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Pipá

Leopoldo Alas

—1→

Ya nadie se acuerda de él. Y sin embargo, tuvo un papel importante en la comedia humana, aunque sólo vivió doce años sobre el haz de la tierra. A los doce años muchos hombres han sido causa de horribles guerras intestinas, y son ungidos del Señor, y revelan en sus niñerías, al decir de las crónicas, las grandezas y hazañas de que serán autores en la mayor edad. Pipá, a no ser por mí, no tendría historiador; ni por él se armaron guerras, ni fue ungido sino de la desgracia. Con sus harapos a cuestas, con sus vicios precoces sobre el alma, y con su natural ingenio por —2→ toda gracia, amén de un poco de bondad innata que tenía muy adentro, fue Pipá un gran problema que nadie resolvió, porque pasó de esta vida sin que filósofo alguno de mayor cuantía posara sobre él los ojos.

Tuvo fama; la sociedad le temió y se armó contra él de su vindicta en forma de puntapié, suministrado por grosero polizonte o evangélico presbítero o zafio sacristán. Terror de beatas, escándalo de la policía, prevaricador perpetuo de los bandos y maneras convencionales, tuvo, con todo, razón sobre todos sus enemigos, y fue inconsciente apóstol de las ideas más puras de buen gobierno, siquiera la atmósfera viciada en que respiró la vida malease superficialmente sus instintos generosos.

Ello es que una tarde de invierno, precisamente la del domingo de Quincuagésima, Pipá, con las manos en los bolsillos, es decir, en el sitio propio de los bolsillos, de haberlos tenido sus pantalones, pero en fin con las manos dentro de aquellos dos agujeros, contemplaba cómo se pasa la vida y cómo caía la nieve silenciosa y triste sobre el sucio empedrado de la calle de los Extremeños, teatro habitual de las hazañas —3→ de Pipá en punto a sus intereses gastronómicos. Estaba pensando Pipá, muy dado a fantasías, que la nieve le hacía la cama, echándole para aquella noche escogida, una sábana muy limpia sobre el colchón berroqueño en que ordinariamente descansaba. Porque si bien Pipá estaba domiciliado, según los requisitos de la ley, en la morada de sus señores padres, era el rapaz amigo de recogerse tarde; y su madre, muy temprano, cerraba la puerta, porque el amo de la casa era un borracho perdido que si quedaba fuera no tenía ocasión para suministrar a la digna madre de familia el pie de paliza que era de fórmula, cuando el calor del hogar acogía al sacerdote del templo doméstico. Padre e hijo dormían, en suma, fuera de casa las más de las noches; el primero tal vez en la cárcel, el segundo donde le anochecía, y solía para él anochecer muy tarde y en mitad del arroyo. No por esto se tenía Pipá por desgraciado, antes le parecía muy natural, porque era signo de su emancipación prematura, de que él estaba muy orgulloso. Con lo que no podía conformarse era con pasar todo el domingo de Carnaval sin dar una —4→ broma, sin vestirse (que buena falta le hacía) y dar que sentir a cualquier individuo, miembro de alguna de las Instituciones sus naturales enemigas, la Iglesia y el Estado. Ya era tarde, cerca de las cuatro, y como el tiempo era malo iba a oscurecerse todo muy pronto. La ciudad parecía muerta, no había máscaras, ni había ruido, ni mazas, ni pellas de nieve; Pipá estaba indignado con tanta indiferencia y apatía. ¿Dónde estaba la gente? ¿Por qué no acudían a rendirle el homenaje debido a sus travesuras? ¿No tenía él derecho de embromar, desde el zapatero al rey, a todos los transeúntes? Pero no había transeúntes. Le tenían miedo: se encastillaban en sus casas respectivas al amor de la lumbre, por no encontrarse con Pipá, su víctima de todo el año, su azote en los momentos breves de venganza que el Carnaval le ofrecía. Además, Pipá no tenía fuego a que calentarse; iba a quedarse como un témpano si permanecía tieso y quieto por más tiempo. Si pasara alma humana, Pipá arrojaría al susuncordia (que él entendía ser el gobernador) un buen montón de nieve, por gusto, por calentarse las manos; porque —5→ Pipá creía que la nieve calienta las manos a fuerza de frío. Lo que él quería, lo que él necesitaba era motivo para huir de alguna fuerza mayor, para correr y calentar los pies con este ejercicio. Pero nada, no había policías, no había nada. No teniendo a quien molestar decidió atormentarse a sí mismo. Colocó una gran piedra entre la nieve, anduvo hacia atrás y con los ojos cerrados desde alguna distancia y fue a tropezar contra el canto: abriendo los brazos cayó sobre la blanca sábana. Aquello era deshacer la cama. Como dos minutos permaneció el pillete sin mover pie ni mano, tendido en cruz sobre la nieve como si estuviera muerto. Luego, con grandes precauciones, para no estropear el vaciado, se levantó y contempló sonriente su obra: había hecho un Cristo soberbio; un Cristo muy chiquitín, porque Pipá, puesto que tuviera doce años, medía la estatura ordinaria a los ocho.

-Anda tú, arrastrao -gritó desde lejos la señora Sofía, lavandera-; anda tú, que así no hay ropa que baste para vosotros; anda, que si tu madre te viera, mejor sopapo...

—6→

Pipá se irguió. ¡La señora Sofía! ¿Pues no había olvidado que estaba allí tan cerca aquella víctima propiciatoria? Como un lobo que en el monte nevado distinguiese entre lo blanco el vellón de una descarriada oveja, así Pipá sintió entre los dientes correr una humedad dulce, al ver una broma pesada tan a la mano, como caída del cielo. Todo lo tramó bien pronto, mientras contestaba a la conminación de la vieja sin una sola palabra, con un gesto de soberano desprecio que consistía en guiñar los ojos alternativamente, apretar y extender la boca enseñando la punta de la lengua por uno de los extremos.

Después, con paso lento y actitud humilde, se acercó a la señora Sofía, y cuando estaba muy cerca se sacudió como un perro de lanas, dejando sobre la entrometida lavandera la nieve que él había levantado consigo del santo suelo.

Llevaba la comadre en una cesta muy ancha varias enaguas, muy limpias y almidonadas, con puntilla fina para el guardapiés: con la indignación vino de la cabeza a la tierra la cesta, que se deshizo de la carga, rodando todo sobre la nieve. Pipá, —7→ rápido, como César, en sus operaciones, cogió las más limpias y bordadas con más primor entre todas las enaguas y vistiéndoselas como pudo, ya puesto en salvo, huyó por la calle de los Extremeños arriba, que era una cuesta y larga.

El señor Benito, el dotor, del comercio de libros viejos, tenía su establecimiento, único en la clase de toda la ciudad, en lo más empinado de la calle de Extremeños. Mientras la señora Sofía, su digna esposa, gritaba allá abajo, tan lejos, que el marido sólo por un milagro de acústica pudiera oír sus justas quejas, Pipá silencioso, y con el respeto que merecen el santuario de la ciencia y las meditaciones del sabio, se aproximaba, ya dentro de la tienda, al vetusto sillón de cuero en que, aprisionada la enorme panza, descansaba el ilustre dotor y digería, con el último yantar, la no muy clara doctrina de un infolio que tenía entre los brazos. Leía sin cesar el inteligente librero de viejo, y eran todas las disciplinas buenas y corrientes para su enciclopédica mollera; el orden de sus lecturas no era otro sino el que la casualidad prescribía; o mejor que la casualidad, que dicen —8→ los estadistas que no existe, regía el método y marcha de aquellas lecturas el determinismo económico de las clases de tropa, estudiantil y demás gente ordinaria. A fines de mes solía empapar su espíritu el Sr. Benito, del comercio de libros, en las páginas del Colón, «Ordenanzas militares», que dejaba en su poder, como la oveja el vellón en las zarzas del camino, algún capitán en estado de reemplazo. Pero lo más común y trillado era el trivio y el cuadrivio, es decir que los estudiantes, de bachiller abajo, suministraban al dotor el pasto espiritual ordinario; y era de admirar la atención con que abismaba sus facultades intelectuales, que algunas tendría, en la Aritmética de Cardín, la Geografía de Palacios y otros portentos de la sabiduría humana. El dotor leía con anteojos, no por présbita, sino porque las letras que él entendiera habían de ser como puños, y así se las fingían los cristales de aumento. Mascaba lo que leía y leía a media voz, como se reza en la iglesia a coro; porque no oyéndolo, no entendía lo que estaba escrito. Finalmente, para pasar las hojas recurría a la vía húmeda, quiero decir, que —9→ las pasaba con los dedos mojados en saliva. No por esto dejaba de tener bien sentada su fama de sabio, que él, con mucho arte, sabía mantener íntegra, a fuerza de hablar poco y mesurado y siempre por sentencias, que ora se le ocurrían, ora las tomaba de algún sabio de la antigüedad; y alguna vez se le oyó citar a Séneca con motivo de las excelencias del mero, preferible a la merluza, a pesar de las espinas.

Pero lo que había coronado el edificio de su reputación, había sido la prueba fehaciente de un libro muy grande, donde, aunque parezca mentira, veía, el que sabía leer, impreso con todas sus letras el nombre del dotor Benito Gutiérrez, en una nota marginal, que decía al pie de la letra: «Topamos por nuestra ventura con el precioso monumento de que se habla en el texto, al revolver papeles viejos en la tienda de don Benito Gutiérrez, del comercio de libros, celoso acaparador de todos los in-folios y cucuruchos de papel que ha o le ponen a la mano».

Sabía Pipá todo esto, y reconocía, como el primero, la autenticidad de toda aquella sabiduría, mas no por eso dejaba de tener —10→ al Sr. Benito por un tonto de capirote, capaz de tragarlas más grandes que la catedral; que entre ser bobo y muy leído no había para el redomado pillete una absoluta incompatibilidad. Tanta lectura no había servido al dotor para salir de pobre, ni de su esposa Sofía, calamidad más calamitosa que la miseria misma, y juzgaba Pipá algo abstracta aquella ciencia, aunque no la llamase de este modo ni de otro alguno. Y ahora advierto que estas y otras muchas cosas que pensaba Pipá las pensaba sin palabras, porque no conocía las correspondientes del idioma, ni le hacían falta para sus conceptos y juicios; digan lo que quieran en contrario algunos trasnochados psicólogos.

El dotor notó la presencia de Pipá porque este se la anunció con un pisotón sobre el pie gotoso. -¡Maldito seas! -gritó el Merlín de la calle de Extremeños. -Amén, y mal rayo me parta si fue adrede -respondió el granuja pasándose la mano por las narices en señal de contrición. -¿Qué buscas aquí, maldito de cocer? -La señora Sofía, ¿no está? -y al decir esto, se acordó de las enaguas que traía puestas —11→ y que podían denunciarle. Pero, no; el Sr. Benito era demasiado sabio para echar de ver unas enaguas.

-No señor, no está; ¿qué tenemos?

-Pues si no está, tenemos que era ella la que estaba a la vera del río lavando; vamos a ver dotor, ¿cómo se dice lavando, en latín? -¿Eh?, lavando, lavando... gerundio... ¿en latín?, pues en latín se dice... pero y ¿qué tenemos con que estuviera lavando a la orilla del río?... ¡Eh!, ¿qué tocas ahí?, deja ese libro, maldito, o te rompo la cabeza con este Cavalario. -Esto es de medicina, ¿verdá, Sr. Benito? -Sí, señor, de medicina es el libro, y ya me llevo leída la mitad. -Pues sí señor, estaba lavando y habla que te hablarás... ¿cómo se dice carabinero en franchute?, porque era un carabinero el que hablaba con la señora Sofía, y sobre si se lava o no se lava en día de fiesta... ¡Ay, qué bonito, dotor!, ¿esta es una calavera, verdá?

-Sí, Pipá, una calavera... de un individuo difunto... ¿qué entiendes tú de eso? -Está bien pintá: ¿me la da V., señor Benito? -A ver si te quitas de ahí. ¡Un carabinero! -Sí, señor, un carabinero.

—12→

Pipá sabía más de lo que a sus años suelen saber los muchachos de las picardías del mundo y de las flaquezas femeninas especialmente, pues por su propia insignificancia había podido ser testigo y a veces actor de muchas prevaricaciones de esas que se ven, pero no andan por los libros comúnmente, ni casi nunca, en boca de nadie. Sabía Pipá que la señora Sofía era ardentísima partidaria del proteccionismo y las rentas estancadas, y muy particularmente del cuerpo de carabineros, natural protector de todos estos privilegios: sabía también el pillete que el señor Benito, magüer fuese un sabio, era muy celoso; no porque entendiera Pipá de celos, sino que sabía de ellos por los resultados, y asociaba la idea de carabinero a la de paliza suministrada por Gutiérrez a su media naranja. El dotor se puso como pudo, en pie, fue hacia la puerta, miró hacia la parte por donde la señora Sofía debía venir y se olvidó del granuja. Era lo que Pipá quería. Había formado un plan: un traje completo de difunto. Las enaguas parecíale a él que eran una excelente mortaja, sobre todo, si se añadía un sayo de los que había colgados como ex-votos en el —13→ altar de El Cristo Negro en la parroquia de Santa María, sayos que eran verdaderas mortajas que allí había colgado la fe de algunos redivivos. Pero faltaba lo principal, aun suponiendo que Pipá fuese capaz de coger del altar un sayo de aquellos: faltaba la careta. Y le pareció, porque tenía muy viva imaginación, que aquella calavera pintada podía venirle de perlas, haciéndole dos agujeros al papel de marquilla en la parte de los ojos, otro con la lengua a fuerza de mojarlo, en el lugar de la boca, y dos al margen para sujetarlo con un hilo al cogote. Y pensado y hecho -¡Ras!- Pipá rasgó la lámina, y antes de que al ruido pudiera volver la cabeza el doctor, por entre las piernas se le escapó Pipá, que sujetando como pudo el papel contra la cara mientras corría, se encaminó a la iglesia parroquial donde había de completar su traje. Pero aquella empresa era temeraria. El primer enemigo con que había de topar era Maripujos, el cancerbero de Santa María, una vieja tullida que aborrecía a Pipá, con la misma furia con que un papista puede aborrecer a un hereje. Allí estaba, en el pórtico de Santa María, acurrucada, —14→ hecha una pelota, casi tendida sobre el santo suelo, con un cepillo de ánimas sobre el regazo haraposo y una muleta en la mano: en cuanto vio a Pipá cerca, la vieja probó a incorporarse, como apercibiéndose a un combate inevitable, y además exigido por su religiosidad sin tacha. Hay que recordar que Pipá iba a la iglesia en traje poco decoroso: con unas enaguas arrastrando, salpicadas de mil inmundicias, con una careta de papel de marquilla que representaba, bien o mal, la cabeza de un esqueleto, no se puede, no se debe a lo menos penetrar en el templo. Si se debía o no, Pipá no lo discutía; de poder o no poder era de lo que se trataba.

El plan del pillete, para ser cumplido en todas sus partes, exigía penetrar en la iglesia; tenía que completar el traje de fantasía que su ingenio y la casualidad le habían sugerido, y esto sólo era posible llegando hasta la capilla de El Cristo Negro. Maripujos era un obstáculo, un obstáculo serio; no por la débil resistencia que pudiese oponer, sino por el escándalo que podía dar: el caso era despachar pronto, hacer que el escándalo inevitable fuese posterior —15→ al cumplimiento de los designios irrevocables del profano.

Cinco gradas de piedra le separaban del pórtico y de la bruja: no pasaba nadie; nadie entraba ni salía. Pipá escupió con fuerza por el colmillo. Era como decir: Alea jacta est. Con voz contrahecha, para animarse al combate, cantó, mirando a la bruja con ojos de furia por los agujeros de la calavera:

    Maripujitos no me conoces,

Maripujitos no tires coces;

no me conoces, Maripujita,

no tires coces, que estás cojita.



Pipá improvisaba en las grandes ocasiones, por más que de ordinario despreciase, como Platón, a los poetas; no así a los músicos, que estimaba casi tanto como a los danzantes.

Maripujitos, en efecto, como indicaba la copla, daba patadas al aire, apoyadas las manos en sendas muletas.

Como los pies, movía la lengua, que decía de Pipá todas las perrerías y calumnias que solemos ver en determinados documentos que tienen por objeto algo parecido a lo que se proponía Maripujos.

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Era sin duda calumniarle llamar a Pipá hereje, borrachón, hi de tal (aunque esto último, como a Sancho, le honraba, porque tenía Pipá algo de Brigham Young en el fondo). No era Pipá hereje, porque no se había separado de la Iglesia ni de su doctrina, como sucede a tantos y tantos filósofos que no se han separado tampoco. Pipá no era borrachón... era borrachín, porque ni su edad, ni lo somero del vicio merecían el aumentativo. Bebía aguardiente porque se lo daban los zagales, los de la tralla, que eran, como ya veremos, los únicos soberanos y legisladores que por admiración y respeto acataba el indomable Pipá, aspirante a delantero en sus mejores tiempos, cuando no le dominaba el vicio de la holganza y de la flanerie.

Sobre lo que fuera su madre, Pipá no discutía, y él era el primero en lamentarse de los desvíos de su padre, que en los raros momentos de lucidez se entregaba al demonio de la duda en punto a la legitimidad de su unigénito, que acaso ni sería unigénito, ni suyo.

Quedarían pues todos los argumentos y apóstrofes de Maripujos vencidos, si Pipá —17→ hubiese querido contestar en forma; pero mejor político que muchos gobiernos liberales, el granuja de la calle de Extremeños prefirió dar la callada por respuesta y acometer la toma del templo mientras la guardia vociferaba.

Mas ¡oh contratiempo!, ¡oh fatalidad! De pronto, se le presentó un refuerzo en la figura del monaguillo a la Euménide del pórtico. Era Celedonio. El enemigo mortal de Pipá: el Wellington de aquel Napoleón, el Escipión de aquel Aníbal, pero sin la grandeza de Escipión, ni la bonhomie de Wellington. Era en suma, otro pillo famoso, pero que había tenido el acierto de colocarse del lado de la sociedad: era el protegido de las beatas y el soplón de los policías; la Iglesia y el Estado tenían en Celedonio un servidor fiel por interés, por cálculo, pero mañoso y servil.

¡Ah! Cuando Pipá tenía pesadillas en medio del arroyo, en la alta noche, soñaba que Celedonio caía como una granizada sobre su cuerpo, y le metía hasta los huesos uñas y alfileres; y era que el frío, o la lluvia, o el granizo, o la nieve le penetraba en el tuétano; porque en realidad Celedonio —18→ nunca había podido más que Pipá; siempre este, en sus luchas frecuentes, había caído encima como don Pedro, aunque a menudo algún Beltrán Duguesclin, correligionario de Celedonio, venía a poner lo de arriba abajo ayudando a su señor.

Estas y otras felonías, a más del instintivo desprecio y antipatía, causaban en el ánimo de Pipá, generoso de suyo, vértigos de ira, y le hacían cruel, implacable en sus vendettas. Si Pipá y Celedonio se encontraban por azar en lugar extraviado, ya se sabe, Celedonio huía como una liebre y Pipá le daba caza como un galgo; magullábale sin compasión, y valga la verdad, dejábale por muerto; aunque muchas veces, cuando los agravios del ultramontano no eran recientes, prefería su enemigo a los golpes contundentes la burla y la befa que humillan y duelen en el orgullo.

Celedonio miró a Pipá que estaba allá abajo, en la calle, y aunque se creyó seguro en su castillo, en el lugar sagrado, sintió que los pelos se le ponían de punta. Conoció a Pipá por avisos del miedo, porque, parte por el disfraz, parte por lo oscuro que se quedaba el día, no podía distinguirle; —19→ poco antes lo mismo había sucedido a Maripujos.

-Ven acá, ángel de Dios -gritó la bruja envalentonada con el refuerzo-; ven acá y aplasta a ese sapo que quiere entrar en la casa del Señor con sus picardías y sus trapajos a cuestas. ¡Arrímale, San Miguel, arrímale y písale las tripas al diablo!

San Miguel se tentaba la ropa, que era talar y de bayeta de un rojo chillón y repugnante, y no se atrevía a pisarle las tripas al diablo; quería dar largas al asunto para esperar más gente. Agarrándose al cancel, por estar más seguro en el sagrado, escupió como un héroe, y no sin tino, sobre el sitiador audaz, que ciego de ira... Mas ahora conviene que nos detengamos a explicar y razonar las creencias religiosas y filosóficas de Pipá, en lo esencial por lo menos, antes de que algún fanático preocupado se apresure a desear la victoria al ángel del Señor, el mayor pillete de la provincia; siendo así que la merecía sin duda el hijo de Pingajos, que así llamaban a la señora madre de nuestro protagonista.

