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Perspectivismo y crítica en Cadalso, Larra y Mesonero Romanos

Mariano Baquero Goyanes



Las siguientes notas pretenden tan sólo señalar un posible acceso para el estudio de un importante sector de nuestra literatura. Este no se inicia en Cadalso ni concluye en Larra y Mesonero Romanos. Si en las siguientes páginas me ocupo solamente de tres escritores, se debe, en parte, a limitación de espacio. Y en parte, también, a la creencia de que pocas figuras habrá tan significativas, para lo que aquí me importa señalar, como las elegidas en este breve estudio.






I

El profesor J. A. Tamayo, en su edición de las Cartas marruecas (Clás. Cast., vol. 112, Madrid, 1935) ha puntualizado, certeramente, lo que la obra de Cadalso debe a las Lettres persanes de Montesquieu y lo mucho que de ella le separa.

Aparte de antecedentes, como una carta escrita en Londres por un fingido javanés, publicada en The Spectator de Addison, los Amusements serieux et comiques de Dufresny, o el Viaje de Tavernier, etc., hay que tener en cuenta que el artificio manejado por Montesquieu e imitado por Cadalso, no supone excesiva originalidad. En la citada obra de Dufresny éste imagina la llegada de un viajero siamés a París y muestra su asombro ante ciertas cosas «que la costumbre nos hace ver como razonables y naturales»1.

En definitiva, es el mismo artificio que, también en el siglo XVIII emplea con otro sentido y otros procedimientos, Jonathan Swift en sus Viajes de Gulliver. En este libro extraordinario el autor consigue una de las más satíricas, amargas y pesimistas interpretaciones de la sociedad europea, al servirse de diferentes niveles enjuiciadores, de distintas perspectivas, desde las cuales la miseria, la corrupción, las repugnantes costumbres de la humanidad que se tiene por civilizada destacan con toda la fuerza que Swift puso en su misantrópica creación. Los fabulosos países de Liliput, Brobdingnag, de los Houyhnhnms, etc., son fundamentalmente enfoques satíricos desde los que contemplar, crudamente, lo grotesco, deformado y envilecido de lo que, en nuestra sociedad nos parece normal. Swift hace viajar por diferentes países a un ser de dimensiones y costumbres normales, un europeo medio ilustrado del siglo XVIII. Y con esos viajes resulta que todo queda tocado de relatividad para que Gulliver, al convivir con liliputienses, con gigantes o con esa especie de caballos supercivilizados que son los Houyhnhnms, compruebe cómo todo un sistema europeo de valores morales, estéticos, políticos, etcétera, carece de consistencia e incluso supone una radical corrupción. Gulliver, un gigante en Liliput y un enano en Brobdingnag, es en el país de los Houyhnhnms poco menos que un «yahoo», es decir, una bestia cruel y salvaje, un hombre.

La obra de Swift coincide, pues, con otras de su siglo -entre ellas, las de Montesquieu y Cadalso- en ser algo así como una sátira oblicua, no ejercida directamente, sino conseguida de rechazo, al ser provocado el choque de unos valores, un sistema de vida que consideramos normal, con la mirada de unos seres ajenos a ese sistema y capaces, por tanto, de verlo y enjuiciarlo con mayor objetividad2.

Un artificio semejante a este, por lo menos intencionalmente próximo, es el que encontramos en obras como El ingenuo, de Voltaire y aun en El diablo mundo, de Espronceda. En estos casos no es la extranjería o la condición utópica la que convierte a unos seres -los persas, marroquíes, houyhnhnms o liliputienses de los ejemplos anteriores- en agudos y objetivos observadores y críticos de nuestras costumbres y nuestros valores de sociedad civilizada; sino que es, simplemente, la ingenuidad, el adanismo, la mirada virgen, sin historia ni experiencia, la que, al ser otorgada a unos personajes, hace que el mundo quede configurado ante ellos y ante nosotros -espectadores dotados, entonces, de una mirada nueva- en toda su malicia, su perversidad, su miseria. Por consiguiente, el motivo adánico enlaza en cierto modo con el utópico de obras como el Gulliver o con el de la inadecuación geográfica y racial de los libros de Montesquieu y Cadalso.

En algunos casos, el más conocido y bello, El Criticón, de Gracián, el tema adánico recorre un camino alegórico, si bien cargado asimismo de intención satírica. Andrenio -con sus raíces en El filósofo autodidacto, de Aben-Tofail- es también un hombre de mirada virgen, desprovisto de la experiencia que encarna Critilo. Por eso, el motivo adánico no se da íntegramente en Andrenio -como tampoco en el Segismundo calderoniano-, ya que junto a él camina -aunque sea en oposición, como censura y ademán vigilante- la mirada cargada de saber y de desengaño de Critilo. El mundo se convierte entonces en un juego de doble visión, en un haz y envés, en el que hay que ir desbaratando trampantojos, trucos y tramoyas para percibir verdades, aunque éstas sean amargas.

El barroco recorrido de Andrenio y Critilo por las estaciones, las edades de la vida, permite a Gracián trazar una visión densa y satírica de la existencia humana, contemplada desde una perspectiva fundamentalmente ética. La perspectiva, en manos de un Montesquieu, adquirirá otro sesgo y, a tono con su siglo y sin dejar de recoger problemas morales, tomará un más acentuado tono social. Es decir, el acento ha pasado del hombre a la sociedad, a una bien delimitada sociedad, la europea, la francesa sobre todo. En el caso de Cadalso, la reducción será más intensa aún, al centrarse la mirada crítica en el tema de España.




II

Me interesaba, desde las primeras líneas, encuadrar el artificio empleado por Montesquieu e imitado por Cadalso en una más amplia dimensión que la usualmente manejada.

Por obra y gracia de un extraño rodeo se ve que, aun siendo las Cartas persas y las Marruecas literatura realista, con una muy concreta apoyatura histórica, geográfica, social, enlazan, intencionalmente al menos, con cierto sector de la llamada literatura utópica, con obras como el citado Gulliver, el Erewhon, de Samuel Butler e incluso algunos relatos de Wells, Aldous Huxley, Maurois, etc. La atracción que todas estas novelas ejercen sobre el lector, suele venir dada por el hecho de que los países fantásticos en ellos imaginados remiten siempre -generalmente por contraste- a nuestro mundo, a nuestra sociedad, a nuestra hora histórica.

