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ArribaAbajoEl invierno en Madrid

Historia de dos constipados





Primera parte


I

Era a fines de Octubre.
En las crestas del alto Guadarrama
Ya una grande extensión la nieve cubre;
El viento Norte su hálito derrama
Sobre la áspera arruga del planeta,
Que en una contracción de su envoltura
Se frunció cual se frunce una coqueta
Que, sintiendo eclipsar su poderío,
Algo de su calor guardar procura
Antes que a sus entrañas llegue el frío.


II

   En una ancha explanada,
De graníticas moles erizada,
Donde al través de mil generaciones
Nunca el blanco sudario
Alcanzó a derretir del sol la lumbre,
Sobre la enhiesta cumbre
De un gran peñón erguido y solitario,
Que por un lado su dominio extiende
A la ondulosa tierra segoviana
Y por el otro al arenal terciario
Que en sus extensos límites comprende
La capital de la nación hispana;
Bajo una nube de color plomizo
Que entre rayos y truenos despedía
Avalanchas de nieve y de granizo,
Asomó una figura gigantesca,
De aspecto aterrador y faz sombría.
Pieles de oso polar eran su manto,
Bajo el cuál convulsivos trepidaban
Sus miembros colosales,
Difundiendo en redor miedo y espanto.
De sus fosas nasales
Poderosas y rápidas corrientes
De helada y densa niebla se escapaban,
Y rechinaban sin cesar sus dientes
Movidos por el frío sempiterno:
Aquel horrible mónstruo era el Invierno,


III

   A su voz estridente y poderosa
Acudió la falange numerosa
De sus hijos amados,
Todos de inanición extenuados
Por el forzoso ayuno
A que los obligó con sus calores
El verano importuno:
Los catarros, que en alas de los vientos
Entran como traidores
En los más abrigados aposentos;
Los simples resfriados,
Los duros y tenaces constipados,
Los tercos romadizos
Que afean de las damas los hechizos,
Tornando sus narices y sus labios
De rosado color o blanco mate
En el rojo subido del tomate;
Los morados y fieros sabañones
Que, no contentos con hacer agravios
En las manos y pies a los pacientes,
Que exhalan de dolor amargas quejas,
Alguna vez se ceban inclementes
Con saña singular en las orejas;
Y por último, el grupo innumerable
De horribles pulmonías,
Bronquitis, pleuresías,
Asmas y reumatismos,
Que en serie interminable
Son el tormento de la raza humana,
A quien persiguen con su furia insana
Hasta hundir su existencia en los abismos.


IV

   De su inmensa cohorte rodeado,
Por cien coros de toses aclamado,
El Invierno gritó con voz de trueno:
«¡Hijos del alma mía!
Con el mes de Noviembre llega el día
De nuestra dicha y del dolor ajeno.
En esa extensa y árida llanura,
Allá, hacia el Sur, mirad cuál se destaca
La presa que indefensa y bien segura
Nos entregó la dinastía austriaca;
Aquel monarca austero, de alma fría
Y corazón cual páramo desierto,
Que halló en su rencorosa alevosía
El modo de matar después de muerto.
Allí están nuestras víctimas; los años
De lucha, sostenida inútilmente
Con mi aguerrida y valerosa gente,
No han podido formar sus desengaños;
Y cuanto más y más se civilizan,
Van remachando más los eslabones
Conque unidos están a nuestro yugo;
En vano serán ya sus maldiciones,
Pues voluntariamente se esclavizan
Al que ellos llaman su cruel verdugo.»


V

   «Los caminos de hierro,
Las costosas y espléndidas moradas
Que en su recinto sin cesar construyen,
Y sus instituciones malhadadas,
Como amarrado a su cadena el perro,
En siervos del dolor los constituyen.
La clase proletaria
Cede a nuestros ataques voluntaria,
Y en su covacha tétrica y sombría,
Por falta de calor y de alimento,
Para librarse pronto del tormento
Recibe con amor la pulmonía.»
   «En cambio, el orgulloso
Magnate, en su palacio suntuoso,
Desafiando al cielo y a la tierra,
Todas sus puertas con cristales cierra;
Entre alfombras y pieles perfumadas,
Butacas abrigadas
Y Persianos tapices,
Se resguarda del frío,
Elevando el calor en ocasiones
A la temperatura del estío.
Si, buscando el placer, las diversiones
Le obligan a salir, el coche encuentra;
Baja siempre cubierto y bien tapado
Para no respirar el viento helado...
Pero ¡ay! que mientras sale, o cuando entra,
Por más que al arte en su socorro llama,
Lo hace víctima suya un hijo mío,
Que a herirle sin piedad bajó con brío
Entre el viento sutil del Guadarrama.»


VI

   Cuando los combatientes agrupados
Formaban ya compactos pelotones
Dirigidos por jefes denodados,
Llevando como insignia en sus pendones
El dolor y la muerte retratados;
Al ver huir al desabrido Otoño,
Clemente por demás e inofensivo,
Fijolos desde luego el atractivo
De la villa del oso y del madroño.
El Invierno inclemente
La última arenga dirigió a su gente,
Para que en las batallas formidables,
Esgrimiendo sus armas poderosas,
Fuesen con el vencido inexorables.
Movió Aquilón sus alas procelosas,
Las masas se agitaron,
Y de este himno al compás todos marcharon.

Himno
   Honor al gran Felipe
Que dejó en nuestra mano
Su cetro de tirano,
Su aliento destructor.
   Él fijó su morada
Donde reina la muerte,
Haciendo de esa suerte
Perpetuo su rencor.

   Aires sutiles,
Vientos lijeros
De las quebradas
Y ventisqueros:
   Venid, venid,
Y llevadnos propicios
Sobre Madrid.


VII

   Cual furioso torrente desbordado
Baja de la alta sierra a la llanura,
Así el feroz ejército, impulsado
Por los vientos del Norte,
Penetró con famélica bravura
En el recinto de la Villa y Corte.
   Los bailes, los brillantes coliseos,
Las tertulias de tono,
A donde van efímeras beldades
A cimentar su trono
Sobre ardientes e impúdicos deseos,
Con el seno desnudo,
A despecho del padre o del esposo
Que son, fuera de allí, sostenedores
De la moral, y su mejor escudo
Contra estos tiempos libres, destructores
Del doméstico hogar y su reposo;
Las dementes orgías,
Los sucios lupanares,
Los cafés concurridos y lujosos,
Donde pasan las noches y los días
Centenares de ociosos,
Desventuradas gentes
Sin familia, sin patria y sin hogares,
Respirando un ambiente envenado,
Lleno de emanaciones
Acres y pestilentes,
Casi siempre de oxígeno privado,
Que lleva la opresión a los pulmones;
Todos estos lugares
Fueron sitio estratégico elegido
Por el activo ejército, engreído
En lo fácil, espléndida y notoria
Que fue siempre a sus armas la victoria.


VIII

   En la ruda campaña
De aquel Invierno, como todos crudo,
Sufrió y lloró la capital de España
Las desgracias sin cuento
Que no quiso evitar, o que no pudo;
Elevose fastuoso monumento
Al que murió opulento;
Hubo una tosca cruz pobre y sencilla,
O tal vez no hubo nada,
Para el que falleció en una buhardilla
Cual víctima del mundo abandonada;
Y al asomar la alegre Primavera,
Derritiendo la nieve
El aliento de Abril blando y suave,
Quedó en el Guadarrama un manto leve,
Deshecho ya en jirones;
Tocaron retirada las legiones
Del Invierno aterido,
Y los muertos y el susto y los cuidados
Fueron por los vivientes arrojados
En el profundo seno del olvido.


Segunda parte


I

    Dos de los Constipados más audaces,
Fieros y pertinaces,
Que acababan más tarde su tarea,
Concibieron la idea,
Al llegar a Madrid, de volver juntos,
Después de hacer su respectivo ensayo;
Y se alejaron por diversos puntos,
Dándose cita para el Dos de Mayo,
En el lugar donde Madrid entero
Celebra el patriotismo
Del pueblo generoso
Que prefirió morir con heroísmo
A soportar del pérfido extranjero
El yugo abrumador e ignominioso.


II

   Érase una mañana
Envuelta entre perfumes y armonía:
Desde Atocha a la Fuente Castellana
La tropa engalanada se extendía;
Las campanas su fúnebre lamento
Con lenguas de metal daban al viento;
En la iglesia mayor se congregaban
Entre el mundo oficial que presidía,
Los venerables restos que aun guardaban
Recuerdos personales de aquel día
En que la audaz manola y el chispero,
secundando el ardor del artillero,
A la Europa asombrada demostraron
Que un pueblo varonil no se amedrenta,
Y que los que al tirano rechazaron
Sufren la muerte pero no la afrenta.


III

   Desfiló luego el fúnebre cortejo
Entre la abigarrada muchedumbre
Que acude por costumbre
A admirar el valor del Madrid viejo,
Y que, si un caso igual sobreviniera,
Hoy, tal vez, asustada,
Débil y afeminada
Por huir del peligro se escondiera.
Tronó el cañón; descargas a porfía
Hizo la infantería,
Pasó la procesión cual todo pasa,
Y una o dos horas antes de la noche,
Todos para la ajena o propia casa
Fuéronse, unos a pie y otros en coche.


IV

   Ya espiraba la tarde
Cuando, sentado al pie del obelisco
Que en honor de Daoiz y Velarde
El pueblo de Madrid ha levantado,
Viose, solo, apoyado sobre un risco,
Un triste y macilento Constipado,
De aspecto miserable y faz sombría,
Que fantástica sombra parecía.
A poco asoma por el lado opuesto
Otro individuo, del primero hermano,
Gordo y rollizo y de agradable gesto,
Que al ver al débil le tendió la mano.


