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Pipiolos y pelucones

Tradiciones de ahora cuarenta años

Segundo y último tomo


Daniel Barros Grez



Portada





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Capítulo I

Manera espedita y graciosa de elegir un presidente, descubierta y puesta en práctica por el partido pelucón


«Mi presencia en aquel sitio invadido y profanado por los satélites de una facción conspiradora, les pareció un favorable pretexto para consumar el crimen que habían meditado.»


MANIFIESTO DE FREIRE. (1830.)                


Al mismo tiempo que la poblada invadía el palacio, una comisión se había dirigido a casa de Freire. Éste, huyendo de las influencias que lo asediaban, había tratado de ocultarse en casa de un amigo; pero perseguido hasta allí mismo, fue rogado y estrechado para que autorizase con su presencia el desorden que acabamos de ver. Freire supo resistir, sin embargo, a los ruegos de la amistad y a las insinuaciones de la perfidia; hasta que viendo que nada podían conseguir, fueron a decirle que la seguridad de la patria reclamaba   -6-   su presencia; que el mismo Presidente Vicuña la deseaba, y que no pusiese a la seguridad pública en peligro de sufrir mayores contrastes con su obstinación.

Fatalmente persuadido de la necesidad de aquel paso, vistiose con su uniforme y se presentó en la plaza. Su presencia hizo el efecto que se deseaba, y fue recibido con una general aclamación. He aquí la causa de la conmoción que se había dejado sentir.

El general se dirigió entonces a la sala de gobierno «dispuesto a prestar sus servicios a las autoridades legales y a la conservación del orden». Pero el Presidente había salido, y se encontró solo en medio de sus fatales amigos. Su posición no podía ser más embarazosa. Rodeado y asediado de propuestas y ruegos para que tomara el timón del Estado, expuso ante los amotinados que esto no podría ser, mientras la República tuviese el Presidente que ella misma había nombrado.

-Pero ese Presidente es cero -dijo Dorriga-. Ya ve usted cómo ha abandonado el campo porque su conciencia lo acusa y su impotencia se lo ordena.

-Señor -le dijo el clérigo Franco-, venga usted a ocupar el asiento a que sus virtudes y sus glorias lo hacen tan acreedor.

Diciendo esto, entre él y otro caballero lo tomaron en brazos; y al modo como se coloca a un niño en la cuna, lo llevaron a la silla y allí lo sentaron, sin que el general hubiese podido evadirse de representar aquel ridículo papel. Enseguida, sin darle tiempo a que manifestase su desagrado, Franco, haciéndose el intérprete de la concurrencia, le dijo:

-Jamás olvidaré, señor general, la dicha que me ha cabido en coadyuvar a vuestra elevación al mando supremo del Estado. Permaneced en él para la felicidad de la patria: tal es la expresión de mis más ardientes deseos y de los de esta noble reunión, así como los de la República entera.

-Agradezco, señor presbítero, esas demostraciones de afecto y deferencia -contestó Freire alzándose del asiento, en el cual se le había arrojado más bien que colocado-; pero no me podrá usted negar que «es muy inusitada esta manera de conferirme la autoridad».

-Tiene razón -murmuró Gacetilla, quien colocado en un rincón de la sala todo lo miraba, escudriñaba y escuchaba con la más decidida y activa curiosidad-. Eso no es elevar a un hombre a la silla presidencial, sino dejarlo caer en ella.

Enseguida, dirigiéndose Freire a la concurrencia, le dijo del modo más formal:

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-No puedo aceptar un puesto para el cual no he sido elegido por la nación. Sólo a los pueblos pertenece la facultad de elegir a sus mandatarios, y mientras ellos usan de este sagrado derecho, yo trataré de corresponder a vuestra confianza, trabajando por la conservación del orden público.

-Pero mientras tanto -dijo Hipocreitía-, es preciso que se lleve a cabo el acuerdo del Consulado sobre la instalación de la Junta.

-Sí, sí -agregaron Dorriga y Franco-, ¿cómo hemos de salir de aquí sin dejar concluido este asunto?

Entonces, aquellos mismos hombres que poco rato antes tachaban de atentatorios e irregulares los actos del gobierno de Vicuña, decidieron de común acuerdo, la instalación de la Junta en el mismo lugar que debía ocupar el Presidente nombrado por la nación.

Freire se engañó creyendo que el único medio de apagar aquella conflagración, era acceder en parte a las exigencias de los amotinados, cuando esto no era otra cosa que alentarlos en sus pretensiones, excitándolos a nuevas intrigas y maquinaciones contra el régimen democrático que comenzaba a plantearse. En consecuencia, aprobó el nombramiento de la Junta de gobierno; y mientras se firmaba la sentencia de muerte contra la República, el Presidente Vicuña salía por la puerta falsa del palacio, y cubierto de las insignias del mando supremo, se dirigía a su casa por en medio de la turba del pueblo, que sin saber aún de lo que se trataba, le cedió el paso, con muestra de consideración y respeto.

Dado este paso, los pelucones creyeron que nada tenían que temer, y comenzaron a obrar audaz y abiertamente contra el gobierno que se desmoronaba.



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Capítulo II

Miguel Turra se retira del mundo y Don Policarpo de Santiago


«La famosa Partida del Alba fue el terror de la capital por los meses de noviembre y diciembre del año de 1829.»


(F. ERRÁZURIZ.)                


Al salir a la plaza, fueron los amotinados saludados con estrepitosos vivas a la religión, al orden y a la patria. Se había tenido cuidado de preparar a la multitud por medios de dádivas y promesas, a fin de que manifestara su adhesión a los de la poblada.

Varios comisionados, entre los cuales un ojo observador habría podido descubrir a Juan Diablo, recorrían los diversos grupos que llenaban la plaza, y el pobre pueblo entonaba un cántico de triunfo al borde del precipicio en que bien pronto debía hundirse.

Acompañaba a Juan Diablo un hombre a quien no era fácil reconocer, por llevar sobre el ojo izquierdo un gran parche verde que le cubría casi la mitad de la cara.

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-Compadre -dijo a Juan-, ¿qué clase de revoluciones son las de estos tiempos?

-¿Qué quieres decir, Miguel?

-Que yo no sé cómo los ricos entienden las cosas; estas revoluciones son más desabridas que la agua clara... Ni un saqueito siquiera para despuntar el vicio.

-Calla la boca, hombre. No se trata de eso por ahora -dijo Juan Diablo.

-Y ¿cómo nos habían dicho que íbamos a tener saqueo general?... Nos han engañado; pero no les creeré otra vez. Mire usted cómo se van todos para su casa, mano sobre mano... ¿Es esto saber hacer revoluciones? ¡Pero otra vez no me pillarán!

-Vámonos al bodegón -le dijo el otro-. Allí se te quitará el sentimiento con un traguito que te daré.

-Vamos -contestó el del parche, en quien habrá reconocido el lector a Miguel Turra.

Ambos amigos se dirigieron al bodegón de Juan Diablo, y allí empezaron a beber amigablemente.

-¿Sabe en lo que estoy pensando, ño Diablo? -dijo Miguel.

-En hacer alguno de tus milagros -contestó el otro riendo.

-No se ría usted, ño Diablo, porque ¿quién sabe si llego a hacer milagros? Con el tiempo todo se alcanza, y ya sabe usted que de menos nos hizo Dios... ¡Estaba pensando en dejar el mundo y retirarme de estos bullicios!

-¿A algún convento? ¡Sería gracioso verte vestido de mocho, porque de fraile no es fácil! Ya estás viejo para el latín.

-No me gustan los latines -contestó Turra-, aunque si tuviera afición, bien pudiera haberlo aprendido en todo el tiempo que le sirvo a mi patrón don Cándido... Sabe el latín al derecho y al revés... Pero no es al convento donde pienso retirarme... Venga otro trago.

-¿Y adónde?

-Al partido de Colchagua. Hoy hablé con Manuel Barragán, que ha llegado de San Fernando, y me dice que don Angelito Calvo ha levantado del humo de la vela un escuadroncito que llaman la Partida del Alba, con el fin de perseguir a los enemigos de la religión.

-He oído hablar de la Partida del Alba; pero no sé si será verdad lo que se cuenta del tal don Calvo...

-Es un cuerpo compuesto de gente escogida entre los de la carda; y Barragán que no es tan rastra que digamos, me ha asegurado   -10-   que todos son hombres de pelo en pecho. Han pillado pipiolos como moscas, y nos dejan hacienda de hereje que no visiten y beneficien... Comen vacas gordas, beben de lo rico, y cabalgan siempre en cosa buena, sin que les haga falta sus cuatro reales en el bolsillo, que es bendición de Dios, como me dice Barragán que lo pasan esos hombres. Esto es lo que se llama saber hacer revolución, compadre, y no como las que se están acostumbrando en la capital, ¡que ni alegran siquiera, ni le dejan a uno para echar un trago...!

-Pero no te puedes quejar, Miguel, pues en la otra revolución te chupaste tus veinte pesitos fuertes.

-Los cuales quedaron aquí en su bodegón... No, ño Diablo: yo no soy para vivir así a medio morir saltando... Me voy a reunir con los de la Partida del Alba; y en menos de dos meses me verá usted otro. Estoy aburrido en esta ciudá de Chile... Otro vasito... Ya van cuatro revoluciones, y ni un solo saqueo siquiera; como si un pobre no sudara el quilo por esas calles, gritando vivas y mueras... ¿y todo para qué...? Para volver a su casa con el bolsillo lleno de viento... Estos ricos no saben hacer más que revoluciones de títeres... Dígame, ño Diablo ¿le ha puesto agua a este aguardiente?

-¡Ni una gota, hombre!

-Y sin embargo, está tan simple como la revolución de hoy... ¡Si nos hubieran dado siquiera unas dos horas de uñas libres!... Ya le estaba echando el ojo a un par de candelabros de plata que divisaba en uno de los cuartos del palacio.

Aquel mismo día Miguel arregló sus trevejos; ensilló su caballo; eligió para su uso los objetos que pudo llevarse de la chacra que don Cándido tenía a su cargo; vendió algunos animalitos para abrigar su bolsillo, como él decía, y sin decir a su patrón aquí quedan las llaves, se dirigió acompañado de Manuel Barragán, su digno amigo, hacia el lugar en donde, por entonces, se hallaba la célebre Partida del Alba.

No era Miguel Turra el único de nuestros conocidos que había formado el proyecto de dejar la capital. Don Policarpo Tragantilla, importunado por las continuas exigencias del padre Hipocreitía, había resuelto irse a establecer en un pueblo de provincia. A la fecha ya había realizado sus negocios y acomodado sus petacas. Sólo le faltaba despedirse de su amigo Hipocreitía, con el cual no quería romper, cuando éste mismo le ahorró el viaje al convento apareciéndose en persona.

El padre y don Marcelino habían ya ajustado con don Melitón   -11-   el día del matrimonio de Lucinda; y teniendo necesidad de dinero para hacer los arreglos necesarios en la casa del novio (que era donde la boda debía celebrarse según el convenio, a fin de evitar los llantos de doña Trinidad), no había más remedio que recurrir a la inagotable bolsa de don Policarpo.

-¿Qué es esto, amigo mío? -dijo el fraile, viendo desmantelado el almacén del avaro, y a doña Estefanía y Pepita ocupadas en el arreglo del equipaje.

-¡Que me voy al campo!, padre mío. No puedo ya vivir en la ciudad. Aquí no se gana ni para mantener a la familia.

-Pues antes de irse, me hará usted el favor de...

-¿Dinero? -le interrumpió don Policarpo-; apenas tengo para el viaje... No sé si me alcance para llegar a X*, que es a donde me dirijo.

-¿Al pueblo de X* se va usted?

-Sí, mi padre. ¿En qué puedo servirlo?

-Servirme a mí, no: al contrario, se me ocurre la idea de hacerle a usted un servicio.

-¿Cuál? Estoy a su disposición.

-¿No le convendría a usted ser gobernador de X*?

-¡Pues no me ha de convenir! -respondió don Policarpo abriendo tamaños ojos.

-La gubernatura es un buen elemento para ganar plata en los campos.

-¡Lo creo!

-Da respetabilidad, y al señor gobernador, nadie se le pone por delante en los negocios.

-Así es, ¿cómo podría su paternidad conseguir esa gubernaturita?

-No es difícil... Ya ve usted que nuestro partido va subiendo.

-¡Ah!, ¡mi padre! ¡Y qué obra de caridad haría su reverencia en conseguirme el destinito!

-Ya le digo que no será difícil conseguirlo; pero...

-¿Pero qué?

-Usted no podrá servirlo.

-¿Cree su paternidad que yo no sabré servir una gubernatura como otro cualquiera?

-No es eso, amigo mío, sino que como el puesto requiere cierto brillo para conservar el respeto a la...

-Habrá brillo: yo me haré respetar. Si alguien me falta en un contrato, prometo que irá a la cárcel derechito.

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-Quiero decir, del respeto a la autoridad...

-Eso es: en estando con la vara de la justicia en la mano ¿quién se quedará con un cuartillo que me pertenezca?

-No me entiende usted

-¡Vaya, si entiendo!

-Ya le digo...

-Explíquese entonces, mi padre.

-En una palabra: para ser gobernador necesita usted gastar, vestirse bien, vivir en una casa correspondiente a su posición.

-Eso será según el sueldecito.

-El sueldo será bueno... Pero antes, es preciso hacer ciertos desembolsos...

-Se hará, padre; se hará.

-Y como usted me dice que apenas tiene para llegar a X*...

-Sin embargo, estoy dispuesto a...

-Debemos renunciar a este proyecto.

-No lo crea, padre mío; yo no renuncio: acepto la gubernatura... No crea que me falta para presentarme con decencia. Tengo algo.

-¿Cómo cuánto tendrá en caja?

-Puedo tener unos... unos quinientos pesos.

-Es poco. Hablemos de otra cosa.

-Pero trajinando por ahí, podemos juntar hasta mil...

-Y ¿qué podrá usted hacer con mil ni con dos mil pesos?

-¡Buena cosa! ¿Conque de tanta plata se necesita para principiar a ser gobernador?

-Se echa de ver que usted no conoce el mundo, don Policarpo... Con menos de cuatro mil pesos, no crea que hará nada en la carrera de la política.

-¡Vaya, pues, supongamos que yo tenga esos cuatro mil pesos!

-Proyectar sobre suposiciones es edificar castillos en el aire.

-Pues le digo de veras. Los cuatro mil pesos están prontos.

-Entonces me da usted dos mil pesos... Y los otros dos mil pesos los lleva para sus necesidades. Cuente con el destino y no hablemos más. Puede creer que la cosa es hecha porque nuestro partido sube como la espuma.

Reflexionó un momento don Policarpo; y como sabía que era tiempo perdido tratar de que el jesuita rebajase algo de la cantidad que demandaba, le entregó, suspirando, los dos mil pesos.

-Son prestados, decía el fraile, mientras los recibía de las temblorosas manos de don Policarpo... No le doy recibo porque la regla   -13-   de la Orden no me lo permite; pero cuente con que este dinero será reembolsado, si no de mi peculio, al menos con las pingües ganancias del destino. Adiós, ¡que el cielo lo proteja en su viaje!, y no se olvide de escribirme. Yo cumpliré mi palabra.

-¡Amén! -respondió don Policarpo.



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Capítulo III

Detrás del placer está el dolor


«La fuerza armada pertenece a la nación, entera, y no puede, sin hacer traición a un deber el más sagrado, apoyar las deliberaciones de un pueblo o pueblos en particular.»


(ACTA DEL CONSEJO DE GUERRA VERIFICADO EN TANGO,
EL 9 DE NOVIEMBRE DE 1829.)
               


Fuerza es que el condescendiente lector se trasporte al campamento de Tango, en donde Anselmo seguía recibiendo de sus camaradas las más inequívocas muestras de aprecio.

Uno de los que más se empeñaba en obsequiarle era un antiguo camarada llamado José Tronera, que aunque de mucho más edad que la mayor parte de los oficiales, parecía el más niño según la manera como se conducía. Por una parte, vivo, travieso, decidor, amigo de las jugarretas y de los lances chistosos; y por la otra, franco, generoso, valiente y decidido por sus amigos. Era Pepe Tronera un carácter verdaderamente original. Más de una vez le había sucedido   -15-   lances desagradables con las víctimas de sus jugarretas y truhanerías; pero había sabido sostener siempre el honor del pabellón, como él decía. Nadie podía aplicarle el apodo de cobarde; y aunque era hablador hasta la crueldad, no se conocía ejemplo de que hubiese descubierto un secreto importante. Su bolsillo era de todos, y miraba el de los demás como su propia caja. Cierto día, enojado con un compañero porque le cobraba con instancias cierta cantidad, le dijo: «yo me vengaré de ti, no valiéndome jamás en lo sucesivo de tu bolsillo.» Hijo de padres ricos, habíase apresurado a gastar toda su herencia materna con el fin de asimilarse más a los liberales, como él decía, y de que nadie lo tuviese por pelucón. Su dinero había pasado a manos de los usureros, de las mujeres de mala vida, de las viudas pobres, de las familias sin recursos, de los bodegoneros, de las comisiones de beneficencia, etc. Y no era estraño verlo en un mismo día dotar a la cantora de una chingana y asentarse en la cofradía de Nuestra Señora del Socorro... Por la mañana acompañaba con semblante devoto al Santísimo Sacramento, y en la tarde se afiliaba en una partida de tunos para ir a dar un malón en una chacra de campo a las más lindas muchachas de los contornos. En una palabra, este hombre original presentaba los fenómenos más extraños y contradictorios, y un fisiólogo sagaz habría tenido mucho que estudiar en su multiforme carácter. Sin embargo, sus mutaciones eran verdaderas y naturales, y jamás hubo uno de sus compañeros que lo llamara hipócrita.

Al segundo día del arribo de Anselmo, dijo Pepe a sus camaradas:

-Es preciso solemnizar la llegada de nuestro amigo a estas filas patrióticas.

-¿Pero cómo? -preguntáronle.

-Con una merienda, por ejemplo.

-Eso sería si se nos hubiese dado nuestros sueldos -replicó un oficial.

-¡Ya se ve! La patria se olvida de pagarnos... Pase por lo mucho que nos solemos olvidar de ella. Pero ¿el no tener dinero es una razón para no festejar a Anselmo? Que me traspasen las bayonetas peluconas si esta misma noche no tenemos la mesa puesta. Tengo un proyecto... ¿Quién se atreve a ayudarme?

-¿Cuál es el proyecto?

-¿Qué gracia harías en entrar en él si yo te lo dijera? Esa pregunta   -16-   me manifiesta que no tienes fe en mí. Por consiguiente, no mereces ayudarme.

-¡Aquí estoy yo, Pepe! -dijo un mozo, cuyo carácter se avenía muy bien con el de Tronera.

-Acepto tu cooperación, Tristán -dijo Pepe-. Ven acá, hijo mío, tomarás parte en la empresa así como has tenido fe en mi talento.