En una ingeniosa obra de André Maurois, Dos fragmentos de una historia del año 1992, hay un capítulo en el que se describe la vida de los hombres contemplada, en 1959, por un sabio del planeta Urano. Desde esa perspectiva, con ese enfoque, costumbres e incidentes normales de la existencia humana adquieren una calidad insólita y extraordinaria. Las diferentes experiencias realizadas por los sabios uranianos -semejantes a las que un naturalista haría con insectos, y expresadas con una terminología científica de ese tipo-, sirven para situar hechos y casos normales bajo una luz nueva, susceptible de despojarlos de tal normalidad, tiñéndolos de rareza.

Creo que el procedimiento es el mismo, en esencia, que el de las Cartas persas y las Marruecas. Montesquieu y Cadalso recurren a unos seres de su mismo siglo, pero no de su misma raza y sociedad, para que su mirada, desconocedora de lo europeo, pueda enjuiciarlo ante el lector, de una manera crítica y objetiva.

Los autores de novelas futuristas o utópicas utilizan también dos términos de comparación: el normal y el extraordinario. Extraordinario por virtud, aquí, de su condición fabulosa. Un hombre normal instalado en el país de Erewhon es el elemento de comparación, el nivel desde el que valorar el país utópico y, por contraste, el nuestro propio, el de nuestra sociedad. El sabio uraniano de Maurois o el hombre de una civilización rezagada y perdida en Un mundo feliz, de Huxley actúan también de niveles con los que comparar y enjuiciar.

En todos estos casos, y en otros más que podrían señalarse, el efecto final es siempre el mismo: un efecto perspectivístico. Un mundo que nos parece normal no lo resulta, visto desde una perspectiva distinta a aquella en que nosotros estamos instalados y desde la que juzgamos. Esa perspectiva podrá variar: será la de un ingenuo, un hombre adánico, la de un habitante de otro planeta, la de un gigante o un liliputiense3; podrá ser la perspectiva de unos viajeros persas, chinos o marroquíes, la de un niño, como ocurre en ciertas novelas en las que la mirada, la estimativa infantil -es el caso de Huracán en Jamaica, de Richard Hughes- también confiere a los hechos normales de los hombres una nueva y dramática dimensión. Incluso podrá ser la perspectiva de un animal: un perro como el Flush, de Virginia Woolf; un gato, como el Murr, de Hoffmann. Perspectivas muy distintas -según los seres manejados-, pero todas ellas coincidentes en darnos un enfoque nuevo desde el que contemplar, con un perfil y un sentido inéditos, hechos que pasaban por normales.

Todas estas novelas, todos estos libros tienden, en definitiva, a duplicar la mirada del lector, a proporcionarle algo así como una perceptibilidad no usada con la que poder contemplar el mundo suyo de cada día -sus costumbres, sus incidentes, sus valores-, como si casi se tratara de un mundo desconocido. La intensidad del efecto perspectivístico dependerá de la mayor o menor desproporción de los niveles elegidos. Cuando esa desproporción es muy grande -es decir, cuando nuestro mundo es enjuiciado por seres como los Houyhnhnms, por un fantástico habitante de otro planeta, por un animal, etc.-, suele resultar grande, también, el efecto de sorpresa y de choque. Cuando la desproporción de los niveles es menos -el caso de las Cartas persas y las Marruecas-, suele ser menor ese mismo efecto.




III

Conviene, tras todo esto, estudiar las Cartas marruecas de Cadalso como lo que, en mi entender, son: una obra incluible dentro de esa literatura que he llamado perspectivística. Y es preciso advertir que de todos los procedimientos narrativos, es el epistolar el que mejor expresa una intención perspectivística. Esta es una vieja lección que los novelistas conocen y que permitió, por ejemplo, a un Choderlos de Laclos conseguir efectos de un tan inteligente y cínico perspectivismo como los manejados en Les Liaisons dangereux. La novela epistolar suele ser, casi siempre, novela perspectivística, es decir, novela en la que hechos y personajes aparecen enjuiciados desde diferentes estimativas, desde diferentes ángulos. Uno de los casos más conocidos es el de Climas, de Maurois.

El procedimiento epistolar permite la presentación alternada de varias voces, sus entrecruzamientos, sus choques y fusiones. Es un procedimiento al servicio, muchas veces, de temas apasionados, como ocurre con La nouvelle Heloïse, y, sobre todo, al servicio de temas polémicos. Es el caso de ciertas obras de crítica social o patriótica del tipo de las Cartas persas y las Marruecas.

Tres son los personajes que intercambian cartas en la otra de Cadalso, y tres, por tanto, las perspectivas fundamentales. Una, la menos importante, es la de Ben-Beley, el viejo profesor de Ben Gazel, al que éste escribe desde España. Gazel representa la perspectiva marroquí del vivir hispánico. A estos dos ángulos o enfoques -España vista por dos marroquíes: uno, desde su tierra, y otro, viajero en la Península- Cadalso agrega un tercero, muy interesante por ser realmente el del propio autor: Nuño Núñez, el gran amigo español de Gazel, ha de tener mucho de su creador, Cadalso. Es un tipo de español descontento, quejoso, solitario, gran conocedor de la historia patria y muy amante de ésta, si bien con amor amargo, de nítida coloración prenoventayochista.

El triple entrecruzamiento de las voces de estos personajes, de sus opiniones frente a España, permite a Cadalso jugar a la paradoja de expresarse de una manera apasionadamente objetiva e imparcial4. El autor, en la Introducción proclama esa neutralidad crítica suya y supone que ésta acarreará desfavorable censuras contra su libro. Entre el santonismo de la tradición, y el extranjerizante y exasperado culto al progresismo. Cadalso evita uno y otro extremo y sitúa su muy española crítica a tono con su tiempo y a tono, también, con el pasado de su patria, defendido elocuentemente en bastantes páginas del libro.

«Yo no soy más que un hombre de bien -dice en la Introducción-, que ha dado a luz un papel, que me ha parecido muy imparcial, sobre el asunto más delicado que hay en el mundo, que es la crítica de una nación».



Para resolver tan delicado asunto, Cadalso recurre a la imitación del artificio usado por Montesquieu, pero, a la vez -y lo dice en las primeras líneas de la Introducción-, piensa en la manera crítica cervantina:

«Desde que Miguel de Cervantes compuso su inmortal novela, en que critica con tanto acierto algunas viciosas costumbres de nuestros abuelos, que sus nietos hemos reemplazado con otras, se han multiplicado las críticas de las naciones más cultas de Europa en las plumas de autores más o menos imparciales».