V

   -¡Hermano de mi alma!- el flaco grita
Con la voz gutural casi apagada;
Ya creí que mi suerte malhadada
Lejos de este lugar me detuviera,
Sin dejarme acudir a nuestra cita.
¡Dichoso tú que vuelves gordo y bueno
Hacia el paterno hogar! Yo... ¡desdichado!
Estoy de tal manera
Débil y extenuado,
Que no podré llegar aunque quisiera.
-¿Qué te ha pasado? el gordo le replica.
-Que por ser testarudo e impaciente,
Desdeñoso olvidé la gente rica
Y mi tiempo gastó con mala gente.
Escucha, hermano, mi infeliz historia,
Y procura guardarla en tu memoria.


VI

   Apenas, al llegar, nos separamos,
Entré por una calle estrecha, umbría,
Donde estaba el taller de un carpintero,
Al ver el poco abrigo que tenía,
Me apoderé del hombre por entero,
Y el infeliz y yo nos abrazamos.
Con fría indiferencia
Mi abrazo recibió; siguió tranquilo;
Trabajó sin cesar, con impaciencia,
Hasta sudar el quilo,
Y yo, al cabo de un mes, viendo mi trama
Inútil y deshecha,
Pues en tan larga fecha
Ni un sólo día se quedó en la cama,
Me aparté de él mohino y cabizbajo,
Perdiendo así mi tiempo y mi trabajo.


VII

   Como salí de allí con tanta prisa
Por hallar fácilmente otro acomodo,
Vi un albañil en mangas de camisa
Y de él me apoderé de todo en todo.
Tampoco el albañil me tomó en serio;
Siguió con sus tareas,
Y a no ser porque a veces
Con ademanes torpes y soeces
Y palabras muy feas
Solía dirigirme un improperio,
En nada revelaba el desdichado
Llevar en su interior un constipado


VIII

   Una de esas mañanas
Frías, desapacibles y angustiosas
En que de nuestro padre el soplo fiero
Doblaba las escarchas de Febrero,
Después de tres semanas,
Para mí cuanto estériles, penosas,
Subió el pobre albañil helado y yerto
A un andamio elevado
Que daba frente al tremebundo puerto;
Allí, tras de una tos y un estornudo
Que lo dejó del todo trastornado,
Se quiso sostener, pero no pudo,
Y exclamando: ¡Dios mío!
Dejó volar su cuerpo en el vacío,
Y cayendo entre escombros, quedó muerto.


IX

   Del cadáver huí precipitado;
Y a pesar de tener naturaleza
Propia de constipado,
Sentí también un frío penetrante.
Con la mayor presteza
Seguí siempre adelante;
Hallé al paso la fragua de un herrero,
Donde un cíclope altivo, de dos ojos,
Sobre un hierro candente machacaba.
El infeliz sudaba,
Mientras con golpe rápido y certero
Hacía desprender chispazos rojos
Del hierro incandescente.
A pesar de lo mucho que sudaba,
A la puerta salió desprevenido;
Yo le enfrió el sudor, y prontamente
Lo dejé a mi influencia sometido.


X

   El despiadado herrero,
igual que el albañil y el carpintero,
De mí no se cuidó poco ni mucho;
Por meterlo en la cama
Una vez y otra vez en vano lucho;
De la fragua el calor me desespera
Cuando no con el humo, con la llama;
Y aunque tose mil veces y estornuda,
Su trabajo no altera,
Y sigue machacando, y suda, y suda...
Hasta que, viendo que el sudor me ahogaba,
En la víspera ya de nuestra cita,
Aunque cansado y débil me encontraba,
Salí de aquella casa tan maldita.


XI

   -¡Desventurado hermano! -exclamó el gordo;
Todo el que loco en su interés no piensa,
Y a sus justos clamores se hace sordo,
Suele alcanzar la misma recompensa.
Yo también pude acomodarme presto
Con la gente ruin que me encontraba,
Mas preferí buscar un alto puesto;
Y como todo el que a medrar se aplica,
En dos días hallé lo que buscaba.
A la Plaza de Oriente,
Donde suele vivir gente muy rica,
Encaminé mis pasos diligente.
A un cuarto principal subí ligero,
Después de averiguar por el portero
Que en él un buen canónigo vivía,
Rollizo y colorado,
Por dos santas mujeres muy cuidado.
Busqué al punto la alcoba en que dormía
Y planté junto al lecho mis reales,
Confiado en que acaso la fortuna,
Pocas veces propicia a los mortales,
A mi anheloso afán presentaría
Ocasión oportuna
Para, salvo el respeto a la corona,
Entrar en posesión de su persona.


XII

   Así el tiempo pasaba,
Y nunca el buen señor se descuidaba:
Con doble o triple abrigo
Lo hallaba al acostarse y levantarse;
Difícil era entrar por ningún lado.
Yo estaba ya cansado
De aguardar y aguardar inútilmente...
Otro llegara ya a desesperarse;
Pero yo eché mis cuentas bien conmigo
Y sufrido y paciente
Esperé con cachaza,
Recordando el refrán tan elocuente
De que aquél que porfía mata caza.


XIII

   Una mañana... entraba la doncella
A llevarle a la cama el chocolate;
La muchacha era joven, limpia y bella
Y de pudor el corazón le late.
Al dar con humildad los buenos días,
El señor se incorpora
A recibir la taza de su mano,
Diciendo: -Ya pensé que no venías,
¿Es muy tarde? -Señor, aún es temprano
Y esta noche ha caído mucha escarcha.
-Entonces, hija mía, al punto marcha
-Y trae una bayeta bien caliente
Que me abrigue los pies, y me la pones,
A ver si se me van los sabañones.


XIV

   La muchacha azorada
Llegó con la bayeta de puntillas,
Mientras él apuraba el refrigerio
Del rico soconusco y la ensaimada;
La ropa levantó con gran misterio...
Pero al pobre señor le hizo cosquillas,
Dio un salto, se cayó la cobertera...
Y yo, aquella ocasión aprovechando,
Con él al punto me metí en el lecho,
Mientras la chica se escapó ligera,
Exclamando con risa: -¡Buen provecho!


XV

   Apenas el canónigo panzudo
Dio el primer estornudo,
Gritó desesperado:
-¡Sea todo por Dios! ¡Qué aciago día!
¡Al fin me he constipado
Tal vez por culpa de ella... o por la mía!
Aquella misma tarde
Llegó el médico a verlo con premura,
Y haciendo vano alarde
De extraño tecnicismo,
Declaró que tenía calentura
Y le mandó aplicar un sinapismo.


XVI

   Por más de cuatro meses el cuitado
Del todo se entregó a la medicina,
Y yo estuve con él muy regalado
Con pavo, con jamón y con gallina.
Para excitar del padre el apetito
Llevaban siempre vino generoso,
Y como era también algo goloso,
Un dulce de las monjas exquisito.
Ya, concluyendo Abril, el lecho blando
Dejó, para seguir entre vidrieras,
En mi sólo pensando;
Y cuando ya las auras placenteras,
Envolviendo purísimos aromas,
Entraron con calor por sus balcones,
Huyeron los molestos sabañones,
Y yo con pena grave e infinita
Lo dejé, recordando nuestra cita.


XVII

   Y esto diciendo, a su infeliz hermano
Tomó con gran cariño de la mano
Para poder llegar a su destino.
Ayudándole siempre en el camino
La jornada emprendieron,
Y al cabo de Madrid se despidieron
Como suelen hacer los pretendientes:
Unos llenos de gozo y sonrientes,
Cuando llevan jamón, gallina y pavo,
Otros alicaídos,
Cuando, tras de un trabajo infructuoso,
Su esperanza y su tiempo ven perdidos,
Y el madroño y el oso,
De que fueron imbéciles esclavos,
Les arrancan los últimos ochavos.
Alcalá de Guadaira, 31 de Diciembre de 1888.




ArribaAbajoAlfa y omega

Trilogía leída (la primera parte) en el ateneo de Madrid el 15 de diciembre de 1889



ArribaAbajoPrimera parte

El canal interoceánico


Oda dedicada al Genio del ingenio, Mr. Ferdinand de Lesseps.

Comprende el Génesis de nuestro globo, según la ciencia, y los principales triunfos de la humanidad, según la historia.



   Dios, el genio del hombre, que adivina,
La ciencia, el interés de las naciones,
El afán de progreso inextinguible
Que, cual buitre insaciable,
Las entrañas devora
Del nuevo Prometeo,
Buscando en lo asombroso, en lo imposible,
Saciar la inmensidad de su deseo;
Todo a la ansiosa humanidad revela
Que ha llegado la hora
De convertir en realidad palpable
Lo que el genio del hombre presentía,
Lo que el progreso humano ambicionaba,
Lo que la ciencia demostrar quería,
Lo que de Dios el dedo señalaba,
Lo que no es ya un prodigio sobrehumano:
Unir un Océano a otro Océano.

Desde el principio, el Universo entero
En la mente creadora ya existía.
Cuando a su voluntad omnipotente,
La cósmica materia obedeciendo,
Se agrupó en los espacios infinitos
Para formar el globo incandescente
Que completar debía
De la serie de mundos la armonía;
Átomo imperceptible
Ante la inmensidad de lo creado,
La esfera en que existimos
Se lanzó por el éter insondable,
Describiendo su elipse interminable.

   Masa de fuego líquido, primero,
De una atmósfera inmensa circundada,
Donde en horrible confusión hervían
Sus varios elementos;
Los metales en gases convertidos,
Por la gravitación siempre impulsados
Hacia el núcleo candente,
Y siempre por el fuego rechazados;
Ocultaba en su seno
Los gérmenes fecundos
De bellas y admirables creaciones,
Que en miradas de mundos
Atestiguan de un modo peregrino
Del Supremo Hacedor la omnipotencia
Y su sabia y activa providencia.

