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ArribaAbajoPoemas invisibles (1991)

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Dedicatoria

A los poetas que llegan y seguirán llegando. A los muchachos y muchachas nacidos con pasión por la poesía en cualquier sitio de la plural geografía de Cuba, la de dentro de la Isla y la de fuera de ella.

El orgullo común por la poesía nuestra de antaño, escrita en o lejos de Cuba, se alimenta cada día, al menos en mí, por la poesía que hacen hoy -¡y seguirán haciendo mañana y siempre!- los que viven en Cuba como los que viven fuera de ella. Hay en ambas riberas jóvenes maravillosos. ¡Benditos sean! Nada puede secar el árbol de la poesía.

¡Gran pena es que ya no nos reconozcamos, que no sepamos nada los unos de los otros, siendo como somos hijos de un mismo espíritu, nacidos de aquel Padre Numinoso, arca sagrada de la poesía!

Estos poemas son para los pinos nuevos, para todos ellos. Digo con Borges: «No he recobrado tu cercanía, mi patria, pero ya tengo tus estrellas».

G. B.
1991

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Explico

Esta parva cosecha lleva el nombre de Poemas Invisibles porque adivino para los que la componen el mismo destino limbal que tuvieron sus hermanos. Estoy tan acostumbrado a la idea de que se escribe como para muchos pero se publica para muy hipotéticos lectores, que pensaba colocar al frente de esta recopilación el verso altanero y envidiado de Lope: me basta con que escuchen las estrellas.

Para no pulverizar la imagen de hombre modesto que cultivo, falsa como todas las imágenes engendradas por un antifaz, prefiero acogerlos a la desolación de las desolaciones lúcidas, que descubriera Wittgenstein al decir:

No hay enigma

Saber y creer que no hay Enigma, pero seguir, ¡desde tanto tiempo!, tejiendo y retejiendo las palabras como si hubiera enigma, es pelear con la Nada, pedalear en la Nada.

El vacío es también un hecho real, un no-vacío. En esa perplejidad nos encogemos de hombros, nos desentendemos de la trampa extraña (el planeta), y nos entretenemos con el juego de la Poesía en libertad. La Poesía, connubio del Enigma y de la Nada.

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ArribaAbajoA, ante, con, para, según, sobre Gastón Baquero

ArribaAbajo Todo un libro poblado de lugares,
de sombras, de figuras
tan vivas como nuestras,
caudal de las memorias
mágicas inventadas:
se abre en muchos momentos
con el pájaro serio y gris de la ternura.

Vuela la geografía dislocada;
vuela la historia, quédanse palabras
ya quietas en su estar de tantos años;
se viaja audaz el pensamiento
o nos trae un vivir primaveral
entre Goya y Velázquez -que no son
pintores sino calles de Madrid-,
y se salta de Bach, y se detiene
en Rilke habitante de la casa
en la esquina Cassette y Vaugirard
según nuestro recuerdo
de los parises y sus francesitos.

El don de colocar la geografía
en su lugar del corazón ausente-
el don (el donde) estar en cada verso
en su oportuno día conseguido
a través de kilómetros de ensueño;
de haber corrido cielos tan seguros
como éste de posar abiertas páginas
o a ése no sé qué de diamantino
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abrir de flor al lado de los nombres
y nos los deja, fijos,
en versos tan sutiles como luces
dispuestas a vivir entre los árboles.

Al son se mece el verso en su destino
de saberse alojado
por quien lo lee y lo conoce
por su palabra pensativa
y por dejar alas abiertas
en un río de letras amorosas.

Eugenio Florit Miami,
mayo de 1991

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ArribaAbajoEl viajero

J'ai batu si beaux châteaux que des ruines m'en sufissant.


JULES RENARD                



ArribaAbajo La Barcarola de «Los Cuentos de Hoffmann»:
solo ésta melodía quedó en la memoria del viajero
cuando echó a andar sin más finalidad que sacudirse
el tedio de estar vivo.

Luego de recorrido paso a paso
el gran bosque de ciervos que va de Alaska a Punta del Este,
con su bastón de fibra
y con el gran sombrero tejido a ciegas por indios
de dedos iluminados por rayos puros de luna bajo el río,
decidió concentrar su viaje sobre castillos y bellas estatuas,
y emprendió, así, la última etapa de su peregrinar,
que consistía, y consiste todavía, -porque el viajero
ni ha terminado de andar, ni conoce el cansancio o el sueño-
en ir y volver a pie, incesantemente,
desde Lisboa hasta Varsovia, y desde Varsovia hasta Lisboa,
silbando la Barcarola de «Los Cuentos de Hoffmann».

Si alguien le pregunta, él, sin dejar de andar, explica:
«Silbar en la oscuridad para vencer el miedo es lo que nos queda.
No creáis que me haya dejado, jamás, distraer por la apariencia
de la luz: desde pequeño supe que la luz no existe, que es
tan sólo uno de los disfraces de las tinieblas,
porque sólo hay tinieblas para el hombre. Silbo en la oscuridad
a ver si de alguna parte acude un perro a socorrerme:
el perro que la Virgen dejaba como guardián de su hijo
cuando ella se iba a su menester de cantante en el coro
de la sinagoga, para alabar a Abraham, a David, a Salomón,
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y a todos sus hieráticos parientes de barbas taheñas
y crótalos de marfil, y balidos de corderos sacrificados
cuando la luna se ofrece como arco para enviarle
saetas al corazón del Creador: inútil todo, inútil».

