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Periodización y cronología de la poesía setecentista española

Russell P. Sebold


University of Pennsylvania



Considero esencial para la periodización correcta la consulta de las opiniones de época. Es historiográficamente inexacto dividir el gran territorio del pasado en parcelas sin preguntar a sus mismos habitantes por sus moradas; porque esos señores modelaron y vivieron las letras de ese pasado. Nunca he sido partidario de la práctica usual de dividir siglos, estilos o aun la obra de literatos individuales en casillas estrechas y herméticas. Es absurdo suponer que tan inflexibles delineaciones puedan en cualquier momento de la historia servir para describir las infinitas posibilidades que quedan abiertas a la naturaleza humana, menos aún a la creatividad humana. La literatura se desarrolla en grandes tendencias generales, respondiendo al enfoque gradualmente cambiante de la mentalidad humana, con muchos entrecruzamientos entre tendencias viejas y tendencias nuevas, así como numerosos intentos fracasados de disidentes de iniciar tendencias contrarias. No cabe mayor precisión que señalar que hacia cierto momento histórico una de las grandes tendencias literarias se hace más dominante que las otras durante algunos años, lo cual no significa en modo alguno que dejen de existir en esos mismos años otras alternativas de creación de la más alta calidad. No intentaré conciliar mis ideas sobre la periodización del Neoclasicismo y el Romanticismo con otros esquemas de periodización que se han propuesto en los últimos años; porque yo considero que éstos son intrínsecamente falsos.

Como punto de partida para el esquema de periodización que quisiera proponer hoy, vamos a examinar dos esquemas antiguos: uno del siglo XVII y otro del siglo XVIII. De donde se deduce que a mi parecer el fenómeno neoclásico se remonta mucho más en el tiempo de lo que suele decirse. Esto último es importante tenerlo muy en cuenta, pero antes de pasar al examen de los aludidos ejemplos de la periodización antigua, ruego al lector me acompañe en echar una ojeada al mucho más limitante concepto de la periodización que ha imperado en ciertos centros de estudio e investigación durante los últimos veinte años.

En 1970, en el cuaderno 22 de la Cátedra Feijoo, titulado Los conceptos de Rococó, Neoclasicismo y Prerromanticismo en la literatura española, uno de sus tres autores, José Miguel Caso González, distingue tres grupos generacionales en la literatura de la segunda mitad del siglo XVIII y los relaciona a la vez con varias corrientes o escuelas que él ve como dominantes hacia diferentes fechas. Caso define dos veces los cotos cronológicos que considera significativos para las referidas generaciones y escuelas, una vez al comienzo de su ensayo y otra vez al final:

Todo esto -dice, aludiendo a sus observaciones anteriores- significa que entre 1760 y 1775 predomina una estética de gusto Rococó, que entre 1775 y 1790 hay un período de afirmación del Prerromanticismo, y en el que nace el Neoclasicismo, y que entre 1790 y 1810 se producen las obras más claramente prerrománticas, al mismo tiempo que las primeras neoclásicas de alguna importancia.


(Caso González, 1970, pág. 11)                


Los autores que nacen en torno a 1735, y cuyas obras principales se escriben entre 1760 y 1770, constituyen fundamentalmente el grupo rococó; los nacidos en torno a 1750, cuyas obras más importantes aparecen entre 1770 y 1790, forman un grupo de transición, educado en el Rococó, pero que avanza al Prerromanticismo o que anuncia el neoclasicismo; en los nacidos en torno a 1762, cuyas obras son posteriores a 1790, encontramos ya a los autores decididamente neoclásicos.


(ibíd., pág. 29)1                


En el primero de los pasajes que hemos citado, se pretende que «entre 1790 y 1810 se producen las obras más claramente prerrománticas». Si esto es así, ¿qué hacemos con las Noches lúgubres y la anacreóntica «En lúgubres cipreses» de Cadalso, El delincuente honrado de Jovellanos, El precipitado de Trigueros, el poema «A la mañana, en mi desamparo y orfandad» de Meléndez Valdés, la Fiesta antigua de toros en Madrid de Moratín padre, la «Epístola de Jovino a Anfriso, escrita desde el Paular» de Jovellanos, etc.? Pues todas estas obras, que son romantiquísimas, se componen entre 1770 y 1780. En su libro La poesía del siglo ilustrado (1981), Joaquín Arce abraza la opinión de Caso de que en España el Prerromanticismo antecede al Neoclasicismo, pero da un terminus a quo más exacto para la tendencia romántica situando su principio hacia 1770. Sin embargo, no se allana así otro grave obstáculo para el entendimiento de la relación entre el Neoclasicismo y el Romanticismo. Si las teorías de Caso y Arce fueran ciertas, España sería el único país de Occidente en el que las corrientes clásicas o neoclásicas no precedieran a las románticas. No obstante, sin el estímulo combinado del Neoclasicismo y la filosofía de la Ilustración, no habría sido posible el nacimiento del Romanticismo. Sobre tal evolución se han compuesto estudios muy conocidos a partir de los primeros decenios de este siglo: para la literatura francesa, por ejemplo, los de Louis Reynaud, Paul Van Thiegem y André Monglond. Sobre la innegable deuda del Romanticismo español son las corrientes ilustradas y neoclásicas anteriores a 1770, yo he publicado varios estudios que considero firmemente documentados.

