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Poesía, primavera del hombre

Ricardo Gullón





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Cuenta Lévi-Bruhl que para los pueblos primitivos la muerte es una pasarela que separa dos mundos: de este lado quedamos nosotros, más allá habitan los muertos. Pues bien, esa pasarela reclama las miradas del hambre y atrae la atención y el pensamiento del poeta. El mundo nace y se fortalece alrededor de una idea esquemática, de una visión esencial que permanece siempre idéntica a sí misma, madurando con fidelidad y lentitud en los ojos que la inventan. Contempla el hombre el problema último de su ser; el de su muerte, el tránsito final que es a un tiempo principio y esperanza, que es vida por ser muerte; hacia un horizonte donde la desaparición de un hombre asegura la permanencia del Hombre dentro de la invariable continuidad del mundo. Y en esta contemplación la angustia se convierte en canto y ella misma cuaja en ligera y escondida poesía. En la poesía que apresura su paso ingrávido de viento juvenil sobre la pasarela que une los dos campos: el de los que fueron labrando éste que hoy es nuestro y aquél que dejó de ser suyo y que por ser de todos no es de nadie. Ella también, como la muerte, nos aleja de los climas actuales, llevándonos a las verdes praderas distantes. Perseguirlas es tarea que llena la vida del poeta, lo que dará sentido a su existencia   —408→   si no intenta alcanzarla en loe mares o en los cielos, en senderos cerrados donde puede ciegamente extraviarse, honda y definitivamente perderse. Buscar la poesía en nosotros mismos será, cuando menos, colocarse en posición favorable para escuchar el misterioso rumor de sus canciones.

Mas, una vez que el poeta se enfrenta con su intimidad, urge precisar si es necesario dirigir con arreglo a lógica la temblorosa pesquisa que se prepara o si conviene abandonar todo control racional de la aventara, dejando que surjan, impetuosas y libres, las palabras que dicte una voz potente y secreta. Queremos al poeta obedeciendo a la fatalidad, creando el poema en un arrebato cuyo germen fue incubado al calor de la necesidad, del golpe inesquivable que le obliga a producir, que templa su espíritu hacia el impulso y determina el crecimiento de la imperiosa llamada del destino. Actitud que excluye deliberación, previa toma de posiciones, que tiene siempre un fondo de canto inconsciente en la sangre y en el alma del poeta, cierta gravidez de tierra oscuramente fecundada. Es, en algún modo, retornar al viejo debate sobre la inspiración, sobre la luminosa fuerza que no pueden controlar voluntades humanas, sobre ese algo que insensible a excitaciones que vengan de fuera late sutilmente en la brasa de la creación poética. Lo único que racionalmente puede hacerse es disponer la atmósfera en la situación más adecuada para que se produzca el fulgurante milagro y tratar, si se produce, de sorprenderlo con absoluta lucidez, abandonando todo intento de explicar el origen y la ruta del huidizo destello, atentos a traducir con claridad el mensaje que mágicamente brotó en zonas que nunca conocieron el aliento letal de la vieja razón humana.

El poeta es, en primera instancia, un ordenador. Abre los ojos sobre el caos, sobre multitud de accidentes, hechos, sentimientos yacentes en dolorosa promiscuidad en los que le incumbe insuflar pasión de vida poniendo para ello la suficiente intención lírica. Y como, de cierto, nadie puede ofrecer aquello de que carece, es preciso que esta pasión vital aliente en el poeta, se alce en el cruce del alma con la razón, en virtud de un movimiento que sólo el espectáculo del eterno fin y principio del hombre puede determinar. Pues el apacible existir a la deriva, sin resistencia a las corrientes del mundo, cerrados los ojos   —409→   y el espíritu, no provocará nunca la necesidad de un grito, de un sollozo puramente humano, sino, a lo sumo, el alarido de un animal perseguido. Sólo quien contempla la muerte, la decisiva floración de su existencia, encontrará el secreto que permite hacer la vida duradera, convertirse en creador y lanzar la obra propia a través del gran esfuerzo común hacia el núcleo de la permanente y milagrosa creación.

