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Pereda y el cuento popular: El costumbrismo y la reinvención de la tradición oral1

Raquel Gutiérrez Sebastián





Uno de los aspectos no suficientemente abordados en el análisis de los vínculos de la literatura culta con la popular es el de la relación entre folklore y costumbrismo2. Al problema de la asociación entre ambos términos hemos de añadir la inmediata y engañosa vinculación de lo folklórico con la oralidad3, frente a la que se suele presentar la literatura unida a la escritura4.

Si planteamos la cuestión desde el ámbito literario nos surgen algunos interrogantes, como el carácter más etnográfico que artístico que adopta el costumbrismo cuando tiene un fuerte ingrediente folklórico, el papel del escritor como agente desfolklorizador de la tradición al introducirla en una narración o el estudio de los procedimientos utilizados por el costumbrista cuando manipula artísticamente los elementos folklóricos.

El último de los aspectos citados, es decir, el análisis de cómo incorpora un escritor costumbrista decimonónico, en este caso José María de Pereda, el cuento popular a sus creaciones literarias será el objeto de este trabajo. Quizá pueda ser un botón de muestra del complejo entramado de relaciones establecidas entre el folklore, concretamente el cuento popular, el costumbrismo y la literatura realista.

Las relaciones de los escritores del XIX con el cuento de tradición oral comienzan con su labor de recopilación de esa tradición5, una labor iniciada en 1848 por Juan Ariza con la publicación del cuento «Perico sin miedo» en el Semanario Pintoresco Español y consolidada por Antonio de Trueba con sus Cuentos populares (1853) y Fernán Caballero con su edición de los Cuentos y poesías populares andaluces (1859)6 y en la que podemos citar, además, los esfuerzos de Juan Valera o Narciso Campillo en Una docena de cuentos, recopilación estudiada por María de los Ángeles Ayala7.

A priori en la obra de un escritor tan eminentemente costumbrista como fue Pereda esperaríamos encontrar un muestrario variado y prolijo de cuentos populares montañeses más o menos literaturizados, pero este primer apriorismo no se corresponde con la realidad, pues aunque en sus textos encontramos abundantes materiales tradicionales de otros tipos como canciones, juegos y fiestas populares, romances, refranes o chascarrillos, rastreando el conjunto de su producción narrativa, cuatro libros de artículos costumbristas y quince novelas, aparecen mencionados únicamente dos cuentos populares, el de Juan el Oso, citado en el artículo «Suum cuique» del libro Escenas montañesas (1864) y el de Alí Baba, al que se refiere en el texto costumbrista «Las tres infancias» incluido en Esbozos y rasguños (1881)8.

Junto con esas breves alusiones encontramos otras referencias a la pericia de algunos aldeanos para contar cuentos, mencionada por el patriarca don Celso en el capítulo XVI de Peñas arriba y también localizamos dos cuentos populares íntegros, uno de ellos incluido en el artículo «Al amor de los tizones» y otro en la novela El sabor de la tierruca. En el análisis de cada uno de ellos centraré el resto de mi intervención.

El segundo libro de artículos costumbristas de Pereda, Tipos y paisajes (1871), recoge el relato9 «Al amor de los tizones». Es una escena protagonizada de modo coral por unos aldeanos que viven felizmente, ignorando todo lo que sucede fuera de su pueblo y en esa estampa idílica del mundo patriarcal montañés tiene gran importancia la recreación de sus sencillos usos sociales, opuestos a los del gran mundo.

Precisamente en esa escena costumbrista de la hila de tío Selmo incluye el narrador perediano el material folklórico y tradicional. Inicia el artículo con un guiño irónico a los lectores cultos, comparando las veladas del gran mundo con estos simples entretenimientos aldeanos; posteriormente realiza la presentación con pinceladas sueltas de una galería de tipos, recrea las actividades que los lugareños realizaban en esas veladas y finalmente incluye toda una escena en la que el eje de la narración es la costumbre de contar cuentos, el hecho mismo de relatar, la escasa comprensión que de estos relatos tienen muchos de sus receptores, el propio cuento contado y otros aspectos que iré desgranando a continuación.

