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ArribaAbajoLa monja

Poema ejemplar





I

    En una población de Andalucía
un hidalgo vivía
esa vida holgazana
del que no debió al capricho de la suerte
nacer en noble cuna,
sin tener que pensar en el mañana
ni permitirse ocupación alguna.
Todo es bello para él; todo le advierte
que, aunque el hombre, después de su pecado,
fue por Dios condenado
a ganar el sustento con sudores
es decir con trabajo y con fatiga
esa pena no obliga
a los grandes señores,
que, viniendo, con títulos mejores,
ya ostentando el blasón de ajena gloria
en viejos pergaminos,
ya la obra meritoria
de haber su antecesor acumulado,
sin escoger para ello los caminos,
un caudal respetable y respetado,
pueden luego tenderse a la bartola,
dejando a su placer rodar la bola.


II

   Llamábase don Bruno el tal sujeto
y era un hombre completo,
aunque nada estudió, porque era rico,
confiado en que el mundo considera
al hombre adinerado,
aunque tenga el talento de un borrico,
más que al sabio indigente que ha gastado
su tiempo en calentarse la mollera.
Contaba de él la historia
como cosa notoria,
que allá en sus mocedades
fue un hombre muy temible
y cometió dos mil barbaridades,
con escándalo inmenso de las gentes,
ganando a fuerza de oro lo imposible,
agraviando a doncellas inocentes,
y causando muy graves desazones
a padres y a maridos bonachones,
cuyas hijas o esposas
no pecaron jamás de melindrosas.


III

   En pocos años, se encontró don Bruno
con que sus facultades naturales
negaban el concurso a sus deseos,
y que las Venus truécanse en vestales
si los Adonis son viejos y feos.
Comprendió que era ya tiempo oportuno
de recordar que el hombre tiene un alma;
reflexionó con calma;
sondeó su conciencia,
y con santo terror pensó en la muerte.
Al abjurar sus locos devaneos,
le deparó la suerte
un confesor de ciencia y de experiencia,
hombre recto y maduro,
que lo apartó de todo lo profano,
haciéndole pensar en lo futuro.


IV

   Metido ya de lleno a buen cristiano,
oyó en todas las fiestas misa entera,
practicó muy frecuentes comuniones,
cargó en las procesiones
con el pendón de alguna cofradía,
y para hacer más firme y valedera
la conversión que el cielo le pedía,
en las vigilias observó el ayuno
como la Iglesia manda;
y echando en la demanda
del templo unas monedas resonantes,
y en la plaza a los pobres vergonzantes
dando de vez en cuando una peseta
a presencia del público asombrado,
pronto llegó a adquirir fama completa
de hombre por la virtud justificado.


V

   Aunque don Bruno fue siempre soltero,
tuvo en una doncella,
de las muchas que él hizo desgraciadas,
una niña muy bella,
a quien dieron el nombre de María,
y fue luego criada con esmero,
a pesar de su humilde medianía,
por dos buenas mujeres, apiadadas
de la niña infeliz sola y sin madre,
(que murió al dar a luz a la inocente),
viéndola inicuamente
dejada en abandono por su padre.


VI

   Contaba ya la niña doce años,
cuando el viejo Tenorio
se separó del mundo y sus engaños,
y allá en su fuero interno
pensaba en conquistar el purgatorio
y en eludir las penas del infierno.
En estas cosas tristes cavilando,
consultó al confesor si convendría
legitimar una hija que tenía,
para que fuese monja, calculando
que la niña, en el claustro o en el cielo,
rogando a Dios con fervoroso anhelo,
el perdón de su padre alcanzaría.


VII

   Encontró el confesor muy acertada
la idea de aquel hombre;
al rescripto del príncipe acudieron;
quedó la niña al fin legitimada;
y al imponerlo de su padre el nombre,
todos con gozo el parabién le dieron.
Hubiera ella, no obstante, preferido
la vida, aunque modesta, muy dichosa,
que al lado de las dos santas mujeres,
amada y amorosa,
pasó como la tórtola en su nido;
mas comprender le hicieron sus deberes,
y, a falta del regazo de una madre,
aceptó, dominando su disgusto,
el cariño tardío de su padre,
que, aunque ya casi santo, era algo adusto.


VIII

   En los primeros días
estaba siempre pesarosa, inquieta,
sin hallar distracciones ni alegrías;
pero, mujer al fin, que en su organismo
lleva algo de voluble y de coqueta,
mezcla de idealismo y realismo,
al ver que su buen padre la mimaba
y juguetes y trajes le compraba;
al mirarse al espejo,
y ver su esbelto y primoroso talle
y su linda figura en el reflejo,
y al observar también que por la calle
iba de todos la atención llamando
y a las otras muchachas eclipsando,
su suerte encontró ya más llevadera
y al fin se conformó como cualquiera.


IX

   No descubrió la niña el pensamiento
del bueno de don Bruno,
aunque éste un día la llevó al convento
de monjas Carmelitas,
a donde hizo después varias visitas.
Las madres, cariñosas,
le fueron regalando muchas cosas:
ya estampitas de santos, ya rosarios
con numerosos días de indulgencia;
ya bordados con sedas de colores
lindos escapularios
y medallas de santa procedencia;
unas, por el Pontífice benditas,
con gracias infinitas
para aliviar del alma los dolores;
otras, tocadas al Sepulcro Santo
que regó con su llanto
la Madre de los tristes pecadores.


X

   Así se iban ganando cada día
el tierno y dulce afecto de María,
hasta que al fin y al cabo dispusieron
el padre y la abadesa,
(cuando de ella seguros estuvieron,
pues hizo por sí misma la demanda),
que entrase en el convento, con promesa
de estar en él en clase de educanda
sólo el tiempo preciso, indispensable,
para aprender allí ciertas labores,
perfiles y primores,
que hacen a la mujer más apreciable
en cualquiera camino
por donde la conduzca su destino.


XI

   Como ningún afecto grande y puro,
en su infantil y candorosa calma,
sintió la niña, de esos que en el alma
echan honda raíz, como la hiedra
al estrechar el muro,
la vida del convento no la arredra.
Va allí a tener amigas cariñosas,
para jugar, las horas de recreo;
las buenas religiosas,
que ya la quieren tanto,
no se opondrán jamás a su deseo,
y si se aflige, enjugarán su llanto.
Y cuando crezca más y ya esté grande
y educada y bonita,
saldrá, si su papá la necesita,
luego que ella lo quiera y él lo mande.