Por más que este recuerdo del Quijote sea fugaz, su presencia en las primeras líneas de las Cartas marruecas resulta de un interés excepcional. El Quijote -parece deducirse del rápido enjuiciamiento de Cadalso- está al frente de la literatura moderna por lo acertado de su condición crítica. Recuérdese que si, para Ortega, el Quijote es la primera novela moderna y en ella está, en potencia, toda la posterior evolución del género, es, fundamentalmente, porque Cervantes con una nueva visión crítica articuló el más emocionante de los mecanismos, al mover en oposición y choque los planos de la realidad y de la ilusión. Ese descubrimiento, esa tortura de lo ilusorio a expensas de lo real, es el resultado de haber mirado a los hombres y al mundo con muy crítica mirada, con ojos cargados a la vez de amor y de desengaño. Cadalso percibió exactamente la densidad crítica de la obra cervantina. Pues en el choque ilusión-realidad, como es sabido, no sólo sufre la primera sino también la segunda, esa realidad cotidiana que se mueve alrededor del hidalgo manchego, con todas sus miserias patentes, al ser vista desde la alucinada perspectiva quijotesca. Cadalso, a la hora de escribir una obra crítica fundamentalmente perspectivista, recuerda la obra maestra de este género, la más portentosa creación conseguida con tal procedimiento.




IV

Las limitaciones de espacio me obligan a ofrecer tan sólo algunos ejemplos -unos pocos de los muy abundantes que cabría citar- de las Cartas marruecas, que expresan bien la índole perspectivista de este libro. Recuérdese, verbigracia, la carta XX, en la que Ben-Beley agradece a Nuño Núñez la amistosa orientación que dispensa a Gazel, y, al mismo tiempo, le hace algunas preguntas que descubren -indirectamente- lo unilateral de la visión que Gazel tiene de España:

«Pero aun así, dime, Nuño -escribe Ben-Beley-, ¿son verdaderas muchas de las noticias que me envía [Gazel] sobre las costumbres y usos de tus paisanos? Suspendo el juicio hasta ver tu respuesta. Algunas cosas me escribe incompatibles entre sí. Me temo que su juventud le engañe en algunas ocasiones y me represente las cosas, no como son, sino cuales se le representaron. Haz que te enseñe cuantas cartas me remita para que veas si me escribe con puntualidad lo que sucede o lo que se figura. ¿Sabes de dónde nace esta mi confusión y esta mi insistencia en pedir que me saques de ella, o por lo menos que impidas se aumente? Nace, cristiano amigo, nace de que sus cartas, que copio con exactitud, y suelo leer con frecuencia, me representan tu nación diferente de todas en no tener carácter propio, que es el peor carácter que puede tener».



Con esta carta de Ben-Beley, Cadalso quiere llamar la atención del lector sobre lo provisional, movedizo y aun engañoso a veces de los juicios que Gazel formula sobre España. Al aludir Cadalso a los posibles cruces de las cosas como son y las cosas tal como se nos representan, está renovando, con otro sentido y en otra dimensión, el ya aludido problema del Quijote.

La carta de Ben-Beley a Nuño es algo así como la explícita advertencia al lector de que lo que está leyendo es materia polémica, sometida a discusión y enfocable desde distintos ángulos. No otra cosa parecía requerir el, en el fondo, angustioso debatirse de Cadalso y de un buen sector de españoles inteligentes, en la pugna por conseguir que España se pusiera a tono con su siglo, se europeizase, sin perder sus esencias tradicionales.

Posiblemente, como antes apunté, entre las tres perspectivas desde las que es enfocado el tema español -la muy lejana de Ben-Beley: la lejana también por disparidad de raza y de costumbres, pero próxima por el acercamiento material de un viaje, de Gazel; y la más próxima aún de Nuño Núñez- hay una más sincera y auténtica: la española, la personal de Cadalso, encarnado en un personaje de ficción. De Nuño Núñez dice Gazel que «aunque ama y estima su patria por juzgarla dignísima de todo cariño y aprecio, tiene por cosa muy accidental el haber nacido en otra parte del globo, o en sus antípodas, o en otra cualquiera». Con esta declaración Cadalso quiere despojar a su personaje español de todo lastre de energumenismo patriótico, presentándolo como un intelectual amante de la virtud y de la soledad.

La estimativa de lo español que corresponde a Nuño Núñez sirve, en ocasiones, para moderar, corregir o centrar lo que, en la de Gazel, puede haber de deformado. Por eso, en la respuesta a Ben-Beley sobre el tema de España como nación sin carácter, escribe Nuño Núñez:

«No me parece que mi nación esté en el estado que infieres de las cartas de Gazel, y según él mismo lo ha colegido de las costumbres de Madrid y alguna otra ciudad capital. Deja que él mismo te escriba lo que notare en las provincias y verás cómo de ellas deduces que la nación es hoy la misma que era tres siglos ha. La multitud y variedad de trajes, costumbres, lenguas y uso es igual en todas las cortes por el concurso de extranjeros que acude a ellas; pero las provincias interiores de España, que por su poco comercio, malos caminos y ninguna diversión, no tienen igual concurrencia, producen hoy unos hombres compuestos de los mismos vicios y virtudes que sus quintos abuelos».



El papel corrector de Nuño Núñez junto a Gazel se percibe en otros muchos casos. Uno, en cierto modo contrario al que acabo de transcribir, es el que encontramos en las cartas LXIX y LXX. Ahora, Nuño corrige la visión de Gazel en un sentido negativo, revelándole como malo lo que el marroquí tenía por bueno. La carta LXIX, de Gazel a Nuño, es muy interesante porque en ella aparece una semblanza de un caballero español que vive en el campo, muy próximo -me parece- a la tan conocida del Caballero del Verde Gabán, en el Quijote.

Gazel expresa a Nuño su admiración, su deslumbramiento ante la apacible existencia de este español que vive en su retiro campesino con su mujer y sus hijos, en la paz de un hogar burgués -«varias piezas pequeñas pero cómodas, alhajadas con gracia y sin lujo»-, amado como un ángel tutelar por sus labradores, adorado por sus criados, poseedor de «una robusta salud» y de «una biblioteca selecta», hospitalario y cortés. La vida de este caballero -con su «aurea mediocritas» dieciochesca, eco de la cervantina y barroca del Caballero del Verde Gabán- le parece a Gazel envidiable.