   Girando sin cesar sobre sí misma,
Y alrededor de un foco inmensurable
Su órbita recorriendo
Con una rapidez vertiginosa
Por millares de siglos,
El calor lentamente fue perdiendo;
Los metales, al núcleo descendiendo,
Formaron la corteza impenetrable,
Que en los lentos períodos sucesivos
Su débil espesor fue acrecentando
Con las materias leves y sutiles,
Que en cristalina forma
Y en número infinito
Convirtiéronse en pórfido y granito.

   Los vapores acuosos,
En líquidos cristales transformados,
Ocuparon su asiento;
Y, aunque rápidamente evaporados
Por el calor violento,
Cayeron sin cesar, y su constancia
Alcanzó al fin victoria duradera,
Para cubrir con su movible manto
La extensa superficie de la esfera.

   Por el frío creciente
La corteza del globo comprimida
Y a más pequeño espacio reducida,
Quebrantó sus estratos formidables;
Y haciendo gravitar su pesadumbre,
Cual vencida techumbre,
Sobre la masa líquida inflamada,
Inició las violentas explosiones
Que con voz elocuente
Hablan de aquel período sorprendente.

   El fuego contenido en sus entrañas
Que a la expansión tendía,
Y lanzar pretendía
Las materias extrañas de su seno,
Rompiendo la corteza deleznable
Que su inmenso poder aprisionaba,
Estalló en espantoso cataclismo;
Y vomitando de profundo abismo
Basalto a borbotones
Y furiosos torrentes
De materias hirvientes,
Betún y azufre y encendida lava,
Levantó formidables cordilleras
De formas singulares,
Y el agua huyó para formar los mares.

   Apenas descubierta
La árida, que inundada e infecunda
Permanecido había,
Los gérmenes que encierra,
Por el soplo divino fecundados,
Cobran vigor; osténtase la vida;
Y seres colosales
Del reino vegetal cubren el suelo,
Y rudos animales,
Que por vivir sostienen cruda guerra,
Pueblan los hondos mares y la tierra.

   Cuando esta obra de Dios hubo adquirido
La calma y el reposo necesarios,
Mostrando en su progreso indefinido
Nuevas creaciones, desarrollos varios,
Que los tipos primeros
En forma o magnitud modificaban,
La sabia Providencia
Quiso que entre los seres,
Que el divino poder manifestaban,
Se ostentase también la inteligencia,
Capaz de comprender las maravillas
Que brotan de las manos del Eterno,
Y bendicen su nombre:
De este gran pensamiento nació el hombre.

   Destello del Espíritu increado,
De nobles cualidades adornado,
El poder creador sintió en sí mismo;
Fue idea sobre idea acumulando;
Y el abismo salvando
De indecisión, de duda y de ignorancia,
En que pasó su infancia,
Halló su actividad nuevo camino
Y ancho horizonte a su ambición abierto.
Apenas en sus manos vio trocada
La piedra por acero diamantino,
Dejó la humilde choza del desierto,
La cueva abandonó del troglodita
Con sus costumbres bárbaras, cruentas,
Y edificó ciudades opulentas.

Un vestido de piel tosco y grosero
Con que el pudor ingénito cubría
Su desnudez en el albor primero,
Pronto reemplazaron
Del lino y de la seda los primores
Y la plata y el oro
Engastando soberbia pedrería.
De la orilla del Eúfrates y el Tigris
Y del remoto Oriente
La antorcha del saber alumbró el Nilo,
Donde los Faraones
Con obras colosales.
Fueron pasmo y asombro de la gente
Relámpagos de luz también brillaron
En Babilonia, en Menfis y en Corinto,
Y en Tiro y en Sidón, cuyas ruinas
Nos revelan grandezas peregrinas.

   La Fenicia y la Grecia y después Roma
De la ciencia y del arte
Empuñaron el cetro poderoso,
Hasta que el Hijo humilde de Judea,
Con su doctrina santa,
Del Paganismo derrumbó el coloso,
Y dio al mundo otra forma y otra idea.

   En vano el sensual politeísmo
Luchó con el naciente cristianismo:
La cruz del Nazareno vencedora
Fue la sublime aurora
De libertad y vida
Que alumbró las naciones de Occidente.
El Norte desbordado,
Con el feroz Atila por caudillo,
Traspasando los Alpes y el Pirene,
Asentó allí su poderosa planta;
Pero el godo, y el vándalo y alano
Erigieron basílicas soberbias
Al Dios de las alturas,
Con delicada y generosa mano,
Fueron de perfección rico elemento,
Y amoldaron su espíritu violento
Al amor del espíritu cristiano.

   Segunda vez la Europa
Fue por extrañas gentes invadida:
Los hijos del Profeta,
Generación pujante,
Sabia, artista y poeta,
Saliendo de sus playas arenosas,
Las orillas tocó del mar de Atlante
Ocho siglos de lucha
Formaron del ibero
El carácter indómito y guerrero,
Los árabes que a España dominaron,
En Córdoba, en Granada y en Sevilla
Monumentos dejaron
Que son hoy de las artes maravilla,
Compitiendo en detalles primorosos
Con los góticos templos majestuosos.
   Boabdil, último resto
Del poder musulmán ya aniquilado,
Rinde a Isabel su cetro y su corona
Y la Alhambra abandona.
El astro de Castilla
Esplendoroso brilla;
El humano saber sus alas tiende;
La brújula constante,
Señalando su rumbo al navegante,
Del no explorado mar lo enseñorea;
Las intrépidas naves lusitanas
Dirígense al Oriente,
Costeando las playas africanas
Guttemberg, de su siglo abandonado,
Eterniza la idea;
Newton, Kepler, Copérnico sorprenden
Las leyes admirables
Que la materia rigen
Y los astros espléndidos dirigen.
Víctima de su ciencia, Galileo
El movimiento de la tierra afirma,
Y con su muerte la verdad confirma.
El ibero impaciente ya no cabe
En el mundo de Plinio y Ptolomeo;
Su alta misión comprende,
Y el Non Plus Ultra desmentir pretende,

   Un pobre genovés con su presencia
Irrita la ignorancia de la ciencia;
Isabel, la gran reina y gran señora,
Lee en el pensamiento de aquel hombre;
Y, para dar aliento a su esperanza,
Vende las ricas joyas que atesora,
Y a aquel sublime loco se confía.
Hincha el viento las velas
De las tres animosas carabelas,
Y, atravesando el piélago profundo,
El genio de Colón encuentra un mundo.

   ¿Qué buscaba Colón? Colón buscaba
A través de los mares de Occidente
El paso, que su genio adivinaba,
Para llegar hasta el remoto Oriente.
¿Soñó Colón? ¡Su sueño fue su gloria!
Con insistente y pertinaz porfía,
Las costas explorando
Del golfo de Urabá, do la elevada
Andina cordillera
Su frente humilla y su cerviz abate,
Cual si ceder quisiera al rudo embate
Con que ambos Océanos
Aniquilar pretenden la barrera,
Y darse al fin un ósculo de hermanos,
«¡Por aquí debe ser... por aquí solo,
Mil veces repetía,
O el muro que a mi frente se levanta
Se extiende, por mi mal, de polo a polo!

   Y lo que el noble genio presentía,
Lo que el progreso humano ambicionaba,
Lo que la ciencia demostrar quería,
Lo que de Dios el dedo señalaba,
Estaba allí, imperfecto todavía,
Pero ¡oh poder del genio! allí, allí estaba!
Y, a pesar de su triunfo
Espléndido y brillante,
Lo que no es ya un secreto sobrehumano
Solo fue duda y misterioso arcano
Para aquel inspirado navegante.

   La imponente belleza,
La majestad sublime, la grandeza
Del ancho mar del Sur, guardada estaba
Para hacer en la historia
Perpetua la memoria
De otro hombre, cuanto ilustre, infortunado,
Alma sencilla, corazón valiente,
Que a la traición de un déspota inclemente
Rindió animoso libertad y vida;
A quien la justa fama
Cubrió de eterna loa,
Y a quien la historia llama
El mártir Vasco Núñez de Balboa.

   La inteligencia humana, en aquel tiempo,
De limitadas fuerzas disponía;
Pero el trabajo lento e incesante
Alcanzó nuevos triunfos cada día.
El agua, en férrea carel encerrada
Y en vapor transformada,
Potencia adquiere y sustituye al viento,
Que la lona impelía
De la velera nave,
Y en el férreo camino
El coche empuja que en espacio breve
Llega con rapidez a su destino;

   La palabra transmítese en el rayo;
Taládranse los montes;
Del seno de la tierra
Saca la activa industria el combustible
Que en prodigiosa cantidad encierra;
Y el aeronauta impávido y sereno
Sobre las altas nubes se suspende,
Y como el ave los espacios hiende.

   De Dios la predilecta criatura
La materia rebelde al fin domina:
Con el vapor camina;
Con el rayo conversa y aun escribe;
Con hidrógeno elévase a la altura;
Y con diáfana lente
Del sol el fuego misterioso arranca,
Las imágenes fija;
Y, los astros remotos contemplando,
Mide la luz que en ellos reverbera,
Y anuncia su distancia,
Su peso y su tamaño y su carrera.