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Pipá era maniqueo. Creía en un diablo todopoderoso, que había llenado la ciudad de dolores, de castigos, de persecuciones; el mundo era de la fuerza, y la fuerza era mala enemiga: aquel dios o diablo unas veces se vestía de polizonte, y en las noches frías, húmedas, oscuras, aparecíasele a Pipá envuelto en ancho capote con negra capucha, cruzado de brazos, y alargaba un pie descomunal y le hería sin piedad, arrojándole del quicio de una puerta, del medio de la acera, de los soportales o de cualquier otro refugio al aire libre de los que la casualidad le daba al pillete por guarida de una noche. Otras veces el dios malo era su padre que volvía a casa borracho, su padre, cuyas caricias aún recordaba Pipá, porque cuando era él muy niño algunas le había hecho: cuando venía con la mona venía en rigor con el diablo; la mona era el diablo, era el dolor que hacía reír a los —21→ demás, y a Pipá y a su madre llorar y sufrir palizas, hambres, terrores, noches de insomnio, de escándalo y discordia. Otras veces el diablo era la bruja que se sienta a la puerta de la iglesia, y el sacristán que le arrojaba del templo, y el pillastre de más edad y más fuertes puños que sin motivo ni pretexto de razón le maltrataba; era el dios malo también el mancebo de la botica que para curarle al mísero pilluelo dolores de muelas, sin piedad le daba a beber un agua que le arrancaba las entrañas con el asco que le producía; era el demonio fuerte, en forma más cruda, pero menos odiosa, el terrible frío de las noches sin cama, el hambre de tantos días, la lluvia y la nieve; y era la forma más repugnante, más odiada de aquel espíritu del mal invencible, la sórdida miseria que se le pegaba al cuerpo, los parásitos de sus andrajos, las ratas del desván que era su casa; y por último, la burla, el desprecio, la indiferencia universal, especie de ambiente en que Pipá se movía, parecíanle leyes del mundo, naturales obstáculos de la ambición legítima del poder vivir. Todos sus conciudadanos maltrataban a Pipá siempre que podían, cada —22→ cual a su modo, según su carácter y sus facultades; pero todos indefectiblemente, como obedeciendo a una ley, como inspirados por el gran poder enemigo, incógnito, al cual Pipá ni daba un nombre siquiera, pero en el que sin cesar pensaba, figurándoselo en todas estas formas, y tan real como el dolor que de tantas maneras le hacía sentir un día y otro día.

También existía el dios bueno, pero este era más débil y aparecíase a Pipá menos veces. Del dios bueno recordaba el pillastre vagamente que le hablaba su madre cuando era él muy pequeño y dormía con ella; se llamaba papa-dios y tenía reservada una gran ración de confites para los niños buenos allá en el cielo; aquí en la tierra sólo comían los dulces los niños ricos, pero en cambio no los comerían en el cielo; allí serían para los niños pobres que fueran buenos. Pipá recordaba también que estas creencias que había admitido en un principio sin suficiente examen, se habían ido desvaneciendo con las contrariedades del mundo; pero en formas muy distintas había seguido sintiendo al dios bueno. Cuando en la misa de Gloria, el día de Pascua de —23→ Resurrección, sentía el placer de estar lavado y peinado, pues su madre, sin falta, en semejante día cuidaba con esmero del tocado del pillete; y sentía sobre su cuerpo el fresco lino de la camisa limpia; y en la catedral, al pie de un altar del crucero, tenía en la mano la resonante campanilla sujeta a una cadena como forzado al grillete; cuando oía los acordes del órgano, los cánticos de los niños de coro, y aspiraba el olor picante y dulce de las flores frescas, de las yerbas bien olientes esparcidas sobre el pavimento, y el olor del incienso, que subía en nubes a la bóveda; cuando allí, tranquilo, sin que el sacristán ni acólito de órdenes menores ni ínfimas se atreviese a coartarle su derecho a empuñar la campanilla, saboreaba el placer inmenso de esperar el instante, la señal que le decía: «Tañe, tañe, toca a vuelo, aturde al mundo, que ha resucitado Dios...» ¡ah!, entonces, en tan sublimes momentos, Pipá, hermoso como un ángel que sale de una crápula y con un solo aleteo por el aire puro, se regenera y purifica, con la nariz hinchada, la boca entreabierta, los ojos pasmados, soñadores, llenos de lágrimas, sentía los —24→ pasos del dios bueno, del dios de la alegría, del desorden, del ruido, de la confianza, de la orgía inocente... y tocaba, tocaba la campanilla del altar con frenesí, con el vértigo con que las bacantes agitaban los tirsos y hacían resonar los rústicos instrumentos. Por todo el templo el mismo campanilleo: ¡qué alegría para el pillastre! Él no se explicaba bien aquella irrupción de la pillería en la iglesia, en día semejante; no sabía cómo encontrar razones para la locura de aquellos sacristanes que en el resto del año (hecha excepción de los días de tinieblas) les arrojaban sistemáticamente de la casa de Dios a él y a los perros, y que en el día de Pascua le consentían a él y a los demás granujas interrumpir el majestuoso silencio de la iglesia con tamaño repique. «Esto -pensaba Pipá-, debe de ser que hoy vence el dios bueno, el dios alegre, el dios de los confites del cielo, al dios triste, regañón, oscuro y soso de los demás días»; y fuese lo que fuese, Pipá tocaba a gloria furioso; como, si hubiera llegado a viejo, en cualquier revolución hubiese tocado a rebato y hubiese prendido fuego al templo del dios triste, en nombre del dios alegre, del dios —25→ alborotador y bonachón y repartidor de dulces para los pobres.

Otra forma que solía tomar el dios compasivo, el dios dulce, era la música; en la guitarra y en la voz quejumbrosa y ronca del ciego de la calle de Extremeños y en la voz de la niña que le acompañaba, oía Pipá la dulcísima melodía con que canta el dios de que le habló su madre; sobre todo en la voz de la niña y en el bordón majestuoso y lento. ¡Cuántas horas de muchos días tristes y oscuros y lluviosos de invierno, mientras los transeúntes pasaban sin mirar siquiera al señor Pablo ni a la Pistañina, su nieta, Pipá permanecía en pie, con las manos en el lugar que debieran ocupar los bolsillos de los pantalones, la gorra sin visera echada hacia la nuca, saboreando aquella armonía inenarrable de los ayes del bordón y de la voz flautada, temblorosa y penetrante de la Pistañina! ¡Qué serio se ponía Pipá oyendo aquella música! Olvidábase de sus picardías, de sus bromas pesadas y del papel de bufón público que ordinariamente desempeñaba por una especie de pacto tácito con la ciudad entera. Iba a oír a la Pistañina como Triboulet —26→ iba a ver a su hija; allí los cascabeles callaban, perdían sus lenguas de metal, y sonaba el cascabel que el bufón lleva dentro del pecho, el latir de su corazón. Pipá veía en la Pistañina y en Pablo el ciego, cuando tañían y cantaban, encarnaciones del dios bueno, pero ahora no vencedor, sino vencido, débil y triste; llegábanle al alma aquellos cantares, y su monótono ritmo, lento y suave, era como arrullo de la cuna, de aquella cuna de que la precocidad de la miseria había arrojado tan pronto a Pipá para hacerle correr las aventuras del mundo.

Dejábamos a Pipá, cuando interrumpí mi relato para examinar sus creencias a la ligera, en el acto solemne de disponerse a atacar la fortaleza de la Casa de Dios, que defendían la bruja Pujitos y el monaguillo, y más que monaguillo pillastre, Celedonio. Sucedió, pues, que Celedonio, bien agarrado al cancel, arrojaba las inmundicias de su cuerpo sobre Pipá, que desde la calle —27→ sufría el desprecio con la esperanza de una pronta y terrible venganza. Maripujos daba palos al pavimento, porque a Pipá no llegaba la jurisdicción de sus muletas.

Miró Pipá en derredor: la plaza estaba desierta.

Nevaba. Empezaba a oscurecer. Era, como César, rápido en la ejecución de sus planes el pillete, y viendo que el tiempo volaba, arremetió de pronto, como acomete el toro, gacha la cabeza. Subió los escalones, extendió el brazo, y cogiendo al monaguillo por la fingida púrpura de la talar vestimenta, arrancole del sagrado a que se acogía y le hizo rodar buen trecho fuera de la iglesia, por el santo suelo. Arrojose encima como fiera sobre la presa, y vengando en Celedonio todas las injurias que el mundo le hacía, con pies, manos y dientes diole martirio, pisándole, golpeándole con los puños cerrados y clavando en sus carnes los dientes cuando el furor crecía.

Poco tardó el monaguillo en abandonar la defensa: exánime yacía; y entonces atreviose Pipá a despojarle de sus atributos eclesiásticos; vistióselos él como pudo, y despojándose de la careta que guardó entre —28→ las ropas, entró en la iglesia, venciendo sin más que un puntapié la débil resistencia que la impedida Maripujos quiso oponerle.

Dentro del templo ya era como de noche: pocas lámparas brillaban aquí y allá sin interrumpir más que en un punto las sombras. Parecía desierto. Pipá avanzó, con cierto recelo, por la crujía de las capillas de la izquierda. No había devotas en la primera ni en la segunda. Al llegar a la del Cristo Negro como llamaba el pueblo al crucifijo de tamaño natural que estaba sobre el altar, Pipá se detuvo. Allí era. A un lado y otro del Cristo, colgados de la abundante y robusta vegetación de madera pintada de oro que formaba el retablo, había infinidad de ex-votos; brazos, piernas y cabezas de ángeles de cera amarilla, muletas y otros atributos de las lacerias humanas, y además algunas mortajas de tosca tela negra con ribetes blancos.

Valga la verdad, Pipá, olvidando por un instante que todos los cultos merecen respeto, de un brinco se puso en pie sobre el altar, descolgó una mortaja, y encima de su ropa de monaguillo, vistiósela con —29→ cierta coquetería, sin pensar ya en el peligro, entregado todo el espíritu a la novedad del sacrilegio. Cuando ya estuvo vestido de muerto volvió a acomodar sobre el rostro la careta de papel de marquilla que él creía figuraba perfectamente las facciones de un esqueleto; y ya iba a saltar del profanado tabernáculo, cuando oyó pasos y ruido de faldas que se aproximaban. Era una beata que venía a rezar una especie de última hora a los pies del Cristo Negro. Pipá procuró esconderse entre las sombras, apretando su diminuto cuerpo contra el retablo. Las oscilaciones de una luz que brillaba en una lámpara a lo lejos, a veces dejaban en lo oscuro la mortaja de Pipá, pero otras veces la iluminaban haciéndola destacarse en el fondo dorado de la madera. Pipá permaneció inmóvil. La beata, que era una pobre vieja, rezaba a sus pies, con la cabeza inclinada. No le veía. -Esperaré a que concluya -pensó Pipá. Buena determinación para llevada a cabo. Pero la vieja no concluía; el rezo se complicaba, todas las oraciones tenían coronilla, y de una en otra amenazaban convertirse en la oración perpetua.

—30→

El pillastre no podía estarse ya quieto. Además, la noche se echaba encima y no iba a poder embromar a nadie. Se decidió a jugar el todo por el todo. Y dicho y hecho; con un soberbio brinco, saltó por encima de la vieja y con soberano estrépito cayó sobre la tarima, y en pie de súbito, corrió cuanto pudo hacia la puerta, y dejó el templo antes de que los gritos de la beata pusiesen en alarma a los pocos devotos que aún oraban, al sacristán y otros dependientes del culto. La vieja decía que había visto al diablo saltar sobre su cabeza. Celedonio juraba que era Pipá, y contaba el despojo de sus hábitos, y Maripujos sostenía que le había visto salir con una mortaja... Dejemos a los parroquianos de Santa María entregados a sus conjeturas, comentando el escándalo, y sigamos a nuestro pillete.

—31→

Los últimos trapos blancos habían caído sobre calles y tejados; el cielo quedaba sin nieve y empezaban a asomar entre las nubes tenues, como gasas, algunas estrellas y los cuernos de la luna. La plaza de López Dávalos estaba desierta. El jardinillo del centro sin más adornos que magros arbolillos desnudos de hojas y cubiertos los pelados ramos de nieve, se extiende delante de la gran fachada del Palacio de Híjar, de la marquesa viuda de Híjar. La plaza es larga y estrecha, y en ella desembocan varias callejuelas que tienen a los lados tapias de pardos adobes. Todo es soledad, nieve y silencio; y la luna corre detrás de las nubecillas, ora ocultándose y dejando la plaza oscura, ya apareciendo en un trecho de cielo todo azul e iluminando la blancura y sacando de sus copos burbujas de luz que parecen piedras preciosas. Una de las ventanas del piso bajo del Palacio está abierta. Detrás de las doradas rejas se ve —32→ un grupo que parece el que forman Jesús y María en La Virgen de la Silla; son la marquesa de Híjar, hermosa rubia de treinta años, y su hija Irene, ángel de cabellera de oro, de ojos grandes y azules, que apenas tendrá cuatro años. Irene sentada en el regazo de Julia, su madre, apoya la cabeza en su seno, y un brazo en el hombro; y con los dedos de muñeca juega con el brillante que adorna la bien torneada oreja de la viuda. La otra mano de Irene está apuntando con el dedo índice a la fugitiva luna; los ojos soñadores siguen la carrera del astro misterioso. Irene examina a su madre de astronomía. La marquesa, que sabe a punto fijo quién es la luna, y cuáles son las leyes de su movimiento, se guarda de contar a su hija estos pormenores prosaicos. La luna es una dama principal que tiene un gran palacio que es el cielo; aquella noche, que es noche de Carnaval en el cielo también, la luna da un gran baile a las estrellas. Las nubecillas que corren debajo son los velos, los encajes, las blondas que la luna está escogiendo para hacer un traje muy sutil, de vaporosas telas; porque el baile que da es de trajes, como el que —33→ Irene va a celebrar en su palacio, al cual acudirán a las nueve todos los niños y niñas de la ciudad que son sus amigos. Cuando Julia termina su fantástico relato de las maravillas del cielo, la niña permanece callada algún tiempo; mira a su madre y mira a la luna y brilla en sus ojos la expresión de mil dudas y preguntas. -Y las estrellas, ¿de qué van vestidas? -Van vestidas de magas, ¿no las ves?, manto negro con chispas de oro... -¿Y bailan en el aire? -Sí, en el aire, sobre las nubes. -¿Y cómo no se caen? -Porque tienen alas. -Yo quiero un traje con alas. -Yo te lo haré, vida mía. -¿De qué lo haremos?...-. Y la madre y la hija se entretienen en buscar tela para unas alas allá en su imaginación; que ambas la tienen muy despierta y fustigada con el silencio y la soledad de aquella noche dulce y serena.

Pero de pronto Irene hace un gracioso mohín, echa hacia atrás la cabeza, y salta en el regazo de su madre.

-¡Yo quiero máscaras, yo quiero máscaras! -grita la niña, volviendo a la realidad de su capricho de toda la tarde. -Pero monina mía, si ya es de noche, ¿cómo han —34→ de pasar máscaras? -Tú decías que hoy las había, y no he visto ninguna. ¡Yo quiero máscaras! -Esta noche las tendrás en casa. -Esas no son máscaras; yo quiero máscaras... ¡máscaras!...

En la imaginación de Irene, las máscaras eran cosa sobrenatural. Nunca las había visto, porque era aquel año el primero en que su conciencia se despertaba a esta clase de conceptos; recordaba vagamente haber sentido miedo, mucho miedo, no sabía si viendo o soñando con máscaras; este terror vago que le inspiraba el nombre de la cosa desconocida contribuía no poco al anhelo de aquella niña nerviosa y de gran fantasía, que quería ver máscaras aunque tuviese que huir de pavor al verlas.

Toda la tarde había pasado Julia en la ventana esperando que un transeúnte de los pocos que pasan por la plaza de López Dávalos, tuviera la humorada de venir disfrazado, para dar contento a su adorada Irene.

En vano esperaron, porque la misma tristeza y soledad de que Pipá se quejaba en la calle de Extremeños, reinaba en la plaza y en el jardinillo de López Dávalos. —35→ La marquesa recurrió al engaño de que se disfrazaran los criados y pasaran delante de la reja en que Irene aguardaba con febril ansiedad el advenimiento sobrenatural de las máscaras; pero ¡ay!, que la niña conoció a la chacha Antonia y a Lucas el cochero bajo los dominós de colcha que también reconoció su perspicacia. Fue peor el remedio que la enfermedad; Irene se puso furiosa; aquel engaño que minaba el palacio de sus fantásticas creaciones carnavalescas, la irritó hasta hacerla llorar media hora no escasa. Ya cerca del crepúsculo pasó una máscara efectiva... pero la niña no quiso reconocer su autenticidad. Aquello no era una máscara: era un famoso borracho de la ciudad que celebraba las carnestolendas con una borrachera mejorada en tercio y quinto y luciendo, ceñido al talle, un miriñaque de estera en toda su horrible desnudez. -¡Eso no es una máscara -gritó Irene-, ese es Ronquera! -y en efecto así llamaban al borracho.

Cuando salió la luna, el mal humor de Irene se distrajo un punto con las fábulas astronómicas de Julia... pero luego volvió la niña a su tema, al capricho de las máscaras; —36→ y volvía a llorar, y a dar pataditas en el suelo, ya del todo desprendida de los brazos de su madre.

Por fortuna, del próximo callejón de Ariza se destacó un bulto negro, pequeño, que con solemne paso y tañendo una campanilla se acercó a la ventana. Irene metió la cabeza entre las rejas, cesó en el llanto y se volvió toda ojos. -¡Una máscara! -exclamó estupefacta, llena de un terror que le daba un placer infinito. Julia la tenía en sus brazos y miraba también con inquietud al aparecido, que se diría procedente del Campo Santo, a juzgar por el traje que arrastraba, más que vestía.

Era Pipá con su disfraz de difunto, con su careta de calavera y su dominó-mortaja. La campanilla era de su propiedad. Pipá necesitaba un instrumento, porque ya he indicado que era eminentemente músico; todos costaban un dineral; pero un día en que había celebrado un concordato con el sacristán de Santa María, dando tregua al culturkampf, había obtenido, en cambio del servicio prestado, que fue llevar el Señor a la aldea con el párroco, una campanilla de desecho. Y esta era la que tocaba con —37→ majestuosa y terrible parsimonia, convencido de que con tal complemento la ciudad entera le había de tomar por un resucitado. Detrás de la careta Pipá se veía, con los ojos de la fantasía, como algo colosal por lo formidable, y estaba tentado a tenerse miedo a sí mismo; y un poco se tuvo cuando, ya de noche, se vio solo atravesando las oscuras callejuelas.

Al dar consigo en la plaza de López Dávalos, sintió inmensa alegría, porque vio a la mona del Palacio asomada a la reja del piso bajo, y se decidió a darle la broma más pesada que recibiera chiquilla de cuatro años. Con esa vaga intuición que tiene el artista en sus grandes obras, Pipá al acercarse a la ventana, comprendió lo grande del efecto, de la fascinación que su presencia iba a producir en Irene. Acercose, pues, con paso cada vez más lento y majestuoso, y tocando su campanilla con el más ceremonioso aparato, con grandes pausas en el tocar, y levantando el brazo con rigidez absoluta.

Irene, fascinada por el terror y el encanto de lo sobrenatural, muda de curiosidad, tenía el alma toda en los ojos; su madre, —38→ por temor a interrumpir el encanto de la niña, callaba y esperaba el desenlace de aquella extraña escena. Todos callaban: hay momentos en que el silencio es el único lenguaje digno de las circunstancias. La luna, libre de velos, alumbraba con toda su luz el tremendo lance.

Ya llegaba Pipá a la reja; a cada paso creía que su tamaño aumentaba, pensaba crecer y tocar las nubes. Sin sospechar que su rostro no se veía, dábale la más espantable expresión que podía, como si la careta fuese a tomar los mismos gestos y muecas.

Irene, al ver tan cerca la aparición escondió la cabeza en el regazo de su madre pero, enseguida, volvió a mirar sin acercarse a la reja, en la que ya asomaba la máscara de Pipá su figura de calavera. Y en aquel instante crítico, el pillete, creyendo ya indispensable decir algo digno de la ocasión solemnísima, con toda la fuerza de sus robustos pulmones gritó, ahuecando la voz cuanto pudo: -¡Mooo! ¡Moo! ¡Moo! -por tres veces.

Irene lanzó un estridente chillido, pero al punto se contuvo; prefirió temblar de —39→ terror a prescindir del encanto que la tenía fascinada. Se había puesto palidilla y trémula. -¡Que no, que no se vaya! -dijo a su madre, que, asustada al ver en tal estado a la niña, apostrofaba a Pipá enérgicamente y le amenazaba con la escoba de los criados.

Pipá sufrió un desencanto. ¿Cómo?, ¡a un muerto, a un resucitado, a un pantasma se le amenazaba con escobazos lacayunos...!

Pero no prevaleció lo de la escoba, porque la voluntad de Irene se interpuso, reclamando nuevos alaridos a la máscara.

-¡Moo! ¡Moo! -repitió Pipá, alentado con el buen éxito.

-¡Que entre la máscara! -dijo entonces Irene, que se iba familiarizando con el terror y lo sobrenatural. A Pipá no le pareció bien la idea de convertirse en fantasma manso; aquellas transacciones las creía indignas de su categoría de aparecido. Así que, al ver a Lucas el cochero que se le acercaba ofreciéndole franca entrada en el palacio, sin manifestar pizca de miedo ni de respeto, Pipá protestó con dos o tres coces que animaron más que ofendieron al criado; —40→ y quieras, que no quieras, sujeto por una oreja, tuvo que entrar el fantasma en el gabinete donde con ansia que le daba fiebre, esperaba Irene, refugiada en los brazos de su madre.