Enseguida, tomando del brazo a Tristán se fue con él a la caballeriza; ensillaron y salieron del cuartel a trote largo. Dos horas después estuvieron de vuelta.

-¿Cómo te ha ido, Pepe? -le preguntaron.

-Muy bien. Hemos cumplido la comisión con que ustedes nos han honrado.

-¿Nosotros?, ¿qué comisión?

-La de ir a convidar para la merienda de mañana a don Pedro Contreras.

-Ese viejo rico, padre de las niñas...

-El mismo. Ha agradecido mucho la atención; y me aseguró que no faltaría a la merienda.

-¡Pero, hombre, nos has ido a comprometer! ¿Cómo pondremos una mesa digna de ese caballero si no tenemos con qué?

-¡Si no es más que una ternera asada con un poco de chicha! Yo le dije que era sólo una cosa así a la rústica parte festejar a un amigo.

-¿No es más que una ternera, dices?

-Nada más, nada menos.

-No nos falta más que la ternera.

-Así se lo dije a don Pedro; y él me la prometió con la patriótica generosidad que lo caracteriza.

-¡Acabáramos! Pero este cuartel no presenta ninguna pieza decente para el convite.

-Don Pedro sabe esto mejor que nosotros y nos ofreció su casa... Nos comeremos la ternera debajo de los parrones de la huerta, y como la bodega de don Pedro está muy aperada, beberemos a la salud de sus hijas.

-¡Ja, ja, ja! ¡Vaya con este Pepe! ¿Conque has ido a convidar a don Pedro para comernos una de sus terneras y beber de su vino en su propia casa?

-Con sus propias niñas y todo -agregó Pepe, encendiendo un cigarro-. El hombre es una alhaja. No hay más remedio... Es preciso que nadie falte, porque el convite fue hecho a nombre de todos los   -17-   oficiales y aceptado de la manera más formal por don Pedro y sus preciosas hijas.

-Nos resignaremos a cumplir con este compromiso -contestaron riendo algunos oficiales, mientras otros, menos acostumbrados al carácter de Pepe, recibían la noticia un si es no es disgustados.

Don Pedro era un vecino acomodado, generoso y amigo de la vida alegre. Él mismo vino esa tarde en persona a convidar a Viel y a sus oficiales para la merienda del siguiente día, a la cual asistieron todos, menos el coronel Tupper que se quedó en el cuartel.

El convite fue animado; la mesa abundante y regularmente servida, y los convidados encontraron la más cordial franqueza en la familia de Contreras. Mientras tanto, Tronera, que iba y venía de un estremo a otro de la mesa charlando con todos y revolviéndolo todo, decía de cuando en cuando a sus compañeros:

-¡Ya ven ustedes que sé cumplir mi palabra!

Pero el contento general fue turbado repentinamente por la llegada de Tupper, quien, con unos papeles en la mano, se presentó a Viel y le dijo al oído:

-¡Comandante, todo está perdido!

-¿Qué hay? -preguntó Viel, alzándose de su asiento.

Tupper, sin contestar una palabra, puso las comunicaciones en manos del comandante general. Éste, retirándose a un lado, pasó rápidamente la vista por los papeles, y mientras leía, su cara se iba poniendo más y más pálida. Enseguida, dirigiéndose a los oficiales les dijo:

-¡Caballeros, al cuartel!

-¿Qué sucede, señor comandante?

-La patria está en peligro. ¡Al cuartel en diez minutos!

Y después de pedir a los dueños de casa lo disculpasen por aquella brusca retirada, salió seguido de todos sus oficiales.

-Señorita -decía Tronera a una de las niñas al tiempo de retirarse-, no he tenido tiempo de concluir mi brindis; pero volveré, si las balas de los pelucones me lo permiten. ¡Esto huele a peluconada!

Un cuarto de hora después se encontraban los de la merienda reunidos en consejo de guerra.

Era el 9 de noviembre. Habiendo tomado Viel la palabra para imponer a los circunstantes del objeto del consejo, narró todos los hechos acaecidos el día 7, y concluyó diciendo:

-La Junta de gobierno nombrada por los enemigos del orden carece de autoridad, no sólo de derecho sino de hecho, porque ni aun   -18-   ha podido ser su nombramiento publicado por bando. Se le ha negado la obediencia por los comandantes de los cuerpos que existen en Santiago, y la Asamblea de la capital la ha declarado nula. Dictaminemos ahora sobre lo que le corresponde hacer a este ejército de mi mando.

-Defender hasta el último trance nuestras instituciones amenazadas -respondieron muchos.

-Ser fiel a la Constitución hasta la muerte -dijeron otros.

En consecuencia decidieron:

«Obedecer las órdenes del Poder Ejecutivo constitucional, protestando a la faz de la nación, que jamás harían uso de las armas para hostilizar a los ciudadanos, cuyos derechos defenderían hasta derramar la última gota de sangre, con lo cual creían obrar conforme al voto de la generalidad de la República.»

El noble ejército, después de esperar en balde órdenes del poder supremo, mal alimentado y mal equipado como estaba, se dirigió a Santiago, adonde llegó el mismo día en que esta capital era abandonada por el Gobierno y entregada a las intrigas reaccionarias. El Gobierno se trasladó a Valparaíso; pero si no había podido dominar las circunstancias estando en Santiago, es decir, en el centro mismo de las influencias peluconas, ¿cómo podría hacerlo desde aquel puerto? Sin embargo, no estaba todo perdido todavía: el ejército permanecía fiel a sus banderas y juraba morir por la causa de la libertad. Sólo había menester de un jefe de prestigio, y al mismo tiempo leal a los principios de la Constitución.

Ese jefe no podía ser otro que Freire; y en consecuencia, un consejo verificado el día trece de noviembre, acordó poner al ejército bajo las órdenes de dicho general, «no como a jefe de la Junta de Gobierno, sino como a jefe de mayor graduación».

Freire no comprendió toda la nobleza de este acto; y creyéndose herido, ordenó al ejército la sumisión ante la autoridad de la misma Junta, que, pocos días antes habían jurado no reconocer. Tenía confianza en su prestigio; pero aquella vez se equivocó, porque al día siguiente el ejército puso a su cabeza al coronel Viel. Este segundo acto y las instigaciones del partido reaccionario, concluyeron por exasperar hasta lo sumo al general Freire, haciéndole concebir el proyecto de presentarse él en persona ante los soldados.



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Capítulo IV

Anselmo y Angelina



    «¡Mujer! oh gota pura
¡Delicálice divino!
Calmar con tu dulzura
Al hombre, es tu destino,
El amargoso líquido
Del vaso del dolor:
Tú eres, mujer, la urna
Que encierra, su consuelo;
La antorcha eres nocturna
Que le platea el cielo;
Y en fin, en turbio piélago
Su estrella eres de amor.»


(J. CHACÓN, La mujer.)                


En cuanto Anselmo estuvo libre de las ocupaciones de su puesto, quiso verse con Andrés; pero éste se encontraba en Valparaíso a las órdenes del teniente coronel de artillería, don Gregorio Amunátegui.

De doña Estrella no pudo sacar otra cosa, sino que esperaba contestación a cierta carta que había escrito a una de las madres   -20-   más graves del convento, parienta de don Cándido.

Dona Trinidad seguía enferma; pero no por eso había podido conseguir de su marido el que le permitiese ver a su hija. Don Marcelino había jurado que Lucinda no saldría del monasterio sino para casarse con su amigo don Melitón «o con la sepultura».

Tales eran las palabras del cruel viejo. En cuanto a la solicitud elevada a la Curia eclesiástica, aún no había obtenido providencia, en razón a los inconvenientes que se le cabían presentado y que, a no dudarlo, provenían de las maquinaciones del reverendo Hipocreitía, uno de los hombres de más influencia en el tribunal eclesiástico, según la expresión del señor secretario con el cual había hablado doña Estrella.

Las noticias que el joven obtuvo de su protector, don Ramón, no fueron más felices. A pesar de haber conferenciado varias veces sobre el asunto con Su Ilustrísima, el señor Obispo de Ceran, no había podido obtener otra contestación sino que «el negocio era muy delicado y debía pensarse maduramente».

El pobre joven, no hallando qué hacer, quiso hablar con su hermana y se dirigió al convento. Llamó en el torno y solicitó hablar con Angelina, como lo solía hacer, aunque de tarde en tarde, según encargo de su misma hermana. Vino ésta al torno y apenas saludó a Anselmo cuando le dijo sollozando:

-Ya concibo cuál es el objeto de tu venida, pero nada puedo decirte.

-¿Por qué?

-Me es prohibido, ¡hermano mío!

-Pero...

-La escucha nos oye -dijo a media voz Angelina.

Anselmo se acordó entonces de que una monja no podía hablar ni aun con su hermano, sin que su conversación fuese fiscalizada por ese testigo llamado la escucha.

-¡Ah! -exclamó el joven-, pero ¿cómo podré conformarme con tener que separarme de aquí sin saber noticias de ella?

-¡Vamos, hermana! -dijo con voz seca y dura la monja que acompañaba a Angelina-. Retírese de la reja porque esta conversación toma un carácter prohibido.

-¡Hermana, amiga mía! -exclamó Angelina con voz suplicante-, ¿no ve que la persona que allí habla es mi pobre hermano que sufre tan cruelmente?

-¡Que Dios le dé paciencia! -respondió la escucha; pero yo no   -21-   puedo faltar a lo que se me ha ordenado. ¡Retirémonos de aquí!

La orden era imperiosa y Angelina debía obedecer al momento, so pena de sufrir un castigo correccional. Pero antes de retirarse dijo a Anselmo:

-¡Adiós, hermano mío! Voy a rezar por ti. ¡Ten esperanza!

El joven no contestó sino que lanzó un doloroso gemido al mismo tiempo que la escucha decía a Angelina:

-¡Hermana! ¡Usted ha pecado gravemente con no obedecer al instante!

Pero Sor María de los Dolores no oyó estas palabras, y preocupada del quejido de su hermano, que repercutió en su sensible corazón, corrió nuevamente hacia el torno.

-¡Anselmo!, ¡hermano mío! -exclamó con voz entrecortada por la emoción-. Ten esperanza, te he dicho: ¡confía en Dios! ¡Lucinda está buena, y yo sé que te ama cada día más! En cuanto a esa carta que le han obligado a escribirte...

Anselmo no oyó más. La voz de su hermana había sido cortada de repente como si le hubieran puesto la mano en la boca. Al mismo tiempo se oyó gritar a la escucha:

-¡Socorro!, ¡socorro!

Bien pronto concurrieron tres o cuatro monjas que exclamaron:

-¡Ave María Purísima!

-¿Qué es lo que sucede?

-¡Que Sor María de los Dolores ha desobedecido formalmente...!

-¡Jesús, María y José! ¡Materia grave!

-Ha hablado contra la prohibición expresa...

-¡Qué escándalo!

-¡Aquí viene la madre abadesa!

-¡Madre mía! -exclamó Angelina dirigiéndose a Sor Águeda- ¡He pecado gravemente! Estoy pronta a recibir con humildad el castigo que su reverencia tenga a bien imponerme.

-¡Angelina de mi corazón! -exclamó Anselmo-. ¡Vas a sufrir por mí!

-¿Quién habla en el torno? -preguntó la madre Águeda después de haber ordenado a dos monjes que llevaran a Sor María de los Dolores al lugar en donde debía sufrir la penitencia de su pecado-. ¿Quién es usted?

-¡Madre mía! -respondió el joven-. Soy Anselmo Guzmán, el Hermano de Angelina...

-Aquí no hay ninguna persona de ese nombre, señor. ¡Retírese usted!

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-Angelina Guzmán, señora, que con el nombre de Sor María de los Dolores...

-¡Sor María de los Dolores no saldrá más al locutorio! -interrumpió la abadesa-. ¡Olvide usted para siempre que tiene aquí una hermana!

Enseguida ordenó a la hermana portera que cerrase todas las puertas, y en breve rato se encontró Anselmo solo y sin tener quién le contestase. Retirose de allí con el corazón traspasado de dolor, y sostenido su espíritu solamente por esa forzada esperanza de los últimos momentos. Sus ilusiones habían ido cayendo una a una como caen de los árboles las hojas que el huracán arrastra en tumultuosos remolinos. Mientras más pensaba en su destino, mayor era su angustia. Echando una mirada a la sociedad, temblaba al considerar en ella una reunión de elementos para sacrificar a su querida, y ninguno para salvarla.

Un sacerdote en quien la niña debió encontrar el consuelo que necesitaba había pronunciado la sentencia, y su propio padre era el verdugo. Enseguida, echaba otra mirada sobre sí mismo y lo afligía su debilidad. ¿Qué podía hacer él, pobre y sin ningún prestigio contra sus poderosos enemigos que encontraban en las preocupaciones sociales su principal apoyo? Él tenía conciencia de la justicia de su causa y de los derechos de su amor; pero esto era precisamente lo que lo martirizaba hasta la desesperación, pues, mientras más reflexionaba, más claramente veía su impotencia.



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Capítulo V

La intentona frustrada


«Yo llego en aquellos momentos; penetro en el medio del patio, y con una pistola en una mano y la espada en la otra, me presento al general Freire...»


(CARTA DEL CORONEL TUPPER.)                


Tales eran poco más o menos las reflexiones de Anselmo al dirigirse a su cuartel, que entonces ocupaba el convento de San Agustín, cuando al llegar a la plaza de Armas, fue distraído de sus meditaciones por una voz muy conocida:

-¡Anselmo!, ¡pobre amigo mío!, ¡qué flaco y pálido te encuentro!

-Tan flaco y pálido como gordo y colorado estás tú, Catalino -respondió Anselmo dando la mano a Gacetilla.

-Y ¿qué hay de nuevo?

-No sé nada hombre.

-¡Nada! Yo no sé qué clase de jóvenes son los de estos tiempos:   -24-   parece que no se interesan por el porvenir de la República. ¡Nunca sabes nada!

-Y ¿qué he de saber yo, cuando acabo de llegar del campo?

-Ya lo sé; pero hace más de veinticuatro horas que llegaste a la capital y debes saber muchas cosas. ¿Te parece poco veinticuatro horas?... Pues yo te diré entonces lo que sé. He oído que Freire está como un quique contra los pipiolos...

-¿Por qué?

-Porque el ejército le ha negado la obediencia, y él dice que todo esto se hace por instigaciones del pipiolaje... Tú debes saberlo. ¿No eres amigo del general?

-Sí; pero no tratamos sino muy poco de estos asuntos.

-Mal hecho, hombre; mal hecho -dijo don Catalino con cierta gravedad cómica-. Tu posición cerca del general te pone en un serio compromiso.

-¿Cuál?

-El de inquirir por medio de él las mejores noticias para contestar a los amigos. Ahora me acuerdo -prosiguió Gacetilla-, se dice además, que Freire piensa presentarse al ejército en persona. Su objeto es sin duda influir sobre el ánimo de los soldados a fin de hacerlos respetar la autoridad de la Junta de los pelucones.

-No creo que el general tenga ese pensamiento -dijo Anselmo.

-Digo lo que se cuenta... Como las cosas están así, así, tan revueltas... ¡No es nada! Tenemos a la fecha una multitud de gobiernos y no es posible saber a qué autoridad atenerse... Autoridad del Presidente Vicuña, autoridad de la Junta, autoridad de Prieto, y ahora, autoridad del ejército del sur... Pero ¿qué gente es aquélla?

Ambos amigos habían llegado a la esquina oriente del Portal de los Baratillos (hoy conocido con el nombre de Sierra-Bella), y pudieron ver cómo un grupo de gente de a caballo y de a pie se dirigía por la calle del Estado hacia la portería del convento de San Agustín.

-¿Qué podrá ser eso? -preguntó Gacetilla-. ¡Ay, Anselmo!, se me ocurre que será Freire... ¡Sí!, ¡él es! ¡Viene acompañado de otro general y entran en el convento!

Anselmo no contestó sino que se fue corriendo hacia el cuartel en donde entró seguido de Gacetilla. Freire había hecho formar la tropa de los dos batallones allí acuartelados, y en ese momento dirigía la palabra a los oficiales. Anselmo se colocó prontamente en su puesto. Los soldados atónitos y sin saber de lo que se trataba,   -25-   habían obedecido por no encontrarse allí sus principales jefes. Entonces, el capitán don Gregorio Barril contestó a Freire diciendo:

-No podemos recibir órdenes más que de nuestro comandante, señor general.

Irritado éste, volvió a ordenar a los oficiales que saliesen de sus filas; pero ninguno se movió de su puesto.

-¡Tú también, Anselmo! -gritó Freire fuera de sí-. ¡Tú también desconoces mi autoridad!

Anselmo no contestó una palabra y sólo inclinó la cabeza, manifestando en su actitud el dolor que sentía al verse en la necesidad de desobedecer a un hombre que estaba acostumbrado a amar y respetar como a su propio padre.

En aquel momento un oficial a caballo, con su espada desnuda, se abrió paso por entre la gente que obstruía la puerta del cuartel. Era Tupper, que, sabedor de lo que pasaba, iba a librar de una sorpresa a las tropas de su mando.

-Señor general -dijo, encarándose a Freire-: ¡yo no puedo recibir vuestras órdenes, ni consiento que mi batallón las reciba sino de la suprema autoridad!

Freire no escuchaba, y dirigiéndose a los soldados, les dijo:

-¿Qué se hizo el amor por vuestro antiguo general? No puedo creer lo que veo. ¿Cómo es posible que prefiráis obedecer a un estranjero antes que a vuestro antiguo compatriota que mil veces os ha llevado a la victoria?

Tupper mandó entonces a los oficiales dar un paso adelante: los oficiales obedecen, y él les pregunta:

-Decid ¿a quién reconocéis por vuestro jefe?... Si a mí, con quien ayer no más jurasteis defender las instituciones de la República, o a un general que traiciona al Gobierno legítimo.

-¡Moriremos con vos, coronel! -contestaron todos-, ¡y no obedeceremos sino las órdenes del poder constitucional!

Al oír estas palabras, todos los soldados gritaron a una:

-¡Viva la Constitución! ¡Viva el coronel Tupper!

-¿Os convencéis ahora -dijo éste a Freire- de que mis tropas no reconocen otro jefe que yo?

-Vos daréis cuenta a la nación de vuestra conducta -respondió el general.

-Sí, señor -replicó el coronel-, yo responderé ante la nación de mi deber y de mi batallón. Conozco mi responsabilidad -agregó- y no seréis vos quien me haga olvidar mis deberes.

  -26-  

-Es tiempo de retirarnos -dijo a esta sazón el general Blanco que acompañaba a Freire.

Ambos salieron del cuartel y se dirigieron hacia la plaza de Armas. Tupper envió entonces a buscar a Rondizzoni, jefe del Concepción, también acuartelado allí; y mientras tanto, se quedó tomando las medidas necesarias para evitar otra intentona.

En aquel mismo día fue nombrado general en jefe del ejército constitucional, don Francisco de la Lastra, a cuya valentía y arrojo se unía un carácter de proverbial integridad.

