuerdas de necesidad; porque tiene que haberlas de diferentes grados, porque todos los hombres quieren dominar, y no todos, pero sí algunos lo pueden.

Imaginemos, pues, que los veamos comenzando a formarse. Sin duda hay quienes se batirán hasta que la parte más fuerte oprima a la más débil, y hasta que, finalmente, haya un partido dominante. Pero una vez determinado esto, entonces los maestros, que no quieren que la guerra continúe, ordenan que la fuerza que está entre sus manos se traspase a su gusto: los unos la remiten a elección de los pueblos; los otros, a la sucesión de nacimiento, etc.

Y es aquí en donde la imaginación empieza a desempeñar su papel. Hasta aquí domina la fuerza: aquí es la fuerza la que por la imaginación se adscribe a un cierto partido: en Francia, los gentileshombres; en Suiza, los plebeyos, etc.

Estas cuerdas que anudan, pues, el respeto a tal o cual en particular, son cuerdas de imaginación.

307. El canciller es grave y va revestido de ornamentos porque su puesto es falso; y no el rey: tiene fuerza, le basta con imaginar. Los jueces, médicos, etc., no tienen más que imaginación.

308. La costumbre de ver a los reyes acompañados de guardias, de tambores, de oficiales, y de todo el aparato montado para llevar al respeto y al terror, hace que sus semblantes, cuando se hallan a veces solos y sin este acompañamiento, impriman en sus sujetos el respeto y el terror, porque no se separa en el pensamiento sus personas y su séquito, que de ordinario se ven juntos. Y el mundo, que ignora que este efecto procede de esta costumbre, cree que procede de una fuerza natural; de aquí vienen estas palabras: «Su rostro va sellado con el carácter de la divinidad», etcétera.

311. El imperio fundado sobre la opinión y la imaginación reina durante algún tiempo, y este imperio es dulce y voluntario; el de la fuerza reina siempre. Así, la opinión es como la reina del mundo, pero la fuerza es su tirana.

313. OPINIONES SANAS DEL PUEBLO. -El mayor de los males son las guerras civiles. Son seguras si se quieren recompensar los méritos, porque todos dirán que merecen. El mal que hay que temer de un estúpido que sucede por derecho de nacimiento no es ni tan grande ni tan seguro.

319. ¡Qué bien se hace en distinguir a los hombres por el exterior más que por las cualidades interiores! ¿Quién de nosotros dos pasará primero? ¿Quién cederá el puesto al otro? Pero yo soy tan hábil como él; tendremos que combatir por esto. Hay cuatro lacayos y yo no tengo más que uno: esto es visible; no hay más que contar, soy yo quien tengo que ceder y soy un estúpido si lo discuto. Henos en paz por este procedimiento; lo cual es el mayor de los bienes.

320. Las cosas más insensatas del mundo llegan a ser las más razonables a causa del desarrollo de los hombres. ¿Qué menos razonable que elegir, para gobernar un Estado, al primer hijo de una reina? Para gobernar un navío no se elige al pasajero procedente de la mejor casa.

Esta ley sería ridícula e injusta; pero como lo es y lo será siempre, llega a ser razonable y justa, porque ¿a quién se elegirá como más virtuoso y como más hábil? Henos aquí inmediatamente llegados a las manos, pues cada cual pretende ser éste el más virtuoso y éste el más hábil. Vinculemos, pues, esta cualidad a algo incontrovertible. Es el primogénito del rey; esto es claro y no hay discusión. La razón no puede obrar mejor, porque la guerra civil es el mayor de los males.

323. ¿Qué es el «yo»? Un hombre se pone a la ventana para ver los transeúntes; si yo paso por allí, ¿puedo decir que se puso a la ventana para verme? No; porque no piensa particularmente en mí; pero el que ama a alguien a causa de su belleza, ¿le ama? No: porque la viruela, que matará la belleza sin matar a la persona, hará que ya no le ame.

Y si se me ama por mi juicio, por mi memoria, ¿se me ama «a mí»? No; porque puedo perder estas cualidades sin perderme a mí mismo. ¿Dónde está, pues, este «yo», si no está ni en el cuerpo ni en el alma? ¿Y cómo amar el cuerpo o el alma sino por estas cualidades, que no son lo que constituye el yo, puesto que son perecederas? Porque ¿se amaría la sustancia del alma de una persona abstractamente, cualesquiera fuesen las cualidades que tuviera? Esto no puede ser, y sería injusto. No se ama, pues, jamás a nadie, sino solamente a las cualidades.

