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ArribaAbajoMagias e invenciones (1984)

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Al final del camino


En esta poesía reunida hallará el lector los poemas que he escrito desde el final de los años 30. No están todos, porque afortunadamente se perdieron muchos, ¡gracias sean dadas a los dioses! Creo que con lo que ha quedado hay suficiente, y hasta demasiado. Uno tendría que tener el valor, al final del camino, de quedarse con dos o tres poemas, los que considere más representativos de la intención, del propósito que se persiguió, o del instinto que llevó a escribirlos. No se trata de escoger «los mejores», porque el tiempo me ha enseñado que al enfrentarse con lo propio uno no tiene la menor idea de lo mejor, ni de lo menos malo, ni de lo decididamente malo. Uno no sabe nada de la poesía que ha intentado -de lo que intentó hacer con la poesía- y todavía sabe menos de la reacción que producirá en el lector éste o aquel poema.

Como no es posible ir susurrándole a cada lector, en el momento en que se lee, lo que realmente desearíamos que viese en el poema, no queda sino resignarse con lo que ocurra en cada caso, una catástrofe o una apoteosis. Valéry enseñó que «lo que uno escribe ríe riendo, otro lo lee llora llorando», o se lee ríe riendo lo que se escribió llora llorando. Y aún cuando para mí las dos cosas -reír, llorar- no tienen sitio en la poesía, sé que todavía hay muchos lectores que entran o salen de un poema como salen o entran de un baile o de un funeral.

Hay, por esencia, una incomunicación radical entre el autor y el lector. Lulio decía: «Ningún hombre es visible para otro»; puede decirse: «Ningún poema es visible por entero para el lector». (Ni acaso para el autor). Cada poema tendría que llevar adherido un tratado de mil páginas que comunicase todo lo que se quiso decir en el poema, y que no se dijo, probablemente por la incapacidad o el pobre oficio del autor. Habría que acompañar el poema de una carta de marear para facilitar el viaje por dentro de su entraña, más allá de su piel. Pero esa es una tarea tan insensata como utópica. No queda otra salida que tirar el poema a la calle y desentenderse de su destino.

A lo más que puedo llegar en materia de establecer una comunicación que sea eficaz para la lectura de lo hecho por mí, es a recordarle al lector un pensamiento   —140→   de Heidegger, según el cual la poesía es la leyenda de la desnudez de lo existente, que yo gusto de interpretar como «la poesía es la fantasía, la lectura que completa ante nuestros ojos la desnudez (la realidad) de lo existente». Dar existencia a lo tenido hasta ese momento por inexistente, es la función mayéutica de la poesía.

Esta definición no apareció en mí como un programa de trabajo, no fue un hecho a priori, sino que ahora, al mirar hacia atrás cuando llego al final del camino, pienso que es aplicable y adecuada para resumir, más que una intención, un instinto.

Creo recordar que uno de mis primeros poemas consistía en una retahila de preguntas: era una pura y cándida interrogación sobre el misterio de la rosa en el jardín. Ahora caigo en la cuenta de que no he hecho en la vida otra cosa que preguntar, y reproducir después lo que me ha parecido ser una respuesta.

Creía estar haciendo una poesía de la inteligencia, y me salió un poemerío del desconcierto y de la confusión de un hombre cualquiera ante el enigma del mundo, que es la más trivial y la menos inteligente de las reacciones ante el enigma del mundo. En el fondo, todo vulgar, instintivo, fisiológico: una pena. Y llamo pena a todo lo que es Naturaleza bruta, a todo lo que no es Inteligencia. Lo único que me ha interesado en este viaje hacia el morir que es estar vivo, es inventar, fabular, imaginarle a una realidad cualquiera la parte -el completo- que creía le faltaba. No ignoro la soberbia que hay en esto, pero la soberbia es también un instinto indomable.

Al finalizar esta señal de comunicación deseada con el lector, debo agradecer a la insistencia de un grupo de amigos, Pedro Shimose al frente, y al I.C.I., la publicación de estos poemas. Por fortuna, tendría que mencionar en este agradecimiento a tantos poetas y amigos fieles, que haría de esta introducción un catálogo, grato para mí, pero enojoso para el lector. Me limito a inscribir el nombre de Francisco Brines, poeta-poeta, que encarna a la perfección la gentileza de los poetas españoles con mis poemas. Brines es además un modelo de la amistad, ese sentimiento tan profundamente creador como la poesía misma.

Gracias a todos ellos reúno estos poemas. Para que queden recogidos cuando muera. Para nada más.

G. B.

  —141→  


ArribaAbajoRetrato

ArribaAbajoE se pobre señor, gordo y herido,
que lleva mariposas en los hombros
oculta tras la risa y el olvido
la pesadumbre de todos los escombros.

Él dice que lo tiene merecido
porque aceptó vivir, que no hay asombro
en flotar como un pez muerto y podrido
con la cruz del vivir sobre los hombros.

Cenizas esparcidas en la luna
quiere que sean las suyas cuando eleve
su máscara de hoy. No deja huellas.

Sólo quiere una cosa, sólo una:
descubrir el sendero que lo lleve
a hundirse para siempre en las estrellas.




ArribaAbajoEpicedio para Lezama

ArribaAbajoTiempo total. Espacio consumado.
No más ritual asirio, ni flecha, ni salterio.
El áureo Nilo de un golpe se ha secado,
y queda un único libro: el cementerio.

Reverso de Epiménides, ensimismado
contemplabas el muro y su misterio:
sorbías, por la imagen de ciervo alebestrado,
del unicornio gris el claro imperio.
—142→

Sacerdotes etruscos, nigromantes,
guerreros de la isla Trapobana,
coregas de Mileto, rubios danzantes,

se despidieron ya: sólo ha quedado,
sobre la tumba del pastor callado,
el zumbido de la abeja tibetana.




ArribaAbajoMarcel Proust pasea en barca por la bahía de Corinto

ArribaAbajo A la sombra de la juventud florecida
sentábase todos los días el viejo Anaximandro.
Tan viejo estaba ya el famoso mandrita,
que no despegaba los labios, ni sonreía, ni parecía comprender
la fiesta de aquellas cabelleras doradas, de aquellas
risas y picardías de las muchachas más bellas de Corinto.

Fue hacia el final de su vida,
cuando ya decíase la gente a sí misma al verle pasar:
a Anaximandro le quedan, cuando más, tres o cuatro girasoles por deshojar;
fue en aquel pedacito de tiempo que antecede al morirse,
cuando Anaximandro descubrió la solución del enigma del tiempo.

Fue allí en Corinto, junto a la bahía, rodeado de muchachas florecidas.
Le había dado por la inofensiva manía
de protegerse con un quitasol mitad verde mitad azul a la hora del mediodía;
no saludaba a las gentes de su edad, no frecuentaba los sitios de los ancianos,
ni parecía tener en común con los del ágora
otra cosa que senectud y nieve alrededor de las mandíbulas: Anaximandro
se había mudado al tiempo de la juventud florecida,
como quien cambia de país para curarse una dolencia vieja.
—143→
Llegaba con el mediodía a la sombra sonora de aquellas muchachas de Corinto;
arrastrando los pies, impasible, con su quitasol abierto, y sentábase calladito,
sentábase en medio de ellas a oír sus gorjeos, a observar la delicada geometría
de aquellas rodillas de color de trigo, a atisbar alguna fugitiva paloma de rosado plumaje,
volando bajo el puente de los hombros.
Nada decía el viejo Anaximandro
ni nada parecía conmoverle bajo su quitasol, sintiendo el tiempo pasar entre
las dulces muchachas de Corinto, el tiempo hecho una finísima lluvia
de alfileres de oro, de resplandor de cerezas mojadas,
el tiempo fluyendo en torno a los tobillos de las florecidas palomas de Corinto,
el tiempo que en otros sitios acerca a los labios del hombre una copa de irrechazable veneno,
ofrecía allí al mediodía el néctar de tan especial ambrosía,
como si él, el tiempo, también quisiese vivir, y hacerse persona, y deleitarse
en el raso de una piel o en el rayo de una pupila entre verde y azul.

Silencioso Anaximandro
como un cisne navegaba cada día entre las nubes de la belleza, y permanecía;
estaba allí, dentro y fuera del tiempo, paladeando lentos sorbitos de eternidad,
con el ronroneo del gato junto a la estufa. Al atardecer volvía a su casa,
y pasaba la noche dedicado a escribir pequeños poemas para
las rumorosas palomas de Corinto.

Los otros sabios de la ciudad murmuraban sin descanso.
Anaximandro había llegado a ser, más que el rito de las cosechas y que el vaivén de los navíos,
el tema predilecto de los aburridos conciliábulos:
-«Siempre os dije,
oh ancianos de Corinto, afirmaba su viejo enemigo Pródico, que éste no era
un sabio verdadero ni siquiera un hombre medianamente formal. ¿Su obra?
Todo copiado. Todo repetido. Pero vacío por dentro. Vacío como un tonel de
vino cuando los hijos de Tebas vienen a saborear la luz de los viñedos de Corinto».
—144→
Anaximandro cruzaba impasible las calles de la ciudad, rumbo a la bahía.
Llevaba abierta su sombrilla azul, y cazaba al vuelo los rumores de cuanto ocurría:
un día tras otro se iba hacia los sótanos del tiempo algún profundo anciano.
Los sabios eran talados, día a día, por las mensajeras de Proserpina, y sólo sus cenizas
pasaban, rumbo al mar, entre las aguas cubiertas de violetas que es el mar de Corinto.
Todos se iban, y Anaximandro seguía allí, rodeado de muchachas, sentado bajo el sol.
Un pliegue de la túnica de Atalanta, la garganta de Aglaé,
cuando Aglaé lanzaba hacia el cielo su himno para imitar las melodías del ruiseñor,
una sonrisa de Anadiomena, eran todo el alimento que Anaximandro requería:
y estaba allí, seguía allí, cuando todo a su alrededor se había evaporado.