Lastra había encanecido en la guerra de la Independencia y amaba a su país con un corazón verdaderamente republicano. El nombramiento no podía ser más oportuno, y el ejército entero lo recibió con muestras de la mayor satisfacción.



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Capítulo VI

Anselmo se encuentra entre la espada y la pared



«Jamás el odio insano mi mente ha conturbado.»
«¡Ni la venganza impía manchó mi corazón!»


(SEÑORA O. DE URIBE.)                


Media hora después de los últimos acontecimientos bosquejados en el capítulo anterior, llegó Rondizzoni al cuartel de San Agustín.

-Compañero -le dijo a Tupper-, debemos salir pronto de Santiago.

-¿Por qué orden?

-Por orden del señor general Lastra.

-¿Con qué objeto?

-Con el objeto de proteger la llegada a la capital de dos compañías de artillería que vienen de Valparaíso a las órdenes del teniente coronel Amunátegui. Se presume que haya pasado para el norte la vanguardia de Prieto.

-¿No dicen que el ejército de Prieto se halla a estas horas en Codegua?

-Sí; pero una gran parte de su caballería, es decir, más de seiscientos hombres, al mando del coronel Bulnes, se ha adelantado   -28-   y espera a Amunátegui en el camino de Valparaíso. Lastra ha mandado ir en su defensa, y hoy mismo deben partir de aquí las fuerzas constitucionales...

-Así sea -dijo Tupper-, y nos iremos preparando mientras nos llega la orden.

Enseguida llamó a sus oficiales y les advirtió de que era preciso estar listos cuanto antes. Anselmo recibió con gran disgusto esta noticia, pues lo obligaba a separarse del lugar en donde sufría su amada. Pero era preciso obedecer al imperio de las circunstancias, y se fue a su casa con el fin de arreglar su ligero equipaje de soldado, y sobre todo, a buscar el querido paquete de las cartas de Lucinda que tenía guardado en su cuarto.

Esas cartas eran para él tanto más preciosas, cuanto mayores eran las dificultades que se presentaban para unirse a su amada. Iba a separarse de Santiago; tal vez tendría que entrar en el combate, y muy bien podría ser que una bala atravesase su pecho. El joven no quería morir sin llevar sobre su corazón el inapreciable tesoro.

Encontrábase en su cuarto cuando oyó la voz de Freire que entraba a la casa. Venía el general sumamente agitado, y en cuanto vio al joven, le dijo en tono de agrio reproche:

-¡Anselmo! Si no lo hubiera visto, no lo habría creído: ¿qué has hecho?

-Mi deber -contestó respetuosamente el joven, cruzándose de brazos delante del general.

-¿Y te mandaba tu deber -replicó éste con un gesto de marcado disgusto-, te mandaba tu deber el ser desleal a tu antiguo jefe?...

-¡Señor! -le interrumpió Anselmo-, ¿yo desleal?

-¡Sí! -gritó Freire, coléricamente-; sí, desleal con tu amigo, con el íntimo amigo de tu padre.

Había en estas últimas palabras de don Ramón una mezcla de indignación y de dolor que traspasó el pecho del pobre joven.

-¡Señor general! -contestó éste-, mi corazón me recuerda todos los días cuánto debo a usted, y mis labios no han cesado jamás de publicarlo, pues ésta es la única manera como puedo pagar tan santa deuda. Usted ha dirigido mi vida con sus consejos; y con su noble ejemplo, me ha hecho seguir siempre en los combates el camino del honor. ¡Débole, pues, lo que soy! Suyo es mi corazón, mi respeto, mi vida; pero...

-Pero, ¿qué?

  -29-  

-Mis convicciones, mi conciencia, mi honor, son de mi patria -respondió el joven en voz más baja.

El general que se había ido acercando poco a poco a Anselmo, dio un paso atrás, y lo miró de arriba abajo como preguntándole lo que significaban sus palabras.

-Recuerda usted -prosiguió con calor el mozo- cuando después de la batalla de Pudeto, se apeó usted repentinamente de su caballo, y abrazándome me dijo: «Anselmo, quisiera, que tu padre estuviese aquí para que gozase con tu conducta.»

-¡Ah! ¡Entonces! -exclamó el general acercándose al joven.

-Esas palabras resuenan aún en mis oídos -prosiguió éste-. Usted se sacó entonces su propia espada; esta espada, señor, que llevo aquí, y que nadie me arrebatará sino con la vida, y poniéndola en mis manos, me dijo:

-Aun cuando tuviera el puño cubierto de diamantes, no alcanzaría a premiar tu valor.

Freire, enmudecido, miraba a Anselmo como trasportado a aquellos sitios de gloriosos recuerdos.

-Pero yo no habría estimado ese puño de diamantes; y si besé con reconocimiento esta arma, fue porque estaba consagrada por usted en mil combates gloriosos en defensa de Chile. Ahora bien, ¿querría usted que yo hubiese empañado el brillo de esta espada traicionando mi propia conciencia, y ultrajando las instituciones que hemos jurado defender?

-Entonces, crees -prosiguió Freire- que mi conducta de hoy...

-No debo calificarla -le interrumpió Anselmo.

-¡Pues yo te pido que lo hagas!

-¡Señor!...

-Es un amigo que te ruega -dijo el general, tomando la mano de Anselmo.

-Creo que su buen corazón ha sido sorprendido -contestó éste.

Freire soltó bruscamente la mano del joven, quien prosiguió con acento triste y firme a la vez:

-No sé si he hablado demasiado, señor general; de todos modos le ruego perdone la franqueza de mi corazón. Usted me ha enseñado a decir la verdad. Después de lo que ha pasado, creo que no debo permanecer más en esta casa. Mi mala suerte me condena a vivir separado de las personas que más amo. Bien pronto partiremos; nos han dicho que nos vamos a batir, y ¡quién sabe!... Le ruego que   -30-   diga a Lucinda que mis últimos pensamientos te pertenecen... ¡Adiós: sea usted feliz, señor!

La voz del joven era lúgubre: su último encargo se asemejaba al de un moribundo. Cuando tendió la mano a su protector, le dijo éste con mal reprimida ternura:

-¡Ingrato! ¡Llevas el presentimiento de la muerte, y te separas de mí sin abrazarme!

Anselmo se precipitó en los brazos de su bondadoso amigo, mientras éste murmuraba:

-¿Cómo te has atrevido a creer que yo podía guardarte rencor por lo que has dicho?... Yo que no lo he tenido ni aun contra los enemigos de Chile.

Diciendo esto, separose precipitadamente del joven y entró en su cuarto.

-¡Ah! -exclamó-, ¡si mi pobre amigo viviera, cuál no sería su satisfacción y su orgullo al ver a su hijo!

Enseguida empezó a pasearse por el cuarto diciendo:

-¡Bien puede ser...! ¡Si me habré equivocado! Este joven es de una razón clara... ¡Quién sabe si he sido el juguete de estos malvados! ¡Quién sabe si creyendo hacer un servicio a mi querida patria, me he convertido, sin saberlo, en el enemigo de sus instituciones!... En todo caso, mi conciencia está tranquila; pero, ¡esto sería para mí como caer en un horrible precipicio!

Llegado al cuartel, Anselmo recibió de manos de un sargento la carta siguiente traída por una mujer.

Estimado amigo:

Me causa un verdadero dolor tener que dar a usted una mala noticia; pero no puedo dejar de hacerlo, tanto por haberle prometido a usted hoy que le diría lo que la monja me contestase sobre su asunto, como porque es preciso que usted esté al corriente de lo que sucede.

La monja me dice que han resuelto casar a Lucinda. Ella lo sabe todo por ser muy amiga de la abadesa. El matrimonio será en casa de don Melitón.

La función no podrá tener lugar en casa de don Marcelino, porque la Trinidad está bastante enferma. Ya están mandados hacer los dulces y las tortas de biscochuelo. Me dicen que no habrá muchas personas.

A mí no se me ocurre qué inventar para que esta maldita unión   -31-   fracase. En todo caso, estoy a su disposición para servirle en lo que pueda serle útil.

S. S. S. Q. B. S. M.

ESTRELLA C. DE LA RUEDA.

P. D. Como tengo la cabeza tan mala, se me había olvidado decirle que el matrimonio será pasado mañana a las nueve de la noche, hora en que se traerá a Lucinda del monasterio.

A nosotros nos tienen convidados para la cena, y, según creo, es con el objeto de quebrarnos los ojos. Nada hemos contestado sobre esto.

Vale.



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Capítulo VII

A desesperado mal, desesperado remedio



    «Núblase mi esperanza;
la noche es ¡ay! oscura,
y la borrasca agita
¡el mar de mi fortuna!»


(E. DEL SOLAR.)                


Anselmo leyó dos veces la carta, pues la primera lectura no le hizo posesionarse bien de su contenido. Hay desgracias a las cuales es preciso acostumbrarnos para que aceptemos su existencia. La de Anselmo era ya casi un hecho consumado; pero la última esperanza, esa esperanza de la desesperación, luchaba afín en su interior contra la fría realidad que tendía a paralizar la acción de su espíritu. En medio del abatimiento que en él producía la convicción de su impotencia, solía sufrir por algunos instantes los efectos de la reacción, y entonces, cual sucede siempre a los jóvenes de constitución robusta y de carácter severo y reservado, sentía agitarse su espíritu con una fuerza desconocida. ¡Ay, del que en aquellos momentos hubiese osado decirle que la realización de sus esperanzas era un imposible! ¿Cómo había de ser imposible ser feliz? ¿Cómo no había de prevalecer la justicia? Y la justicia consistía para él en la realización de sus deseos, cuyo objeto duraba su imaginación de los más   -33-   bellos colores. Pero bien pronto volvía a caer en ese anonadamiento que sigue a toda excitación. La realidad aplastaba sus esperanzas, como el granizo que cayendo sobre la sementera y los árboles del prado, eshoja las flores y deshace el delicado fruto que comenzaba a germinar. Cuando más bello se le presentaba el arco iris de sus deseos, al irlo a tocar, veíalo desvanecer y perder sus vivos colores, allá en el azul de la atmósfera.

Presa de tan encontrados y dolorosos pensamientos, paseábase Anselmo a lo largo del cuarto de la Mayoría, cuando oyó la voz de Pepe Tronera que lo saludaba cordialmente.

-¿Qué tienes, amigo mío? Estás pálido y triste, cuando dentro de poco rato tal vez nos vamos a ver enfrente del enemigo. Si no te conociera tanto, diría que tienes miedo.

-¡Miedo! -le interrumpió Anselmo, sonriendo-. Sí, amigo mío, prosiguió: ¡tengo miedo a la vida!

El tono de profunda melancolía con que Anselmo pronunció las últimas palabras, hizo recordar a Tronera los motivos de sufrimiento que su amigo tenía.

Éste le había contado una gran parte de los sucesos que se referían a sus amores, y Pepe, aunque ligero y atolondrado, era demasiado sensible para permanecer indiferente a las penas de un camarada como Anselmo.

-Entonces ¿has recibido malas noticias? -preguntó a éste.

Anselmo, por toda contestación, puso en manos de Pepe la carta que acababa de leer. Habiéndola éste leído, dijo:

-¡Pobre, amigo mío!, dispénsame que te haya hablado con tanta ligereza... Ya ves: yo soy así; pero ¿no podría tocarse algún recurso para quitársela al viejo?

-Yo casi he perdido toda esperanza -contestó el otro, apretándose la cabeza entre sus manos.

-Perder la esperanza es hacerse indigno del premio -replicó Tronera, volviendo poco a poco a su natural, pues en él las más fuertes impresiones tenían muy corta duración-. ¿Perder la esperanza?... No digas eso, ¡amigo mío!

-Pero ¿qué quieres tú cuando un imposible se me pone por delante?

-No hay cosas imposibles sino para el que no tiene voluntad de hacerlas -replicó Tronera-. Dime, ¿no está Lucinda en el monasterio de las Capuchinas?

-Sí.

  -34-  

-¿Y la casa de don Melitón...?

-En la calle de Santo Domingo, cuatro cuadras al poniente de la iglesia.

-Bueno, bueno -respondió Tronera, haciendo al mismo tiempo unas rayas en la blanqueada pared de la celda de la Mayoría con una llave que sacó de su bolsillo.

Anselmo miraba a Pepe sin saber lo que aquello significaba.

-Sí, sí -decía éste hablando consigo mismo, con una flema singular y apuntando con la llave sobre las diversas intersecciones de las líneas que había trazado-. Sí, esto es... De aquí acá tenemos dos cuadras... luego darán vuelta la esquina... Y por si siguen la calle derecho, pondremos aquí dos hombres... Un silbido bastará para estar prontos en esta otra esquina... ¡Vaya! Es un hecho...

-¿Qué dices? -preguntó Anselmo.

-Estoy combinando un plan de ataque a la pelucona.

-¿Cómo?

-Te diré en dos palabras: sacan del convento a Lucinda para traerla a casa de don Melitón... La salida será de noche... Se vienen por esta calle... Cuatro o seis amigos los esperamos en esta esquina... Uno arrebata a la niña; la entrega a un hombre de a caballo que irá preparado al efecto...

-¿Estás loco?

-Entre tanto, los otros les ponen a los conductores sus pañuelos en la boca a modo de...

-Pero, ¡hombre!

-Te aseguro que ninguno podrá gritar... Tenemos aquí muchachos de puños.

-Pero yo no permitiré que...

-Sí, hombre, de puños, y arrojados como el mismo diablo. Te aseguro que mi proyecto es digno de San Martín. Por fortuna -agregó- puedo ponerlo en práctica porque el comandante me ha encargado cierta comisión que viene ahora como de molde con mis deseos, pues así tendremos dos cosas que hacer a un mismo tiempo, y ¡viva la patria! ¡Ja, ja, ja! Al momento voy a hablar con Tristán que es muchacho de empresa.

-Dejémonos de locuras, amigo mío -dijo Anselmo-. ¡Mi fatal destino quiere que padezca!

-Pero nosotros debemos pelear contra ese caballero don Destino Fatal. Te repito que mi proyecto es bueno. A gran mal gran remedio,   -35-   amigo mío. ¿Piensas guardar consideraciones cuando te arrebatan a tu Lucinda?

-¡No me tientes, Pepe!

-Y te la arrebatan no solamente contra tu voluntad, sino contra la voluntad de ella misma... Lo cual significa que ella va a sufrir tanto como tú, ¡y para siempre! ¿Entiendes? ¡Para siempre!... Mientras que con un buen golpe de mano... Pero veo que te disgusta este proyecto... Pues bien: voy a proponerte otro para que veas que tengo recursos en mi caletre, y no soy como esos generales cuyo amor propio los hace apegarse tanto a los proyectos que una vez conciben... Pero ¡ah, se me había olvidado decirte que es preciso obtener pronto una carta de recomendación del coronel Tupper, por ejemplo, o de otro cualquiera!

-Carta ¿para quién?

-Para el cónsul francés, M. La Forest... Esto entra en el proyecto que voy a explicarte... Porque es muy probable que Lucinda tenga que refugiarse bajo la bandera francesa... Pero voy a decirte mi segundo proyecto.

En ese momento entró Tristán que venía a llamar a Anselmo de parte del coronel Tupper.

-Vete -dijo Pepe-, y pídele a tu jefe esa carta para el gabacho de que te he hablado. Aquí trataremos el negocio con Tristán.

Anselmo salió casi sin atender a las palabras de Pepe.

-Tristán -dijo éste-, nuestro amigo Anselmo es muy desgraciado.

-Lo sé todo -contestó Tristán.

-Pero no sabes lo que dice esta esquela.

Y enseguida leyó la carta de doña Estrella.

-¡Caramba! -exclamó Tristán-, la cosa es seria. ¡Ya don Melitón se llevó la muchacha! ¡Qué suerte de viejo! ¡Si no hay más que atraerse a un clérigo para ganar la lotería!

-¡Pues no ha de ser así! Yo me he propuesto arrancarle la presa de las manos. Es preciso que hagamos esto por Anselmo. ¿Estás dispuesto a ayudarme?

-De mil amores, pero no encuentro el medio de...

-Yo había concebido un proyecto para robar a Lucinda.

-¡Robarla!

-Pero tiene sus pelos y lo abandono. Se me ocurre otra cosa... ¿No tienes amistad con las cómicas?

-Muchísima.

  -36-  

-Entre ellas hay cantoras... Tú les hablas de un esquinazo que debemos dar una noche de desposorios en casa de un rico...

-Sí; hay buenas cantoras.

-Mientras ellas dan el esquinazo, nosotros llegamos con otras muchachas en una carreta de paseo. ¿Comprendes? Las niñas se apean; entran a la casa como de visita; las cantoras se desgañitan gritando mientras nosotros damos el golpe. Uno toma a Lucinda y la saca; los demás se quedan dentro, evitando que salgan a pedir auxilio, y al mismo tiempo varias de nuestras compañeras estarán en la puerta protegiéndonos con sus habladurías y risotadas...

-A ti te parece todo fácil.

-Los que pasan por la calle creen que todo aquello es gusto y gresca; por último, amarramos a los convidados y los dejamos bien amordazaditos... ¿Entiendes?

-Entiendo, pero hay peligro...

-Y si no lo hubiera ¿merecería este proyecto ser ejecutado por nosotros?

-Esta razón me convence -contestó Tristán, riéndose-. Te acompañaría si me quedase aquí.

-Ya lo había pensado. Voy a hablar con el comandante para que te ponga a mi disposición.

-¿A tu disposición?

-Sí, me ha dado una comisión importante, y le diré que tengo necesidad de ti.

-Está bien. Pero ¿no sería bueno ponernos en relación con doña Estrella?

-Le diremos lo que convenga... En cuanto a las cómicas, punto en boca... no deben saber nada. Diles que sólo se trata de un malon en una casa rica. Por ahora no tenemos tiempo para hablar más, porque voy a verme con el comandante. Nos quedan cerca de cuarenta horas para masticar y poner en práctica el proyecto... Tú debes irte al momento a preparar a las cantoras. Yo hablaré pronto con doña Estrella, a quien indicaré sólo lo necesario.

-¡Cuenta con el marido!

-Don Cándido es lo que su nombre dice... No sabrá una palabra y se quedará tan en ayunas de lo que se va a hacer como yo me suelo quedar con su conversación. Enseguida, me iré a ver con tres amigos de los de la cáscara amarga. Ellos me proporcionarán las muchachas para la carreta... Como hace tanto tiempo que estoy fuera de la capital, no me será fácil a mí encontrar las niñas para el   -37-   caso... Pero, ¿y la carreta? ¿De dónde la sacamos? ¡Ah! ya estoy: no hay más que rogarle a doña Estrella que nos preste una de las entoldaditas que tiene en su chacra para los paseos a la pampa... ¡La cosa es hecha!... ¡Y luego dirás tú que yo no sirvo para general! ¡Ja, ja, ja!, ¡cómo nos vamos a reír después!

Y Tronera salió de la pieza sobándose las manos de satisfacción y entonando a toda voz una zamacueca, cuyo compás seguía con los golpes de sus tacones sobre los ladrillos del corredor.