No burlarse, pues, de los que se hacen honrar con cargas y puestos oficiales, porque no se ama a nadie sino por cualidades prestadas.

324. El pueblo tiene opiniones muy sanas, por ejemplo:

1º. Haber elegido el divertimiento y la caza más bien que la poesía. Los sabios a medias se burlan de ello y triunfan demostrando con ello la locura de la gente; pero, por una razón en la que ellos mismos no penetran, la gente tiene razón.

2º. Haber distinguido a los hombres por el exterior, como por la nobleza o el bien. El mundo triunfa también mostrando lo insensato que es esto; pero esto es perfectamente razonable (los caníbales se ríen de un niño rey).

3º. Sentirse ofendidos por haber recibido una bofetada o desear tanto la gloria. Pero ésta es perfectamente deseable, a causa de los demás bienes esenciales unidos a ella; y un hombre que ha recibido una bofetada sin guardar resentimiento, recibe un monte de injurias y de obligaciones que se le echan en cara.

4º. Trabajar por lo incierto; navegar en el mar; pasar por encima de una tabla.

325. Montaigne se ha equivocado: la costumbre no debe ser seguida sino porque es costumbre, y no porque sea razonable o justa; pero el pueblo la sigue por la sencilla razón de que la cree justa. Si no, no la seguiría, aunque fuera costumbre; porque no se quiere estar sujeto más que a la razón o a la justicia. Sin ello, la costumbre pasaría por tiranía; pero el imperio de la razón y de la justicia no es menos tirano que el de la delectación: son los principios naturales del hombre.

Sería, pues, bueno que se obedezca a las leyes y a las costumbres porque son leyes; que se sepa que ninguna hay que introducir como verdadera y justa, que nada sabemos de esto, y que, por lo tanto, hay que seguir únicamente las leyes recibidas: por este procedimiento no se abandonarán nunca. Pero el pueblo no es susceptible de esta doctrina; y así como cree que la verdad puede encontrarse y que se halla en las leyes y en las costumbres, las cree y considera su antigüedad como una prueba de su verdad (y no ve su sola autoridad sin verdad). Así, las obedece; pero está sometido a rebelarse en cuanto se le muestre que no valen nada; lo cual puede hacerse ver de todas, considerándolas desde un cierto lado.

326. INJUSTICIA. -Es peligroso decir al pueblo que las leyes no son justas porque no obedece a ellas, sino porque las cree justas. Por esto hay que decir al mismo tiempo que hay que obedecerlas porque son leyes, como hay que obedecer a los superiores no porque son justos, sino porque son superiores. Con ello se previene toda sedición, si puede hacerse entender esto, que es propiamente la definición de la justicia.

327. El mundo juzga bien de las cosas porque se halla en la ignorancia natural, que es la verdadera sede del hombre. Las ciencias tienen dos extremos que se tocan. El primero es la pura ignorancia natural en que se encuentran todos los hombres al nacer. El otro, aquel a que llegan las almas grandes que, habiendo recorrido todo lo que los hombres pueden saber, encuentran que no saben nada, y se encuentran en esa misma ignorancia de donde partieron; pero es una docta ignorancia que se conoce a sí misma. Aquellos que han salido de la ignorancia natural y no han podido llegar a la otra, tienen cierto barniz de esta ciencia suficiente y se hacen los entendidos. Perturban el mundo y juzgan mal de todo. El pueblo y los hábiles componen el tren del mundo; aquéllos lo desprecian y son despreciados. Juzgan mal de todo y el mundo juzga bien de ellos.

328. RAZÓN DE LOS EFECTOS. -Rotación continua del pro y del contra.

Hemos mostrado, pues, que el hombre es vano, por la estima en que tiene cosas que no son esenciales; y hemos destruido todas estas opiniones. Hemos mostrado después que todas estas opiniones son muy sanas, y que así, siendo muy fundadas todas estas vanidades, el pueblo no es tan vano como se dice; con lo cual hemos destruido la opinión que destruía la del pueblo.

Pero ahora hay que destruir esta última proposición, y mostrar que continúa siempre siendo verdad que el pueblo es vano, aunque sus opiniones sean sanas; porque no siente la verdad de ellas donde se halla, y colocándola donde no se halla, sus opiniones son siempre sumamente falsas y sumamente malsanas.