En infiltrar aquella intención lírica que transforma el confuso remolino de ideas, de sucesos cuyo poso no fue debidamente eliminado, aquella intención generadora de la materia poética en su intacta desnudez, es en lo que, por tanto, ha de ocuparse previamente el poeta. Empieza por dar nombre a las cosas, pues que cada una surge entonces por vez primera a la vida. Despierta el hombre de largo invierno, de oscura etapa sin color y sin perfume y comienzan sus miembros a sentir y sus ojos a ver y su sonrisa nace en el abril de la vida. Al contacto con la poesía ceden los hielos del tiempo pasado, el hombre se siente fuerte y alegre, la luz es más clara y el aire más tibio, inícianse los días gentiles de la creación, la primavera del hombre crece en la dorada exaltación de la poesía. Todos los objetos son señalados por el poeta; llama rosa a la rosa, y por vez primera la rosa lo es íntegramente, cada letra de su nombre parece un pétalo henchido de aroma. Dice cómo es el agua o el dolor y vemos hasta qué punto lo ignorábamos y de qué manera, inefable, sencilla, queda revelado el arcano. Va formándose el mundo, un mundo completo guardado en los límites que trazó el creador, lleno de inéditas resonancias que caen como el son de campanas vírgenes despertando en las almas sensaciones indecisas y el asombro purísimo que produce la magia de la poesía. Un mundo nuevo que para el poeta es el universo único, la sola atmósfera en que puede desarrollarse el fenómeno lírico entregándose de modo total y al propio tiempo recibiendo cuanto de fuera puede aceptar.

Sueña los oscuros rincones del deseo intuyendo que la angustia es el otro gesto de la delicia; todo es problema que amorosamente tiende a resolverse, puesto que hay un Dios al extremo de la mano que conduce nuestro destino, un Dios conocedor del final oculto tras el horizonte cubierto de nieblas y que creó la solución junto al problema, la sonrisa en el tiempo que el dolor, la causa de los rumbos encontrados   —410→   y la sazón en que será hallada la meta. Nos empuja la poesía fuera de lo cotidiano mostrando el resplandor del azar, la brasa de la comprensión penetrante, y en tanto nos alejamos de estos campos avanzando sobre la pasarela que uniendo separa dos mundos, ganamos la perspectiva del nuevo ámbito creado por el empuje del arrebato ya ordenado, nos sentimos dentro de una atmósfera más etérea, más suave, apenas limitada por contornos en apariencia indecisos y en cuyo seno los conceptos quedaron esclarecidos con amor que excluye abandono.

Porque poesía es -Goethe lo advirtió- liberación, esperanza, vuelo de palomas y capricho de los vientos, amor hecho música y dolor convertido en canto. Pues si el arrebato quebranta las raíces que nos sujetaban a las tierras estériles, una vez en el aire la disciplina lo conduce y exalta. Poesía es amor, pero también lo es su depuración, es Ulrica von Levetzow, pero es, sobre todo, excelsamente, la Elegía de Marienbad. La pasión la engendra y entre sus fibras se incrusta la medula genial que en el poeta palpitaba como brote insólito cuya finalidad se desconocía y al revelarse en la obra resulta su encanto supremo; el viejo enigma oculto en nieblas grises desgarradas por el fulgor del rayo sobrehumano, el mito eterno de la pasión creadora deslumbrándonos con el purísimo milagro inventado por el poeta, el secreto revelado de su misteriosa atracción.

Cuando decíamos liberación debe entenderse capacidad para elevar la mirada y la intención: remontar las crespas cordilleras de la incertidumbre que si empequeñecen al menudo, al encogido y medroso, no consiguen sino enardecer al en verdad osado y aventurero, permitiéndole soñar imágenes que los límites de la realidad estricta impedirían ver. Y si alguien contempla estas barreras como un pretexto para recogerse en lo cotidiano, en la faena sin ayer ni futuro, otro las sentirá como acicate para encaramarse en las montañas vecinas e inventar arriesgadas máquinas con que lanzarse al espacio hacia atmósferas transparentes, desdeñando la insignificante trivialidad que le disminuye, lleno de fe en sí mismo y en algo fuera de él y susceptible de arrancarle al suelo estéril donde se siente apresado por fuerzas turbias, llevándola a terrenos limpios que acogerán con entraña propicia su inquietud,   —411→   transformándola en poema henchido de ardor y sabiamente purificado.