Poco rato después, toda la división se puso en marcha por el camino de Valparaíso.



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Capítulo VIII

Vivan novios y padrinos



    «¡Ay, de quien al comenzar
de esta vida la jornada,
siente el alma lacerada,
siente un inmenso dolor!
    ¡Ay, de aquel cuyo destino
decretó para su daño
que su primer desengaño
fuese su primer amor!»


(ABEL VILLAMIL.)                


En la noche de ese mismo día, Andrés hablaba con Tronera.

-Veníamos de Valparaíso -dijo el capitán-; pero dimos con las fuerzas de Bulnes, que eran el triple de las nuestras. El coronel Amunátegui no pudo hacer otra cosa que capitular... Yo me he venido a escape para traer a Lastra esta mala noticia... He hablado con Anselmo, prosiguió: este pobre amigo ha quedado enfermo en una chacra no lejos de aquí. Está muy triste y temo que la fiebre se lo lleve.

-¡Pobre compañero! -exclamó Tronera, pasando de la risa a la seriedad, tal como la flexibilidad de su carácter se lo permitía-. Siempre ha sido Anselmo -prosiguió- un compañero fiel y amigo de servirnos; ahora es preciso que le paguemos... ¿Te habló de mi proyecto?

  -39-  

-Sí, pero me rogó que te hiciese desistir de toda acción que pudiera comprometer el honor de Lucinda. «Más bien quiero perderla para siempre, me dijo, que exponerla a sufrir las consecuencias de un acto impremeditado. ¿Qué diría mañana la sociedad de Santiago, al saber que ella había sido arrebatada entre las sombras de la noche por unos hombres que todo el mundo tendría por bandidos?»

-¿Y qué piensas tú de todo esto?

-Casi estoy por decirte que Anselmo tiene razón.

-Te engañas, hijo mío -replicó Tronera chanceándose-. Tú y Anselmo son mejores para frailes capachitos que para soldados. Pero, a pesar de tu repugnancia, creo que no me negarás el favor de entregar esta carta al señor La Forest.

-¿Al cónsul francés?... ¿Y de parte de quién?

-Léela.

Andrés leyó la carta de Tupper, y preguntó:

-¿También está el coronel Tupper metido en esta tramoya?

-Tal vez -contestó Tronera sin querer decir la verdad-. ¿Te haces cargo de entregar esa carta en mano propia?

-No tengo inconveniente: conozco algo al cónsul y aun podré imponerlo de este asunto; pero yo no sé si acepte.

-Mañana vendré a las doce en punto a saber de ti qué gesto le ha puesto el gabacho a la carta. Por ahora, buenas noches, hijo mío, porque es hora de irse a dormir.

Tronera salió, mientras Andrés decía sonriéndose y meneando de arriba abajo la cabeza:

-¡No he visto un loco más rematado!

Al día siguiente decía don Cándido a su mujer:

-¡Es un hecho, hijita!... Van a casar a mi ahijada esta noche... ¡Es un hecho!

-Tanto mejor -contestó la señora.

-¿Cómo es eso? ¿Apruebas?

-¿Pues no he de aprobar que un padre como don Marcelino establezca a su hija con el hombre que más aprecia?

-No te entiendo, Estelita -repuso don Cándido-. Ayer te oponías a este matrimonio, y hoy lo apruebas... ¡Lo que es la mujer! -exclamó, volviendo los ojos hacia el cielo.

-Eso quiere decir que yo me avengo a todo -le interrumpió la señora, jugando distraídamente con su abanico.

-Y no es esto sólo -prosiguió don Cándido-. Mi compadre me ha vuelto hoy a pedir que nosotros seamos los padrinos... pero siempre   -40-   con sus guiñaditas de ojo que me hacen cosquillas en el orgullo. Parecía como que se burlaba de mí, pues me hablaba con cierto retintín que me calentó... ¿Piensa él que yo no entiendo sus retintines?

-Pues a pesar del retintín, es preciso que seamos los padrinos.

-¿Qué oigo?... ¿También aceptas?

-No podemos hacer un agravio a don Marcelino.

-¡Lo que son las mujeres! ¿Y qué dirá Freire, Estelita, cuando sepa que yo he autorizado este matrimonio con mi asistencia?

-Freire está ahora de capa caída -dijo la señora-. ¿Qué nos importa que diga lo que quiera?

Esta razón convenció a don Cándido, quien dijo:

-Iremos, Estelita... Iremos... ¡Lo que son las mujeres!... ¡Vaya! ¡Como ellas son tan variables, hacen variar al hombre a cada rato!

Admirado se quedó don Marcelino de la buena voluntad con que su compadre y doña Estrella aceptaban el padrinazgo. Hallábase el viejo en casa de su futuro yerno acompañado de éste y del padre Hipocreitía, y no cesaba de admirar el lujo con que don Melitón había arreglado su vivienda.

-¡Qué talento tienen estos españoles para hacerse ricos! -decíase don Marcelino-. Ayer no más llegó éste, y ya está gastando a troche y moche. Yo le di esta casita toda desmantelada, y ¡vean cómo la tiene! Parece un relicario... ¡Hija mía!, cuando abras los ojos, me agradecerás la buena vida que vas a pasar aquí, y verás la diferencia que hay entre un pelagiano sin religión y un español neto, sin mezcla de indio, ¡timorato a Dios y cristiano a las derechas!

El padre Hipocreitía, al notar la admiración de don Marcelino, se sonreía y murmuraba:

-Mucho te queda que ver, ¡viejo inocente!

Llegada la hora en que Lucinda debía salir del monasterio, se fue allí don Marcelino con don Cándido, que quiso acompañar a su compadre.

Habíase arreglado la vieja calesa del señor de Rojas para traer a la niña. Un par de mulas, negras como el azabache, arrastraba la máquina, mientras un lacayo con galones se pavoneaba en la zaga con todo el orgullo de un servidor de casa grande.

La abadesa condujo a Lucinda al locutorio, en donde se encontraba el padre Hipocreitía. La niña estaba pálida como un cadáver; y a la viveza de su mirada había sucedido una expresión de enajenación mental que no llamó la atención de don Marcelino.

  -41-  

En cuanto la niña vio a su padre, rompió en llanto; pero pronto volvió a su constante indiferencia. Cuando le dijeron que era preciso ponerse en marcha, se levantó del escaño en que su debilidad la había obligado a sentarse y siguió a sus conductores. Al llegar a la calesa, preguntó:

-¿Y mi mamita?

-No ha podido venir -contestó don Marcelino.

-¡Oh! dígame su merced... ¿Ha muerto? -preguntó la niña con voz lúgubre.

-No, hija mía: ¡no lo permita Dios!... Pronto verás a la Trinidad.

La pobre niña, sin hacer resistencia ni manifestar deseos de llegar pronto a ver a su madre, se dejó tomar en brazos por don Cándido, quien la puso dentro de la calesa como quien pone un cadáver en su ataúd.

La calesa rodó pesadamente sobre el desigual pavimento de la calle; y después de un cuarto de hora de marcha, llegó a la casa de don Melitón. Lucinda fue entregada a dos señoras viejas, quienes tenían el encargo de arreglar el traje y tocado de la novia. En cuanto a don Marcelino con su compadre y Don Melitón, se fueron a las piezas principales a recibir a los convidados, que ya habían empezado a llegar. Mientras tanto, una multitud de muchachos atraída por la esperanza de que se botaría plata, gritaba en la puerta de la calle:

-¡Vivan novios y padrinos!

Ya era completamente de noche. Las velas de cera, puestas en candelabros de plata, ardían en la cuadra reflejando sus luces en las piedras de los tocados de las señoras cuyos maridos conversaban en voz baja.

Sobre una mesa colocada en medio de la habitación, estaba un gran Cristo de marfil, a cuyo pie ardía un par de luces. Un gran rosario pendía de la cruz, y cerca de ella se veía un atril soportando un libro abierto. Por último, don Melitón, vestido de punta en blanco, se paseaba por la cuadra entreteniendo a las señoras con las más finas galanterías.

-Parece un mocito de veinte años -decía una vieja almibarada, meneando la cabeza para lucir los brillantes de sus tembleques.

-Sólo la novia falta para que todo esté completo -agregaba otra, arreglándose la gran peineta de carey que se elevaba sobre el descomunal moño.

  -42-  

-Ya es hora de que Lucinda se presente -dijo el padre a don Marcelino.

Éste salió a buscar a su hija; y bien pronto volvió trayéndola de un brazo, mientras doña Estrella la sostenía del otro. Después de los saludos, abrazos y adelantados parabienes, se arrojó la pobre niña, muerta de fatiga, sobre la silla que se le había preparado.



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Capítulo IX

La sorpresa



    «La honda a la piedra le dijo:
Usted fue quien, lo mató;
y le respondió la piedra:
Usted fue quien me tiró.»


(Versos populares.)                


-Comencemos -dijo el padre acercándose a la mesa... ¡En el nombre de Dios!...

Doña Estrella condujo a Lucinda, y don Cándido a don Melitón, hacia la mesa del Santocristo.

-Pueden sentarse -dijo el padre-, mientras leo en este libro las sagradas obligaciones del matrimonio.

-Escuchemos -dijo una vieja a su amiga del lado-. Yo no me acuerdo una palabra de lo que leyó el padre cuando me casé... ¡Estaba tan turbada!

-Lo mismo está Lucinda.

-Pero no don Melitón... ¡Míralo cómo se sonríe de gusto!... A estos hombres no se les da nada, niña, mientras que a una...

Un ruido que se sintió en el patio interrumpió el coloquio de las viejas y las primeras palabras del padre.

-¿Qué es eso? -preguntó don Marcelino.

  -44-  

Esquinazo tenemos! -dijo don Cándido, oyendo puntear las cuerdas de una guitarra.

-Hágalos callar, don Marcelino -dijo el padre con severidad.

-No, señor -observó doña Estrella-. ¿Y si el esquinazo es de alguna de nuestras amigas?

-Dice bien Estelita -agregó don Cándido-: no es bueno agraviar a nadie; y ya que quieren ayudarnos a festejar este casorio, ¡dejémolos que canten!

Entonces se dejaron oír dos guitarras, una harpa y un rabel; y poco después las entonadas voces de tres cantoras. Don Cándido sacó al momento una gran bolsa llena de dinero, y vaciándola en la mano, empezó a escoger la moneda menuda.

-A mí me toca botar la plata -decía-. ¡Cómo me gustan los esquinazos! ¡A mí me toca! Soy el padrino.

En aquel momento se abrió la puerta exterior, y cuatro hombres enmascarados se presentaron en ella, armados de pistolas y sables. Un grito de horror salió de todas las bocas. Los concurrentes quisieron salir por otra puerta, pero encontraron en ella otros cuatro asaltantes. Entonces, mujeres y hombres se dirigieron al patio interior pidiendo socorro a grandes voces.

-¡Por aquí!, vénganse por aquí -decía doña Estrella... ¡Yo conozco la casa!

Y llevando a la atemorizada concurrencia hacia una pieza interior, entró con todos y torció la llave de la puerta, después de cerciorarse de que don Cándido estaba con ella. En cuanto a los demás, no habían sido tan felices: los asaltantes no habían perdido el tiempo. Lo primero que hicieron fue atrapar a don Marcelino, al fraile y a don Melitón, a quienes, poniéndoles sendas mordazas en la boca, ataron juntos en un solo lío con un cordel que llevaban al efecto.

Dos caballeros viejos que habían querido hacer resistencia fueron encerrados en una pieza interior. Lucinda, medio desmayada, se dejó llevar como un niño por Tronera y Tristán que la sostenían casi en el aire. Mientras tanto, el esquinazo proseguía como de primeras; y cuando hubieron concluido la tonada, gritaron dos de los asaltantes como si fueran los dueños de casa:

-¡Otra y otra, hijitas!

Las cantoras comenzaron de nuevo. Lucinda fue puesta en la carreta, mientras tres o cuatro mujeres platicaban y reían a toda boca en la puerta de calle.

  -45-  

Eran las cómicas que representaban su papel.

-Mucho siento que te vayas tan temprano, hijita.

-Yo también quisiera quedarme; pero tengo al niño enfermo.

-¡Angelito de Dios!

-¡Le tengo hecha una manda a la Virgen del Carmen!

-¡Adiós, pues!

-Adiós... Ten mucho cuidado con el niño: mira que estos granitos que andan... Si yo fuera que tú le daría el QUIMAGOGO: es santo remedio.

-Así lo haré -contestó la otra subiendo a la carreta con su compañera y Lucinda.

Los hombres también subieron, diciendo:

-¡Tira, carretero! ¡Pica ligerito a los bueyes!

La carreta crujió haciendo rechinar sus altas ruedas, y toda la mole se puso en movimiento, tirada por la poderosa yunta. El carretero silbaba una tonada sentado en el pértigo. Enseguida la cómica que había quedado en la puerta, dijo a las cantoras:

-Ya es tiempo de que callen y de que se vayan.

Y habiéndoles pagado su trabajo, se dirigió a la esquina de la calle, y allí se juntó con sus otras compañeras, las cuales se habían bajado de la carreta sin que lo notase el conductor. Enseguida se dirigieron prontamente hacia su alojamiento, acariciando el dinero que Tristán y Tronera les habían dado, dinero que, es preciso decirlo, había salido de la caja de don Cándido, sin que éste tuviera la menor noticia.

No bien quedó solo el patio, cuando los muchachos de la calle entraron gritando:

-¡Vivan novios y padrinos!

-¡Viva!

Y se pusieron a buscar el dinero que ellos habían oído caer; pero no encontraron más que pedazos de vidrios y hojas de lata. Entonces, oyendo gritos en el interior de la casa, salieron a dar parte a una patrulla que en aquel momento pasaba por la calle. La patrulla entró, y guiada por los gritos, se fue al cuarto en que estaba doña Estrella con las señoras y varios de los convidados.

-¡Abran la puerta! -gritó el jefe de la patrulla.

Bien conoció doña Estrella que se llamaba en nombre de la ley; pero queriendo dar tiempo a los raptores, dijo a los demás:

-¡Son ladrones! ¡No abran!

-¡No por Dios!, ¡no abran! -exclamaron algunas viejas.

  -46-  

-Atrincherémonos -dijo don Cándido. Yo sigo el consejo de Estelita. ¡Estos pícaros nos descuartizan si nos pillan!

-¡Y si nos pillan a nosotras, harán otra cosa peor! -exclamaba la relamida vieja de los tembleques.

-¡Pues, a la obra! -dijeron los hombres, arrimando a la puerta todos los muebles que había en la pieza.

Mientras tanto, el oficial seguía golpeando; y viendo que nadie contestaba, mandó echar la puerta abajo. Ésta se hizo astillas a los golpes de las carabinas, viniendo al suelo el encastillado de mesas, taburetes y bancos que se había hecho por dentro.

-¿Por qué no abrían? -preguntó el oficial.

-Porque creíamos que eran los ladrones.

-¿Qué ladrones? ¿Qué significa esto?

Entonces doña Estrella contó minuciosamente el hecho, parándose en cada circunstancia con el fin de ganar tiempo.

-Vamos a la cuadra, señor oficial -dijo don Cándido-. Allí está el verdadero campo de batalla, en donde nos hemos batido con esos infames. ¡Ah! ¡señor! ¡Yo creo que no encontraremos más que cadáveres! ¡Pobre compadre de mi alma! ¡Pobre don Melitón! y sobre todo, ¡pobre padre Hipocreitía!, ¡sobre el cual deben haber descargado esos herejes todo el peso de su furor!

Llegados al salón quedaron pasmados, pues encontraron todo en su lugar y no se echaba de menos ningún objeto.

-Aquí no han estado ladrones -dijo el oficial-. ¿Quién es el dueño de casa?

-¿Dónde está don Melitón? ¡Compadre, compadre! -gritó don Cándido, llamando-. ¡Nadie responde!

En esto el oficial acertó a ver, en un rincón de la pieza, una especie de envoltorio arrojado en el suelo. Parecía un cuerpo monstruoso con las convulsiones de la muerte.

-¿Qué es esto? -dijo.

Acercose una luz y todos retrocedieron horrorizados.

-¡Su reverencia!, ¡mi compadre!, ¡don Melitón! -exclamó don Cándido.

-Parecen un mazo de tabaco -dijo uno de los soldados.

En efecto, aquellos tres hombres atados como estaban, no habían podido hacer otra cosa que girar por el suelo en torno de sí mismo. El semblante de aquellos infelices era terrible; los ojos fuera de sus órbitas amenazaban furiosos a los ojos de enfrente. Sangre   -47-   y espuma les salía por las bocas amordazadas, y se conocía los esfuerzos que habían hecho por deshacerse de sus ligaduras.

Desatáronlos; pero apenas se vieron libres, cuando se lanzaron como perros rabiosos los unos sobre los otros, diciendo:

-Usted tiene la culpa de lo que ha sucedido.

-No; ¡que es usted!

-¡Son ustedes dos! ¡Pícaros!

Tales eran las palabras que se dirigían al mismo tiempo que trataban de herirse mutuamente. Separáronlos, y cuando se hubo restablecido un tanto la calma, salió la patrulla en persecución de los malhechores.

-¿Y Lucinda? -gritaba fuera de sí, don Marcelino.

Pero Lucinda no se encontró en ninguna parte.



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Capítulo X

Tronera


«La canción que éste entonaba era a propósito para el caso, y terminaba con el verso: 'TIRA, TIRA, CARRETERO'.»


(A BLEST GANA, Martín Rivas.)                


Pronto se convenció el jefe de la patrulla de que era preciso seguir la carreta, de cuya dirección fue informado por los muchachos y demás gente que había en la calle. Habíanle dicho al carretero que se dirigiera hacia una chacra situada en los suburbios del costado occidental de la ciudad. Luego que la carreta se hubo retirado unas dos cuadras de la casa de don Melitón, torció hacia el sur y después hacia el poniente, por la calle de la Catedral. Lucinda había vuelto en sí, y no viendo a Anselmo ni oyendo su voz, tuvo miedo y quiso pedir socorro. Pero Tronera se lo impidió, poniéndole un pañuelo en la boca, mientras le explicaba en voz baja todo el hecho. Enseguida se puso a cantar:


    Bien dicen que el mundo no es
más que una mala comedia,
en la que cada uno sabe
el papel que representa,
hacerlo del mejor modo;
-49-
pero con la diferencia
que si allá el cómico trata
de engañar la concurrencia,
aquí, en engañar, tan sólo,
un cómico al otro, piensa.

Enseguida entonó, variando la voz e imitando el sonsonete del más cumplido borracho:

-Tira, carretero,


que pa Renca vamos;
y en habiendo niñas,
¡allá nos quedamos!
¡Tira, carretero...!

A lo cual los demás respondieron en coro:

-¡Tira, tira, carretero!

Tristán, afectando mal humor exclamó:

-Calla tu boca, Tarabilla; déjame dormir.

-Yo también voy que me caigo de sueño -exclamó otro con voz ronca.