El narrador del cuento, uno de los tipos costumbristas retratados con la habitual habilidad perediana, Tanasio Mirojos, es descrito como: «Maduro de edad, largo de talla y no muy limpio de porte, mediano labrador, pero gran carretero. Gusta mucho de "estar al tanto" de lo que pasa por el mundo, y es un almacén de cuentos y romances» (Pereda, 1989: 483). Se cumplen pues en Tanasio varios de los caracteres que conforman el retrato de los narradores orales de la tradición: es hombre de edad y experiencia, de buena memoria y tiene el don de saber contar cuentos. En definitiva, sería considerado un buen informante por los folkloristas actuales.

Los preparativos para el momento de la emisión del cuento presentan los elementos que Zumthor distinguió en lo que denominó como obra al estudiar las producciones artísticas orales10. Me refiero a que en la narración perediana hay referencias explícitas a la performance y sus diversos factores: el momento de contar, tras la colocación de los aldeanos en torno al llar y después de que estos han entonado las oraciones, pero antes de comenzar el recitado de adivinanzas, también las solicitudes al contador de relatos para que inicie su tarea, la petición de un tipo concreto de cuento y las actitudes y gestos de los receptores y del propio Tanasio:

-¡Uno de los buenos, tío Tanasio!

-¡Que nos haga de reír!

-De ladrones y encantos, que son más divertíos.

[...] (Tanasio es hombre que gusta hacerse rogar en estos casos, pues cree que de otro modo desprestigia su ingenio).

-¡Hombre, pues no dice que!... ¡Si sabe usté más cuentos!

-Pero si tos vos los he contao ya.

[...] Silencio profundo. Tanasio medita. Pólito se soba los dedos, se rasca la cabeza a dos manos, abre medio palmo de boca y clava sus ojazos verdes en el narrador. Cencio se dispone a resolver las numerosas dudas que del cuento puedan surgir. [...] Las mujeres, hila que hila.


(Pereda, 1989: 486)                


Después de esta puesta en situación del contador y los receptores, Tanasio propone contar diversos cuentos11, entre ellos el de Arranca-Pinos y Arranca-Peñas12, un cuento tradicional conocido como «El hijo del oso y sus compañeros» o «Juan el Oso» (Amores, 1997: 66), que tuvo una amplia difusión y de cuyas versiones literarias, entre ellas las de Agustín Durán o Fernán Caballero13 pudo tener noticia Pereda14.

Finalmente Tanasio se decide por el cuento El pastor en tierra de gentiles, historia de un pastor conocedor de las hierbas curativas que fue requerido por el rey para curar a su hija. Además de sanar a la princesa, el pastor la enamoró y el monarca consintió la boda advirtiendo al rústico que si la princesa enfermaba o moría, él moriría también. Una bruja envidiosa contó a la novia del pastor su boda con la princesa, y le propuso la magia negra para vengarse. La novia comenzó a perforar con una aguja una figura de cera que representaba a la princesa y finalmente la mató pinchándole en el corazón, lo que provocó el ajusticiamiento del pastor. La aldeana fue a pedir justicia al rey contra la bruja, que fue quemada. Finalmente, el rey se enamoró de la novia del pastor, se casó con ella y la convirtió en reina de los gentiles.

Pero líneas antes de reproducir este cuento, la voz del narrador había interrumpido la escena para aclarar su postura frente al relato oral que ponía a disposición del lector:

Una palabra, con permiso de Tanasio. Reproduzco íntegra su narración, porque el estilo de los cuentos populares de la Montaña tiene un sabor especialísimo de localidad que yo debo dar a conocer. Oigan ustedes ahora a Tanasio.


(Pereda, 1989: 487)                


Esta declaración de intenciones revela tres de los caracteres presentes en esa supuesta transcripción del cuento: la postura de recogida fiel del relato tradicional por parte del narrador, su sabor local, regional, en línea con el propósito costumbrista perediano de retratar el mundo montañés, para lo que se sirve del lenguaje popular, y en tercer lugar la pretensión de presentarlo como oral, un mero artificio narrativo, puesto que evidentemente el cuento está escrito, pero que no deja de tener su trascendencia en el texto que se nos presenta, porque en él aparecen reiteradas fórmulas de oralidad y apelaciones al oyente: «Oigan ustedes», «pues», «señor»; «sépanse ustedes» o «Amigos de Dios» (Pereda, 1989: 488). Estas fórmulas nos hacen presentes en la escena como receptores de la historia contada por Tanasio y reflejan una faceta de esa riquísima relación del narrador perediano con sus lectores que tan acertadamente estudió Ana Baquero (Baquero Escudero, 1990: 43-53). A esa impresión de oralidad también contribuye el encadenamiento de acciones y la presencia de estructuras acumulativas típicas de las retahílas y cuentos populares:

El pastor se volvía loco buscando herbas por los praos y no atinaba con el aquél de la recaída. Y no atinando, pasaron así más de dos meses; y pasando más de dos meses, viendo la moza del pueblo que el pastor no llegaba, alteriósele el pulso con las penas.


(Pereda, 1989: 490)                


La presencia de estos formulismos orales y ese sabor local montañés que se desprende del sociolecto empleado en el cuento proporcionan una falsa impresión de tradicionalidad en el relato, que parece proceder del venero de los cuentos populares. Sin embargo, no podemos creer al narrador perediano cuando manifiesta su propósito de fidelidad a la tradición, pues como indicó Montserrat Amores refiriéndose de modo general a los cuentos incluidos en la literatura decimonónica: «Los cuentos folclóricos recogidos y reelaborados por escritores del XIX [...] no tolerarían un estudio estructural por parte de los folkloristas» (Amores, 1997: 10).

Así ocurre en efecto con este cuento, que no parece corresponder con ninguno de los que se han catalogado en los repertorios más importantes; seguramente se trata de un pastiche de diversos elementos en torno a algunos motivos y personajes que sí están presentes en la tradición15, como el héroe que busca una medicina para una princesa, la magia o las brujas, pero el final del relato, lo que podemos calificar como segunda anécdota, es decir, la conversión de la novia del pastor en heroína que se casa con el rey, es ajeno a los cuentos tradicionales y viene a demostrar que en este, como en otros casos, se ha impuesto la voluntad de creación individual al intento de reproducir materiales folklóricos, aunque siempre se envuelva el texto bajo el oropel de la tradición.

Mucho más cercano a un tipo de cuento oral es el segundo relato íntegro recogido en una obra perediana. Se trata de El zonchero cubicioso que aparece en el capítulo XV de El sabor de la tierruca. El narrador pone en boca de la bruja del lugar un texto de clara intención moralizante que incide en uno de los tópicos más reiterados de toda la narrativa perediana: la crítica al deseo de ascenso social. La bruja encuentra a Nisco, un aldeano que ha abandonado a su novia porque se ha enamorado de una señorita hidalga, y le relata la historia de un muchacho pobre que recibe una donación de un enanuco y que, tentado por los lujos de la ciudad, decide pedirle más dinero, por lo que es castigado por su codicia y vuelve a su situación inicial de pobreza.

La relatora del cuento, esa bruja motejada popularmente como Rámila (garduña o raposa) es un tipo costumbrista que reviste cierta importancia en el entramado narrativo, como lo demuestra el hecho de que en la edición de la novela ilustrada por Apeles Mestres se le dediquen cuatro grabados, uno de ellos en página exenta, en el que se recrean todos los mitos que la superstición aldeana proyectaba sobre el personaje.

El relato puede catalogarse dentro del tipo 555 de la clasificación a Aarne-Thompson, La ambición castigada, y se atestiguan variantes orales del mismo en diversas zonas de Cantabria16. Este tipo de relatos en torno a los objetos mágicos (la tierra con la que el zonchero llena los sacos se transforma en monedas de oro) son en esencia fábulas que alaban el aurea mediocritas y cuya difusión por España e Hispanoamérica fue bastante notable, aunque la protagonista de estos cuentos solía ser una mujer pobre y vanidosa que no veía colmada nunca su gran ambición (Chevalier, 1980: 200). Igualmente abundantes son las versiones literarias anteriores a la de Pereda, entre las que destaca la de Antonio de Trueba, La ambición de 1866 o la de Coloma ¡Porrita, componte!... de 1871 (Amores, 1997: 104) y como dato curioso podemos indicar la semejanza del cuento del zonchero con uno de los Veintitrés cuentos de Tolstoi, titulado «El mujik y el espíritu de las aguas»17.

