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Periandro-Persiles: las raíces clásicas del personaje y la aportación de Cervantes


Antonio Cruz Casado





El propio Cervantes se encarga de señalar la raigambre clásica de su último libro al indicar, en el prólogo de las Novelas ejemplares (1613), que Los trabajos de Persiles y Sigismunda, su obra siguiente, «se atreve a competir con Heliodoro, si ya por atrevida no sale con las manos en la cabeza»1. La competición con la antigua novela griega se resuelve a favor del escritor español, de acuerdo con la opinión que del relato tienen algunos de sus amigos a los que lo ha comunicado, puesto que los primeros lectores le manifiestan sin rebozo que había de llegar no sólo al estremo de bondad posible2, sino que había superado claramente a su modelo.

De esta forma, las raíces clásicas del príncipe de Tule3, a quien se llama Periandro en la mayor parte de la obra, tendrían que encontrarse en la Historia etiópica, de Heliodoro, cuyo libro había sido traducido al español al menos en dos ocasiones4, reeditado en varias más5, convirtiéndose en lectura favorita de numerosos humanistas que eran, al mismo tiempo, admiradores fervientes de Erasmo. Tal como se ha indicado en diversas ocasiones, la admiración de los erasmistas por esta forma literaria deriva de su consideración como narración sumamente moral, de su carácter verosímil, frente a la invención fantástica y salacidad de los libros de caballerías, y del empleo en la composición de la misma de la prestigiosa lengua griega6, aunque esto se llevase a cabo en prosa, cosa que algunos consideraban un demérito, puesto que resultaba una expresión menos artística que la que emplea el verso7. Pero la antigüedad clásica había legado a la cultura occidental en su vertiente hispana alguna otra narración, no tan prestigiosa como las Etiópicas, pero en la que se advierten rasgos genéricos coincidentes con las aventuras de Teágenes y Cariclea, entre las que se encuentran Leucipe y Clitofonte, de Aquiles Tacio8, e Ismene e Ismenias, de Eustacio Macrembolita. De la obra de Aquiles Tacio nos quedó una adaptación parcial en Los amores de Clareo y Florisea y los trabajos de la sin ventura Isea (1552), de Alonso Núñez de Reinoso, y una traducción mutilada, que no pudo ser aprovechada por Cervantes en su último libro, puesto que apareció en 1617, con el título de Los más fieles amantes Leucipe y Clitofonte, obra de Diego de Agreda y Vargas. En cuanto a la obra de Eustacio, no se ha conservado que sepamos ninguna versión clásica española, que existió probablemente, puesto que se aprovechó de manera relativa en algún episodio de la Diana, de Montemayor; además, y es un detalle que se ha omitido de forma habitual, el padre Juan Luis de la Cerda indica que Pellicer y Tovar9 había traducido también Ismene e Ismenias, para 1630, según noticia transmitida en El fénix y su historia natural, con lo que se adelantaría en unos tres siglos la versión española de la novela griega, ya que existe una adaptación resumida del original, a su vez refundición de una traducción probablemente francesa, y editada en 1835. Además hay que tener en cuenta que todos estos textos y algunos más afines, como la Argenis, de John Barclay10, pudieron ser conocidos por los escritores españoles en su traducción a otra lengua, como la italiana11, cuando no en latín, de forma predominante, e incluso ocasionalmente en griego.

El hecho es que existía un caldo de cultivo adecuado, en cuanto a traducciones y adaptaciones se refiere, para la aparición de un nuevo texto hispánico, en cuya trayectoria genérica se contaba también con precedentes igualmente hispánicos, como la Selva de aventuras (1565), de Jerónimo de Contreras, en numerosas ediciones con diferentes finales, El peregrino en su patria (1604), de Lope de Vega, y El poema trágico del español Gerardo y desengaño del amor lascivo (1615), de Céspedes y Meneses.

Ahora bien, ¿cómo es el protagonista masculino de las antiguas narraciones de aventuras? En contra de lo pudiera esperarse en estas obras que tienden, por lo general, a sustituir en la estimación del público al prestigioso poema heroico, el nuevo protagonista carece de la mayoría de los ideales que configuran los rasgos bélicos observados en Aquiles, Eneas, Ulises o Jasón. El guerrero ha sido sustituido por un enamorado, blando en ocasiones, ajeno casi siempre a las armas, poco definido en relación a la mujer, que es el eje habitual del relato; entre sus cualidades se suele señalar su carácter apasionado y fiel, su entereza en las desdichas, alguna vez su astucia, también su belleza. La pareja como unidad es objeto de la asechanza de diversos competidores amorosos, que quieren conseguir el amor de la dama, si son hombres, y que en el caso del enamorado suelen ser mujeres. Este triángulo amoroso formado por la pareja y un competidor es el que hace avanzar la acción, formándose y deshaciéndose mediante la huida.