-¡Aquí no hemos venido a dormir sino a divertirnos! -replicó Tronera. Conmigo no hay sueño que valga. ¡Vamos niñas! Denle guasca a la guitarra y siga la jarana que para esto hemos nacido. ¿No es así, amigazo? -le preguntó al carretero.

-Así no más es, pues, señor -respondió el hombre del pértigo, acentuando sus palabras con picanazos dados a los bueyes.

-¡Me gusta el amigo! -exclamó Tronera, golpeando el hombro del carretero-. Se conoce que usted es hombre que lo entiende. ¡Vaya!... Tómese ese vasito a la salud de la mejor niña que va aquí.

El carretero bebió el vaso de aguardiente que le pasaban. Enseguida se tomó otro y otros, hasta que empezó a bostezar de una manera nada equívoca. Tronera, que lo observaba por una abertura del toldo, dijo en voz baja a Tristán:

-Ya el hombre va abriendo mucho la boca, lo cual indica que luego comenzará a cerrar los ojos.

Y así fue; porque no bien hubo apurado el quinto o sexto vaso, cuando el pobre conductor apenas podía ya sostenerse en su lugar y sólo abría los ojos y alzaba la cabeza esgrimiendo furiosamente su larga picana al oír los recios gritos del incansable Tronera:

-¡Tira, carreterito!

-¡Hombre! -dijo Tristán a Tronera-. Ya el carretero va que se cae: es preciso apearnos.

-¿Y los caballos?

  -50-  

-Están en la bocacalle que sigue.

-Salta a tierra y prepárate a recibir a Lucinda -dijo Tronera.

Hízolo así Tristán: bajáronse los demás, poco a poco, sin que el conductor lo echase de ver, y en cuanto enfrentaron a la calle atravesada en que habían dejado sus caballos, se dirigieron todos por ella. La calle estaba oscura pero pronto dieron con sus caballos. Tronera sentó a Lucinda sobre la delantera de la silla; y seguido de sus compañeros, se dirigió a la Chimba por el puente de cal y canto.

Mientras tanto, el carretero seguía cantando con aguardentosa voz sus tonadas favoritas, cuando oyó que le gritaban de atrás:

-¡Para, carretero!

-¿Quién manda? -preguntó éste.

-Yo -contestó el jefe de una patrulla, que les venía siguiendo la pista-. ¿Adónde va esta carreta?

-Llevo a unos caballeros y unas señoritas.

-¡Hola! -gritó el oficial mirando dentro del toldo-. ¿Quiénes son ustedes?

Ninguna voz contestó.

-¿Conque pensabas engañarme a mí? -dijo entonces el oficial dirigiéndose al carretero-. ¡Aquí no viene nadie!

-¡Nadie! -exclamó el conductor entrando dentro del toldo-. Entonces son ustedes los que venían en la carreta... y... ¡Sí! -prosiguió-, me acuerdo de que venían a caballo... Ustedes son... ¡Se han apeado y por no pagarme lo que me han ofrecido, me vienen ahora con ésas!

-¡Calla la boca, imbécil!

-Si no me pagan mis seis pesos los demando.

-Ya te digo que no me muelas la paciencia. ¿No ves que somos la patrulla de seguridad?

-¡Ya caigo, señor oficial! -dijo el carretero temblando-. Perdónenme sus mercedes... Yo creía que sus mercedes eran caballeros... Quiero decir, los caballeros que esta tarde me vieron para que los llevara en esta carreta al llanito de Portales... ¿Quién me pagará mis seis pesos?

-Contéstame, y no mientas -le dijo el oficial-, porque puede costarte caro.

-Les diré la verdad, señor Usía, como si me fuera a confesar.

-¿Qué personas eran ésas?

-Eran unas personas... Sí, señor, unas personas que se han ido, llevándome mis seis pesos.

-Te pregunto qué clase de hombres eran.

  -51-  

-Eran a modo de militares -contestó el carretero, dominado siempre por la idea de su pérdida-. ¡Me han llevado mi plata!

-¿No conoces a ninguno?

-A ninguno, señor... ¡Ya no me juntaré jamás con mis seis pesos!

-¿Venían a pie o a caballo cuando te contrataron?

-A caballo, señor... Se apearon por aquí por estos medios, y montaron en la carreta. Después los llevé a la casa de un rico, en donde había un casamiento, y después me dijeron que tirara para abajo. ¡Buen dar! No haber pedido adelantado mis seis pesos.

-Y ¿dónde se apearon de la carreta?

-Si los hubiera visto apearse, no se habrían ido con mi plata -respondió el carretero.

-De este hombre no sacamos nada -dijo el oficial.

Enseguida dio orden para que dos hombres llevaran al carretero al cuartel; y a fuerza de preguntar a los vecinos, encontró la pista de los fugitivos.

Al pasar éstos por el puente de cal y canto, la guardia del vivac gritó:

-¡Quién vive!

-La patria -contestó Tronera con entonada voz.

Y luego preguntó:

-¿Ha visto usted pasar por aquí una partida de gente de a caballo con mujeres a la grupa?

-¡No, señor! -contestó el centinela.

-Pues entonces, vamos adelante -dijo Pepe, dirigiéndose a sus hombres.

Al bajar la rampa que conduce al barrio de la Recoleta, oyeron el ruido de gente de a caballo.

-Alguna patrulla nos persigue -dijo Tronera-. ¡Alerta! Tú, Tristán, toma a Lucinda y marcha adelante. ¿No conoces la casa del cónsul?

-Como a mis manos.

-Pues adelante. Nosotros te cuidaremos la retaguardia... Para que te den alcance, será preciso que pasen por sobre nosotros. ¿No es verdad, amigos míos?

-¡Sí! -contestaron a una los demás compañeros.

El tropel de caballos se acercaba.

-Son muchos -dijo Tronera-, y no es prudente que les hagamos   -52-   cara sino en el último caso... Cábula quiere la guerra... Antes de todo, veamos si podemos engañarlos... ¡Salgámosles al encuentro!

Diciendo esto, corrieron todos en pelotón hacia la patrulla.

-¡Dense a presos! -gritó Pepe con voz de trueno.

-¿Quiénes son ustedes? -preguntó el jefe de la patrulla.

-Somos sus perseguidores -contestó Tronera-. Ustedes traen una niña robada, hija de mi tío, don Marcelino Rojas.

-Se engaña usted, señor -dijo el jefe de la patrulla-. Nosotros también venimos persiguiéndolos.

-¿Y no han encontrado noticia?

-Ninguna.

-Yo había creído que eran ustedes porque acabo de saber que estaban del otro lado del río... Tal vez se han ido Tajamar arriba... Vaya usted por allá, que nosotros los perseguiremos por este otro lado.

-¡Está bien, señor!

-¡Bueno pues! vivo, y sin perder tiempo... ¡Pobre prima de mi alma! Nuestro punto de reunión será en la plaza del Reñidero. El que llegue primero espera... ¿Está usted?

-Convenido -dijo el otro, haciendo volver grupa a su cuadrilla.

Tronera se dirigió entonces con los suyos hacia adonde se hallaba Tristán, quien no podía marchar sino muy al paso. Apararon la marcha, y en menos de veinte minutos estuvieron en casa del cónsul francés, Mr. La Forest.

Ya Andrés había hablado con éste, y tanto él como Mme. La Forest se prestaron gustosos a proteger a Lucinda.

Puesta la niña en seguridad, dijo Andrés a Tronera:

-¡Lo estoy viendo, y no lo creo!

-Otro día lo creerás -dijo éste-. Por ahora es preciso que me des alojamiento en tu casa.

-Con mucho gusto.

-¿Tienes caballo aquí?

-Sí, está listo.

-¡Pues, entonces, en dispersión! -dijo a su gente-. ¡A la casa del capitán Muñoz!

Separáronse todos como una bandada de pájaros, introduciéndose por diversas callejuelas. Media hora después estaban en casa de Andrés, riéndose del chasco que habían dado a don Marcelino y comparsa.



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Capítulo XI

El último pensamiento de una madre



    «¡Madre infeliz! esposa sin ventura,
¿qué nuevo golpe de dolor ha herido
tu corazón, cual hórrido estampido
de un rayo que despide nube oscura?
¿Por qué lloras sin fin, por qué tu pecho
henchido de aflicción, doble palpita
y sentido clamor el aire agita
como en el mar, el huracán deshecho?
¡Ah! ¡la hija de tu amor! ¡Tu compañera!...»


(M. M. DE COLAR.)                


Al día siguiente se supo todo lo sucedido en casa de don Melitón. Cada uno apreciaba el hecho según su propio carácter, sus creencias o preocupaciones, y sobre todo, según el conocimiento que del caso mismo tenía. Hay en toda sociedad nueva cierto apresuramiento para juzgar de las cosas, y éste es uno de los principales motivos de nuestros extravíos. Los hechos más sencillos y fáciles de explicar se convierten en intrincados laberintos o en historias fantásticas, a fuerza de comentaciones y suposiciones gratuitas.

Esto era lo que sucedía respecto de la desgracia de don Marcelino. Cada cual veía en el hecho lo que quería. Para los padres de familia, era aquello un crimen digno del fuego de la inquisición. ¡Atreverse   -54-   a ultrajar de esa manera la autoridad paterna! Para los ricos, no era menor el desacato. La casa de don Marcelino era una casa rica, poderosa: no podía, pues, ser mayor el atrevimiento de los raptores... Merecían un castigo ejemplar. Los mozos no encontraban tan malo el hecho, y aun había solterones, de buena edad, que lo perdonaban. «¡La niña es muy linda!», exclamaban unos; «¡Cosas de muchachos!», decían otros suspirando. Las niñas cuchicheaban entre sí sin que las oyeran sus madres, y decían:

-Don Marcelino tiene la culpa.

-¿Por qué habían de obligar a Lucinda a tomar un marido contra su voluntad?

-¡Eso es injusto!

-¡Bien hecho que se haya dejado robar!

-¡Yo también habría hecho lo mismo! -agregaba, riendo, una de las más vivarachas.

En cuanto a las beatas, hablaban del caso y lo comentaban en voz baja con su acomodaticia caridad, porque decían: «No es bueno echar a la calle la honra de nadie. ¡Pobre Lucinda! ¡Y parecía una santa!, ¿quién lo habría de creer? Ella se ha dejado robar... ¡Por supuesto!, ¿quién será capaz de eso... si una no quiere? Pero de todos modos, es preciso callar... Sí: no hay que echar a los cuatro vientos lo que pasa... La caridad con el prójimo, niñas... Y sobre todo con las pobres mujeres, que cuando empiezan a manosearle su honor... ¡Dios nos libre!»

Otras beatas, más beatas todavía, le echaban la culpa al diablo de todo lo sucedido. Satanás era el ladrón... Muchas de ellas habían tenido sueños y apariciones... A otras se les había revelado el hecho cuando estaban en la oración mental... Por último, las señoras que habían asistido a la función se veían a cada rato estrechadas en un círculo de preguntas.

-¿Cuántos eran?

-¿Parecían jóvenes decentes?

-¿Eran buenos mozos?

-¿Estaría Anselmo entre ellos?

-¿Se prestó Lucinda a seguirlos con buena voluntad?

-¡O tal vez se hizo que no quería para hacer la deshecha!

Algunas de las señoras aseguraban que los jóvenes aquellos parecían ser muy buenos mozos, a pesar de que venían enmascarados. Otras decían que el susto no les había dejado ver nada, y una vieja agregaba:

  -55-  

-Es cierto, niñas: jamás he tenido un susto igual desde que me pusieron bendiciones. Cuando vi entrar aquellos desalmados, me creí perdida, y sólo me acordé de poner en salvo mi honor. ¿Qué no habrían sido capaces de hacer con nosotras si nos hubiésemos quedado en la cuadra? Me descoyunto toda de sólo pensarlo: así se lo digo siempre a mi marido, que como ustedes saben, ¡es muy rígido en estas materias!

El padre Hipocreitía no decía una palabra, sino que dejaba hablar y escuchaba. Pero por más que ponía la oreja, no daba con el quid, como decía don Cándido. Sin embargo, el jesuita no era hombre de los que se dan por vencidos. Al fin pareció como que daba en el quid, porque hay quien lo vio mover satisfactoriamente la cabeza de arriba abajo; sacar su caja; tornar una narigada y sonreírse, como acostumbraba sonreírse a veces el reverendo. Era indudable que éste masticaba su idea. El padre era hombre de ideas, y tenía el hábito de llevar siempre una entre manos, o mejor dicho, entre mientes.

-No se me ocurre -decía- quién podrá ser el autor del rapto; pero es preciso descubrirlo. Anselmo está enfermo y un amigo me lo vigila de cerca. ¿Habrá llegado Andrés de Valparaíso? Es indudable que han sido personas decentes; tal vez oficiales mandados por el general Freire... La muchacha debe estar en alguna casa grande, puesto que aún no han dado con ella nuestros hombres... ¿Cómo descubrir su paradero?... ¡Ah! ¡qué idea! Gacetilla nos puede ayudar... pero es amigo de Andrés y de Anselmo. Nada sacaremos de él... si no se le mete miedo antes.

El padre se puso a reflexionar. Tomó otra narigada y prosiguió su interrumpido soliloquio:

-Pero por leal que don Catalino quiera ser con sus amigos, no lo será si lo ponemos en apuro... Es un hecho: lo acusamos de ser el autor del rapto... Como es tan hablador, nada nos costará hacerlo decir palabras que lo comprometan. Se le echa a la cárcel; enseguida se le deja libre, pero con la espada de la justicia suspendida sobre su cabeza. Entonces veré yo si no se empeña en buscar a los verdaderos culpables... Él es un verdadero buzo; no hay rincón que se le escape... Si él no los encuentra, es preciso creer que los raptores están protegidos por los espíritus infernales.

El arte del reverencio consistía en hacer servir a sus propósitos las pasiones ajenas. Animado de tales ideas, se encaminó a casa don Marcelino.

  -56-  

Al llegar notó que toda la casa estaba conmovida. La intranquilidad reinaba allí, y hasta don Marcelino parecía haber derramado algunas lágrimas.

-¿Qué sucede? -preguntó el padre.

-¡La Trinidad se muere! ¡Lucinda ha desaparecido! -contestó el viejo con agitado ademán.

-¿Cómo?, ¿qué tiene la señora?

-Acaba de entrar el Viático... Es asunto concluido... El médico dice que ella muere de sentimiento... Yo no creo esto, pero...

Ese pero de don Marcelino salía de lo más profundo de su conciencia.

-Rehágase usted -le dijo el padre-, y prepárese a sufrir los golpes con que Dios prueba a sus criaturas.

-La pobre mujer ha estado delirando -prosiguió don Marcelino sin atender a lo que decía el padre-. Acabo de estar junto a su cama... Da lástima verla... Llama a su hija, llorando; otras veces se sonríe como si la viera enfrente de ella y trata de abrazarla... Pero bien pronto lanza quejidos dolorosos al encontrarse con el desengaño... ¡Sí, padre mío!, ¡da lástima! ¡Pobre mujer! Le aseguro -prosiguió el viejo, bajando la voz-, le aseguro a su paternidad que yo no quisiera que hubieran sucedido estos hechos.

-Pero dígame, por Dios ¿quiénes son los autores del rapto? -preguntó el padre- ¿se han capturado?

-¡Qué más quiere que le diga! -exclamó don Marcelino-. Ella misma me ha llamado a su cabecera... Me besó la mano; se despidió de mí, y...

-¿Y qué?

-Y me pidió perdón -dijo don Marcelino, limpiándose el sudor de la frente-. ¡Oh!, ¡era una buena mujer...! Tal vez yo he sido demasiado...

No alcanzó a concluir don Marcelino, pues fue interrumpido por una voz que se oyó en el interior de las piezas.

-¡La señora se muere!

-¡Se muere!, voy allá -dijo el viejo, lanzándose hacia el interior. Siguiole el padre poco a poco hasta el cuarto de la enferma. Estaba ésta tendida de espaldas en su cama, y parecía no tener fuerza ni aun para mover los párpados de los ojos. Sin embargo, su voz era clara y sonora, y al oírla, creíase escuchar a un cadáver en cuya boca tuviera puesto un ventrílocuo la voz humana. En cuanto vio a su marido, se estremeció como por un movimiento galvánico.

  -57-  

-Venga usted, don Marcelino -dijo-; quiero hacerle el último encargo. ¡Ame a nuestra hija como yo lo he amado a usted! ¡Adiós!, yo me muero... ¡Recen por mí!

Todos los circunstantes cayeron de rodillas sobre el suelo. Sólo se oyó el murmullo de la oración, que envuelta en sollozos, se elevaba hasta el trono de Dios por el alma de aquella mujer mártir. El sacerdote, a la cabecera de la cama con un crucifijo en las manos, oraba acompañado de los demás; y doña Estrella, teniendo entre sus manos una de las de su amiga, le decía llorando:

-¡Amiga mía!, ¡te prometo ser la madre de tu hija!

Doña Trinidad oyó la promesa: apretó la mano de su amiga, y lanzó el último suspiro.

-¡Está muerta! -dijo el sacerdote que la auxiliaba, tocándole la frente-. ¡Qué Dios premie su alma angelical! ¡Su último pensamiento ha sido la felicidad de su hija!

-¡Ah! -exclamó don Marcelino, mirando como alelado el cadáver de su esposa-. ¡La felicidad de su hija!, ¡de mi hija!

Y se puso a llorar como un niño sin atender a las palabras del jesuita que trataba como de consolarlo.

Pocos instantes después, salía de la casa el santo Viático llevado bajo de palio por el sacerdote. Al ruido de la campanilla, los circunstantes del patio se pusieron de rodillas y luego los de la calle y demás puntos por donde pasaba el acompañamiento. Don Marcelino se fue a un cuarto y no quiso hablar con nadie ni aun con el padre Hipocreitía. Éste se dirigió entonces a doña Estrella y le preguntó:

-¿Es verdad que se han encontrado a los raptores?

-Todavía no -contestó la señora-; pero se sabe que Lucinda está en una casa de respeto.

-¿Dónde?

-En casa del cónsul francés... Al momento de saberlo vine para avisárselo a su pobre madre, creyendo que esto le daría ánimos; pero según creo, no he hecho más que acelerar su muerte... Lo que más siento -prosiguió doña Estrella- es que Lucinda no haya podido venir a ver a su madre.

-¡Oh! -exclamó el padre-, es preciso que venga aun cuando no sea sino para que ayude a velarla. ¡Los últimos deberes de la religión son muy sagrados! ¡Oh!, ¡la religión! ¡Sí!, ¡muy sagrados!...

-Es imposible, la niña está enferma.

  -58-  

-Pero para huir con sus raptores estuvo sana, ¿eh?

Doña Estrella no contestó, sino que dio vuelta las espaldas y dejó al padre admirado de tanto atrevimiento en una mujer que se decía cristiana.