Lo más difícil de explicar, empero, en los esquemas de periodización de Caso y Arce es la colocación del Neoclasicismo al final de todo el siglo XVIII, en oposición a la visión tradicional de la periodización neoclásica, según la que dicho movimiento se inauguraba con la publicación de la Poética de Luzán, en 1737; visión que yo mantengo todavía, aunque con matizaciones. Quien caracteriza con más detalle ese Neoclasicismo supuestamente tan tardío es Arce. Para él empieza el movimiento neoclásico en 1780, y se extiende hasta 1833 -un año antes del supuesto principio «oficial» del Romanticismo según los viejos manuales-; porque en ese año muere Manuel de Cabanyes, «un puro neoclásico del siglo XIX» (véase Arce, 1981, págs, 503-515). Mas tal calificativo aplicado a Cabanyes da origen ya a graves dudas porque otros han visto en el malogrado poeta catalán otro carácter literario muy diferente. Edgar Allison Peers le considera romántico en su edición de 1923, y hace varios años yo publiqué un trabajo titulado «Manuel de Cabanyes: lírico romántico en la encrucijada»2.

Arce no quiere reconocer la existencia de obras poéticas neoclásicas que sean anteriores a 1780, porque a partir de ese año se dan en la pintura de algún país europeo tendencias que la crítica reciente ha caracterizado como neoclásicas, y porque, dice él, «el fenómeno neoclásico, en efecto, debiera limitarse en su acepción haciéndolo equivaler al uso que de él hacen los historiadores del arte, de cuyos estudios procede». (Arce, 1981, pág. 25). Esto último no es nada cierto; pues el adjetivo neoclásico se aplica al período de la poesía inglesa que se extiende desde la madurez de Dryden hasta la muerte de Johnson, esto es, aproximadamente de 1660 a 1780, y el término viene usándose en lengua inglesa desde el decenio de 1880; y en efecto, viene utilizándose en español desde el mismo decenio, cuando aparece en la crítica literaria de Menéndez Pelayo (citado, curiosamente, por el mismo Arce 1981, pág. 467). Por lo tanto, no hay que apoyar el uso literario del término neoclásico ni su referencia cronológica en recientes estudios italianos de la pintura, como lo hace Arce. Ut pictura poesis: la comparación de un poema determinado con una pintura determinada resulta muchas veces iluminadora para la crítica; mas la forzosa imposición de la historiografía de la pintura a la poesía no puede llevar sino a deformaciones.

Si Arce hubiera reconocido el título de patriarca del Neoclasicismo español que se le viene concediendo a Luzán desde el mismo siglo XVIII, habría tenido que aceptar el año 1737, en el que se publicó la Poética, como fecha clave para la periodización del movimiento neoclásico; y habría venido al suelo toda su estructura cronológica en torno al incipit de 1780; estructura que -para colmo- había levantado sobre unos mal seguros cimientos extraliterarios. En la crítica de los años cuarenta y cincuenta de nuestro siglo se estilaba hacer la singular afirmación de que Luzán había sido tan completamente clásico, que los neoclásicos no encontraban lo que querían en su Poética, como si el primer paso para ser neo-clásico no fuera el ser clasicista y saturarse de todo lo clásico. Arce no llega a tal extremo. En efecto: afirma la potencialidad de la magna obra crítica de Luzán para influir sobre todo su siglo; mas en seguida, sin ofrecer ninguna nueva documentación, niega que la primera edición de la Poética de hecho influyera sobre los poetas. «En 1737, escribe, se publica la primera edición de la Poética, de Luzán. La base estética de la actitud clasicista, típica del siglo, está ya en esta obra. Sin embargo, en esta primera edición, tuvo escaso influjo» (Arce, 1981, pág. 188). No niega Arce, en cambio, el influjo de la segunda edición de la gran obra luzanesca, porque ésta se realiza en 1789, y esta fecha cae dentro de los cotos neoclásicos que él propone. Cuatro años antes de la publicación de La poesía del siglo ilustrado, de Arce, en el Prólogo a mi edición de la Poética de Luzán, yo demostré con numerosos documentos que la primera edición de esa todavía casi insuperable compilación de teorías poéticas clásicas sí influenció a los poetas, a partir de la propia generación del autor.

No busco polémicas. Pero pienso que sólo mediante la continua dialéctica entre dedicados investigadores de un mismo campo se llegará en éste a la verdad, la cual podrá coincidir con el modo de pensar de alguno de esos especialistas, o bien reflejar un matiz intermedio. Lo cierto es que ninguna de estas opciones interpretativas resultará convincente sin que se fundamente fielmente en documentos pertenecientes al mismo pasado del que se habla. Miremos, por tanto, sin más preámbulos ya, el primero de los dos esquemas antiguos para la periodización de la poesía a los que aludí más arriba. En el Panegírico por la poesía (1627), atribuido alguna vez al agustino sevillano Fernando de Vera y Mendoza, se divide la historia de la poesía- en períodos -término que parece muy moderno-, los cuales abarcan desde la poesía de la antigüedad hasta la moderna de diversas naciones, pero el panegirista va ciñéndose cada vez más a la poesía castellana.