XII

   Con estas esperanzas e ilusiones
entró la niña bella
en la morada aquella,
sepulcro de inocentes corazones.
Todas la acariciaban a porfía,
y saltaba y corría
con sus tiernas y amables compañeras,
cual cervatillas, que al rayar el día
salen del bosque espeso a las praderas.
Tan satisfecha y tan feliz se hallaba
con aquella existencia deliciosa,
que, a pesar de la tétrica clausura,
para nada del siglo se acordaba,
siendo para ella la mayor ventura
no tener que pensar en otra cosa
que en dar gusto a las madres superiores
y jugar entre amigas y entre flores.


XIII

   Don Bruno, cuyo cambio era notorio,
iba de vez en cuando al locutorio
a ver a la inocente corderilla,
que, cándida y sencilla,
aprestaba su cuello al sacrificio;
y como era la víctima inmolada
en el ara sagrada
del padre pecador en beneficio,
él, que en su fuero interno
la convicción tenía
de merecer las penas del infierno,
cuando a ver a la niña iba gozoso,
siempre con un acento lacrimoso,
al despedirse de ella, le decía:
por tu padre infeliz reza, hija mía.


XIV

   Y la niña rezaba;
y entre el rezo y el juego
de la vida llegó la primavera.
Ya en los quince rayaba,
cuando sintió la ráfaga primera
de pensamientos que antes no abrigaba.
Ardió en su corazón extraño fuego;
su cabeza aturdida
soñó con otro mundo y otra vida;
y ya, considerándose en pecado,
consultó al confesor sobre lo grave
de su angustioso estado,
que ella conoce y dominar no sabe,
quizás presa en la red que el enemigo
tiende a los que llevar quiere consigo.


XV

   El sabio confesor que con prudencia
aquella santa casa dirigía,
viendo llena de sombras la conciencia
de la sensible y cándida María,
trató de echar a un lado sus temores
y hacerle recobrar su antigua calma;
pero ya estaba de la niña el alma
tan llena de dolor y de amargura,
debido a la lectura
de ejemplos por desgracia aterradores,
donde por causa leve
deja un justo que el diablo se lo lleve,
que los sanos consejos olvidaba
y del diablo tan solo se acordaba.


XVI

   La abadesa miró cual cosa sería
de la niña el escrúpulo extremado,
y encontró bien dispuesta la materia
para hacer una santa
de espíritu tan noble y exaltado,
hoy que tan raras son las ocasiones
de admirar tan extrañas perfecciones.
Se dio cuenta al prelado
de tan raro prodigio;
y él, para realzar más el prestigio
de aquellas santas hijas del Carmelo,
dispuso que a la niña dirigiera
un confesor de extraordinario celo,
que su conato en sazonar pusiera
flor de tanto perfume y esperanza,
destinada a la bienaventuranza.


XVII

   El confesor, de celo en testimonio,
fue explicando a María
todas las asechanzas del demonio;
el peligro inminente
que su alma correría,
si a vivir en el siglo depravado
iba tan candorosa e inocente;
mientras que aquellas dignas religiosas,
con su constante ejemplo,
como santas y místicas esposas
del Esposo Divino,
elevando sus preces en el templo,
lograrían fijar su alto destino.


XVIII

   Con un miedo profundo
la niña desde el claustro se acordaba
de las cosas del mundo,
y de pensar en él se horrorizaba.
¡Qué culpas de tan grave transcendencia
los que viven en él cometerían!
¡Qué peso en la conciencia,
¡qué sombras en el alma llevarían,
cuando ella, a cada instante,
del peligro distante,
era mísera esclava del pecado,
y digna de castigo y de escarmiento,
por tener al Señor siempre enojado
con obra o con palabra o pensamiento!...


XIX

   Cierto día, después de una consulta,
el confesor, el padre y la abadesa
llamaron a la niña, temerosos
de hallar en ella alguna idea oculta,
y en términos sencillos y amistosos
dieron ya por cumplida su promesa,
haciéndole saber que, terminada
su educación, completa y esmerada,
salir le convenía
de aquella estrecha y lóbrega clausura,
y vivir de su padre en compañía,
luciendo su talento y su hermosura.
La niña entonces, con visible espanto,
de su padre a los pies cayó de hinojos,
y vertiendo sus ojos
en copioso raudal sincero llanto,
exclamó entre sollozos: -¡Padre mío,
sólo me inspira el mundo horror y hastío,
y morir quiero en este asilo santo!


XX

   Con una mueca extraña, indescriptible,
quiso fingir don Bruno en su semblante
el profundo y amargo sentimiento
de un padre, aunque devoto, muy amante,
cariñoso y sensible;
pero ocultando su interior contento,
accedió a que quedase en el convento
aquella incomparable criatura,
que, según asegura
la abadesa, enemiga de lisonjas,
el sabio confesor que la dirige
y el testimonio de las madres monjas,
tiene virtudes ya tan singulares,
que encierra en su alma cuanto Dios exige
para ocupar un puesto en los altares.


XXI

   Ya iba a tomar como novicia el velo,
y era fuerza buscarle una madrina;
y María mostró muy grande anhelo
de que fuese invitada
una joven llamada Carolina,
que en el mismo convento fue educada;
su amiga más constante y cariñosa,
a quien sus padres, gente de dinero
y de noble ambición, aunque profana,
sacaron de la noche a la mañana
para que fuera esposa
de un joven, primo suyo y artillero.


XXII

   Carolina y su esposo y un hermano
de la joven madrina,
que, como su cuñado, militaba
en la misma brigada o regimiento,
y era ya capitán aunque contaba
sólo veintiséis años no cumplidos,
por mandato especial de Carolina,
con un coche llegaron muy temprano
a sacar a la niña del convento,
para que viera el mundo y lo apreciara,
así de refilón y en un momento,
antes de que sus votos pronunciara.
Y no fue acompañándolos don Bruno,
por dos buenas razones:
el no poder sufrir las impresiones
de aquel acto imponente,
y el consejo de un médico prudente,
a causa de un catarro inoportuno.


