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¿Pero se puede enseñar a escribir?


Rafael González





Aunque parece un invento más o menos reciente, los talleres literarios que hoy pululan por todas partes (escuelas literarias, universidades, fascículos, libros... y, por supuesto, Internet) tienen su origen en los salones o tertulias, esas reuniones que, en los siglos XVIII y XIX, se celebraban en torno a uno o varios maestros para, esencialmente, intercambiar información y opinión sobre temas literarios, discutir los problemas técnicos de la escritura y leer en voz alta los propios textos de los asistentes con el fin de someterlos a la crítica.


Siglo XX

Desde principios del siglo XX los talleres literarios con forma semejante a como hoy los conocemos comenzaron a desarrollarse en los Estados Unidos y en Latinoamérica. En Estados Unidos, y con el nombre de cursos de escritura creativa (que como casi todo, y lamentablemente también, parece querer imponerse aquí) han llegado incluso a la Universidad, donde escritores tan prestigiosos como Paul Auster se han ocupado de impartirlos (en la Universidad de Princeton el autor de Lulu on the bridge) y otros no menos importantes, como el gran cuentista Raymond Carver, han sido discípulos aventajados; este último gozó del privilegio de disfrutar de las clases de John Gardner, una de las referencias inexcusables cuando se habla de la enseñanza de la creación literaria1. En América Latina, por su parte, y en especial en Argentina, también desde comienzos de la pasada centuria empezaron a fundarse talleres a los que acudían aprendices de escritores, si bien el ámbito de desarrollo de aquellos no fue, como en el caso del vecino del Norte, universitario.

La entrada en España de los talleres literarios se produce sobre todo a partir de los años setenta, y en buena medida con el desembarco en nuestro país de muchos escritores latinoamericanos -como los chilenos José Donoso y, más tarde, Marco Antonio de la Parra, dramaturgo; la uruguaya Cristina Peri Rossi, el argentino Daniel Moyano...- que se vieron obligados a abandonar sus países por culpa de distintas dictaduras militares. A finales de los años noventa se vivió en España una auténtica epidemia de talleres literarios; parecía como si, de repente, a todo el mundo le hubiera dado por querer escribir: surgieron talleres de poesía, de cuentos, de novelas, de teatro, de guión de cine... con las más diversas formas, desde los talleres presenciales a los talleres a distancia y, desde luego, los que se ofrecían a través de la Red; se publicaron revistas, libros y manuales, incluso fascículos sobre el tema; se fundaron diversas escuelas de letras (como la que inició su andadura en Madrid, en 1989, y en la que han enseñado y enseñan, entre otros, Alejandro Gándara, Rosa Montero o José Sanchis Sinisterra: http://www.escueladeletras.com/) y, finalmente hasta llegó a la Universidad como cursos esporádicos, como asignaturas de libre configuración o incluso como asignaturas oficiales: en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra, por ejemplo, la profesora Teresa Imízcoz (autora de uno de los mejores libros sobre la escritura de textos narrativos de ficción, Manual para cuentistas. El arte y el oficio de contar historias, Editorial Península, 1999) imparte la asignatura de Creatividad Literaria.




En la Red

Como he dicho, también la Red ha dado cabida a diversos talleres literarios que ofrecen distintas posibilidades, todas ellas -evidentemente- de pago. Así, Fuentetaja [www.fuentetajaliteraria.com] no solo dispone de varios talleres, publicitados en su web, sino que también ha elaborado un Curso de teoría y práctica del relato (cuyos autores son Ramón e Isabel Cañelles López, Ángel Zapata y Ana Ayuso) en 16 breves volúmenes, que puede adquirirse contra reembolso haciendo la petición desde la mencionada dirección de Internet. Además, Fuentetaja cuenta con una editorial que ya ha publicado varios libros sobre el tema de la creación literaria y ofrece una sección de recursos para el escritor donde podrá encontrarse una muy interesante información sobre, por ejemplo, vías de acceso al mundo editorial o derechos de autor.

Otra web a destacar es la de los Talleres de Escritura de Madrid [www.tallerdeescritura.com], la cual tiene un buen apartado dedicado a recursos en la que es posible encontrar una surtida bibliografía sobre el tema de la escritura y una valiosa selección de enlaces a varias bibliotecas virtuales y revistas literarias existentes en la Red.




Talento + técnica

¿Pero qué se puede enseñar en un taller literario? ¿Realmente se enseña a escribir?

Si pudiéramos (afortunadamente no) reducir la Literatura a una fórmula matemática, esta podría ser: Literatura = Talento + Técnica literaria. Talento (también musa, don, gracia, inspiración, genio...) es, según el diccionario, la capacidad para desempeñar determinada actividad artística, mientras que la técnica literaria la conforman los diversos elementos que hemos de manejar a la hora de componer un texto literario: el estilo, el punto de vista, la creación de los personajes, de los diálogos, del espacio y del tiempo... Conocer esos elementos, aprender la carpintería necesaria para conformarlos, aproximarse a la técnica es relativamente sencillo. Sin embargo, la cuestión del talento ya resulta un poco más peliaguda.