   Dueño ya de las fuerzas colosales,
Que Dios en su adorable omnipotencia
Poner quiso al servicio
De la atrevida humana inteligencia,
El hombre, por su espíritu alentado,
Emplea su poder en obras grandes
Que vivan de su audacia en testimonio.
Siempre adelante va; nada le arredra.
En el Asia, en el África, en Europa
Deja su historia traducida en piedra;
Allá eleva murallas portentosas;
Levanta allí pirámides altivas,
Monumentos druídicos gigantes,
Cuyas moles inmensas
A una altura se ven incomprensible;
Aquí las catedrales suntuosas,
Que la idea de Dios hacen sensible;
A las olas del mar impetuosas
Opone anchas barreras;
Las corrientes enfrena de los ríos
Con diques a su fuerza inquebrantables;
Lanza soberbios puentes
Sobre los hondos valles de los montes
Y los anchos y horrísonos torrentes;
Y, el lecho perforando
Del río caudaloso,
El natural impedimento humilla,
Y pasa por debajo a la otra orilla.
Un istmo se interpone entre dos mares,
Y de Lesseps el genio poderoso
Abre cauce anchuroso;
Los mares junta; el líquido elemento
Acorta la distancia;
La vela y el vapor no se detienen...
¡Oh, sublime arrogancia!
¡Dichoso y atrevido pensamiento!
¡Gloria eterna a la Francia!
¡Inmarcesibles lauros al talento!

   Entre las playas de la vieja Europa
Y las tierras lejanas
De Australia y del Oriente
Se alza el americano continente.
A un lado y otro lado inmensos mares
Brindan al hombre su anchurosa vía;
El hierro que los une
Lleva de mar a mar el amoroso
Suspiro de las olas;
Pero eso no es bastante
A saciar el afán que el mar y el hombre
Sienten por abatir esa barrera.
¡Llega, Lesseps! Al escuchar tu nombre,
Ya el Istmo se extremece;
La humanidad te espera.
Aquí nueva victoria
Nuevo laurel añadirá a tu gloria.
Todo el mundo te ayuda.
Llega, ve y vence. Llega presuroso...
Tu genio portentoso
Tornará en realidad con tu firmeza
Lo que el hombre inspirado presentía,
Lo que el progreso humano ambicionaba,
Lo que la ciencia demostrar debía,
Lo que de Dios el dedo señalaba.
Aunque las rocas fueran de diamantes
Pronto verás cumplidos tus deseos.
Ven: como ayer uniste a dos pigmeos,
Ahora vendrás a unir a dos gigantes!
Bogotá, 7 de Septiembre de 1879.




ArribaAbajoSegunda parte

El hombre


Oda

Comprende el camino adelantado por la humanidad y el que le falta recorrer aún para merecer el nombre de imagen de Dios sobre la tierra.


Crió Dios al hombre  370
a su imagen y semejanza.


Génesis, Cap.I, v. XXVII.                




    Entre los seres que con sabia mano,
Para ostentar su inmenso poderío,
Esparció la Divina Providencia
Sobre este globo que pretende en vano
Conocer y explicar la humana ciencia
Agitada como él en el vacío,
Unos descuellan por su forma ruda;
Otros, por su belleza o movimiento;
Otros, porque un poder continuo y lento
Su esencia cambia y sus contorno muda:
Mas todos tan perfectos y acabados,
(Ya vivan sobre la haz del duro suelo
Por su peso y su forma encadenados,
Ya habiten en los ríos o en los mares,
Ya remontando el vuelo),
Que nada en ellos falta y nada sobra
Para cumplir, sumisos auxiliares,
Su ignorada misión en la gran obra
De orden y de concierto y de armonía
Que rige la Eternal Sabiduría.

   Tiene la planta, en el oculto seno
De la madre común, exuberante
Red, tupida y fibrosa,
Que, extrayendo la savia fecundante
Del próvido terreno,
Da elementos de vida y los recibe
De quien vive para ella y de ella vive.

    Brutos inconscientes
Organismos sin término destruyen,
Y a ineludibles leyes obedientes,
Y por su instinto sin cesar guiados,
Las fuerzas expansivas disminuyen
De otros seres avaros y absorbentes;
y a límites por Dios determinados
Reducen su dominio,
Del débil impidiendo el exterminio.

   En la guerra incesante
De todo lo que vive y que vegeta,
Cada cuál lucha por salir triunfante;
Pero siguiendo a ciegas el camino
A que un poder oculto lo sujeta;
Y todos, por la ley de su destino,
Nacen, viven y crecen,
Y cumplido su tiempo desparecen
Del mundo entre el revuelto torbellino,
Sin adquirir conciencia
Del principio y del fin de su existencia.

   Sólo hay un ser, de origen misterioso,
Próximo al animal por su estructura,
Próximo a Dios por su alma creadora,
Que, desgarrando el velo tenebroso,
Su principio y su fin hallar procura,
y un poder superior siente y adora;
Es el Hombre, que en frágil vaso encierra
La síntesis más bella y admirable;
Que forma el lazo estrecho, inexplicable,
En que une Dios los cielos con la tierra.

   Gala de la creación, no vino el hombre
A la lucha afanosa de la vida
Tan solo a derramar estéril llanto.
Vino, de Dios en nombre,
A ostentar su grandeza y a dejar
A su imperio sometida
La fuerza que le opone embravecida
Con virginal pudor Naturaleza.

   Lleva el hombre en su frente
El sello del Creador Omnipotente.
Ya proceda de razas inferiores,
Ganando por su esfuerzo y su constancia
El poder que le da su inteligencia;
Ya por lejana culpa degradado
Sienta de su caída los dolores
Desde su tierna infancia,
Y con noble insistencia
Procure conquistar el bien perdido,
Entre luz y tinieblas batallando;
Tras de tanto dolor, verá cumplido
El incesante afán que lo devora,
Y de ser para siempre redimido
Llegará al fin la suspirada hora.

   Desde que allá en incógnitas edades
Apareció en la escena de la vida,
Luchó en las pavorosas soledades
Con fieras de terrible acometida,
Sin más armas que piedras afiladas
O ramas desgajadas,
Franco el pecho y desnudo;
Pero, al ver ya su víctima rendida,
De su piel hizo escudo
Para arrostrar del cielo la inclemencia,
Diole morada el hueco de una roca,
A veces disputado con violencia
Al feroz enemigo
Que encontraba en el cóncayo su abrigo.
Si el hambre le provoca,
Busca con gran trabajo el alimento;
Y no siempre lo halla,
Sin tener que empeñar con ardimiento
Sangrienta y cruelísima batalla.
Mas triunfa al cabo de la fuerza bruta,
Que del mundo el imperio
Con implacable saña le disputa;
Los más fieros o huraños
Animales esconden su guarida
Del intrincado bosque en el misterio;
Junta los más sociables en rebaños;
Forma la tribu; fija su morada;
La tierra explota por el surco herida;
De progreso en progreso caminando,
Artes e industrias crea;
Los hechos naturales observando,
Hace brotar la luz de cada idea;
De vivo resplandor su alma se inunda,
Y en pos de la verdad las ciencias funda.

   ¡Cuánto ya en sus conquistas ha avanzado!
La tierra, el aire, el mar a sus deseos
Se prestan obedientes;
A la luz y al calor nuevos empleos
Para su actividad han encontrado
Los esfuerzos del hombre inteligentes.
El rayo está por él esclavizado,
Y con celeridad incomprensible,
Obediente y flexible
Lleva de polo a polo el pensamiento,
Formas, calor, sonido y movimiento.

   Los mundos siderales
Le aproxima la lente poderosa,
Y el cálculo atrevido le revela
La extensión de sus masas colosales
Al par que su distancia prodigiosa.
En vano luego distinguir anhela
Lo que, por muy pequeño,
Casi el dintel tocando de la nada,
Se oculta a su mirada:
Pero el cristal aplica con empeño,
La ciencia inquiere; el hecho le responde;
Y cuando ya a su vista no se esconde,
Ve en todo establecida
La lucha de la muerte con la vida.

   El rey de la creación ya en su camino
Obstáculos no halla.
Para alcanzar su próspero destino
¿Qué le resta? Ganar una batalla.
Triunfante de enemigos exteriores
Y teniendo en su mano
El hilo de las fuerzas portentosas
Que en la noche de tiempos anteriores
Fueron para él incomprensible arcano;
Disipadas las sombras misteriosas
Que le ocultaban la elevada cumbre
En que el humano bien alza su templo,
Sólo falta romper de la cadena
El último eslabón que lo condena
A la más vergonzosa servidumbre;
Seguir del Justo el salvador ejemplo
Y vencer y humillar con heroísmo
Al tirano implacable: el Egoísmo.

   De materia y de espíritu formado,
El dominio del hombre se disputan
Uno y otro elemento:
Del vicio corruptor solicitado
Y por él dominado,
Obscurece el error su entendimiento;
El sensualismo impera;
Y cuando ya lo envuelven y ejecutan
Su obra de perdición, y nada espera,
Cae sin sentir, como la hoja
De que el árbol marchito se despoja.
En vano la virtud combate al vicio
Desde regiones al placer agenas.
Con doradas cadenas
Sujeta el mal al hombre disoluto,
Que su alto fin y su misión olvida,
Y, buscando entre el cieno su caída,
Vuelve otra vez a convertirse en bruto.

   Sólo cuando el espíritu se eleva
A las puras regiones
Donde la ciencia y la virtud alumbran
La obscura senda que a la cumbre lleva,
Y donde con su llama las pasiones
El alma extraviada no deslumbran,
Es cuando puede el hombre alzar la frente
Hacia el trono de Dios Omnipotente.

   El que por ambición o por soberbia
Oprime a sus hermanos,
Y al clamor de la angustia ensordecido,
Sólo escucha la voz de su protervia,
y salpica sus manos
Con la sangre inocente del caído,
Aunque el mundo lo llame
César o Emperador, y deslumbrado
Con su pompa guerrera,
Su salvador lo aclame,
Siembre de flores su triunfal carrera
Y de invicto laurel orne su frente,
Al lucir en Oriente
El claro sol que las tinieblas rompa,
Caerá su nombre en el eterno olvido
O será por las gentes maldecido
Como sus triunfos y guerrera pompa.

