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Ahora que llega con alegre paso |
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la dulce primavera, |
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plegando al fin las perfumadas alas, |
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trayendo entre la rubia cabellera |
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del alba sonriente |
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los trémulos diamantes como galas, |
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y en la fresca mejilla |
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el tinte arrebolado y halagüeño, |
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más hermoso que el pétalo risueño |
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de la rosa gentil a quien humilla, |
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yo te contemplo con asombro grato, |
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¡oh, campo virginal! Aquí entusiasta |
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siempre palpita el corazón sencillo; |
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aquí todo le basta |
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para hacerle feliz; ya el pajarillo |
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que en la verde enramada |
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riza y compone la sedosa pluma; |
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o el delicado aroma del tomillo |
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en la brisa de otoño embalsamada; |
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ya la ligera bruma |
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que envuelve la campiña floreciente, |
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o ya el rayo de sol que da en la fuente, |
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iris formando en la nevada espuma. |
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¡Cómo tus melancólicos encantos |
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penetran en el alma enternecida, |
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y plácidos los ojos |
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anhelan contemplar tus verdes calles, |
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tus uvas de oro, tus capullos rojos, |
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y en tus risueños valles |
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la que resbala fuentecilla pura, |
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retratando a su paso |
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en su voluble fugitivo espejo |
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del tierno pajarillo el pico breve, |
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de la azucena la brillante nieve |
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y del clavel el pétalo bermejo! |
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¡Qué bellas tus ocultas soledades |
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si las alumbra la radiante llama |
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del sol del mediodía; |
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si las envuelve con su pardo velo |
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la tarde lenta, desmayada y fría; |
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o si la noche umbría |
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en el lejano oriente |
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despliega sus crespones enlutados, |
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y semejan los montes levantados, |
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gigantes que corona el occidente! |
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¡Ay, que en la sombra de la triste noche |
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y al tenue susurrar de blandas hojas |
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despierta el corazón al sentimiento, |
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y en trémulas congojas |
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brota abundoso el llanto, |
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el alma exhala querelloso acento, |
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y vuelan por las selvas con el viento |
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los hondos ayes del sentido canto! |
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¡Yo miro en esas horas misteriosas |
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las sombras de los bardos de otros tiempos |
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tus bosques visitar, la sien ceñida |
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de glorioso laurel, con eco blando |
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enterneciendo valles y montañas, |
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gemir en las cabañas, |
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vagar entre las yerbas y las flores |
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al lento suspirar de la laguna, |
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alzando el lamentar de sus amores |
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al callado reflejo de la Luna! |
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¿Quién de la inspiración sintió el halago |
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que no encontrara en ti dulce recreo? |
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¡Qué dolor o deseo |
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no templan tus flotantes arboledas, |
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en cuyas altas ramas olvidado |
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llora el amante ruiseñor? ¿Quién pudo |
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contemplar tu belleza, |
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que en sublime tristeza, |
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el pecho no sintiera enajenado, |
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y a qué sensible corazón no encanta |
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de tus rústicos templos |
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el mágico rumor que se levanta? |
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Modesta diosa del final del día, |
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tarde consoladora, amiga grata; |
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tiende el velo de plata |
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por la llanura inmóvil y sombría; |
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que ya el soberbio sol, en su agonía, |
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hunde en el mar la frente de escarlata. |
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¡Qué murmullo tan suave |
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se oye en el bosque y en el verde soto! |
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Aquí levanta el ave |
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la querellosa voz, allá remoto |
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resuena por el valle, entristecido, |
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el lánguido balar de las ovejas, |
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y el viento, conmovido, |
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llora en las ramas sus dolientes quejas. |
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¡Ay! ¡cómo los sentidos adormece |
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y llena el corazón de dulce encanto |
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este vago rumor! Allí do crece |
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el silencioso pino, |
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suspende el ruiseñor lloroso canto |
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mientras llega la noche misteriosa, |
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y tiende el ala suave y sigilosa |
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hacia el bosque vecino |
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donde se pierden ruiseñor y trino. |
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Y allá distante, de la mar en calma |
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escucho el tenue murmurar; las olas |
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cuando se arrastran en la parda arena |
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exhalan un suspiro lastimero |
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como lo exhala el alma |
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que está abatida por doliente pena, |
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o cual de un arpa que en la noche suena |
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acento gemidor y plañidero. |
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Yo amo el tranquilo son de la floresta, |
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y en apartada selva |
