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Poesía religiosa en el México colonial e independiente

León Guillermo Gutiérrez





«La poesía religiosa liga dos veces al hombre: lo liga a la semántica de Dios y a la retórica del poema».


R. Ramos                


En este trabajo se ofrece una imagen panorámica del ejercicio de la poesía religiosa, así como de la práctica del catolicismo en el México colonial e independiente. Más que ser un estudio exhaustivo, se pasa revista a las diferentes etapas del cultivo de la poesía religiosa desde el siglo XVI al XX, así como a sus circunstancias históricas. En este caso entendemos como poesía religiosa, en los diferentes periodos, aquella en que el trasunto principal es la manifestación de fe, devoción y militancia católica, que si bien en su mayoría es cristocéntrica, también encontramos en abundancia la dedicada a la Virgen en sus diferentes advocaciones, ocupando un primerísimo plano la Inmaculada Concepción y la Guadalupana, y en menor grado la veneración de santos. Es difícil en un ensayo de esta naturaleza detallar los rasgos distintivos particulares, por lo que sólo de forma general nos referiremos a las características de cada época.

La religión, en cualquiera de sus manifestaciones, ya sea primitiva o de elaborada complejidad, se refiere al sistema de comunicación que el hombre ha creado entre él y las divinidades. Se puede afirmar que la religión es inherente a la humanidad como parte de su evolución. En todas las civilizaciones se han encontrado vestigios relacionados con algún culto. Uno de los medios que el hombre ha utilizado para expresar esta relación es el arte, pero quizás la forma más directa y eficaz ha sido sin duda el lenguaje. Recordemos que en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la Palabra es creadora y reveladora. La palabra es la propia vida; es acto fundador (Tornero: 14). En la poesía, la religión ha encontrado su casa natural. Para Octavio Paz, poesía y religión brotan de la misma fuente.

La poesía religiosa testimonia la relación hombre-Dios, ya sea de forma celebratoria, de oración, de plegaria, de alabanza, etc. Ha sido común identificar a la poesía religiosa con la poesía mística. Marcelino Menéndez y Pelayo, en su discurso de ingreso a la Academia, al hablar de poesía mística apuntaba que ésta había que «distinguirla de los varios géneros de poesía sagrada, devota, ascética y moral, con que el uso vulgar se la confunde, pero que en este santuario del habla castellana justo es deslindar cuidadosamente. Poesía mística no es sinónimo de poesía cristiana» (7).

En este trabajo, para ambos casos (la mística y la religiosa), nos referiremos a la poesía cristiana católica, por lo que es necesario deslindar la poesía mística de la poesía religiosa. El místico llega a la perfección del alma en tres etapas: a) vía purgativa, en la que se libera del pecado por la penitencia y la mortificación; b) vía iluminativa, a través del ejercicio de la oración y la meditación; y c) vía unitiva, por medio del éxtasis contemplativo y continuo de Dios; pero antes de alcanzar esta comunión, el tránsito provoca angustia, dolor, sufrimiento, y el paso de una vía a otra se realiza mediante las crisis que san Juan de la Cruz llamó «purificación pasiva del espíritu». Y es que para los místicos la dicha eterna sólo se consigue en el acto mismo de fundirse en el otro, en el acto de amor supremo. Los místicos se funden en Dios, como el (la) amante en su amado(a) para alcanzar la inmortalidad (Tornero: 19). La poesía mística es la descripción de la relación de la vía unitiva con Dios, en que el poeta se lanza a la aventura de comunicar una experiencia espiritual literalmente inenarrable, su encuentro con el infinito.