   En cambio, los soldados de la ciencia,
Los que con santo amor rindieron culto
Al bien y a la verdad en su conciencia,
Recibiendo tal vez grosero insulto
Del necio que sumido en la ignorancia
Fundaba en las riquezas su arrogancia;
El artista, entusiasta de lo bello,
Que por su propio genio estimulado
Dejó en sus obras el divino sello;
El que hizo de su vida el sacrificio
En pro del desgraciado;
Todo el que en beneficio
Del humano linage ha trabajado,
Su premio alcanzará. Llegará un día
En que el mundo enaltezca su memoria,
Y en íntimos altares la venere...
Cuando tome otro rumbo nuestra historia,
La razón triunfe y la justicia impere.
. . . . . . . . . .
   Mas ¿será un vano sueño esa esperanza?
¿Será sólo un deseo, un espejismo
Del náufrago que al borde del abismo
Vislumbra el puerto, pero no lo alcanza?
No. El alma humana que con raudo vuelo,
Entre el dolor luchando,
Ha logrado elevarse a tanta altura,
Su cárcel material perfeccionando,
Logrará al fin realizar su anhelo
De libertad, de gloria y de ventura;
Porque no puede Aquél que se lo inspira
Hacer de su promesa una mentira.

   Pero será incompleta
Su transfiguración, hasta que roto
Caiga en pedazos el estrecho molde
Que a absurdas tradiciones lo sujeta.
Vendrá, cuando la luz la sombra ahuyente
Y la ley al abuso ponga coto;
Cuando de esas magníficas ciudades,
Focos de corrupción y de maldades,
En que a obscuras, sin aire, envilecido,
se arrastra el indigente,
Por la envidia y el odio consumido,
Huya la humidad, y en campos bellos
Levante su morada
De frutos y de flores rodeada;
Donde aire, y luz y bienestar respire,
Y del sol a los fúlgidos destellos
Halle su dicha en el trabajo honroso;
Donde justo temor nadie le inspire,
Y al entregar sus miembros al reposo,
Sepa que son sagradas su existencia,
Su honra, su libertad y su conciencia.

   Cuando la autoridad tenga su asiento,
No en la fuerza, en el oro ni en la audacia,
Y solo en la virtud y en el talento
Funde la humanidad su aristocracia:
Cuando la caridad sea ejercida,
No por extraña y mercenaria mano,
Donde el nombre del mísero se olvida
Y un número ordinal lo sustituye,
Y acaso al interés se prostituye
El más precioso sentimiento humano;
Sino donde el amor y la ternura
De la madre, de la hija o de la esposa,
Con mano cariñosa
La acción del arte y de la ciencia auxilia:
Al calor del hogar y la familia.

   Cuando formen legiones,
No fieros y aguerridos escuadrones
Para matar en despiadada guerra;
Sino hombres esforzados,
Al trabajo fecundo consagrados,
Para poblar la tierra
De canales y bosques y caminos,
Perforar o abatir una montaña,
Y acelerar del hombre los destinos
Abriendo contra el mal ruda campaña.

   Cuando haya, en vez de cárceles, talleres;
Y espadas y fusiles y cañones,
En útiles objetos transformados,
Puedan ser aplicados
Al bien común de los humanos seres.
Cuando los buques, al cruzar los mares,
En lugar de aparatos de exterminio
Para afirmar del fuerte el predomino,
Lleven los medios de explorar el fondo;
Estudiar las bellezas singulares
De la fauna y la flora
Que oculta de su seno en lo más hondo,
Y sacar a la luz cuanto atesora
De incógnita riqueza
Con su activa labor Naturaleza.

   Cuando el globo, que asciende a las alturas
Buscando su equilibrio,
No lleve desgraciadas criaturas,
Para servir a un pueblo impresionable
De estéril diversión o de ludibrio,
O espiar movimientos
De un enemigo ejército expugnable
Y burlar sus intentos;
Sino hombres de ilustrada inteligencia,
De abnegación sublime;
Héroes gloriosos cuyo aliento imprime
Sus más nobles impulsos a la ciencia.

   Cuando todas las fuerzas sometidas
Al humano poder cumplan su objeto,
A evitar el cansancio dirigidas,
Y todas se utilicen
Por ingeniosos medios, de tal suerte,
Que el racional y el bruto
Su esfuerzo muscular economicen,
Y hagan rendir a la materia inerte
El debido tributo.
Cuando el más desalmado o el más fuerte
No tuerza la justicia con su veto.
Cuando el hombre, doquier del hombre amigo,
Con leyes sabias y moral severa
Derrumbe para siempre la barrera
Alzada entre el magnate y el mendigo.

   Cuando queden los límites borrados
De todas las naciones,
Llene amor fraternal los corazones
Y no haya explotadores ni explotados.
Cuando el hombre, cual ser inteligente,
Ciencia y virtud y libertad posea,
Y unido el sentimiento con la idea
Todos ante el deber doblen la frente.
Cuando absortos del mundo en la armonía
Adoremos la Suma Omnipotencia,
Sin ostentar con vil hipocresía
Fuego en los labios, nieve en la conciencia.

   Entonces, la materia dominada,
Y el bien con el espíritu triunfante,
El hombre, de su pena manumiso,
Gozará de la dicha ambicionada,
Y, por su propio esfuerzo conquistada,
Convertirá la Tierra en Paraíso.
Entonces será digno de su nombre,
Del mal y el bien terminará la guerra,
Y su elevado fin cumplirá el hombre,
Siendo imagen de Dios sobre la tierra.
Madrid, Mayo de 1885.




ArribaAbajoTercera parte

La luna


Oda

Comprende el término natural de nuestro planeta, según las leyes físicas, y el problema insoluble de la eternidad de la conciencia humana,



   ¡Cuántas noches, oh Luna, distraído,
Con los ojos clavados en tu esfera,
El movimiento rápido he seguido
De tu masa rodando en el espacio
Como inmenso topacio
Del centro de los mundos desprendido!
¡Cuántas, en delicioso arrobamiento,
Con creciente avidez te he contemplado,
Por atracción extraña subyugado,
Sin poder dominar mi pensamiento!

   Al verte silenciosa
Atravesar del éter insondable
La región siempre fría y tenebrosa,
Sobre nuestras miserias reflejando
El rayo inagotable
Que el padre de la luz y la alegría,
Su amoroso desvelo demostrando,
Desde su trono ardiente nos envía,
El mismo sentimiento en mi alma brota
Que al contemplar el mísero cadáver
De un pobre ser humano
Que de otra forma de existencia ignota
Va a descubrir el pavoroso arcano.

   Como en él, ya tu aliento se ha extinguido;
El fuego que en tu seno se agitaba,
Y de leves, diáfanos vapores
Tu atmósfera formaba,
Está tan apagado o escondido,
Que ya no se distinguen sus fulgores.
Tu suelo, en otro tiempo rico y bello,
Quizás de lindas flores adornado,
Por corrientes purísimas regado
Y de tu actividad mostrando el sello,
Hoy, mudo, estéril, desolado y triste,
Montón informe de materia inerte,
Al misterioso funeral asiste
Que se celebra por tu propia muerte.

   No eres ya la poética hermosura,
Sensible y pudorosa,
De tierna y celestial melancolía,
Que entre la sombra obscura,
Circundada de tibios resplandores,
Amante siempre y siempre desdeñosa,
Nos pintaba con vívidos colores
Una vana y pueril mitología.
El hombre, por la lente auxiliado,
De tu antigua existencia
El profundo secreto ha penetrado:
Del fuego, en tus entrañas ya extinguido,
Ve en cráteres horrendos la violencia,
Y montes de basalto derretido,
Y anchurosos desiertos
De traquita y de lava,
Y extensos llanos de arenal cubiertos
Donde un tiempo la vida se ostentaba.

   No tienes ya ni atmósfera ni ambiente,
Ni fuerzas, ni calor; huecos sombríos
Tu esqueleto perforan,
Donde los genios de la noche moran;
Y si el astro esplendente
En la arista del cráter más saliente
Su clara luz refleja
Y envía un rayo a nuestro pobre mundo,
Al resplandor semeja
Que allá, de obscura estancia en lo profundo,
Despide una mezquina candileja,
Cuando con luz medrosa
Alumbra la pupila vidriosa
Y la pálida faz de un moribundo.

   Mas como nada en la creación perece,
Tú, ser petrificado,
Quizás de todo espíritu privado,
Esperas que otra vez tu vida empiece.
Y empezará cuando el vigor se acabe
De la fuerza invisible y misteriosa,
Activa y portentosa,
Que tus distintos elementos liga,
Cuya esencia y virtud sólo Dios sabe,
Como la roca truécase en arena,
Como la planta en humus se convierte,
Y el animal, en lo que llaman muerte,
De los vínculos rotos se desliga
Y se abre para todos nueva escena,
Formándose de arenas nuevas rocas
Pasando el humus a otros vegetales,
En forma de alimento,
Y volviendo, al morir, los animales
Su préstamo a la tierra, al mar y al viento,
Así también la cósmica materia,
Por fuertes atracciones agrupada,
A ineludibles leyes sometida,
Y por ellas mil veces disgregada,
Proseguirá el eterno movimiento
De esa cadena nunca interrumpida
En que luchan las fuerzas, de tal suerte,
Que va en la muerte el triunfo de la vida,
Y en la vida el anuncio de la muerte.