De esta manera, en la novela griega que se considera más antigua, Quéreas y Calírroe, fragmentaria al igual que la mayoría de ellas, el centro de atención es la dama Calírroe, cuya belleza provoca sucesivos enamoramientos por parte de otros personajes, en tanto que Quéreas sólo parece tener como misión la búsqueda de la mujer amada, sin que suscite el amor de ninguna otra; en las Efesíacas, tanto Antía, la enamorada, como Habrócomes, el esposo, son objeto de intentos de seducción; unos nueve pretendientes asedian a Antía a lo largo del relato, en tanto que Habrócomes, aunque en menor medida, también resulta asediado, incluso por dos piratas, con lo que se da origen a una relación amorosa de carácter efébico. En las Babiloníacas, de las que sólo nos queda un resumen, Ródanes, el hombre, no tiene pretendientes, en tanto que sí los tiene la bella Sinónide; en Leucipe y Clitofonte tanto el joven como la muchacha sufren intentos de seducción, siendo el más importante el episodio de la viuda Mélite que a toda costa quiere gozar al muchacho, cosa que finalmente consigue. Esta situación se amplía considerablemente en la remodelación y adaptación española que lleva a cabo Núñez de Reinoso, en la que el papel de la viuda, aquí llamada Isea, adquiere mayores proporciones y perspectivas distintas.

El disfraz femenino del muchacho se encuentra en Aquiles Tacio como en Núñez de Reinoso, aunque Cervantes lo había utilizado también, además de en el Persiles, en un episodio del Quijote, cosa que ha inducido a algunos críticos a hablar de la posible ambigüedad sexual del personaje12 de ficción disfrazado. De hecho, el travestismo de Periandro, en la dinámica de la narración, es un recurso necesario para el acercamiento al lugar donde se encuentra su amada, puesto que así disfrazado podrá pasar por mujer y ser encerrado en el sitio donde están las cautivas, cuyo destino está llamado a ser el matrimonio con el más valiente de los bárbaros. Por otra parte, aunque resulta menos frecuente que la mujer vestida de hombre, que tanto gustaba al público español de la comedia áurea y que era considerada tan peligrosa por los moralistas, el hombre vestido de mujer también se documenta en el teatro de nuestro Siglo de Oro, tal como ocurre en El Aquiles, de Tirso de Molina, El caballero dama, de Cristóbal de Monroy, o El monstruo de los jardines, de Calderón de la Barca.

En cuanto se refiere a las Etiópicas, también el joven Teágenes provoca el amor de la reina Ársace, de la misma manera que Cariclea sufre el asedio de numerosos pretendientes masculinos. El hecho tiene luego su reflejo en el Persiles cervantino13, en los episodios en que Periandro es el objeto del amor de Sinforosa y de la cortesana Hipólita, narración tejida, en el último de los casos mencionados, sobre el episodio bíblico de la mujer de Putifar. De todo ello podemos deducir la mayor importancia del personaje femenino sobre el masculino, que en algunas de las narraciones clásicas señaladas actúa más bien como acompañante en gran parte de las ocasiones y en otras como contrapunto de las aventuras de la heroína; incluso en las interpretaciones simbólicas de que fueron objeto cobra importancia la protagonista, tal como se ve a propósito de las Etiópicas, en las que el neoplatónico Filipo14 considera que Cariclea representa el alma y sus viajes simbolizan el proceso que el alma sufre desde la oscuridad hacia la luz, en tanto que Teágenes es sólo el conocimiento filosófico o razón que la acompaña en su peregrinación.