El cuento responde a una estructura de cuatro partes (Propp, 1974: 148-152): una introducción, una segunda parte de recreación del escenario del encuentro con la criatura sobrenatural, un bosque, lugar común de la tradición folklórica popular europea, celta, romana o germana (López Tamés, 1985: 30), uno de esos espacios desconocidos e improductivos que ha descrito Luis Beltrán en uno de sus trabajos sobre la estética del cuento folklórico (Beltrán, 2006: 261); en tercer lugar, la transformación del objeto mágico en bienes materiales y en la cuarta y última parte, con la reiteración de la petición de oro al enano por el zonchero. En este momento concluye la primera secuencia, y comienza la segunda, con la repetición de la función II, la del donante, al que recurre el mozo cuando se ve arruinado para que vuelva a repetir la función III, transformación del objeto mágico, que esta vez resulta fallida para castigar la codicia del aldeano.

Junto con la estructura del relato y su catalogación entre los tipos de cuentos orales de la tradición, es el lenguaje, el registro lingüístico producto de la manipulación literaria del narrador, lo que proporciona al cuento una mayor impresión de fidelidad a esa tradición. Si nos detenemos en su estudio observamos la presencia de bastantes peculiaridades del dialecto montañés de la zona de Polanco y Torrelavega, salvando las distancias que puede haber entre la obra costumbrista de un hidalgo literato que conocía de oídas el habla de las clases populares y la verdadera actuación lingüística de estas. Estos rasgos dialectales se refieren tanto al plano fónico como al morfosintáctico y sobre todo al léxico18, pues era lo más fácilmente reconocible como pintoresco y regional por los lectores de Pereda. En definitiva, el uso de este tipo de lenguaje en el cuento sirve al proceso de regionalización que realiza el narrador, tomando como base un relato tradicional, y esta regionalización se sustenta en el hecho de que la relatora es la bruja de una aldea montañesa19.

En conclusión, resulta evidente la manipulación literaria que Pereda ejerce sobre los cuentos tradicionales, aunque en unas ocasiones se mantenga más cerca de la tradición que en otras, y alterne el pastiche de fórmulas procedentes de relatos orales diversos con la reelaboración de cuentos folklóricos, que quizá el novelista conoció por vía escrita.

Sin embargo, la crítica perediana se dejó llevar, como muchos de los lectores coetáneos, por esa impresión de tradicionalidad que destilaban los cuentos reelaborados por el novelista, y repitió el lugar común del Pereda cuasi etnógrafo o folklorista. No cabe duda de la maestría del cántabro para impregnar sus cuentos del marchamo de la tradición; los formulismos procedentes del discurso oral, la presencia de tópicos tradicionales, la regionalización del lenguaje o el hecho de que las historias relatadas sean contadas por narradores orales, verdaderos tipos costumbristas pintorescos, fueron los elementos en los que se apoyó para lograrlo.

Detrás de esa supuesta fidelidad a la tradición de la que la propia voz narradora hace gala se esconde un propósito estético: el narrador perediano entiende que la recreación de estos usos y costumbres populares, entre los que el cuento ocupa un lugar destacado, le puede servir al propósito de verosimilitud y a la pintura de ambientes. El material etnopoético está pues al servicio de la literatura, y la literatura al de la moralización, porque el fin último del artículo costumbrista o la novela regional es sancionar como moralmente positivos los sanos entretenimientos y la vida de los aldeanos montañeses frente a la frivolidad de los salones de la burguesía. Una vez más encontramos el tópico de menosprecio de corte y alabanza de aldea reiteradamente presente en los textos del polanquino20 y la movilización de todos los recursos narrativos, y destacadamente de las fórmulas costumbristas, la tradición y el cuento al servicio de la defensa de esos axiomas morales.



La Rámila. Ilustración de Apeles Mestres.

La Rámila. Ilustración de Apeles Mestres para El sabor de la tierruca (1882), de José M.ª Pereda.



El enanuco y el bígaro. Ilustración de Apeles Mestres.

El enanuco y el bígaro. Ilustración de Apeles Mestres para El sabor de la tierruca (1882), de José M.ª Pereda.



La metamorfosis de la Rámila. Ilustración de Apeles Mestres.

La metamorfosis de la Rámila. Ilustración de Apeles Mestres para El sabor de la tierruca (1882), de José M.ª Pereda.