   Tú, en tanto, alrededor de nuestra esfera,
De la que el ser acaso recibiste,
Girando sin cesar sigues tu rumbo,
Y en nuestra vida influyentes de manera
Que a tu atracción los mares se levantan,
La savia por los árboles asciende,
Los tallos en su germen se adelantan,
La atmósfera se agita,
Y tal vez nuestra sangre en las arterias,
Si tu influjo se activa o se suspende,
Con mayor rapidez se precipita.

   El lento y progresivo enfriamiento
Del mísero planeta que habitamos
También alcanzará su complemento:
Y si no sobreviene un cataclismo
Que en el tiempo su término acelere
Y hunda su ser en insondable abismo,
El golpe sufrirá que a ti te hiere:
Desde el insecto al hombre,
Desde el sutil y efímero infusorio
Al cetáceo gigante,
Y desde el musgo al árbol que a las nubes
Su altiva copa eleva,
Todo de formas cambiará y de nombre;
Y cuanto el sello de la vida lleva
Encontrará su lecho mortuorio
Entre detritus ya pulverizados
De los seres que fueron
Y en la masa común se confundieron.

   Cuando ya todo espire
Y en un resto de atmósfera asfixiante
Nada exista que aliente ni respire,
Capas de denso hielo.
La tierra cubrirán como un sudario;
Los gases hasta el suelo
Condensados caerán, y ya extinguida
La atracción del sistema planetario,
Y en pavesas su masa convertida,
La absorberán las fuerzas creadoras,
Y entre llamas de fuego abrasadoras,
Tomando el germen de su propia esencia,
Darán a nuevos mundos existencia.

   ¿Y qué habrá sido entonces
Del espíritu humano?
¿Qué del pequeño y mísero gusano
Que, de soberbia y vanidad henchido,
En mármoles y bronces
Su nombre eternizar procuró en vano?
¿Conservar podrá el alma la conciencia
Que de luz le ha servido;
Sentir embriagadoras emociones,
Y en alas de más noble y pura ciencia,
Comprender cómo lucha y por qué lucha
La materia en sus mil transformaciones,
Y contemplar las nuevas creaciones,
Como el águila altiva
En las rudas tormentas
Oye a sus pies bramar los aquilones,
Ve el choque de las olas turbulentas,
Y, despreciando el trueno, el rayo esquiva?
¿Podrá ella desde incógnitas regiones
Gozar en los contrastes, admirando
De la luz y la sombra
Las batallas violentas,
Y fijar en los mundos su pupila,
Como la fija el águila, mirando
Tras de la tempestad que no la asombra,
Y al través de una atmósfera tranquila,
Las nubes que lijeras van cruzando,
La tierra sonriente,
Sereno el mar, diáfano el ambiente?

   Si ese del alma humana es el destino,
Bien hayan la amargura y los dolores
De que es la vida raudo torbellino;
Mas si, después de tantos sinsabores,
La conciencia del hombre aniquilada
Entre las fuerzas ciegas se confunde,
Cual luz que en el espacio se difunde,
Que es como ir a perderse entre la nada...
¡No merece la pena
De seguir arrastrando esta cadena!
Madrid, Octubre de 1885.






ArribaAbajo¡Tierra!

Poesía que obtuvo el primer premio en el concurso convocado en Huelva por la sociedad Colombina, el 2 de Agosto de 1885.

Dedicatoria

Al sr. Dr. D. Rafael Núñez, presidente (por segunda vez) de los estados unidos de Colombia, inspirado poeta, pensador profundo y sabio estadista, en Bogotá.

Respetable amigo y señor:

La Sociedad Colombina Onubense, domiciliada en el afortunado lugar de donde partieron las tres renombradas carabelas, y sostenida con entusiasmo por los amantes de nuestras glorias, en el certamen literario y científico convocado para conmemorar en el presente año el aniversario 393 del descubrimiento del Nuevo Mundo, por acuerdo unánime del Jurado de calificación, ha tenido a bien adjudicar el primer premio de la sección literaria a mi humilde trabajo poético titulado ¡Tierra! Esqueleto de un poema, en el que he procurado describir a grandes rasgos el triunfo sublime, las contrariedades y amarguras, y por último la apoteosis del mortal Colón, cuyo ilustre nombre ha adoptado y ostenta como uno de sus mejores timbres esa bella República, que considero y amo cual mi segunda patria.

Honrado yo en ella, por espacio de catorce años, con atenciones de imborrable y grato recuerdo; distinguido por sus hombres de letras con el preciado título de miembro honorario de la Academia Colombiana, hija legítima de la Española y poderoso vínculo de unión sostenido por la inteligencia; considerado como hermano y no como extranjero, durante mi larga permanencia en Colombia, donde fue mi labor constante suavizar asperezas y despertar entre ambos pueblos simpatías amortiguadas por la guerra de emancipación, pero no muertas, por fortuna; viendo acogidos siempre mis esfuerzos en pro de nuestros intereses comunes con cariñosa solicitud y coronados al fin mis deseos con el éxito de una reconciliación oficial, afectuosa y sincera, durante el período de vuestra primera administración, por tantos conceptos memorable, he creído que os corresponde de derecho la dedicatoria de mi modesta producción, fruto espontáneo, aunque débil, de mi ya cansada lira, no sólo por las cualidades personales que en vos concurren y por la amistad con que me habéis favorecido, sino por ser, con primer magistrado de esa República, su más digno representante.

Sin mirar las imperfecciones de mi pobre poema, que son muchas, y atendiendo sólo al sentimiento que lo ha inspirado, dignaos aceptarlo como compañero y maestro en el cultivo de las bellas letras, con la benevolencia con que lo ha juzgado la Sociedad Colombina, y presentarlo en mi nombre al pueblo cuyos destinos fuisteis llamado a dirigir, como una prueba de mi estimación fraternal y de mi deseo ardiente de que alcance, por vuestra administración sabia y justa, la paz duradera que sus intereses reclaman y el porvenir venturoso a que con razón aspira.

Soy vuestro atento servidor y respetuoso amigo,

José María Gutiérrez de Alba.

Madrid, Septiembre de 1885.




Introducción

    ¿Qué sordo rumor se escucha?
Son las torres almenadas
De los castillos feudales,
Que se derrumban, y aplastan,
Con sus señores altivos,
Los privilegios de casta.
Al brillar los resplandores
Del claro día que avanza,
Eleva el siervo la frente,
La Humanidad se levanta,
Y libertad y justicia
En altas voces proclama.
Brújula, pólvora, imprenta
Son poderosas palancas,
A cuyo potente impulso,
Rotas y desmoronadas,
Van cayendo las barreras
Que a la luz niegan la entrada,
Y por bellos horizontes
El genio tiende sus alas.
Mientras que el Norte agitado
Emprende ruda batalla
Contra el poder que limita
Las expansiones del alma,
Y en nuevo rumbo al Oriente
Van las naves lusitanas,
La Cruz y la Media Luna
Su lucha tremenda acaban
Ante las fuertes almenas
De la morisca Granada.


Canto primero


Un loco

    Cuando ya de Boabdil el poderío
Su término fatal mira cercano,
Y entre el marcial estruendo crece el brío
Del indomable ejército cristiano,
Y ve ya el porvenir negro y sombrío,
En pos de su derrota, el africano,
Y entre el ronco clamor sólo se escucha
La voz de ¡muerte! en la tremenda lucha,

En el campo, terror del agareno,
Con la carta de un fraile por fianza,
Un hombre humilde, de ilusiones lleno,
Y en cuyos ojos brilla la esperanza,
A la corte del Rey llega sereno;
Audiencia pide, y cuando al fin la alcanza,
Ante él y ante la Reina de Castilla
Así dice, doblando la rodilla:

   «Allá, muy lejos, donde el sol sepulta
Su luz entre las sombras y el misterio,
Dicen que el mar al hombre dificulta
Llegar con rumbo fijo a otro hemisferio;
Pero es que la verdad aun está oculta
De ignorancia y temor bajo el imperio.
Yo os vengo a demostrar que es mi destino
Abrir a ignotas tierras el camino.»

   Y ostentando un papel, en que trazados
Estaban con estudio detenido,
Y por su propia mano señalados,
Los límites del mundo conocido,
Lo extendió ante los Reyes admirados,
Y con acento grave y convencido
Así les explicaba el fundamento
De su extraño y sublime pensamiento:

   «Que es redonda la tierra que habitamos,
Todo nos lo demuestra claramente:
El monte que a lo lejos divisamos,
El barco que se acerca diligente,
El sol que en el ocaso saludamos
Y que vuelve a asomar en el Oriente,
Todo, por más que el hombre no se explica
Como un prodigio se verifica.

   «Pues bien: entre esas mares ignoradas
Mi propia convicción me esta diciendo
Que hay tierras habitables y habitadas
Que la divina luz están pidiendo.
Túvolas Dios para mi fe guardadas;
Esas tierras, señor, hallar pretendo;
Y si mi ardiente fe no es ilusoria,
Mío el triunfo será, vuestra la gloria.
   »Al sol siguiendo siempre en su camino,
La tierra encontraré quizás cercana.
Que no está muy distante, lo imagino
Por lo que hay de la tarde a la mañana.
Nunca será el esfuerzo del marino
Trabajo inútil ni su empresa vana;
Pues si no hallo la tierra al Occidente,
Nuevo rumbo abriré para el Oriente.»

El Fanatismo y la Ignorancia.
   ¡Nunca en delirio mayor
Se invocó de Dios el nombre!
Si no está loco ese hombre,
Es un mísero impostor.

La Envidia y la Avaricia.
   ¡Promesas, siempre promesas!
Lo de todo aventurero.
¡No tiene el Rey su dinero
Para tan locas empresas!