El período del Panegírico que nos interesa más es el decimotercio, cuyos límites temporales se extienden desde la poesía del marqués de Santillana (m. 1458) hasta el año 1621, pues el libro que comentamos se había terminado de escribir seis años antes de su primera impresión. Es decir, unos ciento sesenta años, que incluyen el primer Renacimiento y el Renacimiento o primer Siglo de Oro. Esta demarcación es en sí muy significativa, según veremos más tarde. Sin embargo, en el Panegírico, que su autor escribió a los diecisiete años, los marcadores cronológicos implícitos son todavía más iluminativos. No hay figura histórica que el panegirista mencione con mayor frecuencia que el emperador Carlos V, y en estas menciones se inclina a acoplar el nombre del gran monarca con el del poeta a quien éste admiraba más: el toledano, Garcilaso de la Vega. A los poetas de su período decimotercio el cronologista los llama «clásicos» (Panegírico [1627] 1886, fol. 53), la primera ocasión en que en cualquier idioma moderno se llama así a literatos que han hecho versos en su lengua vulgar, según he hecho ver en otras publicaciones (por ejemplo, Sebold, 1982, págs. 322-323; y Sebold, 1985, págs. 42-43). La repetida mención del emperador Carlos V, junto con Garcilaso, revela que para el autor del Panegírico por la poesía el momento cumbre del período clásico que define, es la primera mitad del siglo XVI.

En las mismas páginas el panegirista vuelve a definir su concepto de lo clásico tomando nota de «los que mejor imitan a Garcilaso» (Panegírico [1627] 1886, fol. 51). Ahora bien: imitar a un «clásico» -y Garcilaso estaba ya definido como tal- es renovarlo, y renovar lo clásico no es otra cosa sino ser neo-clásico. En todos los diccionarios la posición del Neoclasicismo respecto del clasicismo está descrita con voces como restauración, renacimiento, retorno, renovación. Y en el verbo imitar, tal como se usa en el Panegírico, está implícita la idea del retorno. La imitación o emulación ponía al poeta en diálogo con un buen modelo, que le brindaba la ciencia poética de un pasado mejor. «Revolved, pues, vosotros, oh Pisones, decía Horacio, / las obras de los griegos noche y día» (Iriarte, trad. 1805, pág. 37). He aquí que los romanos respecto de los griegos eran ya hace dos mil años neoclásicos; y a partir de 1627 existía un punto de referencia en el tiempo para la definición del clasicismo nacional español -la época de Garcilaso-, así como alguna noción sobre cómo había que situarse ante el clásico Garcilaso para ser neoclásico. Para reconfirmar todo esto miremos la teoría del autor del Panegírico relativa a la tonalidad estilística de la lírica clásica y así neoclásica también.

En lo que dice el joven panegirista sobre el estilo que debe caracterizar a la lírica clásica, se nos presentará una elocuente demostración del estrecho parentesco entre el Renacimiento y la Ilustración en lo que se refiere a la ideología poética. Dice el autor del libro de 1627: «Ninguno puede ser poeta, aunque haya quien lo semeje, faltándole la divinidad y dulzura, tan necesaria en los versos» (Panegírico [1627] 1886, fol. 9; la cursiva es mía). Como es sabido, a los grandes poetas se les atribuía cierta clase de «divinidad», porque se consideraba que su visión del mundo estaba inspirada por los dioses. Pero la voz que me interesa es el otro substantivo usado en el trozo que acabamos de leer: dulzura. Se trata de un término técnico en la crítica clásica y neoclásica. Se refiere a la capacidad del estilo para suscitar una delicada reacción emocional en el lector; y el término volverá a aparecer en la Poética de Luzán, donde se le dedican tres capítulos: «Del deleite poético y de sus dos principios: belleza y dulzura», «De la dulzura poética», y «Reglas para la dulzura poética dilucidadas con varios ejemplos» (Luzán, 1977, págs. 203-217). Fuera del hecho de que Garcilaso está citado como ejemplo en los capítulos luzanescos sobre la dulzura poética, ¿cómo se compagina todo esto con la tradición garcilasista?

Para responder a esta interrogación hace falta recordar que entre los poetas y críticos de las épocas clásica y neoclásica el término dulzura tiene un sinónimo relativamente frecuente. Quiero decir el substantivo blandura y su correspondiente forma adjetival blando. En su canción V, «La flor de Gnido», Garcilaso habla en tercera persona de sí mismo y de su inspiración, y encontramos la frase: «su blanda musa» (Garcilaso, 1964, pág. 47). En 1627 el panegirista alude por tanto a un rasgo garcilasiano al insistir en la necesidad de la dulzura en la lírica. En pleno Neoclasicismo dieciochesco, Cadalso, que ha leído la poesía de Garcilaso y la Poética de Luzán, llamará a su inspiración «mi blando numen» (Poetas líricos del siglo XVIII, 1952-1953, t. I, pág. 249a), haciendo, claro está, deliberado eco a las palabras de Garcilaso. Ahora bien: la reacción de Cadalso ante el precepto de la dulzura y el ejemplo de Garcilaso nos ayudarán a detectar otros casos de actividad poética neoclásica ya en el primer Siglo de Oro.

Pues las palabras del panegirista sobre la dulzura lírica ya citadas se hallan en sus prolegómenos; y fiel a sus principios críticos, al ir juzgando uno tras otro «a los que mejor imitan a Garcilaso», les va sometiendo a una prueba de dulzura. Y resulta que uno es «afectuoso», y otro es «muy dulce y enamorado»; uno tiene «sentidísimos versos», mientras que otros dos se caracterizan por el «afecto y dulzura»; y por fin, uno que domina la preceptiva poética a la vez que ha logrado el deseado tono afectivo, nos brinda «versos científicos y dulces», etc. (Panegírico [1627] 1886, fols. 50-55). Estos poetas del siglo XVI encuentran en el verso de Garcilaso el mismísimo estímulo que encontraría en él Cadalso dos siglos más tarde. El hecho de que los poetas del quinientos analizados en el Panegírico por la poesía, de 1627, emulen el tono afectivo del verso de Garcilaso, es una nueva y muy clara ilustración de que con respecto a los clásicos nacionales el fenómeno neoclásico se da por vez primera en el propio Siglo de Oro.

