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Pintura en Venecia

Gullón, Ricardo





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En la Bienal de Venecia estuvieron representados este año 26 países. Como en 1950, el gran premio de pintura (para extranjeros) le ha sido otorgado a un francés: Raúl Dufy, el casi inválido pintor, arrancado a la deformante tenaza del reuma articular, utilizando la recién descubierta cortisona. Mejoradísimo de su dolencia, Dufy ha vuelto a Francia, y de nuevo puede pintar.

El gran premio de escultura (también para extranjeros) recayó en Alexander Calder, audaz invencionero, de quien tanto puede elogiarse el talento creador como el humor depurado y vario. Calder es norteamericano de nación, mas su arte se inscribe con claro derecho en la línea avanzada de la escultura europea. Los móviles de Calder abrieron a la escultura vías luego ensanchadas por artistas como nuestro Ángel Ferrant, uno de los hombres más cercanos, espiritualmente, a la gran personalidad del americano.

Soslayaremos la cuestión de si los premios fueron atribuidos con justicia. Calder es, desde luego, uno de los representantes más autorizados de la escultura actual; uno de aquellos hombres que, no contentándose con repetir lo ya hecho, se aventuraron a intentar la creación de realidades plásticas en consonancia con el estado de espíritu predominante en nuestro tiempo. Dufy es pintor agradable, fino y espiritual; su delicadeza de pincel y un peculiar esprit muy francés impregnan sus cuadros de seducción y gracia. ¿Gran pintura? Yo diría que no. No como en Matisse, vencedor en 1950, ni como en Braque o Rouault, mejores cartas para ganar una partida lealmente jugada.

Mas nuestro lema, en la presente circunstancia, no consiste en analizar la decisión del Jurado, sino en plantear la cuestión de la participación española.

Este año se trabajó con más inteligencia, ponderación y cordura   —92→   que en el 50. La sustitución de Pérez Comendador por Lafuente Ferrari es un acierto, y no solamente por la mayor capacidad selectiva y comprensiva del segundo, sino por su aptitud para situarse en la realidad del arte universal, no coincidente con las realidades del arte «español», según se le entiende y practica en ciertos círculos académicos de este país.

El problema es fácil de plantear: ¿para qué vamos a Venecia? Seguramente para dar testimonio de la pujanza de nuestro arte. A conseguir un reconocimiento, una fe de vida y de presencia en las inquietudes de la plástica actual. Si tales inquietudes no transparecen, es lícito pensar que nuestros artistas se hallan fuera del tiempo presente, desconectados de las preocupaciones que dan fisonomía a la época.

El arte español frente al mundo está representado por ocho o diez nombres excelsos, presentes en la memoria de todos. Nombres del pasado, indiscutibles, y nombres del presente, discutidos, pero ya gloriosos. En la reciente coyuntura, nuestra selección se colocó bajo el patrocinio de Goya, medianamente representado en parva cosecha que no daba idea de su grandeza. Se exhibió un conjunto de esculturas de Mateo Hernández y obras de los artistas premiados en la Bienal Hispanoamericana de Madrid, encabezados por Benjamín Palencia. Figuraban obras de Caballero, Zabaleta y los jóvenes pintores de filiación renovadora.

La aportación española (que inexplicablemente llegó demasiado tarde para ser tenida en cuenta por el Jurado) fue superior a la del pasado certamen. Quizá para 1954 sea posible competir con posibilidades de éxito claro e incluso obtener alguno de los grandes premios. Y sin ánimo de adoctrinar a nadie, simplemente diciendo en voz alta algo que a muchos se les habrá ocurrido, me decido a preguntar: si de verdad conviene -y sin duda conviene- lograr un éxito en Venecia, ¿no será acertado llevar un conjunto de obras creadas desde un estado de espíritu que, para entendernos rápidamente, podríamos llamar «moderno»? Un conjunto de obras en consonancia con las conocidas preferencias del Jurado. No faltan nombres. Juan Gris para la retrospectiva; Miró y Palencia lanzados al gran premio de pintura; Ferrant, al de escultura...





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