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Capítulo XII

El padre sigue rastreando



    «Aunque está inundado el mundo
de primorosos papeles,
la virtud está en menguante
y la maldad en creciente.
La ambición y el egoísmo
alzando su odiosa frente
anuncian la destrucción:
¡Raro monstruo! ¡Buen primor!»


(CAMILO HENRÍQUES.)                


Viendo el padre que le era imposible obtener mayores noticias, se encaminó hacia la Curia eclesiástica con el fin de hablar con el señor Obispo y manifestarle la gravedad del caso.

Era de todo punto necesario volver a meter a la niña en el convento, a fin de evitar un matrimonio casi misto, pues Anselmo era casi hereje, (y esto si no era hereje del todo).

Estaba a la cabeza de la Iglesia Chilena, el Iltmo. señor don M. Vicuña, Obispo de Ceran, hombre de una alma angelical, de un espíritu sumamente bondadoso y timorato, y de cuya debilidad se prometía el reverendo sacar un gran partido.

Habiendo encontrado en el camino a uno de los oficiales encargados   -60-   para hacer diligencias del paradero de la niña, le preguntó si se había dado con los culpables.

-No, padre mío -contestó el oficial-. La niña está en casa del señor cónsul de Francia, quien se niega a decir el nombre de las personas que allí la han depositado. Además, Lucinda está enferma y nadie puede hablar con ella.

-¿Se niega? -interrumpió el padre frunciendo las cejas-. El gabacho no conoce la tierra que pisa. Veremos si se niega a contestar una nota de la autoridad.

-La ha contestado ya, negándose redondamente. Se le ha escrito de parte del juez, pidiéndole el nombre de los hechores; pero ha contestado formalmente: «que no lo sabe; que la niña acompañada de un caballero, a quien él no conoce, ha ido allí a pedir auxilio; que el caballero salió dejando allí a Lucinda, y que ésta se encuentra al presente en territorio francés, de donde no se le hará salir sin su consentimiento».

-¡Bueno! ¡bueno! -dijo el padre encaminándose a la Curia.

Allí se encontró con Freire. El general, en cuanto supo el caso, corrió a verse con Mr. La Forest, y enseguida se vino a hablar con el señor Obispo. Éste se encontró, pues, bien pronto, entre la espada y la pared, es decir, entre la negativa del cónsul con las razones de Freire por un lado, y los escrúpulos que los razonamientos del jesuita hicieron germinar en su espíritu, por el otro. Casi no sabía qué hacer.

En cuanto a Anselmo, había sido impuesto de todo por Tronera, y esto le hizo concebir nuevas esperanzas de felicidad.

-Ya ves, pues, hombre, que no está todo perdido -le dijo Pepe.

Esa misma noche sucedió en el comedor del Café de la Nación una escena que debe saber el lector.

Varios grupos en el patio del Café se entretenían en charlar; otros estaban en el comedor ocupados en tomar chocolate o en jugar a los dados y a la primera. Don Catalino Gacetilla iba y venía y charlaba con todos. Hablábase de política y de riñas de gallos, etc.

-Dicen que el ejército de Prieto ha pasado la Angostura.

-¿Y el Gobierno en qué piensa?

-Pero ¿qué gobierno tenemos ahora que el Presidente y los Ministros se han ido a Valparaíso? Estamos como moros sin Señor.

-¡Dejad sola la capital! ¿Habrase visto mayor locura?

-Tanto mejor para los...

-¿Para quiénes?

  -61-  

-Para los amigos de la religión... Este gobierno de los pipiolos está dejado de la mano de Dios.

-Agoniza... Sólo falta echarle la tierra encima.

Requiescant in pace!

-¡Amén!

En ese momento entró al Café don Pablo Motiloni. En cuanto Gacetilla lo vio, corrió hacia él con los brazos abiertos.

-¿Cómo está, don Pablo? -le preguntó, tendiéndole la mano-. ¿Dónde ha estado todos estos días? Usted se pierde y aparece como los duendes.

-He andado en el campo -contestó Motiloni.

-Luego ¿no sabe usted lo que pasa...? Venga acá -prosiguió-, tomemos... ¿qué quiere que pida?

-Tomaré un poco de ponche -contestó el italiano.

-Yo también: ¡mozo!... ¡Dos vasos y un frasco de ponche!

Mientras ambos amigos se instalaban en una mesa, dos individuos entraban al comedor y se sentaban en otra mesa de enfrente, disponiéndose a jugar a los dados.

-Vaya, amigo mío -dijo Gacetilla llenando los vasos-. Bebamos a la salud de... ¿De qué bando es usted partidario?

-De ninguno. Yo soy estranjero y no meto en política.

-¡Pues a la salud del gobierno de los extranjeros! -dijo don Catalino, bebiendo la mitad de un vaso. Enseguida prosiguió.

-No se puede hablar de política porque están así las cosas que... no sabe uno a qué atenerse... Vea no más... Gobierno en Valparaíso, que parece no tomar parte en nada... Gobierno en Santiago, quiero decir, a lo militar, que ha tomado las riendas, mandado no sé por quién, y luego... Gobierno del Sur... Hablo del ejército de Prieto, que también quiere ser gobierno... ¿Cabe embolismo mayor? Es una madeja sin cuenda. Por eso es que yo no hablo de política ni de nada... Me lo paso los días enteritos con la boca seca, y si alguna vez vengo a echar mis cucharadas aquí, es solo por despuntar el vicio... ¡Están los tiempos revueltos!... ¡Muy revueltos!

Hablaba Gacetilla con tanto calor que no notó las miradas de inteligencia cambiadas entre el italiano y los dos individuos que acaban de entrar y que parecían muy entretenidos en su partida de dados. Uno de los jugadores iba vestido de paisano; pero el otro dejaba ver a veces por debajo del capote que lo cubría, su casaca de militar.

-Así es la verdad -prosiguió Gacetilla, repitiendo los tragos-, el   -62-   mundo está de no conocerlo; no parece sino que se hubiera acabado la patria y todo ¿qué se hizo (pregunto yo) aquella patria vieja de que los chilenos estábamos tan orgullosos? Ahí está esa infinidad de papeles que hablan de virtudes cívicas, pero el patriotismo anda por las nubes. ¡Otro vasito, amigo mío!

Motiloni bebía callado y dejaba hablar a Gacetilla. Éste continuó como de primera.

-Afortunadamente ha sucedido anoche una cosa que ha dado que hablar... En fin, así no se pega la lengua al cristiano...

-¿Qué es lo que ha sucedido? -preguntó Motiloni con distracción.

-¿No sabe usted nada? ¡Vaya que está en el limbo!... ¡Ah!, ¡ya se ve que viene del campo!... El caso es que se han robado a la hija de don Marcelino de Rojas...

-¿Sí?

-Y no pueden encontrar a los ladrones... Es estraño que usted no sepa nada, siendo tan amigo de don Melitón.

-Hace más de un mes que no sé de don Melitón. Acabo de llegar y no me he visto con él -dijo Motiloni.

-Pues la cosa fue en la misma noche del matrimonio... Usted sabrá que don Melitón estaba para casarse con Lucinda de Rojas.

-Algo he oído.

-Pues, amigo: la boda estaba arreglada, cuando a tiempo de ponerles las bendiciones, entran seis u ocho hombres, arrebatan la niña, encierran a los circunstantes, y... no es nada esto.

-¿Y todavía más? -dijo riendo Motiloni.

-¡Vaya, si hubo más! Los pícaros tuvieron tiempo para tomar a don Melitón, a don Marcelino y al padre Hipocreitía, y hacer de los tres un atado que echaron a rodar por el suelo... ¡Ja, ja, ja!, ¡qué figura hacían!

La risa de don Catalino produjo un efecto estraño en su interlocutor, cuyo semblante se puso pálido por un momento.

-Pues nada sabía de eso -dijo Motiloni con un ligero temblor en la barba, y estoy por creer que todo es mentira.

-¡Mentira! ¿Cree usted que yo...?

-No digo que usted mienta, sino que lo han engañado.

-A mí no se me engaña: el hecho es cierto, amigo mío.

-Puede serlo en el fondo, pero las circunstancias...

-Es cierto el hecho hasta en sus menores detalles.

-Sin embargo, se me hace duro creer que hayan podido hacer todo eso.

  -63-  

-¡Cuando yo se lo digo! ¿Por quién me tiene usted a mí? ¡Lo sé de buena tinta!

-No obstante, yo lo dudo.

-Yo no permito que se dude de lo que digo -replicó don Catalino, que, como todo hablador, no podía sufrir que nadie pusiera en duda su veracidad.

-Pero yo me permito dudar tanto más, cuanto que usted sólo habla de oídas.

-Y si yo le dijera que he visto...

-¿Ha presenciado usted la escena?

-No tanto; pero es como si la hubiese presenciado porque he hablado con...

-¿Con alguno de los raptores?

-Sí -contestó Gacetilla bajando la voz-, pues quería ser creído a todo trance.



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Capítulo XIII

Gacetilla se enreda de la lengua y cae a la cárcel



«En esta casa, señor,
nos castran al revés:
los yerros de la cabeza
¡nos los ponen en los pies!»


(EL PADRE LÓPEZ.)                


En aquel momento sintió que alguien le tocaba el hombro por detrás. Volviose y vio a un oficial. Era éste uno de los dos individuos que estaban jugando a los dados en la mesa de enfrente y que se había acercado poco a poco a los interlocutores.

-¿Qué quiere usted, señor? -preguntó Gacetilla.

-Que me siga -contestó el oficial.

-¿Adónde?

-Al cuartel; quiero decir, a la cárcel.

-¿Yo al cuartel? Tal vez no es a mí quien usted busca, señor mío.

-Es a usted, señor.

-Permítame que le diga que yo no tengo nada que hacer allí -replicó Gacetilla-. Estoy hablando con este caballero...

-Puede ser, pero tal vez otro tendrá allí que hacer con usted.

Gacetilla se había vuelto hacia la mesa, y no viendo a Motiloni en su asiento, exclamó:

-¡Y me abandona el cobarde al verme en el peligro!...

  -65-  

-Señor -repitió el oficial-, decídase usted a seguirme pronto porque no puedo perder tiempo.

-Entonces ¿ésta es una prisión?

-Cabalmente.

-¿Y por qué?

-Porque tengo orden de tomar presos a todos los que entraron en el rapto de la señorita de Rojas. Aquí tiene usted la orden del señor juez del crimen.

Vio la orden don Catalino y dijo:

-¡Yo no soy de ésos, señor mío!

-Pero a mí me parece que si no es de ellos, está por lo menos comprometido en el asunto, según se deja ver por las últimas palabras que dijo usted a ese caballero que acaba de salir de aquí.

-¡Ah! eso me pasa por hablar demasiado... ¡Si aquí no puede uno mover la lengua! ¡Sin embargo le juro a usted que yo no sé nada!

-Eso se lo dirá usted al juez. Por ahora debo cumplir con la orden. Vamos pronto.

Gacetilla vio que no había que replicar, y siguió al oficial hacia la cárcel.

-¡Caramba! -murmuraba-. Si uno habla de política, malo; si de religión, peor; si de chismes que pasan, repeor... ¿En qué querrán que un hombre honrado se entretenga en unos tiempos tan calamitosos como éstos?

Aquella noche durmió en la cárcel, o más bien dicho, no durmió, porque pasó toda la noche sentado sobre las tablas desnudas que habían de haberle servido de cama. Como no podía hablar sino con las paredes de su calabozo, tomó el partido de agachar la cabeza y ponerse a reflexionar. ¡Reflexionar don Catalino! ¡Vano empeño!; pero hacía como quien reflexiona, es decir, agachaba la cabeza por algunos momentos. Enseguida empezaba a pasearse, y luego volvía a sentarse. Su mayor martirio era estar sin tener a quién dirigirle la palabra.

-¡Qué suerte la mía! -exclamaba-. Apenas salgo de un aprieto político y doy con otro aprieto... ¡Ah!, ¡y qué aprieto es este de estar entre cuatro paredes como las sardinas en su caja!... Y luego, luego, este Motiloni ¡qué mal compañero es! Ya se ve: yo también lo abandoné una noche... Sí, es verdad; pero ¿es acaso esto una razón para que él me abandone a mí? ¿Acaso un mal puede autorizar a otro? No, señor: él ha hecho mal... ¡Y yo! ¡yo no hice mal!... Cierto es que, huí, pero ello fue porque soy nervioso... Y arranqué sin pensar   -66-   en lo que hacía... ¡Cosas de nervios!... Pero él, un hombre tan sanguíneo y tan así, así... ¿No es verdad que si se ha ido es por su poca ley?... No se puede dudar... Además, mi retirada fue de noche, a oscuras; tuve razón... La suya ha sido a la luz, delante de todos ¿ha podido irse dejándome en mano de ese diablo de oficial?... Siempre me ha cargado este Motiloni... No lo puedo pasar... Y luego otra... ¿no parece cosa de milagro? Casi estoy por creer que él me trae los carcelazos... Sí, señor, en el del otro día acababa de retirarse él de mí, cuando se me vino el de la patrulla encima... Y aquellas malditas proclamas ¿no pudo él habérmelas echado en el bolsillo cuando se despidió?... Me acuerdo que estuvo tan cariñoso conmigo... ¡Sí!, ¡cariñoso! ¡No lo conoceré yo al bribón! Me parece que los estoy viendo cuando quería matarme con la pistola... Es un hecho; él me puso las proclamas en el bolsillo... ¡Y ahora! Acababa él de entrar cuando también entraron los oficiales... ¿no podían ser traídos por él? Él es amigo de don Melitón, y ese señor no me quiere bien... ¡Pícaro italiano! Él es quien trajo los oficiales. ¿Por qué se fue sin decirme palabra?... Ello es que él se parece tanto a un traidor como un huevo a otro... ¡Pero yo no escarmiento jamás!... ¡Siempre lo sigo y platico con él como si fuera hombre de provecho!... ¡Él es un hombre inútil!... ¡No sabe jamás una noticia!... ¡Sí, señor!, ¡inútil, inservible en toda la extensión de la palabra!

Al día siguiente fue conducido Gacetilla al juzgado para que prestase su declaración. Apenas podía andar, pues la gruesa barra de grillos que le habían puesto por instigaciones de Motiloni no le dejaba marchar tan rápidamente como él quisiera, para llegar cuanto antes al juzgado y decirle al juez la injusticia con que se le tenía preso. Pero el embarazo de sus pies no le impedía mover la lengua con la verbosidad de costumbre; y en cuanto vio al oficial que había de conducirlo, empezó a probarle su inocencia. Y como notara que el referido oficial no hacía el menor caso de sus palabras, se dirigió a los soldados que iban custodiándolo, sin cesar de hablarles a pesar de la orden de marchar en silencio que el oficial le había repetido varias veces.

-¡Qué permanezca callado! -exclamó al oír la orden-. ¡Qué permanezca en silencio!, ¡después de haberme tenido veinticuatro horas mortales entre cuatro paredes sin hablar con cristiano viviente!

Al fin llegó al juzgado, y no bien hubo visto al juez, cuando sin esperar a que éste lo interrogara le dijo:

  -67-  

-¡Señor juez! Se me ha tomado preso porque se me ha supuesto comprometido en el rapto de una niña...

-¡Calle usted! -le interrumpió severamente el juez-, y espere que se le interrogue para contestar.

-Sí, señor, callaré; pero es bueno que Usía sepa que yo no sé nada de ese rapto, ni he visto nunca a la niña, ni conozco a los raptores, ni...

-Le repito a usted que calle, porque si no...

-¡Pero, señor, por Dios! ¿Es caridad mandarme callar la boca, después de hacerme pasar veinticuatro horas mortales con la lengua pegada al paladar? ¡Usía no me conoce! Yo soy muy nervioso, y no puedo sujetar mi lengua cuando me veo bajo el peso de una injusticia... Quiero decir, de un error cometido por la justicia. Entonces es preciso que hable, hable y hable; y si así no lo hiciera, me caería muerto. Verdad es que dije ayer que conocía a los raptores; pero ello fue para dar gasto a esta lengua, causa de mi actual desgracia. Y ¿será justo que se me engrille y se me emparede por una sola palabra que el viento se lleva? ¡Hasta un juez de palo vería que esto es un rigor inmerecido! Y por último: si esto es un pecado, la culpa es de mi mala cabeza y de mi soltura de lengua, mas no de mi mal corazón, porque yo jamás le he hecho mal a nadie, no digo haber ayudado a robarse a una niña principal...

-Lleven a ese hombre al calabozo -dijo el juez-. Después prestaré su declaración.

-¡Ah! ¡señor!, ¡señor juez! -exclamó Gacetilla, juntando sus manos en ademán de suplicar-. ¡Tenga compasión de mí! Prefiero dar mi declaración al momento.

-¡Pero, hombre! Si usted no calla y se dispone a responder ¿cómo quiere que se le interrogue?

-Señor: yo quisiera callar porque encuentro muy justo lo que Usía dice; pero ya le digo que me hallo bajo el influjo de una escitación nerviosa que me impele a hablar, ¡como el sediento trata de beber cuando se le presenta el agua que desea! Sin embargo, ya he satisfecho algún tanto la sed que me devoraba y estoy dispuesto a contestar lo que se me pregunte.

Enseguida se procedió al interrogatorio, concluido el mal, fue trasladarlo nuevamente al calabazo después de haber gobernado el juez que se le quitase los grillos.

Dos horas después vino a visitarlo su amigo Motiloni, a quien salió a recibir con los brazos abiertos:

-¿Qué se hizo anoche? -le preguntó con tono de reproche.

  -68-  

-Me separé de usted para volverle la mano -respondió Motiloni... Así aprenderá usted a ser leal.

-¡Ah! ya me acuerdo; pero...

-Dejemos esto, y vamos a lo que importa. Acabo de verme con el juez; he abogado por la inocencia de usted...

-¡Gracias! don Pablo... Siempre he dicho que usted es un buen amigo. Anoche me he acordado mucho de usted... ¿Y qué dice el juez?

-Lo creo -respondió Motiloni, sonriendo-. El juez dice que no puede ponerlo a usted en libertad sino bajo una fianza segura, y le he ofrecido la mía.

-¡Gracias!, ¡gracias! ¿Y aceptó el juez?

-Acepta... Luego se le hará saber a usted la orden de excarcelación.

Poco rato después, salía de la cárcel don Catalino acompañado de su fiador, don Pablo Motiloni.

-Esta prisión -decía Gacetilla-, es enteramente injusta, porque hablando en plata, yo no sólo no he acompañado a los raptores, sino que ni aun sé sus nombres.

-Y ¿cómo me aseguró usted que sabía...?

-Fue en un rato de calor; pero ahora que me importa descubrirlos, trabajaré con empeño para conseguirlo.

-Y hará usted bien -contestó don Pablo-, porque ése es el mejor medio de probar su inocencia. Acuérdese usted de que yo soy el fiador, y no me debe dejar mal puesto.

-Confíe usted en mí: Duplicaré mi lengua, mis ojos y mis orejas -contestó Gacetilla, despidiéndose de su amigo don Pablo.