Un día, allá, desde lo lejos, se vio dibujarse una pequeña barca en el
trashorizonte de la bahía de Corinto.
Venía en ella, remando con fatigada tenacidad de asmático, un hombrecito:
cubría su cabeza un sombrero de paja, un blanco sombrero de paja encintado de rojo. Desde su confín
el hombrecito miraba hacia el corazón de la bahía, y descubría a lo muy lejos
una sombrilla azul, un redondelito aureolado como el sol. Hacia allí bogaba.
Terco, tenaz, tatareando una cancioncilla, el hombrecito de manos enguantadas
remaba sin cesar. Anaximandro comenzó a sonreír. La barca, inmóvil en medio de la bahía,
vencía también el tiempo. Despaciosamente el blanco sombrero de paja anunció
que el hombre regresaba.

Esa noche, poco antes de irse a dormir,
Marcel Proust gritaba exaltado desde su habitación:
«Madre, tráigame más papel, traiga todo el papel que pueda.
—145→
Voy a comenzar un nuevo capítulo de mi obra.
Voy a titularlo: «A la sombra de las muchachas en flor».

1973




ArribaAbajoBrandenburgo 1526

ArribaAbajo Exquisitas damas brandenburguesas
procuraban dominar la cólera del Barón Humperdansk,
no obstante que conocían la justificación de aquella cólera:
la Baronesa, a la que se tenía por mujer feliz en su castillo rodeado de abetos gigantescos,
se levantó muy al alba, vestida ya de amazona, bebió de pie su taza de Etiopía,
y dijo al palafranero por única despedida:
«cuando llegue el momento dígale al Barón que salí a ver qué cosa es esa del
Nuevo Mundo de que se habla tanto ahora».

El Barón fue informado de su infortunio a la hora exacta
en que cada día autorizaba a sus lacayos a dirigirle la palabra:
apagada la última campanada de las doce, él agitaba desde su cámara secreta
una campanillita de oro que tintineaba por todo el castillo,
y erizaba de pavor los cabellos de la servidumbre.

-«Deme las novedades del día», dijo el Barón al bailío de turno.
El bailío aclaró su garganta, se puso rígido, y desviando sus ojos
de la cara granítica del Barón Humperdansk, dijo de una tirada:

-«Hoy no hay nada más que decir que la señora baronesa partió a las cinco y
treinta de la mañana en su caballo alazán Bucefalito, dejándole dicho
a Vuestra Excelencia que iba al Nuevo Mundo».
—146→
El Barón Humperdansk clavó los ojos en el parque de abetos que rodeaba el castillo;
mudo, con el cristal de las lágrimas perforaba el sendero, y seguía más allá,
como persiguiendo el trotar del alazán en las llanuras brandenburguesas,
y avanzaban hasta alcanzar las orillas del océano, donde desplegaba grandes velas
color de azafrán, una barca lista para zarpar con rumbo a las remotas islas,
a aquellas en cuya realidad creían tan sólo los navegantes fieles a Juan de Mandavilla
y los pajes venecianos del perínclito Señor del Tapiz de Oro, llamado Marco Polo.

Adherido como un albatros muerto al ventanal sobre el bosque, el Barón presenciaba extrañas ceremonias.
¡Qué inmenso templo de columnas blancas coronadas de ventalles verdes!
¡Qué calidad de cielo! ¡Y cuántas claridades en las nubes!
¿Será ésta la tierra presentida por los altivos navegantes de la Eskalda,
por los viejos estrelleros del Egipto, por los augures persas?
Deleitoso dibujo nunca visto del sol sobre las hojas, del aire en la piel del espacio.
Todo es allí sustancia de diamante, todo se rompe en luz, todo fulgura.
¿Qué isla es esta de la que a Brandenburgo llegan insólitos aromas,
y rojos chillidos de desconocidos pájaros despiertan los abetos del castillo,
y humaredas de un incienso nuevo suben hasta el alma, y la enardecen?
¿Qué catedral radiante se alza junto a la espuma,
y piérdese feliz por ella la más exquisita dama de Brandenburgo,
reverenciada ahora entre himnos y elásticas danzas como una diosa ofrendada por el mar,
reverenciada por gentes extrañas, jamás vistas en los bosque de Europa?
¿Y quiénes son estos jóvenes guerreros desnudos que cantan sin cesar tan suaves melodías,
y estas doncellas doradas que danzan percutiendo a compás sus tamburines?
¿Qué es este extraño atuendo de sus cabezas, y esta mórbida carne acanelada
de sus sensuales cuerpos, que se adivinan tibias como caricias?
—147→
Mira el Barón absorto el ritual de la remota isla hecho a una diosa nueva;
siente que aquellos extraños guerreros la han recibido
como si hubiese caído del cielo después del huracán, el huracán,
que a veces dejaba en las llanuras y sobre el terciopelo de las solemnes ceibas innumerables pajaritos
blancos y a veces, como ahora, ofrecía un ídolo benéfico,
otra diosa que renovaría la fecundidad de las mujeres y de la tierra.

El Barón lloraba silenciosamente, día tras día, en noche y alborada,
y en su habitación entraban las exquisitas damas de Brandenburgo
para escucharle una y otra vez el relato de sus alucinaciones. Hablaba
de ríos absolutamente cristalinos, de rojas mariposas sonoras,
de aves que conversaban con el hombre y reían con él. Hablaba
de maderas perfumadas todo el tiempo, de translúcidos peces voladores, de sirenas,
y describía árboles golpeantes con sus fustes en la techumbre del cielo,
y se le oía runrunear, transportado en su sueño al otro mundo,
cancioncillas que jamás resonaron en los bosques del castillo. Y cantaba:

      Senserení, color de agua en la mano,
      y sabor de aleluya en bandeja de plata;
      Senserení cantando a través del verano,
      con su pluma de oro y su pico escarlata.

Tornaba a ensimismarse en su felicísima tristeza, y allí se estaba el Barón de Humperdansk,
pegado al ventanal de las iluminaciones, contemplando el vivir de su esposa
en otro lejano paraíso, rodeada
de adolescentes lascivos, de ídolos hieráticos, de madreperlas y palmeras.

Hasta que un día, de pronto, apagada la última campanada de las doce, cuando
los lacayos entraban para cantar con laúd las novedades del día
(que Lady Mirandolina se había malogrado,
que Piccolino Uccello había escrito un poema),
—148→
se oyó gozosa la voz del bailío diciendo:
-«Hay noticias, señor Barón, de que la Baronesa vuelve». Y a seguidas,
crecía en todos los oídos el trotar de un caballo alazán. Y avanzaba veloz,
entre los abetos, la diosa que venía de las islas. Corría feliz hacia el castillo,
aquella que partió para encenderse y renacer en las tierras del Nuevo Mundo.
Entró en la cámara del Barón,
besó la frente del deslumbrado cuchicheando extrañas palabras en sus oídos,
y ceremoniosa fue hasta la ventana de los prodigios lejanos: la Baronesa Humperdansk
llamó junto a sí a las exquisitas damas brandenburguesas y dijo:
«Bendecidme, mujeres de Brandenburgo; mirad mi vientre: traigo del Nuevo Mundo
al sucesor de este castillo».

Y la Baronesa, con suma cortesía,
invitaba a las damas a fumar de unas oscuras hojas que recogió en las islas.
El humo vistió de nubecillas plateadas la cámara del feliz Barón. Ebrio de alegría,
agitaba su campanilla de oro, y pedía que trajesen los vinos de las fiestas
      principales. Todos brindaban
por el niño que pronto haría florecer de nuevo los muros del castillo.
Todos bailaban locos de felicidad.
Y extraña cosa en los bosques de Brandenburgo:
todos quedaban castamente desnudos, envueltos por el humo traído de las islas,
y danzaban al son de una música extraña:
una música hecha con tamburines de oro, y palmas, y sahumerios.

1981

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ArribaAbajoLa fiesta del fauno


A l'heure oú ce bois d'or et de cendres se teinte.
Una fête s'exalte en la feuillée éteinte...

S. Mallarmé                



ArribaAbajo Silbaba por el bosque
su blanda cancioncilla
el hermoso mulato,
aquél cuya mirada era
una llama verde y sofocada.
Volvía fatigado, pero recio
del duro trabajar de cada día.
Daba a la fresca tarde
la estatua de su cuerpo humedecido.
Era un astil de oro volando entre las ramas;
descalzo, con el torso desnudo, anudada
a la estrecha cintura la camisa,
elástico y sereno el paso de poderoso
centauro o fauno renacido, silbaba
su dulce cancioncilla
bajo la tibia techumbre de las ramas.
Doradas piernas, estilizados muslos,
andar que la gacela imitaría,
iba el hermoso bosque de miel y de canela
olvidado de todo, viajero de su silbo deleitoso,
cuando tocó en su hombro la leve piedrecilla
que alguien le arrojara; detenido quedó
bajo el palio de las verdes columnas. Inmóvil,
como el ciervo temeroso y ansioso a un tiempo mismo,
hundió entre las ramas la verde llamarada de sus ojos,
y descubrió a poco el rostro apasionado de la ninfa lejana,
de la que viera tantas veces contemplarle de lejos, recatada
tras las persianas de la casa señorial.
—150→

La brisa de la tarde
era ahora el silbo, era
el único sonido que podía escucharse
entre el cálido silencio de la pasión:
el fauno sintió la llamarada
de un cuerpo ya desnudo,
apartó suavemente las ramas,
y delicado, callado, reverente,
ofreció de nuevo,
a la curiosidad insaciable de los dioses,
la estatua de dos cuerpos enlazados.




