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Perucho y el capítulo XXVIII de Los Pazos de Ulloa, de Emilia Pardo Bazán

Ermitas Penas Varela





La autora de Los Pazos de Ulloa introduce este capítulo XXVIII en un momento crítico del desarrollo narrativo de la novela. La situación extrema de la vida de Nucha -abandonada y maltratada por su marido, además de obsesionada porque maten a su pequeña hija-, su propia neurosis, le hacen explotar en el XXVII. Resuelve huir de la casa solariega y pedir, para ello, ayuda a su único amigo, Julián. El joven sacerdote, en medio de una gran tensión y movido por su bondad, acepta, sin caer en la cuenta, dada su proverbial inocencia e ingenuidad, de las graves consecuencias que esa decisión puede reportarle. Sin embargo, el narrador, desde la sostenida ironía que mantiene hacia el curita, lo expresa claramente al final del capítulo XXVII. Allí se refiere a los preparativos para la «escapatoria» y a cómo ni la Virgen, ni San Antonio, ni San Miguel, pues la conversación tiene lugar en la capilla del pazo, -revelaban en sus rostros pintados de fresco el más leve enojo contra el capellán ocupado en combinar los preliminares de un rapto en toda regla, arrebatando una hija a su padre y una mujer a su legítimo dueño» (389)1.

El clímax a que se llega en este capítulo no se continúa en el siguiente, sino que doña Emilia lo rompe en su comienzo, notoriamente anticlimático. Pero no sólo este contraste de tonos, tan habitual, por otro lado, en el transcurso de la novela2, puede llamar la atención del lector sino que, ensanchando su horizonte de expectativas, el narrador se apresta no a continuar el esperado relato de los hechos centrados en la esposa de Moscoso y Julián, sino a presentar otros desconocidos.

Así, metanarrativamente, la voz narradora da cuenta de ello pero, además, del desplazamiento protagonístico que aquellos hechos sufren. No están desempeñados por Marcelino y el capellán, sino por el hijo ilegítimo del señor de los Pazos: «Al llegar aquí de la narración, es preciso acudir, para completarla, a las reminiscencias que grabaron para siempre en la imaginación del lindo rapazuelo, hijo de Sabel, los sucesos de la memorable mañana en que por última vez ayudó a misa al bonachón de don Julián» (390).

Sin duda, la escritora coruñesa debió sopesar las implicaciones textuales que suponía construir como lo hizo este capítulo XXVIII, cierre, por otra parte, del desenlace de la novela. Las numerosas correcciones a que lo somete para la segunda edición de las Obras completas, prueba la relevancia que le concedía. A analizar los móviles que llevaron a Pardo Bazán a elaborar el mencionado capítulo de forma tan llamativa en el conjunto de la novela, así como a sus principales rasgos en una magnífica plasmación escrita, se dedicarán las páginas siguientes.

Por las palabras citadas anteriormente, se anuncia al lector que conocerá nuevos aspectos del argumento de la novela gracias a las impresiones, guardadas en la memoria de Perucho, de esa mañana excepcional.

Una sucesión de recuerdos son relatados en tercera persona: su tristeza porque el capellán no le dio sus dos cuartos acostumbrados, la búsqueda de su abuelo para recuperarlos por otro conducto, su confesión de que el sacerdote y Marcelino estaban solos en la capilla y le habían despachado de allí, la salida apresurada del mayordomo hacia el interior de la casa, la renuncia a robar unos ochavos, la reclamación a Primitivo de los dos cuartos, la promesa de éste de que recibirá el doble si le va con el cuento al señorito, la rápida marcha, tras saberlo, de Moscoso hacia los Pazos, la nueva búsqueda del mayordomo para que cumpla con lo pactado, su contemplación del Tuerto de Castrodorna y del asesinato de su abuelo a manos de éste, el raudo regreso y la llegada al punto de partida, olvidada ya la deuda, el violento enfrentamiento verbal entre el marqués y Julián, en presencia de Nucha, la huida con la niña al hórreo y su desagradable despertar, obra del ama.

Se ha señalado cómo el hijo de Sabel no sólo protagoniza el capítulo XXVIII, sino cómo lo focaliza3. Aunque no enteramente, sí lo hace en tres situaciones fundamentales, trabadas entre sí por una suerte de ley de causalidad.