En suma, nos encontramos ante un relato moral en la mayoría de los casos, con personajes sumamente morales, cuyas actuaciones, excepto en el caso del Clitofonte de Aquiles Tacio, se mueven dentro de la más estricta ortodoxia, lo que equivale más bien a esquemas de conducta que a entes de ficción de somera caracterización, con cierta «vida», en el sentido literario del término. Con todo, en algunas ocasiones, estas narraciones tuvieron una consideración ajena a la moral, incluso se pensó que pudieran tener algún carácter afrodisíaco; y así nos ha quedado la noticia de que algún médico de la antigüedad las aconsejaba como remedio contra la impotencia, como excitantes15, lo que parece algo exagerado con relación a la mayoría de los textos que han llegado hasta nosotros. Sin embargo, hay que señalar que también Lope de Vega, refiriéndose a un pasaje de las Etiópicas, en el que los enamorados se quedan solos en la oscuridad de una cueva, comenta: «Esto más enciende que entretiene»16, lo que implica un rechazo del relato clásico, siempre considerado como muy moral. Lo que sí es cierto, y así parece percibirse en algunas obras del género, es que en este tipo de relatos se advierte un erotismo soterrado, poco definido, en las aventuras de estos enamorados que se mantienen vírgenes en las situaciones más difíciles y que peregrinan solos o acompañados por los lugares más remotos, hasta tal punto que en algunas muestras del género, ya en su vertiente hispánica, las situaciones eróticas suelen hacerse bastantes explícitas, tal como ocurre en la actuación de Pánfilo, en El peregrino en su patria, que en un momento de la narración a toda costa quiere mantener relaciones físicas con su amada, o con Gerardo, que se aparta de los rasgos del protagonista habitual en numerosos aventuras eróticas, algunas con un alto contenido de violencia, que al final se resuelven en una narración moralizante, tal como indica la segunda parte del título Desengaño del amor lascivo.

Cervantes, en este contexto de traducciones dulcificadas o de erotismo soterrado y a veces explícito, hace de su personaje masculino un ente de intachable moral, un tanto acartonado, aunque proclive a la efusión sentimental y a las lágrimas, como se advierte en el repetido llanto por la muerte de Cloelia, con pocas iniciativas, quizás como reacción a los impulsivos y turbulentos personajes de Lope y de Céspedes. No hay que pensar, sin embargo, que en la etapa de la Contrarreforma estos libros de aventuras peregrinas pudieran tener una intención ajena a la moralidad vigente, pero en algún caso este rasgo se le añade a posteriori, de manera un tanto redundante, tal como hace Lope por medio de diferentes textos latinos, de origen bíblico en su mayoría, que se añaden al final de cada una de las partes de la obra, reflexión que refuerza el carácter religioso y misceláneo de la misma, ya abundante y completamente conseguido mediante la inserción de diversos autos sacramentales. En el personaje de Periandro parece observarse un intento diferenciador con respecto al Pánfilo de Lope y quizás, aunque en menor medida, con el Gerardo de Céspedes, puesto que con relación al último personaje mencionado hay que tener en cuenta que, para la fecha de edición de El español Gerardo (1615), Cervantes tendría ya prácticamente acabada la obra o, al menos, casi todo lo acabada que nos ha llegado a nosotros, reflexión que, como se ha señalado en diferentes ocasiones17, sugiere que no lo está en su totalidad, sobre todo en su última parte.

Con quienes creemos que presenta más afinidad el personaje cervantino de Periandro es con el Teágenes de Heliodoro y en no menor medida con el Clitofonte de Tacio. De la primera adaptación española de la obra de Tacio, es decir del Clareo y Florisea, se ha podido tomar incluso el nombre, el poco frecuente Periandro, que es una versión masculina, desde el punto de vista morfológico, del de la princesa Periandra, personaje episódico del libro mencionado que se enamora del caballero Felesindos, ya en la segunda parte del relato, y a la que sus padres envían muy lejos del reino de Trapisonda18, para que lo olvide, en tanto que el caballero se enamora luego de la princesa Luciandra, la cual adquiere más importancia en la obra y un simbolismo más profundo. Tal como se ha venido observando en muchas ocasiones, los nombres de los personajes suelen tener un significado de acuerdo con sus acciones un tanto acorde con su etimología; así Periandro, compuesto de los términos griegos peri, «en torno a», y andrós, «hombre», podría interpretarse como «aquél que se acerca o está en torno al hombre», con el sentido de simulación e intento de consolidar la esencia del varón, cosa que conseguirá cuando recupere ante todos su verdadero nombre, Persiles, que está formado, como indicaron en su momento Schevill y Bonilla19, a imitación de los caballerescos Sarquiles, Granfiles o Gastiles, de los libros de Amadís, aunque en el fondo subyace el del más valiente de los griegos, Aquiles. Parece como si Periandro fuese una etiqueta semitransparente que va llenándose de esencia poco a poco, conforme se va haciendo el personaje por medio de los trabajos y peregrinaciones, y que desemboca en la recuperación de su identidad total, como hombre creyente, valiente y esforzado, sobre todo en sus acciones referidas en la última parte del relato, que recuerdan la actuación de Teágenes en los combates del final de las Etiópicas, hecho que conlleva la adopción o recuperación de su nombre auténtico, el de Persiles.