Y el viajero seguía murmurando para sí:
«Lleno de miedo pero abroquelado en el castillo
de escucharme silbar, compruebo todos los días
que es sólo noche cerrada e irrompible lo que nos rodea;
percibo el desdén de la Creación por nosotros, la orfandad del planeta
en la siniestra llanura del universo, la soledad
absoluta de este puntito de polvo que tan importante creemos,
pero que es apenas el sucio corpúsculo de mugre
que revuela en la habitación cuando el señorito
se mira al espejo, ciñe su corbata, y displicentemente
sacude con la punta de los dedos
ese poquito de polvo que no se sabe como ha llegado hasta allí,
ni qué hace en el medio de su impecable traje».

«Voy desde Lisboa hasta Varsovia,
me apiado otra vez
de la pavorosa soledad de
la tierra en el Cosmos,
acaricio su rostro para aliviarle, quizá, su eterna pena,
y vuelvo desde Varsovia hasta Lisboa, silbando
muy suavemente la Barcarola,
la Barcarola de «Los Cuentos de Hoffmann» del Tuerto de Offenbach,
una melodía, tan tonta e inútil
como el nacimiento de un niño, o como
el descender de un cadáver al castillo iluminado finalmente».

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ArribaAbajoCon Vallejo en París mientras llueve

ArribaAbajo Metido bajo un poema de Vallejo oigo pasar el trueno y la centella.
«Hay bochinche en el cielo», dice impasible el indio acorralado
en callejón de París. Furiosa el agua retumba sobre el techo
blindado del poema. Emprésteme Abraham, le digo, un paraguas, un cacho
de nube seca como el chuño enterrado en la nieve.
Estoy harto de no entender el mundo, de ser el pararrayos del sufrir, de la frente al talón.
Alguien tiene que tenderme una mano que sea como un túnel
por donde al final no haya cementerio. Dígame, Abraham,
cómo se las arregla para parir el poema que es ruana recia del indio,
y es al mismo tiempo hombreante poema panadero, padrote, semental poema.

Me cobijo, me enclaustro, me escabullo amigo Abraham en ese parapeto
de un poema suyo donde se puede aguaitar, arriba, el paso del hambre
que sale por el mundo a comerse gente carniprieta, a devorar
pobres y más pobres, requetecienmil pobres tiritando de hambre.
Oiga, Abraham, llamado César como un emperador de toga negra y corona
de espinas, ¿cómo se las arregla para tristear sus poemas, si nunca cesa
de llover miseria humana, y se nos tuercen todos los tacones
de los viejos zapatos, y el agua cala impiadosa los remiendos del poncho?
Y qué risa me da que use usted nombre de imperial romano. Usted
tendría que llamarse eternamente Abel o Adán, pero Abraham está bien:
la mamacita de usted le llamaba Abrancito y le decía: niño no piense tanto,
que en el pobre pensar no sirve para nada, pensar es sufrir más.

Oiga lo que le digo, Abraham:
tanta hambre paso en París que voy al Louvre a comerme el pan y los faisanes
de un bodegón holandés. Le arrebato a un hombre de Franz Hals un jarro
de cerveza y me harto de espuma. Salgo del museo limpiándome el hocico
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con el puño cerrado y digo ¿cuándo parará de llover en este mundo, cuándo
en el techo de los pobres no rebotarán más piedras, y lloverá maíz en vez de luto?
Y agarro el bastón de Chaplin, me subo el cuello de la chaqueta y salgo
en busca de un refugio, de un cobijo donde pasar lo que reste de llanto.
Me siento a caminar por la tristura y vengo aquí al providente amigo
a pedirle emprestado un jergón para echarme a dormir, déjeme
por un siglo no más un poema suyo, testicular semilla, antihambre poema,
antiodio poema vallejiano, déme un alarido sofocado por miedo al carcelero,
un alarido en quéchua o en mandinga, pero con techo y suelo donde echarse a morir,
digo, a dormir, me contradigo, me enrosco, me encuclillo, vuelvo a ser feto
en el vientre de mi madre; me arrebujo y oigo su rezongar andino sollozante:
a París le hace falta un Aconcagua, y voy a lloverle a Dios sobre su misma cara
el sufrimiento de todos los humanos.

Alguien dice carcasse
y yo digo esqueleto. Hasta de espaldas se ve que está llorando, pero empresta
el refugio piadoso que le pido, y me echo a morir, digo a dormir, acorazado
por el poema de Abraham, de César digo, quiero decir Vallejo.




ArribaAbajoHimno y escena del poeta en las calles de La Habana


ArribaAbajoLa frontera andaluza está en la Habana.
Cuando un poeta andaluz aparece en el puerto,
las calles se alborotan, y en las macetas
de todos los balcones
florecen de un golpe los geranios.
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El marzo de aquel año tuvo dos primaveras para la ciudad:
una se llama, como siempre, Perfección de la Luz,
y la otra se llama Federico,
Federico a solas,
Federico solo, deslumbrado
por el duende de luz de la calle habanera.