Mas la poesía requiere, a pesar de todo, cauces y fronteras. Los poetas fijan unos y otras a medida de su fortaleza o de sus posibilidades. Y como la poesía renace en cada uno idéntica y dispar, porque, como la vida, es «ondulante y diversa» (Montaigne), así alcanza ámbitos varios según la firmeza artística del creador. En tiempos cercanos vimos cómo la lírica desbordó los antiguos álveos: el instinto, los mensajes de los estados crepusculares, el sueño convertido en elemento poético activo; todo ello fue introduciéndose en el poema y relajando su vieja estructura al modo que un río crecido supera el estrecho embalse, suficiente en épocas ordinarias para contenerlo. Son crisis de crecimiento y de superación que la poesía conoció, siempre que hubo de asimilarse elementos extraños, elementos llamados impuros, que sin duda lo son hasta alcanzar purificación por el contacto con el vivificante fuego que todo lo transforma. Pero, aun después del estirón violento que en la norma poética produjo el surrealismo con el ingreso no tan sólo de los elementos citados, sino de procedimientos que en definitiva lograron ampliar el radio de acción de la lírica y fecundaron originalmente su vientre, se observó una regresión al punto de partida, como si las aguas se retirasen un punto, consolidando las posiciones que merecían ser defendidas y abandonando las que se reconocieron débiles o inútiles.

Así se advirtió hacia 1934-35 que la lírica estaba de vuelta después de terminar un largo periplo. Regresó cargada de conquistas, de flores perennes y de frutos ricos en zumo y azúcar; en el camino quedaron los trofeos marchitos, las rosas del amanecer que no resistieron el sol del mediodía. Había realizado esa minuciosa labor de selección que la necesidad legítima de defenderse plantea cada vez que la coyuntura se repite: desdeñar lo muerto e incorporarse lo viviente, lo que puede vivir en la poesía y aumentar el brío con que la corriente de su sangre golpea en las sienes atormentadas del poeta. Mas no se piense que este regreso, este acomodarse de nuevo en el cauce con los avances obtenidos en la salida, implicó renunciamiento, abdicación de la aventura; todo lo contrario: fue el momento de reposo del corredor después   —412→   de la carrera preparándose para la próxima. La lírica está dispuesta a partir en otras direcciones. Cuanto más dure su descanso, más inminente es la marcha. Y siempre regresará hacia lo que es y ha sido y será razón de su existencia, núcleo de la poesía y del arte: el amor del hombre, la justificación de su vida y de su muerte.

La disposición inquieta de la poesía, el estar presta siempre a la aventura, va implícita en la necesidad de profundas conquistas que muerde incansablemente el alma del poeta. Su misión consiste en crear un concepto de la nada o, mejor dicho, en extraerlo del caos donde se hallan sumergidas las pasiones elementales como en mar hirviente y oscuro cuyas agitadas capas esconden el secreto, tal la perla irisada en el fresco vientre del ser vivo. Húndese el poeta en las aguas tenebrosas e ignora el dulce reposo que le brindan, la suave y luminosa sorpresa del pez que le roza con su engañosa maravilla; todo lo desdeña porque necesita algo que no se extinga sobre la tierra firme, un fulgor que no se apague, una existencia duradera. Por eso a veces vuelve con las manos vacías y desoladamente gana la superficie para encontrar de nuevo aire y esperanza que le permitan hundirse otra vez hacia el fondo, hacia el doble misterio de la perla en la ostra, de la eternidad en lo fugaz; la conquista definitiva del ser que no muere porque su vida es brillo penetrante de lo eterno.

Y después de realizar esa labor arriesgada de exploración, de pesquisa y captura, queda la no tan azarosa, pero sobremanera importante, de perfilar el hallazgo, eliminar la ganga, las adherencias superfluas que con él salieron a la luz, útiles tan sólo para disminuir y quebrantar su destello. Si el poeta no tiene valor o sabiduría para realizar estas amputaciones, si no sabe percatarse de lo que debe ser conservado, quizá por atraerle excesivamente el dolor y el cansancio de la búsqueda de lo que luego ha de eliminar, entonces el riesgo de perecer a manos de su propia obra parecerá evidente y el caso de Espronceda será -ejemplarmente- recordado. Pues hay quien tras recoger maravillosos presentes sin apenas esfuerzo de su parte, prescinde de la depuración necesaria. La imprecisión verbal resiste con más dificultad los embates del tiempo que la transparencia conseguida tras combatir con la rareza y la dificultad de la palabra, porque conocimiento   —413→   y pulso cuajarán con firmeza lo que el delirio dejará incierto y tembloroso; yerra quien juzgue que en éste es más alto el ímpetu, pues aquéllos al controlar su fuerza no lo disminuyen, sino lo depuran y por consiguiente vitalizan su tensión. «La forma es el secreto de la obra», ha dicho André Gide. El secreto de que la obra sea duradera; convendrá aclarar.