XXIII

   La niña iba lindísima en extremo,
como elegida por el Ser Supremo,
vestida del color de la pureza,
de joyas adornada
y de azahar la frente coronada;
su cabellera, espléndida y sedosa,
caía por su espalda en luengos rizos,
formando su hermosura prodigiosa
el conjunto de todos los hechizos.
Mucha gente acudió, según costumbre,
y estaban todos con el ojo alerta.
Cuando salió a la puerta,
le abrió paso la absorta muchedumbre,
que se quedó extasiada
contemplando las gracias de María.
Al entrar en el coche,
con profundo entusiasmo uno decía
que llevaba en sus ojos,
además de la clara luz del día,
los dulcísimos sueños de la noche;
otro, que la alborada
tiñó con su carmín sus labios rojos;
y todos, exhalando algún lamento,
exclamaban con voz triste y penosa:
¡qué lástima de niña tan hermosa,
que vayan a encerrarla en un convento!


XXIV

   Partió el coche de allí; los militares
sentados frente a frente
de aquellas dos bellezas singulares,
porque es fuerza decir que Carolina
era también una mujer divina.
Arturo, el capitán, que donde quiera
era un joven de chispa y elocuente,
iba triste y callado,
esperando con ansia verdadera
que el silencio rompiera
ya de una vez su hermana o su cuñado
y cuando en el vaivén del carruaje
tocaba su rodilla en la rodilla
de la niña preciosa,
él temblaba cual la hoja en el ramaje,
y ella, toda turbada y ruborosa,
ponía ya roja, ya amarilla,
y de ambos al oído
un extraño rumor llevaba el viento,
que, cual eco en la atmósfera escondido,
repetía esta frase dolorosa:
¡qué lástima de niña tan hermosa,
que vayan a encerrarla en un convento!


XXV

   Ya en el campo (porque iban a una quinta
donde muchos amigos aguardaban),
ven las ligeras nubes que flotaban,
teñido el borde de dorada tinta;
los canoros y alegres pajarillos
saltando alborozados
de la espesa arboleda a los tomillos;
las flores de los prados
que con gran variedad y en abundancia
saturan el ambiente de fragancia;
los corderillos que en las verdes lomas
brincan enajenados de alegría;
las bandadas de cándidas palomas,
el rumor vago de la selva umbría,
la cascada que en sierpes se dilata
o en tenues hilos de luciente plata;
el lago entre sus márgenes dormido
que el limpio cielo en su cristal retrata,
y el sol, que luz y vida derramando,
todas las creaciones va animando.
Al ver tanta belleza,
exclamó entusiasmada Carolina,
estrechando la mano de su esposo:
-¡Oh espectáculo hermoso!
¡Qué admirable salió Naturaleza
de la bondad divina!
¡Feliz el que con santa y dulce calma
sabe de ella gozar en cuerpo y alma!


XXVI

   Al escuchar la niña candorosa
la ardiente exclamación de aquella esposa,
que, expresando tan noble pensamiento,
satisfecha y dichosa,
en una sola frase compendiaba
un mundo de ternura y sentimiento,
dejó escapar del pecho dolorido
un suspiro fugaz mal comprimido,
que al salir, sus entrañas desgarraba.
Al mismo tiempo alzose en su conciencia,
por horribles temores
envuelta entra zozobras y agonía,
una voz que con lúgubres clamores
y eco amenazador le repetía:
¡de tu fe en testimonio,
huye las asechanzas del demonio!
Y la niña cuitada,
por aquellos fantasmas de su mente
con intensa crueldad atormentada,
vio en todo aquello un lazo tremebundo
para arrastrarla al lodazal del mundo;
se llevó entrambas manos a la frente;
cerró los ojos; exhaló un gemido,
y cayó sin sentido,
cual tierna flor del huracán tronchada,
de su amiga en los brazos, desmayada,


XXVII

   Llenos de sobresalto y de amargura
a la quinta llegaron con premura;
en sí volvió María,
y recobraron todos,
al verla ya repuesta, la alegría.
Propusiéronse allí de varios modos
animar a la pobre y distraerla;
pero nada lograba entretenerla.
Si se lo habla de lícitos placeres,
con frases cortas y palabra fría
su confesor recuerda y sus deberes;
triste siempre y llorosa,
hondos suspiros de su pecho exhala,
hasta que al fin con apagado acento
exclama: -¡Que me lleven al convento;
que me lleven, por Dios; me pongo mala!


XXVIII

   Arturo, haciendo un gesto de disgusto,
montó a caballo y se alejó con pena,
mostrando la impresión de aquella escena
con silencio tenaz y ceño adusto.
En las pocas palabras que cambiaron,
breves, pero profundas ilusiones
por su mente cruzaron.
Al través de su cándida inocencia
creyó ver de la joven la conciencia
dominada por místicas visiones;
y para no luchar con lo imposible,
pues le inspiraba el caso repugnancia,
tuvo por preferible
buscar remedio al mal en la distancia,
confiado en que Dios a su destino
dirige al hombre por cualquier camino.
Y aquella misma noche, antes que hubiera
algo que sus proyectos trastornara,
escribió al director con firme mano
una instancia apremiante, de manera
que en el más breve plazo lo enviara
de servicio al ejercito cubano.


XXIX

   Carolina y la niña, ya aliviada,
llegaron al convento,
donde fue de sus galas despojada.
Su linda cabellera
cayó al golpe fatal de la tijera;
bajo el tupido velo,
sus bellísimas formas se ocultaron,
y a admirarla bajaron desde el cielo,
según algunas monjas observaron,
ángeles del Señor y hasta querubes
del humo del incienso entre las nubes.


XXX

   Carolina cumplió su cometido
con afable interés y bondad suma,
porque amaba a María tiernamente;
y ya la ceremonia terminada,
al tiempo de salir con su marido,
sospechando que acaso la inocente,
bajo la densa bruma
de una atmósfera mística embriagada,
pudiera ser más tarde desgraciada
con solo respirar en otro ambiente,
como una madre buena y compasiva
le habló de la estrechez de la clausura,
de los grandes deberes que se impone
quien de su libertad así dispone,
de la inmensa amargura
que halla después la que, engañada o ciega,
a una vaga ilusión quizás se entrega.
Pero ella, con voz grave y persuasiva,
le contestaba siempre: -Estoy segura
de que un inquebrantable y santo anhelo
me manda obedecer la voz del cielo.


XXXI

   Como antes de empezar el noviciado,
siguió siendo María
un perfecto dechado
de extremada pureza.
Su virtud, cual ninguna edificante,
cada vez más y más resplandecía
en celo, en humildad y en fortaleza;
y era de tal manera escrupulosa,
que la más fútil y sencilla cosa
la juzgaba un pecado horripilante;
y llena de temor y de agonía,
cual si un áspid llevara en su conciencia,
hasta los pies del confesor corría
buscando absolución y penitencia.