Era un camarín divino, como diría Echegaray o cualquier imitador suyo, aquel en cuyos umbrales se vio Pipá velis nolis. Pareciole el mismísimo cielo, porque todo lo vio azul y lleno de objetos para él completamente nuevos, y muy hermosos; la segunda impresión y la más fuerte fue la de aquel aire tibio y perfumado que ni en sueños había sospechado Pipá que existiera. ¡Qué dulce calor, qué excitantes cosquillas en el olfato, qué recreo para los ojos! ¿Qué mansión era aquella que sólo con entrar en su recinto el pobre pilluelo sentía desaparecer aquel constante entumecimiento de sus flacas carnes? ¡Librarse del frío por completo, por todos lados! Este era un lujo que Pipá ni se había figurado. ¡Y aquel pisar sobre tan blando! Allí había unos muebles con botones que debían de servir positivamente para sentarse, algo como bancos y sillas. Si los fantasmas se sentaran, Pipá, sin más ceremonia, hubiese gozado —41→ el placer de sentir bajo sí aquellas que adivinaba blanduras.

Aquella sí que debía ser la casa del Dios bueno. Irene, la mona del Palacio, que le contemplaba de hito en hito, cogida a las rodillas de su madre, preparada a refugiarse en el regazo a la menor señal de peligro, debía ser uno de aquellos niños que fueron pobres, que no comieron dulces en la tierra, pero que después de muertos el Dios bueno, Papá Dios, recoge en su seno y los harta de confituras. Pipá, gracias a su tremenda audacia, entraba, como Telémaco en el infierno, en la mansión celeste; entraba vivo, sin más que vestir el traje de difunto.

Él mismo empezó a creer en su calidad de aparecido.

-Entra, entra Pantasma -dijo la madre-, entra que Irene no te tiene ya miedo.

-¡Moo! -replicó Pipá, haciendo así su entrada en el gran mundo. Y dio algunos pasos sin abdicar de su carácter sobrenatural al que evidentemente debía su prestigio. Pipá estaba convencido de que, si le conocieran los criados le echarían del palacio a puntapiés. Sabía a qué atenerse en punto a su popularidad.

—42→

Cuando estuvo a dos pasos del grupo que le encantaba y que formaban madre e hija, Pipá sintió en el corazón una ternura impropia de un resucitado: se acordó de los brazos de su madre, cuando allá en la lejana infancia le acariciaba y le hablaba de los dulces del cielo. Pero su madre no era tan hermosa como esta. Si Pipá hubiera sido un creyente antojaríasele que era aquella la madre de Jesús. Pero el pobre pilluelo había aprendido a ser libre pensador en las prematuras enseñanzas de la vida; en su cerebro, tan dado a los sueños, nadie había sembrado esas hermosas ilusiones mitológicas que muchas veces dan fuerza bastante al hombre para sufrir las asperezas del camino. Toda su mitología se la había hecho él solo, sin más orígenes que los cuentos de su madre respecto a las recompensas confitadas del Papá Dios. Todo lo demás que Pipá sabía de metafísica era cosa suya, como ya hemos visto.

-¿Cómo te llamas? -preguntó Julia alargando una mano blanca y fina al espantado fantasma.

-¡Moo! -dijo Pipá, que de ningún modo quería que se le tomase por un cualquiera.

—43→

Y no correspondió al saludo.

-Se llama máscara -se atrevió a decir Irene, que iba tomando confianza. Al ver que la máscara tardaba tanto en comérsela, empezó a creer que las máscaras no comían a las niñas, y de una en otra vino a pensar, que en definitiva una máscara era una muñeca muy grande, de máquina, que hablaba y andaba sola, y que servía para divertir a los niños. Se le figuró, por fin, que Pipá había costado un dineral, que era una sorpresa que le había preparado su madre.

-Que se siente -añadió la mona con miedo todavía, con un acento que tenía algo de imperativo respecto de su madre, y de recelo y supersticioso respeto, en cuanto a la máscara de máquina.

-¡Que se siente!, ¡que se siente! -Mona quería probar el juego mecánico de Pipá; si podía doblar las piernas su valor aumentaba mucho.

Mas ¡ay!, que Pipá era de los que se rompen, pero no se doblan. -Los fantasmas no se sientan -estuvo por decir, pero toda explicación la juzgaba indigna de su categoría de muerto y dio la callada por respuesta.

—44→

-¿No tienes lengua, máscara? -preguntó Julia.

-¡Mooo! -rugió Pipá; y sacó la lengua por mitad de la húmeda cartulina que le servía de careta.

Irene estaba encantada. Pipá era el juguete más admirable que había tenido en su vida.

Grandes esfuerzos costó a la viuda satisfacer el deseo de su hija que se empeñó en que Pipá hablase, por lo mismo que a ella le parecía cosa imposible. Pero dádivas quebrantan peñas; Julia sacó dulces, frutas y mil golosinas que Pipá había visto a veces a través de los cristales en los escaparates de las confiterías, en esos grandes festines de vista que se dan los niños pobres cuando en Noche-Buena los roscones y ramilletes rebosan en los puestos de dulces, mientras los pobres pilluelos, con los desnudos pies entre el fango de la calle y la boca apretada contra el vidrio helado, se hacen unos a otros aquellas insidiosas preguntas: -¿Qué te comerías tú? -Yo aquella trucha de plata con ojos de cristal. -¿Te gustan las peladillas? -Sí, ¿y a ti? -También. -Pues, mira... como si no te —45→ gustasen.- Pipá recordaba que de esas orgías fantásticas había salido muchas veces escupiendo por el colmillo agua que se le venía a la boca. Y ahora tenía enfrente de sí, sin cristal en medio, al alcance de la mano, todos aquellos imposibles con azúcar que habían sido su primer amor al despertar de la infancia. Todo aquello se lo podía comer él, pero con una condición: tenía que hablar.

-Si nos dices cómo te llamas comes todos los dulces que quieras, ¿verdad, mona?

-Sí; y se guarda los demás -añadió Irene para mayor incentivo.

-¡Yo soy un difunto! -exclamó Pipá con la voz menos humana que pudo.

Julia contuvo una carcajada para no destruir el encanto de Irene.

-¿Y cómo te llamas, difunto?

-Pipá -replicó el pillete, echando mano a una caja de dulces, que creyó pertenecerle, cumplida su promesa de hablar. En caso de que su nombre despertara la indignación de los circunstantes, Pipá pensaba salir de allí con toda la dignidad posible y con la caja de dulces, que era suya, si lo tratado es tratado.

—46→

Pero el nombre de Pipá hizo el mejor efecto posible. La mona del palacio había oído hablar de él y de sus terribles hazañas; varias amiguitas suyas pronunciaban aquel nombre con terror, y para las niñas Pipá sonaba así como el Cid, Aquiles, Bayardo, para las personas mayores. Porque entre el bien y el mal, en cuestión de hazañas, no suelen distinguir los niños, y muchas veces tampoco los hombres: se ve que para muchos, tan grande hombre es Candelas como Fernán González, y Napoleón mucho más célebre que San Francisco de Asís.

Irene sintió que el fantasma crecía a sus ojos, tomaba proporciones de gigante, y la veneración que le tributaba aumentó mucho, y con ella las muestras de deferencia que la marquesa, esclava de su hija, tuvo que tributar al enmascarado.

Roto el silencio, la conversación fue animándose poco a poco, y aunque Pipá no renunció por completo al papel de ser sobrenatural que representaba, sin embargo, estuvo dignamente locuaz y comió muchos dulces y bebió no pocos tragos de licores deliciosos, que él no sabía que existiesen.

—47→

Irene llegó en su audacia hasta cogerle una mano al fantasma. La marquesa viuda de Híjar quiso que Pipá se despojase de la careta, pero ni la niña ni el fantasma lo consintieron. Tener aquel objeto de sublime horror casi bajo su dominio, aquella fiera domesticada, era el mayor placer imaginable para la niña de viva imaginación.

-¡Quiero que Pipá se quede al baile! -dijo con ese tono especial de los que saben que sus palabras son decretos.

Pipá aceptó gustoso. Ya estaba dispuesto a todo, y en cuanto al trasnochar, en él era costumbre arraigada.

Por más que yo quisiera que mi héroe fuese como el más fino y bien educado de cuantos héroes crearon el cantor de Carlos Grandisson o Mirecourt o el mismo Octavio Feuillet, no puedo, sin mentir, afirmar que Pipá estuvo todo lo comedido que debiera en el comer y en el beber. Valga la verdad: estuvo hasta grosero.

Porque no se contentó con tragar cuanto pudo, sino que hizo provisiones allá para el invierno, como dice Samaniego, llenando de confites de París los maltrechos bolsillos de la chaqueta, los que tenía —48→ el ropón de Celedonio y hasta en los pantalones quiso esconder dulces, pero como no tenían bolsillos, sino ventanas practicables los pantalones de Pipá, cayeron los dulces pantalón abajo rodando por las piernas hasta dar consigo en la alfombra. Este contratiempo, que hubiera desorientado a otro, Pipá lo vio sin más cuidado que el de recoger las desparramadas golosinas y acomodarlas donde pudo en siendo dentro de la jurisdicción de su indumentaria.

¿Conque un baile? -pensó Pipá-; veamos qué es eso.

Estaba poco menos que borracho y para él ya no había clases, ni rangos, ni convención social de ningún género. Así es que se dejó caer sobre una butaca sin pedir permiso, saboreando las delicias de su vida de difunto y la admiración, que no menguaba con la confianza, que sentía la mona con la presencia del Pipá soñado.

Llegó la hora en que Irene tuvo que ir a vestirse su traje de baile, de toda etiqueta, con cola muy larga, gran escote y guantes de ocho a diez botones.

Primero Irene tuvo el capricho de trocar este traje, natural en la señora de la casa, —49→ por una mortaja como la de Pipá. Julia se opuso, Irene insistió y Pipá tuvo que intervenir con el gran prestigio de su autoridad sobrehumana.

-¡Ay qué boba!, ¿crees tú que este traje se puede comprar? Muere y entonces tendrás uno. ¡Moo! ¡Moo!

-Bueno -replicó la mona convencida-, pues que venga Pipá a verme vestir.

-Improper -dijo la institutriz, que había venido a buscar a Irene para llevársela a su boudoir de angelillo.

Pipá no sabía inglés y no entendió lo que la institutriz alegaba para oponerse a tan justa reclamación.

Pero al fin venció la honestidad y Pipá quedó solo por algunos momentos en aquel gabinete azul, alumbrado por una luz muy parecida a la luna, pero más brillante, que alumbraba desde cerca del techo, colgada como las lámparas de Santa María.

En la soledad se entregó Pipá, sin pizca de vergüenza, a satisfacer la curiosidad del tacto, poniendo mano en todos aquellos muebles, manoseándolo todo con riesgo de romper los objetos delicados que sobre consolas y veladores había.

—50→

Su gran sorpresa fue la que le produjo el armario de espejo, devolviéndole a la espantada vista la imagen de aquel Pipá sobrenatural que él había ideado al buscar su extraña vestimenta.

Pipá contempló el Pipá de cuerpo entero que tenía enfrente, y volvió de súbito a toda la dignidad y parsimonia majestuosa que manifestara en un principio; porque la imagen que le ofrecía el azogue despertó su conciencia de fantasma. Indudablemente Irene tenía razón para tratarle con tanto respeto. Se reconoció imponente. Acercose al espejo, tocó casi con la nariz en el cristal, y tocó, sin casi, con la lengua; y aunque esto es también indigno de un héroe, y de cualquier persona formal, cuanto más de un aparecido, es lo cierto que Pipá estuvo lame que te lamerás el espejo; porque su contacto le refrescaba la lengua que tenía abrasada con el abuso de los licores.

-¡Moo! -dijo al fantasma que tenía enfrente, y gesticuló con el aparato de contorsiones que él creía más adecuado al lenguaje mímico del otro mundo.

En esta ocupación fantástica le encontró —51→ Irene cuando volvió hecha un brazo de mar, convertida en una muñeca como aquellas que la niña tenía y yacían por el suelo en posturas indecorosas y no todas en la perfecta integridad de su individuo.

Irene, en traje de baile, con el pelo empolvado, con la majestuosa cola, se creyó digna de Pipá, y tomándole la mano, le dijo solemnemente:

-Vamos, que el baile empieza. Ya están ahí los niños, no les digas que eres Pipá, porque echarán a correr y ¡adiós mi baile!

Pipá aceptó la mano de la muñeca, que no le llegaba al hombro, y eso que él no era buen mozo, como dejo dicho.

Y seguidos de Julia entraron en el salón de baile el fantasma y la señora que recibía.

Había terminado la fiesta. Pipá oía desvanecerse a lo lejos el ruido de los coches que devolvían a las familias respectivas todo aquel pequeño gran mundo en que el —52→ pillete de la calle de Extremeños había brillado por dos o tres horas. Irene le había tenido todo el tiempo a su lado; para él habían sido los mejores obsequios. De tanto señor vestido a la antigua española, de tantas damas con traje de corte que bien medirían tres cuartas y media de estatura, de tanto guerrero de deslumbrante armadura, de tanta aldeana de los Alpes, de tantos y tantos señores y señoras en miniatura, nadie había podido llamar la atención y el aprecio de la mona del Palacio consagrada en cuerpo y alma a su máscara, al fantasma que la tenía dominada por el terror y el misterio. Pipá había estado muy poco comunicativo. Cuando se llegó al bufet, repartió subrepticiamente algunos pellizcos entre algunos caballeros que se atrevieron a disputarle los mejores bocados y el honor lucrativo de acompañar a Irene. -¿Quién es esa máscara? ¿De qué viene vestido ese?-. A estas preguntas de los convidados, Irene sólo respondía diciendo: -¡Es mío, es mío!

Aunque Pipá no simpatizó con aquella gente menuda, cuya debilidad le parecía indigna de los ricos trajes que vestían, y —53→ más de las hermosas espadas que llevaban al cinto, sacó el partido que pudo de la fiesta, aprovechando el favor de la señora de la casa. Comió y bebió mucho, se hartó de manjares y licores que nunca había visto y se creyó en el cielo del Dios bueno, al pasear triunfante al lado de Irene por aquellos estrados, cuyo lujo le parecía muy conforme con los sueños de su fantasía, cuando oyera contar cuentos de palacios encantados, de esos que hay debajo de tierra y cuya puerta es una mata de lechugas que deja descubierta la entrada a la consigna de: ¡ábrete Sésamo!

Concluido el baile, Irene yacía en su lecho de pluma, fatigada y soñolienta, acompañada de Pipá y de la marquesa. Julia, inclinada sobre la cabecera hablaba en voz baja, casi al oído de la niña. Pipá del otro lado del lecho, vestido aún con el fúnebre traje de amortajado, tenía entre sus manos una diminuta y blanca de la mona, que, hasta dormir, quería estar acompañada de su muñeco de movimiento. No habría consentido Irene en acostarse sino previa la promesa solemne de que Pipá no saldría de su casa aquella noche, dormiría cerca de —54→ su alcoba y vendría muy temprano a despertarla para jugar juntos al día siguiente y todos los días en adelante. La marquesa, previo el consentimiento de Pipá, prometió lo que Irene pedía, y con estas condiciones se metió la niña en el lecho de ébano con pabellón blanco y rosa. Pipá, en pie, se inclinaba discretamente sobre el grupo encantador que formaban las rubias cabezas mezclando sus rizos; Irene tenía los ojos fijos en el rostro de su madre, y su mirada tenía todo el misterio y toda la curiosidad mal satisfecha con que antes la vimos fija en la luna. Pipá miraba la cama del pabellón con ojos también soñadores. Julia contaba el cuento de dormir, que aquella noche había pedido Irene que fuese muy largo, muy largo, y muy lleno de peripecias y cosas de encanto. Los párpados de la niña que parecían dos pétalos de rosa se unían de vez en cuando, porque iba entrando ya Don Fernando, como llamaba la madre al sueño, sin que yo sepa el origen de este nombre de Morfeo. Pero el pillete, acostumbrado a trasnochar, más despierto con las emociones de aquella noche, y de veras interesado con la narración de Julia, oía —55→ sin pestañear, con la boca abierta; y aunque cazurro y socarrón y muy experimentado en la vida, niño al fin, abría el alma a los engaños de la fantasía y respiraba con delicia aquel aire de lo sobrenatural y maravilloso, natural alimento de las almas puras, jóvenes e inocentes.

El placer de oír cuentos era de los más intensos para Pipá; suspendiose en él toda la malicia de sus pocos pero asendereados años, y quedaba sólo dentro del cuerpo miserable su espíritu infantil, puro como el de la misma Irene. La fantasía de Pipá tenía más hambre que su estómago; Pipá apenas había tenido cuentos de dormir al lado de su cuna; esa semilla que deja el amor de las madres en el cerebro y en el corazón, no había sido sembrada en el alma de Pipá. Tenía doce años, sí, pero al lado de Irene y Julia, que gozaban el misterioso amor de la madre y el infante, era un pobre niño que gozaba con delicia de los efluvios de aquel cariño de la cuna, que no era suyo, y al que tenía derecho, porque los niños tienen derecho al regazo de la madre y él apenas había gozado de esta vida del regazo. De todo cuanto Pipá había —56→ visto en el palacio nada había despertado su envidia, pero ante aquel grupo de Julia e Irene besándose a la hora de dormirse el ángel de la cuna, Pipá se sintió sediento de dulzuras que veía gozar a otros, y hubiérase de buena gana arrojado en los brazos de la marquesa pidiéndole amor, caricias, cuentos para él. En el cuento de aquella noche había, por supuesto, bailes de máscaras celebrados en regiones encantadas, servían los refrescos las manos negras, que siempre hacen tales oficios en los palacios encantados, las mesas estaban llenas de riquísimos manjares, especialmente de aquellos que a Irene más le agradaban, y era lo más precioso del caso que los niños convidados podían comer a discreción y sin ella de todo, sin que les hiciese daño. Irene insinuó a su madre la necesidad de que Pipá anduviese también por aquellas regiones.

Y decía Julia: -Y había una niña muy rubia, muy rubia, y muy bonita, que se llamaba Irene -Irene sonreía y miraba a Pipá con cierto orgullo-, que iba vestida de señora de la corte de Luis XV, con un traje de color azul celeste... -¿Y con pendientes de diamantes? -Y con pendientes —57→ de diamantes. -¿Y había una máscara que se llamaba Pipá? -preguntaba Irene. -Y había un Pipá vestido de fantasma.- Aquí era Pipá el que sonreía satisfecho...

Después de ver pasar a los personajes del cuento por un sin número de peripecias, Irene se quedó dormida sin poder remediarlo. -Ya duerme -dijo la marquesa, que enfrascada en sus invenciones, que a ella misma la deleitaban más de lo que pudiera creer, no había sentido al principio que la niña estaba con los angelitos. Pipá volvió con tristeza a la realidad miserable. Suspiró y dejó caer blandamente la mano de nieve que tenía entre las suyas. -¿Verdad que es muy hermosa mi niña? -dijo Julia que se quedó mirando a Pipá con sonrisa de María Santísima, como la calificó el pillete para sus adentros. El amortajado miró a la marquesa y atreviéndose a más de lo que él pensara, en vez de contestar a la pregunta hizo esta otra: -¿Y qué más? -era la frase que acababa de aprender de labios de Irene; en aquella frase se pedía indirectamente que el cuento se prolongase.

—58→

Y Julia, llena de gracia, inflamada en dulcísima caridad, de esa que trae a los ojos lágrimas que deposita en el corazón Dios mismo para que nos apaguen la sed de amor en el desierto de la vida, Julia, digo, hizo que Pipá se sentara a sus pies, sobre su falda, y como si fuese un hijo suyo besole en la frente, que ya no tapaba la careta de calavera; y eran de ver los pardos ojos de Pipá, puros y llenos de visiones que los hacían serios, siguiendo allá en los espacios imaginarios las aventuras que contaba la marquesa.

¡Aquello sí que era el cielo! Pipá se creía ya gozando del Dios bueno, y para nada hubiera querido volver a la tierra, si no hubiera en ella... pero dejemos que él mismo lo diga.

Fue el caso que la marquesa, loca de imaginación en sus soledades, y sola se creía estando con Pipá, continuó el cuento de la manera más caprichosa. Aquel Pipá y aquella Irene del palacio encantado, crecían, ella se hacía una mujer hermosa, poco más o menos de las señas de su madre. -¿Más bonita que V.? -preguntaba Pipá dando con esto más placer a la marquesa —59→ del que él ni ella pensaban que pudiera dar tal pregunta. -Sí, mucho más bonita-. Y para pagar la galantería, Julia se figuraba que el Pipá hecho hombre era un gallardísimo mancebo, y procuraba que conservara aquellas facciones que en el pillastre eran anuncio de varonil belleza... ¡Qué extraña casualidad había juntado el espíritu y las miradas de aquellos dos seres que parecían llamados a no encontrarse jamás en la vida! La imaginación de Pipá, poderosa como ninguna, una vez excitada, intervino en el cuento y la narración se convirtió en diálogo. -Irene tiene castillos, y muchos guerreros que son criados -decía Julia. -Y Pipá -respondía el interesado- es un caballero que mató muchos moros, y le hacen rey...-. Y así estuvieron soñando más de media hora el pillastre y la marquesa. Mas ¡ay!, precisamente al llegar al punto culminante de la fábula, a la boda de la castellana Irene y del rey Pipá, este interrumpió el soñar, hizo un mohín, se puso en pie y dijo con voz un poco ronca, truhanesca, y escupiendo, como solía, por el colmillo:

—60→

-Yo no quiero ser rey, voy a ser de la tralla.