ArribaAbajoLa casa en ruinas

Une rose dans les ténébres.


S. M.                



ArribaAbajo Hoy he vuelto a la casa donde un día
mi infancia campesina conociera
el pavor y la extraña melodía
de encontrar otra vez lo que muriera.

Ya nada atemoriza, nada altera
el ritmo de la sangre. Aquí vivía
(cuando era mi vida primavera)
la que a los niños en dioses convertía.

Vacío el caserón, rotas las jarras
que las rosas colmaron de belleza,
en vano vine en busca de mí mismo:
—151→

todo es inútil ya, perdidas las amarras,
y vencedoras las ruinas, es la pobreza
la única rosa nacida en el abismo.




ArribaAbajoAparición


Quand avec du soleil aux cheveux, dans la rue
Et dans le soir, tu m'es en riant apparue...

S. M.                



ArribaAbajo La tarde había llegado con su cara
de muchacha tontona, tetona, testaruda,
y amenazaba insistir en su bostezo
hasta partirnos de tedio el espinazo.
¿Otra tarde sin Brígida, sin piano que aporrear,
sin nadita que hacer salvo dormirse o rascarse la ingle,
o aventurarse en el último rincón del cuero cabelludo
en busca de un piojito compañero?
¡Otra tarde de hastío agotador,
cavando túneles en el techo de la nada,
viendo girar tiovivos sin niños adentro,
tiovivos con telarañas y moscas, y esqueletitos de murciélagos!

Después de hurgarse la nariz hasta el cansancio, y luego
de atisbar si por fin se desviste la vecina, y tras
de buscarse meticulosamente la rebeldísima liendre en el sobaco,
¡cuánto hay que esperar hasta la noche, hasta poder salir
con el sol vencido en busca de cangrejos por la playa!

Ni jugar a los dados con Juan puede,
ni han instalado la luz en el casino,
ni el mariquita oficial de nuestro pueblo
ha contado algún chisme suculento: esta va a ser la tarde
—152→
de las tardes, la tarde deshuesada, tardosa en deshacerse,
¡la retardada tarde amoladora!

Sentado en el portal de toldos rojos,
aferrado el taburete que acerca somnolencias y nostalgias,
con el paypay caído sobre el vientre dormitaba,
roncaba, revolvía, remolineando la cabeza en el caldero
de la siesta, brindándole cariño hasta a las moscas
para que no fueran a dejarme solo
con toda aquella tarde sentada sobre el hombro.
(Y el sonsonete apagado de la siesta, el calladito
chischís de la cigarra conduciendo el soñar, llevándolo
por túneles pequeños, horadados en el tronco de las ceibas,
túneles acolchados de zumbidos de abejas, de lanas suaves,
de sonsonete como en sordina que el durmiente oye remoto:
«El resol, el resol achicharra al girasol,
la mejorana dormita bajo el sol,
el sueñín sueñecito de la siesta en el horno del sol,
el sol del resol achicharra al girasol»).

Sentí de pronto bajo el sopor del sueño
cómo cantaba a gritos el olor de la albahaca,
cómo avisaba con risas verdes y rojas y amarillas
el guacamayo azul, ¡cuánto bullicio golpeaba párpados,
despertaba sin pena, zarandeaba el bochorno del dormido!
¡Qué despertar de fiesta, de tarde transformada!

Abrí los ojos y me sentí cercado por un resplandor de oro:
algo venía precedido de músicas, de pájaros verdes, de jazmines
abiertos a la luna. Fue de un golpe
como si cien niños golpeasen sartenes con cucharitas de plata:
Afrodita en persona, protegida del sol con una sombrilla de hojas frescas,
Afrodita mulata de ojos verdes y andar de palomita buchona en los maizales,
—153→
pasaba por la puerta de mi casa.
Nadie viera en el pueblo, jamás, mujer tan hermosa.
Tenía la belleza de las islas, el color de las islas, la risa de las islas. No era de
allí, ni acaso de la tierra era: vendría del país de las magnolias.
Andaba, y yo le veía inmóvil. Sonreía,
y yo veía salir de entre sus labios la luz de la alborada,
y el centelleo del sol sobre el mar, que despliega infinitas colas
de pavos reales, y la brisa,
la brisa que vuelve paraíso las noches antillanas.

Cuando pasó al fin,
sonriendo benigna a mi estupor,
perfumando para siempre en mi memoria
la aparición de aquella tarde, de aquel dulzor de caimito y pomarrosa,
ya no pude pensar otra vez en el tedio, ni pensar nunca más en la adelfa marchita;
sólo veía por todas partes el cielo derramado, el sol de terciopelo:
florecidos todos los jardines, encendidas todas las estrellas.

1967




ArribaAbajoEl galeón

ArribaAbajo Desde Manila hasta Acapulco
el poderoso galeón venía lleno de perlas,
y traía además el olor de ilang-ilang,
y las diminutas doncellas de placer criadas por Oriente,
y todo el aire de Asia pasando por el tamiz mejicano,
para derramarse un día sobre las severas piedras de Castilla,
como un extraño óleo de tentación y desafío.
—154→

Desde Manila hasta Acapulco
el viejo galeón cuidaba su vientre henchido de canela, y los lienzos de vaporosas sedas para la ropa del rey,
y las garrafas de muy madurada malvasía,
y los alfilerones de oro para la arquitectura difícil del peinado,
el palisandro, la taracea, el primor,
todo venía en el vientre del galeón
hurtándose de continuo a los corsarios golosísimos,
que pretendían adelantarse en lo de poner a los pies del rey suyo
la espuma blanquísima del coco, el arcón de sándalo, el laúd
copiado del ave del paraíso, y la marquetería
rehilada de nácar, como diseñada por Benvenuto en la Florencia medicea.

Desde Manila hasta Acapulco
el galeón saltaba entre mantas de transparentes zafiros,
y a cañonazos, a dentelladas, a blasfemias,
defendía el bosque de sus entrañas, fuese de compotas,
de abanicos, o de caobas,
y avanzaba hacia el sol legendario de los mejicanos como a un altar,
venciendo, escabulléndose, ascendiendo desde el abismo del océano
hasta las playas donde la finísima arena remedaba la trama delicada
de los tejidos que urdían en Filipinas las últimas hadas verdaderas.

Desde Manila hasta Acapulco
el galeón hacía palpable los sueños de Marco Polo.
Parecía saber que allá en la corte lejana esperaba un rey,
un hombre sensual y triste, monarca de un vastísimo imperio,
un rey que no podía dormir pensando en la renovada maravilla del galeón,
y en tanto los tesoros viajaban lentamente por tierras mejicanas,
y llegaban al otro lado del mar para salir en busca de Castilla,
él se serenaba en su palacio quemando redomillas de sándalo,
jícaras de incienso, pañuelos perfumados con ilang-ilang.

Y así, de tiempo en tiempo el Escorial era como un galeón de piedra,
como un navío rescatado de un mar tenebroso, salvado
—155→
por la insistencia de la resina, por el aroma tenaz del benjuí y de la canela.

El Escorial era
un galeón construido por el rey un día para viajar,
sin moverse de su rígido taburete, desde Castilla hasta Acapulco,
desde Acapulco hasta Manila, desde Manila hasta el cielo.

1979




ArribaAbajoLa esperanza

ArribaAbajo Recuerdo siempre al moribundo aquel,
el que prorrogaba su vida contemplando una rama,
al extremo de la cual solo quedaba una hoja,
nada más que una hoja resistiendo al cierzo
y a la tramontana: una hoja empeñada en no morir.

El moribundo asombraba todos los días a los doctores,
a los que no conocían el secreto de su resistencia,
a los que no veían la trama urdida en silencio
entre la hoja tenaz y el moribundo olvidado de morir.

Siempre, siempre recuerdo al moribundo aquel,
mirando desde su lecho, tras la ventana, la hoja solitaria,
desafiando las leyes de la duración humana,
viviendo cuando todos, médicos y sacerdotes,
tenían decidido que aquello había terminado, definitivamente.

Y su apresurada viuda, con largos velos y lágrimas,
y sus dulces herederos, formados ante el notario, compungidamente:
—156→
todos coincidían en pensar que era excesiva tanta persistencia:
coincidían los sabios doctores con los no afligidos deudos,
y con los parsimoniosos sacerdotes.

Braceaban todos a una en el gran desconcierto
de una vida escapándose a la vieja costumbre de perecer.
Porque no sabían que una débil hoja indicaba el camino,
y el moribundo resistía, insistiendo en vivir,
humillando al sentido común de los sagaces, mortificando el prestigio
de quienes en asuntos de esos poseían una larga autoridad,
y una irrefutable experiencia.
Eso,
eso es la esperanza,
la esperanza es
un pavo real disecado que canta incesante en el hombro de Neptuno.

1966




ArribaAbajoColoquial para una elegía

ArribaAbajoConocí a un señor que era al mismo tiempo príncipe y mendigo.
Si usted lo miraba con detenimiento para descubrir su edad y su linaje,
comprobaba que en ocasiones tenía quinientos, seiscientos o novecientos años,
y a veces sólo había arribado a la graciosa Edad del Melocotón en las mejillas.
Este señor vivía apoyado en sus ojos arcánicos, memoriosísimos ojos sedientos de mundo,
por lo cual conocía como nadie los sucesos ocultos en lo porvenir,
y se paseaba por ellos como los astronautas pasearon por la piel de la luna
en el siglo décimo antes de la aparición de Cristo.
—157→
Si alguien le interrogaba en busca de luz para vencer los caminos
él se limitaba a explicar cuáles fueron exactamente los pasos dados por Amenofis Tercero
para destruir a sus enemigos, y transformar en hormigas a sus más queridos guardianes.