Pero en la carta LXX lo que tan bello y noble era, visto desde la perspectiva del marroquí, queda violentamente rebajada ante los ojos del español, de Nuño Núñez. Tras elogiar éste el módulo de vida envidiado por Gazel, le dice: «Pero Gazel, volviendo a tu huésped y otros de su carácter, que no faltan en las provincias, y de los cuales conozco no pequeño número, ¿no te parece lastimosa para el Estado la pérdida de unos hombres de talento y mérito que se apartan de las carreras útiles a la república? ¿No crees que todo individuo está obligado a contribuir al bien de su patria con todo esmero? Apártense del bullicio los inútiles y decrépitos; son de más estorbo que servicio; pero tu huésped y sus semejantes están en la edad de servirla, y deben buscar las ocasiones de ello aun a costa de toda especie de disgustos. No basta ser buenos para sí y para otros pocos; es preciso serlo o procurar serlo para el total de la nación».

El perspectivismo de Cadalso, conseguido sobre todo con la dualidad Gazel-Nuño Núñez, está, como se ve claramente en los ejemplos escogidos, al servicio de un patriotismo entendido críticamente. Por eso, lo que a veces parece malo en España no lo es realmente, y viceversa. Y en ciertos casos Cadalso parece tender a demostrar cómo algunos males tenidos por específicamente españoles, son propios de todos los países. Por ejemplo, en la carta LXXX Gazel describe a Ben-Beley una intervención de Nuño, al ser zaherido por varios caballeros extranjeros a propósito del abuso del don en España, abuso que, como es sabido, fue frecuentemente satirizado en la literatura española del XVII. Nuño Núñez responde a esas burlas, aceptando como extravagante al tal abuso, que califica, de «general en estos años, introducido en el siglo pasado y prohibido expresamente en los anteriores».

Pero, tras las censuras, el amigo de Gazel concluye: «Señores, ¿qué le hemos de hacer? Esto prueba lo que mucho tiempo se ha demostrado, a saber: que los hombres corrompen todo lo bueno. Yo lo confieso en este particular, y digo lisa y llanamente, que hay tantos dones superfluos en España como marqueses en Francia, barones en Alemania y príncipes en Italia; esto es, que en todas partes hay hombres que toman posesión de lo que no es suyo, y lo ostentan con más pompa que aquellos a quienes toca legítimamente».

Cadalso, al igual que Larra en artículos como En este país, desea hacer ver a los españoles que no todos los males que padecemos son exclusivos de nuestra patria, y que es preciso enjuiciar hechos y cosas desde una más elevada perspectiva, para así evitar lances tan ridículos como el recogido en la LVI de las Cartas marruecas, rebosante de humor. Describe Gazel las quejas que, en una tertulia, oyó contra España, expresadas hiperbólicamente. «Vergüenza tengo de ser española», dice una señora; un teniente coronel, «quisiera ser alférez de húsares de Hungría primero que vivir en España»; todo ello por no haber encontrado una dama, en Madrid, una cinta de un determinado color. La perspectiva es ahora, por lo limitada y ridícula, plenamente cómica, caricaturesca, y como tal merece la implícita burla de Gazel.

También en lo que se refiere a la crítica de la lengua española en el siglo XVIII, cabe advertir en la obra de Cadalso curiosos fenómenos de perspectivismo. En la carta VIII, por ejemplo, Gazel informa a Ben-Beley de cómo Nuño esta preparando un diccionario castellano en el que se distingue «el sentido primitivo de cada voz y el abusivo que les han dado los hombres en el trato». Nuño Núñez lo compone para que nadie se engañe «por creer que los verbos amar, servir, favorecer, estimar y otros tales no tienen más que un sentido, siendo así que tienen tantos que no hay guarismo que alcance».

Por lo mismo, y en virtud de ese perspectivismo expresivo, Nuño Núñez dice en una ocasión con cierta meticulosidad irónica: «Aquella inexplicable encadenación de cosas que los cristianos llamamos providencia, los materialistas causalidad y los poetas suerte o hado».

Hay también algún caso en que la variedad de criterios aparece planteada no ya frente a problemas españoles o cuestiones de lenguaje, sino frente a problemas universales, de todos los países y de todos los tiempos. Así en la carta XXVII habla Gazel a Ben-Beley del concepto de la «fama póstuma», que él considera como «un fantasma que ha alborotado muchas provincias y quitado el sueño a muchos hasta secarles el cerebro y hacerles perder el juicio». Toda la carta de Gazel supone una dura crítica del desmedido afán español de posteridad, interpretado por el joven marroquí como una locura o vicio nacional con su raíz en el orgullo y afán de vanagloria. Ben-Beley, que no es español, se encarga, sin embargo, en la carta siguiente, la XXVIII, de rectificar la perspectiva de Gazel, al presentarle una nueva desde la que la «fama póstuma» puede ser enjuiciada favorablemente.

«Creo -dice el anciano marroquí- que la fama póstuma de nada sirve al muerto, pero puede servir a los vivos con el estímulo del ejemplo que deja el que ha fallecido. Tal vez este es el motivo del aplauso que logra».



«La fama póstuma» desdeñada por Gazel, es revalorizada por Ben-Beley. Una dualidad perspectivística más, de las tan frecuentes en la obra de Cadalso.

Por haber sabido éste realizar así su crítica de España, con amargo y apasionado amor, buscando siempre el vivo ademán de lo polémico, de lo discutible y enjuiciable desde muy diversos ángulos, las Cartas marruecas poseen el acento cálido de lo dicho con valor y sinceridad. Si literatura y vida andan tantas veces separadas y aun en pugna, obras como ésta de Cadalso nos ofrecen el prodigio de su compacta mezcla y fusión.




V

A poco que nos fijemos en cuál puede ser el resorte fundamental en la obtención de un cuadro satírico de costumbres, nos daremos cuenta de que hay en él dos elementos determinantes, aparentemente contrapuestos: lo normal y lo extraordinario, la cotidianeidad y la sorpresa. O dicho de otro modo, trivialidad y énfasis.