-¡De la tralla! -Sí, zagal de la diligencia grande de Castilla. -Pero hombre, entonces no vas a poder casarte con Irene. -Yo quiero casarme con la Pistañina. -¿Quién es la Pistañina? -La hija del ciego de la calle de Extremeños. Esa es mi novia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Era media noche. Ni una nube quedaba en el cielo. La luna había despedido a sus convidados y sola se paseaba por su palacio del cielo, vestida todavía con las galas de su luz postiza.

Pipá velaba en el lecho que se había improvisado para él cerca del que solía servir al cochero. Pero aquella noche la gente del servicio, sin permiso del ama, había salido a correr aventuras. El cochero y otros dos mozos habían dejado el —61→ tranquilo palacio y la puerta imprudentemente entornada. Pipá, que todo lo había notado, vituperó desde su lecho aquella infame conducta de los lacayos. Él no sería lacayo, para poder ser libre sin ser desleal. Al pensar esto recordó que la gente de la cocina le había elogiado su buena suerte en quedarse al servicio de Irene: y recordó también cierta casaca que había dejado apenas estrenada un enano que servía en la casa de lacayo y que había muerto. -A Pipá le estará que ni pintada la casaca del enano -había dicho el cocinero.

Al llegar a este punto en sus recuerdos, Pipá se incorporó en su lecho, como movido por un resorte. Por la ancha ventana abierta vio pasar los rayos de la blanca luna. Vio el cielo azul y sereno de sus noches al aire libre y al raso. Y sintió la nostalgia del arroyo. Pensó en la Pistañina que le había dicho que aquella noche tendría que cantar en la taberna de la Teberga hasta cerca del alba. Y se acordó de que en aquella taberna tenían una broma los de la tralla, los delanteros y zagales de la diligencia ferrocarrilana y los del correo. Pipá saltó del lecho. Buscó a tientas su —62→ ropa; después la que había ganado en buena lid y robado en la iglesia, y vuelto a su vestimenta de amortajado, sin pensarlo más, renunciando para siempre a las dulzuras que le brindaba la vida del palacio, renunciando a las caricias de Irene y a los cuentos de Julia, y a sus miradas que le llenaban el corazón de un calor suave, no hizo más que buscar la puerta, salió de puntillas y en cuanto se vio en la calle, corrió como un presidiario que se fuga; y entonces sí que hubiera podido pasar a los ojos del miedo por un difunto escapado del cementerio que volvía en noche de carnaval a buscar los pecados que le tenían en el infierno.

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La entrada de Pipá en la taberna de la Teberga fue un triunfo. Se le recibió con rugidos de júbilo salvaje. Su disfraz de muerto enterrado pareció del mejor gusto a los de la tralla, que en aquel momento fraternizaban, sin distinción de coches. Pipá vio, casi con lágrimas en los ojos, cómo se abrazaban y cantaban juntos un coro un delantero del Correo y un zagal de la Ferrocarrilana.

—63→

No hubiera visto con más placer el prudente Néstor abrazados a Agamenón y Aquiles.

Aquellos eran los héroes de Pipá. Su ambición de toda la vida ser delantero. Sus vicios precoces, que tanto le afeaba el vulgo, creíalos él la necesaria iniciación en aquella caballería andante. Un delantero debía beber bala rasa y fumar tagarninas de a cuarto. Pipá comenzaba por el principio, como todo hombre de verdadera vocación que sabe esperar. Festina lente, pensaba Pipá, aunque no en latín, y esperando que algún día sus méritos y sus buenas relaciones le hiciesen delantero, por lo pronto ya sabía el aprendizaje del oficio. Blasfemaba como un sabio, fumaba y bebía y fingía una malicia y una afición al amor carnal, grosero, que no cabía aún en sus sentidos, pero que era perfecta imitación de las pasiones de sus héroes los zagales. El aguardiente le repugnaba al principio, pero era preciso hacerse a las armas. Poco a poco le fue gustando de veras y cuando ya le iba quemando las entrañas, era en Pipá este vicio el único verdadero.

Todos los de la tralla, sin distinción de —64→ empresas ni categorías, estaban borrachos. Terminada la cena, habíase llegado a la serie interminable de copas que había de dar con todos en tierra. En cuanto Pipá, a quien se esperaba, estuvo dentro, se cerró la taberna. Y creció entonces el ruido hasta llegar a infernal. Pipá bailó con la Retreta, mujer de malísimos vicios, que al final del primer baile de castañuelas cogió al pillete entre sus fornidos brazos, le llenó la cara de besos y le prodigó las expresiones más incitantes del cínico repertorio de sus venales amores. ¡Cómo celebró la chusma la gracia con que la Retreta se fingió prendada de Pipá! Pipá, aunque agradecido a tantas muestras de deferencia, a que no estaba acostumbrado, sintió repugnancia al recibir aquellos abrazos y besos asquerosos. Se acordó de la falda de Julia que pocas horas antes le diera blando asiento. Además, estaba allí la Pistañina. La Pistañina, al lado de su padre que tocaba sin cesar, cantaba a grito pelado coplas populares, obscenas casi todas. Su voz ronca, desgarrada por el cansancio, parecía ya más que canto, un estertor de agonía. Aquellos inhumanos, bestias feroces, la —65→ hubieran hecho cantar hasta que cayera muerta. Cuando la copla era dulce, triste, inocente, un grito general de reprobación la interrumpía, y la Pistañina, sin saber porqué, acertaba con el gusto predominante de la reunión volviendo a las obscenidades.

    Tengo frío, tengo frío,

dijo a su novio la Pepa;

él la apretó contra el pecho

y allí se le quedó muerta



cantó la niña y el público gritó: -¡Fuera!, ¡fuera!, ¡otra!

Y la Pistañina cantó:

Quisiera dormir...



-¡Eso, eso!, ¡venga de ahí!

La embriaguez estaba ya en la atmósfera. Todo parecía alcohol; cuando se encendía un fósforo, la Pistañina, la única persona que no estaba embriagada, temía que ardiese el aire y estallase todo.

Pipá, loco de alegría, viéndose entre los suyos, comprendido al fin, gracias a la invención peregrina del traje de difunto, alternando con lo mejor del gran mundo de la tralla, hizo los imposibles de gracia, de —66→ desvergüenza, de cinismo, olvidado por completo del pobre ángel huérfano que tenía dentro de sí. Creía que a la Pistañina le agradaban aquellos arrebatos de pasión soez, aquellos triunfos de la desfachatez. Tanto y tan bueno hizo el pillete, que la concurrencia acordó, con esa unanimidad que sólo inspira en las asambleas la borrachera del entusiasmo o el entusiasmo de la borrachera, acordó, digo, celebrar la apoteosis de Pipá, como fin de fiesta. Anticipando los sucesos, quisieron celebrar el entierro de la sardina, enterrando a Pipá. Este prometió asistir impasible a sus exequias. Nadie se acordó allí de los antecedentes que tenía en la historia esta fúnebre excentricidad, y lo original del caso los embriagó de suerte -si algo podía ya embriagarlos-, que antes hubieran muerto todos como un solo borracho, que renunciar a tan divertido fin de fiesta.

Pipá, después de bailar en vertiginoso baile con la Retreta, cayó en tierra como muerto de cansancio. Quedó rígido como un cadáver y ante las pruebas de defunción a que le sujetaron los delanteros sus amigos, el pillastre demostró un gran talento —67→ en el arte de hacerse el muerto. -¡Tonino è moruto! -dijo un zagal que recordaba esta frase oída a un payaso en el Circo, y la oportunidad del dicho fue celebrada con cien carcajadas estúpidas. ¡E moruto!, ¡moruto!, gritaban todos, y bailaban en rueda, corriendo y atropellándose hombres y mujeres en derredor de Pipá amortajado. Por las rendijas de puertas y ventanas entraba algo de la claridad de la aurora. Los candiles y quinqués de fétido petróleo se apagaban, y alumbraban la escena con luz rojiza de siniestros resplandores las teas que habían encendido los de la tralla para mayor solemnidad del entierro. La poca luz que de fuera entraba en rayas quebradas parecía más triste, mezclada con la de aquellas luminarias que envenenaban el aire con el humo de olor insoportable que salía de cada llama temblorosa. En medio de la horrísona gritería, del infernal garbullo, sonaba la voz ronca y desafinada de la Pistañina, que sostenía en sus hombros la cabeza de su padre borracho. Blasfemaba el ciego, que había arrojado la guitarra lejos de sí, y vociferaba la Pistañina desesperada llorando y diciendo: -¡Que se quema la —68→ casa, que queman a Pipá, que va a arder Pipá, que las chispas de las teas caen dentro de la pipa!...-. Nadie oía, nadie tenía conciencia del peligro. Pipá yacía en el suelo pálido como un muerto, casi muerto en realidad, pues su débil cuerpo padecía un síncope que le produjo el cansancio en parte y en parte la embriaguez de tantas libaciones y de tanto ruido; después fue levantado sobre el pavés... es decir, sobre la tapa de un tonel y colocado, en postura supina, sobre una pipa llena de no sé qué líquido inflamable; acaso la pipa del petróleo.

La pipa estaba sin más cobertera que el pavés sobre el que yacía Pipá, sin sentido. -Pipá no está muerto, está borracho -gritó Chiripa, delantero de trece años. -Darle un baño, darle un baño, para que resucite -se le ocurrió añadir a Pijueta, un zagal cesante...- y entre Chiripa, Pijueta, la Retreta y Ronquera, que estaba en la fiesta, aunque no era de la tralla, zambulleron al ilustre Pipá en el terrible líquido que contenía aquel baño que iba a ser un sepulcro. Nadie estaba en sí: allí no había más conciencia despierta que la de la Pistañina, que luchaba con su padre furioso —69→ de borracho. La niña gritaba: ¡Que arde Pipá...!, y la danza diabólica se hacía cada vez más horrísona; unos caían sin sentido, otros con él, pero sin fuerza para levantarse; inmundas parejas se refugiaban en los rincones para consumar imposibles liviandades, y ya nadie pensaba en Pipá. Una tea mal clavada en una hendidura de la pared amenazaba caer en el baño funesto y gotas de fuego de la resina que ardía, descendían de lo alto apagándose cerca de los bordes de la pipa. El pillastre sumergido, despierto apenas con la impresión del inoportuno baño, hacía inútiles esfuerzos para salir del tonel; mas sólo por el vilipendio de estar a remojo, no porque viera el peligro suspendido sobre su cabeza y amenazándole de muerte con cada gota de resina ardiendo que caía cerca de los bordes, y en los mismos bordes de la pipa.

-¡Que se abrasa Pipá, que se abrasa Pipá! -gritó la Pistañina. Los alaridos de la bárbara orgía contestaban. De los rincones en que celebraban asquerosos misterios babilónicos aquellos sacerdotes inmundos salían agudos chillidos, notas guturales, lascivos ayes, ronquidos nasales de —70→ maliciosa expresión con que hablaba el placer de la bestia. El humo de las teas, ya casi todas extintas, llenaban el reducido espacio de la taberna, sumiéndola en palpables tinieblas: la luz de la aurora servía para dar con su débil claridad más horror al cuadro espantoso. Brillando como una chispa, como una estrella roja cuyos reflejos atraviesan una nube, se veía enfrente del banco en que lloraba la Pistañina la tea suspendida sobre el tonel de Pipá.

Pronto morirían asfixiados aquellos miserables, si nadie les avisaba del peligro.

Pero no faltó el aviso. La Pistañina vio que la estrella fija que alumbraba enfrente, entre las nieblas que formaba el humo, caía rápida sobre el tonel... La hija del ciego dio un grito... que no oyó nadie, ni ella...

Todos salieron vivos, si no ilesos, del incendio, menos el que se ahogaba dentro de la pipa.

—71→

-¡Es un carbón!

-¡Un carbón completo!

-¡Lo que somos!

-¡No hay quien le conozca!

-¡Si no tiene cara!

-¡Es un carbón!

-¿Y murió alguno más?

-Dicen que Ronquera.

-Ca, no tal. A Ronquera no se le quemó más que un zapato... que había dejado encima de la mesa creyendo que era el vaso del aguardiente.

El público rió el chiste.

El gracioso era Celedonio; el público, el coro de viejas que pide a la puerta de Santa María.

El lugar de la escena, el pórtico donde Pipá había vencido el día anterior a Celedonio en singular batalla.

Pero ahora no le temía Celedonio. Como que Pipá estaba dentro de la caja de enterrar chicos que tiene la parroquia, como —72→ esfuerzo supremo de caridad eclesiástica. Y no había miedo que se moviese, porque estaba hecho un carbón, un carbón completo como decía Maripujos.

La horrible bruja contemplaba la masa negra, informe, que había sido Pipá, con mal disimulada alegría. Gozaba en silencio la venganza de mil injurias. Tendió la mano y se atrevió a tocar el cadáver, sacó de la caja las cenizas de un trapo con los dedos que parecían garfios, acercó el infame rostro al muerto, volvió a palpar los restos carbonizados de la mortaja, pegados a la carne, y dijo con solemne voz, lo que puede ser la moraleja de mi cuento para las almas timoratas:

-¡Este pillo! Dios castiga sin palo ni piedra... Robó al santo la mortaja... y de mortaja le sirvió la rapiña... ¡Esta es la mortaja que robó ahí dentro! -todas las brujas del corro convinieron en que aquello era obra de la Providencia.

Y dicha así la oración fúnebre, se puso en marcha el entierro.

La parroquia no dedicó a Pipá más honras que la caja de los chicos, cuatro tablones mal clavados.

—73→

Celedonio dirigía la procesión con traje de monaguillo.

Chiripa y Pijueta con otros dos pilletes llevaban el muerto, que a veces depositaban en tierra, para disputar, blasfemando, quién llevaba el mayor peso, si los de la cabeza o los de los pies. Eran ganas de quejarse. Pipá pesaba muy poco.

La popularidad de Pipá bien se conoció en su entierro; seguían el féretro todos los granujas de la ciudad.

Los transeúntes se preguntaban, viendo el desconcierto de la caterva irreverente, que tan sin ceremonia y en tal desorden enterraba a un compañero:

-¿Quién es el muerto?

Y Celedonio contestaba con gesto y acento despectivos:

-Nadie, es Pipá.

-¡Pipá que murió quemado! -añadían otros pilletes que admiraban al terror de la pillería hasta en su trágica muerte.

En el Cementerio, Celedonio se quedó solo con el cadáver, esperando al enterrador, que no se daba prisa por tan insignificante difunto. El monaguillo levantó la tapa del féretro, y después de asegurarse —74→ de la soledad... escupió sobre el carbón que había dentro.

Hoy ya nadie se acuerda de Pipá más que yo; y Celedonio ha ganado una beca en el seminario. Pronto cantará misa.

Oviedo, 1879.

—75→ —76→ —77→

Amor'è furbo

Era la época en que el drama lírico, generalmente clásico o bucólico, hacía las delicias de la grandeza romana.

Orazio Formi, poeta milanés, educado en Florencia, y después pretendiente en Roma, alcanzaba por fin en la capital del mundo católico el logro de sus esperanzas bien fundadas. Brunetti, su amigo, compositor mediano, escribía para las obras líricas de Formi una música pegajosa y monótona, pero cuya dulzura demasiado parecida al merengue, decía bien con las larguísimas tiradas de versos endecasílabos y heptasílabos que el poeta ponía en boca de sus pastores y de sus héroes griegos.

Formi creía en una Grecia parecida a los —78→ paisajes de Poussin; en cuanto a los dioses y a los héroes se los figuraba demasiado parecidos al Gran Condé, al ilustre Spínola y a Francisco I. Veía a Eurípides a través de Racine; amaba a Grecia según se la imponía la Francia del siglo de oro.

Brunetti, cuya verdadera vocación era la cirugía, pero que acosado por el hambre, había llegado a vivir del cornetín (un cornetín estridente que tocaba el pobre napolitano con todo el furor de los rencores de su vocación paralizada), Brunetti se había dedicado al fin a componer música para óperas y dramas líricos, considerando que las partituras se parecían unas a otras hasta la desesperación del pobre instrumentista, y que vista una ópera, estaban hechas todas. Por consiguiente las inventó él, ni mejores ni peores que las había aprendido de otros, y desde entonces dejó de soplar en el metal ingrato y ganó más dinero aunque no mucho. Cuando Formi se dio a conocer en el teatro de Roma por su Leandro, drama sentimental y muy a propósito para las melodías simplicísimas que Brunetti sabía combinar, el compositor le buscó y le propuso su colaboración. Aceptó —79→ Formi, que aún no podía escoger músico a su gusto, y su segunda obra se cantó ya con melodías de la fábrica Brunetti. Se llamaba la ópera Filena; era una larguísima égloga, extremadamente fastidiosa, falsa, absurda, pero tan del gusto predominante en la corte pontificia, que la fama de Orazio Formi llegó a las nubes, y Brunetti, si no de la gloria, participó de los beneficios contantes y sonantes. Agradecido a su buen milanés, como él le llamaba, el napolitano le procuró la amistad que más podía agradarle al poeta enamorado de todo lo francés, de todo lo que fuera siglo de oro y aun de los días de Luis XV; le hizo amigo de la famosa actriz y tiple ilustre Gaité Provenze, que en Italia quiso llamarse la Provenzalli, y así llegó a ser célebre en la península como antes en su patria lo había sido con su apellido verdadero. Gaité -cuyo nombre de pila no debía de ser este, pero que así decía llamarse- era una encarnación de todo lo que tenía de femenino el espíritu francés de aquellos tiempos. Amaba a Molière y deliraba por Racine, pero prefería a Scarron y aun se deleitaba con los poetas de tercer orden; era la cortesana —80→ hecha artista; para ella el galanteo y la poesía se fundían en el arte del bel canto y de la declamación académica, afectada, falsa y estirada; no tenía más religión que la del pentágrama y la cesura del alejandrino; desafinar o destrozar un hemistiquio era el colmo del mal; engañar a un amante, tener ciento, burlarse de todos los hombres del mundo, le parecía asunto de poca monta, ajeno por completo a la jurisdicción de la moral.

Tenía Gaité su filosofía. En el principio el mundo era una égloga inmensa; todos los humanos eran pastores o zagalas, según el sexo, vestidos decentemente y adornados con cintas y galones de oro y plata, como en el teatro. La vida era una representación continua de algo como el Pastor fido o Aminta. La corrupción vino después, cuando los hombres empezaron a pensar en cosas serias, y prohibieron el amor omnilateral en los campos y en los bosques. Por una aberración, que se explica en una mujer educada como la Provenzalli, el mundo era lo accesorio, el teatro lo principal: en vez de encontrar bien las comedias que se parecían a la vida, le parecía hermosa —81→ y buena la vida cuando tomaba aires de comedia; por esto tenía una afición desmedida a los embrollos, y era una excelente casamentera. Entre las partes de por medio de su compañía, cuyo tirano era, había arreglado varios escándalos eróticos con matrimonios no menos escandalosos, pero que a ella le parecían excelentes por el corte teatral que tenían, por lo que semejaban a tantos y tantos desenlaces de intrigas de la escena. «Yo hubiera querido nacer hombre y ser Sganarelle», decía.

Cualquier asunto sencillo le causaba hastío; sabía complicarlo todo, y cuando llegaba el momento de las explicaciones en los continuos conflictos de sus intrigas, prefería a los diálogos concisos, entrecortados, las grandes y numerosas parrafadas que se parecían a los versos de sus autores amados. Hablaba como un orador inspirado, y había en su estilo mucho de lo que aprendía de memoria en las comedias, tragedias y óperas que representaba. La música le parecía un adorno muy propio y digno de la poesía, pero a pesar de sus excelentes facultades para el bel canto no ocultaba que era secundaria vocación —82→ en ella. «La melodía ayuda a la expresión del sentimiento; hay motivos en las ideas y en las emociones, que no expresa bien del todo la palabra sola; entonces el canto sirve mucho; pero en cambio, cuando el argumento que se expone es un poco sutil, necesita muchos miembros la oración y la lógica es aguda, complicada, cantar es ridículo y la frase queda oscurecida». Como se ve por estas opiniones suyas, Gaité pensaba seriamente en el arte. «Era lo principal; el amor un hermoso pasatiempo, que tenía además la utilidad indudable de enseñar mucho para la expresión de los afectos en el teatro». La gran pasión de la Provenzalli era la égloga representada. ¡Oh, si el público tuviera el gusto bastante delicado para poder sufrir, sin dormirse, cinco actos puramente bucólicos, sin más atractivo que las sentidas quejas de Salicios y Nemorosos y los diálogos tiernos y nunca bastante conceptuosos ni demasiadamente largos de Galateas y Polifemos!

¡Polifemo! Este había sido mucho tiempo su sueño secreto. ¡Cuántas veces, en brazos de un amante, había pensado con tristeza que le sobraba un ojo!, y entonces, —83→ como acariciándole, le tapaba los dos con las blanquísimas manos, y le miraba a la frente donde ella hubiera querido ver centellear la pupila solitaria del cíclope. En vez del ojo, el amante acababa por tener en la frente la insignia del minotauro, y todo era mitología.