El Tiempo, decía, no puede escindirse como si fuera un hilo de seda ovillado sobre sí mismo,
el Tiempo necesita millones de los años inventados por el hombre
para consumar siquiera un segundo de su existencia pura.
Todo lo que podemos recordar es simultáneo e idéntico a nosotros mismos,
y todos los hombres y mujeres, y los episodios que llamamos «la historia»,
caben holgadamente en la minúscula fracción de una millonésima de segundo
del Tiempo, del Tiempo continuo e indivisible que nosotros creemos
poder cortar en rodajitas, como hicimos en su momento con los brazos de la Venus de Milo.

Si usted se detiene a pensar en el misterio del pedazo de pan sobre la mesa,
advertirá que todo cuanto ha sucedido aquí, y lo que está haciéndose en este momento,
y lo que será hecho dentro de lo que decimos cien años venideros,
todo eso, cabe en una gotita del Tiempo, y verá usted, sin asombrarse demasiado,
con cuánta naturalidad danzan un gracioso minué Catalina de Siena y Luis XIV,
y cómo el emperador Moctezuma desliza cuentos eróticos en los oídos
de la siempre Bien Degollada María Antonieta de Francia y del Vacío.

Aquel Señor sabía imitar muy bien los gestos, las palabras, las ideas de sus semejantes,
pero él en el fondo no estaba exactamente en el mismo escenario de los otros,
sino que vivía delante de la escena, y por fuera de ella y en su encimarse
al tiempo unísono en que vivía también, más dibujado que nadie, en el espeso tapiz
de la viviente escena.
—158→
El era el autor y el protagonista, el espectador y el inventor del argumento,
el que entraba y salía de los laberintos del Tiempo, con un libro en las manos,
con un espejo egipcio, con un enorme marghilé humeante, colocándose a voluntad
dentro o fuera del Tiempo habitual de los humanos, o enseñándoles a esos,
a los efímeros humanos, cómo se recorta y se hace nuestro un fragmento del Tiempo.

Ahora creo que alguien ha dicho que aquel hombre se ha ido,
que se ha disfrazado de cadáver, de cuerpo desprendido de su alma
como se desprende la sierpe de su camisa usada,
como se dejan morir de hastío las estrellas cuando llevan exactamente
millones y millones de años, es decir, apenas un segundo enviando señales
a los hombrecitos que van y vienen como gusanos sobre la podredumbre fermentada,
por la piel de la pobre tierra, muerta hace tiempo y viva sin embargo hasta la eternidad.

Por eso, porque conocí y contemplé a aquel señor que sabía recordar
lo que va a ocurrir en el siglo XXI, y enseñaba que será lo mismo que ocurrió
diez siglos antes de que Cristo apareciese una milésima de segundo sobre la escena,
es por lo que ahora miro con tanto cariño este viejo reloj que me acompaña,
el reloj que exactamente a las seis en punto de la mañana de cada día de cada siglo
me saca del sueño como saca del horno su oloroso pan el panadero,
y hace sonar en toda la planicie de mi alma
la horrible musiquita del Für Elise, que era la melodía favorita de Aristóteles,
la que silbaba mañana, tarde y noche en la azotea de los rascacielos de Nueva York,
ciudad que es como el espectro de la vieja metrópolis de Ur,
visto en el espejo de niebla de las aguas del Nilo.

1980

  —159→  


ArribaAbajoPrimavera

(Beethoven, opus 24)




ArribaAbajo Hay días en que el sol siente deseos
de imitar a Dios.

Él se hastía
de ser la andrógina margarita del firmamento,
y atareadamente se entrega a la tarea
de remedar al Señor.

Aplica su malicia de niño irreverente
a producir la mariposa nueva.
Mete la luz entre el gastado iris,
y lo rojo da el negro y amarillo lo azul.
De la panza del sapo hace un diamante
tan casto y diáfano como el planeta Venus.
Y donde hubo verdor deja flotantes cabelleras
(interminables cabelleras de color amaranto).

¡No hay quien descubra en esta dulce belleza de la tórtola
la que fuera arredrante cabeza de hipopótamo!
El Universo es puesto en orden por el sol: queda
limpio de error. ¡Todo es belleza! Transfigurado,
lo hórrido de ayer canta himnos de gracias a lo justo.
Las alabanzas brotan de la boca del jabalí como de la del ruiseñor.
¡Aleluya por todos! ¡Aleluya hasta el fin de los tiempos!

Y tras ver el sol el mundo variopinto y nuevo, échase a reír.
(A esa risa del sol es a lo que llamamos los hombres primavera).
Dios nuevo, ríe el sol, y sus cascadas de oro líquido, ardiente,
hunden fulgor y hacen alegría
hasta en las negras entrañas de la tumba.

1967

  —160→  


ArribaAbajoBreve viaje nocturno

Según la leyenda africana, el alma del durmiente va a la luna.



ArribaAbajo Mi madre no sabe que por la noche,
cuando ella mira mi cuerpo dormido
y sonríe feliz sintiéndome a su lado,
mi alma sale de mí, se va de viaje
guiada por elefantes blanquirrojos,
y toda la tierra queda abandonada,
y ya no pertenezco a la prisión del mundo,
pues llego hasta la luna, desciendo
en sus verdes ríos y en sus bosques de oro,
y pastoreo rebaños de tiernos elefantes,
y cabalgo los dóciles leopardos de la luna,
y me divierto en el teatro de los astros
contemplando a Júpiter danzar, reír a Hyleo.
Y mi madre no sabe que al otro día,
cuando toca en mi hombro y dulcemente llama,
yo no vengo del sueño: yo he regresado
pocos instantes antes, después de haber sido
el más feliz de los niños, y el viajero
que despaciosamente entra y sale del cielo,
cuando la madre llama y obedece el alma.

1962

  —161→  


ArribaAbajoPavos reales en un jardín de Oviedo


En el parque principal de Oviedo hay cisnes.
Y hay pavos reales. ¿Qué le vamos a hacer?

GERARDO DE NERVAL                



ArribaAbajoCaminaba hacia el cisne visto entre la bruma,
seguro de que al llegar no existiría tal cisne,
cuando brilló un fuego azul, un rápido espejear
como la cola fatigada de pavo real en celo.

Y me dije: otro espejismo más y me creeré perdido,
desrazonado ya de punta a punta en este jardín de Oviedo;
¿pavos reales aquí?, ¿recuerdos de mi infancia
asaltándome a expensas del cansancio y la niebla?

Volvemos a mirar, pero con calma, ahuyentando fantasmas,
comprobando minuciosamente el peso, la medida, el tacto y el perfume;
no concediéndoles ser realidad sino a las cosas reales:
un cisne, otro cisne, y otro, parejamente suaves, líricamente
puros a fuerza de blancura, de ritmo, de ufanía; y los inevitables
niños arrojándoles migajitas de pan a los cisnes, y viejecitas friolentas,
y todo el escenario realísimo y cabal de un jardín provinciano.
¡Muy bien! Estos son los hechos, Acepto. ¿Pero qué puede hacer aquí,
retador y rotundo este pavón suntuoso, indiferente, paseándose
entre los pobres con su túnica cuajada de esmeraldas? ¿A quién ofrece
su habitual lección de gallardía, rodeado por la niebla, orondo como un ciego
que cree ciegos a los demás, y vive mirándose en su espejo? El pavo real
de carne, hueso y pedrería está en efecto aquí, no es sueño:
trae mi infancia con él, y tantas cosas.

Pasa el pavo real junto a mi mano, lento, como si buscase un pedacito de pan
o de un clavel blanco. Me lo quedo mirando, fijo, fijo hasta no estar más allí,
—162→
sino muy lejos, allá en los cálidos jardines, donde los pavos reales
se irisan bajo el sol, y se transforman
en rápidas cascadas de rubíes, o en lentos abanicos de mandarines viudos,
y se alimentan del canto de los pájaros,
de nada más que el canto de los pájaros.

1967




ArribaAbajoEs hermoso el verano, muy hermoso

ArribaAbajo Me siento bajo el sol a beber tarde,
a comer rodajitas de blando atardecer,
rodajitas finales de este domingo triste,
triste como todos los domingos,
y más los domingos tristes del verano.

La campana vacía de la tarde
se llena de fantasmas silenciosos:
vuelve la compañía mejor del solitario,
que es la memoria barrida de arriba a abajo,
lavada, planchada, limpiecita,
por la callada escoba de la muerte.

Julia, si quisieras ponerle un botón a esta camisa,
o un reborde de nácar a esta solapa,
porque esta noche
puede que regrese trayendo un clavel,
o quizás traiga otro puñadito de lágrimas
absolutamente cristalizadas ya,
en el revés de la manga.

Julia, no me dejes aquí:
llévame a tus terrazas llenas de geranios,
—163→
llévame al quitasol de estar bien muerto,
porque vendrá el verano otra vez,
y tendré que sentarme yo solo,
yo solo conmigo solo,
a beberme en largos tragos la tarde,
toda la tarde yo solamente solo,
con esta camisa tan sucia, sin botones,
con esta camisa,
vieja y destartalada
como el ataúd de un ajusticiado.




ArribaAbajoEl poema

Homenaje a Eugenio Florit




ArribaAbajo«Quiero, dice la niña
irrumpiendo en el silencio del poeta,
que me escribas un poema».
«¿Quién puede hacer un poema? Yo no», responde el sorprendido.
«Ya están escritos todos los poemas».
«Ensimismado estaba,
ante un blanco papel, blanco y vacío horatras hora.
Un papel lleno del bostezo interminable de la nada».
«Quiero, quiero un poema», insiste
la inesperada niña. «Me gustan los poemas».
«Mira, ángel extraño, no es buen día el de hoy: la inspiración
ha huido. No puedo darte un poema,
ni soñar en hacerlo en todo el día. Pero toma,
toma esta rosa, llévala a aquel vaso que está en el fondo,
colócala allá cuidadosamente, para que mañana
—164→
siga siendo tuya todo el día. Y luego, puedes irte,
pero en silencio: la musa teme al ruido, y si se aleja,
tarda mucho en volver: déjame solo».