El éxito de un artículo de costumbres depende de que el lector del mismo perciba lo que en él se dice como conocido y desconocido a la vez. El buen escritor costumbrista es aquel que enseña a mirar y a descubrir, el que es capaz de elevar a gracia literaria la menuda anécdota de cada día, la cotidiana trivialidad de los tipos y ambientes que nos rodean. Para conseguir esto, el articulista suele utilizar un efecto perspectivístico: el ofrecer lo por todos conocido, bajo una luz nueva y reveladora. El escritor de costumbres ha de observar y describir éstas como si, en cierto modo, fueran ajenas a él y le sorprendieran grandemente. Es decir, ha de enjuiciarlas y describirlas desde una particular perspectiva que permita lo que casi podríamos considerar su desquiciamiento: la caricaturesca desorbitación de lo cotidiano, presentado enfáticamente pero no despojado de esa condición de cotidiano, de trivial. Se comprende, tras estas consideraciones, que el costumbrismo no es un arte fácil, puesto que exige de sus cultivadores algo así como una capacidad o facilidad de doble visión; percepción, por un lado, de lo más habitual y conocido, y, por otro, visión nueva, enfoque nuevo, de esa conocida habitualidad.

El escritor costumbrista ha de jugar, por tanto, a fingirse sorprendido por todo, a ser un poco el habitante ingenuo de un país cuyas costumbres le mantienen en constante gesto de estupor, a ser casi un extranjero en su patria5. Todo ello supone una índole perspectivística que permite ligar muy legítimamente este género con el estudiado en los anteriores capítulos, a propósito de las Cartas marruecas.

La ficción de la sorpresa, del pasmo, del asombro, tan utilizada por los costumbristas, sirve para encarecer, retóricamente, lo increíble y censurable de algunos hábitos, de algunos vicios de nuestra sociedad. El articulista deja escapar alguna exclamación reveladora del efecto que le produce el descubrir algo que, sin la nueva perspectiva desde la que enjuicia, resultaría incoloro e indigno de comentario. Recuérdese, por ejemplo, cómo Mesonero Romanos en el artículo Las visitas de día llega a decir, al referirse a las tertulias madrileñas por las que va pasando: «¡Qué complots!... ¡Qué sátiras!... ¡Qué mala fe!... ¡Cielos!... ¿Y es ésta nuestra sociedad?»

El efecto de pasmo puede venir dado por una inadecuación o choque de perspectivas. Así en el artículo de Larra, Vuelva usted mañana, cuando un caballero francés expresa ante Fígaro su seguridad en que para resolver varios asuntos en Madrid le serán más que suficientes quince días, asoma a los labios del articulista «una suave sonrisa de asombro».

El asombro, la sorpresa, la indignación, el elogio irónico son fórmulas distintas -pero coincidentes en lo esencial- que expresan la índole perspectivística del artículo de costumbres.

Muy frecuente también es el recurso de la yuxtaposición de perspectivas opuestas. Larra en una de las Cartas desde las Batuecas del bachiller don Juan Pérez de Munguía a Andrés Niporesas, plantea la siguiente pregunta:

«¿No se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee?» Y a continuación nos ofrece dos perspectivas del problema: «Mira a aquel librero ricachón que cerca de tu casa tienes. Llégate a él y dile: -¿Por qué no emprende usted alguna obra de importancia? ¿Por qué no paga bien a los literatos para que le vendan sus manuscritos? -¡Ay, señor! -te responderá-. No hay literatura ni manuscritos, ni quien los lea: no nos traen sino folletitos y novelicas de ciento al cuarto; luego tienen una vanidad y se dejan pedir... No, señor, no. -¿Pero no se vende? -¿Vender? Ni un libro: ni regalados los quiere nadie; llena tengo la casa... ¡Si fueran billetes para la ópera o los toros!

¿Ves pasar a aquel autor escuálido, de todos conocido? Dicen que es hombre de mérito. Anda y pregúntale: ¿Cuándo da usted a luz alguna cosita? Vamos... -¡Calle usted, por Dios!- te responderá furioso como si blasfemaras; primero lo quemaría. No hay dos libreros hombres de bien. ¡Usureros! Mire usted, días atrás me ofrecieron una onza por la propiedad de una comedia extraordinariamente aplaudida; seiscientos reales por un diccionario manual de Geografía, y por un compendio de la historia de España, en cuatro tomos, o mil reales de una vez, o que entraríamos a partir ganancias, después de haber hecho él las suyas, se entiende».



Con la dualidad de planos, Larra parece condenar tanto a escritores como a libreros, dándonos además un buen ejemplo del manejo costumbrista del diálogo, lleno de vida y espontaneidad.

La dualidad de visión presenta, naturalmente, otras muchas modalidades. En cierto modo, un amplio sector del costumbrismo español nace con la aspiración de corregir visiones defectuosas o equivocadas. Por eso, Ramón de Mesonero Romanos, en 1832, en la introducción de sus Escenas Matritenses, presentaba como imagen errónea la de España vista por ciertos escritores extranjeros: «No pudiendo permanecer tranquilo espectador de tanta falsedad..., me propuse... presentar al público español cuadros que ofrezcan escenas propias de nuestra nación...».

Casi cabría decir que el cuadro de costumbres supone, en ciertos casos, la presencia subyacente de una perspectiva errónea: España vista por los extranjeros. A este respecto resulta muy significativo lo que Larra dice en Vuelva usted mañana:

«Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un extranjero de estos que en buena o mala parte han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada o hiperbólica, de estos que o creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos, francos y generosos caballeros, seres de hace dos siglos, o que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante. En el primer caso, vienen imaginando que nuestro carácter se conserva tan intacto como nuestra nación; en el segundo vienen temblando por esos caminos, y preguntan si son los ladrones que los han de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los países.

Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes e inexorables para el que ignora su artificio, que estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabida dejar asombrado de su poca perspicacia al mismo que se derramó los sesos para buscarles causas extrañas».



¿No tendrán, también, los artículos de costumbres algo de bagatela revelada, de truco descubierto ante el lector, de brecha abierta en la opaca cotidianeidad para escudriñar y exponer sus entresijos, los del carácter de los españoles?

Pero si el costumbrismo entraña una cierta actitud de réplica frente a visiones extranjeras y equivocadas de España, entraña asimismo -según apunté ya- una cierta condición de extranjería fugaz y provisional por parte del que escribe. Este, el escritor costumbrista, ha de desdoblar su personalidad, manteniendo por un lado su exasperado españolismo, y desbordándolo por otro, para al liberarse de los árboles, de los hábitos que obstaculizan ver el bosque, el carácter español, contemplar éste desde lejos y con la perspectiva adecuada. Para conseguir ese desdoblamiento, el articulista de costumbres utiliza con frecuencia el hábil recurso de presentar a un viajero inglés o francés, en España, del que se recogen observaciones y diálogos, interpretados desde ese ir y venir perspectivístico en el que se entrecruzan acento español e intención crítica6.