Claro que tampoco hay que rechazar que los nombres de Periandro/Persiles, al igual que los de Auristela/Sigismunda, tengan un carácter arbitrario y que se adopten por eufonía, por musicalidad o persiguiendo un efecto de extrañeza en el lector provocada por lo inusual de los nombres, tal como se advierte en la designación de otras parejas como Teágenes y Cariclea, Leucipe y Clitofonte, Habrócomes y Antía, Quéreas y Calírroe, Calímaco y Crisórroe, Clareo y Florisea, Semprilis y Genorodano, Eustorgio y Clorilene, Angelia y Lucenrique, Hipólito y Aminta, Narciso y Filomela, que corresponden a protagonistas de la antigua novela griega y bizantina y de los libros hispánicos de aventuras peregrinas20.

Rasgo tradicional de este tipo de relatos y que Periandro conserva es la belleza masculina, que suele estar asociada con la nobleza originaria del personaje y, en la narración de carácter idealista, es un indicativo un tanto velado de ese origen noble. Ya desde el principio del relato el protagonista se nos describe como «un mancebo, al parecer de hasta diez y nueve o veinte años, vestido de lienzo basto, como marinero, pero hermoso sobre todo encarecimiento... Luego le sacudieron los cabellos, que como infinitos anillos de oro puro, la cabeza le cubrían. Limpiáronle el rostro, que cubierto de polvo tenía, y descubrió una tan maravillosa hermosura, que suspendió y enterneció los pechos de aquellos que para ser sus verdugos le llevaban»21. Al disfrazarse de mujer, Arnaldo le encuentra un gran parecido con Auristela y al respecto se indica: «vistió a Periandro, que quedó, al parecer, la más gallarda y hermosa mujer que hasta entonces los ojos humanos habían visto, pues si no era la hermosura de Auristela, ninguna otra podía igualársele. Los del navío quedaron admirados; Taurisa, atónita; el príncipe confuso; el cual, a no pensar que era hermano de Auristela, el considerar que era varón le traspasara el alma con la aguda lanza de los celos, cuya punta se atreve a entrar por las del más agudo diamante» (p. 60). Parece como si Cervantes hubiera desviado el pensamiento original mediante la última frase apuntada, en la que un lector actual esperaría encontrar cierta atracción del capitán por el muchacho disfrazado de mujer, cosa que evita al introducir el importante tema de los celos, por otra parte tan frecuente en la obra. Asimismo, en la versión coetánea de Leucipe y Clitofonte, de Diego de Agreda y Vargas, los amores de carácter homosexual del original griego se omiten o se transforman en amor heterosexual, tal como hemos señalado en otra ocasión22.

De la misma manera que los personajes de la narración se van alejando de la animalidad terrestre que se encuentra en las islas bárbaras y el paisaje desolado del principio de la obra, y muchos de ellos van adquiriendo rasgos y actitudes cada vez más morales y católicos conforme van acercándose al centro de la cristiandad, también se observa en el comportamiento de Persiles un desligamiento de los elementos materiales de su amor, hasta tal punto que, en el episodio del envenenamiento producido por el hechizo que está a punto de provocar la muerte de Auristela23 o Sigismunda, el enamorado sigue manteniendo idéntica actitud, puesto que él siente un amor platónico por el alma de la joven, no por el cuerpo, que se aja y se afea, como ocurría también en La española inglesa24. Es ya, por lo tanto, un modelo perfecto de amante, moral y cristiano. La metamorfosis del personaje de la antigua novela griega admirado por los erasmistas, manteniendo los caracteres esenciales, se ha ido llenando de actitudes contrarreformistas y católicas, hasta convertirse en paradigma y símbolo de la condición humana. El antiguo peregrino de amor se ha transformado finalmente en un peregrino de la vida25, de lo que viene a ser un ejemplo más el propio Cervantes, señalado como tal por el casi desconocido Francisco de Urbina al decir en su epitafio, tras calificarlo de «insigne y cristiano ingenio»: «Caminante, el peregrino / Cervantes aquí se encierra; / su cuerpo cubre la tierra, / no su nombre, que es divino»26. La conversión paulatina del personaje en símbolo universal es lo que ha hecho del mismo un mal personaje de novela según parámetros actuales, «sin desarrollos interiores, como pálido fantasma de un mundo de ensueño», según apunta un crítico27, carente de la profundidad y de la psicología que se advierten en don Quijote y Sancho y en otros personajes cervantinos, hecho que desembocará posteriormente en el símbolo de escasísimos rasgos novelescos que configuran Andrenio y Critilo en El criticón, de estructura genérica similar al Persiles.

I. B. «MARQUÉS DE COMARES», LUCENA





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