La niña tomó la rosa delicadamente,
y como en un vuelo cruzó la habitación.
Puso la rosa
en su erguido sepulcro de cristal, y sin ruido partió;
apenas pudo oírse la puerta, la que al cerrarse
enclaustraba de nuevo en su estéril espera, en su vacío,
al poeta. Todo fue paz de nuevo.
La nada resurgía
como una tierra amiga ante el ensimismado inútil.
Y al volver los ojos otra vez hacia el blanco papel,
vio que allí estaba:
como un mirlo en medio de la nieve,
como una estrella sola en el centro del cielo,
allí estaba, sobre el papel inmenso, el Poema.




ArribaAbajoManos


¿Irías a ser ciega que Dios te dio esas manos?
Te pregunto otra vez.

VICENTE HUIDOBRO                



ArribaAbajo Me gustaría cortarte las manos con un serrucho de oro.
O quizás fuera mejor dejarte la manos en su sitio
Y rodearte todo el cuerpo con una muralla de cemento,
Con sólo dos agujeros precisos
Para que por ellos sacases las manos a que aleteasen,
Como palomas o como prisioneros de un rey implacable.
—165→
Tus manos estarían bien guisadas con tiernos espárragos,
Doradas lentamente al horno de la devoción y del homenaje;
Tus manos servidas por doncellas de cofias verdes,
Trinchadas por Trimalción con tenedores de zafiro.
Porque después de todo hay que anticiparse a la destrucción,
Destruyendo a nuestro gusto cuanto amamos:
Y si tus manos son lo más hermoso de tu cuerpo,
¿Por qué habíamos de dejar que pereciesen envejecidas,
Sarmentosas ya, horripilantes manos de anciano general o magistrado?

Procedamos a tiempo, y con cautela: un fino polvo de azafrán,
Unas cucharaditas de aceites de la Arabia perfumante,
Y el fuego, el fuego santificador, el fuego que perpetúa la belleza.
Y luego tus manos hermosísimas ya rescatadas para siempre.
Empanizadas y olorosas al tibio jerez de las cocinas:
¡Comamos y salvemos de la muerte, comamos y cantemos!

¿Irías a ser ciega que Dios te dio esas manos? Creo que sí.
Por eso te suplico pases por el verdugo mañana a las seis en punto,
Y dejes que te cercene las manos prodigiosas: salvadas quedarán,
Habrá para ellas un altar, y nos reiremos, nos reiremos a coro,
De la cólera inútil de los dioses.

  —166→  


ArribaAbajoPensamientos de primavera para cualquier tiempo del año


En este mundo en cuya jaula el tiempo
es el pájaro solo y sin sueño.

ROSAMEL DEL VALLE                



ArribaAbajo He venido a la hora que precede al alba;
en silencio he venido, y quedamente;
en cuclillas, como un ibis anciano me he puesto a contemplar
el rostro cerrado de esta flor tan rara,
traída quizás de los remotos jardines de Alejandría,
o quién sabe si de un viejo cementerio en el Camerún,
-¡nadie dice de dónde viene nada, de dónde y adónde!-
y he quedado ante ella fijo como el eje de la tierra,
olvidado del tiempo antes olvidado por mí, libre y solo,
por asistir al diario sorpresivo nacimiento,
al instante en que abriría ante el sol sus túnicas de nieve,
su corazón de muchacha enamorada.

Vine antes del alba,
y no he apartado un segundo los ojos
de esta hermética campánula dormida;
he sentido acercarse a paso quedos
el andar delicadísimo del amanecer,
ese blanco jinete que cabalga sin visible corcel, y sin ruido,
ese que avanza temeroso de destruir el sueño y lo soñado
bajo el cobijo maternal de la noche, y se esparce tenue,
inapresable, doliéndole la crueldad de despertar a los humanos.

Vino el amanecer, y luego el ruidoso
carro rojo del sol, y yo era inmóvil,
el Ibis milenario junto al estanque de Isis,
en espera del instante en que la flor se abriese;
—167→
y de pronto ya era el mediodía,
porque el cielo restallaba de flautas melodiosas,
y el sol en su gran trono cantaba los himnos de la fecundación,
poderosos pianos amarillos incendiaban de música la tierra. Y abierta,
abierta la flor me miraba, sabiendo que yo no había sabido
cuándo abrió su corazón,
ni cuándo arrojó a los aires sus túnicas blanquísimas.

Me miraba la flor, me sonreía o desdeñaba,
y me llamaba hacia dentro de sí, como si fuera un palacio deshabitado,
un interminable camino rojo bordeado
de vibrantes espadas.
Y yo descendía, descendía feliz,
río abajo del tiempo en busca de la flor inalcanzada,
cuando ya el sol decía adiós a los últimos enamorados del jardín,
cuando ya se escuchaba en lo lejano el redoble
de los tambores luctuosos de la noche.

Al otro día, al otro lado del tiempo,
antes del alba, yo estaba allí de nuevo,
contemplando eternamente la misma flor,
y sintiendo cómo el alba se aproximaba,
y cómo traía cada vez más suaves sus pisadas,
y más tristes, más tristes sus caricias
para la piel reseca de la tierra.




ArribaAbajoEl gato personal del conde Cagliostro

ArribaAbajo Tuve un gato llamado Tamerlán.
Se alimentaba solamente con poemas de Emily Dickinson,
y melodías de Schubert.
—168→

Viajaba conmigo: en París
le servían inútilmente, en mantelitos de encaje Richelieu,
chocolatinas elaborada para él por Madame Sevigné en persona,
pero él todo lo rechazaba,
con el gesto de un emperador romano
tras una noche de orgía.

Porque él sólo quería masticar,
hoja por hoja, verso por verso,
viejas ediciones de los poemas de Emily Dickinson,
y escuchar incesantemente,
melodías de Schubert.

(Conocimos en Munich, en una pensión alemana,
a Katherine Mansfield, y ella,
que era todo lo delicado del mundo,
tocaba suavemente en su violoncelo, para Tamerlán,
melodías de Schubert).

Tamerlán se alejó del modo más apropiado:
paseábamos por Amsterdam, por el barrio judío de Amsterdam concretamente,
y al pasar ante la más arcaica sinagoga de la ciudad,
Tamerlán se detuvo, me miró con visible resplandor de ternura en sus ojos,
y saltó al interior de aquel oscuro templo.

Desde entonces, todos los años,
envío como presente a la vieja sinagoga de Amsterdan,
un manojo de poemas.
De poemas que fueron llorados, en Amherst, un día,
por la melancólica señorita llamada Emily,
Emily, Tamerlán, Dickinson.

  —169→  


ArribaAbajoEl héroe

ArribaAbajo El héroe pasó su vida a caballo.
Su esposa misma creía que él era un Centauro.
Sus hijos creyeron siempre que su padre era un Centauro.
Sus compañeros de armas le llamaban el Centauro.
Pues nadie, nunca, le había visto sino a caballo.
Montado día y noche, año tras año, cabalgando en su caballo,
Como un Centauro.

El héroe llegó a viejo y nunca descendió de su caballo.
«Es el Centauro», decían los nuevos soldados, con envidia.
«Es el Centauro», decían las novias llenas de pena por sus años.
Pero el viejo héroe se mantenía erguido en su caballo,
Y nadie pudo nunca, ni por dormir ni por nada,
Verle descendido de su hermoso caballo de pelea,
Como un Centauro.

Y el héroe un día aceptó, él también, morir, pero a caballo.
Fue llevado a su tumba encima de su caballo, como viviera,
Pues ni aún después de muerto quiso dimitir de su existencia.
Y ahora seguimos viéndole, en medio de la plaza, heroico,
En ese monumento que niños y palomas toman por viviente.
Erguido está en su caballo, el héroe de siempre, aquel Centauro,
Cuyos hijos no le vieron sino a caballo, cuya esposa misma
No llegó a enterarse nunca de si aquel a quien amaba
Era un hombre a caballo, o era un Centauro.

1965

  —170→  


ArribaAbajoConfesión de un fiscal de Bizancio

ArribaAbajo En el otoño del setecientos
obtuve para mi tía Eufrasina Mitiklós
un nombramiento de cortesana.
Pues en aquellos días de la decadencia
sólo las cortesanas eran mujeres reverenciadas
en Bizancio.

Una vez obtenido el honor, pedí mi recompensa:
piezas de terciopelo rojo traídas de Turkestán,
ajorcas de diamantes para mi yegua preferida,
flores disecadas dos siglos atrás, cortinas del Bósforo,
candelabros comprados en Basora a cambio de centeno:
todo lo que me permitiera decorar mi casa,
y recibir en ella a Eufrasina Mitiklós, decorosamente.

Todo me fue negado por la impiedad de aquella harpía.
Ante el Gran Basileus me denunció por cohecho, soborno,
y crueldad contra los gatos favoritos del Emperador.
Juró puesta en cruz en el suelo que yo había envenenado
a la gata que dormía pegada al corazón de Constantino:
me perdió, me arrojó a las turbas, me pagó con hiel
todas mis dulzuras para ella.