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la voz de la calandria quejumbrosa, |
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el blando susurrar de palma enhiesta |
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que finge melancólica plegaria, |
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y el arrullo que tórtola medrosa |
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entona enamorada y solitaria. |
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¡Cuántas veces tus célicos rumores |
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buscó el amante Young en sus querellas! |
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y de tus tibias flores |
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el perfume aspiró; de tus estrellas |
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amó la luz benigna y azulada; |
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el ebúrneo laúd pulsó a tu sombra |
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que un eco eterno de dolor encierra, |
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y el gemido de su alma desgarrada |
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por largos años asombró a la tierra. |
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¡Cuánto tu lumbre pálida consuela |
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corazón que la congoja abruma, |
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tarde doliente, de la noche hermana! |
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Porque tu brisa, que amorosa vuela, |
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disipa del pesar la densa bruma, |
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como ahuyenta a la sombra la mañana; |
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y la nube liviana, |
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.y el agua que serpea, |
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y tu dormido rayo que flamea |
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en monte y en collado, |
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alivian el espíritu cansado, |
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y todo, ¡oh tarde!, al corazón recrea. |
A mi amigo Anselmo Suárez y Romero |
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Coronado de flores aparece |
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por los campos Abril; el alba pura |
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en su lecho de nieve |
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abre la puerta al camarín de grana, |
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y el cielo se engalana |
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con un manto de espuma blanca y leve |
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y celajes dorados |
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que vagan esparcidos |
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en las alas del viento suspendidos. |
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Tu seno inextinguible |
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abre, fecunda tierra, que Abril llega: |
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mira ya cómo riega |
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con manos generosas |
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llovizna, de diamantes sobre rosas; |
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mira aquí cómo crecen |
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y estrellados de nácar se levantan |
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tus bosques de fragantes limoneros, |
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y en los aires ligeros |
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con el sol y el rocío |
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diáfana y móvil red se está formando, |
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que va de perlas y oro salpicando |
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el risueño vergel y el soto umbrío. |
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La brisa juguetona, |
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fingiendo quejas y soñando amores, |
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impele con sus alas |
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un escuadrón de abejas, que a las flores |
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el néctar roban con la antena breve, |
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para labrar en su apartado asilo |
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bajo el ramaje mórbido y tranquilo |
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la rubia miel en el panal de nieve. |
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Ya de las selvas el verdor sombrío, |
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ya el húmido matiz de los collados, |
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ya en grato desvarío |
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las anchas cimas y los verdes prados |
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adorna Abril de mágico atavío; |
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y la mirada ansiosa |
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yerra del monte al llano, |
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del alto cerro a la enramada hojosa, |
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del rosado botón al verde grano, |
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de la nevada rosa |
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al cuajado racimo |
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que en claustro de esmeralda se estremece |
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cuando despide el sol temblante flecha, |
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que brilla cual relámpago deshecha |
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o en lluvia de topacio resplandece. |
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¡Cuál miro de los valles levantarse |
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tornasolada nube de avecillas, |
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el vuelo dirigiendo a la montaña |
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en confusión extraña! |
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Al ruido de sus alas temblorosas, |
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sorprendidas las tenues mariposas |
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se internan con recelo |
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por las selvas oscuras, |
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do en medio de quebradas espesuras |
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viene un delgado y límpido arroyuelo |
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entre las florecillas murmurando; |
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en su cristal, do el cielo |
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temblando se retrata, |
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luce espuma fugaz que el viento riza; |
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y en la arena pajiza |
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menudas conchas de bruñida plata. |
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¡Oh! ¡soledad al corazón amable! |
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¡Oh, campo venturoso y floreciente! |
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¿Quién por tus dulces sotos |
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y por tu cielo que el Abril colora |
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con suaves gasas de purpúreas tintas, |
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no cambia los tesoros de la tierra? |
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¡Cuán varias y distintas |
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ruedan aquí las horas y los años |
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sin locas vanidades, |
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cual suele acontecer en las ciudades! |
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Aquí el susurro del undoso bosque |
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es dulce y fraternal, la fuente leda |
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corre entre surcos de carmín y seda |
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sin envidiar el terso y desprendido |
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raudal de la cascada esplendorosa: |
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no está sobre una peña entristecido |
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el pájaro desnudo de belleza |
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fijando con enojos |
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y empeño temerario |
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en otras aves de plumaje vario |
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con torpe sana los lucientes ojos. |
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¡Oh! ¡cómo el alma triste se recrea |