No se sabe quién toca, pero repiquetean guitarras
sobre un fondo de maracas movidas suavemente.
El aire,
es tan increíble como la dulzura de los rostros,
y el cielo
es tan puro como el papel azul en que escribían los árabes
sus prodigiosos poemas.

El poeta sale de paseo. Confunde las calles
de la ciudad marina con plazas sevillanas,
con rincones de Cádiz, con patios cordobeses,
con el run-run musical que brota de las piedras de Granada.

No sabe en dónde está. ¿Fue aquí donde nací? Esa casa
con reja en la ventana, ¿no es mi casa de siempre?
Y esas muchachas que vienen hacia mí,
enjaretadas del brazo y bulliciosas como las mocitas de Granada
cuando pasean la tarde por las alamedas para que reluzca,
¿no son las mismas que en los jardines árabes
deletreaban con las palmas de sus manos el compás
a las guitarras, y la altura del chorro irisado a la fuente?

¿En dónde estoy? No acierto a distinguir una luz de otra luz,
ni un cielo de otro cielo. Hay duendecillos burlones
yendo y viniendo por los aires de La Habana, y me preguntan
voces de embrujado: ¿pero es que no sabes
dónde estás, Federico, es que no sabes? Estás,
sencillamente, estás de visita en el Paraíso.
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¡Y qué rica la brisa que ahora sopla
enfriando el reverbero del sol! ¡Qué alegre el airecillo
que sale del mar, y se pasea, con un abanico blanco
y una larga bata de olán, una bata andaluza refrescando las calles
y embalsamándolas a su paso con el aroma del agua de kananga
y con la reminiscencia tenue de los jazmineros sevillanos!

Resuenan himnos callejeros: síncopas nacidas del ayuntarse
de una princesa del Benin con un caballerito de Jerez de la Frontera.
Resuenan en el alma del poeta enajenado por las calles habaneras,
himnos caídos del sol, cantados por espejos, por las piedras
de la ciudad antigua: himnos entonados a toda voz
por niños vendedores de frutas, acompañados
de guitarra tañidas por jóvenes etíopes con sombreros de jipijapa
y la camisa roja abierta hasta el ombligo: himnos alucinantes
columpiados en la calle habanera por el percutir de pequeños bongoses,
arrastran al poeta hacia el Cielo Mayor de la Poesía.


Escena

Junto al poeta pasa una niña negra que tararea:
«La hija de Don Juan Abba disen que quiere metedse a monja».
Él le lleva el compás diciendo: «En el convento chiquito,
de la calle de la Paloma». Y de las casas de vecindad,
colmenas de los pobres,
salen niños y más niños tarareando tonadas andaluzas. Y rodeando
en coro al poeta, bailan en medio de la calle: «Venga un tanguillo
pa este señó! ¡Zumba! ¡Dale que dale! ¡Venga un tanguillo en su honó!».
Y bailan con la música salida de sus pies y de sus manos, riéndose,
«¡Zumba que zumba y zumba! ¡Guasa, guasa Columbia! ¡Zumba!»,
riéndose siempre, como la cordillera de espumas en la orilla del mar.

¿Pero dónde, dónde estoy? ¿De dónde aprendió esta gente
a marcar ritmos así, a trenzar de ese modo las piernas, a mover
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la cintura con la exactitud de una melodía escrita y cien veces
enmendada por Manuel de Falla? ¿Será que estos no son sino
andaluces disfrazados de niños de azabache,
y nosotros
no somos sino esclavitos de ébano disfrazados de andaluces?
¿Qué misterio
es este de La Habana, que me parece otro Cádiz
traído por el aire en la alfombra de Merlín,
o una muchacha granadina peinándose muerta de risa
mientras los derviches danzan a la luz de la luna?

Alguien toca en el hombro al poeta y le dice:
-Venga usté conmigo pa que le echemos loj caracole.
-¿Qué es eso, pregunta, leerme el porvenir?
-Exactamente, amigo,
leerle el porvenir. Veo miedo en sus ojos, pero recuerde:
nadie puede huir de su destino. Todo está escrito,
y ni Changó ni Yemayá pueden borrarlo. ¿Es que le
tiene por un casual miedo a la muerte?

-Usté, doña Romelia, que es vidente, ¿qué le dice la figura de este hombre?
(Romelia se ajusta su chal de burato; debajo destella la chambra de olán).
-Primero, yo veo una paloma pura; y detrás un caballo que huye a galope.
-¡Y detrás?
(Romelia, angustiada, se vuelve a su hija Fragancia y le dice:
Fragancia, mijita, sírvenos café).
-¿Y detrás?
-Detrás de la paloma y del caballo hay un sombrero que se mueve,
y un perro que no deja de aullar, y un cuchillo que anda sólo.

-Y usted, doña Romelia, ¿querrá echarle loj caracole a este hombre?
-Dios me libre con Dios me favorezca! ¡El trisagio de Isaías! No:
no quiero ver lo que pueden decir loj caracole pa un hombre tan bueno.
¡Voy a taparme la cara con un pañuelito negro!
-Romelia, por tós loj santos, ¡invoque a las potencias!
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-Desde que entró en esta casa y descorrió la cortina,
vi el aché en su cara y la sombra que lo sigue.
¡Déjame darte un remedio pa alejarte del acecho,
pa que el ñeque no te alcance ni los demonios te puedan!