XXXII

   Don Bruno estaba loco de entusiasmo,
al saber que su hija idolatrada,
del mundo entero admiración y pasmo,
era hasta por las monjas venerada.
El obispo, que a veces iba a verla,
le decía: -Señor, es una perla.
¡Qué virtud! ¡qué talento tan profundo!
Hasta a su confesor tiene encantado,
y dice que el Señor nos la ha enviado
para probar que hay santos en el mundo.
Y como en el convento repetían,
y aún fuera de él, lo que al prelado oían,
él, pecador y padre, se alegraba
de ser sin merecerlo tan dichoso;
y aunque ya no pecaba,
gracias a sus achaques y a sus años,
lo tenían, no obstante, receloso
las culpas de los tiempos anteriores;
pero esperaba subsanar los daños
con los méritos que ella contraía,
confiado en que al fin alcanzaría
librarlo de las penas del infierno;
pues si Dios, en habiendo intercesores,
da su perdón a tantos pecadores,
¿cómo olvidarse de él, siendo su yerno?


XXIII

   Arturo, por su parte,
estaba de ir a Cuba arrepentido,
y en la lucha de Venus y de Marte
iba el sangriento dios casi vencido.
Echole Carolina un buen regaño
por no haber esperado con paciencia
la ocasión oportuna
de herir con clara luz la inexperiencia
de quien su propio ser no comprendía,
y con buenas razones le argüía
que era obrar en su daño
y despreciar acaso la fortuna,
huir tan lejos y con prisa tanta,
cuando estando más cerca de María,
tal vez se lograría
descubrir la mujer tras de la santa.


XXXIV

   Pero ya era imposible: con premura,
según su voluntad, recibió luego
orden para embarcarse.
Iba a dejar el alma en la clausura,
cuando su corazón en vivo fuego
estaba aniquilado de abrasarse.
En su temor de verse despreciado,
no se atrevió a turbar la dulce calma
de la niña hechicera,
y prefirió tener dentro del alma
de su amor el secreto bien guardado,
hasta que otra ocasión propicia hubiera.


XXXV

   Cuando ya iba a partir el artillero,
fue con su buena hermana al locutorio
para decir adiós a la novicia
mas llegó la noticia,
antes que a nadie, al confesor severo,
y éste, dictando un auto prohibitorio
bajo fútil excusa,
impidió que saliese la reclusa
a cumplir ceremonias mundanales,
hallándose ocupada
en la tarea mística y sagrada
de implorar los auxilios celestiales.


XXXVI

   La niña se quedó muy pesarosa
por no ver a su amiga cariñosa
y también (ya que es fuerza que se diga)
por no ver de pasada al artillero,
a quien dio a su pesar tanto disgusto
cuando a la quinta fueron con su amiga;
el cual, para evitar un nuevo susto,
se alejó incomodado,
y quizás persuadido,
cosa muy natural en un soldado,
de que el soponcio aquel era fingido.
Pero ella, con el prójimo indulgente
perdonó aquella falta,
y aun sintió haber estado displicente,
lo cual alguna vez hasta la exalta.
Pero le fue imposible remediarlo,
porque a la exclamación de su madrina
estrechando la mano de su esposo,
sufrió una conmoción tan repentina,
que, sin ella quererlo ni pensarlo,
vio en todo aquello al enemigo eterno
que audaz y cauteloso
la quería ganar para el infierno.


XXXVII

   Y aunque de todo se acusó llorando,
siempre olvidó una cosa muy sencilla,
cosa para la cual no encontró nombre,
aunque con interés lo iba buscando:
y fue la sensación grata y penosa
que tuvo, al encontrarse su rodilla
con la rodilla aquella de aquel hombre.
Tampoco se acusó de que en el sueño
otra mano su mano acariciaba,
y en la naturaleza embebecida,
con delicioso y pertinaz empeño
la frase de su amiga recordaba,
y su labio feliz la pronunciaba
con el alma de gozo enardecida.
Pero sí confesó con honda pena,
aunque en último caso
la culpa no era suya sino ajena,
aquella frase horrible que oyó al paso,
ya de subir al coche en el momento,
frase, además de impía, escandalosa:
¡qué lástima de niña tan hermosa,
que vayan a encerrarla en un convento!


XXXVIII

   Arturo, que a despecho de su hermana,
salió para la Habana,
al tiempo de partir lo dejó escrita
una carta que, triste y reservado,
con mano temblorosa y faz contrita,
de parte suya le entregó un criado.
Carolina la abrió llena de susto,
y la vista pasó por los renglones
con gran asombro y con mortal disgusto.
He aquí lo que su hermano le decía:
«No por verme marchar te desazones,
»ni me llores ausente.
»He concebido una pasión ardiente
»por tu joven ahijada, por María.
»Pretendiendo luchar, no sé por dónde
»me ha asaltado una idea pavorosa
»que a mi inquietud y a mi temer respondo.
»Al verla tan sencilla y fervorosa,
»concebí este dilema que me espanta:
»no hay medio; es una imbécil o una santa.
»Si imbécil, no la quiero,
»porque indigna de mí la considero;
»y si es, cual juzgo, santa como bella,
»no hay en la tierra un hombre digno de ella.
»Por no morir de muerte extravagante,
»a impulsos de ese enigma que idolatro,
»como muere el amante
»héroe de la novela o del teatro,
»no encuentro más remedio
»que poner tierra o agua de por medio,
»Si la ausencia me ofrece un lenitivo
»contra este malestar desesperado
»que aumenta mi dolor cuando te escribo,
»volveré pronto, y volveré curado.»


XXXIX

   Se fue Arturo. Después de varios meses,
algo más consolada Carolina,
estando en los Pedroches cordobeses,
participó a las monjas del convento
que, gracias al Señor era ya madre
de un niño de hermosura peregrina
que, según general convencimiento,
era vivo retrato de su padre.
Y enviando un regalo de importancia
a la comunidad, cuyos haberes
no eran para nadar en la abundancia,
las oraciones para sí pedía
de las santas mujeres,
y con más ansia y con mayor premura
para que el cielo su mirada pía
fijase en la inocente criatura.