En cuanto a la poesía religiosa en México, el periodo colonial es el momento de mayor fecundidad, caso no extraño debido a la prominencia de la Iglesia católica como la máxima autoridad reguladora de la vida pública y privada de hombres y mujeres. Mientras que en España llega a la cima la poesía mística con santa Teresa y san Juan de la Cruz, en la Nueva España se ejercita una abundante poesía religiosa. Destacan los nombres, entre otros, de Francisco de Terrazas (1525?-1600?), quien se supone es el primer poeta nacido en tierras mexicanas; Hernán González de Eslava (1534-1601?), quien acuñó la frase: «[...] hay más poetas que estiércol», ya que según Bernardo de Balbuena, autor de Grandeza mexicana (1604), a finales del siglo XVI había en México más de 300 poetas. Hay que recordar que la primera imprenta en México se inauguró en 1539; se produjeron 15,000 impresos coloniales, de los cuales 200 corresponden al siglo XVI. Prosigo con la lista: Pedro de Trejo (1534-1575), Pedro de Hortigosa (1547-1626), Fernando de Córdova y Bocanegra (1565-1589), quien por influencia de las lecturas de santa Teresa pretendió que su madre y su hermana instituyeran un convento teresiano (Baz: 53); Luis de Carvajal «el mozo» (1565-1596), joven judío cuyo proceso ante el Santo Oficio fue el más espectacular, y quien escribió una verdadera y asombrosa poesía de exaltado y auténtico fervor; fray Miguel de Guevara (1585-1646), autor del célebre poema «No me mueve, mi Dios» (atribuido a san Francisco Javier, a santa Teresa y a san Ignacio); Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659), Guillén de Lámport (1615-1659), Luis de Sandoval Zapata (1620-1671), quien para Octavio Paz, además de representar mejor que nadie el apogeo del arte barroco, cada uno de los catorce versos del soneto dedicado a la Virgen de Guadalupe contiene una imagen memorable; Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700), autor del famoso Triunfo parténico; sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695), en quien la poesía colonial hispanoamericana alcanza su cúspide, y el padre Diego José Abad (1727-1779)1.

Un ejemplo del ejercicio poético en el siglo XVI lo encontramos en el «Villancico al nacimiento de Cristo», de Pedro de Trejo:



«Virgen de Virgen nacido,
Ella pura y puro Vos:
Hombre y Dios por ella sido,
que antes era sólo Dios.

Ordenó la Trinidad
y Una Esencia poderosa
de juntar su calidad
con una Virgen graciosa:
en Dios ni Ella no hubo cosa
más de quererlo los dos.
Hombre y Dios por Ella sido,
Que antes era sólo Dios!».


En el poema de versos de arte menor, vemos una muestra del cultivo del villancico que tuvo gran aceptación popular y que, más que ofrecer profundidad, apela a la retórica de la rima de fácil memorización. Estos tipos de poemas comparten la estructura poética consistente en estrofas cortas y versos breves. Sencillez y economía de lenguaje. En el mismo se representan las figuras que van a dominar en la poesía religiosa colonial, Dios, Jesucristo y la Virgen.

Pero no todo fue retórica, así lo demuestra el memorable soneto de fray Miguel de Guevara, «No me mueve, mi Dios»:



«No me mueve, mi Dios, para quererte,
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, en tal manera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No tienes que me dar porque te quiera;
porque aunque cuanto espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera».


La copiosa producción de poesía religiosa obedeció, entre otras cosas, a los abundantes certámenes organizados por la Universidad, el Cabildo o las congregaciones religiosas. Algunos de estos concursos se realizaron para festejar la canonización de san Juan de la Cruz, san Francisco Borja y san Pedro Nolasco, así como para conmemorar la llegada de las reliquias enviadas por el papa Gregorio XIII y otros en honor de la Inmaculada Concepción y del Santísimo Sacramento. Todo esto da lugar a que se practique el soneto, el villancico, los autos, las décimas, las loas, etc. Pero también van cambiando las costumbres y cada siglo trae consigo su propio distintivo, así dice Raymundo Ramos:

«Durante el XVII mexicano se amplía la temática del culto; ya no sólo es Dios sino la Virgen María (el misterio de la inmaculada concepción) los santos, las palmas del martirio y en especial las advocaciones guadalupanas [...] así como dedicaciones de iglesias y versos reverenciales a dignidades de la jerarquía eclesiástica. Extensiones que pierden en profundidad y ganan en retórica, pero que se alejan sensiblemente del diálogo con lo sacro».