      -Ponte un collar de azabache
      y amárrate un cayajabo
      en la muñeca derecha.
      ¡Toca, Argimiro, toca
      el tambor de Yemayá!
      ¡Santígüenlo con la espuma
      de la cerveza de Ochún!
      ¡Toca por él Argimiro,
      toca hasta que se rompa
      el tambor de Yemayá!

El poeta, estremecido, miró a lo hondo de los ojos de la vidente: el silencio
levantó entre ellos un coro de conjuros y oraciones. La vidente,
transfigurada, ardiendo de ternura, pidió su guitarra, la templó, y dijo:

      Ya me cantaban de niña
      un romance que decía:
      de noche le mataron
      al caballero,
      la gala de Medina,
      la flor de Olmedo.
      ¡De noche le mataron
      al caballero!

      ¡Que venga a impedirlo Ochún
      con su espadita de acero!
      ¡Qué San Benito de Nursia,
      negrito como el carbón
      ponga sobre ti su mano!
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      ¡Con la flor de la albahaca,
      con el incienso quemado
      delante de Santa Bárbara,
      con un ramito de ruda,
      que los santos lucumíes
      te ofrezcan su protección!

      ¡No te fíes de la noche,
      que la noche es muy gitana,
      y al que le siguen de noche,
      muerto está por la mañana!

      ¡Que se seque el tamarindo
      antes de que pueda dañarte
      la pezuña del maligno!
      ¡Con rompe-saragüey
      y con amansa-guapo,
      con polvo de carey
      y humo de tabaco,
      con el Iremon
      y San Pascual Bailón,
      con el manajú, y
      con el ponasí,
      cada luna llena
      rezaré por ti!

      Federico, hijito mío,
      poeta mío, Federico,
      ¡no te vayas de La Habana!,
      ¡no te vayas, no te vayas!,
      ¡que al que le siguen de noche
      muerto está por la mañana,
      muerto está por la mañana!

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ArribaAbajoManuela Sáenz baila con Giuseppe Garibaldi el rigodón final de la existencia

Para Carlos Contramaestre y Salvador Garmendia





I

ArribaAbajo El mar ya estaba acostumbrado a adormecerse junto al puerto de Paita
con la cantinela armoniosa de aquella voz de mujer hecha seguramente
al mando y a la declaración impetuosa de sus pasiones.
Aquella voz
entraba en el mar con la autoridad de quien está acostumbrado
a dominar los cuerpos y las almas de los hombres, mujeres, caballos,
arcabuces, espadas.
Párrafos enteros de Plutarco
fascinaban desde aquel violoncello los entresijos del mar; y los peces de Paita,
familiarizados con páginas de Tácito y cartas de Bolívar,
iban y venían por el océano del Sur,
como van y vienen llenos de orgullo por su belleza
los leopardos de Kenia.

La mujer de voz de contralto
decía poemas, repetía proclamas y ardientes textos de amor
que le enviara un hombrecito endeble pero resistente a extinguirse,
un hombrecito fosforescente de quien ella había sido
la esposa y el marido, la emperatriz y la esclava.

Atónito el mar le escucha decir:
«Porque diciéndole en una ocasión Temístocles a Arístides que
la dote mayor de un general
era prevenir y antever los designios enemigos», respondíale Arístides:
«Bien es necesario esto, ¡oh Temístocles, pero lo esencial y loable
en quien manda es conservar puras las manos!».
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Y los ecos del mar
paseaban por el firmamento, desde el sillón de ruedas de la mujer de Paita,
palabras de Alejandro o repetían: «El sol, suspenso en mitad del cielo
aplaudirá esta pompa. ¡Oh sol, oh padre!». Y a veces,
el mar se quedaba ensimismado, porque Manuela, vistiendo por gran gala
su uniforme de Coronel de Ayacucho congregaba
con suave autoridad a los niños indios y negros y mulatos de Paita,
y acompañada a la quena por un ciego cantaba en voz de plata
un grave himno, el que escribiera un viejo amigo suyo,
un hombre como ella infortunado, golpeado, despreciado,
quien sin embargo
sacaba de su pecho y retumbaba más que Píndaro un discurso,
para cantar las Armas y las Letras de los siglos dichosos.