Decíamos al comienzo que la literatura se desenvuelve por grandes tendencias, y ahora se trata concretamente de la que yo llamo tendencia neoclásica, cuyo comienzo por razones ya evidentes puede fecharse hacia 1540. Garcilaso muere en 1536, y antes de su propio óbito en 1542 Boscán lamenta la pérdida de su compañera y del mejor tiempo para la poesía castellana. Pues había desaparecido, dice, «... aquel que nuestro tiempo trujo ufano, / el nuestro Garcilaso de la Vega» (Boscán, 1964, pág. 221); y según Boscán, no se volvería a subir a esa cumbre sin buscar modelo en el toledano, que no «solamente en mi opinión, mas en la de todo el mundo ha sido tenido por regla cierta» (en Porqueras Mayo, 1965, pág. 211). En el uso metonímico de la palabra regla por la obra de Garcilaso tenemos un nuevo anticipo de la visión neoclásica dieciochesca; pues cuando Cadalso regala a su amigo Meléndez Valdés unos versos originales y un ejemplar de la poesía de Garcilaso, le dice que le manda «con prendas de mi amor reglas del arte».

La larga tendencia neoclásica se prolongará, al lado de otras tendencias como la barroca y la romántica, hasta la muerte de Bécquer aproximadamente. Pero dentro de la tendencia neoclásica se encuadrará el movimiento neoclásico, y el segundo ensayo antiguo de periodización nos servirá para fechar ya el inicio del movimiento. En 1754, año de la muerte de Luzán, el malagueño Luis José Velázquez, marqués de Valdeflores (1722-1772), publica su importante obra crítica Orígenes de la poesía castellana. Junto con Luzán, el P. Sarmiento y D. Gregorio Mayans y Sisear, el marqués de Valdeflores es uno de los cuatro españoles que conocen mejor entonces la historia de la poesía nacional. Según su contemporáneo Agustín de Montiano, el autor de los Orígenes ha «abierto la senda a los que quisieren ilustrar esta parte de la historia literaria poco conocida, o enteramente abandonada hasta aquí» (Censura, en Velázquez, 17972, págs. 5-6), y Velázquez conoce asimismo a los más importantes poetas españoles de su propio tiempo por haber sido contertulio de ellos en la Academia del Buen Gusto (1749-1751).

Velázquez periodiza la poesía castellana en cuatro edades que preceden a un «estado actual de la poesía castellana», o sea un apartado sobre la época durante la que él mismo escribe. Además de la época de Velázquez, nos interesan las edades tercera y cuarta. El marqués no coincide completamente con el panegirista en la delimitación de aquel buen siglo clásico que brindaría modelos a los neoclásicos de centurias posteriores; pues no se remonta al marqués de Santillana, pero sí dice que en Juan del Encina «la buena poesía daba ya muestras de querer manifestar su vigor» (Velázquez, 1754, pág. 55; la cursiva es mía), esto es, que encuentra ya atisbos de renovación en el siglo que hoy llamamos el primer Renacimiento. Velázquez inicia sus reflexiones sobre la tercera edad de la poesía castellana en esta forma: «El restablecimiento de las letras en España a principios del siglo decimosexto hizo a la poesía castellana variar de semblante por los mismos medios que entre nosotros le mudaron entonces todas las demás artes y ciencias» (ibíd., pág. 57), quiere decirse, según explica a continuación, por la influencia italiana. A lo largo de su capítulo sobre la tercera edad poética el marqués señala en modelos selectos lo que él considera como ejemplos de la buena poesía, utilizando siempre este adjetivo modesto con la mayor sobriedad clásica, en lugar de un superlativo. Por ejemplo, sobre la égloga escribe: «Esta especie de poesía nació entre nosotros en el buen siglo, la debemos a Boscán, Garcilaso y D. Diego de Mendoza, que fueron los primeros que empezaron a usarla con arte» (ibíd., pág. 131). De éstos desde luego ocupa el primer término «Garcilaso de la Vega, que, al decir de Velázquez, con razón es tenido por el Príncipe de la Poesía Castellana» (ibíd., pág. 59).

En el mismo capítulo de Velázquez aparecen mencionados como modelos recomendables para la imitación otros poetas clásicos que efectivamente serían imitados después por muchos poetas neoclásicos: Fernando de Herrera, los Argensolas, Esteban Manuel de Villegas, Alonso de Ercilla, el bachiller Francisco de la Torre, etc. Pero la figura que casi llega a rivalizar con Garcilaso, es fray Luis de León, «a quien, dice Velázquez, no sólo nuestra lengua, sino también nuestra poesía debe en gran parte la altura, a que llegó en esta edad» (ibíd., pág. 64), es decir, en la tercera de las edades poéticas que se definen en el libro. Leamos entero el párrafo final del capítulo que comentamos ahora, porque el nombre que Velázquez da al siglo XVI es entonces nuevo, y porque son importantes sus conclusiones sobre cómo los poetas españoles de aquella época llegaron a ser ellos mismos clásicos:

Esta tercera edad fue el Siglo de Oro de la poesía castellana; siglo, en que no podía dejar de florecer la buena poesía, al paso que habían llegado a su aumento las demás buenas letras. Los medios sólidos de que la nación se había valido para alcanzar este buen gusto no podían dejar de producir tan ventajosas consecuencias. Se leían, se imitaban, y se traducían los mejores originales de los griegos y latinos; y los grandes maestros del arte [poética] lo eran asimismo de toda la nación.