Y fui condenado
a ser suspendido por el cuello en la torre más aguda
de la catedral de Bizancio. Utilizaron como cuerda de extinción
el largo terciopelo traído del Turkestán: y allá arriba quedé,
flotando entre las nubes como una bandera de combate;
los niños, abajo, en la plaza, palmoteaban creyéndome una roja cometa
que había sido izada para su deleite: aplaudían sin cesar,
y tuve así, en medio de la humillación, una errónea pero agradable
—171→
apoteosis. Salí de este mundo entre aclamaciones, y Eufrasina Mitiklós
quedó en definitiva vencida. Allá en la lejana torre de Bizancio
flotaba la banderola rodeada de golondrinas.

Nadie podrá decir que yo no haya tenido una bella muerte.

1968




ArribaAbajoEl hombre habla de sus vidas anteriores

ArribaAbajo Cuando yo era un pequeño pez,
cuando sólo conocía las aguas del hermoso mar,
y recordaba muy vagamente haber sido
un árbol de alcanfor en las riberas del Caroní,
yo era feliz.

Después, cuando mi destino me hizo
reaparecer encarnado en la lentitud de un leopardo,
viví unos claros años de vigor y de júbilo,
conocí los paisajes perfumados por la flor del abedul,
y era feliz.

Y todo el tiempo que fui
cabalgadura de un guerrero en Etiopía,
luego de haber sido el tierno bisabuelo de un albatros,
y de venir de muy lejos diciendo adiós a mi envoltura
de sierpe cascabel,
yo era feliz.

Mas sólo cuando un día
desperté gimoteando bajo la piel de un niño,
—172→
comencé a recordar con dolor los perdidos paisajes,
lloraba por aquellos perfumes de mi selva, y por el humo
de las maderas balsámicas del Indostán.
Y bajo la piel de humano
ya llevo tanto sufrido, y tanto, y tanto,
que sólo espero pasar, y disolverme de nuevo,
para reaparecer como un pequeño pez,
como un árbol en las riberas del Caroní,
como un leopardo que sube al abedul,
o como el antepasado de una arrogante ave,
o como el apacible dormitar de la serpiente junto al río,
o como esto o como lo otro, ¿o porqué no?,
como una cuerda de la guitarra donde alguien,
sea quien sea,
toca interminablemente una danza que alegra de igual modo
a la luna y al sol.

1969




ArribaAbajoJamás, con ese al final

ArribaAbajo Si tomas entre los dedos
la palabra amor,
y la contemplas de derecho a revés,
y de arriba a abajo,
verás que está hecha de algodón,
de niebla,
y de dulzura.

Si después aprisionas
la palabra música,
—173→
sentirás entre tus dedos
el crujir de una frágil
lámina de arena.

Si cae entre tus manos
la palabra jamás,
la terrible palabra
que pone punto final a la pasión
y al destino,
sentirás que está llena de infinito,
y que la serpiente inmóvil de la S
es un eslabón entre el fuego y la nieve,
entre el infierno y el cielo,
entre el amor y la música.

La palabra jamás con ese al final
no termina nunca;
rodea la tierra y salta luego,
perdiéndose en el océano
de las estrellas.




ArribaAbajoBodas de plata

ArribaAbajo Cuando se vuelve muda la carne clamorosa,
para ella nos queda la ternura.
Persiste el resplandor de aquel hermoso incendio
que fuera un día himno de deleite, ramo de música viviente.

Debajo de las pálidas cenizas
palpita todavía
el jubiloso cantar de aquella hoguera.
—174→
Los ojos escaparon a otros paraísos;
tocó en otras playas la barca del deseo,
pero en el centro del alma está incrustada
aquella música lejana, suave y tenaz como el perfume de la infancia.

Cuando se vuelve muda la carne clamorosa,
aletea gimiente en el más puro rincón de la existencia
el pájaro gris de la ternura.




ArribaAbajoFúnebre mariposa

ArribaAbajo Hay un país lejano con mariposas negras,
con mariposas enormes como un enigma, inagotables
en su extraño revolar silente sobre la cuna de los niños.
Allá a lo lejos, en el país perdido entre las rocas,
llaman a las mariposas con un nombre funeral: tataguas.
Se ve que estas negras mariposas vienen de las tumbas:
que traen mensajes en el idioma prohibido a nuestros oídos.
Ellas vuelan sobre las imágenes de los santos, se detienen
en la pequeña lámpara de aceite que pelea contra las sombras
y construye las sombras, con un mismo fulgor. Las mariposas
con su nombre espantoso, con sus grandes alas enlutadas,
gustan de oírse llamar tataguas, y a la música de este vocablo extraño,
detienen su revolar y quédanse extáticas, en el aire,
como asistiendo a la reencarnación familiar de los difuntos.

  —175→  


ArribaAbajoGuitarra

ArribaAbajo De niño fui llevado al corazón exacto de la India,
quiero decir, a un templo desconocido en el centro mismo de la India,
más lejos todavía de donde alcanza la memoria de los brahmanes,
allí donde los santuarios que no puede pisar el tocado de impureza,
custodiados por blancos cocodrilos, ceremoniosos leopardos, adolescentes ciegos.
Fui introducido furtivamente en el hogar cimero del dios:
protegido por el velo de interminables melodías, de fina llovizna de sonidos,
entre los pliegues del manto de un anciano venerado,
cuya santidad era comparable a la fuerza persuasiva de su magia.
Fui depositado a los pies del dios terrible, no como un desafío,
sino para ver de vencerle la cólera de su corazón,
pues todos sentían piedad de aquel dios poseído de un furor inacabable,
que iba devorando cada día un territorio más de su esperanza.
Y allí quedé, frente a frente de sus terribles ojos asombrados.
Pero el dios devorador de llamas, de claros pensamientos y de bosques,
aquel que se alimentaba con la sangre de sí mismo y quemaba en furor su alma,
vio perdida su fuerza y hubo de perdonar y darse a sí propia la paz,
porque durante todo el tiempo que estuve en el santuario,
tocaba en mi guitarra suaves melodías: aquellas
que le recordaban al dios su propio nacimiento.
Y es que
vuelto a vivir en el país de la infancia, también un dios descubre
la inagotable felicidad de colocarse de espaldas al destino.

  —176→  


ArribaAbajoUn árbol me recuerda tantas cosas...

ArribaAbajo El eucaliptus que canta en Santillana
reproduce textual un paisaje lejano:
la niebla memoriosa, la distancia, la mano,
funden sobre la tierra la noche y la mañana.

¿Qué hora será ahora en la linde pampeana?
¿O quién discierne aquí lo empinado y lo llano?
Todo es uno y lo opuesto, todo es nada y es vano:
la figura sin rostro y la sombra lejana.

Por eso da lo mismo la llanura o el soto,
nacer sobre los Andes o en la mar antillana:
aterirse en invierno o asfixiarse en verano:

todo es humo y ceniza. La vida, un sueño roto
donde un danzante ciego ciñe a la muerte ufana
orquídeas de los Andes y espliego castellano.

1961




ArribaAbajoJoseíto Juai toca su violín en el Versalles de Matanzas

ArribaAbajo Cuando el niño Joseíto Juai tocaba su violín en el patio de la casa,
el gallito malatobo, y el filipino, y el valenciano,
enarcaban sus cuellos y cantaban el quiquiriquí
de las grandes fiestas, creyendo que había llegado el mediodía.
—177→
Dale que dale el niño, en su éxtasis,
entraba y salía sin cansancio de las melodías,
con el paso ligero de un enanito vestido de rojo
que corretea por el bosque y tararea
cancioncillas de los tiempos de Shakespeare,
y hace jubilosas cabriolas en festejo del sol,
porque él vive tan sólo de lo luminoso y lo diáfano,
y ama más que nada la luz convocada por el violín de este niño.

Cuando Joseíto Juai tocaba su violín, allá en el Versalles de Matanzas,
las mariposas se detenían a escucharle,
y también las abejas, los solibios, los sinsontes clarineros,
el tomeguín comedido, y las palomas, ¡siempre las palomas!,
las albísimas y las grises, con ese cuello que tienen,
tan cuidosamente irisado por los pinceles de Giotto.

Cuando ese niño tocaba su violín,
la puesta de sol se hacía lenta, llena de parsimonia,
porque el Señor del Mediodía no aceptaba perderse ningún sonido,
y sólo se decidía a hundirse en la extensión del horizonte
cuando la madre tomaba de la mano al niño y le decía:
-«Ya está bien de estudiar, que va a enfriarte el relente de la tarde;
deja por hoy tu violín: mañana volveremos a vivir en el reino de la luz,
y volverá el gallito malatobo a cantar su quiquiriquí de gloria».




ArribaAbajoPavana para el Emperador

ArribaAbajo Napoleón tenía una manto lleno de abejitas de oro.
Cuando el dolor de lumbago acometía al Emperador,
Las viejas hechiceras de Córcega le aconsejaban:
-Polioni, vuelve el manto al revés, ponte las abejas en la piel.
—178→
Y las fieras abejitas picoreaban a lo largo del espinazo imperial;
Sin la menor reverencia clavaban sus aguijoncitos arriba y abajo,
Hasta que transfundían sus benévolos ácidos en la sangre del Corso,
Y el lumbago salía dando gritos, vencido por el vencedor de Austerlitz.

La risa reaparecía en el rostro imperial, y la corte se vestía de encarnado;
Napoleón, libre de penas, volvía al derecho el manto, el de las abejitas de oro,
Y tomando con la punta de los dedos los extremos del armiño,
Echábase a bailar una pavana por todos los salones de las Tullerías:
Tra-la-lá, tra-la-lá, bailaba y cantaba, y decía olé, y viva la vida, y olé.
Y en tanto bailaba de nuevo feliz el Señor del Mundo,
Las doradas abejitas de su manto, felices también, reían y cantaban,
Como rayos de sol en la cabeza de un niño.