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con las sonrisas del Abril risueño! |
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Que el dolor como el sueño |
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sacude el ala entorpecida, y torna |
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sus sombras enlutadas |
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en nubes apacibles y azuladas, |
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que esparcen en la vida dulce encanto, |
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como esparce la tarde lisonjera |
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el undívago manto |
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por la argentada cumbre de la esfera. |
A mi hermana Luisa |
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Mientras mundano estruendo |
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crece y se eleva en la ciudad orillante, |
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y la dama arrogante |
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y el mancebo gallardo, recorriendo |
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van las abiertas calles |
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que ávida multitud invade ufana; |
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vengo, olvidando su altivez liviana, |
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a la verde extensión del bosque umbrío, |
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do encuentra dulce paz el pecho mío. |
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Aquí, do del Islote, |
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que surge de las aguas cristalinas |
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como nieve de jaspe y esmeralda, |
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miro las peregrinas |
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conchas de nieve que cuajó de llanto |
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el alba candorosa; |
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el caracol que hurtó para su seno |
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pétalo suave de purpúrea rosa, |
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y entre el oro cernido |
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el alga jugueteando cariñosa; |
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y contempla el indómito oceano |
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tornarse en mar serena, |
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que ciñe franja de menuda arena |
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y riza perlas en el borde cano. |
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¡Oh, cara hermana mía! |
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¡Cuán bella perspectiva se despliega |
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desde este montecillo circundado |
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por diáfanos cristales! |
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En el verde collado |
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la oveja inofensiva |
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trisca a la sombra de pequeño arbusto |
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y en el tendido valle el buey adusto |
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con perezoso andar la yerba alcanza; |
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la cabra trepadora |
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por el pendiente risco se abalanza; |
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se oye la tortolilla gemidora |
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huyendo del ardor del rayo estivo, |
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y en el llano de césped alfombrado |
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muestra la talla esbelta el ciervo esquivo, |
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la cenicienta piel de terciopelo, |
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abiertos ojos de mirar vehemente, |
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piernas flexibles, y en la erguida frente |
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corona duradera, |
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que no depone el tiempo en su carrera. |
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¡Cuán deleitosa paz, qué grato arrobo |
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brindan al corazón estos lugares! |
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Él, triste como tú, busca consuelo |
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en la callada soledad del bosque, |
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en la argentada brillantez del cielo, |
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en la sedosa flor que se desprende |
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como lágrima azul del arbolillo, |
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cayendo en el arroyo que se tiende |
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entre selvas de juncos y tomillo. |
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¡Qué distinto recreo |
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al de los cultos pueblos, Luisa amada! |
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Cuando llega la tarde, |
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hora de meditar entre la sombra, |
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con alma triste y corazón herido |
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miro una nube nívea, otra bordada |
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de coral encendido, |
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otra cual vela de oro |
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en nave silenciosa, |
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que lenta se sumerge en occidente, |
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y cual hoz diamantina, |
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en el opuesto lado de la esfera |
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guardada por la estella vespertina, |
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la luna comenzando su carrera. |
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¡Oh, qué grata emoción! Ya se alboroza |
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encarnada avecilla en el ramaje |
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donde gravita la amarilla fruta; |
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ora el aura solloza |
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en el cóncavo oscuro de la gruta; |
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ya la garza de nítido plumaje |
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se eleva sin rumor sobre los pinos |
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que asoman levantados |
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en el centro de fértiles montañas, |
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y ya en hondos quebrados |
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mecidas por el viento, |
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se doblan con sonoro movimiento |
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altas hileras de sonantes cañas. |
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Tú, cuyo pecho oprime |
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recóndito dolor, ven a la selva; |
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que, tal vez, Luisa mía, |
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este dulce retiro te devuelva |
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la deseada paz y la alegría. |
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Ven, hermana, aunque hiel tu seno vierte |
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herido por la daga de la muerte. |
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Pues al menos aquí, no tus querellas |
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irán al aire solas; |
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que te harán compañía |
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llorando las estrellas, |
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gimiendo tristes las hinchadas olas; |
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sus abiertas corolas |
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las flores cerrarán al contemplarte; |
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el manantial del prado, |
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con giro cariñoso y delicado, |
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irá a besar tu planta entristecida, |
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y el pescador junto a la red sentado, |
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un bálsamo, un consuelo |
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pedirá para ti, Luisa querida, |
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al regio Padre del benigno cielo. |