(ibíd., págs. 66-67; las cursivas son mías)                


A la vista de estas líneas de 1754 recuérdese el ya mencionado uso del adjetivo clásico para describir a poetas nacionales en el Panegírico por la poesía, de 1627, y adelantémonos un momento en el tiempo para considerar lo que José Nicolás de Azara diría sobre Garcilaso en su Prólogo a la histórica edición del Príncipe de los Poetas Castellanos, de 1765: «El poeta que no haya imitado a los antiguos, no será imitado de nadie [...]. Garcilaso se hizo poeta estudiando la docta antigüedad [...] y éste es el modelo que presento a mis paisanos» (Garcilaso, 1765, pág. 14, sin numerar). Reunidas estas tres referencias, queda claro cuándo empieza el fenómeno neoclásico, cómo va desarrollándose, y cómo da unidad a la historia poética a través de muy diversas épocas. Se desprende asimismo de esta confrontación que ser neoclásico en España es imitar, ya a los clásicos grecolatinos, ya a los clásicos nacionales.

De tanta importancia para el movimiento poético del setecientos es la poesía del quinientos, que el marqués de Valdeflores tiende a ver toda su centuria como una reencarnación del Renacimiento. Mas primero veamos cómo el marqués cierra sus consideraciones sobre la tercera edad o Siglo de Oro de la poesía castellana, porque para la crítica dieciochesca no hay sino un solo siglo áureo. «La poesía, que hasta entonces había seguido entre nosotros los pasos de las demás artes y ciencias, explica, empezó con ellas a decaer a la entrada del siglo decimoséptimo; contribuyendo a ello con su mal ejemplo los italianos, de quienes la habíamos aprendido» (Velázquez, 1754, pág. 67). Alude al marinismo, o sea lo que acostumbramos llamar el barroco; y hablar de esta «revolución», al mismo tiempo que de los buenos poetas castellanos, dice, «sería ofender en cierto modo a un siglo tan instruido como en el que vivimos» (ibíd., pág. 71).

Quedan claros ya los conceptos de clásico, de anticlásico, de neoclásico y de modelo que eran determinantes para Velázquez, pero, ¿hacia qué fecha empieza todo esto a tomar la forma coherente de movimiento? El apartado del marqués sobre el estado de la poesía en su propio tiempo comienza de modo muy significativo:

Después de la entrada de este siglo, en que las letras han tomado entre nosotros otro nuevo semblante, la poesía castellana va volviendo a recobrar su antigua majestad y decoro [...] Dio principio a esta gran reforma D. Ignacio [de] Luzán, publicando su Poética en el año 1737.


(Velázquez, 1754, pág. 73; las cursivas son mías)                


Recordemos ahora los términos con que Velázquez introducía sus observaciones sobre la poesía del quinientos: «El restablecimiento de las letras en España a principios del siglo decimosexto hizo a la poesía castellana variar de semblante». Así, tanto en el siglo de la Ilustración como en el Renacimiento la poesía se caracteriza por un nuevo «semblante»; y si en un caso tenemos un «restablecimiento», en el otro tenemos una «reforma» cuya finalidad es «recobrar» excelencias perdidas. En poesía, en fin, a partir de 1737 el siglo XVIII aspira a repetir el siglo XVI, aquel siglo de buena poesía, aquel siglo más clásico; y esto si no es neoclásico, ¿cómo se ha de llamar?

En el Prólogo a mi edición de la Poética de Luzán he demostrado que todo el siglo XVIII abrazó la opinión de Velázquez de que el crítico zaragozano fue el reformador de la poesía por antonomasia (véase «La influencia de Luzán sobre los neoclásicos», en Luzán, 1977, págs. 55-64). Examinemos ahora algunas opiniones confirmatorias del siglo XIX, no consideradas en el aludido prólogo. En 1807, Quintana escribe: «[la poesía castellana] volvió a renacer hacia la mitad del siglo pasado, por los laudables esfuerzos de algunos literatos [...]. La principal gloria de esta revolución feliz se debe a D. Ignacio de Luzán, que no contento con señalar la senda del buen gusto en su Poética, publicada en 1737, dio también el ejemplo de marchar por ella con los buenos rasgos poéticos que se leen en las pocas composiciones que de él se han publicado» (Quintana, 1807, t. 1, pág. LXXXIV; la cursiva es mía). En 1813, en su obra De la Littérature du Midi de l'Europe, el crítico suizo Simonde de Sismondi juzga así la Poética luzanesca: «Esta obra, escrita con mucho juicio y vasta erudición, clara sin languidez, elegante sin afectación, fue recibida por los literatos como una obra maestra, y desde entonces [1737] ha sido citada en España por el partido clásico como fuente de las reglas del gusto verdadero» (Sismondi, 1853, t. II, pág. 428). En 1827, en los apéndices a su propia Poética, Martínez de la Rosa apunta esta opinión: En cuanto al «restablecimiento de las letras», dice, «reservada estaba tan ardua empresa para mediados del siglo precedente, habiéndola acometido con igual audacia que tino el sensato Luzán, que puede considerarse como principal restaurador de la poesía» (Martínez de la Rosa, 18342, pág. 91). Todavía en 1872 Manuel de la Revilla y Pedro de Alcántara García expresan el mismo juicio, pues ven en la Poética de Luzán una «obra de una trascendencia grande para nuestra regeneración literaria» (Revilla, 1872, t. II, pág. 494). Vuelve a aparecer en estos pasajes un término ya familiar, restablecimiento, y otros dos nuevos, renacer y regeneración, que igual que el grupo de voces semejantes que destacamos más arriba vienen a ser en la práctica sinónimos de Neoclasicismo, neoclásico.