1963




ArribaAbajoCharada para Lidia Cabrera

ArribaAbajo Uno caballo, dos mariposa, tres marinero,
mira el caballo, mira el marino,
mira la mariposa.
Va de blanco vestido el marino,
blanca es la pelliza del caballo,
ríe la mariposa blanca.
Tres marinero, dos mariposa, uno caballo,
sobre el blanco caballo vuela el marino,
sobre el marino va la mariposa,
dos mariposa, uno caballo, tres marinero,
mira el caballo a la mariposa,
mira el marino la blanca risa de su caballo,
la mariposa mira al marino, mira al caballo,
—179→
vuela el caballo, canta el marino
canción de cuna a la mariposa,
duerme el caballo y sueña con el marino,
duerme la mariposa y sueña que es el caballo,
duerme el marino y sueña ser mariposa,
uno caballo, dos mariposa, tres marinero,
tres mariposa, dos marinero, uno caballo,
uno marinero, uno caballo, uno mariposa.

1968




ArribaAbajoElegía risueña número 1

ArribaAbajo Una viuda muy viuda entra en una peluquería
y pide una copita de champán.
«Lo que tenemos, llegado del Japón,
es un espejo
donde aparecen vivos los maridos muertos».
«Bien, qué le vamos a hacer, tráigame el espejo.
Y mientras, que la orquesta vaya destrozando
el valsín de las flores de pedrito chaicoski.
Péineme a la japonesa,
póngame un traje de dogaresa veneciana,
y tráigame un gran abanico con paisajes amarillos:
vamos a averiguar lo que le ocurre al idiota de mi esposo
en las galerías de ultratumba».
«Luego, antes de irme, por favor,
que la gallina toque la ocarina,
que la gallina toque la ocarina,
que la gallina, que la ocarina,
señoras: buenas tardes; señoritas: adiós».

  —180→  


ArribaAbajoElegía risueña número 2

ArribaAbajo El sombrerito de Julia indicaba
que había muerto en el momento de salir.
El juez se frotaba las manos y decía:
-Bien, perfecto, no hay indicio de crimen:
llegaré a tiempo para el primer acto de Aída:
¡levanten el cadáver!-
Y cuando levantaron el cuerpo de la pobre Julia,
se vio que había sido asesinada,
asesinada con una crueldad tan minuciosa,
que sólo había quedado intacto
el racimito de uvas de madera
que adornaba pimpante su sombrerito azul.




ArribaAbajoEn la noche, camino de Siberia


I

ArribaAbajo Toda la noche
estuve soñando que paseaba en un largo trineo:
la música de fondo, desde luego, era ofrecida
por las Danzas Alemanas de Beethoven.

Los perros de inevitable pelaje grisáceo,
llenos de cascabeles y de correajes rojos,
ladraban tan armoniosamente, que la nieve,
por escucharlos, hacía más lenta su caída.

Íbamos hacia un punto secreto de Siberia;
un punto borrado del mapa, reservado
para guardar allí a los más odiados prisioneros.
—181→

Todo mi delito había consistido en recitar en voz alta a Mallarmé,
mientras el camarada Stalin leía monótonamente
su Informe anual al Partido: cuando él decía usina,
yo decía «Aparición»; cuando él hablaba del Este,
yo decía en voz muy alta: «¡esa noche Idumea, esa noche Idumea!».
Y en los momentos en que enumeraba tanques, cañones, y tractores,
yo decía: «Nevar blancos racimos de estrellas perfumadas».

Y de pronto el tirano puso a un lado sus papeles,
descolgó de la pared un corto látigo de seis colas,
y comenzó a golpearme en las piernas y en los brazos,
rítmicamente, mientras gritaba, (con entonación afinada, lo reconozco):
-«¡Toma poesía!, ¡toma decadencia!, ¡toma putrefacta Europa!».
Luego clavó sus ojos grisoverdes en Beria, y no dijo nada:
guiñole picarescamente el párpado izquierdo, pues ese era su lenguaje;
era su púdica clave de Señor de la Vida de todos para decir al otro:
«Mándamelo a Siberia hasta que yo te avise».

Y en el largo trineo íbamos rodando toda la noche,
al galope, azuzados por las Danzas Alemanas, llenos de gozo:
nos bebíamos el horizonte reposadamente, en sorbos paradisíacos,
como si hubiese sido una copita de Marie Brizard después de comer;
íbamos contentos, arrastrados por la música, no por los perros,
y a precipitarnos en un baile muy hermoso, no en una prisión. Nadie lloraba.
Tarareábamos a ritmo con los cascabeles, y dijérase que nos dirigíamos
en busca de Erika, de Catalina, de Alejandra Feodorovna para sumergirlas
en el río del vals, junto al pardo Danubio, un domingo por la tarde,
llenándoles el pelo de violetas.


II

Al despertar me dije: he de ir hoy mismo al psiquiatra,
este sueño me parece altamente complicado, y quizás sea hasta inmoral,
porque acaso anuncia que voy a deslizarme por las paredes del masoquismo.
—182→
Entré en el despacho del psiquiatra, a quien creía conocer,
pero era la primera vez en mi vida que lo veía. Me dijo impersonalmente:
«¿qué lo trae por aquí penado doce mil quinientos treinta y seis?».
Y al explicarle el sueño tan lleno de perros, de nieve, de danzas,
de latigazos, de cascabeles, de alegre temor de llegar al confín de Siberia,
me dijo de nuevo: «Ya estás curado, ya no tienes nada, penado
doce mil quinientos treinta y seis; llegaste a Siberia anoche,
sobre las doce y treinta y seis minutos: no has soñado nada: eres
prisionero y morirás en prisión. Soñaste lo que vivías. Ahora,
disponte para siempre a vivir como soñando de continuo que vas hacia allá,
que regresas en un largo trineo, arrastrado por perros de pelaje grisáceo,
corriendo jubilosos por la nieve, bajo el látigo incesante
de las Danzas Alemanas de Beethoven!».




ArribaAbajoPlegaria del padre agradecido

ArribaAbajo Gracias te doy, Señor de lo creado,
Porque has dado a mi hija una suave fealdad irremediable.
Gracias te doy, magnánimo padre de los cielos,
Porque sé que esta niña contará con talento y será virtuosa,
(Virtuosa como un beduino en medio del desierto), ¡alabado seas!
Entre los rasgos que definen su fealdad,
Ya adivino las borlas de sus infinitos doctorados:
Será una mujer, entregada a la ciencia, al número secreto,
Acaso a la obstetricia o el navegar celeste. ¡Aleluya, aleluya!

Cuando compruebo con ternura su fealdad,
Sueño con que un día sea nombrada Premio Nobel.
(Irá del brazo mío ante el rey de los suecos, quien nos dirá sonriendo:
«El premio de la virtud es recompensa suficiente para la mujer honesta»,
Y luego nos dará, por turno, a cada uno, un besito de hueso viejecito
En la puntita de la nariz. ¡Aleluya, cien veces aleluya!).
—183→
Tú has querido, Señor, que belleza y saber sean enemigos,
Tú das talento a la mujer más fea, y más cuanto más.
Venus, lo sé, era ignorante, torpe, bronca y pendenciera,
¡Pero era por eso tan bella como las constelaciones! ¡Aleluya!
Tu infinita pasión por la justicia, Señor de todo lo creado,
Te hace ordenar que nazca con todo hombre una balanza:
Si pones saber quitas hermosura, si agregas virtud robas simpatía,
¡Alabadísimo seas!

Gracias te doy, Señor, porque mi hija
Disertará oscuramente sobre Heráclito, leerá a Santo Tomás en chino,
Y en la alta noche, cuando su madre y yo durmamos sin cuidado,
Estará traduciendo obstinadamente a Platón, huyéndole al espejo, sumergida
En libros inmensos y en cálculos de setenta cifras a la memoria, ¡Aleluya, aleluya!
Nadie habrá de invitarla jamás al cinematógrafo, ¡bendito y alabado seas!,
Ni intentará ninguno averiguar la temperatura de sus muslos, ¡millones de alabanzas!
¡Qué dicha para un padre honrado la hija fea! Mientras los otros padres
Mecen entre sus brazos, llenos de cólera, niñitos aparecidos por sorpresa,
Niños que nadie esperaba y que nunca se aclarará cómo vinieron,
Mi esposa y yo estaremos tan felices: nuestra hija no parirá jamas, ¡aleluya, aleluya!
Nuestro sueño no será turbado nunca por el chillido gatuno de los niños.
Y en medio de la noche, cuando salen de puntilla de su casa
Hacia el refugio del amor las doncellas de rostro más hermoso,
Mi hija estará sumida en una profunda inquisición sobre Anaxágoras,
Sólo podrá romper el solemne silencio de la noche un grito de júbilo:
Será cuando ella compruebe que era exacto su cálculo
Sobre el número preciso de cabellos que adornan la cabeza de Gabriel,
el Arcángel perfecto de los números.

1960



  —184→  

ArribaAbajoPoemas de otro tiempo




ArribaAbajoCasandra

Para Alberto Baeza Flores




ArribaAbajo Tierra de los argivos sorda tierra de argivos
Caída encima de tus huesos volada por tus llamas
A las piedras perdidas a las nubes que agreden
Detenlas recobrándote baja bajo tu arma.

Que no hay entrañas ya que no hay entrañas
Ni un solo caballo recuerda el color de la hierba
Hay sólo un caballo que sabe dónde están las praderas
Los pueblos de cadáveres las florestas de fuego.

Ni uno solo guardián tiene recias sus piernas
Porque el sueño penetra los poros de las piedras
Es un augurio negro que llueve a los durmientes
Duermen las murallas duermen las entrañas duerme el viento.