El ya citado artículo de Larra, Vuelva usted mañana, constituye un muy conocido ejemplo de esta técnica perspectivística. La pereza española, encarnada en la socorrida frase que da título al artículo, aparece duramente condenada por Fígaro, al presentarnos la repercusión de un vicio nacional en la sensibilidad y costumbres de un extranjero. Este actúa de elemento de contraste sobre el que perfilar, violentamente, el bulto de un defecto español, perceptible entonces en todas sus proporciones. Incluso la caricaturesca desmesura de éstas, la traslación a un plano casi hiperbólico de la pereza nacional, hacen que con tal técnica de aumento, con esa óptica agigantadora, el efecto de contraste gane en eficacia. Hipérbole y contraste se complementan, actúan conjuntamente, movidos sobre ese gozne crítico que es la perspectiva de un extranjero dinámico situado frente al español dejarlo todo para mañana.

Un caso semejante se da en otro artículo de Larra, muy conocido también, el titulado ¿Entre qué gentes estamos? En él se censuran ciertos defectos -grosería, rudeza, ineducación-, vistos en toda su crudeza al contacto de una mirada no española: «No hace muchos días -escribe Larra- que la llegada inesperada a Madrid de un extranjero, antiguo amigo mío de colegio, me puso en la obligación de cumplir con los deberes de la hospitalidad. Acaso sin esta circunstancia nunca hubiese yo solo realizado la observación sobre lo que gira este artículo. La costumbre de ver y oír diariamente los dichos y modales que son la moneda de nuestro trato social, es culpa de que no salte su extrañeza tan fácilmente a nuestros sentidos. Mi amigo no pudo menos de abrirme el camino que el hábito tenía cerrado a mi observación».

Pocos textos tan significativos como éste. Creo que esas pocas líneas aclaran suficientemente la idea que intento expresar en estas páginas, sobre la raíz perspectivística de que se nutre el costumbrismo literario. Larra se disfraza de extranjero adhiere fugazmente a su personalidad la de un individuo no español para, con esa imaginada transformación, con ese desdoblamiento, poder romper la corteza del hábito y descubrir la verdadera faz de la costumbre -repelente en este caso-, al contemplarla desde una perspectiva no española en cuanto a la sinceridad de la observación; española, angustiadamente española en cuanto al tono doliente de la crítica, el amargo humorismo. Al colocar Fígaro a su lado la mirada de un extranjero, es como si colocara ante sus propios ojos unas de esas gafas mágicas que permiten descubrir la antes encubierta verdad. Unos anteojos morales, cargados de desengaño, como los de mejor vista de Rodrigo Fernández de Ribera.

Es, en cierto modo, un recurso semejante al que Quevedo emplea en La Hora de todos o la Fortuna con seso. En artículos como ¿Entre qué gentes estamos? el despertador de verdades, el anteojo desengañador, es ese extranjero en España en el que el articulista de costumbres ha desdoblado su personalidad, de manera semejante a como Montesquieu o Cadalso desdoblaron también las suyas, al inventar unas perspectivas exóticas -persa o marroquí- desde las que enjuiciar costumbres europeas.

En muchos de sus artículos de costumbres Mesonero Romanos compara su técnica con la del Diablo Cojuelo. Y efectivamente, en bastantes ocasiones el articulista parece comportarse como un don Cleofás cuyo Diablo Cojuelo, es decir, cuyo levantatejados, levantaverdades, no es sino ese imaginado extranjero de Larra o del propio Mesonero en artículos del tipo de La casa de Cervantes. En esas páginas, Mesonero Romanos expresa su indignación y su dolor ante las iniciadas obras de derribo de la casa madrileña de Cervantes. Para reforzar lo monstruoso del hecho, Mesonero se sirve del diálogo con un inglés, que, como él, contempla horrorizado los preparativos de demolición: «El poeta inglés -piensa este extranjero, refiriéndose a Shakespeare- tiene el soberbio mausoleo de Westminster, al lado de nuestros monarcas, mientras que el español... ¡Qué contraste!»




VI

Junto a los casos en que el efecto perspectivístico y crítico viene dado por un procedimiento traslaticio que consiste en imaginar una mirada no española e instalarse en ella para contemplar nuestras costumbres; junto a tales casos, existen los no menos abundantes en que el articulista recurre a una perspectiva que ya no es extranjera sino española. Una perspectiva española dotada de alguna peculiaridad que equivalga a un nuevo desdoblamiento. El que, por ejemplo, realiza a veces Mesonero Romanos al enjuiciar hombres y costumbres de Madrid, desde la mirada de un provinciano.

De esta manera, defectos españoles aparecen juzgados españolamente, manteniéndose, pues, la mecánica, el ya comentado juego costumbrista de estar dentro y fuera a la vez, de vivir la costumbre y evadirse de ella para mejor percibirla.

Mesonero Romanos, en el artículo Las casas por dentro -subtitulado Carta de un curioso provincial al curioso madrileño-, expone las opiniones de ese ingenuo provinciano -equivalente en lo que a intención y efecto se refiere, a los persas de Montesquieu, al Gazel de Cadalso, al extranjero de Vuelva usted mañana- sobre las casas de Madrid, que él creía muy bellas y modernas, antes de conocerlas por dentro. El juego perspectivístico es, por tanto, doble. Hay un por fuera y un por dentro; hay unas casas madrileñas vistas por un provinciano. Este es el Diablo Cojuelo de que ahora se sirve Mesonero para introducirnos en el interior de una aparentemente lujosa casa de Madrid. En seguida se produce el efecto de extrañeza, de estupor, característico del costumbrismo, seguido de una interesante alusión al Quijote:

«Mi amigo -escribe el provinciano-, según pude averiguar a duras penas, ocupaba una de las habitaciones principales. No puedo negar a usted que la primera vista de ella me causó mucha extrañeza, no acertando a encontrar la más mínima analogía entre las circunstancias del sujeto y las de la habitación; pero poco a poco me fui convenciendo de que todo consiste en los nombres de las cosas más que en las cosas mismas, y que tal podría yo tomar por estrecha y mezquina venta [lo] que fuese sino espléndido y cómodo castillo».



Este recuerdo del Quijote sirve de inmediata introducción a un bastante largo pasaje, caracterizado por un perspectivismo terminológico. Como en el caso de las Cartas marruecas, otra vez encontramos aquí, al fondo de un propósito costumbrista, el oscilante mundo quijotesco de las ventas y de los castillos, de las bacías, los yelmos y aun los baciyelmos. Apariencia y realidad, engaño y verdad, ilusión y vida juegan a entrecruzarse perspectivísticamente.