II

Una tarde ya casi anochecida callaron los conjuros sobre el mar.
Fue empujada suavemente la puerta, la del solitario vacío
de aquella alma de aleteante gaviota. Bellos ojos en llama,
carbunclos con el mirar de otro, del Bolívar de fiebre
la envolvieron, y el torbellino de la cabeza rubia
vistió de oro las entrañas de la anciana, colgando en los salones de su alma
recamadas cortinas, tapices con escenas de amor, vergeles de erotismo.
Diciendo un verso de Poliziano en su lengua nativa entro el Desconocido:
Mi nombre es Garibaldi, dijo, vengo a besar su mano, vengo a suplicarle
que me deje contemplarla desnuda, acariciar lo que Él adoró. Dante
nos ha enseñado a desposarnos con lo inalcanzable, con todo lo prohibido.
Voy a desnudarme, señora, para yacer junto a usted. Quiero que su cuerpo
pase al mío el calor de aquel Hombre, su furia infantil para hacer el amor,
su sed nunca saciada de poseerla a usted en cuerpo y alma y cubrirla de hijos.
La levanto, la arranco de esa silla de ruedas que es el trono
de la viuda misma de Dios, la paseo en mis brazos, la llevó hasta la mar,
la balanceo al compás de un rigodón. Sus senos vuelven a ser erectos
como espuelas que elevan hasta el cielo el frenesí del deseo.
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Voy a poseerla
como nunca hombre alguno poseyera a Thais o a Ninon. Solo le ruego,
Doña Manuela, Doña Manuelita, que piense usted en Bolívar mientras tanto,
que imagine hallarse entre sus brazos, sentirlo enloquecido por el fuego
que tiene usted encendido para siempre. Aquí estoy desnudo ante usted,
me llamo Giuseppe, Giuseppe Garibaldi, quiero ser para usted únicamente
el joven que bailaba como nadie el rigodón en las fiestas de Quito. El joven
que sólo aherrojado por los brazos de usted alcanzó a descubrir
el sabor y el perfume de la vida.




ArribaAbajoInvitación a Kenia

ArribaAbajo Bello leopardo de Kenia me visita.
Comedido y amable, como educado que fuera
por Alexandra David-Neel en persona, me saluda:
«Amigo, buenas noches, ¿por qué no has ido
a acompañarte de nosotros en los bosques de Kenia?
La luna, otra vez, accede a nuestro ruego de demorar allí
su paseo. Yo, personalmente, con lágrimas, pedí que repitiera
un alto en el periplo que lleva
cien mil siglos recorriendo. Ella,
con su extraña sonrisa de esfinge desconfiada,
me dijo: lo esperaré otra vez, pero si falta,
que no cuente conmigo a la hora de su muerte».

El bello leopardo de Kenia me insistía:
«Ven a los bosques libres, ven a la montaña
bruñida y tibia. Ven al lago secreto
donde sólo paseamos los leopardos
y algún cervatillo, y un águila remontada
entre las nubes.
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Ven a escuchar el silencio hechizante de la luna.
Te esperamos en Kenia, te esperamos,
para que quedes salvo de morir sin la bendición
de los cielos. Tú me llamas amigo, y lo soy:
por eso vengo otra vez a pedirte, para ti,
que no intentes viajar por el país de la muerte
de espaldas a la Reina del Leopardo, a la Esposa
de cuanto helecho fulge en los bosques de Kenia».




ArribaAbajoAproximación a Venus

(Para unas muchachas de Bances Candamo, al margen de un estudio de Pedro Penzol)




ArribaAbajo Belzeraida, Armelina y Bradamante,
hermosas como el saludo matinal de la oropéndola,
vestidas de nostalgia y de poesía, decidieron
pasar un breve tiempo -el otoño no más, sólo el otoño-
en las praderas reservadas en el planeta Venus
para los viajeros de excepcional belleza.

(Los aztecas rezaban su poesía coral, noche
tras noche en honor del planeta, predilecto entre todos los del cielo).

Ellas sabían que en Venus es una falta a los dioses
no ser arrebatadoramente hermosos. Allí en Venus
sólo llegan a nacer los niños una vez comprobado,
en el vientre de la madre,
que no perturbarán el equilibrio que sostiene
cristalinamente encendido al astro en su burbuja de diamante,
que es la Belleza.
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En Venus nos permiten asomarse a un balcón
a quien no posea un rostro perfecto, y una piel
tan tersa como el plumaje del colibrí, o como el canto
mañanero de la oropéndola.

(Los aztecas,
danzaban felices al entregar sus hijos al fulgor de Venus).

Belzeraida, Armelina y Bradamante,
entrelazadas como los versos de un poema,
fueron llevadas en volandas por el Sol en persona,
que delicadamente las hizo enflorecer en su jardín de Venus.
Y están allí, en el hogar que les era debido desde siempre
por su belleza, por su aterciopelada vestimenta
de nostalgia y poesía. El planeta,
festejó cumplidamente la llegada de hadas tan perfectas.

(Los aztecas tejíanle a Venus, con la sangre de sus príncipes más bellos,
túnicas de rubíes, diademas de himnos jubilosos).

Ahora, desde la tierra, podemos asomarnos de tiempo en tiempo
a contemplarle a Venus su recrecido fulgor. Y sentimos,
con un suave estremecimiento en la piel,
cómo vibra en el astro el alma de la música nacida
de la mirada azul de Belzeraida, de la
sensual sonrisa de Armelina, de
la promesa de amor de Bradamante.

1986

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ArribaAbajoOscar Wilde dicta en Montmartre a Toulouse-Lautrec la receta del cocktail bebido la noche antes en el salón de Sarah Bernhardt

(Según Roland Dargeles, en casa de Sarah bebieron esa noche un raro cocktail. Un hombre preguntó cómo se hacía. Y Sarah dijo: «Este es un secreto de Oscar. Oscar, ¿querría usted darle en privado la receta a mi dulce amigo el señor de Toulouse-Lautrec?»)