Brunetti había conocido a Gaité en Marsella; de allí habían ido juntos a Florencia; en otras ciudades de Italia se habían visto y tratado mucho. El empresario del teatro de Roma, aseguraba que el gran negocio que estaba haciendo con la contrata de Gaité y compañía debíalo a Brunetti, que le había inspirado la idea de llamar a su coliseo a la gran actriz francesa.

Agradecido el compositor a los servicios del poeta, quiso pagárselos procurándole la amistad, que no tardó en ser íntima, de Gaité. También ella estimó el regalo que Brunetti le hacía facilitándole el trato de un poeta como Orazio Formi, que más de su gusto no podía soñarlo. En las primeras semanas de su amistad el poeta y la cantarina hablaron casi exclusivamente del arte, y de la literatura francesa en particular. Gaité sintió halagado su patriotismo —84→ y gozó deliquios puramente espirituales en la conversación de Formi que acertaba a formular, con esplendorosa elocuencia, muchas ideas y sentimientos que ella había creído suyos y que no había sabido nunca expresar cumplidamente.

Brunetti veía crecer más y más la reputación de Orazio; otras dos óperas del ya famoso libretista habían aumentado no poco su gloria y su caudal; el compositor -siempre Brunetti-, era el que no adelantaba gran cosa. El público (especialmente los críticos, que ya entonces los había, aunque no cobraban ni publicaban ordinariamente sus censuras) empezaba a murmurar: ya se decía: ¡lástima que Formi se haya enamorado de ese estúpido de Brunetti, que compone eternamente las mismas romanzas pastoriles! Formi merecía un músico bueno: sus libros morirían necesariamente muy pronto por culpa del músico. Bien comprendía Brunetti, más industrial que artista, que estas censuras las tenía merecidas: ¿cómo no echar de ver que la flauta de Pan, que eternamente tenían en la boca sus tenores y tiples, no bastaba, ni siquiera venía a cuento cuando —85→ Agamenón (última ópera de Formi) se decidía a sacrificar a Ifigenia, a pesar de las buenas razones del comedido Aquiles? Desde la representación del Oreste (otro drama lírico de Formi) Gaité comenzó a unir su nombre al de Orazio en el aplauso público. Ella fue Electra, y en los recitados, que eran muchos, y todo lo conceptuosos y almibarados que a ella le parecía bien, se lució de veras.

Aquella noche, al acostarse, Formi decidió que era llegado el momento de declararse definitivamente enamorado de la Provenzalli.

Pero no se atrevió a decírselo todavía. Tenía miedo que la generosa actriz tomase a mal una declaración que daría un carácter interesado al trato puramente poético y artístico que habían tenido hasta entonces. Además, un poeta predominantemente erótico como él, que había hecho todas las declaraciones amorosas de que dejó memoria la antigüedad clásica en versos fácilmente cantables, no podía, así, de buenas a primeras, decir su amor lisa y llanamente. Necesitaba discurrir algo muy nuevo, sonoro, retorcido y alambicado para que —86→ tan preciosa confesión fuese digna del autor de Orestes1 y digna de Electra.

Entre tanto pasaba el tiempo. Brunetti temía que a lo mejor se le acercase Formi a decirle en buenas palabras que hasta allí habían llegado, que él necesitaba otro músico. El ex-cornetín se presentaba cada dos o tres días a Gaité y con miel en los labios preguntaba:

-¿Y nuestro autor?

-Tace -decía Gaité con la dulzura del mundo y con la malicia más graciosa.

-Pues es necesario que se explique, perla mía. Tu pasión por las artes te pierde. No le hables tanto del teatro. Háblale más de nuestro negocio.

-¡El negocio, el negocio! Áyax (nombre de Brunetti), ¿quieres que yo le precipite, y yo le seduzca y le fuerce? Además, Áyax, tú sabes que somos amigos del alma; l'amour gâtera tout (Gaité hablaba en francés y en italiano según se le ocurría más pronto la frase en una u otra lengua).

-¡Cómo se entiende! -gritaba Brunetti hecho ya acíbar-. ¡Tú quieres mi ruina, nuestra ruina!

-La mía no, Áyax.

—87→

-¡Cómo!, ¿te olvidas?...

-No olvido nada, Áyax; pero mi gloria va unida a su gloria, mi fortuna a su fortuna. ¿Tú quieres que seamos amantes? Lo seremos, pero con una condición; consiento en esta infamia si ha de ser una infamia más una pasión verdadera. Yo no te seré infiel por el vil interés.

-¡Cómo vil, señora cantarina! Si Formi no está sujeto por los encantos de Circe, si tú no le tienes amarrado, el mejor día se nos escapa, busca otro músico mejor, (sí mejor, porque yo no soy músico, yo soy a nativitate2 cirujano), y me deja en la calle. Es necesario que esto se precipite...

-Pues bien. Ya que tú lo quieres, sea. Me insinuaré.

-Eso, eso.

-Pero te advierto que mi pasión no será cosa de teatro, será verdadera. Le amaré como nunca he podido amar a mi señor cirujano.

El cirujano Brunetti, enternecido tendió los brazos a la Provenzalli y depositó un casto beso en su boca fresca y sabrosa.

*
* *

—88→

A Orestes habían seguido Antígona, Yocasta, Endimión, Proteo, Calipso y la más famosa de todas las óperas de Formi «Erato» obra maestra del poeta más bucólico del mundo. En ella hizo maravillas la Provenzalli, que ya era, públicamente, la querida de Orazio. Pero... ¡ay!, el mísero poeta rabiaba de celos. Gaité era demasiado alegre, y demasiado hermosa, y demasiado célebre y demasiado libre para que la murmuración no se cebase en ella. Se decía que el cardenal della Gamba, el príncipe polaco Froski y un general francés, enviado de la corte de París con una misión especial y de gran importancia, el marqués de Mably, habían puesto sitio a la fortaleza teatral de la Provenzalli y que a todos estos conquistadores se había rendido. Si no lo creía seguro, tampoco lo negaba el mismo Formi, que por propia experiencia había probado la flaqueza de aquella muralla.

Orazio, a pesar de su continuo trato con músicos y danzantes, a pesar de su educación descuidada, en cuanto a la moral, y a pesar de sus aficiones bucólicas, no vivía contento en la degradación de aquella vida —89→ relajada, unido por lazos non sanctos3 a la Provenzalli; había en él un fondo de honradez que por creerlo ridículo, y sobre todo inoportuno en la sociedad en que vivía, procuraba esconder y hasta olvidar; pero el amor sincero que llegó a sentir por Gaité despertó esos buenos instintos y, en fin, Formi se decidió a casarse con la cantarina.

Pero... necesitaba la seguridad absoluta de su fidelidad.

Una tarde, en el abandono de las caricias suaves que sucedían a los arrebatos de pasión, Orazio tomó entre sus manos la cabeza de Gaité, y quedo, muy quedo, le dijo, besando la bien torneada oreja: ¿quieres ser mi mujer?

Gaité, oculto el rostro bajo la abundante cabellera, sonrió con tal sonrisa, que de haberla visto Formi allí hubieran concluido sus propósitos honestos. Pero el amante no pudo notar aquel gesto de burla mezclada de lástima. La cómica tardó apenas dos segundos en requerir la seriedad necesaria para que en su cara hubiera la expresión propia del caso.

Para mejor contener la risa recordó que —90→ al fin y al cabo ella también amaba sinceramente a Formi, aunque no hasta el punto de exponerse a la cólera y la venganza de Brunetti, si por un rasgo de honradez y abnegación declaraba al poeta lo desatinado que era su buen intento. Después de clavarle los labios en la boca, vuelta ya del pasmo de amor, que creyó oportuno en tan grave momento, Gaité dijo así, fija la mirada en la del amante:

-Orazio, lo que me propones sería el colmo de mi dicha. En sueños me he permitido algunas veces gozar de la felicidad que sería llamarme tuya ante Dios y los hombres honrados; pero no sé si merezco tanta gloria; sé de fijo que la opinión de los maldicientes, que son los más de los hombres, me condena sin conocerme, y eso basta para que tu reputación padezca, si me haces tu esposa.

Más se inflamó Orazio con tal respuesta, y sintiendo profundísima ternura en que el amor se mezclaba a las dulzuras de la caridad, dijo con lágrimas en los ojos:

-Serás mía, serás mi esposa amada; de la opinión de los malvados nada me importa; mas ya que tú has sido tan noble y sincera, —91→ declarándome que tu fama padece, yo voy a ser no menos franco, diciéndote, que si como caballero me guardaré de ofenderte, creyendo de ti, lo que sería una infamia por el engaño, como amante sí estoy celoso, y de celos muero, o mejor diré, de sospechas; que a celos no llegan, que si llegaran, o yo no estaría ya en Roma, o no estarías tú en el mundo.

Con esta mesura y discreción hablaron mucho y bien los amantes retóricos hasta convenir en que Orazio no ofendía a Gaité sospechando, como amante celoso, que el cardenal della Gamba no iba a confesarla a las altas horas de la noche, que el general diplomático, el gallardo Mably, no traía del rey de Francia misión alguna para la Provenzalli, y que el príncipe Froski no tenía con ella el trato que con una cantante ilustre puede tener cualquiera diletante4 . Pero si bien esto era cierto, no lo era menos que Formi ninguna prueba, ni aun indicio, tenía, como caballero, que le permitiera dudar de la virtud de Gaité. Por todo lo cual, convenía que el amante celoso se convenciera por sus propios ojos de la inocencia de su amada. Entonces, y sólo —92→ entonces consentiría Gaité en ser su esposa, ante Dios y los hombres honrados. Era preciso buscar una manera de alcanzar esa prueba concluyente de la fidelidad de la Provenzalli, y la prueba se buscaría. Había que dejarla consultar con la almohada.

La almohada era Brunetti.

-¿No te parece que es graciosísimo? -preguntaba Gaité, muerta de risa después de referirle su conversación con Orazio.

-¡Es preciso dar gusto a ese mentecato! Te casarás con él ¡por Baco! ¡Que un hombre tan majadero entusiasme al público! Gaité, es preciso pasar por todo.

-Pero ¿cómo se va a hacer?

-Lo principal, y lo más difícil es demostrarle que no son tus amantes ni el cardenal, ni el general, ni el príncipe. Sin embargo, como sí lo son, a Dios gracias, ¡qué se creería ese majadero!, como sí lo son, no será imposible probarle a un necio que no hay tal cosa. Imposible sería si no lo fueran.

-¿Y lo del matrimonio? ¿Cómo se arregla?

-¡Bah!, ¡bah! Yo proveeré. Déjame ahora discurrir la traza que necesitamos —93→ para engañar a ese estúpido, que cada vez me es más útil... absolutamente necesario.

Pocos días después se puso por obra la traza que discurrió Brunetti.

*
* *

Orazio escondido en la alcoba de Gaité esperaba la hora de la cita dada por la cómica al cardenal della Gamba.

Era a las ocho de la noche. El cardenal se hizo esperar diez minutos. -Su eminencia -anunció Casilda, doncella de la Provenzalli. Della Gamba penetró en la estancia, en traje negro, mixto de seglar y clérigo, algo a lo abate del tiempo.

Tendría, según la apariencia, de cincuenta a cincuenta y cinco años; pero su talle era arrogante; esbelta la figura, aunque la estatura no pasaba de mediana. Silbaba las eses al hablar muy bajo y con ceremoniosa parsimonia. Deshízose en galanterías, desde el momento en que estuvo al lado de la cómica, y besó su mano. Hablaba como un pastor de los de Formi, y no —94→ tardó en recitar unos versos de la Filena que venían a cuento. Formi, que le oía, se lo agradeció en el alma, a pesar de que la conversación aún no había disipado sus sospechas. Gaité estaba colocada de manera que le fuese punto menos que imposible hacer la menor seña sin que Formi desde su escondite la viera. El cardenal estaba en la sombra, detrás de la pantalla de raso que dejaba en tinieblas gran parte del gabinete.

-En fin, señora -decía el cardenal, al cabo, para alivio del alma atribulada del poeta-, confieso que habéis sido harto imprudente consintiendo estas visitas, que de ser descubiertas os infamarían y os harían perder el amor de ese hombre infausto, cuyos encantos deben de ser grandes cuando yo mismo, su rival, su enemigo, para ensalzar vuestra hermosura me valgo de los poéticos conceptos de sus divinas composiciones; confieso que soy inoportuno, terco, y hasta traidor, abusando de vuestra caridad sublime; sé que por no perder a ese Brunetti, cuya suerte está en mis manos, consentís oírme aunque no rendiros. Mas si todo esto confieso, también os digo, que —95→ la paciencia mía está agotada, que la castidad propia de mi estado, y que hasta aquí guardé fielmente, de virtud santa se trueca en aguijón enemigo, y que ya no podré resistir más, y para evitar el escándalo de arrojarme sobre vos, brutalmente, donde quiera que os vea... -y el cardenal se puso en pie y se acercó a Gaité, que retrocedió un paso. Formi dio otro en la alcoba, con ansias locas de arrojarse sobre aquel monstruo, si fue como lo pensó Gaité que notó el ruido. Pero no fue necesario. Pudo seguir oculto. El cardenal se contuvo, volvió a la sombra, y dijo:

-Perdonad, señora; pero muy grande es mi amor cuando aún puedo contener la fuerza del apetito.

-Cardenal -contestó Gaité, digna pero no altiva, con el mismo tono con que Penélope (en el último drama de Formi) rechazaba las tentaciones de sus adoradores-; Cardenal, si consiento vuestras visitas a tales horas, vuestras importunas declaraciones, vuestras galanterías que me enojan, bien sabéis, y vos lo confesáis, que no es por daros esperanzas; jamás seré vuestra ni de nadie más que del hombre —96→ a quien sabéis que adoro. Y ahora debo advertiros que hoy concluyen vuestras visitas y mi tolerancia; piérdase Brunetti, y salvemos mi honra y el honor de mi Orazio; si sois tan malvado que delatéis al miserable músico, cuyo sacrilegio es vuestro secreto, yo no seré cómplice; a tanta costa no quiero salvar el cuerpo de un semejante perdiendo mi alma y mi dicha. Por otra parte, vuestra actitud de ha un instante me prueba que de continuar estas visitas peligrosas seríais capaz de un atentado... Cardenal, sois libre; si queréis podéis convertiros en delator infame... yo continuaré siendo honrada.

-¡Honrada y amáis a Formi y sois suya!

-Y ante el altar legitimaré muy en breve este amor santo...

-Y vos mismo, cardenal, seréis testigo, o juro a Dios que no salís de esta casa con vida. Y ahora mismo se haga, que ni mi amor ni vuestra honra, hermosa Gaité, consienten dilaciones. De vuestra alcoba salgo, porque la indignación me venció y más no pude; mas si esta fue indiscreción, satisfágase lo que con ella padece el decoro, —97→ aunque sea a costa de la sangre vil de este monstruo; disponeos a morir o a obedecerme en todo, por extraño que os parezca y por mucho que os mortifique.

Y diciendo y haciendo, Orazio, que espada en mano había salido de repente al gabinete, sujetó por el cuello al cardenal, que antes que a nada acudió a ocultar el rostro con el embozo del manto o capa negra, pues era prenda epicena la que le cubría.

Pasmada había quedado la cómica, que no esperaba aquella salida del poeta, y no sabía qué decir, como quien olvida el papel en el teatro, o ve que de pronto le cambian la comedia y se representa otra que no sabe.

Por fin dijo con voz que parecía amenazada de síncope, y dándose a improvisar, inspirada por el susto.

-Mi bien, mi señor; ¿qué haces?, no era eso lo convenido, ni tal desmán necesario para probarte mi inocencia.

-Un cordel, señora mía, y no se hable más de eso; que por tener segura tu honra hago lo que hago. Un cordel pronto.

Dudaba la cantarina si el cardenal se —98→ prestaría a dejarse ahorcar o poco menos; y vacilaba entre buscar lo que el otro pedía, cada vez con más ira y con más prisa, o impedir a cualquier precio las violencias del furioso Orazio. El cardenal callaba y escondía el rostro.

-Gaité -gritaba entre tanto el poeta-, no temas que mi justa indignación traspase los límites en que me encierra el respeto de tu honra.

-Mira amigo mío, que matar a ese hombre es un crimen innecesario y dejarle con vida y agraviado un gran peligro.

-Nada temas, bien mío, que lo que intento en nada le lastima, si no es que aún persiste en amarte y tenerse por rival mío este mal sacerdote de Cristo. Tráeme un cordel o haré de mis manos tenazas que le ahoguen; y aquí Orazio apretó un poco al cardenal para darle una idea de las tenazas aludidas.

Trajo, en fin, el cordel la cómica; ató a los pies del lecho monumental el poeta al purpurado, y tras esto salió diciendo: -Aguarda, señora, y aquí me verás en breve acompañado de quien pueda poner fin honroso a todo esto.

—99→

-Desátame, que me ahogo -gritó el cardenal en cuanto sintió que el amante estaba fuera.

-No, en mi vida -respondió la actriz mal repuesta del susto-, que luego no sabré hacer los nudos que él hizo y descubrirá el enredo.

-Pues aparéjate a contraer matrimonio con el endiablado poeta, si no prefieres huir conmigo de esta casa; escapemos del peligro y yo te dejaré con Brunetti o quien digas.

-No, y mil veces no; que Formi es mi dueño y si el matrimonio que intenta no pega, porque llueve sobre mojado, bastará que él se crea mi esposo, aunque siga siendo sólo mi amante, que para mi gusto con eso basta; que yo le quiero es seguro y convencido está de que el cardenal en vano me asedia.

-A bien que pronto se dio por vencido, y en confiar tanto da a entender que el casamiento lo tomó por lo serio, pues ya parece marido por lo ciego.

-Ya ves si cree en mi virtud; no aguardó a la segunda prueba siquiera.

-Pues lo siento, no sólo por esta soga —100→ maldita que me desuella, sino porque el papel de general francés lo tenía yo muy bien ensayado, y en el de príncipe Froski pensaba lucirme.

-Ay, mi querido Agamenón, que siento pasos; me parece que vuelve tu verdugo.

-Yo me descubro -replicó Agamenón.

-Saldrás de mi compañía si tal haces. Cardenal serás hasta que de mi casa te arrojen, a coces probablemente.

Calló el cardenal Agamenón, porque ya sonaba en la escalera ruido de pasos. Con discreto modo dieron los de fuera golpes suaves a la puerta.

-Adelante -dijo la cantarina- y pasaron dos caballeros, muy bien parecidos y de toda gala vestidos. Hicieron muchos saludos ceremoniosos y el más viejo habló así: -Somos amigos de Orazio Formi, y por su ruego asistimos en calidad de testigos a un matrimonio clandestino que con la señora Gaité Provenzalli quiere contraer el querido poeta. Suplicamos en su nombre a esta sublime artista, gloria de la escena, se digne esperar breves instantes, que serán los que tarde Orazio en traer consigo —101→ al sacerdote facultado para esta clase de funciones.

Poco sabía, o no sabía nada la Provenzalli de los ritos católicos, ni de las condiciones que para celebrar el sacramento del matrimonio se requieren; y así, empezó a turbarse con la presencia y las palabras de los testigos, y ya sospechaba si aquel matrimonio sería más verdadero de lo que convenía, para no tener que ver luego con la justicia.

Callaba el cardenal atado allá en la alcoba, guardaron silencio y tomaron asiento los testigos, y pasado apenas un cuarto de hora sonaron otros golpes discretos y penetró en la estancia un venerable sacerdote, muy parecido al figurón que todos conocemos por don Basilio, el del Barbero. Saludó el eclesiástico de luenga barba; sacó de los pliegues del manteo un libro viejo, un hisopo, una taza con agua bendita y dos cabos de cera. Improvisó un altarcico sobre el tocador de Gaité, encendió los cabos, todo en silencio, y postrado de hinojos ante el espejo, al que había arrimado una cruz de palo, quedose en oración, murmurando latines.

—102→

Sin saber lo que hacía, y dando una importancia real a cuanto veía, Gaité arrodillose también, y ya que rezar apenas sabía, diose a temblar con todo el fervor de su alma. Los testigos también se arrodillaron.

Poco después entró en la estancia Orazio, vestido de raso blanco, con el traje más cumplido de novio, según el refinado lujo de la época.

-Señor párroco -dijo-, pues autorizado estáis para intervenir y facilitar esta clase de matrimonios, que por deudas de la honra no admiten dilaciones; pues Su Santidad os da el poder de atar estos indisolubles lazos que quiero me unan a Gaité Provenzalli, aquí, en el silencio de la noche, en el secreto de esta ocasión clandestina, os pido y humildemente ruego me deis por esposa a esta señora de mis pensamientos.

Púsose en pie el clérigo, y haciendo una seña al más viejo de los testigos, acercose a la atribulada esposa, sobre cuya cabeza puso ambas manos. Entonces el testigo requerido exclamó:

-Señora, acaso ignoráis, y por eso os advierto que el sacerdote que asiste en un —103→ matrimonio secreto no puede hablar, porque el rito le supone mudo, en señal de que le falta lengua para divulgar lo que oculto se quiere.

-Nada sé -respondió la cómica temblando-, disponed de mí como queráis.

-En tal caso, el testigo de más edad lleva la palabra y el sacerdote hace la maniobra (llamémosla así).