El provinciano del artículo de Mesonero, en su recorrido por el interior de una casa madrileña descubre irónicamente la mentira de los hombres.

«También tenemos aquí nuestro jardín (me dijo, asomándome a un estrecho patio donde campeaban hasta unos ocho tiestos; y cuya elevada altura, cruzada en todas direcciones de cuerdas llenas de ropas puestas a secar, le daban cierta semejanza al interior de un buque empavesado). Luego me llevó al comedor (verdad es que entonces estaba haciendo de sala de baño); después me mostró su estudio, cuyas vistas agradables sobre un tejadillo le hacían muy a propósito para el caso. ¿Y el tocador de tu esposa? -le dije yo-. Ya lo hemos dejado adelante, en aquella pieza donde tengo mi biblioteca. ¿También esa? También esa. En efecto, luego pasamos por la biblioteca, y vi sobre una mesa dos legajos del Diario de avisos, una guía de forasteros, un calendario, un tomo cuarto del Quijote y una novela sentimental que el maestro de baile había prestado a la señorita».



Un caso semejante, también de Mesonero, es el del artículo Los paletos en Madrid. Nuevamente, para censurar o ridiculizar ciertas costumbres madrileñas, el escritor recurre al choque de dos perspectivas. El papel del provinciano visitador de las casas de la corte, corresponde aquí a unos lugareños cuyo contraste -trajes, gestos, comportamiento- con las costumbres de una familia madrileña produce el efecto satírico. Es muy significativo el comienzo del artículo:

«El aire de corte es semejante al tufo de una habitación cerrada, que sólo lo perciben los que vienen de fuera. Esta fría atención, estos estudiados modales, estas palabras vagas, este cortés egoísmo que llamamos buen tono y buen parecer, desconciertan sobremanera a los forasteros y hacen formar distinto concepto de nosotros a aquellos mismos que si nos vieran fuera de Madrid quedarían prendados de nuestra amabilidad y cortesía».



Otras veces la perspectiva utilizada es rotunda, cerradamente española, pero de un españolismo que el escritor costumbrista puede considerar caducado. Es el caso de El castellano viejo, de Larra:

«Es tal su patriotismo que dará todas las lindezas del extranjero por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace aceptar todas las responsabilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay vinos como los españoles, en lo cual bien puede tener razón, defiende que no hay educación como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla; y a trueque de defender que el cielo de Madrid es purísimo, defenderá que nuestras manolas son las más encantadoras de las mujeres; es un hombre, en fin, que vive de exclusivas, a quien le sucede poco más o menos lo que a una parienta mía, que se muere por las joyas, sólo porque tuvo un querido que llevaba una excrecencia bastante visible sobre entrambos omoplatos».



Al combatir Fígaro la unilateralidad de estimativas como ésta del Castellano viejo, está defendiendo de paso su dualismo perspectivista, su angustiosa situación de español prenoventayochista que no cierra los ojos a los defectos del país, pero que tampoco los abulta en aras de un europeísmo mal entendido.

El costumbrismo representa, por tanto, en muchos casos un haz y un envés, un fuera y un dentro, una dualidad de planos, un choque satírico de perspectivas opuestas. Pero aún hay más. Como varias veces he apuntado ya, el escritor de costumbres realiza su labor sobre elementos que parecen triviales, minúsculos, enjuiciados desde la perspectiva normal que el hábito supone, y que no lo son tanto y pierden su trivialidad, vistos a la luz de la que tantas veces Mesonero Romanos llama Linterna mágica de sus artículos. Recuérdese el comienzo de El patio del Correo:

«Todas las cosas de este mundo son grandes o pequeñas, sublimes o ridículas, según el punto de vista de donde se las mira; y tal espectáculo habrá que parezca mezquino a los ojos de un ser indiferente o desdeñoso, al paso que logra excitar la meditación del curioso y del observador.

Cierto que el que lea el epígrafe de este artículo no encontrará el asunto sobradamente interesante. ¡El patio del Correo! ¿Y qué hay en el patio del Correo? Un cuerpo de guardia, una prisión nocturna, que más bien puede llamarse albergue de borrachos y descarriados; una orden póstuma, tres o cuatro ventanillos cerrados y esparcidos por los postes que circundan el recinto sendos cartelones y cartelitos desde las colosales y laboreadas letras de Sancha o Jordán hasta los más imperfectos garrapatos de los escribientes memorialistas. De todo esto poco o nada se puede decir. Y por muy Parlante que sea el señor Curioso que hoy nos enseña su linterna, harto será que no consiga excitar los bostezos del auditorio.

Poco a poco, señor indiferente; poco a poco. Y antes de juzgar las cosas por su superficie, procure usted enterarse un tantico de su fondo. No, sino dé cuatro paseos y aguarde un rato en esta galería, y si luego de bien enterado de su contenido pretendiese dejarla bruscamente, por mi santiguada que es un necio o yo soy un bolo».



Las cosas, los hechos, los seres triviales dejan de serlo para la mirada del escritor, atento y satírico. Un procedimiento muy utilizado con el que cargar de énfasis lo minúsculo, destrivializar lo trivial, es el de la caricatura, conseguida por deformación y abultamiento de rasgos, o bien por concentración, por acumulación de incidentes o pormenores. Caricaturas del primer tipo podrían citarse muchas; por ejemplo, la del personaje de El romanticismo y los románticos, de Mesonero, hiperbólicamente realizada; o alguna de Larra, de clara ascendencia quevedesca, como la que aparece en Empeños y desempeños.

Otras veces el articulista, de una manera irreal pero con un decidido propósito satírico, reúne en muy pocas líneas una concentración de hechos del tipo de los que, por ejemplo, Mesonero Romanos presenta en estas líneas de Policía urbana, al describir un paseo por las calles de Madrid:

«Tantos y tan graves contratiempos irritaron mi bilis en términos que todo me incomodaba: los gritos de los vendedores, agudos y disonantes; el descoco de las naranjeras; las ropas nada limpias puestas a secar en balcones y ventanas; los tocadores al sol en calles no muy retiradas; el humo de las hachas que acompañaron al santísimo Viático, impreso a propósito en las paredes del portal; las rejas salientes que amenazan los hombros de los adultos y las cabezas de los chiquillos; las riñas de los aguadores en las fuentes por tomar vez para llenar; las carretadas de bueyes cargados de carbón y paja; los inevitables serones de los panaderos ecuestres; los muchachos que venden candela y suelen arrimarla al que no la solicita; los que salen en tropel de las aulas y convierten la calle en público anfiteatro imitando la corrida de toros; los fogosos caballos de la brillante carretela que se dirige al Prado; la eterna pesadez de los simones; la silenciosa embestida de los bombés facultativos, y la vacilante dirección de los calesines. Todas estas y otras cosas que se me fueron ofreciendo a la vista en calles y paseos durante todo el día acabaron de completar mi disgusto».