Todo hombre revestido de intención poética si se encuentra en aquel verdadero e inefable «estado de gracia» requerido para el trance creador es una especie de Proteo capaz de llenar el mundo de múltiples -acaso contradictorias- imágenes de su afán. La poesía vive del propio ardor y las cien vidas en que renace, única e inconfundible, son tan sólo expresión de la chispa fecunda que yace en el origen de todas y vela incesante para impedir se desvirtúe el fuego comunicado en un principio, este fuego a un tiempo consecuencia y causa del numen que visiblemente es raíz de su existencia. Por eso se vacila frente a las afirmaciones de que sólo en el poema está la poesía, y tras la indecisión, que puede durar el instante que permanezcamos sin examinar la atmósfera donde existe y se desarrolla, debe ser rechazada una tesis sobre incierta, inhumana. No queremos caer en la contraria afirmando que cuando el arrebato poético llega al poema, cuaja en la estrofa, ha perdido savia y riqueza, pero sí sostener que más allá y más acá del poema, hay poesía palpitante e indudable. Vive la poesía en el impulso previo, en ese primer brote al que antes se aludía pidiendo continencia y depuración, vive en el supremo temblor del hombre lanzado en su persecución, mientras dura la tensión esperanzada del que tras ella va consciente de lo quimérico de su empresa, pero gozando con la delicia siempre renovada del aroma que esclarece la estela.

Esta pesquisa encierra la posibilidad de vivir en la poesía, de alcanzar la sombra fugitiva de otra manera incapturable. Requiere en el poeta olvido de sí, abandono de las fortalezas últimas donde suele encastillarse, decisión de perderse siguiendo una silueta no más que soñada para ganar al fin cuanto al hombre puede otorgarse. Misión de galgo joven se le atribuye; misión, por eso, que le coloca siempre en horas aurorales. La belleza conduce a un clima primaveral, a un ayer o a un mañana que presencia el rubio despuntar de los trigos y la   —414→   eterna juventud del alma en movimiento. Y cuando el hombre renazca en la belleza, en el entusiasmo por la belleza, le veremos rodeado de un luminoso y extraño halo: será la poesía que inundará sus contornos, se apretará a sus flancos y le comunicará su esencia perenne. Entre el hombre y la poesía se entabla una comunicación de intimidad que todo lo trasciende y que es capaz, por lo pronto, de generar un ser nuevo y absorbente: el poeta.

De lo genuino del nuevo ser dependerá la calidad de su obra y a su vez esta autenticidad -negocio que no puede afectar la voluntad con sus decisiones- viene determinada por la hondura con que el hombre se abandone a su destino: si no se afirmó profundamente en aquella marcha que tomó otras exige que todo se la abandone, es que lo accidental y espúreo, los componentes invaliosos de la persona -entrega a la retórica del momento, facilidad, anhelo de populachería, etc.- fueron más fuertes que la necesidad de emprenderla cediendo todo para ganar la meta del ensueño. Si la entrega fue absoluta puede aventurarse hacia lo entrañable, hacia la raíz de toda profunda poesía, hacia aquella «creación por la imagen y el sueño» de que nos habla Jules Renard. Habrá veces que tal creación se consiga en la angustia, pero eso no detendrá al poeta consciente de que no hay nacimiento sin dolor, gestación sin trastornos y de que frecuentemente el peso de una idea, de una razón lírica genuina, hasta alcanzar la precisa madurez constituye abrumadora carga.