331. Uno no se imagina a Platón y a Aristóteles sino con sus grandes togas de pedantes. Eran gentes honradas, como todas las demás, que reían con sus amigos; y cuando se divirtieron en hacer sus Leyes y su Política, lo hicieron bromeando; es la parte menos filosófica y más seria de su vida; la más filosófica consistía en vivir sencilla y tranquilamente. Si escribieron de política, fue como para arreglar un hospital de locos; y si aparentaron hablar de ello como de una gran cosa, es que sabían que los locos a quienes se dirigían pensaban ser reyes y emperadores. Entraban en sus principios para moderar su locura lo mejor que se podía.

335. RAZÓN DE LOS EFECTOS. -Es verdad, por consiguiente, el decir que todo el mundo está sumido en ilusión: porque aunque las opiniones del pueblo sean sanas, no lo son en su cabeza, porque piensa que la verdad es o no es. La verdad está, efectivamente, en sus opiniones, pero no hasta el punto que ellos imaginan. Así, es verdad que hay que honrar a los gentileshombres, pero no porque el nacimiento sea una ventaja decisiva.

337. RAZÓN DE LOS EFECTOS. -Gradación. El pueblo honra a las personas de alta prosapia. Los medio hábiles las desprecian, diciendo que el nacimiento no es una cualidad de la persona, sino del azar. Los hábiles las honran, no por el pensamiento del pueblo, sino con segunda intención. Los devotos que tienen más celo que ciencia las desprecian a pesar de esta consideración que les hace ser honrados por los hábiles, porque juzgan de ello por una nueva luz que su piedad les otorga. Pero los cristianos perfectos les honran por una luz superior. Así se ve que las opiniones se suceden del pro al contra, según la luz que se tenga.

338. Los verdaderos cristianos obedecen, sin embargo, a las locuras; no que respeten las locuras, sino la orden de Dios, que, para castigo de los hombres, les ha sometido a estas locuras: «omnis creatura subjecta est vanitatem. Liberabilitur». Así explica Santo Tomás el pasaje de Santiago sobre la preferencia de los ricos, que si no lo hacen con la vista puesta en Dios, salen del orden de la religión.




ArribaAbajoSección V

340. La máquina de aritmética produce efectos más próximos al pensamiento que todo lo que hacen los animales; pero no hace nada que pueda hacer decir que tiene voluntad como los animales.

342. Si un animal hiciera por espíritu lo que hace por instinto, y si hablara por espíritu lo que habla por instinto, para la caza y para advertir a sus camaradas que se ha encontrado o perdido la presa, hablaría también por cosas por las que tiene más afecto, como para decir: «Roed esta cuerda que me hace daño, y a la que no puedo llegar.»

344. Instinto y razón, nota de dos naturalezas.

346. El pensamiento constituye la grandeza del hombre.

347. El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Pero aun cuando el universo le aplastara, el hombre sería todavía más noble que lo que le mata, porque sabe que muere y lo que el universo tiene de ventaja sobre él; el universo no sabe nada de esto.

Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento. Por aquí hemos de levantarnos, y no por el espacio y la duración que no podemos llenar. Trabajemos, pues, en pensar bien: he aquí el principio de la moral.

348. CAÑA PENSANTE. -No es en el espacio donde debo buscar mi dignidad, sino en el arreglo de mi pensamiento. No poseería más aunque poseyera tierras: por el espacio, el universo me comprende y me devora como un punto; por el pensamiento, yo lo comprendo.

352. Lo que puede la virtud del hombre no debe medirse por sus esfuerzos, sino por su estado ordinario.

354. La naturaleza del hombre no consiste siempre en ir; tiene sus idas y venidas.

La fiebre tiene sus escalofríos y sus ardores; y el frío muestra la magnitud del ardor de la fiebre tan bien como el calor mismo.

Las invenciones de los hombres, de siglo en siglo, proceden de esta misma suerte. La bondad y la malicia del mundo en general, lo mismo: «plerumque gratae principibus vices».

358. El hombre no es ni ángel ni bestia, y nuestra desgracia quiere que quien pretende hacer de ángel haga de bestia.

359. No nos sostenemos en la virtud por nuestra propia fuerza, sino por el contrapeso de dos vicios opuestos, como permanecemos de pie entre dos vientos contrarios: suprimid uno de estos vicios; caeremos en el otro.

366. El espíritu de este soberano juez del mundo no es tan independiente que no esté expuesto a ser perturbado por la primera algazara que se produzca a su alrededor. No hace falta el ruido del cañón para imposibilitar sus pensamientos: basta el ruido de una veleta o de una polea. No os asombréis si no discurre bien ahora: una mosca zumba en sus oídos: basta esto para hacerle incapaz de buen consejo. Si queréis que pueda encontrar la verdad, expulsad a este animal que mantiene en jaque a su razón y obnubila esta poderosa inteligencia que gobierna las ciudades y los reinos. ¡Mirad qué gracioso dios! «¡Oh ridicolosissimo eroe!»