No deja de haber, empero, en el decenio de 1720 importantes anticipos de la magna empresa luzanesca. En el tomo I del Diccionario de Autoridades, de 1726, se hallan consultados en forma sistemática como fuentes léxicas versos de Garcilaso, Boscán, fray Luis de León, los Argensolas, Villegas, etc.; y ésta yo la considero una decidida voluntad neoclásica, al menos en lo que afecta a la lengua. En el mismo año de 1726 sale asimismo el tomo I del Teatro crítico universal del P. Feijoo, y en esas páginas los mismos poetas son repetidamente elogiados: «En los asuntos poéticos, ninguno hay que las musas no hayan cantado con alta melodía en la lengua castellana» (Feijoo, 1952, pág. 47). Y algunos años más tarde, mientras Luzán preparaba esa segunda edición de la Poética que su muerte no le permitiría ver en letras de molde, se proponían también otros muy serios proyectos de publicación de índole innegablemente neoclásica. En sus Memorias para la historia de la poesía y poetas españoles (escritas en 1745), el P. Sarmiento exclama: «¡Ojalá hubiese algún mecenas que se determinase a costear la impresión de todas las poesías de Berceo!». Espera lo mismo para Pero López de Ayala y otros clásicos españoles de la Edad Media, y es a la par muy significativa la siguiente observación del benedictino: «Sería una cosa curiosa que se buscasen en los archivos aquellas composiciones poéticas que han merecido el premio de la joya en España, cuando se ejercitaban en la gaya los poetas españoles y que se diesen a la luz pública» (Sarmiento, 1942, págs. 187, 243). Varios años más tarde Velázquez y sus contertulianos de la Academia del Buen Gusto proponían una obra antológica semejante pero de todavía mayor alcance cronológico: se había de titular Colección de las poesías castellanas selectas desde el origen de nuestra poesía hasta el tiempo presente. Velázquez llama la atención sobre «las grandes ventajas [...] que sin duda conseguirá el público en tener un cuerpo de nuestras mejores poesías que en adelante pueda servir de modelo para fijar el buen gusto de la nación en esta parte» (Velázquez, 1754, pág. 141).

Insiste Velázquez en la importancia del modelo. Ahora bien: ningún concepto es más fundamental para el Clasicismo y el Neoclasicismo. Desde la antigüedad se viene insistiendo en que de un buen modelo de poesía cabe deducir toda la preceptiva poética. ¿Y cómo se ha de llamar tal actitud sino neoclásica? Es más: este afán de los decenios de 1740 y 1750, de rescatar a los grandes poetas castellanos del olvido es tal vez el dato individual más importante para ilustrar de modo inconcuso el hecho de que forman un solo movimiento neoclásico los poetas y críticos de esos años y los de 1760 en adelante. Pues, en los últimos cuarenta años del siglo lograrían por fin llevar a cabo esos proyectos antológicos Juan José López de Sedaño, en los nueve tomos de su Parnaso español (1768-1778), y Tomás Antonio Sánchez, en su Colección de poesías castellanas anteriores al siglo XV (1779-1782). Sin embargo, la más elocuente manifestación editorial del brío neoclásico son las muy esmeradas reediciones de poetas individuales de aquel siglo que ya en 1627 se bautizó como «clásico»: fray Luis de León en 1761, Garcilaso de la Vega en 1765, Esteban Manuel de Villegas en 1774, los Argensolas en 1786, etc. Todo esto significa que España estaba en pleno Neoclasicismo antes del año 1760, y aun antes del año 1750. No empieza, por consiguiente, dicho movimiento ni en 1780 ni en 1790, como muy equivocadamente ha afirmado la crítica reciente. De todo lo anterior se infiere a la par otra consecuencia profundamente significativa: es imposible de toda imposibilidad que el Prerromanticismo o Romanticismo preceda en España al Neoclasicismo, como han querido creer los dos colegas citados al inicio de estas reflexiones. Pues nadie ha fechado antes de 1770 la aparición del fenómeno romántico, y en cambio, nosotros tenemos sobrados testimonios de que el movimiento neoclásico antecede a esa fecha en treinta o cuarenta años.

Hablemos ya de la periodización del Romanticismo setecentista. Yo he acostumbrado fechar los comienzos de esta nueva tendencia por el estilo, la temática y sobre todo la cosmovisión de las obras del decenio de 1770 que enumeré antes. Mas consideremos a la vez varios comentarios críticos de la primera mitad del siglo XIX, en los cuales se alude claramente a ese decenio; y dejemos así una vez más que los testigos de época nos fechen las tendencias y los movimientos. Quintana concluye la ya citada Introducción de 1807 a su antología de Poesías selectas castellanas con unas reflexiones muy sugerentes sobre Cadalso. En primer lugar dice que es en Cadalso «en quien se terminan los ensayos y esfuerzos para restablecer el arte» (Quintana, 1807, t. I, pág. LXXXV), esto es, los esfuerzos iniciados por Luzán y su generación. Y en realidad tiene razón Quintana, porque empezando por el propio Cadalso casi no habrá ya poetas que sean exclusivamente neoclásicos, sino que todos alternarán en algún grado entre las dos modalidades, neoclásica y romántica.