La primera, cuando el niño, tras pedirle los dos cuartos al abuelo en la cocina, no ve satisfecha su demanda pues Primitivo no le hace caso por estar hablando con su madre. La falta de atención del mayordomo determina que su nieto lo siga, y alcance, ante la promesa de una doble propina, a Moscoso.

Si Perucho logra cumplir el encargo es porque «pudo comprender» (393) que Sabel decía a su padre que el señorito había salido de madrugada para cazar y estaría cerca del camino de Cebre.

El asesinato de Primitivo es el segundo suceso que focaliza el niño, quien lo buscaba para cobrar lo acordado. El tercero, tiene lugar en la capilla, donde acude un impresionado Perucho, después de haber recorrido precipitadamente un largo camino. Allí presenciará la fuerte discusión entre el señorito y Julián, con Nucha como testigo.

Los recuerdos del chiquillo están enmarcados en un juego de tiempos verbales -«recordó años después y aun toda la vida» (396), «no olvidará nunca»- (404) que parecen abrir la acción de la novela hacia el futuro. Sin embargo, no adquieren ninguna relevancia estructural ni semántica en el relato4. Se deben, posiblemente, a que doña Emilia, que ya se traía entre manos la redacción de La Madre Naturaleza, donde la pareja formada por el hijo de Sabel y la hija de Marcelino adquieren un importante papel, pensase introducir estos acontecimientos traídos a la memoria de un ya joven Perucho5.

Algo parecido puede decirse de determinados verbos que el narrador atribuye al niño como si fuese informante de los hechos, lo cual reclamaría la existencia de un receptor o receptores. Así: «Aseguró Perucho después» (393), «él afirma que al poco rato» (394), «Asegura Perucho» (396).

Los dos sucesos violentos que focaliza el ilegítimo vástago de don Pedro siguen pautas narrativas diferentes. El asesinato de Primitivo es relatado con pormenor, desde que aquél oye y atisba al Tuerto. La escena de la capilla se configura, sin embargo, como un resumen o panorama. Narrada en un estilo ágil, obedece a la parcial y subjetiva mirada de un niño de pocos años. Se presentan al lector las actitudes de los tres personajes que la protagonizan: Nucha con los ojos cerrados, descolorida y temblorosa, el marqués vociferando con amenazas, y Julián espantado, suplicando y, luego, desafiante.

La voz narradora se encarga de subrayar la individualidad de la visión de Perucho: lo que decía Moscoso eran «cosas que no entendió» (397), sólo «comprendía a medias frases indignadas» (397) y terminó «sin saber la causa de alboroto semejante» (397). No puede negarse, por tanto, la coherencia entre la focalización de este desagradable suceso, que causa al niño «un asombro casi mayor que el de la catástrofe de su abuelo» (397) y su escritura.

Sin embargo, el procedimiento seguido por doña Emilia escamotea la conversación decisiva que enfrenta al señor de los Pazos con su capellán. Y esto ha sido considerado como algo peyorativo por parte de algún estudioso6. Sin embargo, la narración panorámica y fragmentaria del susodicho pasaje no deja de parecernos un acierto7. Varias razones de tipo compositivo, estilístico e interpretativo pueden corroborar semejante aseveración.

En primer lugar, de darse por extenso la disputa, el capítulo adquiriría una excesiva amplitud. Obviamente, supondría desplazar el protagonismo que Pardo Bazán, conscientemente, había concedido a Perucho. Por otro lado, sería casi inevitable que no desembocara en una trillada escena de folletín, de lo que la autora debía cuidarse, ya que otras conversaciones, esta vez entre Marcelino y el sacerdote, estaban próximas a él. Además, por la tensión que demandaría, la novela perdería fuerza y, lo que es peor, se le restaría sentido trágico que es lo que, en definitiva, persigue la escritora coruñesa.

Como se hace patente, en la primera parte de este capítulo XXVIII suceden dos hechos terribles. Y, aunque perece el gran antagonista de Julián, pervive la calumnia que él ha propagado. La reacción violenta del marqués ante ella provoca la segunda parte, ya que Perucho, que recuerda parecidos arrebatos de cólera de don Pedro, teme por la niña y se la lleva al hórreo.