367. El poder de las moscas: ganan batallas, impiden que nuestra alma obre, comen nuestro cuerpo.

374. Lo que más me asombra es ver que no todo el mundo está asombrado de su flaqueza. Se obra con seriedad y cada uno sigue su condición, no porque sea bueno, en efecto, seguirla, puesto que ésa es la moda, sino como si cada uno supiera ciertamente dónde está la razón y la justicia. Uno se ve decepcionado en todo momento; y por una humildad chistosa se cree que es culpa suya y no del arte de cuya posesión se hace constantemente alarde. Pero es bueno que haya muchas de estas gentes en el mundo que no sean pirronianas, para gloria del pirronismo, a fin de mostrar que el hombre es muy capaz de las más extravagantes opiniones, puesto que es capaz de creer que se halla, por el contrario, en la sabiduría natural.

Nada fortifica más el pirronismo sino el que haya quienes no sean pirronianos: si todos lo fueran, no tendrían razón.

375. He pasado mucho tiempo de mi vida creyendo que había una justicia; y no me equivocaba; porque hay una, según Dios nos lo ha querido revelar. Pero yo no lo tomaba así, y me equivocaba en esto; porque creía que nuestra justicia era esencialmente justa, y que yo tenía con qué conocerla y juzgar de ella. Pero me he encontrado tantas veces falto de juicio recto, que he llegado finalmente a desconfiar de mí, y después de los demás. He visto que todos los países y hombres son mudables; y así, después de muchos cambios de juicio, concernientes a la verdadera justicia, he reconocido que nuestra naturaleza no era sino un continuo cambio, y desde entonces no he cambiado; y si cambiara, confirmaría mi opinión.

El pirroniano Argesilao, que se hace dogmático.

384. Contradicción es un mal indicio de verdad: muchas cosas ciertas se ven contradichas; muchas falsas pasan sin contradicción. Ni la contradicción es signo de falsedad, ni la incontradicción es signo de verdad.

385. PIRRONISMO. -Cada cosa es aquí verdadera en parte y falsa en parte. La verdad esencial no es así: es toda pureza y toda verdad. Esta mezcla la deshonra y la aniquila. Nada es puramente verdadero; y así, nada es verdadero, entendiéndolo como puramente verdadero. Se dirá que es verdad que el homicidio es malo; sí, porque conocemos bien lo malo y lo falso. Pero ¿qué se dirá que sea bueno? ¿La castidad? Digo que no, porque el mundo acabaría. ¿El matrimonio? No: la continencia vale más. ¿No matar? No, porque los desórdenes serían horribles, y los malos matarían a todos los buenos. ¿Matar? No, porque esto destruye la naturaleza. No tenemos ni verdad ni bien sino en parte, y mezclado con mal y falsedad.

386. Si soñáramos todas las noches con la misma cosa, nos afectaría tanto como los objetos que vemos todos los días. Y si un artesano estuviera seguro de soñar todas las noches, durante doce horas, que es rey, creo que sería casi tan feliz como un rey que soñara durante todas las noches, durante doce horas, que es artesano.

Si soñáramos todas las noches que somos perseguidos por enemigos y agitados por estos penosos fantasmas, y si pasáramos todos los días con diversas ocupaciones, como cuando se hace un viaje, se sufriría tanto como si esto fuera verdadero y se tendría tanto miedo a dormir como el que se tiene a despertar cuando se teme estar, efectivamente, en semejantes desgracias. Y, en efecto, produciría esto poco más o menos los mismos males que la realidad.

Pero como los sueños son todos diferentes, y como uno mismo se diversifica, lo que se ve en ellos afecta mucho menos que lo que se ve durante la vigilia a causa de la continuidad, la cual no es, sin embargo, tan continua e igual que tampoco cambie, sino menos bruscamente, sino raras veces, como cuando se viaja; y entonces se dice: «Me parece que sueño»; porque la vida es un sueño un poco menos inconstante.

392. CONTRA EL PIRRONISMO. -... Es, pues, una cosa extraña que no puedan definirse estas cosas sin oscurecerlas; hablamos de ellas con completa seguridad. Suponemos que todos las conciben de la misma manera; pero lo suponemos muy gratuitamente, porque no tenemos prueba ninguna de ello. Veo perfectamente que se aplican estas palabras en iguales ocasiones, y que cada vez que dos hombres ven que un cuerpo cambia de sitio expresan ambos la visión de este mismo objeto con la misma palabra, diciendo, el uno y el otro, que se ha movido; y de esta conformidad de aplicación se deduce una ingente conjetura relativa a una conformidad de ideas; pero esto no es absolutamente convincente, por una última convicción, aunque haya mucho que apostar por la afirmativa, puesto que se sabe que con frecuencia se deducen las mismas consecuencias de suposiciones diferentes.