Y esa idea, secreto del poeta, tiene que ser expresada para que el mismo conozca su extensión y su intensidad, pero, sobre todo, para que, luminosa y libre, sienta crecer su resplandor. Sólo así podrá entenderse el alcance de aquel mensaje cuyas ramas derramadas en todas direcciones ilustrarán a los ojos atónitos de quien creyó descubrirlo y revelarlo, cuán inesperada y vigorosamente puede desarrollarse en libertad. Quiere decirse que si hay poesía en los mil gestos que anteceden al poema, y en éste la poesía resuelve el dilema hamletiano todavía después de «conseguida» la obra, sigue actuando el impulso creador; pues si la raíz prende en la eterna sombra, envoltura del poema, el arrebato lírico prolonga sus ecos hasta cielos que el artista no soñó rozar: son cielos que el misterio refulgente de la palabra alcanza por   —415→   no ser esta propiedad exclusiva del poeta, sino patrimonio común a todos los hombres que han puesto en ella, a lo largo de siglos, zumo de sus vidas, experiencia de mil ensueños que les fueron confiados y con los cuales no contó el poeta al utilizarla. Por eso el poema cruje con la pasión de las palabras que dejan en cada hombre el sabor que éste lleva en su propio paladar; dejan también, sobre todo, la resonancia estricta de la voz creadora, de una voz que no pueden ahogar los rumores que le cercan porque constituye el hilo conductor a cuyo través se percibe el estremecimiento eterno de la belleza.

¿Podrá, por ventura, definirse la poesía? Definir es faena delicada, negocio difícil que cada cual acomete a su manera. Una definición casi nunca es inmutable ni sirve para todos los hombres, sino tan sólo para los que aciertan a situarse en el punto de viste desde el cual fue lanzada. Pero aun dando por resuelta esta dificultad, encontraríamos que definir una cosa no la acerca ni un milímetro más hacia nosotros. «Definir -decía Samuel Butler- es rodear de un muro de palabras un vago terreno de ideas», y sería empresa inútil querer apresar con la fluida presencia, el sutil aliento de esta aparente maravilla que es la poesía. Pues su existencia no es existencia objetiva, autónoma, sino un alentar en los hombres que la persiguen, en los objetos cerrados que componen el mundo o los mundos ideales que a su vez constituyen su atmósfera, el clima tempestuoso que la rodea. Vive también en los vocablos aun desnudos y absolutamente intactos; en una posibilidad siempre latente en cada palabra, un magnífico evento que la cruza en busca de alguien que sepa transformarlo en lograda certeza. Y, sobre todo, recordemos el consejo de Antonio Machado: lo que sea la poesía «no debéis preguntarlo al poeta». Acaso un profesor de literatura se atreva a decirnos alguna cosa. Así, el gran poeta, doblado en profesor, define con jugosa ironía: «Poesía, señores, será el residuo obtenido después de una delicada operación crítica, que consiste en eliminar de cuanto se vende por poesía todo lo que no lo es». Método sencillo siempre que sepamos -el propio Maine lo apuntó- previamente lo que es poesía y lo que no. Gerardo Diego no se contenta con menos de siete definiciones de la poesía. Otro poeta -Pedro Salinas- dice de ella que «es una aventura hacia lo absoluto». Y Lautreamont, en definición   —416→   que tiene secreto parentesco con la anterior, la define como «la geometría por excelencia». Todo, pues, implica jugar con las palabras, volver una y otra vez hacia idénticos lugares, hacia los problemas propios de la lírica, planteándolos en diversos términos, sustituyendo un interrogante por otro.

Pero nadie puede sujetar la poesía entre los dedos, colocarla en el microscopio y una vez allí examinar detenidamente su composición. No cabe -ya lo hemos apuntado- sino desaladamente marchar en su persecución sin intentar conocer el nombre de la perseguida, la cifra de su profundo secreto. La poesía como el amor es suficiente por sí misma; germina el entusiasmo sin que pongamos gran cosa de nuestra parte. El enamorado lo está, ante todo, del amor, y el fuego de su pasión tiene para él un valor muchas veces independiente de la persona amada; el sentimiento amoroso, como el sentimiento poético, no necesita muletas. Por eso los mundos inventados por el poeta -o por el amante- puede llenarlos con el reflejo de su inagotable ardor que al difundir luz nueva y peculiar impedirá sean vistos aquellos objetos que no tienen relación con su poesía, y acentuará, por el contrario, el relieve de lo que se sienta de algún modo en contacto con ella. Cuán verdaderas por eso mismo las graves palabras de Paul Eluard: «El poeta es más bien aquel que inspira que el que está inspirado». Pues si el hombre puede inspirar, esclarecer ángulos oscuros, sueños perdidos entre fantasías inconfesables, es que sus palabras encierran esa magia secreta que oprime el latido fecundo de la poesía.