XL

   Con la noticia aquella, y el regalo,
se alegraron las monjas de manera,
que rogaron en tono compungido
por el recién nacido,
para que nunca el enemigo malo
lograra aproximársele siquiera.
Y fueron las sensibles religiosas
en rezar y en cantar tan extremosas,
que aunque Dios fuera sordo, las oyera.
Excusado es decir lo que María
en aquellos momentos
con nueva tan feliz disfrutaría,
dados sus generosos sentimientos.
Sin comprender por qué, lloró de gozo
y sonrió de pena;
siendo su amor al prójimo sin duda
quien le apuntó esta idea peliaguda:
con un marido joven y buen mozo,
y, además de eso, un niño
como firme eslabón de la cadena
que formaron los dos con su cariño,
¡cuánta dicha no habrá, cuántos placeres
en la vida feliz de esos dos seres.


XLI

   Y a pesar de ser grave, nada de esto
le dijo al confesor, porque pensaba
que en sentir tales cosas no pecaba;
y aunque con este o con aquel pretexto
asediarla pudiera el enemigo,
su corazón estaba asegurado
bajo el precioso y celestial abrigo
del hábito sagrado.
¡Un esposo! también iba a tenerlo
ella en el mismo Dios. ¡Dicha inefable
que pronto iba a alcanzar sin merecerlo!
Y en cuanto al niño..., ¿cómo envidiaría
el de una criatura despreciable,
cuando en un altarito
un Niño Dios su celda embellecía,
colorado y rubito,
con el pelo anillado
y un vestido precioso de brocado?


XLII

   Mas, cuando ya en su celda se encontraba,
y al niño y al esposo
con tierno afán su corazón buscaba,
veía a Cristo en estado lastimoso,
que, en lugar de placer y de alegría,
sólo santo respeto le infundía;
y aunque el Niño causaba su embeleso,
y gozaba en vestirlo y desnudarlo,
porque en la niña ya desde la escuela
la madre y aun la esposa se revela,
al ir a acariciarlo,
y al estampar en su mejilla un beso,
encontraba en la pasta o la madera
un objeto insensible, duro y frío,
y no lo que con loco desvarío
ella en sus brazos estrechar quisiera;
porque el Niño Jesús al fin no era
un niño de verdad, de carne y hueso.
En cuanto a las delicias conyugales,
que apenas pudo vislumbrar su instinto
al través de las sombras monacales,
cuando vio a su madrina
de su marido acariciar la mano,
sintió que aquel Esposo, aquella calma
y aquel claustro, a la tumba tan cercano,
no era el goce que dijo Carolina
de la Naturaleza en cuerpo y alma.


XLIII

   Pero, aunque cada día
la pobre más y más formaba empeño
en rechazar la criminal idea
que le quitaba el sueño
como cosa mundana, torpe y fea,
desecharla del todo no podía;
y la felicidad del matrimonio
pasaba y repasaba por su mente
ya como una visión resplandeciente,
ya como sugestiones del demonio.
Y lo peor del caso
es que, en aquella confusión horrible
de lucha y de temores,
siempre solía ver como de paso,
pero de una manera perceptible,
aunque envuelta entre cálidos vapores,
con su semblante pálido y severo,
la figura marcial del artillero.


XLIV

    Ya estaba ella resucita y decidida
de su angustia a salir de cualquier modo,
buscando al confesor arrepentida,
contándoselo todo,
para ver si le daba algún remedio
que su alma libertara
de aquel continuo y pertinaz asedio;
pero, ¡cosa muy rara!
al tiempo de llegar y arrodillarse,
era tal la vergüenza que sentía,
que por más que quisiera dominarse,
iba ya a confesarlo, y no podía;
porque, ante todo, lo que más le espanta,
más que el pecado aquel, si era pecado,
es perder en un punto lo ganado,
y renunciar a su opinión de santa.


XLV

   Entre esta lucha cada vez más fuerte,
que ella sufre en silencio y nadie advierte,
el año terminó del noviciado,
tiempo de incubación indispensable,
por los altos designios calculado,
para que la crisálida pudiera
convertirse en divina mariposa.
Antes de que la aurora apareciera
por los anchos balcones del Oriente
envuelta en gasas de ópalo y de rosa
(frase usual y corriente
del anticuado Apolo entre los hijos),
anunciárense ya los regocijos
de las gentes cristianas
con enormes cohetes voladores,
incesante repique de campanas
e infinitas banderas,
que como rico adorno del convento
por todas partes ondeaba el viento.
Una iluminación esplendorosa
la iglesia esclarecía,
cual si estuviese en su interior bañada
por los rayos del sol de mediodía;
todo en obsequio de la nueva esposa
al Esposo divino consagrada.
El obispo, con alto y bajo clero,
y las autoridades
que suelen adornar con su presencia
estas festividades,
formaban la apiñada concurrencia
donde casi se hallaba el pueblo entero.
Un orador de ciencia, y de pulmones,
con sublime elocuencia y maestría
y solemne aparato,
encomió la virtud del celibato,
y derrochó un tesoro
de citas en latín, de otros sermones,
llamándole las monjas pico de oro,
aunque ninguna de ellas lo entendía;
y dejó así la vocación probada
de un ángel que hacia Dios sus pasos guía,
de un alma de virtud acrisolada,
de una santa en agraz: la de María.


XLVI

   Ya terminada la asombrosa fiesta
y pronunciados los solemnes votos,
la elegida de Dios a entrar se apresta,
para no salir más, en su clausura.
Sus oraciones rezan los devotos;
una gran muchedumbre la acompaña;
y al llegar a la puerta que se abría
ya por última vez para María,
ven allí cerca una figura extraña,
la figura de un hombre macilento
con el traje y el rostro polvoriento
como el de un viajero fatigado.
Junto al quicio arrimado,
los ojos fijos, pálido el semblante,
trémulo de emoción y de honda pena,
ve a la monja llegar, y en el instante,
con voz que de amargura el aire llena,
exclama:-¡Dios benigno! ¡Dios piadoso!
¡Tu santa ley de amor mira ultrajada!
¡Niña desventurada!
¡madre sin hijo! ¡esposa sin esposo!


XLVII

   La monja y la madrina
los ojos levantaron,
y un grito de dolor ambas lanzaron.
-¡Mi hermano! exclamó ansiosa Carolina,
al ver al triste y desdichado Arturo
sosteniéndose apenas contra el nauro.
María iba a caer... ya vacilaba,
cuando dos religiosas, que salieron,
en el claustro fatal la introdujeron;
y cerrada la puerta, de allí a poco
disipó de los fieles el disgusto
el saber que el origen de aquel susto
fue el arranque no más de un pobre loco.


