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Todo es quietud y paz... En la penumbra |
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se respira el olor de los jazmines, |
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y, más allá, sobre el cristal del río |
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se escucha el aleteo de los cisnes |
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que, como grupo de nevadas flores, |
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resbalan por la tersa superficie. |
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Los oscuros murciélagos resurgen |
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de sus mil ignorados escondites, |
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y vueltas mil, y caprichosos giros |
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por la tranquila atmósfera describen; |
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o vuelan luego rastreando el suelo, |
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rozando apenas con sus alas grises |
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del agrio cardo el amarillo pétalo, |
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de humilde malva la corola virgen. |
1891 |
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Marmóreo, altivo, refulgente y bello, |
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corona de su rostro la dulzura, |
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cayendo en torno de su frente pura |
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en ondulados rizos sus cabellos. |
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Al enlazar mis brazos a su cuello |
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y al estrechar su espléndida hermosura |
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anhelante de dicha y de ventura |
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la blanca frente con mis labios sello. |
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Contra su pecho inmóvil, apretada |
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adoré su belleza indiferente, |
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y al quererla animar, desesperada, |
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llevada por mi amante desvarío, |
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dejé mil besos de ternura ardiente |
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allí apagados sobre el mármol frío! |
1891 |
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Envueltas entre espumas diamantinas |
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que salpican sus cuerpos sonrosados |
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por los rayos del sol iluminados, |
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surgen del mar en grupos las ondinas. |
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Cubriendo sus espaldas peregrinas |
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descienden los cabellos destrenzados, |
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y al rumor de las olas van mezclados |
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los ecos de sus risas argentinas. |
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Así viven contentas y dichosas |
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entre el cielo y el mar, regocijadas, |
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ignorando tal vez que son hermosas, |
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y que las olas, entre sí rivales, |
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se entrechocan de espuma coronadas |
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por estrechar sus formas virginales. |
1891 |
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Junto a la negra mole de la muralla altiva |
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que alumbran las estrellas con tenue luz de plata, |
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el trovador insomne de frente pensativa |
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preludia conmovido la triste serenata. |
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El aura de la noche, voluble y fugitiva, |
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besa los largos pliegues del manto de escarlata, |
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y extiende la armoniosa cadencia persuasiva |
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que el plácido reposo perturba de la ingrata. |
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Al pie del alto foso destácase la airosa |
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romántica figura del rubio menestrello |
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que, al agitar la mano sobre el cordaje de oro, |
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entristecido exhala su queja dolorosa |
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en la cadencia rítmica del dulce ritornello, |
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y en sus mejillas siente que se desborda el lloro. |
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En la callada noche, cuando la sombra extiende |
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sobre la tierra muda su velo misterioso, |
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y arriba, en las alturas del éter anchuroso, |
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sembrado de luceros el firmamento esplende; |
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mi alma soñadora que al infinito asciende |
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escucha sumergida en éxtasis dichoso, |
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hablar de las estrellas su idioma cadencioso |
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tan dulce, que tan sólo mi espíritu lo entiende. |
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A mis oídos llega desvanecida y flébil |
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el eco de esas voces como el murmullo débil |
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que una dulzura vaga, indefinible encierra. |
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De su prisión terrena mi espíritu se evade, |
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y un inefable goce mi corazón invade |
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sintiéndose tan lejos de la mezquina tierra. |
A Federico Uhrbach |
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Se llena de creyentes el templo solitario |
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y a los acordes graves del órgano sonoro, |
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se mezclan en la atmósfera serena del santuario |
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las voces cristalinas que vibran en el coro. |
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Entre las blancas nubes que arroja el incensario |
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miro, con las pupilas nubladas por el lloro, |
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que el sacerdote humilde, de pie junto al sagrario, |
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entre las manos puras eleva el cáliz de oro. |
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Y así como el incienso que ante la imagen flota |
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impregna de sutiles perfumes el ambiente, |
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perfuma tu recuerdo mi mente visionaria, |
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y de mis labios trémulos y suplicantes, brota |
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tu nombre idolatrado, que vibra dulcemente |
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mezclado con las frases que forman mi plegaria! |
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Quiero morir cuando al nacer la aurora |
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su clara lumbre sobre el mundo vierte, |
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cuando por vez postrera me despierte |
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la caricia del Sol, abrasadora. |
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Quiero, al finalizar mi última hora, |
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cuando me invada el hielo de la muerte, |
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sentir que se doblega el cuerpo inerte |
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inundado de luz deslumbradora. |
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¡Morir entonces! Cuando el sol naciente |
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con su fecundo resplandor ahuyente |
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de la fúnebre noche la tristeza, |
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cuando radiante de hermosura y vida |
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al cerrarme los ojos, me despida |
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con un canto de amor Naturaleza! |
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Yo he soñado en mis lúgubres noches, |
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en mis noches tristes de penas y lágrimas |
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con un beso de amor imposible, |
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sin sed y sin fuego, sin fiebre y sin ansias. |
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Yo no quiero el deleite que enerva, |
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el deleite jadeante que abrasa, |
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y me causan hastío infinito |
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los labios sensuales que besan y manchan. |
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¡Oh, mi amado! ¡mi amado imposible!, |
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mi novio soñado de dulce mirada, |
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cuando tú con tus labios me beses |
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bésame sin fuego, sin fiebre y sin ansias. |
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Dame el beso soñado en mis noches, |
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en mis noches tristes de penas y lágrimas, |
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que me deje una estrella en los labios |
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y un tenue perfume de nardo en el alma! |
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Su voz debe ser dulce y persuasiva |
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y soñadora y triste su mirada... |
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debe tener la frente pensativa |
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por un halo de ensueños circundada. |
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Su alma genial, cual pálida cautiva |
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de un astro esplendoroso desterrada, |
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sueña con una nube fugitiva |
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y con el traje de crespón de un hada. |
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Cuando la ronda azul de los delirios |
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disipa sus nostálgicos martirios |
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borrando del pesar la obscura huella, |
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él se acuerda, en la noche silenciosa, |
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de aquella virgencita misteriosa |
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que dejó abandonada en una estrella. |