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Anexo: Texto íntegro de los cuentos populares recreados por Pereda en su obra


Texto 1. «El pastor en tierra de gentiles» Al amor de los tizones

-¡Sí, hombre, sí!

-Es que por las risas paecía que no... ¿Y qué es eso de acuático?, aunque sea mala pregunta. Digo yo que será cosa de carambelo o de azúcara.

-Acuático -responde el grave Endelencio- declina de los mares mayores... porque estas islas de los gentiles están entre aguas de los mares...

-Pus entonces, las islas serán a manera de barcas.

-Islas -añade el erudito un poco asustado ya por la extensión geográfica que van tomando las dudas- son unos lugares encultos y de mucho matorral; y tan aina las hay acuáticas, como de tierra firme; sólo que entonces se llaman islas Celepinas, porque están en Morería.

Lo mismo queda enterado Pólito de lo que son islas que quedó de lo que eran gentiles; pero como no es cosa de pasar la noche en semejantes explicaciones, se da la duda por aclarada y continúa Tanasio:

-Siendo un pastor de tierra de gentiles, este pastor diz que conocía toda herba del campo y con ellas curaba que tenía que ver. Le dolía a usté salva la parte: le untaba él con la herba del caso, y sanaba usté; que el otro tenía un lubieso: pues, señor, ahí va la herba, y fuera con él al minuto; que el de más allá perecía de tercianas: dábale la herba respetive, y largo las tercianas. De modo y manera es que too el mundo se valía del pastor pa las melicinas, motivao a lo que los cerujuanos y los boticarios de veinte leguas a la redonda no le podían ver. Pus, señor, sépanse ustedes que este pastor no bajaba al pueblo más que los domingos; y como era buen mozo y manífico bailador, dispués del rosario se iba al corro; y diéndose al corro, no le gustaba jugar a la brisca ni a los bolos; y no gustándole, se pasaba la tarde baila que te baila con una misma moza, respetive a lo que tomáronse los dos mucha ley y conviniéronse en que, malas penas entrara él en quintas, se habían de casar si no le tocaba soldao. Bueno. Amigos de Dios, évate que una tarde estaba el mi pastor en la sierra toca que toca el caracol, tumbao debajo de una cajiga; encárase con él un caminante de lo más bien portao que podía verse, como que llevaba sombrero fino, bastón de puño de oro, levita y cadena de reló. Apárase de pronto el caminante, y dícele de esta manera al pastor: «Oiga usté, buen amigo, ¿me dirá usté por casualidá onde para un pastor que dicen que anda por estos lugares y que cura too mal que se le presente?». «Está usté hablando con él, buen caminante», dícele el pastor. Y oyéndolo el otro, salta y le dice: «¿Quiere usté venirse conmigo y ganará too lo que pida?». «Si no es muy lejos, ya estamos andando». «A los palacios del rey». «¿Quién está malo allí?». «Una hija mía que quiero como a las telas del corazón: dos años lleva en la cama, toos los mejores médicos la han auxiliao, más de tres mil reales van gastaos con ellos, y la muchacha a peor, a peor, a peor. Díjome una adivina que usté sólo me la podía curar, y por buscarle a usté vengo corriendo tierras». «Y usté, ¿quién es?», saltó entonces el pastor. «El rey de los gentiles», arrespondió el caminante muy aquello. Amigos, el pastor que tal oye, vio su suerte hecha y se risolvió a seguir al rey con el aquel de ganar, por lo menos, seis mil reales pa librarse del servicio, caso que le tocara quinto. En éstas y en otras, ayudóle el rey a recoger el ganao pa acabar primero, y fuéronse andando, andando, y al cabo de los tres días llegaron a los palacios; y llegando a los palacios, fuéronse a ver a la enferma, que diz que paecía un sol, de maja que era, en aquella cama de plata con colcha sobre-dorá. No hizo el pastor más que echarla una ojeá, y sin tocarla ni cosa anguna, dijo: «La moza tien esto y lo otro: se le dará tal herba así y de la otra manera, y a los quince días estará tan rebusta como endenantes». A too esto, al buen pastor se le hospedó en un cuarto alhajao de lo bueno, se le echó un vestido de arriba abajo, como el de un señor prencipal, y se le puso a qué quieres boca, con su puchero de garbanzos con carne del día, su vino de la Nava, de lo mejor, y el azucarillo y el bizcocho tiraos, como el otro que dice, por el suelo. Con estos regalos el pastor, que ya era majo de por suyo, hízose un pasmo de buen mozo; y como entraba tan a menudo en el cuarto de la hija del rey, prendóse ella perdidamente de él. Tanto, que a los ocho días ya le orillaba los pañuelos del bolsillo y le espulgaba. Pus, amigos de Dios, la hija del rey, con éstas y con las otras, a mejor, a mejor y a mejor... como que a los doce días ya salía a tomar el sol a un balcón de cristales que daba a la huerta del palacio. Y saliendo un día al balcón, dice la muchacha al rey: «Padre, yo estoy prendada del que me ha curado, y si usté es gustoso, me casaría con él». Y dícela el rey (que era bueno y parcialote de suyo), que no tendrá en ello inconveniente; pero con la condición de que no se hará el casamiento mientres que la muchacha no quede sana como un coral; y si, pinto el caso, ella falliciese de resultas de la enfermedá, por recaída, el pastor perecería en la horca. Pus, amigos de Dios, como el pastor estaba bien seguro de las melecinas que daba, firmó el compromiso delante de escribano, sin alcordarse ni pizca de la probe moza que estaba en su lugar esperándole como el agua de mayo. No era esta muchacha sabedora del caso; pero una bruja que era vecina suya, llámala y cuéntaselo todo; con lo que la probe se desafligió como una Magalena. Atento a ello, dícele la condená de la bruja que en su mano tendrá la venganza si la apeticiese; y va y la da un alfilerón y una feguruca a modo de santuco de cera, y la dice: «Onde tú pinches con este anfilerón en la fegura, le dolerá a la hija del rey; pero ten mucho cuidao, porque si le pincharas el corazón, la otra moriría».