ArribaAbajo «Exprima usted entre el pulgar y el índice un pequeño limón verde
traído de Martinica. Tome el zumo de una piña
cultivada en Barbados por brujos mexicanos. Tome
dos o tres gotas de elixir de maracuyá, y media botella
de un ron fabricado en Guyana para la violenta sed
de nuestros marinos, nietos de Walter Raleigh.
Reúna todo esto en una jarra de plata, que colocará
por media hora ante un retrato de la Divina Sarah.
Luego procure que la mezcla sea removida
por un sirviente negro con ojos de color violeta.
Sólo entonces añadirá, discretamente,
dos gotas de licor seminal de un adolescente,
y otras dos de leche tibia de cabra de Surinam,
y dos o tres adarmes de elixir de ajonjolí,
que vosotros llamáis sésamo, y Haroum-Al-Raschid llama tajina.
Convenientemente refrescado todo eso,
ha de servirlo en pequeños vasos de madera
de caoba antillana, como nos lo sirviera anoche
la Divina Sarah. Y nada más, eso es todo: eso,
Señor de Toulouse, es tan simple
como bailar un cancán en las orillas del Sena».

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ArribaAbajoLuigia Polzelli mira de soslayo a su amante, y sonríe

ArribaAbajo El maestro Josef Haydn recogía sus últimos papeles. El archiduque,
el Teobaldo al que sus enemigos llaman El Giboso, mira
con la crueldad habitual de su sonrisa al sereno maestro.
Él era el príncipe y el otro era su esclavo. «Maestro Haydn,
le decía, prepárame para mañana una pequeña ópera
en la que haya un hombre feliz engañado por su esposa».

Josef Haydn apelaba a su conocida serenidad, y sin sonreír
hacía una reverencia. «Mañana la tendrá Vuestra Alteza. Ahora,
con la venia, debo retirarme. Mi esposa, la que Vuestra Señoría llama
Bellísima Luigia Polzelli, me espera detrás de esas cortinas».

El maestro Haydn salía por el largo corredor del Palacio,
llevando a su esposa férreamente cogida de la mano. Él sabía
que el Archiduque, el maldito Teobaldo de la Giba,
tenía su paraíso en mirar, nada más que en mirar. Haydn
tarareaba su Serenata para Cuerdas, y apretaba el paso:
sentía, sin verlas, las miradas del otro desnudando a su esposa.
Saltaba el Archiduque de cortina en cortina como un sapo
por el largo pasillo, y el maestro, de reojo, veía con amargura
cómo Luigia Polzelli, la amada de su alma, miraba de soslayo,
y sonreía apicaradamente, a ritmo
con el dorado insistir de la Serenata para Cuerdas de su esposo,
el maestro Josef Haydn, nada menos que eso: el Maestro Haydn.

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ArribaAbajoEpitafio para María Kodama

ArribaAbajoMe gusta que se llame
María Kodama
el invento póstumo de
Jorge Luis Borges.

María Kodama es
el nombre borjiano de la esposa
del Impertinente Maestro de Ceremonias
Kiro Kotsuké No-Suke,
llamado también Ochi Kotsuké No-Suki,
que era a su vez la verdadera
Madame Pechogris, novia
favorita de mi temido amigo
Yuko Mishima.
Mishima fue, como todos saben,
el pseudónimo oriental de
Jorge Luis Borges.

Jorge Luis Borges,
el jardinero japonés que un día,
desesperado de soledad,
engendró a María Kodama.




ArribaAbajoLa risa

ArribaAbajoSentados a los pies del profesor
preguntábamos: ¿y la eternidad?
Y el buen viejo nos miraba con enojo,
hasta que por fin decía, contemplándose las manos:
—216→
«La eternidad no ha sido definida, pues se necesita
una eternidad entera para que abarquemos
el concepto de eternidad. ¿Habéis comprendido?».
Y nosotros, sentados a los pies del profesor,
nos reíamos tanto, reíamos con tan poco cansancio,
que nos llevaba una eternidad consumir la risa
producida por la definición exacta de la eternidad.

1959




ArribaAbajoCanción para David Moreno

ArribaAbajoAlegre como perro de pobre,
Evangelina comía ciruelas;
comía ciruelas,
ciruelas.

Arrojaba los cuescos a lo alto
y ninguno volvía a la tierra.
Luego en los jardines de allá arriba
aparecían brillantes cestos de ciruelas,
verdes ramazones de ciruelas,
y después rojos puntos de ciruelas.

Inocente de ampliar las forestas del cielo,
Evangelina comía ciruelas y ciruelas;
arrojaba los cuescos a lo alto,
ninguno regresaba a la tierra,
pero ella no veía sus milagros.
—217→
Y corría por los valles del Mississippi,
alegre como perro de pobre,
mientras comía ciruelas
y ciruelas.

1959




ArribaAbajoLa luz del pan en Segovia

(Para Federico Muelas (†) a la manera de Gabriela Mistral en Tala)




ArribaAbajo Lleven otros la candela,
cuelguen otros el farol;
a mi me basta en la mesa
la luz que irradia este sol.

La hogaza sobre el mantel
alumbra todo el salón,
del pan salen resplandores
dorados como la miel.

Me voy camino adelante
llevando en la mano el pan;
se iluminan las callejas
y los rincones se encienden.
No hay tinieblas que este pan
no consiga deshacer.
—218→
La luz del pan en Segovia
es el candil de una estrella,
es el racimo dorado
de los versos de San Juan.