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Como ejemplo de la temática más usual en este campo veamos algunos de los títulos de los poemas más representativos: «Villancico de Adán y Eva», «Villancico eucarístico», «Villancico al nacimiento de Cristo», «Triunfo de los santos», «Canción al amor divino», «Los nombres de María», «Al santísimo nombre de Jesús», «Octavas a la Inmaculada», «La sombra de María», «Salve a San Felipe de Jesús», «La cruz de Tepic», «A la Virgen de Guadalupe», etc. La Virgen de Guadalupe se convierte en figura de capital importancia. Para Octavio Paz, su imagen, al mismo tiempo que encarna la reconciliación de las dos mitades adversarias, expresa la originalidad de la naciente nacionalidad. México, por obra de la Virgen, se reclama heredero de dos tradiciones. Casi todos los poetas dedican poemas a su alabanza. Una extraña variedad de barroco -que no será excesivo llamar «guadalupano»- se convierte en el estilo por excelencia de la Nueva España (1971: 16). El poema al que hace referencia Paz lleva por título «A la transubstanciación admirable de las Rosas en la peregrina Imagen de N. Sra. de Guadalupe», cuyos versos son:



«El astro de los Pájaros expira,
aquella alada eternidad del viento,
y entre la exhalación del monumento
víctima arde olorosa de la Pira.

En grande hoy metamorfosis se admira
mortaja, a cada flor más lucimiento:
vive en el Lienzo racional aliento
el ámbar vegetable que respira.

Retratan a María sus colores;
corre, cuando la luz del Sol las hiere,
de aquestas sombras envidioso el día.

Más dichosas que el Fénix morís, Flores:
que él, para nacer pluma, polvo muere;
pero vosotras, para ser María».


En el siglo XVIII decrece sustantivamente el ejercicio de la poesía religiosa, pues será un siglo dominado por el cultivo de la historia y el humanismo, donde los jesuitas van a ocupar un primerísimo lugar. También se comienza a crear una auténtica cultura mexicana. De este periodo señala Gabriel Zaid:

«Del siglo XVI al XVIII, hubo una extraordinaria creatividad de la cultura católica, en casi todas sus formas: hasta en el desarrollo científico. Desde Sor Juana y Carlos Sigüenza y Góngora hasta Clavijero, Abad, Alegre, Guevara, Gamarra, hubo entre los religiosos mexicanos una rara integración de fe y modernidad, afirmación nativa y universalidad, amor a la poesía, amor a la ciencia. Paralelamente, se creaban devociones, tradiciones, artes populares y hasta recetas de cocina y formas coloquiales, que se volvieron rasgos de nuestra identidad».


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El año 1767 es un parteaguas en la historia de México con la expulsión de los jesuitas por decreto de Carlos III. Por un lado, se detuvo la impartición de una elevada educación para las clases acomodadas y, por otro, se dio fin a la dirección moral establecida por ellos. Para Zaid: «De la expulsión de los jesuitas (1767) al triunfo de Juárez (1867), hay un siglo de exterminio de la cultura católica» (61).

Del último tercio del siglo XVIII en adelante, los acontecimientos de toda índole se van a suceder de una manera precipitada y vertiginosa, mas no es cierto que haya un «exterminio de la cultura católica». Baste recordar que son los mismos curas quienes encabezaron el movimiento independentista y que los estandartes que llamaban a la lucha tenían el emblema de la Virgen de Guadalupe, convirtiéndose en la bandera de los insurgentes. Por su parte, Morelos en su insignia utiliza las siglas «VVM» que significa «Viva la Virgen María». El Ejército Trigarante en cada una de las tres franjas diagonales inscribe además de una estrella, las palabras «Religión, Independencia y Unión». Iturbide manda confeccionar una bandera en que el color blanco simboliza la pureza de la religión, el verde el movimiento insurgente y el rojo la participación española. Tampoco hay que olvidar que nuestra primera Constitución de 1824 estableció como única la religión católica. Por lo que podemos decir que el acta de independencia de 1821 constató el nacimiento de un país católico.

Pero también el nuevo siglo traería sus propias venturas y desventuras. El siglo XIX está marcado por la interminable lucha entre liberales y conservadores. Son tres los sucesos de mayor relevancia: la Guerra de Reforma, la Intervención francesa y, hacia finales del siglo, el inicio de la larga dictadura porfirista. En 1824, con el advenimiento de la república, el ejército y la Iglesia se convierten en las clases privilegiadas. Desde los albores de la nueva centuria se vive una vida de mayor laicidad creando tipos que José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827) retrata de manera espléndida en El Periquillo Sarniento (1816, 1830-1831). En la literatura se cultiva la novela, la poesía, el cuento, el teatro, la crónica, la historia y la crítica literaria. Proliferan las revistas, gacetas y periódicos. La poesía toma nuevos rumbos, primero a la manera del neoclasicismo, para después tomar fuerza el romanticismo, el cual es sustituido por el modernismo. De esta manera la poesía religiosa pasa de ser prolija a escasa. Los escritores ahora buscan nuevos caminos, unos abogan por el nacionalismo, otros buscan la historia, otros encuentran el paisaje, el subjetivismo, los valores patrios, el gusto por lo popular, la melancolía, pero siempre adoptan los modelos españoles y franceses.