¿Y en qué términos reconoce Quintana la aparición de la nueva alternativa poética nacida en el decenio de 1770? Dice: «Desde entonces empieza una nueva época en la poesía castellana, con otro fondo, otro carácter, otros principios, y aun puede decirse que con otros modelos» (ibíd., pág. LXXXV). Martínez de la Rosa se une a Quintana en proclamar el principio de una nueva era poética hacia 1770, década en la que Meléndez Valdés compuso su inquietante oda «A la mañana en mi desamparo y orfandad»:

...de tantos ingenios como han cultivado con gloria la lírica española después de Meléndez, dice Martínez de la Rosa, apenas habrá alguno que no se haya formado en su escuela. Así es que con razón puede señalársele para denotar una nueva era, demasiado cercana a nosotros para juzgarla con imparcialidad.


(Martínez de la Rosa, 18342, pág. 92)                


El llamado ecléctico Martínez de la Rosa, ora neoclásico, ora romántico, era, en efecto, uno de los ingenios formados a la sombra del a veces más borrascoso que dulce Batilo.

Es igualmente interesante lo dicho por Quintana en su ensayo «Sobre la poesía castellana del siglo XVIII», impreso por última vez en vida en 1852. Allí le concede a Cadalso «un lugar muy distinguido entre los restauradores de la poesía». Entre «todos los discípulos de aquella escuela fundada por Cadalso y tan ilustrada por Meléndez», el más aventajado es, a juicio de Quintana, Nicasio Álvarez de Cienfuegos. ¿Qué personalidad poética ve el autor de la oda «A la imprenta» en el autor de «La escuela del sepulcro»? Responde así a nuestra pregunta: «Aunque el fondo de ideas sobre que su imaginación se ejercita pueda decirse tomado de la filosofía francesa [Rousseau, por ejemplo], no ciertamente el tono ni el carácter, que guardan más semejanza con la poesía osiánica y con la poesía alemana». Sigue afirmando que «Meléndez, Jovellanos, Cienfuegos y sus imitadores habían introducido en la poesía española un gusto extraño, que parece tomado del francés, del alemán y del inglés» (Quintana, 1946, págs. 156b, 157a; la cursiva es mía). Efectivamente: se habían dado los primeros anticipos del Romanticismo en la poesía de lengua inglesa (Thomson) y en la de lengua alemana (Gessner) antes que en los demás países europeos, y esos poemas venían influyendo en España desde el tiempo de Cadalso. Curiosamente, los orígenes nacionales de los influjos extranjeros (francés, alemán, inglés) que Quintana identifica en el primer Romanticismo son los mismos de los que se hablaría después en relación con el segundo Romanticismo, quiero decir, el decimonónico.

De estas últimas líneas de Quintana, empero, lo más interesante es el término osiánico: En la polémica entre clásicos y románticos del primer decenio del siglo XIX esta voz funcionaba como sinónimo de romántico, pues los contrincantes distinguían entre «clásicos y osiánicos», o bien entre «los homéridas» y «los osiánicos» (Navas Ruiz, 1971, págs. 27, 42). Mas he aquí que Quintana encuentra osiánicos ya en el siglo XVIII, concretamente en la escuela fundada por Cadalso hacia 17703. Tampoco habría que olvidar que en los últimos años se han aportado muchos datos nuevos sobre el término romántico y su antecedente dieciochesco romancesco, así como sobre sus diversos sentidos; y en romancesco tenemos otro marcador cronológico para la corroboración de nuestro esquema de periodización4. Se distingue a la vez el decenio final del siglo XVIII por la invención del primer término en cualquier idioma -«fastidio universal»- para el dolor romántico, según he hecho ver en mi ensayo «Sobre el nombre español del dolor romántico» (Sebold, 19892, págs. 157-169).

Para concluir, procuraré reducir las fechas más significativas que hemos mencionado a un esquema, extendiendo éste hasta el siglo XIX, del que, sin embargo, no me proponía hablar en detalle en esta ocasión; y al mismo tiempo aludiré a un problema de cronología literaria que afecta tanto al Neoclasicismo como al Romanticismo, especialmente en los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX. Todas las fechas que voy a indicar son aproximadas; porque en la historia literaria las muy concretas se exponen a toda suerte de errores. Entre 1540 y 1870 se da una notable tendencia neoclásica. En esta tendencia se encuadra el movimiento neoclásico cuya influencia se extiende entre 1740 y 1840. Merced a la interacción entre el Neoclasicismo y la filosofía de la Ilustración -proceso que he historiado en otras ocasiones- el Romanticismo emerge hacia 1770 y se prolonga bajo diferentes variantes hasta 1870. Veo cierta comodidad en subdividir el Romanticismo en la forma siguiente. Primer Romanticismo: 1770-1800. Actividad romántica subterránea durante el período de represión política de Carlos IV, José I y Fernando VII, 1800-1830. Segundo Romanticismo: 1830-1860. Posromanticismo: 1850-1870. Se dan entrecruzamientos entre unas tendencias y otras, los cuales representan las diversas opciones creativas disponibles al literato en cualquier momento histórico.