En casos como éste la nota caricaturesca viene dada no por la exageración de rasgos, puesto que aquí todos los elementos son reales, sino por la increíble acumulación de éstos.

En menor escala, recuérdese el siguiente pasaje de El castellano viejo, de Larra, en el que una hábil seriación polisindética da la plena medida del inteligente humor del articulista:

«No quiero hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que antes de la hora de comer entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales no eran de despreciar todos los empleados de su oficina con sus señoras y sus niños, y sus capas, y sus paraguas, y sus chanclos, y sus perritos».






VII

En relación con la índole perspectivística de los artículos de costumbres está uno de los más frecuentes procedimientos narrativos o descriptivos, puestos al servicio de este género: la construcción epistolar. Es decir, el mismo artificio que vimos empleado en las Cartas marruecas y otras obras intencionalmente próximas.

Si observamos ahora ciertos casos de la literatura costumbrista posterior a Cadalso, veremos que el procedimiento epistolar se repite con significativa insistencia7.

De 1820 es una de las primeras manifestaciones del costumbrismo decimonónico: las Cartas del pobrecito holgazán, de Sebastián Miñano. En esa obra imagina el autor una correspondencia de lamentos políticos anticonstitucionales, sostenida entre el pobrecito holgazán y don Servando Mazculle. De una manera indirecta, agudamente satírica, las Cartas de Miñano constituyen un encendido elogio de la Constitución española, cuyos electos lamentan los dos personajes que intervienen en el diálogo epistolar. Todo él es puro perspectivismo, ya que a través de las quejas de los dos grotescos seres, Miñano nos da la medida de su fervor constitucional. De este mismo autor cabría recordar otras Cartas como las de Don Justo Balanza y las del Madrileño.

Larra y Mesonero Romanos emplearon en diversas ocasiones el procedimiento epistolar. En las Cartas de Andrés Niporesas al bachiller Pérez de Munguía, del primero, se encuentran efectos irónicos perspectivísticos muy próximos, en cierto modo, a los de Miñano, en cuanto a la técnica. Al aplaudir Larra por boca de Niporesas algunas costumbres de la vida española. Larra está condenándolas indirectamente, mediante un sistema perspectivístico, caricaturesco, que equivale al procedimiento cómico del mundo al revés. Recuérdese, por ejemplo, lo que Niporesas escribe de su familia, al Bachiller, en la primera de sus cartas:

«Antoñito está de enhorabuena: le concedieron el grado de capitán con sueldo y todo, por los méritos de su padre, que hace ya cuatro años que está sirviendo a S. M., con cuarenta mil reales: con estos méritos le han hecho esta gracia al niño. Me alegrara que le vieras tan mono como está, con sus dos charreteritas y espadita, que parece un juguete. ¿Qué quieres? ¡En esa edad! ¡Ocho años! Nos llena la casa de pajaritas de papel; dice que son los enemigos, les corta la cabeza, y es una risa todo el día con él. Ya puede un criado no servirle pronto: le da un palo, lo cual nos hace mucha gracia a todos, y nunca se le olvida decirle que tiene qué sé yo cuántos miles de reales de sueldo. Su madre se lo come a besos. Es de advertir que el señor capitán está ya en medianos y muy adelantado en la gramática, de donde inferimos todos que ha de ser un gran militar.

También está Miguel de enhorabuena, porque le han hecho nada menos que teniente: verdad es que llevaba cuarenta y dos años de servicio, con haberse hallado en todos los encuentros de importancia que ha habido en este tiempo, haber estado dos veces prisionero, y tener diecisiete heridas y un ojo de menos. ¿Pero qué es eso comparado con una tenencia? Ello es que le han premiado ya, y que está que brinca de gozo. Él pretende pasar al regimiento donde es capitán Antoñito, todo por el placer de estar juntos. ¡Como son parientes! Y como le quiere tanto, suele decir que aunque teniente, de buena gana le enseñaría a ser capitán. No se puede negar que tiene Miguel un alma excelente. Como el otro es un chico, no hay que dudar en que podría aprender algunas leccioncillas de su tío».



El efecto humorístico-satírico reside en la fusión de perspectivismo irónico -los comentarios de Niporesas- y exageración caricaturesca.

El procedimiento epistolar al servicio de la sátira costumbrista se prolonga en obras del tipo de las Cartas trascendentales escritas a un amigo de confianza, de José de Castro y Serrano, e incluso en las Cartas a mi tío, que Fernanflor (Isidoro Fernández Flórez) publicaba en El Imparcial.

El estudio de estos y otros aspectos del tema alargaría demasiado mis notas de hoy. Con ellas sólo he querido sugerir una posible interpretación de un sector de la literatura española. Los ejemplos elegidos -sobre todo los de Cadalso y Larra- casi permitirían plantear la existencia de una constante ideológica en la literatura española, bien perceptible en la generación del 98 y prolongada hasta nuestros días. Me refiero a ese problema, dramático, casi angustioso a veces, vivido por un buen número de españoles ilustres, que es el resultado de aspirar a una fusión de lo más puro y densamente tradicional, con aquello que la «modernidad» -sea la del XVIII o la del XX- ofrece como asimilable o injertable en lo español, sin detrimento de nuestra genuinidad. El perspectivismo que informa y da sentido a las Cartas marruecas de Cadalso, o a la literatura costumbrista de Larra y Mesonero Romanos, es, evidentemente, algo más que un recurso técnico o un resorte satírico. Es la inevitable expresión literaria de una mirada hecha de apasionado amor a España, pero escindida en ese amargo amor. Un amor que por ser crítico y exigente admite el desdoblamiento y hasta la pugna de perspectivas.

Emociona pensar que en ese repetido choque, en ese conflicto que es fruto de una dualidad de visión, hay siempre al fondo -desde la amargura o desde la esperanza- una anhelante y sincerísima busca de la verdad de España.





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