La ilusión de los hombrea es adivinar el misterio generador de la armonía, conseguirla en sus obras, puesto que armonía es belleza; es ímpetu y es ensueño -«Cierra los ojos: un vuelo de palomas en los párpados», según el verso de Ildefonso M. Gil-, al mismo tiempo que concreta realidad que la purifica. Estar en lo suyo y al propio tiempo estar, como Dios, en lo de todos: en los silencios y en el dolor del mundo, escrutando el confín de su irremediable soledad. Pues si capta el hombre es porque se siente solo y la angustia de esta soledad monta en su alma hasta purificarse en la expresión, en la pública confesión que de ella hace. Contempla la ancha sima que a su alrededor ha trazado el destino y a puro dejarse los ojos en las tinieblas llega a   —417→   distinguir extraños pájaros que incansablemente vuelan de sombra a sombra: son visiones fugitivas de algo con forma y movimiento, aves de calores variados que algunos llamaron ideas. Y el mecanismo antipoético de la inteligencia clama alarma, subraya aquel aleteo apresurado en el que descubre pieza que debe ser cobrada: ya tiene el hombre, ya logró el poeta, un puro pretexto en que ejercitarse.

Acaso ha sentido su soledad y, como Safo de Lesbos quiso retener a Atthis, pretende encontrar compañero y amigo. Mas ¡cuán vano! todo esfuerzo; mil veces serán repetidos los ecos del adiós de Safo: «Parte y sé feliz, pero acuérdate de mí». Y el poeta soñará sus recuerdos, vivirá de sus sueños y recordará siempre, porque en el fondo la invocación es un grito que se lanza a sí mismo, al ser que comienza a existir aquel día, para que no olvide a quien murió en la separación, al yo antiguo que sigue habitando las tierras encantadas del pretérito. Vive más allá de la pasarela que sólo en una dirección puede recorrerse y como está muerto, muerto dentro del hombre que lo vivió, puede alzar imperativamente la voz, señalarnos las referencias del pasado, y decirnos la verdad sobre aquella época en que fueron otra clase de fantasmas, al modo como pueden decirla los que desaparecieron. «Dicen lo que es verdad, ellos los que no volverán», canta Hölderlin.

La soledad y el pasado, los recuerdos y el silencio, forjan el instante propicio que la poesía aprovecha para florecer en el hombre. Como la Acrópolis sobre las ciudades griegas, en la cumbre más elevada del alma se alza el limpio edificio donde el poeta busca a los dioses; sus plegarias demandan la coyuntura que el arrebato creador necesita para encarnar en el artista y para darle sus honras mejores, el honor purísimo de la invención. Y el poeta surge al renovarse la carga de sus sueños, el peso de la soledad y el misterio, liviano peso compensado por el lastre que gracias a él puede ser abandonado permitiendo que aquél parta por los aires hacia el claro cielo del tiempo que se acerca. Instante único del ser, rapto y transformación del poeta por la poesía, nueva y solemne primavera del hombre.

Voces se alzan en el presente incitando a la poesía a que abandone su tienda de reposo. Un periplo eterno se ofrece otra vez a los amantes de la aventura. Quedó superado el mundo, la realidad, la sobrerrealidad   —418→   y lo que hay debajo de ella. Pero quedan estratos vírgenes, capas misteriosas e inviolables; más allá del ensueño y más acá de lo cotidiano existen zonas que como los colores que van más lejos del violeta o los que no llegan al rojo son evidentes, pero imperceptibles. Y al modo como en los ocasos conocemos por su resplandor el paso de los rayos invisibles, así, por el suave colorearse de horizontes ignorados, se constata la riqueza de soles antes no presentidos. Augurios de una y mil primaveras que el hombre vivirá enardecido. De una y mil primaveras que en él serán transformadas. «Conceded la alegría al poeta y os la devolverá transformada en poemas» -dice Juan Pablo-. «Pues si habita en ti un espíritu poético que recree la realidad -no para otro, sobre el papel, sino para ti, en tu corazón- el mundo será para ti una eterna primavera». Y en todo poeta, en todo hombre, esta milagrosa primavera que le aporta la poesía convierte cada rosa en algo que sin dejar de ser una rosa como las demás, es también símbolo de las grandes aguas transparentes donde se refleja la nueva luz y el nueva cielo, eterno y radiante techo azul que amanece en el fondo de su corazón renacido.





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