Pus, amigo de Dios, que la moza, deseosa de atrasar el casorio, espienza a pinchar de acá y a pinchar de allá a la fegura, y cátate que al mesmo tiempo espienza la hija del rey «¡ay! que me duele aquí, ¡ay! que me duele en el otro lao», hasta que volvió a caer en cama. El pastor se volvía loco buscando herbas por los praos y no atinaba con el aquél de la recaída. Y no atinando, pasaron así más de dos meses; y pasando más de dos meses, viendo la moza del pueblo que el pastor no llegaba, alteriósele el pulso con las penas, y al ir a pinchar la fegura un poquitín, fuésele la mano y llegó al corazón con el alfiler... En el auto fallició la hija del rey. Y falliciendo la hija del rey, en el mesmo día que se la dio tierra se ahorcó al pastor enfrente de la casa del Ayuntamiento. Corrió la voz del caso, y sabiéndolo la moza fue a los palacios del rey a pedir josticia contra la bruja; y pidiéndola, salieron ceviles por toas partes, cogieron a la pícara y la quemaron juntamente con la fegura de cera; y quemándolas a las dos, se convirtieron en una bandá de enemigos malos que ajuyeron agoliendo a azufre y asolando los campos por onde iban, con el viento y la llama que llevaban consigo mesmos. A too esto, como el rey no tenía más hija que la defunta, cogió mucha ley a la muchacha aflegida que le pidió josticia; y cogiéndola ley, llevóla a los palacios, y más alante se casó con ella. Siendo la muchacha reina de gentiles, llamó a toos sus parientes y los hizo unos señores, y al que menos de los vecinos de su pueblo le dio cuarenta carros de tierra y una pareja de güeis, y le pagó las contrebuciones por dos años; y siendo ella crestiana y de suyo lista y despabilá, convirtió a toos los gentiles al cabo de los tiempos... y colorín colorao.