La vida religiosa tomó un vuelco inesperado. El lugar de privilegio de la Iglesia se derrumbó de manera abrupta con la promulgación de las Leyes de Reforma. En 1855 se expidió la Ley Juárez que suprimió los tribunales militares y eclesiásticos y abolió los fueros de los representantes de ambas instituciones. Comonfort en 1856 expidió la Ley Lerdo, que desamortizaba los bienes del clero en todo el país, estableció el Registro Civil y disolvió la comunidad franciscana. La Constitución de 1857 reservó al gobierno la autoridad sobre actos de culto externo. En 1857 la Ley Iglesias regulaba los aranceles parroquiales para el cobro de derechos. Finalmente, el 4 de mayo de 1858, Juárez promulgó las Leyes de Reforma, redactadas por Melchor Ocampo y Miguel Lerdo de Tejada; Ley de Nacionalización de los Bienes Eclesiásticos; Ley de Matrimonio Civil; Ley sobre Libertad de Cultos; así como los decretos que cancelaron la intervención del clero en los cementerios y camposantos. Se secularizaron los hospitales y establecimientos de beneficencia y se extinguieron las comunidades religiosas. Sebastián Lerdo de Tejada, en 1873, incorporó a la Constitución las Leyes de Reforma, expulsó a los jesuitas, a las monjas vicentinas y a los religiosos extranjeros que habían vuelto al país al amparo de la Constitución.

La conmoción política y social que se vivió en México en el siglo XIX no obstaculizó que los poetas incursionaran en la poesía religiosa. Una cosa muy diferente era el reordenamiento político de los poderes institucionales y otra la vida privada y la profesión de fe individual. En medio de estas leyes reformistas aparecieron revistas que impulsaron la producción de poemas con temática religiosa. Una de éstas fue La Cruz, que llevaba como subtítulo la explicación de ser un «periódico exclusivamente religioso establecido ex profeso para difundir doctrinas ortodoxas y vindicarlas de los errores dominantes». La revista, impresa en los Talleres de J. M. Andrade y F. Escalante, se publicó de noviembre de 1855 a julio de 1858, y en sus cuatro años de vida llegó a los 144 números. Entre las diversas secciones destaca la de literatura, en la que se publicaron poesías religiosas de José J. Pesado, Manuel Carpio, Alejandro Arango y Escandón, José Selgas y Carrasco, Juan Valle y José Roa Bárcena.

Hubo poetas que ejercieron de manera única la poesía religiosa, pero en su gran mayoría todos escribieron versos en que hacían patente su fervor y filiación católica. La lista no es tan escasa, tenemos entre otros, los nombres de: José Manuel Sartorio (1746-1829), fray Manuel Martínez de Navarrete (1768-1809), Manuel Carpio (17911860), José Joaquín Pesado (1801-1861), José Sebastián Segura (18171889), Alejandro Arango y Escandón (1821-1883), Joaquín Arcadio Pagaza (1839-1918), Ignacio Montes de Oca (1840-1921), Manuel José Othón (1858-1906), Francisco González León (1862-1945), Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895), de quien escribe Justo Sierra en el prólogo al libro Poesías de 1896:

«Yo creo que iba a ser el gran poeta religioso de la aurora del siglo latinoamericano; digo religioso y quiero decir cristiano; no, cierto, un cristiano a la manera de los Pesados y los Carpios, ni a semejanza de nuestro pindárico Prieto que es más bien deísta que cristiano y que adora en Cristo al pueblo divinizado, sino un cristiano sereno y delicado, profundamente piadoso al sentirse en contacto con la miseria y el dolor social y con la duda y la desesperanza individual, un cristiano sin secta».