Miró Formi con inquietos ojos a su esposa, temiendo que aquello de la maniobra la hubiese puesto en cuidado; mas ella todo lo tenía por serio y bueno, y aunque la hubiesen casado por los ritos del Zend-Avesta nada hubiera sospechado.

Entonces el testigo viejo preguntó lo que se pregunta en todos los matrimonios. Quisieron, recibieron y otorgaron la cómica y el poeta cuanto hacía al caso, y el clérigo que, en silencio, había hecho mil aspavientos, como sancionando cuanto el seglar decía, apagó los cabos de cera a sendos soplos, recogió el hisopo, con que había hecho quinientas aspersiones, guardó el Cristo y se dirigió a la puerta, después de hacer genuflexiones humildísimas. Fuéronse tras él los testigos, y en cuanto quedaron —104→ solos Orazio se arrojó en los brazos de su legítima esposa, de cuya virtud hizo el más cumplido elogio, marcando los superlativos con ardorosos y muy sonoros besos que le repartía por el cuerpo. Tras esto pareciole oportuno tomar fiera venganza del cardenal, que aún yacía bajo el lecho, vacilando entre el miedo de sofocarse y el de perder su plaza en la compañía de Provenzalli, donde representaba papeles serios, tal como el de Agamenón, cuyo nombre le había quedado, el de Néstor, el de Ulises, el de viejo pastor en las comedias bucólicas y otros parecidos.

Discurrió Formi que pasaran la noche primera de sus amores lícitos en aquel lecho que había sido el de sus devaneos; el cardenal velaría su sueño atado debajo de la cama, como estaba.

Quiso Gaité disuadir al novio, pero fue en vano. El cardenal callaba, porque si por su culpa se descubría la trampa cardenalicia, ¿qué sería de su suerte? ¿En qué otra compañía ganaría lo que ganaba con la famosa cómica francesa?

Formi fue inflexible. Acostáronse en la blanda pluma los amantes, y fue en vano —105→ el crujir de dientes del cardenal, como vanas fueron las súplicas de la compasiva esposa, que temblaba temiendo ver concluida a cada instante la paciencia del pacientísimo Agamenón.

El mísero, abrumado con el peso de su cadena, o mejor diré del lecho, que ahora cargaba sobre sus espaldas, y no menos sofocado por la vergüenza, quiso echarlo a rodar todo, cuando creyó a los felices novios más olvidados de su pena y más atentos a la propia dicha. Así, como Titán que siente el peso de un mundo, sacudió la vergonzosa carga, bramó desesperado y dijo con voz que parecía salir de un subterráneo:

-Ténganse allá, ténganse allá, que no quiero más sufrir por culpas que no son mías. Yo diré quién soy.

-No es menester -respondió desde arriba Orazio, ya tranquilo y satisfecho-; no es menester que tú te declares, mal cómico, que por tal te he descubierto. Cardenal Agamenón, mal pensaste creyendo engañar con una comedia al que las inventa. Bien fingida estaba la voz del cardenal della Gamba; cierta es su lascivia que mal se contiene en público, pero aun cuando —106→ estalle a solas con su barragana, no será como tú la imitaste, sino meliflua, comedida en la apariencia, y más parecida a la del gato que a la del caballo fogoso: tus groseros instintos de histrión no pueden comprender cómo es el vicio de un príncipe de la Iglesia; superior a tus fuerzas es el remedo que emprendiste, tu lenguaje inverosímil, y así, pronto empecé a dudar que fueras quien decías, y de duda en duda llegué a conocerte, porque al decir aquellas lindezas imitadas de mis comedias, recitábaslas con la falsa entonación que en los ensayos tantas veces te he reprendido; con que ahora, purga con esta pena el delito de mal farsante, ya que no eres el Cardenal culpable; a quien desde luego perdono, y admito como partícipe en las delicias de este tálamo.

-¿Cómo?, esposo mío... -gritó la Provenzalli- ¿tú sospechas?... ¿tú sabes?... ¿tú permites?...

-Sí, cara esposa, sospecho que todo es trazas de amor, sé que me engañas, y permito que no a mí solo quieras, pues no es posible otra cosa.

-Pero tu honor...

—107→

-Mi honor fuera se queda, que no es prenda el honor para lucida en tales sitios; te confieso que con el engaño descubierto se acabó la fe, mas no el amor, que no por tu perfidia te veo menos hermosa; con que así, me desengaño y quiero ser tu amante preferido, mas no el único, que cardenales, príncipes y embajadores no son para despreciados.

-Pero, esposo mío, ¿y tu honor?

-Así soy yo tu esposo, como este Agamenón que bufa bajo nuestros colchones es cardenal en Roma.

-¿Y el matrimonio clandestino... y el sacerdote mudo... y los testigos, y el hisopo?

-Poco entiendes tú de casar. Todo fue una comedia que yo inventé, y como soy del oficio tuvo mejor apariencia, y tú no pensaste en mi suspicacia. Has de saber que el sacerdote mudo era Brunetti.

-¡Mi marido!

El cardenal Agamenón, que blasfemaba a gritos, soltó una carcajada que hizo saltar a los amantes en el lecho.

Tampoco Gaité pudo contener la risa. Formi se enojó al verse burlador burlado; —108→ pero cedió al fin a la influencia de las carcajadas. Por un paje de teatro se envió recado a Brunetti para que viniese a cenar con los novios; Agamenón perdonó lo del cordel y la cama por una opípara mesa. A las doce estaban borrachos Brunetti, Formi, la Provenzalli y Agamenón, dormido debajo de la mesa. Brunetti, prudente aun en su embriaguez, salió con disimulo del gabinete y fue a buscar a la doncella Casilda.

El matrimonio secreto quedó solo por fin, y al compás del ruido de las copas que chocaban, cantaron un dúo que empezaba así:

Amor'è furbo, e nondimeno è amore...

*
* *

La Provenzalli murió a los cincuenta años, viuda de Brunetti, dejando su fortuna envidiable al poeta Orazio Formi, pobre y paralítico.

Zaragoza, 1882.

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Discurso de un loco

Una noche me descuidé más de lo que manda la razón jugando al ajedrez con mi amigo Roque Tuyo en el café de San Benito. Cuando volví a casa estaban apagados los faroles, menos los guías. Era en primavera, cerca ya de Junio. Hacía calor, y refrescaba más el espíritu que el cuerpo el grato murmullo del agua, que corría libre por las bocas de riego, formando ríos en las aceras. Llegué a casa encharcado. Llevaba la cabeza hecha un horno y aquella humedad en los pies podía hacerme mucho daño; podía volverme loco, por ejemplo. Entre el ajedrez y la humedad hacíanme padecer no poco. Por lo pronto, —112→ los polizontes que, cruzados de brazos, dormían en las esquinas, apoyados en la puerta cochera de alguna casa grande, ya me parecían las torres negras. Tanto es así, que al pasar junto a San Ginés uno de los guardias me dejó la acera, y yo en vez de decir -gracias-, exclamé -enroco-, y seguí adelante. Al llegar a mi casa vi que el balcón de mi cuarto estaba abierto y por él salía un resplandor como de hachas de cera. Di en la puerta los tres golpes de ordenanza. Una voz ronca, de persona medio dormida, preguntó: -¿Quién? -¡Rey negro! -contesté, y no me abrieron-. ¡Jaque! -grité tres veces en un minuto, y nada, no me abrieron. Llamé al sereno, que venía abriendo puertas de acera en acera, saliéndose de sus casillas a cada paso. -Chico -le dije cuando le tuve a salto de peón-. ¡Ni que fueras un caballo; vaya modo de comer que tienes! -El pollín5 será usted y el comedor, y el sin vergüenza... Y poco ruido, que hay un difunto en el tercero, de cuerpo presente. -¡Alguna víctima —113→ de la humedad! -dije lleno de compasión, y con los pies como sopa en vino.

-Sí, señor, de la humedad es; dicen si ha muerto de una borrachera; él era muy vicioso, pero pagaba buenas propinas; en fin, la señora se consolará, que es guapetona y fresca todavía, y así podrá ponerse en claro y conforme a la ley lo que ahora anda a oscuras y contra lo que manda la justicia. -¿Y tú qué sabes, mala lengua? -Que no ponga motes, señorito; yo soy el sereno, y hasta aquí callé como un santo, pero muerto el perro... ¡Allá voy! -gritó aquel oso del Pirineo, y con su paso de andadura se fue a abrir otra puerta. Un criado bajó a abrirme. Era Perico, mi fiel Perico. -¡Cómo has tardado tanto, animal! -¡Chist! No grite V., que se ha muerto el amo. -¿El amo de quién? -Mi amo. -¿De qué? -De un ataque cerebral, creo. Se humedeció los pies después de una partida de ajedrez con el Sr. Roque... y claro, lo que decía don Clemente a la señora: «No te apures, que el bruto de tu marido se quita de enmedio el mejor día reventando de bestia y por mojarse los pies después de calentarse los cuernos...». -Los cascos diría, —114→ que es como se dice. -No, señor, cuernos decía. -Sería por chiste; pero en fin, al grano. Vamos a ver, y si tu amo se ha muerto, ¿quién soy yo? -Toma, V. es el que viene a amortajarle, que dijo don Clemente que le mandaría a estas horas por no dar que decir... Suba V., suba V.-. Llegué a mi cuarto. En medio de la alcoba había una cama rodeada de blandones, como en Lucrecia Borgia están los ataúdes de los convidados. El balcón estaba abierto. Sobre la cama, estirado, estaba un cadáver. Miré. En efecto, era yo. Estaba en camisa, sin calzoncillos, pero con calcetines. Me puse a vestirme; a amortajarme, quiero decir. Saqué la levita negra, la que estrené en la reunión del Circo de Price, cuando Martos dijo aquello de «traidores como Sagasta» y el difunto Mata habló del cubo de las Danaides. ¡No supe nunca qué cubo era ese! Pero en fin, quise empezar a mudarme los calcetines, porque la humedad me molestaba mucho, y además quería ir limpio al cementerio. ¡Imposible! Estaban pegados al pellejo. Aquellos calcetines eran como la túnica de no sé quién, sólo que en vez de quemar mojaban. Aquella —115→ sensación de la humedad unas veces daba frío y otras calor. A veces se me figuraba sentir los pies en la misma nuca, y las orejas me echaban fuego... En fin, me vestí de duelo, como conviene a un difunto que va al entierro de su mejor amigo. Una de las hachas de cera se torció y empezaron a caer gotas de ardiente líquido en mis narices. Perico, que estaba allí solo, porque el hombre que me había amortajado había desaparecido, Perico dormía a poca distancia sobre una silla. Despertó y vio el estrago que la cera iba haciendo en mi rostro; probó a enderezar el gran cirio sin levantarse, pero no llegaba su brazo al candelero... y bostezando, volvió a dormir pacíficamente. Entró el gato, saltó a mi lecho y enroscándose se acostó sobre mis piernas. Así pasamos la noche.

Al amanecer, el frío de los pies se hizo más intenso. Soñé que uno de ellos era el Mississippí6 y el otro un río muy grande que hay en el Norte de Asia y que yo no recordaba cómo se llamaba. ¡Qué tormento padecí por no recordar el nombre de aquel pie mío! Cuando la luz del día vino a mezclarse, entrando por las rendijas, con la luz —116→ amarillenta de las hachas, despertó Perico; abrió la boca, bostezó en gallego y sacando una bolsa verde de posadero se puso a contar dinero sobre el lecho mortuorio. Un moscón negro se plantó sobre mis narices cubiertas de cera. Perico miraba distraído al moscón mientras hacía cuentas con los dedos, pero no se movió para librarme de aquella molestia. Entró mi mujer en la sala a eso de las siete. Vestía ya de negro, como los cómicos que cuando tiene que pasar algo triste en el tercer acto se ponen antes de luto. Mi mujer traía el rostro pálido, compungido, pero la expresión del dolor parecía en él gesto de mal humor más que otra cosa. Aquellas arrugas y contorsiones de la pena parecían atadas con un cordel invisible. ¡Y así era en efecto! La voluntad, imponiéndose a los músculos, teníalos en tensión forzosa... En presencia de mi mujer sentí una facultad extraordinaria de mi conciencia de difunto; mi pensamiento se comunicaba directamente con el pensamiento ajeno; veía a través del cuerpo lo más recóndito del alma. No había echado de ver esa facultad milagrosa antes porque Perico era mi —117→ única compañía, y Perico no tenía pensamiento en que yo pudiera leer cosa alguna. -Sal -dijo mi esposa al criado; y arrodillándose a mis pies quedó sola conmigo. Su rostro se serenó de repente; quedaron en él las señales de la vigilia, pero no las de la pena. Y rezó mentalmente en esta forma:

«Padre nuestro (¡cómo tarda el otro!) que estás en los cielos (¿habrá otra vida y me verá este desde allá arriba?), santificado (haré los lutos baratos, porque no quiero gastar mucho en ropa negra) sea el tu nombre; venga a nos el tu reino (el entierro me va a costar un sentido si los del partido de mi difunto no lo toman como cosa suya), y hágase tu voluntad (lo que es si me caso con el otro, mi voluntad ha de ser la primera y no admito ancas de nadie -ancas, pensó mi mujer, ancas, así como suena) así en la tierra como en el cielo (¿estará ya en el purgatorio este animal?)».

A las ocho llegó otro personaje, Clemente Cerrojos, del comité del partido, del distrito de la Latina, vocal. Cerrojos había sido amigo mío político y privado, aunque —118→ no le creía yo tan metido en mis cosas como estaba efectivamente. Antes jugaba al ajedrez, pero conociendo yo que hacía trampas, que mudaba las piezas subrepticiamente, rompí con él, en cuanto jugador, y me fui a buscar adversario más noble al café. Clemente se quedaba en mi casa todas las noches haciendo compañía a mi mujer. Estaba vestido con esa etiqueta de los tenderos, que consiste en levita larga y holgada de paño negro liso, reluciente, y pantalón, chaleco y corbata del mismo color. Clemente Cerrojos era bizco del derecho; la niña de aquel ojo brillaba inmóvil casi siempre, sin expresión, como si tuviese allí clavada una manzanilla de esas que cubren los baúles y las puertas. Mi mujer no levantó la cabeza. Cerrojos se sentó sobre el lecho mortuorio, haciéndole crujir de arriba abajo. Cinco minutos estuvieron sin hablar palabra. Pero ¡ay!, que yo veía el pensamiento de los infames. Mi mujer pensó de pronto en lo horroroso y criminal que sería abrazar a aquel hombre o dejarse abrazar allí, delante de mi presunto cadáver. Cerrojos pensó lo mismo. Y los dos lo desearon ardientemente. No era el amor —119→ lo que los atraía, sino el placer de gozar impunemente un gran crimen, delicioso por lo horrendo. «Si él se atreviera, yo no resistiría», pensó ella temblando. «Si ella se insinuara, no quedaría por mí», dijo él para sus adentros. Ella tosió, arregló la falda negra y dejó ver su pie hasta el tobillo. Él la tocó con la rodilla en el hombro. Yo sentí que el fuego del adulterio sacrílego pasaba de uno a otro, a través de la ropa... Clemente inclinábase ya hacia mi viuda... Ella, sin verle, le sentía venir... Yo no podía moverme; pero él creyó que yo me había movido. Me miró a los ojos, abiertos como ventanas sin madera y retrocedió tres pasos. Después vino a mí y me cerró las ventanas con que le estaba amenazando mi pobre cadáver. Llegó gente.

Bajaron la caja mortuoria hasta el portal y allí me dejaron junto a la puerta, uno de cuyos batientes estaba cerrado. Parte del ataúd, la de los pies, la mojaba fina lluvia que caía; ¡siempre la humedad! Vi bajar, es decir, sentí por los medios sobrenaturales de que disponía, bajar a los señores del duelo. Llenaron el portal, que era —120→ grande. Todos vestían de negro; había levitas del tiempo del retraimiento. Estaban allí todo el comité del distrito y muchos soldados rasos del partido, de esos que sólo figuran cuando se echa un guante para cualquier calamidad de algún correligionario y se publican las listas de la suscrición. Allí estaba mi tabernero que bien quisiera consagrar una lágrima y un pensamiento melancólico a la memoria del difunto; pero la levita le traía a mal traer, se le enredaba entre las piernas, y en cuanto a la corbata le hacía cosquillas y le sofocaba; por lo cual no pensó en mí ni un solo instante. El duelo se puso en orden; me metieron en el carro fúnebre y la gente fue entrando en los coches. Había dos presidencias, una era la de la familia, que como yo no tenía parientes, la representaban mis amigos, los íntimos de la casa; Clemente Cerrojos presidía, a la derecha llevaba a Roque Tuyo, a la izquierda a mi casero, que solía entrar en casa a ver si le maltratábamos la finca. La otra presidencia era política. Iban en medio don Mateo Gómez, hombre íntegro, consecuente, que profesaba este dogma: mis amigos, los de mi partido. Y juraba —121→ que Madoz le había robado aquella frase célebre: «yo seguiré a mi partido hasta en sus errores». Uno de los títulos de gloria de don Mateo era que no se había muerto ningún correligionario suyo sin que él le acompañase al cementerio. Don Mateo me estimaba, pero valga la verdad, según caminábamos a la que él pensaba llamar en el discurso que le había tocado en suerte, última morada, un color se le iba y otro se le venía; se le atravesaba no sabía qué en la garganta, y maldecía, para sus adentros, la hora en que yo había nacido y mucho más la en que había muerto. Yo iba penetrando en el pensamiento de don Mateo desde mi carro fúnebre, merced a la doble vista de que ya he hablado. El buen patricio, no vale mentir, se había aprendido su discurso de memoria: era sobre poco más o menos y tal como la habían publicado los periódicos, la oración fúnebre de cierto correligionario, mucho más ilustre que yo, pronunciada por un orador célebre de nuestro partido. Pero al buen Gómez se le había olvidado más de la mitad, mucho más, de la arenga prendida con alfileres, y allí eran los apuros. Mientras sus compañeros —122→ de presidencia discurrían con gran tranquilidad de ánimo acerca de las vicisitudes del mercado de granos, a que ambos se consagraban, don Mateo procuraba en vano reedificar la desmoronada construcción del discurso premeditado. Por fin se convenció de que le sería necesario improvisar, porque de la memoria ya no había que esperar nada. «Lo mejor para que se me ocurriera algo, pensó, sería sentir de veras, con todo el corazón, la muerte de Ronzuelos (mi apellido)». Y probaba a enternecerse, pero en vano; a pesar de su cara compungida, le importaba tres pepinos la muerte de Ronzuelos (don Agapito) es decir, mi muerte.

-Es una pérdida, una verdadera pérdida -dijo alto para que los otros le ayudaran a lamentar mi desaparición del gran libro de los vivos, como dice Pérez Escrich-. ¡Una gran pérdida! -repitió.

-Sí, pero el grano estaba averiado, y gracias que así y todo se pudo vender -contestó otro de los que presidían.

-¿Cómo vender? Ronzuelos era incapaz... era integérrimo... eso es, integérrimo.

—123→

-Pero ¿quién habla de Ronzuelos, hombre? Hablamos del grano que vendió Pérez Pinto...

-Pues yo hablo del difunto.

-Ah, sí. Era un carácter.

-Justo, un carácter, que es lo que necesitamos en este país sin...

-Sin carácteres -añadió el interlocutor acabando la frase con el esdrújulo apuntado.

Don Mateo dudaba si caracteres era esdrújulo o no, pero ya supo desde entonces a qué atenerse.

*
* *

Llegamos al cementerio. Entonces los del duelo, por la primera vez, se acordaron de mí. En torno del ataúd se colocó el partido a quien don Mateo seguía hasta en sus extravíos. Hubo un silencio que no llamaré solemne porque no lo era. Todos los circunstantes esperaban con maliciosa curiosidad el discurso de Gómez. -Es un inepto, ahora lo vamos a ver -decían unos. -No sabe hablar, pero es un hombre enérgico. —124→ -Que es lo que necesitamos -interrumpía alguno. -Menos palabras y más hechos es lo que necesita el país.

-¡Eso!... Eso... Eso... -dijeron muchos. -¡Esooo!... -repitió el eco a lo lejos.

-Señores -exclamó don Mateo, después de toser dos veces y desabrocharse y abrocharse un guante-. Señores, otro campeón ha caído herido como por el rayo (no sabía que me había matado la humedad) en la lucha del progreso con el oscurantismo. Modelo de ciudadanos, de esposos y de liberales, brilló entre sus virtudes como astro mayor la gran virtud cívica de la consecuencia. Íntegro como pocos, su corazón era un libro abierto. Modelo de ciudadanos, de esposos y de liberales... -don Mateo se acordó de repente de que esto ya lo había dicho; tembló como un azogado, sintió que la memoria y todo pensamiento se hundían en un agujero más oscuro que la tumba que iba a tragarme, y en aquel instante me tuvo envidia; se hubiera cambiado por el difunto. El cementerio empezó a dar vueltas, los mausoleos bailaban y la tierra se hundía. Yo, que estaba de cuerpo presente, a la vista de todos, tuve que hacer un —125→ gran esfuerzo para no reírme y conservar la gravedad propia del cadáver en tan fúnebre ceremonia. Volvió a reinar el silencio de las tumbas. Don Mateo buscaba la palabra rebelde, el público callaba, con un silencio que valía por una tormenta de silbidos; sólo se oía el chisporroteo de los cirios y el ruido del aire entre las ramas de los cipreses. Don Mateo, mientras buscaba el hilo, maldecía su suerte, maldecía al muerto, el partido y la manía fea de hablar, que no conduce a nada, porque lo que hace falta son hechos. «¿De qué me ha servido una vida de sacrificios en aras o en alas (nunca había sabido don Mateo si se dice alas o aras hablando de esto) en alas de la libertad, pensaba, si porque no soy un Cicerón estoy ahora en ridículo a los ojos de muchos menos consecuentes y menos patriotas que yo?». Por fin pudo coger lo que él llamaba el hilo del discurso y prosiguió: -¡Ah, señores, Ronzuelos, Agapito Ronzuelos fue un mártir de la idea (de la humedad, señor mío, de la humedad), de la idea santa, de la idea pura, de la idea del progreso, el progreso indefinido! No era un hombre de palabra, quiero decir, no era —126→ un orador, porque en este desgraciado país lo que sobran son oradores, lo que hace falta es carácter, hechos y mucha consecuencia-. Hubo un murmullo de aprobación y don Mateo lo aprovechó para terminar su discurso. Se disolvió el cortejo. Entonces se habló un poco de mí, para criticar la oración fúnebre del presidente efectivo del comité.