Texto 2. «El zonchero cubicioso» incluido en El sabor de la tierruca

-En dos palabras te despacho -dijo sonriéndose la vieja; y añadió en seguida-: Amigo de Dios, éste era un mozo soltero, con pocos bienes de fortuna, pero amañado y trabajador que pasmaba. Pasábase lo más del día en el monte cortando varas de avellano para hacer en su casa zonchos y adrales, que vendía en ferias y mercados; trabajaba además un poco de tierra prestada, y tenía una vacuca en aparcería. Así iba tirando el hombre de Dios, con los calzones remendados y no muy llena la barriga, pero en buena salud y muy contento, porque no había conocido cosa mejor. Pues, señor, que estando un día en el monte y en lo más espeso de él, porque en lo más espeso se jallan siempre los buenos avellanos, corta esta vara y corta la otra, cátate que oye tocar el bígaru adjunto a sí mesmo, y de un modo que gloria de Dios daba el oírle. Y oyendo tocar el bígaru tan cerca, y no viendo por allí pastor que pudiera hacerlo, fuese detrás del son; y yéndose detrás del son, apartaba las malezas; y apartando y apartando, llegó a un campuco muy majo, donde vio el bígaru solo arrimado a una topera grande y sonando sin parar. Pues, señor, qué será, qué no será, acercose a la topera, y vio que en el borde mesmo de ella y con las patucas metías en el ujero, estaba sentao un enanuco, menor que este puño cerrao, y que este enanuco era el que tocaba el bígaru. Viendo el enanuco al mozo, deja de tocar y dícele: -«¿Qué hay, buen amigo? -Pues aquí vengo», respondió el otro, «por saber quién tocaba tan finamente; pero si es que estorbo, me volveré por donde vine». A lo que volvió a decirle el enanuco: -«¡Qué estorbar ni que ocho cuartos, hombre!... Sépaste que para que tú vinieras he tocado yo». Pues, amigo de Dios, que en éstas y otras, métense en conversación el enanuco y el mozo, y cuéntale el mozo al enanuco todos los trabajos de su vida. Y contándole todos los trabajos de su vida, dícele el enanuco al mozo: -«Pues amigo, de todo eso era yo sabedor y noticioso; y porque lo era, te llamé para preguntarte qué deseas en premio de tu hombría de bien». A lo que respondió el mozo: -«Con que fuera mío lo que a renta y en aparcería llevo, y dos tantos más para vivir sin esta fatiga del monte, que es la que me quebranta, creyérame el más rico del lugar y no envidiara al rey de las Indias. -Pues tendrás lo que deseas, si eso te basta», dijo el enanuco. Y volvió a responder el mozo: -«Me basta, y hasta me sobra, si bien se mira lo que hasta hoy he tenido y el mal uso que haría de cosa mejor, por desconocerla». Conque, amigo de Dios, cátate que le dice en esto el enanuco: -«Coge de esta tierra que ves junto a mí, y échatela en el pañuelo». Asombrose el mozo, porque pensó que el enanuco se burlaba de él, y tornó a decirle el enanuco: -«Cógelo, hombre, sin recelo, que de ello tengo yo llenos mis palacios, a los que se va por este ujero en que estoy». Por si era o por si no era, el hombre sacó del seno el moquero, y echó en él una buena mozá de aquella tierra, y añudó luego los picos. Y díjole entonces el enanuco: -«Ahora, vete a casa, y cuando te acuestes, pon debajo de la almohada esa tierra, según está en el pañuelo. Al despertar mañana, verás si te he engañado». Pues, señor, que lo hizo como se lo mandaron; y ¡quién te dice a ti que, al despertar al otro día con el sol, abre el pañuelo, y ve que la tierra se ha convertido en ochentines y onzas de oro!... ¡Más de mil había entre unos y otras! Como que el pobre zonchero pensó enloquecer su alegría. Pues, señor, que, entrando en su quicio poco a poco el mozo, empezó a echar sus cuentas: tantos carros de tierra así; tantos asao; tantas reses de esta clase; tantas de la otra; el carro de tal modo; la casa de cuál otro... Y cátale en poco tiempo con unas labranzas de lo mejor y unos ganados que tenían que ver: bien comido y bien trajeado, y con buenas onzas sobrantes al pico del arca; motivao a lo que las mejores mozas le persiguieron, echándole memoriales con los ojos. Y bien lo merecía, que, no por ser buen mozo y rico, dejaba de ser trabajador y honrado, como cuando era pobre. Pero, amigo de Dios, cátate que un día se le antoja ver un poco de mundo, cosa que jamás había visto, y plántase en la ciudad, de golpe y porrazo. ¡Él que allí se ve entre tanta gala y señorío!... ¡Madre de Dios!... ¡Aquéllas sí que eran mozas, con sus vestidos de seda y sus abanicos y sus lazos de crespón y sus caras de rosa de mayo! ¡Aquéllos sí que eran mozos, con sus casacas de paño fino, sus borlajes de oro y sus botas relucientes! ¡Y qué vida la suya! Éste a caballo, aquél en coche; el otro de brazalete con la señora; paseo abajo, paseo arriba; comedia aquí, valseo allá; buena mesa, muchos sirvientes y gran palacio... Vamos, que vivir así y vivir en la gloria, pata. De modo y manera, que volvió el mozo a su pueblo pensando ser la criatura más desgraciada del mundo. Volviendo así a su pueblo, cogió duda a la borona, dio en aborrecer el trabajo, y los días enteros se pasaba pensando en aquello que había visto, y en ser un caballero de los más regalones; y pensando de esta manera, quería una dama por mujer, y no había que mentarle las mozas de su lugar, que todas le parecían poco para un personaje como él. Pues, amigo de Dios, que abandonó las labranzas por entero, y tuvo que comer de lo agorrao, mientras le andaba cierta idea en el magín, que no se atrevía a poner por obra; pero cátate que no tuvo otro remedio que ponerla, porque lo agorrao iba a acabarse, y él no estaba por volver a trabajar las tierras que tenía en abandono. Un día unció los bueyes al carro, puso en él media docena de sacos vacíos, y arreó hacia el monte; y arreando hacia el monte, llegó al sitio que buscaba; y llegando a aquel sitio, oyó sonar el caracol del enanuco; y oyéndole sonar, se acerca al enanuco y le dice:

-«Hola, buen amigo: pues yo venía a darle a usted las gracias por el favor que me hizo tiempo atrás, y a pedirle otro nuevo, si no ofende. ¡Qué ha de ofender, hombre!» respondió el enanuco. «En siendo cosa que yo pueda, pide con libertad». Alegrósele el corazón al mozo, y tornó a decir al enanuco: -«Pues yo deseara llenar estos sacos que traigo aquí, de la misma tierra que usted me dio la otra vez. -Todo este campo es de ella», respondió el enanuco; «conque así, cava donde quieras y llénalos a tu gusto. No te olvides de ponerlos esta noche cerca de la cama para abrirlos en cuanto despiertes al amanecer». Y con esto, metiose el enanuco por el ujero a los sus palacios; con lo cual quedose solo el mozo; y cava, cava, en un periquete llenó de tierra los sacos, y se volvió a casa con ellos más contento que unas pascuas. Llegó la noche, acostose, durmió poco con la brega que traía en el magín, y al amanecer ya estaba el mozo más listo que las liebres; y estando más listo que las liebres, pensaba en abrir un pozo muy hondo para guardar tantas onzas como iban a salir de aquellos sacos; y pensando en esto, los abrió; y abriéndolos... ¡Hijo de mi alma!... No encontró en ellos más que la tierra que había cavao en el monte. Quedose en la agonía el pobre hombre; y quedándose así, llegó a consolarse cavilando que, mirando bien las cosas, con lo que ya tenía de antes le bastaba; y cavilando esto, fue al cajón donde guardaba las pocas monedas sobrantes... ¡Y tierra eran también, como la de los sacos!... ¡Y tierra los papeles de sus compras! Fue a la cuadra... ¡Y montones de tierra los bueyes!... ¡Y montones de tierra el ganado que pagó con el dinero del enanuco! No quedaba allí otra bestia que la vaca en aparcería. Reparó entonces en la casa, y vio que era la misma en que él vivía cuando era pobre zonchero: a la puerta había un coloño de varas y unos adrales a medio hacer. Gimió y golpeose, el venturao; y al monte fue a contar su desgracia al enanuco; pero el enanuco le dijo: -«Eso que te pasa, no puedo remediarlo yo: quien por mi mano te dio la riqueza que has menospreciado, te dice ahora por mis labios que la miseria en que vuelves a verte es el castigo que da Dios a los cubiciosos que quieren pasar de un salto, y sin merecerlo, de zoncheros bien acomodados, a caballeros poderosos». Y colorín colorao... ¿Qué te paece del cuento, Nisco?





 
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