Éste se quedó mirándolo; y cuando se hubo perdido de vista detrás de la primera esquina, dijo:

-¿Piensas duplicar tu lengua? ¡Dios tenga compasión de los infelices que encuentres! Pero estoy seguro de que me servirás, y esto me basta. Ahora dejemos este capítulo y pensemos en otra cosa, que el pandero queda en manos que sabrán tenerlo.



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Capítulo XIV

Esfuerzos del gobierno para obtener la paz


«El ejército insurrecto se apellidaba libertador, en tanto que los fautores de la revolución no tenían otro propósito que reaccionar contra la única Administración liberal que ha tenido la República, destrozando la Constitución democrática de 1828.»


(J. V. LASTARRIA, Juicio histórico sobre Portales.)                


El padre Hipocreitía dejó a cargo de Gacetilla el descubrimiento de los raptores porque le faltaba el tiempo para ocuparse de este negocio, pues otros asuntos más importantes ocupaban su atención. Puesto entre su venganza y su ambición, no dudó en olvidar por un momento aquélla, y entregarse con todas sus fuerzas al servicio de ésta. Había entrado de lleno en la política, y ya no le era posible volver atrás. Por último, una vez satisfecho el logro de sus miras ambiciosas, podía contar con elementos suficientes para satisfacer su venganza. El diestro jesuita era lógico en su proceder, y no tiraba la piedra sino al punto que convenía. Sabía emplear sólo la fuerza necesaria, y sabía, aún mucho mejor, esconder la mano cuando la piedra había partido hacia el punto de mira. Dotado de una vista perspicaz, despejaba los hechos de las circunstancias inútiles para   -70-   no ver en ellos sino lo que podía aprovechar. No perdía ni su tiempo ni sus fuerzas en combinaciones inconducentes; era avaro de sus palabras, y tenía una paciencia a toda prueba. «Quien sabe esperar, sabe obrar», tal era su divisa. No se precipitaba jamás, porque decía: es preciso dar tiempo a la naturaleza, tanto en lo físico como en lo moral, para que los acontecimientos se realicen. Sólo dando huelga a los acontecimientos, se evita las colisiones que hacen fracasar toda combinación, por sabia que sea. El tiempo es una especie de caja en la cual deben caber los sucesos de la vida: esta caja debe tener la capacidad suficiente para que quepan los objetos que se quiere encerrar en ella. Si se estrecha el tiempo, como éste no puede romperse para aumentar de capacidad, tendrán que dislocarse los acontecimientos. De aquí resultan los trastornos, los inconvenientes, y aun la imposibilidad de los hechos mismos que se desea.

Otras veces solía decir: «¿no veis cómo las gentes del campo engrasan los ejes de sus carros para que las ruedas no rechinen? Así también es preciso engrasar los elementos y resortes de la máquina social para que los sucesos no rechinen mientras están verificándose. De lo contrario, se quebrará el eje en torno del cual giran, y la sabia combinación vendrá al suelo como carreta quebrada.»

He aquí por qué el jesuita miraba la paciencia como un poderoso elemento de acción. Ésta era la grasa de que hablaba.

Esta vez el reverendo estaba contento y las cosas iban a pedir de boca, y él se frotaba las manos debajo de su manteo. Las últimas noticias del sur eran alarmantes, y él gozaba con la intranquilidad que se había derramado en toda la capital. Cada día llegaban chasques trayendo desconsoladoras noticias. Prieto adelantaba con su ejército, atravesando un campo preparado por las maquinaciones peluconas. En todos los puntos por donde aquél pasaba, encontraba guardias avanzadas del partido reaccionario. Aquí era un cura que predicaba abiertamente a sus feligreses contra ese gobierno estranjero, hereje, pelagiano etc.; allá un padre de espíritu, director de una familia influyente, que se valía del confesonario para preparar los ánimos de sus hijos en el Señor; más allá un fanático que se creía tanto más amigo de la religión cuanto más enemigo de la libertad se mostraba; acullá mujeres devotas (no de Dios y sus santos, sino de los clérigos), que rezaban rosarios y novenas cantadas, por la victoria de la religión y del orden. En balde pugnaban algunos amigos de la democracia por contrarrestar el fanatismo de unos, por aplacar la ambición y el odio de otros, y por deshacer las calumnias   -71-   que muchos difundían contra la liberal administración. ¿Cómo se les había de creer si los defensores eran tan herejes como los defendidos?... Y el pueblo miraba esta lucha casi sin apercibirse de ello. ¡Fatal ignorancia que lo entregó maniatado al partido monárquico!

No es posible recordar, sin un profundo agradecimiento, los esfuerzos que los liberales de Santiago hicieron por evitar la fratricida lucha. Ofreciéronse a sacrificarlo todo en aras de la paz; todo, todo: sus afecciones, los puestos públicos que ocupaban, y hasta sus odios personales. Sólo querían conservar las instituciones democráticas. Pero sus enemigos desoyeron todas las propuestas, porque esas instituciones eran precisamente la principal causa de su odio liberticida.

Un día antes de trasladarse el gobierno a Valparaíso, el Presidente Vicuña había despachado un emisario al general Prieto, prometiéndole por medio de una nota que si abandonaba su actitud hostil, «oiría gustoso las quejas que se le dirigiesen y atendería a toda solicitud que tuviese por base esa Constitución, objeto de la adoración de todos los chilenos, y en cuya gloriosa obra tuvo el mismo general Prieto tanta parte como uno de los representantes en el último Congreso».

Pero el general revolucionario, incapaz de comprender tanta nobleza de proceder, no solamente desoyó estas conciliadoras palabras, sino que cometió la torpe indignidad de poner preso al comisionado, el valiente coronel Godoy.

Esta indigna acción no desanimó a los amigos de la paz y de las instituciones democráticas. El intendente de Santiago, don Rafael Bilbao, y el jefe de las fuerzas constitucionales, don Francisco de la Lastra, enviaron a Prieto una segunda comisión compuesta de cinco personas respetables con el fin de proponerle medios de conciliación. Prieto convino en permanecer a cierta distancia de Santiago, mientras se verificaba un arreglo por medio de otras personas que el Gobierno mandaría suficientemente autorizadas para transigir de una manera estable y con arreglo a la Constitución, las diferencias políticas de los pueblos. Pero el general revolucionario principió por faltar a este pacto, trayendo sus tropas a una legua de la capital.

Prieto estableció su cuartel general en las casas de la chacra de Ochagavía, adonde fueron luego a reunírsele nuestros conocidos Aldeano, Dorriga y otros. El clérigo Franco iba y venía. En cuanto   -72-   al reverendo padre, nadie supo de él: se decía que andaba en sus misiones. Cualquiera que tuviera que hacer con su reverencia, debía hablar con don Pablo Motiloni, quien tenía poder amplio para representar al jesuita en todos sus asuntos.

El cinco de diciembre hubo un nuevo convenio entre Prieto y las autoridades constitucionales. Acordaron reunirse al día siguiente para concluir un tratado de paz, y además un armisticio hasta la ratificación de dicho tratado, en caso que tuviese lugar.

El día seis se reunieron los comisionados por una y otra parte; pero los de Prieto traían instrucciones de no proceder a un tratado definitivo de paz sino en caso de ser ratificado en el término de dos horas, cosa imposible, desde que el gobierno que debía ratificarlo se hallaba en Valparaíso. Se buscaba un pretesto para romper las hostilidades. A pesar de esto, los comisionados convinieron en algunas operaciones de detalle, y en varios cambios que debía hacerse en el personal de los poderes públicos, y en reunirse esa misma noche con el fin de tratar sobre la ratificación. Pero Prieto, en vez de esperar y ver el modo de cortar las diferencias, declaró rotas las hostilidades «por no querer (el general Lastra) consentir en ratificar por sí mismo a las dos horas de firmado, el tratado que se celebrase».

He aquí cómo obraba un general que decía haber tomado las armas para defender la Constitución. Declaraba rotas las hostilidades porque el general enemigo no violaba esa misma Constitución que él venía a defender. La lucha parecía ya inevitable. El llano intermedio entre los dos campamentos, principió desde entonces a ser el teatro de pequeños encuentros que no podían tener ningún resultadlo serio. Los habitantes inmediatos dejaron sus casas y se refugiaron en el interior de la ciudad, pues los suburbios estaban continuamente amenazados por las partidas de caballería de Prieto que los recorría en todas direcciones, y sobre todo, por la célebre Partida del Alba al mando del tristemente célebre, don Alejo Calvo, que se ocupaba en saquear las chacras y haciendas de los vecinos supuestos o verdaderos partidarios de los liberales. La falta de caballería del ejército constitucional hacía imposible el evitar los daños causados por el más brutal vandalaje.

Mientras tanto, los ejércitos acantonados el uno enfrente del otro, no venían a las manos. Lastra esperaba que Prieto saliera del atrincheramiento de tapias y fosos de Ochagavía; pero Prieto no salió... La alarma de los habitantes de Santiago crecía por momentos.

  -73-  

Entonces el Señor Obispo, don Manuel Vicuña, animado de los más evangélicos sentimientos, quiso tocar los últimos medios de conciliación, y escribió a Lastra y a Prieto, diciéndoles: que estaba dispuesto a no omitir sacrificio alguno por buscar la paz, valiéndose de todos los medios que fuesen permitidos.

He aquí las

COMUNICACIONES ENTRE EL SEÑOR OBISPO VICUÑA Y LOS GENERALES LASTRA Y PRIETO

«Señor general don Francisco de la Lastra.

Santiago, diciembre 10 de 1829.

Ya presumo que estará V.S. enterado de la reunión que he tenido hoy, para ver si se adoptaban medidas de conciliación. El señor general don José Manuel Borgoña, uno de los concurrentes, ha quedado encargado de hacerlo presente a V.S., como asimismo cuáles son los sentimientos que me animan. Mi carácter de pastor no pide más que paz y tranquilidad: debo procurarla sin omitir sacrificio y buscarla, por cuantos medios me sean permitidos. No creo que V.S. dista de lo mismo, y por lo tanto, espero que no se negará a una transacción que vuelva la paz a mi afligida grey. Para ello será necesario una entrevista con el señor general don Joaquín Prieto, y al efecto le suplico me indique el lugar y hora a fin anunciarlo oportunamente a V.S. Luego, pues, que tenga el aviso lo daré a V.S., previniéndole desde ahora, se sirva estar pronto por su parte y sacrificarse nuevamente en obsequio de una paz tan deseada. -Dios guarde a V.S. muchos años. Su afectísimo capellán Q. S. M. B. -Manuel, obispo de Ceran.»

Lastra contestó:

«ILUSTRÍSIMO SEÑOR OBISPO DE CERAN.

Campamento en la cañada de Santiago; 10 de diciembre de 1829.

Estimado Señor de toda mi veneración:

Desde el momento que me hice cargo del mando de este ejército,   -74-   tuve por objeto evitar la efusión de sangre y cortar las desavenencias que desgraciadamente afligen nuestro país, por medio de una amistosa transacción. Desde aquel mismo instante no he cesado de trabajar por procurarla; y ciertamente ya se hubiera conseguido, si por la otra parte no se hubiese encontrado oposición en proposiciones ya transadas de antemano y mutuamente convenidas. En esta virtud acepto gustoso la entrevista que V. S. I. se sirve proponerme, señalándole al efecto la quinta del señor general Blanco, en donde, a las once o doce de este día, podrá terminarse asunto tan importante. Esta ocasión me proporciona la satisfacción de ofrecer a V. S. I. mi mayor respeto y consideración. B. L. M. de V. S. I. su atento servidor.

FRANCISCO DE LA LASTRA.»

La contestación de Prieto forma notable contraste con la anterior. Hela aquí:

«Si de buena fe se quiere la paz, yo estoy pronto a ella en estos términos: demuélanse las trincheras de la plaza; salga la división del general Lastra, y todo hombre armado a distancia de cuatro leguas de la capital, a la misma me pondré con este ejército, mediando sólo dos leguas de uno a otro; reúnase el vecindario, y elija éste una autoridad provisional, y un plenipotenciario, quien en unión con los que ya tienen nombrados Concepción, el Maule y Colchagua, y viniendo otro por Aconcagua, eligirán un gobierno general provisorio, con el cual se conformarán seguramente las otras tres provincias, luego que vean que ésta es una transacción en que han entrado cinco provincias hermanas a propuesta de ambos ejércitos y por la mediación de S. I. No hay, pues, otro medio legal y decente para terminar las diferencias, que el dejo propuesto. Elegir en Santiago un plenipotenciario del modo dicho, o concurriendo un elector nombrado por cada cabildo de la provincia, cuyo plenipotenciario en unión con los otros cuatro, nombrarán el ejecutivo nacional provisorio, para que gobierne mientras se elige conforme a la Constitución.

JOAQUÍN PRIETO.»

Esta carta prueba las intenciones del partido cuyo instrumento fue Prieto. La sequedad con que está escrita raya en descortesía, y es notable en el general de un ejército del partido religioso, así como del respetuoso tono de la de Lastra, admira en el jefe de las fuerzas del partido tenido por hereje.



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Capítulo XV

Hipocreitía y Franco


«Pero los liberales querían evitar a toda costa la efusión de sangre... Imagináronse que todo podía concluirse dejando los puestos que ocupaban para que los revolucionarios los reemplazaran y organizaran el gobierno, respetando y conservando la Constitución.»


(J. V. LASTARRIA, Juicio histórico sobre don Diego Portales, IV.)                


En cuanto el ejército de Prieto acampó en Ochagavía, el reverendo jesuita fue de opinión que algunos hombres de palabra y de pluma del partido se trasladasen al campamento para servir de consejeros al general revolucionario. «Prieto sin dirección es como un cuchillo sin mango», decía el padre. En consecuencia, se decidió que Aldeano, Dorriga y el clérigo Franco marchasen al campamento. Pero Dorriga tuvo que encargarse bien pronto de una comisión en Valparaíso; y en cuanto al presbítero Franco, no le fue posible separarse de los círculos del interior de la capital, que encontraban en él su principal agitador. Convirtiose, pues, en el correveidile   -76-   del partido, quedando Aldeano encargado de la dirección cotidiana de Prieto.

El padre Hipocreitía se había perdido de repente. ¿Adónde estaba? Unos decían que se hallaba enfermo y lo encomendaban a Dios; otros aseguraban que andaba predicando en las costas de Colchagua, y admiraban su contracción al cultivo de la viña del Señor, en unos tiempos en que los ánimos estaban tan excitados; y por último, no faltaba quien jurase que se había ido a pasar unos días de retiro a la Recoleta Domínica (según era su costumbre todos los años) huyendo del tumulto de la sociedad.

-¡Oh! Ustedes no conocen a este siervo de Dios -agregaban los amigos oficiosos del padre-. ¡Aborrece la bulla y huye de mezclarse en los asuntos mundanos!

-¡Cierto! ¡Es un hombre entregado al cultivo de la viña del Señor!

-¡Un apóstol!

-¡Un verdadero apóstol!

Una tarde de esos días, al oscurecerse, marchaba por la alameda un clérigo, que no era otro que el verdadero apóstol. Parecía recién llegado del campo, pues iba con las sotanas arremangadas y seguido de un mozo que llevaba de las riendas un caballo ensillado. Cubría un gran poncho sus hombros, y un sombrero de pita su cabeza, e iba platicando mano a mano con otro clérigo, el cual contestaba a lo que su compañero le decía sólo con esta palabra:

-¡Intosidle! ¡Eso es intosidle!

La pronunciación de esta palabra hacía ver que el interlocutor del jesuita era el clérigo Franco, quien, faltándole el labio superior a consecuencia de una enfermedad que había sufrido, convertía siempre la p en t y la b en d.

-A mí también me parece imposible -decía el jesuita en voz baja- que pueda haber arreglo después de lo sucedido; pero es preciso no mostrarse terco. Bueno es no hacer ninguna concesión que pueda perjudicarnos; pero ello debe hacerse con ese señor modo que aparenta dar, haciéndose dueño de todo. Si ellos solicitan una entrevista, concedámosela.

Franco hizo un gesto de mareado disgusto y dijo:

-Lo que yo encuentro vergonzoso es que seamos nosotros los que, en cierto modo, hemos provocado esta entrevista. Don Francisco Ruiz Tagle es de nuestro partido, y él es quien más ardientemente la desea.

  -77-  

-El caso es que Ruiz Tagle está medio arrepentido porque como tiene amigos entre ellos...

-Sí, ya sé que es una especie de anfibio en política -interrumpió Franco.

-Por lo mismo nos conviene, pues podemos servirnos de él en cualquier revés de fortuna. Además -prosiguió- puede suceder que los liberales cedan.

-¿No conoce usted lo que son?

-Antes creería yo que se convirtiese Satanás.

-Sin embargo, yo sé que están dispuestos a hacer las mayores concesiones. Les he oído hablar de sacrificios personales.

-Lo dudo.

-No dude usted: son unos inocentes, unos aquijotados, a quienes se les maneja por medio de esa palabra hueca del patriotismo. Si conseguimos lo que deseamos, sin necesidad de esponer nuestra suerte al azar de las armas, no debemos perder esta oportunidad que Dios nos presenta.

-Todo esto es perder tiempo -replicó el caprichoso Franco, ¡y mañana le preguntaré yo si se ha conseguido algo!

-Pero no será porque no hayamos nosotros hecho todo lo posible por nuestra parte.

-Pero este Ruiz Tagle, este don Francisco ¿quién lo había de creer? Después de los serios compromisos que ha contraído, se nos viene ahora con sus arrepentimientos. ¡Como si no perteneciera a una familia que siempre fue enemiga de todos estos diablos! En tiempo de la guerra de la Independencia eran realistas, y ya sabe usted que de un honrado realista ¡no puede salir un maldito pipiolo!

-Ya le he dicho que Tagle tiene sus escrúpulos -dijo el padre pasando la caja de rapé a su interlocutor-, y es preciso respetar los escrúpulos de los hombres.

-No me gustan los hombres escrupulosos, y por esto es que...

-No levante tanto la voz: mire que las paredes oyen.

-¡Es que cuando me caliento, hablo tzuerte! -gritó Franco.

-No hay que calentarse. ¡Pies de plomo, amigo mío! Cierto es -prosiguió el padre en voz baja- que los escrúpulos de Tagle son una verdadera necedad... Ahora está medio arrepentido después de habernos ayudado; pero ¿de qué le servirá su arrepentimiento? Palabra dicha y piedra arrojada no vuelven atrás.

-¿Y en dónde será la reunión?

  -78-  

-No lo sé; pero nos lo dirá Aldeano que debe estarme esperando en casa.

Ambos interlocutores apuraron el paso; y doblando por la calle de Santa Rosa, en breve rato llegaron al cuarto del padre. Don Rodrigo Aldeano esperaba en la puerta.

-La entrevista tendrá lugar esta noche a las doce -dijo al padre.

-¿En dónde?

-En la casa de don Joaquín Echeverría. ¿No sabe su paternidad dónde está?

-¡Ah! lo conozco: en la calle de las Monjitas.

-¡Eso es!