XLVIII

   Era Arturo, que en vano pretendía
dominar de su amor la nostalgia,
y ya abrumado de mortal dolencia,
para volver a España
obtuvo de sus jefes la licencia.
No bien del patrio sol la luz lo baña,
nuevos bríos adquiere,
y corre desalado hacia el convento
con el formal intento
de hablar con la franqueza del soldado
a la niña infeliz que tanto quiere,
antes que haya sus votos pronunciado.
Llega a casa de Andrea,
una de las mujeres que la infancia
cuidaron de la niña en abandono...
Andrea fue de Arturo la nodriza,
y el porvenir de entrambos saborea.
Sale con él. La pobre calculaba
que, si a tiempo llegaba,
aun habiendo un escándalo seguro,
el triunfo era de Arturo.
Entre la muchedumbre se desliza,
resuelto a todo, el joven artillero,
de su amor y su audacia haciendo alarde...
pero, por más que quiso andar ligero,
cuando llegó al altar... ¡era ya tarde!


XLIX

   Transido de dolor y de amargura,
no bien entró en la casa de su hermana,
lo acometió una horrible calentura
con pertinaz delirio,
ante el cual se estrelló la ciencia humana,
Andrea fue al convento presurosa,
pidiendo a voces que de aquel martirio
demandaran a Dios con fe piadosa
que al infeliz enfermo libertara
y el juicio y la salud le devolviera;
pues si Dios no lo ampara,
de salvarlo el doctor ya desespera,
y puede de su hermano en la ruina
correr igual peligro Carolina.


L

   Como eran Carolina y su marido
dos de los principales bienhechores
de la comunidad, siempre apurada,
ordenó la abadesa que encendido
un cirio se pusiese y muchas flores
a la Madre de Dios inmaculada.
Y como de la torre se veía
la casa del enfermo, se pusiera
en ella una bandera
que pudiese anunciar durante el día,
si blanca, que su estado mejoraba;
si oscura, que aliviarse no lograba,
y negra, si moría;
reemplazando de noche las señales
con uno o más faroles encendidos,
a fin de que los ruegos y plegarias
fuesen en casos tales
elevados a Dios en formas varias
y con mayor empeño dirigidos,
para lo cual, al punto dispondría
que estuviese en la torre siempre en vela
una monja observando,
y que, por él rezando,
permaneciese allí de centinela.


LI

   Como gracia especial pidió María
subir al elevado observatorio;
porque, si por desgracia se moría,
hallándose quizás el desdichado
sumido en un estado
poco satisfactorio,
se pudiese acudir en el momento
con todas las plegarias del convento
a encomendar a Dios el alma aquella,
antes de que pudiera el enemigo,
que todo lo atropella,
al infierno llevársela consigo.
Accedió la abadesa sin reparo
a colocar la salvación del loco
bajo tan noble y generoso amparo;
subió la niña a la empinada torre,
y viendo de allí a poco
una bandera blanca enarbolada,
exclamó de placer enajenada:
Sin duda está mejor, Dios lo socorre;
y bañadas de llanto las mejillas,
cayó, por él rezando, de rodillas.


LII

   Llegó la noche fría y destemplada,
y, aunque mandó otra monja la abadesa,
María suplicó de llanto opresa
no ser aquella noche relevada;
y allí permaneció siempre de hinojos,
sin dejar de rezar con santo anhelo,
las manos elevadas hacia el cielo
y en la brillante luz fijos los ojos.
Dieron las doce en el reloj cercano...
Todo estaba en silencio sumergido,
apenas perturbado en ocasiones
por algún eco rápido y lejano...
la luna entre plomizos nubarrones
sus misteriosos rayos escondía...
la niña, sin dejar sus oraciones,
aplicaba el oído,
y por más que escuchaba nada oía.
De pronto... un grito horrible hirió los vientos...
en la casa de Arturo resonaba...
A los pocos momentos
alguien mató la luz que allí alumbraba...
María se oprimió con ambas manos
el corazón herido
por angustia mortal, y su latido
quiso ahogar entre esfuerzos sobrehumanos.
Después, como una loca,
coge la cuerda y la campana toca;
sube trepando a la mayor altura
entre la sombra oscura,
y con voz estridente,
-¡Arturo, esposo mío,
espera un poco! exclama sonriente;
y lanzando su cuerpo en el vacío,
cayó como la piedra desplomada,
donde cadáver frío
fue luego por las monjas encontrada.


Epílogo

    Atribuyose el caso en el convento
a un ataque violento
de un mal desconocido en medicina.
La verdad se ocultó con gran cuidado
hasta al sabio prelado,
y a un mismo tiempo fueron a la tierra
la santa que al infierno hizo la guerra
y el hermano infeliz de Carolina.
A don Bruno sirviose de consuelo
el tener a su hija ya en el cielo;
y en cuanto a las creencias populares,
hay quien guarda reliquias de María,
pensando que algún día
su imagen ha de ver el los altares.

Alcalá de Guadaira, Enero de 1889.




ArribaAbajoColón en la rábida

Leyenda





I


    A orillas de un manso río,
sobre una empinada loma
que inclina su abrupta falda
hacia la playa arenosa
donde mueren espumantes
del mar las hinchadas olas;
entre amarillos almendros
y pinos de espesa copa,
a cuyo pie las retamas
mecen sus pálidas hojas,
y el tomillo y el cantueso
esparcen gratos aromas,
sus viejos muros levanta
una mansión silenciosa
que a la paz del alma brinda
su soledad bienhechora.
   Ante el vetusto edificio,
en cuyas paredes toscas
y ennegrecidos tejados,
que espeso musgo colora,
el jaramago silvestre
sus secos tallos asoma;
en una estrecha explanada,
sobre un pedestal de roca,
se alza una cruz, recordando
como insignia redentora,
que en ella empieza el camino
que abrió Jesús en el Gólgota.
   Solemne y grave silencio
allí reina a todas horas,
silencio que sólo turba
el eco de la salmodia.
   De tosco sayal vestidos
los que en su recinto moran,
a Dios elevan sus preces,
y contemplando sus obras,
profesan la humildad santa
y viven de la limosna.
   El prelado que dirige
aquella hueste piadosa
es un venerable anciano
de virtudes tan notorias,
de ciencia tan eminente
y tan simpática historia,
que con amor y respeto
en los palacios y chozas
lo bendicen y lo aclaman,
porque en la comarca toda
con su palabra y su ejemplo
enseña, alivia y conforta,
inspirando al que vacila
la fe que en su alma atesora,
la esperanza, al que sucumbe,
y caridad generosa
al que practicarla debe
con los que su auxilio imploran.
   Por sus méritos insignes,
en la corte rigorosa
de Isabel y de Fernando
fue elevado a la alta honra
de dirigir la conciencia
de la reina más heroica,
de la mujer más ilustre
y de virtudes más sólidas
que ha fatigado a la fama
y engrandecido la historia.
    Fray Juan Pérez de Marchena,
que así el prelado se nombra,
las vanidades del mundo
con gran placer abandona,
y al convento de la Rábida
huye, a ocultar en sus sombras
las prendas que lo enaltecen,
las virtudes que lo adornan.
   De entendimiento ilustrado
y alma pura y candorosa,
es su pasión el estudio,
y consagra muchas horas,
ya a contemplar de los astros
la multitud prodigiosa,
ya la extensión de los mares,
cuyos límites se ignoran,
ya las tiernas florecillas,
cuyas humildes corolas,
matizando el verde prado
y perfumando la atmósfera,
de Dios el poder revelan,
como la mar procelosa
en sus tremendas borrascas,
y los astros que tachonan
los espacios infinitos
y patentizan su gloria.