Se inician, así, con un evidente tono anticlimático, unas páginas generalmente reconocidas como embrión de La Madre Naturaleza. El niño juega y entretiene a «la nené», pero cansado física y emocionalmente por tantos acontecimientos, se queda dormido. Tiene, entonces, una pesadilla premonitoria y provocada por los remordimientos del rapto de la niña, en la que lo ataca una enorme bestia. Resulta, ya despierto, ser el ama, quien le arrebata su preciado tesoro y su felicidad infantil.

A nadie se le escapa la habilidad con que doña Emilia funde, sin transición alguna, el mundo subconsciente del sueño con la realidad. Pero, además, la recurrencia aúna ésta con la fantasía del cuento relatado por Perucho a su jovencísima oyente, ya que el ama reencarna al malvado ogro. No obstante, al contrario que en la ficción, este momento de la existencia del niño está presidido por el mal y la tristeza, como prueba su «desesperado llanto» (404).

Tampoco debe pasar desapercibido a un lector atento la definitiva configuración, como personaje, del nieto de Primitivo en este capítulo. Hasta aquí, aparecía en diversos lugares del texto y era tratado de un modo ambivalente por el narrador, quien, unas veces, lo degradaba con una clara tendencia animalizadora, y, otras, lo ensalzaba comparándolo, por su belleza, a Cupido.

Dejado de la mano de Dios, al arbitrio de la naturaleza, el niño dedicaba su existencia a hacer mil diabluras. Ni siquiera Julián, entregado a su cuidado mediante el aseo y la iniciación a las primeras letras y la doctrina, había conseguido hacer bueno de él. Pero el nacimiento de la hija del señorito transforma su vida y, desde este momento, se la dedicará por entero hasta que, enterada Nucha de su origen, le prohíbe acercársele.

Desde el comienzo de este capítulo XXVIII, doña Emilia va dotando a Perucho de un conjunto de atributos relacionados, fundamentalmente, con su ánimo y conducta, que denotan la penetración de la autora de La cuestión palpitante en el alma infantil. El niño se muestra ágil, inquieto, observador y obstinado. Además, se queda absorto y asombrado ante las circunstancias, y padece angustia y miedo. Al asesinato de su abuelo reacciona como un autómata, recorriendo precipitadamente el camino de vuelta a los Pazos. Sin embargo, su actuación es diferente al contemplar lo que sucede en la capilla. Es una respuesta infantil por lo ingenua, pero fruto del razonamiento. Y, a partir de aquí, es cuando Perucho adquiere su perfil más elevado, que anticipa su carácter noble de La Madre Naturaleza. Se preocupa por la suerte de la niña, la protege, la divierte, la cuida y la mima con una enorme ternura. Es capaz de trasmitirle el cariño que él nunca ha recibido.

Sorprende cómo Pardo Bazán, nada proclive a las ideas rousseaunianas del mito del buen salvaje, se deja llevar aquí, contraviniendo también la herencia naturalista y la presión del medio, por la simpatía hacia su criatura literaria8.

Desde diferentes aspectos, pues, el capítulo XXVIII de Los Pazos de Ulloa cobra una gran importancia. Sin duda, como se indicó antes, su arranque juega con las expectativas del lector, provocando su interés. Con ello la escritora coruñesa lleva a la práctica una de sus ideas más persistentes9. Pero también, la segunda parte, ubicada en el hórreo, no sólo contrasta con el tono de la primera, sino que, como apuntó M. Hemingway (1980:346), opone la feliz e inocente relación entre los niños a la desgraciada y poco edificante entre los mayores.

De otra parte, el cambio de localización y protagonismo tiene, además, una notable trascendencia a nivel interpretativo. Así, se incrementa la tragedia, al vislumbrarla el lector desde la óptica de Perucho, pero, todavía más, si se tiene en cuenta que es «un inocente el que inocentemente» (M. Mayoral, 1986:55) la provoca.

Ambas partes del capítulo se cierran con un final desgraciado, que las unifica, tanto para los niños como para los adultos, lo que trasmite un profundo pesimismo. Su autora lo impregna de la idea, arraigada en ella, de que «el dolor es inmanente a la condición humana» (N. Clèmessy, 1987:70).





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