Es las cuerdas del laúd
que tocaba el Rey David
para que el santo bailara.
No enciendan velas ni pidan
antorchas para leer,
la luz del pan en Segovia
basta y sobre para ver.
Es la compaña del alma,
es el sendero del cielo.

Nadie me ofrezca otra luz,
que lo oscuro ya no puede
entorpecer mi camino:
la luz del pan en Segovia
es cuanto pido al destino.

1960




ArribaAbajoPequeña elegía por Rafael Marquina

ArribaAbajo Un libro de aforismos del Beato Ramón Lull;
un rincón silencioso en un parque olvidado;
un lector que de pronto levanta la mirada,
y la deja perderse detrás de las montañas,
más allá de los cielos,
—219→
en busca de una tierra distante,
y de otro lector cuyo libro resbaló de sus manos.

¡Ah mi amigo! Descansar es bueno: felicitado seas.
Pero soñar es mejor, y mejor todavía
es no poder ya dejar de soñar.

No leamos más, no meditemos,
que nada turbe el vuelo estéril de las golondrinas;
contemplemos el mundo, sonriamos,
y que la sonrisa nos baste hasta después de apagada la llama,
que alcen hogueras los que no han descubierto la melodía del silencio.

Me gustaría
tomar de Xenius la clarísima pluma
y dejarte palabras de epitafio, simples palabras,
donde se sepa que fuiste obrero del mejor edificio,
alarife callado de los arcos triunfales,
y que fuiste amigo... ¡qué cosa tan difícil
la amistad que resiste la cima y la llanura!

Pero todo es silencio en torno mío:
las nubes de Castilla van tan puras y altas,
que lo sonoro y lo claro,
el plectro de Fray Luis y la abeja de Ausias,
vuelan también hacia regiones
donde ya no penetra el pensamiento.

La muerte suena a Dios.
Y yo regreso a mi libro, al rincón silencioso:
ya he pensado por instantes en ti, y muy lejos
te he dicho adiós moviendo lentamente la mano,
con ese signo que parece avivar un pequeño fuego,
o avisar al que parte que quedamos aquí,
—220→
y que pronto iremos
a continuar en lo alto la plática amistosa,
la lectura de un poema,
y la delicada misión de darnos compañía los humanos.

1960




ArribaAbajoHimno al Doncel de Sigüenza

A Rosario Rexach




ArribaAbajo El que sabe eres tú,
lector de piedra.

Arder por dentro
con la llama del libro,
y fingir ser de piedra.

La lección que nos das
no la entendemos
sino cuando ya no es posible
aprovecharla: ¡pena de vida!

Nos invitas a ser
sordos y ciegos para el río
del bullicio exterior;
pero labra que labra el silencio
con el diamante cálido del libro.

Dejada atrás la guerra
y la aventura,
te reclinaste a leer públicamente
—221→
con el marmóreo desdén de las estatuas
a lo que el mundo piense, quiera, o diga.

Si Goethe te hubiese conocido,
algo muy bello habría recitado
en sus instantes de soledad:
pues serías para él, el modelo soñado,
Arder por dentro siendo
      helada piedra al exterior.

Dejándote tomar por ido y muerto
haces del libro la llave del Paraíso;
avisas desde tu fingida indiferencia
que piedra o epidermis, resignación o fiebre,
pueden ser igualmente motivos
para que la muerte se sienta acorralada.

1975





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ArribaAbajoOtros poemas invisibles (1992-1994)

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ArribaAbajoNureyev

ArribaAbajo Coriolano mi perro leyó en el Times
la muerte de Nureyev. Como lleva tanto tiempo
el bailarín viviendo con nosotros,
(un póster de su figura cubre una astilladura de cristal
en la puerta del baño) Coriolano se echó a llorar
desconsoladamente. Lloraba en silencio, hacia adentro
con el llanto de los perros bien educados, lloraba
sin gemidos ni suspiros. Para intentar calmarlo,
llené la casa de melodiosos bailetes. El lago de los cisnes,
la Valse de Ravel, las Sílfides. Todo era en vano:
Coriolano seguía con los ojos clavados, meditante,
en la figura del bailarín.
Recordé al fin
que tenía entre viejos papeles la receta universal
de Tyko Brahe para curar penas del corazón y sufrimientos del alma.
Hallé la receta por pura serendipity, y la desplegué
ante los lastimosos ojos de Coriolano.
—226→
¡Remedio santo! ¡Bálsamo de Fierabrás! ¡Parche de copal
para el dolor más fiero! Coriolano apartó sus ojos
de la danzante imagen, y pudimos aquel día,
como todos los días, salir en busca del sol,
de los niños felices, de la engañosa vida.




ArribaAbajoAlborada

ArribaAbajo Despiertas atónito de despertar.
Pasó de largo un día más la muerte,
¿sigue viva la vida?
Mira: todo está bien: el universo en orden, ya salió el sol,
caliente por la piel y helado por el alma,
pero es el sol, el enemigo de la oscuridad
y del pensar lo triste;
el sol está de parte de la vida, como dada
a la muerte apareció la luna.