(Ramos 2003: 25)                


También escribieron poemas religiosos Ignacio Rodríguez Galván (1816-1842), Guillermo Prieto (1818-1897), quien en el epígrafe al soneto «A la Virgen de Guadalupe» dice: «[...] en la intervención francesa, pidiendo / por la causa liberal y contra los obispos»; Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893), quien escribe el fervoroso y conmovedor poema «Al Divino Redentor»; Justo Sierra (1848-1912), Juan de Dios Peza (18521910), Laura Méndez de Cuenca (1853-1928), Jesús E. Valenzuela (1856-1911), Luis G. Urbina (1864-1934) y Balbino Dávalos (18661951). Transitaron entre el siglo XIX y el XX Amado Nervo (1870-1919) y el gran poeta de la lírica religiosa, el jalisciense Alfredo R. Placencia (1875-1930)2. A Ramón López Velarde, aunque nacido en 1888, lo consideramos del siglo XX.

Ahora bien, aun cuando la poesía religiosa del siglo XIX difiere de la escrita en el periodo colonial, encontramos que la decimonónica tiene el gran mérito de la autenticidad. Esta poesía se hace alejada de la obligatoriedad dictada por las autoridades eclesiásticas, tampoco están de por medio los concursos convocados por el poder civil y el clerical, menos aún escriben bajo la lupa de la censura inquisitoria. La poesía producida a lo largo del siglo tiene el carácter de oración piadosa, de alabanza, de diálogo y confesión, de sumisión a los altos designios de Dios, de fervor guadalupano, pero sobre todo, de sublime ofrenda y devoción a Cristo Jesús como único Dios todopoderoso. Un ejemplo es el «Himno al Ser Supremo» de Fernández de Lizardi:


«Eterno Dios, inmenso,
omnipotente, sabio, justo y sabio,
que proteges benigno
los seres que han salido de tus manos».


Más de cincuenta años después, Luis G. Urbina escribe:


«Te bendigo, Señor, en la hora buena,
te bendigo, Señor, en la hora aciaga,
te bendigo, en el goce y en la pena.
Te bendigo, en el beso y en la llaga».


Si bien es cierto que las Leyes de Reforma trajeron consigo cambios sustanciales en las relaciones Iglesia-Estado, también es cierto que la religiosidad individual tuvo las dos caras de la moneda. Algunos aprovecharon la oportunidad para llevar una vida de mayor relajamiento y otros, por el contrario, exacerbaron su catolicismo frente a la amenaza de las nuevas religiones que de manera incipiente penetraban en México. Tampoco hay que olvidar que en el siglo XIX, de manera violenta, se declaró una lucha sin cuartel por parte de los filósofos que negaron la existencia de Dios para que el hombre fuera su propio dios, y reaccionaron contra una interpretación teológica que hizo suya la burguesía. El antiteísmo de esa época lo representa la famosa frase de Bakunin: «Si Dios existiera, habría que suprimirlo». En esa época en México, se le atribuye a Ignacio Ramírez «el Nigromante» la frase: «Dios no existe». De este periodo Zaid señala:

«Desde mediados del siglo XIX, sobre todo después de las Leyes de Reforma, se multiplicaron las publicaciones católicas, en el estilo de la época: el periodismo doctrinal. También se crearon muchas escuelas católicas, como algo indispensable, frente a la enseñanza laica».


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No obstante la destrucción (por desgracia) de conventos y archivos, las nuevas reglamentaciones del culto público, las teorías positivistas en boga hacia el último tercio del XIX, la apertura de iglesias protestantes, la desigualdad social que ya asomaba un próximo derrotero en todos los órdenes, México seguía siendo un país eminentemente católico. Ahora bien, durante este incierto siglo los poetas dejaron constancia si no de su religiosidad, sí de su militancia católica. Cabe preguntamos si la poesía religiosa de estos tiempos era una actitud o simple retórica. Para Octavio Paz, poesía y religión son revelación, por lo que asumimos que el poeta decimonónico al escribir poesía religiosa tuvo un doble descubrimiento: espiritual y poético.

Manuel José Othón, el gran poeta del paisaje y autor del célebre «Idilio salvaje», tampoco se resiste a manifestar su fe católica y escribe el notable poema «Salmo del fuego», del que se transcribe un fragmento:



«Señor, divino Fuego,
tú eres misericordia, yo soy ruego.