Esto basta por lo menos para embrollar la materia, no que esto extinga absolutamente la claridad natural que nos cerciora de estas cosas; los académicos habrían apostado; pero la reblandece, y hace vacilar a los dogmáticos con gloria de la cábala pirrónica, que consiste en esta ambigua ambigüedad, y en una cierta oscuridad dudosa, cuya claridad no puede disipar completamente nuestras dudas, y cuyas tinieblas todas no pueden expulsar nuestras luces naturales.

395. INSTINTO. RAZÓN. -Tenemos una incapacidad de probar, invencible para todo dogmatismo. Tenemos una idea de la verdad, invencible para todo pirronismo.

399. No se es miserable sin sentimiento: una casa arruinada no lo es. Nada hay miserable sino el hombre. «Ego vir videns

408. El mal es fácil, hay una infinidad de males; el bien, casi único. Pero cierto género de mal es tan difícil de encontrar como eso que se llama el bien; muchas veces se hace pasar por bien de esta especie a este mal particular. Hace falta incluso una grandeza de alma extraordinaria para llegar a él, igual que para llegar al bien.

412. Guerra intestina del hombre contra la razón y las pasiones.

Si no hubiese más que la razón sin pasiones...

Si no hubiese más que pasiones sin razón...

Pero habiendo lo uno y lo otro, no se puede estar sin guerra, porque no se puede tener la paz con lo uno sin guerra con lo otro: así, el hombre está siempre dividido y es contrario de sí mismo.

413. Esta guerra interior de la razón contra las pasiones ha hecho que los que han querido tener paz se hayan dividido en dos sectas. Unos han querido renunciar a las pasiones y llegar a ser dioses; otros han querido renunciar a la razón y hacerse animales brutos. (Des Barreaux.) Pero no lo han podido ni los unos ni los otros; y permanece siempre la razón que acusa la bajeza y la injusticia de las pasiones y que altera el reposo de los que se abandonan a ellas; y las pasiones están siempre vivas en quienes quieren renunciar a ellas.

415. La naturaleza del hombre se considera de dos maneras: una, según su fin, y entonces es grande e incomparable; otra según su multitud, como se juzga de la naturaleza del caballo y del perro, por la multitud, viéndoles correr, «et animum arcendi»; y entonces el hombre es abyecto y vil. He aquí las dos vías que hacen juzgar de él diversamente y que hacen disputar tanto a los filósofos.

Porque el uno niega la suposición del otro; el uno dice: «No he nacido para este fin; porque todas sus acciones le repugnan»; el otro dice: «Se aleja de su fin cuando realiza estas acciones bajas.»

418. Es peligroso el hacer ver demasiado al hombre, cuán semejante es a los animales sin mostrarle su grandeza. Es también peligroso hacerle ver demasiado su grandeza sin su bajeza. Es más peligroso todavía dejarle que ignore lo uno y lo otro. Pero es muy provechoso representarle lo uno y lo otro.

Es preciso que el hombre no crea que es igual a los animales ni a los ángeles, y que no ignore ni lo uno ni lo otro, sino que sepa lo uno y lo otro.

423. CONTRARIEDADES. DESPUÉS DE HABER MOSTRADO LA BAJEZA Y LA GRANDEZA DEL HOMBRE. -Estímese ahora el hombre en su verdadero valor. Ámese, porque hay en él una naturaleza capaz de bien; pero que no por esto ame las bajezas que hay en ella. Despréciese, porque esta capacidad está vacía; pero que no por esto desprecie esta capacidad natural. Ódiese, ámese: hay en él la capacidad de conocer la verdad y de ser feliz; pero no hay verdad, o constante o satisfactoria.

Desearía, pues, llevar al hombre a desear encontrarla; a estar presto y desprendido de pasiones, para seguirla donde la encuentre, sabiendo cómo se oscurece su conocimiento por las pasiones; desearía que odiara en sí mismo la concupiscencia que le determina por sí misma, a fin de que no la ciegue para hacer la elección, y que no le detenga cuando haya elegido.

424. Todas estas contrariedades, que parecían ser lo que más me alejaban del conocimiento de la religión, son las que me han conducido más pronto a la verdadera.