II

   Mediado está el mes de Agosto,
empieza apenas la tarde;
del sol los ardientes rayos
reflejan los arenales;
como en la boca de un horno
vibra enrarecido el aire;
las plantas su tallo inclinan
lánguidas, mustias y exánimes,
y los ganados se agrupan,
temerosos de asfixiarse,
bajo la apacible sombra
de los corpulentos árboles.
   Todo en la naturaleza
inmóvil y mudo yace;
ni una ráfaga de viento
agita el verde ramaje,
ni aquel silencio interrumpe,
en el monte ni en el valle,
sino el monótono canto
con que sus ocios distrae,
sus tenues alas batiendo,
la chicharra infatigable,
o el compasado murmullo
que produce el oleaje,
al chocar contra las rocas
que inútilmente combate
   Súbito, el sordo ladrido
de un perro se oye distante;
luego, el rumor de unos pasos,
al crujir la arena frágil
o las agostadas yerbas
que el pie quebranta el posarse;
y por último aparecen,
como dos sombras errantes,
dos pobres seres humanos
a quienes a un tiempo abaten
el calor y las fatigas
quizás de un largo viaje.
   El uno es de edad madura,
recio cuerpo, ojos brillantes,
rostro por el sol curtido;
y aunque es humilde su traje,
su actitud noble y gallarda,
su continente agradable
indican que no es un hombre
de condiciones vulgares.
En grueso bordón se apoya,
y su mezquino equipaje
es una bolsa de cuero
pendiente del talabarte.
   El otro es un débil niño,
cuyo aspecto interesante
conmueve por su dulzura
y por su belleza atrae.
Rojas lleva las mejillas
casi hasta brotar la sangre,
y húmedo el blondo cabello,
sobre la espalda, flotante.
Aunque en edad muy temprana,
tantos fueron sus pesares
que ya en sus ojos azules
la mirada es fija y grave.
Pende de ellos una lágrima,
que ocultar procura en balde,
por no aumentar los dolores
de su desdichado padre.
   Apenas a la explanada
subieron, ya jadeantes,
al pie de la cruz se acercan,
y ante ella rendidos caen,
pidiendo al cielo piadoso
que en su dolor los ampare.
   Después de orar un momento
bajo aquel sol abrasante,
del dintel la sombra buscan
y en él van a refugiarse.
El hombre saca un pañuelo;
a su lado al niño atrae;
le enjuga el sudor del rostro,
y con amor entrañable
besa su frente y le dice:
-¡Hijo del alma: quién sabe
cuándo acabarán las penas
que nuestra suerte combaten!
El niño lágrimas vierte;
el padre vuelve a abrazarle,
y los dos a un tiempo lloran,
hasta que al fin, ¡pobre ángel!
con voz casi imperceptible,
de eco dulce y penetrante,
ahogada por los sollozos
que del tierno pecho salen,
-¡Padre, padre mío! exclama:
¡tengo sed... y tengo hambre!