La Caridad cristiana.
   Es hacer a Dios ultraje
Humillar su criatura,
Nunca supo la impostura
Hablar en ese lenguaje.

Un gran corazón.
   ¡Basta! si mi tesoro está agotado,
Perlas y oro contiene mi joyel.
No dirán que mezquina he rechazado
Al que todo lo espera de Isabel.
   ¿Divina inspiración? ¿Noble locura?
La empresa es grande; ¡Confianza en Dios!
Si el éxito es feliz, gloria segura;
Si es sólo un sueño... soñaremos dos.

Al escuchar el acento
De aquella voz conmovida,
Quedó la maldad rendida,
El Genovés cobró aliento,

   Y ante la Reina de hinojos,
Y a despecho de los sabios,
Posó en su mano los labios
Y la regó con sus ojos.

   Después, con el alma llena
De la fe que atesoraba,
Corrió donde lo aguardaba
Fray Juan Pérez de Marchena,

   Que desde su celda obscura
Los obstáculos venció,
Y alas al genio prestó
Para su grande aventura.


Canto II

Palos.


    En un puerto escondido y solitario
Del Atlántico mar, donde las ondas
Nunca movieron poderosas naves,
Sino pobres barquillas pescadoras,
Se mecen tres humildes carabelas,
En las que fijan su mirada atónita
Los más bravos e intrépidos marinos
Que jamás se espantaron de las olas.
A cruzar los convida un extranjero
Mares nunca surcados, que a remotas
Playas conducen, donde todo brinda
Oro y placeres y envidiable gloria.
Aunque en la noble frente de aquel hombre
Ven relucir del genio la aureola,
Y firme convicción en sus palabras,
Y fuego en su mirada triunfadora,
Es tan grave el peligro, que en el pecho
Sólo cabe el temor que los asombra.


El miedo.

   ¿Quien, desafiando al cielo,
La inmensidad cruzará,
Sin saber si volverá
A pisar el patrio suelo?
   ¿Quién podrá ser nuestro guía
En un mar nunca surcado?
Si se engaña el desdichado,
¡Ay! ¿quién salvarnos podría?

   Vaya solo el extranjero
A gozar tanta ventura.
Su empresa es una locura,
Y yo seguirle no quiero.


El genovés.

   Solo... ¡cobarde temor!
Y en marinos... ¡cosa extraña!
¿Es posible que en España
Falten hombres de valor?


Dos hermanos.

   No, ¡vive Dios! Si atrevida
Es tu empresa, cual ninguna,
¡Dispón de nuestra fortuna
Y dispón de nuestra vida!
   En España hay corazones
A quienes no espantarán
Peligros: contigo irán
Los dos hermanos Pinzones.
   Y un grito de frenético entusiasmo
En la playa arenosa retumbó;
El ardor varonil siguió al marasmo,
Y el miedo para siempre se ahuyentó.
   Levóse el ancla; hincháronse las velas;
La insignia al viento comenzó a ondear,
Y las tres animosas carabelas
Desaparecieron en el ancho mar.


Canto III


Augurios.

    Antes de que la quilla en mar ignoto
Deje marcada luminosa estela,
Un golpe rudo del airado Noto
Choca contra una débil carabela.
A la voz de «¡Avería, el timón roto!»
El de menos valor se desconsuela;
Mas Colón a las islas Fortunadas
Hace rumbo con velas desplegadas.

   Remediado ya el mal, al Occidente
Con firmeza y tesón guían las proras,
Empújalos la brisa dulcemente
Difundiendo esperanzas seductoras,
Pero hay quien en su pecho el temor siente,
Y contando los días y aun las horas,
Juzga en peligro próximo su vida,
Y ansía volver al punto de partida.

   Lejos, muy lejos, las veleras naves
Soledad espantosa van cruzando;
Cada vez los peligros son más graves
Y van los más valientes desmayando.
Vense con raudo vuelo algunas aves,
Que las inquietas olas van rozando,
Y todos les envidian con tristeza
Sus alas e incansable ligereza.

   «¡Como prueba de audacia, ya es bastante!»
Algunos gritan en feroz tumulto.
De aventurero audaz y de ignorante
Le tachan otros. El terror oculto,
Fingiéndose prudencia, en el semblante
Asoma de los más; pronto el insulto
De la amenaza seguirá la huella;
Pero contra el valor todo se estrella.

   «¡Adelante! -Colón les grita airado,
Con voz segura, despreciando el reto,-
Tendremos pronto el triunfo deseado;
En el nombre de Dios os lo prometo.»
Y quién en la promesa confiado,
Quién por vago temor, quién por respeto,
Callan; pero los días presurosos
Van siendo cada vez más angustiosos.

   Inmensa es la distancia recorrida,
Y el débil leño sin cesar avanza.
¡El viento fijo, la virtud perdida
De la brújula! ¡Adiós toda esperanza!
-«¡Perezca el ambicioso, el homicida!
Sepúltelo en el mar nuestra venganza!-
Gritan- y si a la patria al fin volvemos,
Que él despechado se arrojó, diremos.»

   Un hombre solo, en tan tremenda lucha,
Pronto a la muchedumbre sucumbiera;
Mas su fe es grande y su constancia mucha;
Tres días nada más pide de espera:
La multitud, atónita le escucha;
De su genio el poder al fin impera,
Y la turba ignorante alborotada
A su voz se somete resignada.

   El plazo va a espirar. La luz del día
Apaga entre las ondas sus fulgores:
Todo lo envuelve oscuridad sombría,
Y el sueño va endulzando los dolores;
Pero Colón, en tanto, descubría
Confusos y movibles resplandores,
Y una sombra indecisa en lontananza,
Que reanimó en su pecho la esperanza.

   De pié en la popa, con afán creciente,
Aquella extraña luz mira asombrado:
¡No brilla como estrella refulgente!...
¡Se agita sin cesar de uno a otro lado!...
«¡Es tierra!» exclama en su entusiasmo ardiente.
«¡Tierra! repite el eco alborozado;
Y al grito aquel, enérgico y fecundo,
Rásgase un velo y se despierta un mundo.


Canto IV


Maravillas.

    Cuando asomó la suspirada aurora,
Lanzando alegre sus primeros rayos,
Y de la noche el misterioso velo
Sus negros pliegues ocultó en ocaso,
Empezó a dibujarse entre la bruma
El perfil indeciso y dentellado
De una empinada sierra, luego, el bosque,
Y al fin la playa y el extenso llano.
Los audaces marinos, que a su jefe
Con exigencias mil atormentaron,
El perdón de su falta, arrepentidos,
Con lágrimas imploran, y no en vano;
Que el placer predispone a la indulgencia,
Y es Colón tan dichoso, que, olvidando
Las pasadas injurias, los recibe
Como padre amoroso entre sus brazos.
   El sol, del horizonte desprendido,
Alzose refulgente en el espacio,
Y las tres carabelas a la playa
Fuéronse poco a poco aproximando.
¡Qué espectáculo aquel! El bosque umbrío,
De gigantescos árboles formado,
Con vistosas palmeras que a las nubes
Levantaban sus trémulos penachos,
Las cabañas pajizas, sombreadas
Por las hojas de espléndidos bananos,
Las aves, simulando con sus plumas
Esmeraldas, zafiros y topacios,
O llenando las selvas de armonía
Con su tierno, amoroso y dulce canto,
Las flores de bellísimas corolas,
El aire, por su aroma perfumado,
El trasparente, nítido arroyuelo,
Entre doradas guijas murmurando,
Y los grupos de indígenas desnudos,
Con vistosos plumajes adornados,
Y joyas de oro, y caprichosos dijes,
Y largas flechas y robustos arcos,
Pero no en son de guerra, sino todos
Con sonrisa benévola en los labios,
De admiración profunda poseídos,
Sin muestra alguna de temor ni espanto,
Formaban un conjunto, cual si fueran
Las delicias de un sueño realizado.
   Ante aquel espectáculo sublime,
por tanta maravilla impresionados,
Los marinos postráronse de hinojos
Y al Hacedor Supremo tributaron
De gratitud y amor himno ferviente,
Que es de las almas el perfume santo.
Después, el Almirante, en un esquife
Por algunos guerreros tripulado,
Llegó a la playa, y desplegando al viento
De Castilla el pendón, que iba en su mano,
Señor se proclamó de aquellas tierras
En nombre de Isabel y de Fernando.
    Ignorante el indígena sencillo
De la gran trascendencia de aquel acto
Para él incomprensible, al extranjero
Con infantil cariño agasajando,
Despojose para él de sus adornos;
Recibiole en su hogar como a un hermano,
Sin sospechar la suerte miserable
Que le aguardaba de su amor en pago.
   Cuando los navegantes recogieron
Muestras de los productos más preciados,
Oro que con su brillo deslumbrase
La codicia voraz del cortesano,
E inocentes indígenas que dieran
Testimonio del éxito alcanzado,
Con el lauro en la frente el rumbo toman
Del suspirado hogar, pero luchando
Con furiosas y horribles tempestades,
Y de inmensos peligros rodeados,
Hasta que al fin de Dios la Providencia,
Sus fervorosos ruegos escuchando
Y de tanta amargura condolida,
Les permitió pisar el suelo patrio,
Que enajenados de placer bendicen
Y enternecidos riegan con su llanto.
   Difundida la nueva del regreso,
Y el espléndido triunfo divulgado,
Por todas partes su valor pregonan,
Por todas partes suenan los aplausos;
Los pueblos enloquecen de alegría,
La corte se electriza de entusiasmo,
Y mientras que la envidia y la ignorancia
Aguzan su puñal envenenado,
Y las naciones con asombro escuchan
De la admirable empresa el fiel relato,
El loco graba su glorioso nombre
Donde el mundo jamás podrá borrarlo.