Argivo resignado aferrado a su puerta
Que relinche que cante que solloce
Déjale estallar fuera de tus huesos y fuera
Árbol recorrido otra vez por los muertos.

Que no participe de tu sangre vencida
Un hijo un solo hijo reintegrará tu savia
Por su brazo la voz que hoy te mata y se muere
Por sus brazos las aves dadas a sacrificio.

Que las nubes golpean con sus manos se aferran
Los navíos perecen debajo de las nubes debajo
Devolverán de un golpe toda la ceniza
Pero tú no descorras el velo de tu piel.
—185→

Otra vez otra vez consérvala empuñada
Si tu alma se hunde déjala que se hunda
Ya regresará pero no si es combate perdido
Nunca más volverá si es muralla caída.

Salva intacto tu cuerpo tus piedras familiares
Que un anciano renace pero nunca un combate
Guarda tu brazo oculto entre las ruinas
Los hígados de pez las ovas palpitantes.

El polvo de las frutas la sequedad del viento
Las plumillas del ave clamando tus desdichas
Guarda guarde tu brazo debajo del incendio
Que las vírgenes dicen con sus labios de bronce.

Las aves abiertas de entrañas sombrías
Las brasas hablando debajo del fuego
Los truenos detenidos encima del templo
Guarda tu llanto guarda tu alarido.

No escuches que relincha que pide que solloza
Si tu casa vacía no parece un palacio
Arráncate los ojos para tener trofeos
Que los dioses no esperan no piden no sollozan.

Hace muchas noches que el sol no comparece
Que los gallos ignoran cuando el alba despierta
Un cielo revestido de estrellas escarlatas
Al pleno mediodía anuncia las desdichas.

Si una anciana se arranca todos sus cabellos
Si los clava en la puerta mayor de las murallas
Si con sus propios sueños abre su carne oscura
Si su garganta rasga mostrando nuevas lanzas.
—186→

Gritos que no sabe su boca dónde nacen
Tiende al cielo los ojos pon el oído en tierra
Una anciana es acaso la madre de los dioses
Baja bajo tus brazos que los cielos se hastían.

Dadme un plato profundo que recoja la furia
Extendido hacia ti por mi brazo te apresa
Vuelve tu rostro vuelve espaldas a la muerte
Argivo derrotado corazón ominoso.

Una muralla cruje demostrando que duele
Un caballo retumba se despeña descarga
Pon el oído en tierra para escuchar los golpes
Muere dentro de tu casa muere dentro muere.

Ya te has despertado vagando entre los muertos
Ofreciendo a los dioses tus ciudades peladas
La muestra de tus piedras la huesa de tus manos
Queda sólo tu brazo levantado hacia el templo.

Las doncellas tiradas desnudas al abismo
Degolladas de noche con la segur sagrada
Con su sangre rompiendo las murallas gimiendo
Procurarán tu nombre entre los vencedores.

Fiero argivo en combate nocturno a toda hora
Las diademas del templo se empañan con la muerte
Guarda tu furia guarda la espuma de tus hombros
Recoge las cenizas de tu hogar destruido.

El templo espera espera tu esperanza
Sus velos no se agitan temiendo adormecerte
Las brasas del santuario son ojos que te siguen
Vela tu rostro vela con cendales rasgados.
—187→

No concedas no aceptes no participes afuera con la muerte
Muere dentro de ti prisionero de ti muere dentro
Pon el oído en tierra para oír tu derrumbre
No consientas reír que eres lo sombrío.

Sólo las tinieblas expresan las entrañas
Dentro de ti te mueres o nunca más renaces
Déjalo que piafe que ofrezca que subyugue
Que ya no tienes piel ni osamenta ni sueños.

Yo me voy hacia dentro de mi cuerpo perdido
Cayendo hacia mi adentro para morirme a solas
Cerrando los oídos cerrando los cabellos silenciando
Volviéndome silencio por dentro del no estar.

Que ya me he ido siempre ya no me queda nada
Un alarido vuelve a decirte que adentro
Perece fiero argivo erguido ante un espejo
Baja tu brazo baja el alma de tu brazo.

Donde estaban los carros hay una luna roja
Adonde llegó lo más hondo que he visto
Que ya no estoy te digo que te vuelvas volverme
Tierra de los argivos sorda tierra de argivos.

1942

  —188→  


ArribaAbajoIfigenia en Áulide

ArribaAbajoEl viento, siempre el viento detenido
mas lejos que las naves presurosas;
todo el clamor se rinde perseguido
por implacables voces tenebrosas.

La sangre como un mar, como un gemido
comienza a incorporarse rumorosa;
la playa se traspasa a cielo conmovido
que albergara a una tropa silenciosa.

Y el cuerpo de Ifigenia entra la blanca
señal de aquella muerte que es más breve,
ya comienza a ascender, ya se levanta

sobre el prado sonoro de su nieve:
el viento, el viento eterno libertado canta
desatando en la corza el paso leve.

1940




ArribaAbajoSoneto a la rosa


Rises from the rose-ash
the ghost of the rose.

FRANCIS THOMPSOM                


Rose leaves, when the rose is dead...




SHELLEY                



ArribaAbajo Gravemente la frente da a la rosa
un universo mudo en que fulgura
la rosa oculta en la yaciente rosa
y la forma silente que inaugura.
—189→

Apenas con morir, voz silenciosa
eternizada en suave apoyatura,
alza la rosa músicas de rosa
para el cielo infinito que la apura.

¿Cómo, dolor, la osa vuelve a rosa
bajo el amargo esquema de la impura
rosa yaciente en apagada rosa?

¿Cómo habita la zona más oscura
para llegar al cielo y silenciosa
volcarse en música y volver se pura?

¡Oh dulce espejo de la eterna rosa!
Hacia la nada vas, y en la procura
del árbol de la nada -fija rosa-
la forma de tu ser se transfigura.

1940




ArribaAbajoPasión bajo el techo del mundo

...fantasma de esa calle...



ArribaAbajo Ventanas volcadas al socaire de las madreselvas:
mirad y mirad adentro: nadie respira sino es la voz
nadie respira sino es el filo de los ropajes grises
ni pasión ni retoño ni regreso ni guía
alba precisa hospedada en la carne de su hora
y las mansedumbres erguidas al dorso de las certezas.
Nadie.
Contubernio de luz y aristas agrias de perversos imanes
-pero todo es mentira: los altares lo saben, lo murmuran, lo gimen.
—190→
Callad de una vez.
Ni sangre. Escorzo trémulo en la arcada de los puentes
y una mano enclavada en el puerta de sus desvaríos
exalta los embozos de las ninfas enclaustradas!
Mas, no dejéis tan sólo al llanto urdir trenos a la virgen:
cuando el cielo no os pida cuenta de vuestro engaño
retornad las tormentas al borde de las vías
cuando amanezcan las claudicaciones ahorcadas en la pura mano del deseo
haced que cada paloma regrese a su carne violeta a su carne de carne.

1937




ArribaAbajoCiervo en la muerte

ArribaAbajo Posadas bajo el coro talladas temblorosas
Las pequeñas columnas de esperanzas oscuras.
Aquí a esta distancia celada en largo espacio,
A esta suma agitada,
Las alas convertidas en matriz de las huellas,
A esta certidumbre de telares eternos
Las estelas heridas en caídas miradas.
Aquí sombra enaltece muriendo alacremente
O en veloces anhelos de irrestañables horas,
Entre las fijas ramas del oro enlutecido
Gemida entre cenizas, espectros, mariposas,
Sólo las hierbas lanzan presencias ponderables
Detenida esa voz por garfios de lamentos
Erígense en el pecho desterrando latidos.
Sólo hierbas avanzan preclaras iluminaciones
Ciervo con las rotundas curvas de la luna enastadas
—191→
Apenas si adheridas a senos o rodelas,
Llamadas vorazmente a convertirse en reales,
Llamadas tenuemente al mundo que bautiza
Una devuelta tierra asida por el cuerpo.
Bajo nocturnas astas de musicales iras
Espesas complicaciones del horizonte bañan
Tranquilamente al Adán que palpita corazones,
Hundiéndose en la tierra inicia los conciertos,
Hundiéndose en los ocios del ciervo navegando por nociones de espumas
Aquí concurre.

Son del ensalmo oscuro, son del fugado cuerpo
Vigilado del mármol en que yacientes Apolos descubiertos
Alzan alegorías penetradas de ramos,
O extensión de la noche hasta su propia muerte,
Hasta el sueño sepulcro de la noche
Ciervo con las irrefragables mentiras de las hadas
Porque salvados sean los lúcidos sones de la noche,
Sobre inabarcable rosario que aligera esa angustia
De soles despreciados a que se entrega la noche,
Accediendo lumbreras de entre despojos grises,
Adhiriéndose al alma por los sellos del sueño
Solo el ciervo en la noche encima de la cima,
Como absoluta rama alojada en la imagen
De un milenario arbusto poblado de memorias,
Ciervo con las desterradas confusiones,
Ciervo con la total sangre fingida y levantada
En el sordo preludio de la muerte.

Desde la ardiente nube,
Desde el fino redoble de tambores celestes
Escalas escarlatas tapizan su venida,
Tapizan con la sangre los vuelos del cortejo,
Como sintiendo pasos por dentro de los huesos,
—192→
Como sintiendo pasos por donde nadie pasa,
Por donde sólo acampan la muerte y sus violines,
La muerte con sus pífanos, la muerte con la muerte.

Hojas del áureo ser,
Hojas dormidas bajo el pasado vuestro, ¡gemid!
Cuerpos de ardientes nubes,
¿Qué ciervos, lejanías, imágenes sagradas?
Cuerpo sonoramente libre y luminoso inunda soledades,
Como estatuas aladas que retornan al cielo.

1939