III

    Tigre por la flecha herido,
más veloz no se levanta
que aquel hombre vigoroso
a quien hiere en las entrañas
la voz del hijo que llora
y en sus brazos se desmaya.
Con él al cuello prendido,
sin soltar su dulce carga,
el aldabón de la puerta
con mano febril agarra;
suenan tres rápidos golpes,
que el eco interior propaga,
y adentro una voz pregunta.
-¿Quién es, que tan recio llama?
-Que la paz de Dios, hermano,
sea en esta santa casa,
responde el padre afligido:
Soy un pobre, que viaja
con un niño que se muere
si mucho en abrir se tarda.
No me neguéis vuestro amparo:
¡un poco de pan y agua
por amor de Dios os pido
para el hijo de mi alma!
   Abre el lego presuroso;
profundo dolor le causa
aquel cuadro de infortunio,
y entrar al punto les manda.
   Cuando el niño del letargo
vuelve, y de sus negras ansias
el padre, que en sus temores
perdido ya lo juzgaba,
en un corredor sombrío
al instante les preparan
asiento cómodo y blando,
mesa limpia y aseada,
donde alimentos les sirven,
vino puro y agua clara,
para que presto recobren
sus fuerzas casi agotadas.
   Mientras los dos caminantes
el hambre y la sed apagan,
el lego al padre Marchena
da cuenta de lo que pasa.
   Sale el guardián presuroso,
y, al ver aquella desgracia,
con noble y sincero afecto
y con sentidas palabras,
toma parte en sus dolores
y de consolarlos trata.
   Con grande interés los mira;
y al par que el niño le encanta,
le inspira el hombre respeto,
en vez de inspirarle lástima;
y una impresión tan profunda
sus sentimientos embarga,
que, sin poder contenerse,
y sin tratar de ocultarla,
franco hospedaje les brinda,
por un día, una semana,
un mes, hasta que sus fuerzas
se encuentren ya restauradas,
y puedan, sin gran trabajo,
de nuevo emprender la marcha.
   Con lágrimas en los ojos
da el caminante las gracias,
y el noble hospedaje acepta
que allí el cielo les depara.
   En una celda apacible
el buen fraile los instala.
Ni una pregunta indiscreta
deja que a sus labios salga;
y aquella tarde y la noche
en el descanso empleadas,
a los cuitados viajeros
dan valor y confianza.
   Aunque prudente reserva
el Padre con ellos guarda,
al cabo no les oculta
que mucho en saber se holgara
quiénes son, de dónde vienen
y de sus penas la causa,
por si estuviere en su mano
extinguirlas o aliviarlas.
   Conmovido el caminante
por pruebas tan reiteradas
de interés y simpatía,
que su cariño obligaban,
con él, una tarde, a solas,
de esta manera le habla:
-«Señor: yo soy extranjero;
Cristóbal Colón me llaman;
nací de familia noble,
tengo a Génova por patria,
y de profesión marino,
salí apenas de la infancia,
cuando a merced de las olas
bogué con fortuna varia,
y he recorrido los mares
sin temor a las borrascas.
   Amante soy de las ciencias,
y empeñado en cultivarlas,
he preguntado a los libros
mucho de lo que ignoraba;
pero mi propia experiencia,
con vivo afán aplicada
al estudio de las obras
de la Omnipotencia sabia,
que una gran lección contienen
en cada una de sus páginas,
me ha abierto anchos horizontes
que en los libros no encontraba.
   Portugal era el emporio
de la noble ciencia náutica,
y a Portugal llegué un día,
por mi suerte o mi desgracia,
buscando para ilustrarme
los consejos de la práctica.
Allí, en santo matrimonio
liguéme a una hermosa dama,
a quien Dios llamó a su seno,
acaso para premiarla,
dejándome como grato
consuelo en mi suerte amarga,
ese ángel que en mis dolores
y en mi excursión me acompaña...»
   Calló Colón, cual si un nudo
oprimiera su garganta;
y tras de un corto silencio,
febril, como si evocara
algo extraño y misterioso;
fija la ardiente mirada,
la noble cabeza erguida
y con voz segura y clara,
siguió diciendo al buen fraile
que asombrado le escuchaba:
-«Llevo en mi mente una idea,
quizás por Dios inspirada,
pero es tan grande y profunda,
que, por su inmensa importancia,
cual sueño de un pobre loco
es por los hombres juzgada.
   Llevo en mis manos un mundo,
que el cielo para mí guarda
tras de esos mares bravíos
que sus dominios dilatan,
hasta el remoto Occidente
donde el sol su disco baña,
   La idea mi ser absorbe
Y en mi cerebro batalla;
pero la luz que despide,
cuando me atrevo a ostentarla,
con sus vivos resplandores
deslumbra y ciega, o espanta.
   Las fuerzas de un hombre solo
son para mi empresa escasas,
y no encuentro en las naciones
el apoyo que me falta.
Génova no me comprende
y mis ofertas rechaza;
de mi fe no participan
en Inglaterra ni en Francia,
y Portugal me traiciona
cuando finge que me ampara.
   Seguro de su existencia,
hoy vengo a ofrecer a España
ese mundo en que las gentes
ven sólo un vago fantasma;
pero, pobre y desvalido,
fundado temor me asalta
de que también me rechacen
los que a comprender no alcanzan
que Dios para sus prodigios
no busca grandeza humana,
sino humildes corazones
que obedientes lo complazcan.»
   Dijo: y sacando unos pliegos
que con gran esmero guarda,
al padre guardián explica
con prolija y detallada
claridad, el pensamiento
que todo su ser embarga.
   Escúchale el franciscano,
y con reflexiva calma
del genovés las razones
de la suya en la balanza
pesa; su saber profundo
el imposible no halla;
medita; y cual si un torrente
de luz la niebla rasgara,
con repentino entusiasmo
de su asiento se levanta,
y, abrazando al extranjero,
con voz profética exclama:
   -¡Sí, sois vos el elegido
para una empresa tan alta!
¡El grito de mi conciencia
me lo afirma, y no me engaña!
Si a ignorantes pescadores
dejó Cristo encomendada
la expansión de su doctrina,
salvadora de las almas,
¿por qué ha de extrañar el mundo
que de vos también se valga
para llevar a otras gentes
su religión sacrosanta?
Desde hoy ya no estaréis solo;
mi propio deber me manda
prestar apoyo a una empresa
noble, sublime y cristiana.
   Amigos tengo en la corte,
y hasta la reina magnánima
haré llegar vuestro acento,
y que por Dios impulsada,
asocie su nombre ilustre
al eco de vuestra fama.
   Voy a escribir ahora mismo,
y heis de partiros mañana.»
-«¿Y mi hijo, señor?... -Él queda
bajo mi amparo y mi guarda.»


IV

   Brilla la luz en Oriente
de fresca y plácida aurora;
entre cortinas de gualda
y ligeras nubes rojas,
el sol con rosadas tintas
las altas cumbres colora;
las golondrinas parleras
su alegre cántico entonan,
posadas sobre los brazos
de la santa cruz marmórea;
en la región de las nubes
se oye el trinar de la alondra,
y en la vecina enramada
el arrullo de las tórtolas,
   Insólito movimiento
en la Rábida se nota.
Un labriego en la explanada
ensilla una mula torda,
que impaciente tasca el freno,
a emprender camino pronta,
cuando Colón y su hijo
por el ancha puerta asoman.
Fray Juan Pérez de Marchena
y todos los que allí moran
salen en su compañía
rezando oración devota.
   El padre, al hijo abrazado,
su inmensa pena devora;
el niño con desconsuelo
tiembla, suspira y solloza.
   Colón, triste y conmovido,
al fin separarse logra
del hijo de sus entrañas;
humilde a los pies se postra
del guardián, en cuyos ojos
una lágrima se asoma,
y exclama con voz solemne:
»-Es fuerza; llegó la hora...
¡La bendición, padre mío,
y que el cielo me socorra!
   El anciano lo bendice,
y frases consoladoras
dirige al hijo y al padre,
sumidos en la congoja.
   Pide el genovés a todos
que sus ruegos interpongan
para que Dios le conceda
favor, y sus votos oiga;
y, cabalgando en su mula,
la escarpada senda toma,
y emprende el largo camino
de la corte bulliciosa
con la esperanza en el alma
y la oración en la boca.
   Lo que aconteció más tarde;
su lucha tenaz y heroica;
su inmenso y brillante triunfo;
la ingratitud rencorosa
con que pagó sus servicios
quien recibió hacienda y honra;
las espinas que incrustaron
en su esplendente corona;
el triste fin que tuvieron
sus venturas y sus glorias,
a un tiempo nos lo refieren
la tradición y la historia.
   El desagravio a su nombre;
la apoteosis gloriosa
de aquella víctima ilustre,
y el culto de su memoria,
vengadores de su agravio,
hoy a nosotros nos toca.

Madrid, Mayo de 1886.