Para George Steiner, en los territorios de la creatividad solo se registran tres modos de precocidad admirable: la de los ajedrecistas, la de los músicos y la de los matemáticos. También en la pintura se ha dado algún caso de genialidad a edad más o menos temprana: el austriaco Egon Schiele expuso por primera vez cuando tenía 18 años y ya había dado muestras inequívocas de su gran talento pintando algunos de sus mejores cuadros; diez más tarde murió de gripe española dejando para la posteridad una obra realmente magnífica (ahí están sus muchos autorretratos, su pareja de amantes, su mujer desnuda arrodillada y su mujer acostada...). En cuanto a la Literatura, no es menos cierto que los genios muy tempranos abundan en la poesía lírica; por poner tres ejemplos, es el caso de Rimbaud [http://www.cervantesvirtual.com/FichaAutor.html?Ref=488], quien escribe sus mejores versos entre los 16 y los 19 años; Claudio Rodríguez, ganador del prestigioso Premio Adonais con Don de la ebriedad, escrito antes de cumplir los 20; o Pablo Neruda [http://www.cervantesvirtual.com/portal/bnc/neruda/], que, también antes de alcanzar la veintena, ya tenía escritos sus 20 poemas de amor y una canción desesperada, es decir, ya había sido capaz de escribir «He ido marcando con cruces de fuego / el atlas blanco de tu cuerpo. / Mi boca era una araña que cruzaba escondiéndose. / En ti, detrás de ti, temerosa, sedienta». Sin embargo, en los terrenos de la narrativa esa precocidad es más difícil. Hay alguna honrosa excepción, como La conjura de los necios, de Kennedy Toole, quien tenía poco más de 20 años cuando, a principios de los sesenta, la escribió; o El diablo en el cuerpo, de Raymond Radiguet; pero lo cierto es que las grandes novelas han sido escritas en la madurez de sus autores, como El gatopardo, El Quijote, Madame Bovary, El corazón de las tinieblas... escritas por los ya sesentones Giuseppe Tommasi de Lampedusa, Cervantes [http://www.cervantesvirtual.com/bib_autor/Cervantes/] (de hecho, publicó su primera novela, La Galatea, en la cuarentena), Flaubert y Joseph Conrad. Precisamente de Flaubert es una frase que todo aspirante a novelista debería aprenderse muy bien: «El talento es una larga paciencia».

Por tanto, ya podemos hacernos una idea más o menos precisa de qué se puede enseñar, y por lo tanto aprender, en un taller literario, sobre todo si el género al que se dedica es la narrativa de ficción. En un taller de este tipo es posible mostrar cómo se construye un cuento o una novela, incluso un guión de cine; analizar los diversos elementos de su composición, palpar en los escritos de los grandes maestros cómo bordar un narrador omnisciente o testigo, un personaje «redondo» (como diría Forster), un diálogo perfecto. Sí: eso, la técnica, es más o menos fácil de enseñar, de asimilar. Lo otro, el desarrollo del talento, es más difícil, pero no imposible. Si hay posibilidades, el trabajo debe dar fruto; pero entonces se trata de escribir, escribir mucho, y rescribir, y por supuesto leer, leer hasta la saciedad, leer de un modo apasionado al tiempo que fijándose bien en cómo ha hecho ese autor (Cortázar o García Márquez o Kafka o quien sea) para no dejarnos escapar, abandonar la lectura e irnos frente al televisor a consumir bazofia. Sobre lo primero, la necesidad de escribir mucho, anoto tres frases que no dejan lugar para las dudas: «Si escribo poco se me ocurren menos historias que si escribo mucho» (Bioy Casares), «Para escribir algo bueno hay que haber escrito mucha basura» (Anne Lamott) y «El mueble más importante en la habitación del escritor es la papelera» (García Márquez); sobre la necesidad que todo aspirante a escritor, sea cual sea el género que desee practicar, tiene de leer, recordaré primero una magnífica frase de Borges, quien decía que «Uno no es lo que es por lo que ha escrito, sino por lo que ha leído» (y lo decía él, que escribió algunas de las mejores páginas de la Historia de la Literatura); y luego anotaré un fragmento de la amplia respuesta que dio Ángel González [http://www.cervantesvirtual.com/bib_autor/AGonzalez/] cuando El País Semanal le preguntó por qué era poeta; este escritor realmente imprescindible sentenció:

«La escritura es una especie de enfermedad contagiosa que los libros transmiten a quienes los frecuentan en exceso. Todos los lectores contumaces están expuestos a ese contagio, y en distinta medida todos lo sufren, aunque algunos lo desconozcan y otros, por prudencia o timidez, lo oculten. El lector químicamente puro no existe; en su interior hay siempre un escritor latente o agazapado que a veces despierta de su letargo y se abalanza sobre parientes y amigos creando en la mayoría de los casos (hay admirables excepciones) situaciones de pánico o de desolación. Cuanto más temprano sea el contacto con los libros, más graves y duraderas serán las consecuencias de ese virus incubado en el texto que son, unas veces por fortuna y otras por desgracia, casi siempre incurables. Exagero poco; creo que Kafka hablaba de la literatura como lepra.

Sirva la anterior divagación para explicar por qué escribo. Comencé a leer de niño, y los síntomas del contagio se manifestaron precozmente con efectos que no dudo de calificar, apelando a un neologismo que ruego me disculpen, de cataestróficos: a los 12 años de edad ya había incurrido en décimas y sonetos cuyos principales (no diré culpables) eran Espronceda [http://www.cervantesvirtual.com/FichaAutor.html?Ref=134] y Rubén Darío [http://www.cervantesvirtual.com/portal/bnc/dario/dario.shtml]. Para empezar, la poesía ajena fue el estímulo primero y determinante de mi propia poesía. He citado muchas una frase de Northrop Frye que considero oportuno volver a recordar: "Todo poema procede de otro poema". Yo nunca hubiese escrito poesía si previamente no hubiera leído poesía. Eso lo tengo claro»2.



Por tanto, no sé si un taller literario es el mejor espacio para enseñar, para aprender, pero sí puede serlo para envenenar y apasionarse, lo cual, y sobre esto no me cabe la menor duda, son los pasos más adecuados para iniciar la aventura: la «aventura literaria», que decía Rafael Azuar [http://www.cervantesvirtual.com/FichaAutor.html? Ref=6082].







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