De inextinguible luz eterno faro,
yo soy desolación, tú eres amparo.

Porque en la sombra del misterio brillas
la creación te canta de rodillas.

Porque a la urente llama
diste poder de confortar al hombre,
mi corazón te ama
y besa hasta las letras de tu nombre».


Si bien es cierto que entre 1857 y 1917 se afirma la laicidad de México como Estado, en lo privado continúa siendo un país católico. En el siglo XX, el primer gran movimiento de una renovación cultural corresponde al Ateneo de la Juventud (1909-1914) que aboga por la caída de las bases educativas del positivismo y propicia el retorno al humanismo y a los clásicos. El grupo es conformado por filósofos, críticos, ensayistas y poetas:

«En la primera mesa directiva, el presidente (Antonio Caso) y el secretario de actas (Genaro Fernández MacGregor) eran católicos. [...] En la generación de los Siete Sabios, también hay católicos. En particular, Manuel Gómez Morín y Vicente Lombardo Toledano sueñan con un socialismo cristiano, antes de que el primero abandone el socialismo y el segundo el cristianismo».


(Zaid: 63)                


También un grupo de gran importancia fue el llamado Generación de 1915, quienes estaban unidos por experiencias comunes derivadas de la Revolución: el asesinato de Madero, su decidido rechazo a la dictadura huertista y la formación de centros educativos: Escuela Nacional Preparatoria y Escuela Nacional de Jurisprudencia. Entre sus integrantes se encuentran, aparte de los mencionados: Alfonso Caso, Manuel Toussaint, Narciso Bassols, Antonio Castro Leal, Daniel Cosío Villegas. Ese mismo año, Antonio Caso dicta un curso de estética en la Escuela de Altos Estudios y un ciclo en la Universidad Popular que edita, primero en 1916, bajo el título La existencia como economía y caridad, después aparece como La existencia como economía, como desinterés y como caridad en 1919. A los cursos asistieron González Martínez, López Velarde y Saturnino Herrán. Quizás de ahí la afirmación de Zaid: «En 1915, cuando la vanguardia católica estaba en su apogeo, Ezra Pound publicó una Catholic Anthology que reunía a tres poetas católicos: Yeats, Eliot y Williams. Pero también allá desapareció el adjetivo» (14).

Al triunfo de la Revolución, José Vasconcelos, quien es nombrado Secretario de Educación Pública por Álvaro Obregón, recuerda de esa época sus intenciones educativas:

«Ligar el esfuerzo misionero católico que engendró nuestra nacionalidad, con un proselitismo regenerador, que sin perjuicio de especializarse en los aspectos técnicos de la cultura moderna, lograse frutos de espíritu tan fecundos como los antiguos, cuya raíz es el amor al semejante».


(Monsiváis 1976: 236)                


En 1925 se fundó la Liga Nacional de Defensa Religiosa, movimiento de abierto carácter antigobiernista en respuesta a las modificaciones de los artículos 3.°, 5.°, 24, 27 y 130 en la Constitución de 1917, y que trajo como consecuencia la hostilidad contra sacerdotes, monjas y grupos de conservadores. El resultado fue una cruenta guerra entre católicos y gobierno de 1926 a 1929. La insurrección movilizó a grandes masas de católicos en los estados de Jalisco, Colima, Nayarit, Guanajuato, Michoacán y Zacatecas. Al término del conflicto, los ministros católicos volvieron a actuar con las libertades que tenían, pero quedaron privados de sus derechos como ciudadanos.

En la primera mitad del siglo XX, destacados católicos hicieron grandes contribuciones a la cultura, como es el caso de don Ángel María Garibay y los hermanos Alfonso y Gabriel Méndez Plancarte, quienes revaloraron la poesía indígena y virreinal. En 1932, el sacerdote Octaviano Valdés, promotor de la tertulia conocida como «el mate», congregó a los hermanos Méndez Plancarte, don Ángel María Garibay y Alfonso Gutiérrez Hermosillo. De estas reuniones surgió la revista Ábside, de edición trimestral, publicada hasta 1975, es decir, por más de tres décadas. Durante todos estos años, desfilaron en las reuniones personalidades como Agustín Yáñez, Alfonso Chato Noriega, Francisco Liguori, Andrés Henestrosa, Antonio Gómez Robledo, Sergio Méndez Arceo, Antonio Brambila, Joaquín Antonio Peñalosa, Francisco Monterde, José Rojas Garcidueñas, Ernesto Mejía Sánchez, Jorge Hernández Campos, Daniel Moreno, Juan José Arreola, Ricardo Garibay, Alí Chumacero. En 1974 escribió Yáñez:

«En las reuniones el Padre Valdés va sirviendo el mate con exquisita, callada cortesía, escucha la dialéctica de blancos y rojos, los encendidos chascarrillos y cuentos, la lengua viperina de Andrés (son palabras de Yáñez) y los epigramas de Liguori. Mas ha sido creado el clima cordial de confianza donde tirios y troyanos hablan de todo lo divino y lo humano; filología y política, filosofía y chismografía en fluvial, encontrada corriente».


(Herrera 2003: 60)                


En el siglo XX, dueño de una tradición poética y religiosa, prolífico en poesía religiosa, la íntima y devota fe católica aflora en los versos masculinos y femeninos. Raymundo Ramos, en su Deítico de poesía religiosa mexicana, antóloga más de noventa poetas que van de José Juan Tablada (1871-1945) a José Emilio Pacheco (1939). Y cabe decir que sólo se ocupó de aquellos que forman parte del canon. Pero al hacer una revisión exhaustiva de quienes podemos considerar que han hecho una verdadera obra poética religiosa, el número disminuye: nos encontramos que Concha Urquiza pasó una temporada en la congregación de las Hijas del Espíritu Santo en Morelia, y que los demás fueron sacerdotes: Alfredo R. Placencia (1875-1930), Octaviano Valdés (19011991), Francisco Alday (1908-1964), Manuel Ponce (1913-1984) y Joaquín Antonio Peñalosa (1923-1999). En ellos, la poesía parte de una experiencia clerical. La excepción la hace Carlos Pellicer, donde estriba su excepcionalidad. El poeta tabasqueño publicó en 1957 Práctica de vuelo, compuesto por 87 sonetos. Aquí se transcribe el primero de los dos que conforman «Sonetos de esperanza» debido a la originalidad del tema, que en este caso se trata del rito de mayor solemnidad en la liturgia católica, la eucaristía.



«Cuando a tu mesa voy y de rodillas
recibo el mismo pan que Tú partiste
tan luminosamente, un algo triste
suena en mi corazón mientras Tú brillas.

Y me doy a pensar en las orillas
del lago y en las cosas que dijiste...
¡Cómo el alma es tan dura que resiste
tu invitación al mar que andando humillas!

Y me retiro de tu mesa ciego
de verme junto a Ti. Raro sosiego
con la inquietud de regresar rodea

la gran ruina de sombras en que vivo.
¿Por qué estoy miserable y fugitivo
y una piedra al rodar me pisotea?».


Es un poema perfectamente pensado y estructurado donde el movimiento poético se manifiesta a través de los recursos sintáctico-morfológicos, Pellicer en este soneto se acerca a la eucaristía como síntesis de un orden totalizador de la liturgia católica, en que el poema a través de su estructura y recursos devela el significado del orden divino.

Desde la primera estrofa el plano real y el simbólico se hacen presentes con el uso de la personalización en la primera persona del singular, que determina la tonalidad lírica del poema y de la metonimia.

Al pasar revista a la poesía religiosa del siglo pasado, Raymundo Ramos señala:

«En la poesía del siglo XX, se recupera el diálogo prístino con Dios. Tal vez, porque se sabe que la intermediación le resta acentos de verismo al poema. La Poesía pasa por una experiencia de vida y, sin ésta, se falsea la temática. En esta curvatura hay un regreso a Dios como poesía y a la poesía como Dios; esto satisface al devoto de la forma y del alma».


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En esta revisión panorámica del ejercicio de la poesía religiosa en el México colonial e independiente, podemos concluir que el poeta, más que nadie, a través de la palabra y más aún del poema, se ha sentido ligado espiritualmente a lo sagrado, a lo divino, de suerte que el poema religioso se convierte en auténtico puente entre el poeta y Dios. La experiencia religiosa individual y el poema se funden en un acto estético y espiritual donde el lenguaje se trasmuta en significado y significante de Dios.






Bibliografía

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