-La verdad es -dijo uno encendiendo un fósforo en la tapa de mi ataúd-, lo cierto es que don Mateo no ha dicho más que cuatro lugares comunes.

-Claro, hombre -dijo otro-, lo de cajón; por lo demás, este pobre Ronzuelos era buena persona y nada más. ¡Qué había de tener carácter!

-Ni consecuencia.

-Lo que era un gran jugador de ajedrez.

-De eso habría mucho que hablar -replicó un tercero-. Ganaba porque hacía trampas. Guardaba las piezas en el bolsillo.

¡El que hablaba así era Roque Tuyo, mi rival, el infame que enrocaba después de haber movido el rey!

No pude contenerme. -¡Mientes! -grité —127→ saltando de la caja. Pero no vi a nadie; todos habían desaparecido. Empezaba la noche; la luna asomaba tras las tapias del cementerio. Los cipreses inclinaban sus copas agudas con melancólico vaivén, gemía el aire entre las ramas, como poco antes, cuando se cortó don Mateo. Llegó un enterrador. -¿Qué hace V. ahí? -me dijo, un poco asustado. -Soy el difunto -respondí-. Sí, el difunto, no te espantes. Oye: alquilo ese nicho; te pagaré por vivir en él mejor que si lo ocupara un muerto. No quiero volver a la ciudad de los vivos... Mi mujer, Perico, Clemente, el partido, don Mateo... y sobre todo Roque Tuyo, me dan asco-. El enterrador dijo a todo amén. Quedamos en que el cementerio sería mi posada, aquel nicho mi alcoba. Pero ¡ay!, el enterrador era hombre también. Me vendió. Al día siguiente vinieron a buscarme Clemente, Perico, mi mujer y una comisión del seno de mi partido, con don Mateo a la cabeza o a los pies. Resistí cuanto pude, defendiéndome con un fémur; pero venció el número; me cogieron, me vistieron con un traje de peón blanco, me pusieron en una casilla negra, y aquí estoy, —128→ sin que nadie me mueva, amenazado por un caballo que no acaba de comerme y no hace más que darme coces en la cabeza. Y los pies encharcados, como si yo fuera arroz.

Zaragoza, 1882.

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Un documento

La ilustre Duquesa del Triunfo ha dado a sus criados la orden terminante de no recibir a nadie. No está en casa. En efecto, su espíritu vuela muy lejos de la estrecha cárcel dorada de aquel tocador azul y blanco, que tantas veces llamaron santuario de la hermosura los revisteros de la casa. Porque es de notar que la Duquesa tiene tan completo el servicio de sus múltiples necesidades, que hay entre su servidumbre muchos que ejercen funciones que el mundo clasifica entre las artes liberales; y así como dispone de amantes de semana, también tiene revisteros de salones, que dedican a los de tan ilustre dama todos los galicismos de su elegante pluma.

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Amantes de semana he dicho; ¡ah!, Cristina, el nombre de la Duquesa, hace mucho tiempo que ha despedido a todos sus adoradores. A los treinta y seis años se ha declarado fuera de combate la que un día antes coqueteaba con toda la gracia de la más lozana juventud.

Uno de sus apasionados ha tenido la ocurrencia de regalarle una edición diamante de los más poéticos libros de la mística española; otro adorador, este platónico, le ha recomendado las obras de Schleiermacher (la Duquesa ha sido embajadora en Berlín, y ha vivido en Viena con un célebre poeta ruso). Entre el adorador platónico, natural de Weimar, los místicos españoles y Schleiermacher han conseguido que la Duquesa introduzca en su tocador reformas radicales; y ahora se lava nada más que con agua de la fuente, y gasta apenas una hora en su tocado, pero tan bien aprovechada, que este sol que se declara en decadencia es más hermoso en el ocaso que cuando brillaba en el cenit. Ya no mira la Duquesa como quien prende fuego al mundo, sino con ojos lánguidos, que fingen, sin querer fingir, una sencillez y una modestia —133→ encantadoras; los más bizarros caballeros de la brillante juventud, a que fue siempre aficionada la Duquesa, ya no le merecen más que miradas maternales; parece que les dice con los ojos: «Ya no sois para mí; os admiro, os comprendo y adoro como obras maravillosas de la Naturaleza; pero esta adoración es desinteresada; nada espero, nada esperéis tampoco; veo en vosotros los hijos que no tengo y que echo de menos ahora; si aún os agrado, gozad en silencio del espectáculo interesante de una hermosura que se desmorona; pero callad, no me habléis de amor, seríais indiscretos. Hay algo más que el amor; yo nazco a nueva vida, y el galanteo sería en mí una flaqueza que probaría la ruindad de mi espíritu. Adorad si queréis; pero yo sólo puedo pagaros con un cariño de madre».

Todo este discurso, que yo atribuyo a los ojos de Cristina, lo había leído en ellos el joven escritor, periodista y novelista, Fernando Flores, muy aficionado, como la Duquesa, a los ejercicios de destreza corporal, y abonado al paseo del Circo de Price, en Recoletos. La Duquesa asistía a las funciones de moda los viernes de todas —134→ las semanas. Rodeábanla amigos que tenían la obligación de no requerirla de amores. Esta nueva fase de la sensibilidad exquisita y ya estragada de Cristina no la conocía el público, que había hecho, como suele, una leyenda escandalosa de la vida de aquella mujer. En esta leyenda la calumnia y la malicia habían puesto lo que les inspirara la pasión política, pues el Duque era un personaje político de importancia, de esos que los demagogos piensan colgar de los faroles, o no hay justicia en la tierra. La admiración, este homenaje que siempre tendrá la belleza, había prestado las tintas suaves del fantástico cuadro en que Cristina aparecía como un Don Juan del sexo débil. La inmoralidad de su vida y la odiosidad que acompañaba al nombre de su reaccionario y un tanto cruel esposo, la rodeaban de una especie de aureola diabólica: el pueblo, sobre todo las honradas envidiosas de la clase media, hablaban de la Duquesa con un afectado desprecio, como de la personificación del escándalo; pero cuando ella pasaba, donde quiera se abría calle, a veces se hacía corro, y ojos y bocas abiertos daban testimonio de la —135→ general admiración; el pasmo que causaba el prestigio de la distinción y la hermosura, suspendía en las bocas abiertas las necedades de la hipocresía y de la maliciosa envidia. Muchos con los labios entreabiertos para decir «¡qué escándalo!», acababan por suspirar diciendo «¡qué hermosura!». Los ojos de las damas, que desde la oscuridad de una belleza vulgar y de una corrupción adocenada miraban con las ascuas del rencor a Cristina, pecaban más con sólo aquella mirada, que la ilustre señora había pecado en toda su vida, devorando con las llamaradas de sus pupilas cuanto el amor les diera en alimento y en holocausto a su hermosura. Cristina, en público, conociendo cuanto de ella se pensaba y se decía, presentábase como los reyes, que atraviesan una multitud en que hay amigos y enemigos, odio y admiración; o como los grandes artistas del teatro, que saludan a un público que aplaude y silba; estos personajes aprenden un movimiento singular de los ojos; sus miradas son de una discreción que sólo se adquiere con la experiencia de estas batallas del favor y de la enemistad de la muchedumbre. Cristina fijaba —136→ pocas veces los ojos en los individuos de la multitud, cuyos favores, sin embargo, eran los que más agradecía. El público es siempre el rival más temible; la mujer más fiel se distrae y deja de oír al amante por mirarse en los mil ojos del Argos enamorado, de la multitud que contempla. Cristina amaba como ninguna otra mujer al adorador anónimo; a este amante no había renunciado, ni aun después de leer a San Juan y a Schleiermacher; pero temía mirarle cara a cara en los ojos de una de sus personalidades, porque el descaro estúpido, la envidia grosera y cruel y otras cien malas pasiones, le habían devuelto más de una vez miradas de cínica audacia, de repugnante malicia o de irritante desprecio. Esta misma prudencia en el mirar, en el observar el efecto producido, daba más gracia y atractivo a la Duquesa.

A lo menos, a Fernando Flores, que había conocido todo esto, le encantaba aquella extraña y misteriosa relación entre la Duquesa y la multitud.

Él también era multitud. Apoyado en el antepecho que separa el paseo de los palcos, contemplaba todos los viernes a su sabor —137→ aquella hermosura célebre, como los verdaderos amantes de la pintura acuden uno y otro día al Museo a contemplar horas y horas, en silencio, una maravilla del pincel de Velázquez o quien sea el pintor favorito.

Fernando llegaba a los treinta, y mirando atrás, no veía en sus recuerdos aventuras en que figurasen duquesas. Dábase por desengañado antes de conocer el mundo, del cual sólo sabía por lo que dicen las novelas y por lo poco que le enseñara una observación constante, sobrado perspicaz y hecha a demasiada distancia. Parecíale tan ridícula la idea de enamorarse de Cristina, que sin miedo la miraba y admiraba. No era presumido en cuanto a galanteos, y despreciaba con noble orgullo a los aventureros del amor, que aspiran a subir adonde jamás llegarían por su propio valor, merced a los favores de las damas.

Cierto viernes del mes de Mayo llegó a su palco Cristina con su hija única, Enriqueta, de quince años, y dos bizarros generales, que habían sido amantes de la Duquesa, a lo menos en la opinión del vulgo. Vestía de negro, como su hija, y su —138→ pelo, como la endrina y abundante, recogido en gracioso moño sobre la cabeza, dejaba ver el blanco, fuerte y voluptuoso cuello, tentación irresistible, donde la imaginación del enamorado público daba besos a miles.

La Duquesa, al pasar cerca de Flores, tocole en el rostro con los encajes de una manga, y dejole envuelto en una atmósfera de olores tan delicados, intensos y dulcísimos, tan impregnada de lo que se puede llamar esencia de gran dama, que Fernando expresó así, allá para sus adentros, lo que sintió al aspirar aquella ráfaga de perfumes soñados: «¡Parece que estoy mascando amor!».

Lo cierto es que el pobre muchacho, con gran vergüenza suya, se sintió conmovido hasta los huesos por una nueva clase de emociones, que le indignaba desconocer a sus años, y siendo un novelista acreditado, y acreditado de escribir conforme al arte nuevo, esto es, tomando de la realidad sus obras.

En cuanto Cristina estuvo sentada en su palco, enfrente de Fernando, pero no tan enfrente, que no tuviese que volver un poco —139→ la cabeza en el caso inverosímil, absurdo, de querer mirarle, el novelista consagró todo su espíritu a la contemplación ordinaria, y ¡oh casualidad incomprensible e inexplicable por las leyes naturales y corrientes de la vida! Cristina, no bien hubo sacado de la caja los gemelos, dirigiolos al humilde escritor, que tembló como si le mirase con dos cañones cargados de abrasadora metralla.

Figúrese el lector al amante del arte, que antes suponíamos, enamorado de una virgen de Murillo, y que la contempla embelesado días y días, y uno cualquiera ve que la divina figura le sonríe como sonreiría una virgen de Murillo si, en efecto, pudiera. Pues la impresión de este hombre sintió Fernando al ver que los gemelos de la Duquesa se clavaban en él, positivamente en él. El joven contemplaba siempre a la ilustre dama sin más esperanza de correspondencia que la que pudiera tener el que fuera a hacer el oso a una de aquellas hermosas y nobles damas que retrató Pantoja, que miran en su limpia sala del Museo, con miradas de lujuria inacabable, al espectador de todos los siglos. No era, por —140→ lo común, descarado nuestro héroe para mirar a las mujeres; pero a Cristina sí la miraba tenazmente, sin miedo, creyéndose seguro en la oscuridad de la multitud. «¡Hay tantos ojos que devoran su hermosura! -pensaba- ¿qué importan dos más?». Y miraba, y miraba, sin que en el placer que mirando recibía entrase para nada la vanidad, que suele ser, en tales ocasiones el principal atractivo. Aunque sabía todos los casos que refieren las novelas, y hasta las historias, de grandes abismos sociales que salta el amor de un brinco, no creía que esto aconteciese en la vida real casi nunca, y la posibilidad lógica de que a él le sucediese encontrarse en una aventura de esta índole parecíale semejante a la de ganar el premio grande de la lotería: jugaba y era posible ganar ese premio; pero ni se acordaba de él. Por más que en Flores protestasen una porción de nobles sentimientos, y hasta el orgullo ofendido con el placer que sentía, antes de que la reflexión pudiera deshacer el encanto, el corazón le latió con fuerza; un sudorcillo tibio, que parecía que le regaba por dentro, le inundó de una voluptuosidad también nueva, —141→ y, lo que es peor que eso, sintió en el alma, en el alma espiritual, no en el alma del cuerpo, que dicen que hay algunos filósofos; digo que sintió en lo más íntimo de sí, una ternura caliente, calentísima, que parecía acariciarle las entrañas y aflojar no sé qué cuerdas tirantes que hay en el espíritu de los que se han acostumbrado a sofocar ilusiones, a matar sueños y aspiraciones locas y románticas, decididos a ser unos muy sosos hombres de juicio. De estos era Flores, y esa flojedad que digo sintió, y con ella una alegría que le parecía soplada dentro por los ángeles; y a más de este encanto, en que él era pasivo, notó que, por cuenta propia, se había puesto el corazón a agradecer la mirada de la Duquesa, y agradecerla de suerte que todas las entrañas se derretían, y era el agradecimiento aquel nueva fuente de placeres, que diputó celestiales sin ninguna duda. El pobrecito quiso apartar los ojos de aquellos que le miraban detrás de dos oscuros agujeros, en que él veía llamaradas; pero la voluntad ya era esclava, y fuese tras los ojos a abismarse en la boca de los cañones que tenía enfrente. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

—142→

Bueno será que se sepa cómo recibieron allá dentro la mirada del joven del Circo, que era como le llamaba la Duquesa hacía algunas semanas; por supuesto, que se lo llamaba para sus adentros, pues con nadie había hablado de tal personaje.

Cristina, que un mes antes estaba enamorada de San Juan de la Cruz, y hubiera dado cualquier cosa por ser ella la iglesia de Cristo, la esposa mística a quien el santo requiebra tan finamente, había cambiado de ídolo y se había dicho: «Lo que yo necesito es un amor humano; pero verdadero, espiritual, desinteresado, en que no entre para nada el deseo de poseerme como carne, que incita, ni la vanidad de hacerse célebre siendo mi amante». Los adoradores jurados le causaban hastío. Todos le parecían el mismo. Cerraba los ojos y veía un hombre en habit noir, como decían ellos, con gran pechera almidonada (plastrón), que daba la mano como un clown, que era uniformemente escéptico, sistemáticamente glacial, y que decía en francés todas las vulgaridades traducidas a todos los idiomas. La Duquesa esperaba a los treinta y seis años —143→ algo nuevo, que no fuese un adulterio más, sino un amor puro, como ella no lo había conocido, como lo deseaba para su Enriqueta.

¡Cuántas veces, mirando con su rápida y prudentísima mirada a la multitud que la rodeaba, se había dicho: «¿Estará ahí?»! Una noche, en Price, al decir bon soir a un joven aristócrata, a quien llamaban Pinchagatos (Dios sabe por qué), flaco, menudo, casi ciego, pero atrevidísimo con las mujeres, Cristina, que le daba la mano con repugnancia, observó que los ojos de un espectador del paseo se fijaban, se clavaban en el sietemesino insolente. Salió del palco Pinchagatos, que se fue saludando a todas las damas que encontraba al paso, y la mirada tenaz le seguía. Cuando el joven aristócrata y mal formado se perdió de vista, los ojos del paseo volviéronse a Cristina, y suaves, melancólicos, tranquilos ya, fijáronse en ella, como para saborear un deleite habitual interrumpido. Desde aquel momento, aunque Flores no pudo comprenderlo, ni lo soñó siquiera, su contemplación constante fue espiada. Y ¡qué hubiera dicho el infeliz si hubiese —144→ sabido que existía en Madrid una gran dama para quien eran todos los placeres de la corte, y que todos los despreciaba, mientras aguardaba ansiosa la noche del viernes, el día de moda de Price! Y ¿por qué? Porque esa noche la consagraba ella, hacía algunas semanas, a un espionaje que le causaba una clase de delicias que tenían la frescura y el encanto fortísimo de las emociones nuevas. Cristina no miraba a Fernando cuando sabía que él la miraba; pero gozaba del placer de sentir, sin verle, que sus ojos estaban cebándose en ella. Veíale y no le veía, mirábale y no le miraba; esto ya saben todas las mujeres cómo se hace. Flores no sospechaba nada; creíase a solas en su contemplación y procuraba saciar el apetito de contemplar sin miedo de ser sorprendido. Bien conocía esto la Duquesa; veía que el joven del Circo la miraba, como hubiera podido hacerlo un miserable insecto de los que cantan himnos al sol en los prados al mediodía. ¿Qué le importa al insecto que el sol le vea o no? Para gozar de la delicia que le dan sus rayos, y agradecérsela cantando, le basta con la humildad de su oscuro albergue bajo —145→ la hierba. Esto del insecto no le había caído a la Duquesa en saco roto, como se dice; desde que se le ocurrió tal comparación, tomose ella por sol, al pie de la letra, y Flores fue el insecto enamorado, que le cantaba con los ojos himnos de adoración. ¡Qué delicadeza de sentimiento, qué divina voluptuosidad, qué caridad sublime, qué distinción, en suma, había en preferir bajarse a contemplar el mísero gusano y despreciar a las estrellas de su corte interplanetaria! ¡Qué orgullosa estaba Cristina! ¡Cuán por encima de las coquetas vulgares del gran mundo se contemplaba, consagrando entera su alma a aquel purísimo, delicado placer, que a espíritus menos escogidos les parecía insípido e indigno de una grande de España! Las mil invitaciones que cada día la obligaban a dejar tal o cual proyecto de diversión no la obligaron nunca, desde que vio a Flores, a perder su abono de los viernes. Sus amigos habían llegado a sospechar si estaría enamorada de algún clown o de algún atleta. Lo cierto es que ella gozaba, como en su primera juventud, al llegar la hora del espectáculo, al sentirse arrastrada en su coche hacia el —146→ circo de Recoletos, al atravesar los pasillos, al sentarse en su palco, saboreando de antemano las delicias de aquella noche. Si Flores aún no estaba en la primera fila del paseo, casi enfrente del palco, la Duquesa se alarmaba seriamente. ¿No vendrá? Pero nunca tardó más de un cuarto de hora. Llegaba con su abrigo al brazo, modestamente vestido, pero con una elegancia natural, que era más del cuerpo que del traje; poco a poco iba abriéndose camino entre los espectadores del paseo, llegaba a la primera fila, pues nadie resistía a la insistencia del que quería estar allí (como sucede en los demás negocios del mundo), y dejando el abrigo sobre el antepecho, y apoyando el brazo en el abrigo, y en la mano la cabeza, consagrábase a sus religiosos ejercicios de admiración estática. Ya estaba contenta Cristina; parecíale que habían dado más luz a la cinta de gas que festoneaba las columnas; que la música era más alegre y estrepitosa, los alcides más fuertes, los clowns más graciosos; el olor acre que subía de la pista le encendía los sentidos; las resonancias del Circo le parecían voces interiores, y como que se —147→ restregaba el perezoso espíritu, sintiendo dulcísimo cosquilleo, contra aquella mirada que era firme muralla de acero. Sí, se apoyaba el alma de la Duquesa en la mirada de Fernando, como su espalda en el respaldo de la silla, en abandono lánguido. Esto no es amor, se decía la Duquesa al acostarse. Yo ya no amo; todo eso ha concluido. Pero es mucho mejor que el amor lo que siento. Ese muchacho no me gusta ni me disgusta como físico; es otra cosa lo que me encanta en él; es su adoración tenaz, sin esperanza, torpe para adivinar que está vista y que está agradecida. Algunas veces, aunque temerosa de romper el encanto haciendo dar un paso a la sutil aventura, había arriesgado la Duquesa miradas que podían llamar la atención de Flores. De repente, cuando sabía que la miraba, volvía ella los ojos hacia los suyos, como un disparo certero, y las pupilas chocaban, desde lejos, con las pupilas. Pero en vano; los ojos de Flores no revelaban ninguna emoción; parecían los de un ciego que están en una mirada eterna fijos, mirando la oscuridad, cual esas ventanas pintadas, por simetría, en las paredes, por donde no —148→ pasa la luz. Cristina, perspicaz, llegó a explicarse esta impasibilidad, y al dar con la verdadera causa, sintió más placer que nunca. El joven, que no ponía ni pizca de vanidad en cuanto hacía, que no iba a hacer el oso a una Duquesa, era bastante modesto para figurarse que su adoración era conocida; creía que Cristina le miraba sin verle, como a tantos otros, por casualidad. Pero, entretanto, ella comenzaba a impacientarse; todo aquello era delicioso, pero no debía ser eterno; y siguiendo, sin darse cuenta, tácticas antiguas, quiso adelantar algo, ya que de él no había que esperar nada. No creía ella que adelantando perdería la aventura su carácter ideal, fantástico, su naturaleza etérea, incomprensible para el vulgo de las grandes señoras. Y entonces fue cuando se resolvió a clavarle los gemelos al joven del paseo.