Canto V


Palmas y olivas.

    Llena está de regocijo
La ciudad de Barcelona:
De gala viste la corte;
Elegantes banderolas
En bellos arcos de triunfo
Del viento impelidas flotan;
Colgaduras de damasco
Con guirnaldas primorosas
Entre tapices flamencos
Calles y plazas adornan;
No cabe en ellas la gente
Que por doquiera se agolpa;
Las damas y caballeros
Que a los balcones se asoman,
Sobre aquella muchedumbre
Lluvia de flores arrojan,
Y las músicas marciales,
Y la vibración sonora
De las campanas a vuelo,
Que sin cesar alborotan,
Llenan los extensos ámbitos
De la ciudad bulliciosa.
Sobre un tablado cubierto
De riquísimas alfombras
Se eleva un soberbio trono
En que, con brillante pompa,
Van a recibir los Reyes
Al que, en apartada zona,
Halló para España un mundo
Y un templo para su gloria.
   Cuando los regios consortes
Subieron la plataforma,
Y el alto trono ocuparon
Entre la lucida escolta
De sus apuestos guerreros,
Las damas esplendorosas
Y los prelados insignes
De la religión católica,
A una señal de Fernando,
Abriendo calle anchurosa
Por las apiñadas turbas
Que a su paso se amontonan,
Llegó Colón con su séquito,
Que entre dos filas custodia
Los indios ataviados
Con sus plumas y sus joyas,
Los extraños animales
Y los presentes que abonan
La exuberante riqueza
De aquellas tierras remotas.
   Apenas las gradas sube,
Con la frente respetuosa
Descubierta, y a las plantas
De los monarcas se arroja,
Estos le tienden los brazos,
Y con frases cariñosas
Cubrirse ante ellos le mandan
Y que allí un sitial le pongan.
El público entusiasmado,
Ante prueba tan notoria
De estimación, lanza un grito
Unánime, en que rebosa
La gratitud a sus Reyes
Porque aquel premio le otorgan.
   Ya sosegado el bullicio
Y la plaza silenciosa,
Colón, sentado a la diestra
De las reales personas,
Con voz grave y reposada
Narró de su empresa heroica
Los asombrosos detalles
Que nos refiere la Historia.
Los Monarcas admirados
Al marino ilustre honran
Con títulos y mercedes,
Y ordenan que sin demora,
Para una expedición nueva,
Estén muchas naves prontas,
Y que, de Colón al mando,
Tomen la misma derrota.
   Satisfecho el Almirante,
Acude al punto a la costa
Para activar los aprestos;
Pero una mano traidora,
La del encono y la envidia,
Que contra él lucha en las sombras,
A hacerle sentir empieza
Sus espinas ponzoñosas.
   Colón a Isabel acude;
Y si bien su protectora
Aparta con energía
Los estorbos que amontonan
Cortesanos humillados,
Que en contrariarle se gozan,
Quédanle como enemigos
La vileza y la lisonja,
Que del Rey la suspicacia
Contra él sin piedad explotan.


Canto VI


La calle de la Amargura.

    Tan pronto como en alas de la Fama
El nombre de Colón glorioso vuela,
Y de aquellas fantásticas regiones
Se admira la abundancia y las riquezas,
Bajo un cielo purísimo guardadas,
Y entre seres humanos, que aún conservan,
Con un carácter apacible y grato,
El candor infantil de la inocencia,
Acuden a las naves presurosos
Los hombres de aventuras, que no encuentran
Ya en el suelo español la vida fácil
Por falta de disturbios y de guerra:
Los que abominan del trabajo honroso,
Hidalgos con orgullo y sin hacienda,
Cuantos la honrada sociedad rechaza
Y del crimen o el vicio se alimentan.
   Con aquella avalancha de perdidos
Y de avaros, sin Dios y sin conciencia,
Pronto el débil indígena, agobiado
Del esclavo infeliz por la cadena,
Víctima de ambiciones insaciables,
Y huyendo del castigo y de la afrenta,
Busca en airada muerte su refugio
O en el fragor de la intrincada selva.
   El alma de Colón, honrada y pura,
Contra tantos desmanes se subleva,
Y remedio eficaz pide a la corte,
Antes que la maldad todo lo pierda.
En tanto, los que enfermos y abatidos
Sufren las desastrosas consecuencias
De su dura crueldad, de su lascivia,
Su punible abandono o su pereza,
Culpan de su desgracia al Almirante,
Porque el abuso corregir intenta,
Y a los amigos que en la corte tienen
Con dádivas acuden y promesas,
Para que los liberten del tirano
Que todo lo trastorna y atropella.
   Estos, que, aborreciendo las virtudes
Del caudillo leal, tan sólo piensan
En poder abatirlo y humillarlo,
A los Reyes acuden con presteza,
Y claman contra el ruin advenedizo
tantos caballeros causó ofensa.
   Obtenida la orden de que al punto
El mando deje y a Castilla vuelva,
Y nombrado al efecto un enemigo
Que ocupe su lugar, y que sin tregua
A embarcarse lo obligue, la perfidia
De aquellos desalmados se completa.
   Vuelve Colón a atravesar los mares,
Pero no ya como la vez primera:
Vuelve, no como el héroe victorioso
A quien el premio y el aplauso esperan,
Sino como un malvado a quien el crimen
A tormentos durísimos condena;
¡Con grillos en los pies, que lo quebrantan,
Y que a sus propios ojos lo avergüenzan!...
   En vano el capitán que lo custodia,
Y su bondad y su virtud respeta,
De aquella infamia libertarlo quiere.
-«¡Jamás! -exclama- A la real presencia
Llegaré como estoy, encadenado,
Para que, al contemplarme, se envanezcan
Mis enemigos fieros e implacables
Del gran poder con que en mi daño cuentan,
Y para que estos hierros que me abruman,
Dando así a mis servicios recompensa,
Si no en la voluntad del que lo manda,
Puedan pesar siquiera en su conciencia!»
   Cuando aquella figura venerable
De tal modo a los Reyes se presenta,
Fernando, de rubor enrojecido,
Con frase entrecortada balbucea
Palabras que, aunque expresan su disgusto
Por tamaño rigor, no lo condenan.
Isabel, más sensible, y más piadosa,
Al noble anciano en su dolor consuela;
Llora con él, y en filial abrazo
Con efusión purísima lo estrecha;
Manda arrancarle al punto aquellos hierros
Que más que al Almirante a ella la afrentan;
Quiere arrojarlos, mas Colón replica
Que aquel recuerdo conservar desea
Cual remedio eficaz contra el orgullo,
Si alguna vez avasallarlo intenta.
   El marino, una vez justificado,
Pide que en desagravio le devuelvan,
Por honor de su título y su nombre,
Lo que en pacto solemne le ofrecieran,
Y que no como deuda de justicia,
Sino como merced, rendido impetra.
   La Reina, que al anciano generoso
Tierna y profunda estimación profesa,
Complacerle promete en su demanda;
Pero el Rey, suspicaz, le dice: «Espera.»


Canto VII


El Gólgota.

    En una lóbrega estancia
Desmantelada y obscura,
Entre los vagos reflejos
De una luz ya moribunda
Sobre un lecho miserable
Que la pobreza denuncia,
Cuya cabecera adornan
En lugar de colgaduras
Unos grillos con cadena
Que una acción infame acusan,
Un noble y modesto anciano,
De venerable figura,
Enrojecidos los ojos
Que el acerbo llanto inunda,
Enflaquecidos los miembros,
La frente llena de arrugas,
Secos los cárdenos labios,
Ronca la voz e insegura,
Así exclama entre sollozos
Que sólo otro anciano escucha:
-«¡Espera! ¡espera!... ¡Y el tiempo
Corrió... entre mortales dudas!
¡Esperé... y todo fue en vano!
¡Cayó Isabel en la tumba,
Y el astro de mi esperanza
Ya ni calienta ni alumbra!
¡Esperar... cuando la roca
No puede ablandarse nunca!
¡Pero ya es tarde! ¡muy tarde!
¡Mis pobres ojos se anublan!...
¡Siento el frío de la muerte
Que por mis venas circula!
¡Frío... y hambre... y abandono...
Y de esas cadenas duras
El peso... y la infamia... en pago
De un mundo!... ¡Aciaga fortuna!
. . . . . . . . . .
¡Adiós, vanidades locas,
Tercas y estériles luchas
Por alcanzar las miserias
Que la paz del alma truncan!
Riquezas... ¡qué poco valen!
¡Honores... qué poco duran!
. . . . . . . . . .
¡Mi hijo!... ¡mi patria!... ¡mi nombre!
¡Ya mi protectora augusta
Me llama! ¡Isabel... espera!
No temas que yo no cumpla
Mi palabra... ¡Tus virtudes
Serán ante Dios mi ayuda!
. . . . . . . . . .
¡Fernando!... Yo le perdono.
¡Dios mío: mi voz escucha!
¡Perdón!... ¡perdón!... ¡Ya es la hora!...
¡Que tu voluntad... se cumpla!!!»
   Y al decir estas palabras
Con voz trémula y confusa,
Voló su espíritu al cielo,
Patria de las almas justas.


Canto VIII


El Tabor.

    Como síntesis del ser
Que todo progreso encierra,
Fue su destino en la tierra
Trabajar y padecer.
   Grande fue su adversidad,
Como grande su destino:
Abrir un ancho camino
A la humana actividad.
En su obra de redentor
Fue, al cumplirla, necesario
Que pasara su calvario
Para subir al Tabor;
Y ese respeto profundo,
Con que evocáis su memoria,
Es un rayo de su gloria
Que está iluminando el mundo.