Echa a andar otra vez su cansado teatro la mañana:
el gallo jactancioso, el panadero, la madre
infatigable colándonos café. En fin,
los trastos del maquillaje cotidiano
para entrar en la escena del buenos días,
qué tal está usted, cómo le van las cosas.
Nada. No tiembles. Todo va bien. Tenemos
un día más de vacaciones fuera
del cementerio. ¡Viva, viva la vida!
A ver: vamos a ver: los zapatos, el pantalón,
la camisa, el reloj con el tiempo aprisionado.
Nada. La mañana pregona que no existe la nada.
—227→
Sal con el pie derecho a saborear el día.
¡Vive y nada más! Este día es tan bello,
que nos olvidamos de que tenemos huesos.




ArribaAbajoTristeza

ArribaAbajo Oyes decir que eres triste y te miras
el zapato deslustrado, saltado el botón
de la camisa, el plato de sopa
lleno de amargura.

Te extraña aparecer en el espejo
porque te sabes muerto. ¿Eres el tú
de ayer, el de mañana, el que nunca
fue, el sin destino?

Córtate el amarrado sufrimiento,
pásate la mano por la frente,
hazle una mueca al muerto del espejo.

Mira: en la ventana está
vestida de rojo, sonreída,
la paloma de todos los días. Te mira
fijamente, llena de compasión,
y te dice:
«ponle en el pico al sinsonte otro granito de anís».

  —228→  


ArribaAbajoLa luciérnaga

Para José Alfredo Pérez Alencar, hijo



ArribaAbajoUn haiku de Matsuo Bashó, el haiyin de los haiyines,
canta:
«Perseguida la luciérnaga / se esconde en la luna».
Cierto, le digo al poeta del laúd de nácar, desde niño
descubrí sujetando las alas de la esmeralda en vuelo,
lo que llamáis luciérnaga posada en la camelia, y nosotros
llamamos cocuyo engarzado a la ceiba, y también falena,
que existe un lazo de amor entre
la fosforecente luna y el refulgente cocuyo.
Conocí para no olvidarlo jamás ese lazo de amor
entre el astro y el insecto, porque
la luna me hablaba desde el cielo, y decía:
«deja en paz la luciérnaga: me hace falta
esta noche para alumbrar mi fiesta
de todos los otoños».
Obedecía el niño
como siempre a la luna. En la ventana principal
del cielo aparecía feliz la tímida luciérnaga.
Miraba sonriente al niño, y con suavidad
movía sus alas. Quería enviar desde
el reino esmeralda de sus ojos, un signo de
gratitud, un himno de esperanza.

  —229→  


ArribaAbajoEl río

A José Olivio Jiménez




ArribaAbajo Viví sesenta años a la orilla de un río
que solo era visible para los nacidos allí.
Las gentes que pasaban hacia la feria del oeste,
nos miraban con asombro, porque no comprendían
de dónde sacábamos la humedad de las ropas
y aquellos peces de color de naranja,
que de continuo extraíamos del agua invisible para ellos.

Un día alguien se hundió en el río, y no reapareció.
Los transeúntes, interrumpiendo su viaje hacia la feria,
preguntaban por dónde se había ido, cuándo volvería,
qué misterio era aquel de los peces de color de fuego amarillo.
Los nacidos allí guardábamos silencio. Sonreíamos tenuamente,
pero ni una palabra se nos escapaba, ni un signo dábamos en prenda.
Porque el silencio es el lenguaje de nuestra tribu,
y no queríamos perder el río invisible, a cuya orilla,
eramos dueños del mundo y maestros del misterio.




ArribaAbajoCanto de Carolyn

ArribaAbajo Me desperté domingo esa mañana aunque era jueves,
porque los jueves viene a visitarme
la Señorita Carolyn Plowright, de origen desconocido;
trae entre los brazos tulipanes blancos. Y la boca,
llena de canciones.
—230→

Nunca he sabido
si viene de Madagascar o de la Isla de la Reunión;
no me hace falta saberlo.
Muda de nacimiento,
nos lo decimos todo con el idioma de la mirada. Los ojos,
hablan en amor, no en turquestaní, no en rumano, no en japonés.

Abro para ella
una botella de champagne. Se moja apenas los labios. Le basta
para embriagarse. Cuando la dulce Carolyn Plowright
se embriaga, baila una violenta danza. De su tierra
posiblemente: no sé cuál es su tierra. No necesito
saberlo. Mueve su gran abanico de plumas de garza escarlata,
y la habitación se transforma en un suntuoso navío.

Viajamos sin movernos
ella y yo, Carolyn Plowright y su feliz esclavo, viajamos
hasta fuera del mundo. Constelaciones desconocidas
nos rodean, paisajes coloreados, canto coral de insólitas aves,
y extraños angeles trasvestidos de mariposas ríen estruendosamente.

Cuando
Carolyn Plowright cierra su abanico, descendemos.
Consumido ya el jueves vestido de domingo, me echo a dormir;
duermo hasta el próximo jueves al amanecer, cuando
me despertaré domingo siendo jueves, porque ella, Carolyn Plowright,
volverá a entrar por la ventana, con
su fastuoso abanico de plumas de garza, y
traerá los blancos tulipanes pegados a su pecho.
Traerá además las canciones,
las nunca antes oídas canciones de sus islas.