(Tal entrecruzamiento y pluralidad de opciones, que en nada respeta las casillas de la historia literaria al uso, es en efecto muchísimo más complejo de lo que pudiera parecer hablándose de un solo género literario, como lo hacemos nosotros aquí. Ello se vería muy claramente, por ejemplo, si se incluyera la novela y el realismo en nuestro esquema. Pues a partir del Fray Gerundio del P. Isla (1758) existen en la literatura española los procedimientos del realismo sistemático; hay mucho realismo en las novelas de Montengón, aparecidas en los decenios finales del setecientos (en algunas novelas de este escritor se mezclan Realismo y Romanticismo); y en la novela histórica romántica la representación del mundo y sus habitadores es asimismo de técnica rigurosamente realista, aunque el realismo no empieza a manifestarse como movimiento hasta la década de 1840).

El problema de cronología literaria al que aludía hace un momento es en realidad un problema de dos cronologías, que ya se armonizan, ya se oponen. Se trata de la cronología temporal y la cronología artística, y la distinción entre ellas servirá para iluminar tanto la alternancia de ciertos poetas entre la modalidad neoclásica y la romántica, como el indicado entrecruzamiento de esas dos tendencias y movimientos. Por la influencia de la filosofía sensacionista o sensista los neoclásicos de la Ilustración someten la bella naturaleza al examen por sus cinco sentidos, y a través de éstos llegan a ligarse psicológicamente con esa madre universal. Es al comienzo una tranquila y gozosa comunicación espiritual entre dos socios iguales, mas cuando el poeta deja de interesarse por cualquier cosa que no sea su propia situación penosa en el cosmos, esos sentidos suyos no serán ya medios de reposada comunicación anímica, sino que devendrán órganos de transferencia con los que el adolorido cantor podrá colorar y deformar el universo a su propia imagen, y nacerá en ese momento la visión egocéntrica panteísta romántica de la naturaleza. Sin embargo, porque los objetos de los sentidos, así como las actitudes humanas, están perpetuamente cambiando, el proceso sensorial que acabo de describir es reversible, y el poeta puede un día por halagüeñas circunstancias personales preferir su vieja y confortante visión neoclásica a la nueva borrascosa y romántica.

Ahora bien: el punto en el que quiero insistir es que en medio de este constante ir y venir entre las dos modalidades (que es típico de poetas como Cadalso, Meléndez Valdés, Jovellanos, Cienfuegos, José Joaquín de Mora y Francisco Martínez de la Rosa), la manera romántica será siempre posterior a la neoclásica, sean las que sean las fechas de dos composiciones que se comparen, esto es, si pensamos en la cronología artística; porque en un principio el estilo romántico fue el segundo de los dos en evolucionar y presentarse en la escena de la historia literaria, y la condición previa sine qua non de su aparición fue la liberalización de las actitudes clásicas y neoclásicas gracias a la epistemología observacional dieciochesca. Como consecuencia, un poema determinado puede ser temporalmente muy posterior a otro y sin embargo artísticamente muy anterior a éste. Pienso en la oda anacreóntica «A una fuente» de Meléndez Valdés, que es de 1814; pero es el primer ejemplo que analizo al explicar en mis clases la evolución filosófica y estilística de Batilo de la postura neoclásica a la romántica, porque es un ejemplo perfecto de la confiada afirmación neoclásica de la armonía que puede darse entre el alma humana y el alma natural.

En cambio, la oda XXIV de Meléndez, «A la mañana, en mi desamparo y orfandad» se escribe en 1777, mas es artísticamente muy posterior al ya mencionado poema de 1814; es, diría yo, artísticamente de la misma época que gran parte de la poesía de Espronceda. Existen también poemas de Meléndez: la oda anacreóntica XLIII, «De la noche» (1784), y el romance XXXIV, «La tarde» (1797), en los que vienen a coincidir hasta cierto punto la cronología de la evolución artística y la cronología de nuestra era cristiana5. La aparición del Romanticismo es posterior en el tiempo a la aparición del Neoclasicismo. Mas nunca se puede suponer, como hacía la crítica en otra época, que todo poema romántico sea posterior en el tiempo a todo poema neoclásico. Hace falta estar constantemente sobre aviso, pues todavía Gustavo Adolfo Bécquer escribirá una alegre anacreóntica neoclásica a lo Batilo: «Toma la lira, toma / la de cuerdas doradas», etc. (Bécquer, 196913, págs. 480-482). Pero de todas las discrepancias entre la cronología temporal y la cronología artística la mayor es la que concierne al célebre poema en prosa Noches lúgubres de Cadalso: por un lado, es en el tiempo la primera obra romántica plenamente lograda del Romanticismo setecentista; y por otro lado, puede decirse que artísticamente pertenece al ambiente del decenio 1830-1840. José Yxart veía en las Noches lúgubres las características del «Romanticismo melenudo [...] del 37» (Cadalso, 1885, pág. VI); y en 1840, en pleno Romanticismo decimonónico, el Semanario Pintoresco Español publicó una disquisición satírica sobre la naturaleza del Romanticismo titulada «Costumbres: los poetas y la melancolía», donde es notable el papel que hace la obra de Cadalso. Veamos el pasaje clave:

Jacobo Medina tenía un carácter [...] adusto. No iba jamás a sociedad alguna, ni recitaba otros versos que los elegíacos; leía las Noches lúgubres de Cadalso, y vestía siempre de luto, en verano y en invierno. Aficionado, como el búho, a las sombras de la noche, abominaba la luz del sol que lo distraía de sus profundas y melancólicas abstracciones. [...] El fin de Medina ha sido trágico y lamentable. [...] se degolló con una navaja de afeitar, los socorros no alcanzaron, y expiró como había vivido maldiciendo la sociedad, y renegando del mundo.


(Schurlknight, 1986, págs. 163-166)                


A esto nada puede añadirse.






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