La mirada que Fernando dejó caer, sin quererlo, dentro de aquellos, que se le antojaban dos cañones, debía de ir llena de la expresión de aquellas nuevas, profundas, tiernas y dulces emociones que procuré describir a su tiempo; porque Cristina, al recogerla dentro de sus gemelos, —149→ y sentirla pasar por la retina al alma, quedose como espantada de gozar placer tan intenso en regiones de su ser en que jamás había sentido más que unas ligeras cosquillas.

Separó del rostro los gemelos; viéronse y miráronse cara a cara la gran dama y el humilde escritor... Todavía Fernando aferrado a su modestia, miró hacia atrás, dudando que fuese para él mirada en que había ya hasta palabras... Pero no cabía dudar más; a su espalda estaba un segoviano con la boca abierta, y detrás de este las gradas vacías. ¡Le miraba a él! ¡La Duquesa del Triunfo miraba a Fernando Flores, autor de dos novelas naturalistas vendidas por seis mil reales cada una!

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La Duquesa solía salir del Circo antes de terminar la función. Aquella noche vio hasta el comienzo del último ejercicio; entonces se levantó, se dejó poner el chal, salió del palco, se acercó a Fernando, que no movía ni pie ni mano, nada; al llegar a tocar con el hombro en los bigotes del muchacho, que estaba inclinado sobre el antepecho del paseo, se detuvo para esperar —150→ a Enriqueta, que estaba en el palco todavía. Fueron pocos segundos; el hombro de la Duquesa tocó en el bigote y en la nariz del novelista; él se incorporó un tanto; los ojos estuvieron frente a los ojos, a un decímetro escaso de distancia; la mariposa cayó en la llama; ¡rayos y truenos! La Duquesa dejó que en su rostro se dibujara como la aurora de una sonrisa; Fernando, sin querer, sonrió con el encanto; la sonrisa de la Duquesa se definió entonces; se besaron los ojos... y mientras la orquesta tocaba la Marcha Real, porque el Rey salía de su palco, Cristina se perdía a lo lejos entre las otras damas que dejaban el Circo. Fernando, inmóvil, olvidado del mundo de fuera, se dividía en dos por dentro: uno, el que era más que él, gozaba el placer más intenso de su vida, y el otro, avergonzado, sentía la derrota de la orgullosa modestia. «¡Al fin, soy un necio! -decía este censor de la conciencia-. ¡Creo que le he gustado a una duquesa; estoy enamorado de la Duquesa del Triunfo; me ha sonreído y he sonreído; soy su adorador y ella lo sabe! ¡Ridículo! ¡Eternamente ridículo!...». Y huyó del teatro; y creía, huyendo, que el —151→ sonar del bombo y los platillos era una gran silba que le daba el público, una silba solemne, con los acordes de la Marcha Real, que es, en ocasiones, una gran ironía, un sarcasmo...

*
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Fernando llegó a su modesta habitación de la fonda, como escritor silbado que huye del público cruel. Sobre el velador de su gabinete estaban esparcidas infinidad de cuartillas, en blanco unas, y otras ennegrecidas por apretados renglones; un Musset, poesías, asomaba entre aquel cúmulo de papeles sueltos. En aquel desorden estaba su pensamiento de pocas horas antes, y parecíale que ya le separaban de él siglos: al ver todo aquello, recordó el estado de su espíritu según era antes de haber ido al Circo. ¡Malhadada noche! Adiós el artista, diosecillo egoísta que vivía para sí y de sus propios pensamientos, viendo en el mundo nada más que una serie de hermosas y curiosas apariencias, cuya —152→ única razón de ser era servir al novelista de modelo para sus creaciones. Pensó en su libro, en el que estaba esparcido sobre el velador; parecíale obra de otro, insulsa invención, sofistería fría y descarnada sin vida real. Su voluntad le pedía otra cosa ahora: acción, lucha; quería ser actor en la comedia del mundo, y esto era lo que avergonzaba a Flores; al verse caer en un abismo, en el abismo de la vida activa, para la cual sabía perfectamente que no tenía facultades. ¡Esa mujer me arrastrará al mundo; seré un necio más; al rozarme, al chocar con las pasiones vulgares, pero fuertes, de que hoy me burlo, me contagiaré y seré un vanidoso más, un ambicioso más, un farsante más! No temo tanto el desengaño infalible que me espera, no sé cómo ni cuándo, pero que siempre viene como temo el remordimiento, el amargo dejo que traerá consigo, cuando vuelva a buscar en el arte, en la muda y pasiva observación, un consuelo tardío... Y se acostó. No leyó aquella noche para dormirse. Apagó la luz y se quedó pensando: «Allá va don Quijote; esta es la segunda salida...», y se despreciaba y se burlaba de sí propio de —153→ todo corazón. Ya se figuraba como su amigo Gómez, eternamente en habit noir, mendigando de palco en palco sonrisas de mujeres, apretones de manos de ilustres damas, sufriendo desaires que había de disimular, como Gómez, con una plácida sonrisa de ángel hecho a todo... «¡Oh, sí!, y como ella lo exija, llegaré a escribir crónicas de salones, y describiré trajes de bailes y bibelots de chimenea... Después de todo, esa mujer no ha hecho más que mirarme y sonreír7. Sí, pero me ha mirado toda la noche y me ha sonreído de un modo... y no atendía a los que la rodeaban; no pensaba más que en mí, esto es seguro. ¿Y yo estoy enamorado? El interés que esa mujer singular, quizá no tan singular como yo imagino, ha despertado en mí, ¿es amor?, ¿merece este nombre? Pero ¿qué es el amor? ¿No sé yo que hay mil maneras de padecer, de creerse enamorado, y ninguna quizá de estarlo de veras? El caso es que yo no sabré resistir si ella insiste... El ridículo es inevitable. A mis ojos ya estoy en plena novela cursi. ¡Conque suceden estas cosas! Y ella se creerá una mujer aparte, y a mí me querrá no —154→ por mis escasos merecimientos, sino porque soy el amante cero, el amante de la multitud». Y, sin querer, empezó a recordar muchos casos parecidos de novelas idealistas. Pero también recordó algo parecido en Balzac; recordó a la Princesa que se enamora de un pobre republicano que la contempla estático desde una butaca del teatro... y recordó también La Curée, de Zola, donde Renée, la gran dama, cede a la insistencia de un amante de azar, de un transeúnte desconocido, sin más títulos que su audacia... «Yo soy el capricho, quizá el último capricho de esa mujer». Casi dormido, y como si en él funcionase de repente otra conciencia, pensó con tranquilidad: «¿Si lo único ridículo que hay aquí será que he visto visiones?...».

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A la misma hora, reposando en un lecho cuya blandura, suavidad y olores voluptuosos Fernando Flores no podía imaginar siquiera, Cristina pensaba en el joven del —155→ Circo, decidida a que fuera el último y el mejor amante: lo principal era que aquel encanto, desconocido hasta entonces, no degenerase en aventura vulgar, como todas las de su vida. Había que huir de la seducción de la materia: Schleiermacher y San Juan, de consuno, exigían que aquel amor fuera por lo divino. Ya se figuraba la Duquesa a Fernando acudiendo a misteriosa cita todas las noches; ella le recibiría con un traje que no hablase a la materia; ya discurriría ella cómo puede una bata estar cortada de modo que no hable más que al espíritu: tomaría por figurín algún grabado en que estuviera bien retratada Beatriz, y aún mejor sería recurrir a la indumentaria griega; algo como la túnica de Palas Atenea o de Venus Urania. Y ¿de qué se hablaría en aquellas sesiones de amor místico? La verdad es que a ella no se le ocurría ningún asunto propio de tan altas relaciones amorosas. Pero, en fin, ello diría... ¡El amor espiritual es tan fecundo en grandes ideas!... y en último caso, hablarían los ojos. Este espiritualismo, que hoy apenas se usa, se le representaba a la Duquesa como el manjar más —156→ escogido del alma, porque ella había vivido en plena realidad, envuelta siempre en aventuras en que predominaba el sentido del tacto; y las quintas esencias del amor ideal, los matices delicadísimos de las pasiones excepcionales, con sus encrucijadas de sentimientos inefables, de adivinaciones y medias palabras, eran lo más nuevo que se pudiera ofrecer al gusto de aquel paladar acostumbrado a platos fuertes. Cristina se durmió pensando en el amor de Flores. En sueños tuvo el disgusto de notar que el joven del Circo se propasaba, procurando una mezcla de deleites humanos y divinos, principio de una corrupción sensual que era preciso evitar a toda costa.

A la mañana siguiente, el pensamiento de Cristina y el de Fernando al despertar fue el mismo. Era necesario buscarse.

Y se buscaron y se encontraron. La aventura se pareció, mucho más que la Duquesa deseara, a todas las aventuras en que son parte una gran señora y un joven de modesta posición. Tuvo ella que animarle, y luchó no poco entre el encanto que le causaba la vaguedad, la indecisión de los poéticos comienzos, y el miedo de —157→ asustar al amante con un fingido retrato. Él, estaba visto, no había de atreverse sin grandes garantías de buen éxito, y fue ella quien tuvo que arriesgar más de lo justo. Al fin se hablaron. Fue en un coche de alquiler. No hubo mejor medio, aunque lo buscó la Duquesa, que sentía, en su nueva vida espiritual, una gran repugnancia ante semejantes vehículos. Hubiera sido mucho más a propósito una gruta, con o sin cascada; pero fue preciso contentarse con un simón. Flores pensó: «¿Habrá leído Mme. Bovary esta mujer?». No, infeliz, no ha leído tal cosa; Cristina lee a Schleiermacher y a Fray Luis de Granada, no temas. El novelista acudía a las citas de amor como si fuera a fabricar moneda falsa. Estaba avergonzado hasta el fondo de la conciencia. Era un cursi más definitivamente. Gómez, con su gran pechera, su clack bajo el brazo, ya le parecía un héroe, no un ente ridículo. ¡También él era Gómez!

Pasaba el tiempo, y los amantes estaban como el Congreso de Americanistas y otros por el estilo, siempre en las cuestiones preliminares. Se había convenido: 1.º, que —158→ aquel amor no era como los demás; 2.º, que la Duquesa no podía ofrecer a Fernando la virginidad de la materia; pero que, en rigor, hasta la fecha no había amado de veras, y, por consiguiente, podía ofrecerle la virginidad del alma, y váyase la una por la otra; 3.º, que aunque la modestia de Flores protestase, estaba averiguado que él era un hombre superior, excepcional, que tenía en su espíritu tesoros de belleza que no podría comprender ni apreciar jamás una mujer vulgar. Afortunadamente, la Duquesa no era una mujer vulgar, sino muy distinguida, singular, única, y leía en el alma de Fernando todas las bellezas que había escrito Dios en ella; 4.º, que no siendo puñalada de pícaro el contacto de los cuerpos, se conservaría el statu quo en punto a relaciones carnales, sin que esto fuese comprometerse a una castidad perfecta, toda vez que nadie puede decir de esta agua no beberé.

Fernando estuvo alucinado algún tiempo. Llegó a creer en la verdad de los sentimientos de Cristina y a sí propio se juzgó enamorado; así que, de buena fe, buscó y rebuscó en su imaginación, y hasta en su —159→ memoria, alimento para aquellos amores en que tan gran papel desempeñaban la retórica y la metafísica. Días enteros hubo en que no pensó, siquiera una vez, que todo aquello era ridículo. Con toda el alma, sin reservas mentales, acudía a dar la conferencia de sus amores, y explicaba un curso de amor platónico, como si no pudiera emplearse la vida en cosa más útil. Cristina estaba en el paraíso; se había creado para ella sola un mundo aparte: sus amigos nada sabían de estos amores. Aquel romanticismo místico-erótico, que es ya en literatura una antigualla, era un mundo nuevo de delicias para la pobre mujer que desertaba de la vida grosera del materialismo hipócrita, de buenas formas y bajos instintos y gustos perversos, del gran mundo de ahora. Mientras él mismo participó del engaño, Flores no pudo ver que era interesante, al cabo, aquella mujer tan experimentada en las aventuras corrientes de la vida mundana, pero tan inexperta y cándida en aquellas honduras espirituales en que se había metido.

Una noche, Fernando oyó en el café a un amigo una historia de amores que, aunque —160→ no lo era, se le antojó parecida a la suya. En ella había un amante que jamás llegaba al natural objeto del amor, al fin apetecido (tomando lo de fin, no por lo último, sino por lo mejor). Flores se puso colorado; casi creyó que hablaban de él, y volvió al tormento de verse en ridículo. Si hasta allí había sido tímido y había respetado la base 4.ª del tratado preliminar, porque él mismo creía un poco en la posibilidad de los amores en la luna (aunque como literato y hombre de escuela los negaba), desde aquel momento se decidió a ser audaz, grosero si era necesario. La Duquesa había agradecido a Fernando su delicadeza, aquel respeto a la base 4.ª; pero no dejaba de parecerle extraño, quizás un poco humillante, acaso algo sospechoso ese firme cumplimiento de convenciones que, al fin, no eran absolutas, según el mismo texto de la ley; repito que ella agradecía esta conducta tan conforme con su ideal, pero no la hubiera esperado.

Fernando fue todo lo brutal que se había propuesto. Todo antes que el ridículo. Pero la Duquesa resistió el primer asedio con una fortaleza que sirvió para encender de —161→ veras los sentidos del amante. Mas ¡ay!, al mismo tiempo que en Fernando brotaba el deseo que daba a sus devaneos un carácter más humano, se le cayó la venda de los ojos, y vio que si antes había sido ridículo, menos acaso de lo que él creía, ahora comenzaba a ser un bellaco. ¿Amaba él de veras a aquella mujer? No, decididamente no; ya estaba convencido de ello. En tal caso, ¿tenía derecho a exigir el último favor, a llevarla hasta el adulterio? ¡Bah, la Duquesa! Una vez más, ¿qué importaba? -respondía el sofisma-. Pero ¿aquella mujer no estaba arrepentida? ¿No se había arrancado, por espontáneo esfuerzo, a las garras del adulterio material, grosero? ¿No estaba aquella mujer en camino de regeneración? ¡Bah!, era una Magdalena sin Cristo; su arrepentimiento no era moral, era un refinamiento de la corrupción; ¡su espiritualismo, su misticismo eran falsos, eran ridículos! ¡Ridículos!, ¿quién sabe? Lo parecían sin duda; pero ¿no había alguna sinceridad en aquel arrepentimiento, aunque pareciese otra cosa? ¿No había, por lo menos, una buena intención? Si Cristina hubiese tenido un verdadero —162→ director espiritual, ¿no hubiera buscado salvación por mejor camino?... Arrastrar otra vez a aquella mujer a la concupiscencia del cuerpo era un crimen; no era un adulterio más; era el peor de todos, peor acaso que el primero. «Sí, sí -acabó por pensar Fernando que mantenía esta lucha con su conciencia-; ¡ahora me vengo con escrúpulos! Lo que tengo yo, que soy un cobarde, que no se me logra nunca nada de puro miedo; todos estos tiquismiquis morales no son más que el miedo de dar el segundo ataque a esa fortaleza restaurada...». Y otra vez el pánico del ridículo le llevó a ser atrevido, brutal, grosero. Cristina sucumbió; el deleite material despertó en ella todos sus instintos de

Montón de carne lasciva,


que dijo el poeta. Schleiermacher y los místicos se fueron a paseo, según expresión brutal de ella misma. Quince días de embriaguez de los sentidos bastaron para que Flores llegara al hastío. Empezaba a saber la gente algo de aquello, y el novelista, apagada ya la sed del placer, y satisfecho —163→ como hombre de aventuras, quiso villanamente coger velas y huir del abismo que iba a tragarle. La posición de amante oficial de la Duquesa del Triunfo obligaba a mucho. ¡Oh, infamia! Flores hizo, contando por los dedos, el presupuesto ordinario de los gastos a que aquella vida le obligaba; no daban los libros para tanto. Además, los salones le ocuparían demasiado tiempo, «y él era, ante todo, un artista». Una mañana, que durmió hasta muy tarde, arrojó en un bostezo el resto de su falso amor. «¡Ea! -se dijo, revolviendo las cuartillas desordenadas de la novela, que esperaba en los primeros capítulos al distraído autor de sus páginas-. ¡Ea!, esto se ha concluido; yo no soy un Don Juan, ni un sietemesino, ni un hombre de mundo siquiera; yo soy un artista. Es necesario que lo sepa Cristina. No se ha perdido el tiempo al fin y al cabo. Hágome cuenta que he trabajado en la preparación de un libro; he observado, he recogido datos; creí un momento haber encontrado el amor: ¡no!, es algo mejor; he encontrado un libro... La mujer no es para mí, no podía ser; pero tengo... el documento. Cristina me —164→ servirá en adelante como documento humano. Hagamos su novela; es un caso de gran enseñanza. Los necios dirán que es inverosímil; pero yo le daré caracteres de verdad cambiando el original un poco». Y escribió cuatro renglones a la Duquesa despidiéndose de ella. «La inspiración le había visitado. Iba a encerrarse con la inspiración algunos meses fuera de Madrid, y en todo ese tiempo no podrían verse. Acaso les convenía. ¿No se acordaba de aquella Dalila de Feuillet, que tanto le gustaba antes de que él, Fernando, le hubiese hecho despreciar a los escritores de la escuela idealista? Pues bien; el ejemplo de Dalila era una lección. El verdadero amor exigía este sacrificio. Ella sería la primera que leyese el libro que le mandaba escribir el deus in nobis...».

Cristina leyó esta carta con pena; pero no con tanta pena como hubiera tenido si el desengaño hubiera precedido a la caída. Llamaba ella la caída al momento en que sus amores con Fernando dejaron de ser metafísicos. «¡Al fin estas relaciones iban pareciéndose a las otras! ¡Oh, no; ni estas ni otras... Basta... basta... El amor es así!...». —165→ ¿Sintió despecho? Eso sí; siempre se siente en tales casos.

Pasó cerca de un año. Cristina no tuvo amante; se dejaba adorar, pero no admitía confesores. Una noche recibió un libro encuadernado en tafilete. Era la novela de Flores, con una dedicatoria del autor: «A mi eterna amiga». Cristina despidió a Clara, su doncella, y sin acostarse, pasó la noche, de claro en claro, devorando el libro. Era la historia de su vida, según ella la había dejado ver, en el abandono del amor ideal, al redomado amante. ¡Qué infamia! Fernando no la había amado, la había estudiado. Cuando sus ojos se clavaban en los de Cristina para anegarse en ellos, el traidor no hacía más que echar la sonda en aquel abismo. Como obra de arte, el libro le pareció admirable. ¡Cuánta verdad! Era ella misma; se figuró que se veía en un espejo que retrataba también el alma. En algunos rasgos del carácter no se reconoció al principio; pero reflexionando, vio que era exacta la observación. El miserable no la había embellecido: cuestión de escuela. Al amanecer se quedó dormida, después de leer dos veces la última página...

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A las doce, despierta; arregla apenas su traje desaliñado con el desasosiego de aquel sueño de pocas horas, y vuelve a leer... Pero antes ha dado orden terminante de no recibir a nadie. Quiere estar sola. «Es verdad, sola está; ¡qué sola! Aquel hombre implacable, artista sin entrañas, observador frío como un escalpelo, le ha hecho la autopsia en vida y le ha hecho asistir a ella. ¡Una vivisección de la mujer que se creyó amada!». A las tres almuerza Cristina, y bebe para alegrarse, para animarse. A los postres pide un frasco de benedictino, del cual solía probar Fernando. Se sirve una copa; pide a Clara recado de escribir, y manda esta carta a Flores:

«Fernando: He recibido tu libro. Como novela, es una obra maestra; pero, de todas maneras, tú eres un plebeyo miserable. La Duquesa del Triunfo».

¡Ah, sí, un plebeyo! -se quedó pensando-. ¡La multitud, esa multitud que me admira y me espía! De ahí le saqué... ¡Por algo la miraba yo con miedo!

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—167→

El libro de Fernando gustó mucho a los inteligentes; la crítica más ilustrada y profunda le consagró largos análisis psicológicos. Alguien dijo que el tipo de aquella mujer no existía más que en la imaginación del novelista. Fernando contestaba a esta censura con una sonrisa amarga. «¡Oh, sí, existía la mujer; era la que se había vengado de muchas injurias llamándole plebeyo!».

Madrid, Junio 1882.

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