-¿Y tendremos allí a Portales?

-No. Me ha encargado a mí que lo represente. Tengo sus instrucciones.

-¿Y por qué se niega Portales a ir? -preguntó Franco-. ¡Yo no sé por qué este don Diego anda siempre reculando la carta!

-Me parece bien que no vaya -observó el padre.

-A mí no me gusta esa conducta. ¿Tiene miedo?, que se retire... ¿Le gusta el partido?, marche de frente.

-Oiga usted, amigo mío...

-Es mi manera de ver las cosas. ¡De frente!, ¡de frente! Todo el partido mira ya a don Diego como a su jefe.

-Y lo merece -contestó Aldeano.

-Por lo mismo debiera aparecer a su cabeza; pero siempre se está a la capa. ¡Y esto que ahora estamos fuertes!

-En estas tierras -le interrumpió el padre- conviene no echar al trajín a los jefes... Dejémoslo guardadito mientras nos llegue el caso de proclamarlo.

-Por otra parte -agregó Aldeano-, desde que estamos dispuestos a no ceder en nada ¿para qué sirve allí la presencia de don Diego?

En aquel momento entró al cuarto una vieja, criada de la casa, que dijo al padre presentándole una carta:

-Acaba de llegar un mozo de Valparaíso trayendo este papel para su paternidad.

Tomó el padre la carta; la abrió y la leyó a la ligera.

-¡Magnífico! -exclamó.

-¿Qué le escriben? -preguntó Franco.

-Es Dorriga. Oigan ustedes lo que me dice:

  -79-  

«Valparaíso, diciembre 9 de 1829.

A las 2 de la mañana.

Mi reverendo amigo:

Despáchole un propio para avisarle que anoche hemos atacado este puerto con don Pablo Silva. No teníamos más que ciento cincuenta hombres, pero hemos hecho fuego sobre la ciudad en donde introdujimos la alarma a poca costa. La oscuridad de la noche nos protegió, y sobre todo el encontrarse la ciudad casi abandonada por el gobierno. Hoy ya somos dueños de los castillos, y creo que el viejo Presidente Vicuña tendrá que emplumar pronto. Me acaban de decir que se piensa embarcar hoy o mañana para dirigirse a Coquimbo. Buen viaje... Desgraciadamente ha fracasado una sublevación que yo había hecho prender en la marina. Con algunos sacrificios, se logró poner de nuestra parte al teniente Ruedas y a un oficial del bergantín 'AQUILES'. Ya el bergantín era nuestro cuando el hereje capitán Bingham, de la marina británica, se prestó a auxiliar al gobierno. No pudiendo contestar a los cañonazos de la 'THETIS' que nos atacaba, hubo que arriar bandera. Es lástima que se haya perdido este golpe, pues de este modo habríamos podido enviar auxilios a nuestros amigos del sur. Pero como quiera que sea, de poco le servirán a Vicuña sus buques, si no es para huir, y en este caso diré: a enemigo que huye, puente de plata. Écheme su paternidad su bendición.

V. Dorriga

-Soy de la opinión de don Víctor -dijo Aldeano.

-Ahora es más difícil el arreglo -observó el padre.

-¡Intosidle! -agregó Franco.

Púsose éste enseguida a conversar con don Rodrigo, mientras el jesuita escribía en su cartera de memorias las siguientes notas:

Encargo al cura T* que prosiga en sus pláticas doctrinales contra los pipiolos, y que lance anatemas especiales contra los que mantengan relaciones con los pelagianos.

Hacer que el padre N* mantenga abierta la confesión de doña A*, o la absuelva bajo la condición de obligar a su hijo, el oficial, a que abandone las banderas de Lastra.

  -80-  

Doña Pilar M* está enferma de gravedad: su testamento a favor de la Compañía. Escribir a su padre de espíritu...

En la estancia del Qnillai se fundó unas capellanías el año 1783 a favor de P*. R*. que murió en 1813... Goza la hacienda don N*. O*... Consultar a un abogado sobre el particular...

Doña R*. S*. ofrece terrenos para una iglesia, y colegio de la Compañía... Escribir a Roma sobre la dispensa que la señora pretende...

El sindicato de las Capuchinas, vacante por la separación de don Policarpo... le conviene a don Melitón...

Ídem, ídem, respecto del puesto de tesorero de la esclavonía del Santísimo...

Al llegar aquí, preguntó a sus amigos:

-¿Qué horas son?

-Las nueve y media -contestó don Rodrigo.

El padre prosiguió sus apuntaciones, murmurando:

-Es preciso aprovechar el tiempo: la memoria es frágil.

Don Catalino dice que el autor del rapto es un oficial llamado Pepe Tronera. Sirve a las órdenes de Viel. Es un mozo de mala conducta. Buscar informes...

Lucinda sigue enferma... Es preciso que se confiese... Hablar con el médico... El padre O* llegará pasado mañana...

El médico da esperanzas sobre la salud de don Marcelino. Consultar al facultativo sobre su monomanía... ¿Se convertirá en verdadera locura?... Hacer que firme antes la escritura de donación... Ídem de compra-venta... La otra está firmada...

Escribir a don Alejo Calvo, pidiéndole que dé un malon al gabacho con su Partida del Alba...

Enseguida el padre se puso a reflexionar:

-Creo -dijo- que convendrá hacer insertar en «LA CLAVE» las noticias de Valparaíso.

-¿Abultándolas un poquito? -preguntó Franco.

-No está de más. Lo que abunda no daña en estos casos.

-¿Y lo podremos conseguir? -dijo Aldeano-. ¡Como «LA CLAVE» es de ellos!...

  -81-  

-No importa -contestó Franco-. Yo me encargo de esto. El regente de la imprenta es mi amigo.

-Muy bien -dijo el jesuita mostrando con el dedo el recado de escribir-. Voy a dictarle, amigo Franco.

Éste se sentó a la mesa y escribió lo que le dictó el jesuita.

Habiendo concluido de escribir, dijo el clérigo:

-Ya son las once: si han de ir, ¡vayan pronto!

Los tres amigos salieron con dirección a la Alameda, en donde se separó el presbítero Franco, prosiguiendo los otros dos su camino sin hablar una palabra.

Las calles estaban solas y silenciosas; las puertas de las casas cerradas, y sus habitantes temiendo un asalto del día a la noche. Dirigiéronse por la calle de San Antonio, pues la del Estado estaba cortada por una de las trincheras que rodeaban la plaza de Armas.

Al llegar a la plazuela de la Universidad (hoy del Teatro) fueron detenidos por una patrulla de la guardia urbana.

-¿Quién vive? -preguntó el oficial.

-Gente de paz -contestó el padre-. Soy un sacerdote.

-¿Adónde se dirige su paternidad?

-Voy a casa de este caballero -y mostró a Aldeano- a confesar una enferma. Hay peligro de muerte y no puedo demorarme -agregó el jesuita pasando adelante.

El oficial no preguntó más y siguió su ronda.



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Capítulo XVI

A nuevos esfuerzos, nuevas resistencias


«Largamente se disputó en aquel conciliábulo sobre esa proposición, que los pelucones no admitían, sin querer comprender la abnegación de sus adversarios. Ellos exigían un sacrificio imposible porque era deshonroso: querían que los liberales disolvieran el Congreso.»


(J. Y. LASTARRIA, Juicio histórico sobre Portales.)                


Llegados nuestros amigos a la calle de las Monjitas, torcieron sobre su derecha, y al entrar en el zaguán de la casa de la cita, se encontraron con un hombre de a caballo, que pareció sorprenderse.

-Perdónenme sus mercedes: yo no soy de aquí -dijo el hombre titubeando-. ¿Es ésta la casa del señor don Joaquín Echeverría?

-Sí, amigo -contestó el padre-, ¿qué se le ofrece a usted?

-Vengo a dejarle una carta al caballero -contestó el hombre, entrando al patio.

El padre y su compañero lo siguieron.

  -84-  

-Me parece que conozco esta voz -dijo Aldeano al oído de su amigo.

-Puede ser -contestó éste.

Enseguida se dirigieron a un cuarto en donde se veía una luz, y dieron algunos golpes en la puerta. Abriose ésta y entraron a la pieza en la cual se hallaba el dueño de casa con otros caballeros.

El hombre del caballo había entrado tras de ellos sin la menor ceremonia. Llevaba un gran poncho, botas de lana y bulliciosas espuelas. Cubríale el rostro un pañuelo de algodón atado debajo de la barba, y la cabeza un bonete maulino que no se quitó al entrar sino después de haber cerrado tras de sí la puerta del cuarto.

-Buenas noches, señores -dijo con voz clara y echándose el pañuelo atrás.

-¡Señor general! -exclamó Aldeano-, ¡vaya que no lo había conocido!

-Está usted muy bien disfrazado -agregó el padre, dándole la mano.

-He creído que debía disfrazarme de este modo -contestó Prieto-, para evitar cualquier encuentro peligroso.

-¡Por supuesto! Le prudencia antes de todo -dijo el jesuita.

-¿Todavía no han llevado los otros? -preguntó Prieto. A la verdad que no son muy exactos porque ya han dado las once y media.

En aquel momento sonaron tres golpecitos en la puerta.

-¡Ellos son! -dijo Echeverría, quitando la tranca.

La puerta se abrió dando paso a dos caballeros que fueron saludados cortésmente por los circunstantes. Era el uno don Melchor de Santiago Concha, antiguo patriota, que había formado parte del Congreso Constituyente; y el otro, don Rafael Bilbao, Intendente de Santiago, quien había hecho poderosos esfuerzos para evitar la fratricida lucha. Ambos pertenecían al partido liberal, y venían autorizados por dicho partido para tentar todos los medios de conciliación que estuviesen acordes con la dignidad del país y la conservación de las instituciones democráticas.

-Creíamos habernos atrasado -dijo don Melchor sentándose-; pero observo que aún no han llegado los señores Ruiz Tagle y Portales.

-Yo estoy encargado por don Diego para representarlo en esta entrevista -contestó Aldeano.

-En cuanto a don Francisco -agregó el padre Hipocreitía-, tampoco vendrá porque ha creído innecesaria su presencia aquí. Todos   -85-   los presentes saben que soy su íntimo amigo; no necesito otro justificativo para probar que vengo autorizado por él mismo para hablar en su nombre. Desde luego, repito lo que el mismo don Francisco dijo ayer al señor don Melchor, a saber: que deseaba ardientemente él que se encontrase un medio como cortar estas dificultades que afligen al país.

-Para mí ha sido una gran satisfacción dar este paso -contestó Concha-. He hablado con casi todos los de mi partido, y puedo asegurar que todo él desea la paz.

-Si se desea la paz de buena fe -dijo Prieto a media voz-, nada más fácil...

-El partido liberal no ha dado derecho a nadie para que se duele de su buena fe -interrumpió Bilbao con un movimiento de espontánea energía.

Enseguida añadió con tono más suave:

-Al contrario, la sanidad de conciencia con que obramos nos hace creer, como creemos, en la buena fe y patriotismo de los que siendo nuestros enemigos políticos, no por esto dejan de ser nuestros compatriotas, a quienes deseamos dar el abrazo de hermano antes que la estocada del enemigo.

-¡Palabras huecas y sin sentido! -murmuró el padre al oído de Aldeano-. Estos liberales son así; sueñan como las campanas, según sean las manos que las tocan.

-El señor intendente nos hace justicia -contestó don Rodrigo-, y debemos felicitarnos de tener que tratar este delicado asunto con personas dignas de nuestra estimación.

-Esperamos obrar como tales -dijo Concha-, y estamos dispuestos a sacrificar todos nuestros intereses personales en aras de la felicidad pública. ¡Os hablo con mi corazón en la mano y a nombre de mis amigos! ¿Cuáles son los motivos de la sublevación?

-La ilegalidad de las elecciones -contestó Aldeano.

-Eso es contestable. Sin embargo, estamos dispuestos, en beneficio de la paz, a que se repita la elección de Senadores en las dos provincias de Concepción y del Maule. Fernández y Novoa renunciarán, y en su lugar serán elegidos los señores Prieto y Tagle, o los que designéis vosotros. Además, os damos la elección del Presidente del Senado, quien se hará cargo interinamente de la presidencia de la República, para que, bajo vuestro mismo amparo, se haga la elección de Presidente.

-No es mucho conceder eso -observó uno de los circunstantes,   -86-   desde que los hombres de vuestro partido quedarán siempre ocupando los mismos puestos, ejerciendo las mismas influencias...

-Es verdad -agregó el jesuita-. Aun cuando el mismo señor Prieto llegase a ser nuestro Presidente interino, su voluntad tendría que estrellarse ante la oposición sistemática de sus subalternos.

-¿Qué quiere decir su paternidad?

-Que los mandatarios de provincia (hoy ministeriales porque sirven a un Ejecutivo de su devoción) pasarán mañana a ser opositores cuando el personal del Ejecutivo cambie.

-Es evidente -respondieron algunos.

-Y sin embargo -observó Bilbao-, no es posible que desconozcáis la equidad con que nuestro Gobierno ha repartido los puestos públicos. ¿No veis en ellos todos los colores políticos? Uno de vuestros candidatos, el señor Ruiz Tagle, ¿no era ayer Ministro de Hacienda?

-¡Sí, ayer! -dijo el jesuita, haciendo un gesto acompañado de una sonrisita falsa-. Y hoy ¿qué es?

-¿No se le ha lanzado injustamente del ministerio? -preguntó uno.

-Vamos a la cuestión -dijo Echeverría-, y no agriemos una discusión cuyo objeto debe ser uniformar las opiniones.

-Si ello es posible -murmuró el fraile. Y luego agregó para sí mismo-: No parece sino que estos hombres creyeran que las palabras sirven para quedar de acuerdo en algo.

-Tiene razón nuestro amigo don Joaquín -dijo gravemente Concha-, es preciso que pospongamos nuestra personalidad al bien general. De otro modo no llegaremos nunca a convenir en nada que sea útil a la patria. Acordémonos de que somos hijos de una misma tierra y que hemos combatido juntos contra un mismo enemigo. Acordémonos de que esta misma tierra será mañana la patria de nuestros hijos, a los cuales tenernos el deber de legar buenos ejemplos de honradez y cordura. Ahorremos la sangre de nuestros compatriotas; ahoguemos la discordia y no presentemos ante los enemigos de la democracia el triste espectáculo de un país libre que se desgarra las entrañas con sus propias manos: no les demos el placer de ver desacreditada la república por nosotros mismos que nos decimos republicanos.

-¡Palabras! -murmuró a media voz el padre Hipocreitía, bellas palabras que sirven para ocultar otra cosa diversa de lo que significan.   -87-   Enseguida agregó en voz alta:

-Nosotros también podríamos pronunciar un discurso análogo, señor don Melchor; pero en lugar de bellas palabras, quisiéramos ver ejemplos de abnegación. Habláis de hacer sacrificios; pero esas generalidades nada dicen. Ya os hemos indicado que mientras permanezcáis en los puestos públicos...

-Pues bien -interrumpió Concha con vehemencia-, voy a probaros que cuanto acabo de deciros no son vanas palabras. ¿Decís que la ocupación de los puestos públicos por los liberales será un estorbo para el Ejecutivo? Oíd la última expresión de nuestro pensamiento -prosiguió, poniéndose de pie-: «Os prometemos aquí, a nombre de nuestro partido, que los liberales se separarán de los destinos públicos que creáis conveniente ocupar por hombres de vuestra adhesión; os prometemos que saldrán del país todos aquellos individuos que designéis como contrarios al orden público, a trueque de evitar esta lucha atroz entre hermanos.»

-Yo ratifico todo cuanto ha dicho el señor don Melchor -agregó Bilbao.

Hubo un momento de silencio, durante el cual nadie se atrevió a pronunciar una palabra. Muchos de los circunstantes parecían haber comprendido la abnegación de los liberales; y ya iban a manifestar sus sentimientos, cuando el padre jesuita se adelantó y dijo:

-Habláis de desocupar los destinos administrativos; pero ¿tenéis administración? La mayor parte de los jefes de provincia nos pertenecen.

-Y entonces ¿cómo decíais que nosotros ocupábamos los destinos?

-Dejadme concluir. Eso no obsta -replicó el padre- para que vuestros jefes administrativos y militares estén minados. Acabo de recibir una carta en la cual me dan noticia de la toma de Valparaíso por Dorriga. También me dice éste que hoy o mañana el gobierno evacuará aquel puerto.

-¿Será posible? -se dijeron todos.

-Es un hecho. Aquí está la carta -prosiguió el jesuita, sacándola de entre los pliegues de su sotana-. Ya no tenéis administración ¿qué es lo que ofrecéis, pues? Nada... Vuestro pretendido sacrificio es nulo... Por otra parte -agregó-, no es en el orden administrativo en donde nuestro presidente provisorio encontrará los principales estorbos...

-¿Y en dónde ha de ser? -preguntó Bilbao.

  -88-  

-En el legislativo -contestó Aldeano.

-Entonces ¿qué es lo que pretendéis?

-Yo no pretendo nada por mi parte; hablo a nombre de mi mandante. Don Diego es de opinión que se disuelva el Congreso.

-¿El Congreso?

-Sí, y que enseguida se declare nulos todos sus actos.

-¿Y nuestras queridas instituciones democráticas?

-Claro es que esas queridas instituciones tendrán que correr la misma suerte que los demás actos del ilegal Congreso -contestó el jesuita abriendo su caja de tabaco.

-¡Oh!, ¡eso es demasiado! -dijo Bilbao tomando su sombrero y su bastón-. ¡Nos falta el valor para ser traidores a la República!

-Es admirable -agregó don Melchor disponiéndose a retirarse- que un partido que se arma para defender nuestra Constitución exija la disolución del Congreso que la ha dictado.

-Sin embargo -dijo Prieto-, la condición expresada por Aldeano es la única que puede evitar la guerra civil. Yo no puedo aceptar otra porque mis compromisos son muy fuertes.

-Y yo carezco del poder necesario para desligar al general de esos compromisos -agregó don Rodrigo.

-¿Es decir -preguntó Bilbao, dirigiéndose a Prieto-, es decir, señor general, que os habéis comprometido a echar por tierra nuestras instituciones republicanas? Pero sabed -prosiguió- que también nosotros nos hemos comprometido a defenderlas, sacrificando nuestro reposo ¡nuestra vida, si necesario fuera!

-Pues las armas decidirán la cuestión, ya que os empeñáis en que así sea -murmuró Prieto saludando a los circunstantes y saliendo de la pieza.

-¡Qué sea! -exclamó Bilbao-, ¡y que la sangre que se derrame caiga sobre la cabeza de los culpables!

-¡Amén! -contestó el fraile, doblando la carta que había sido leída por algunos de los de la concurrencia y guardándola en el bolsillo de su sotana.

-Por nuestra parte aceptamos la responsabilidad que nos toque -dijo Aldeano.

Deshízose enseguida el conciliábulo, y cada cual se dirigió a su casa, tratando de evitar el encuentro con las patrullas que custodiaban las calles de la consternada ciudad.



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