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Dulce encanto del alma, tú eres sola |
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la compañera de mis tristes penas: |
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tú acompañas mi voz, tierno bien mío, |
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cuando yo canto. |
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Tú eres mi amor, mi dicha y mi esperanza: |
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sólo en ti encuentro una ilusión ardiente, |
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y siempre sueño, cuando estoy dormida, |
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que estoy cantando. |
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Si en otros brazos te contemplo triste, |
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siento que el alma se desgarra y llora. |
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porque conozco, dulce lira mía, |
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que estás gimiendo. |
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¡Oh! nunca, nunca permitid, amiga, |
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que recorran tus cuerdas otras manos; |
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yo sola quiero sostener tu mástil |
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entre mis brazos. |
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Tú gimes, lira, cuando yo suspiro, |
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melancólicamente entre mis dedos, |
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y parece que gozas cuando alcanzo |
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algún contento. |
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Tú eras alegre y bulliciosa a veces, |
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otras tu son es lúgubre gemido, |
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luego parece que entusiasta expresas |
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dichas de amor. |
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Ya es tu sonido dulce y melancólico, |
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era furioso, irresistible y fuerte, |
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amargo y triste cuando a mi alma roe |
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dolor profundo. |
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¡Ah! Nunca debo permitir, bien mío, |
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que otros tus tonos deliciosos vibren; |
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mis dedos sólo tus divinas cuerdas |
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recorrerán. |
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No hagáis ruido, callad... está dormida |
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como un ángel de paz; |
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apartad esa luz enrojecida |
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de su cándida faz; |
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echad un velo, transparente y blanco |
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por su sien virginal, |
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mientras me acerco y de su mano arranco |
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el cirio funeral. |
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¿Por qué sollozos exhaláis del pecho, |
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si en cruel ingratitud |
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la pasáis de su dulce y blando lecho |
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a ese duro ataúd? |
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A qué abrir la ventana, ¿no es locura |
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exponerla al terral |
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que barre el suelo de la calle obscura |
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y traspasa el umbral? |
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Mas, perdonad mi delirante empeño, |
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haced lo que queráis; |
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yo velaré su misterioso sueño |
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que vosotros lloráis. |
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Ninguna nube, el azulado cielo |
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se mira obscurecer, |
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las blandas auras con su raudo vuelo |
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susurran como ayer. |
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Nada ha variado; con igual verdura |
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los árboles se ven; |
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y esa niebla que flota en la llanura, |
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flotó anoche también. |
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Mas suena una campana, da las once |
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con fatídico son; |
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¡ay! el agudo resonar del bronce |
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me rompe el corazón. |
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Pronto las cinco sonarán, la hora |
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que la hace despertar, |
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encendiendo la luz arrobadora |
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de su dulce mirar. |
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¡Oh!, yo la espero con los ojos fijos |
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casi fuera de mí, |
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como esperaban a Moisés sus hijos |
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al pie del Sinaí. |
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¿No es verdad que a las cinco, vida mía, |
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te vas a despertar, |
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como despiertan a la luz del día |
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las aves del pinar? |
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Yo no puedo partir si no te llevo; |
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por eso estoy aquí: |
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¿cómo el trabajo emprenderé de nuevo |
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si no estás junto a mí? |
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Cuando las gotas de sudor helado |
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resbalen por mi sien, |
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en tu rostro, risueño y sosegado, |
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resbalarán también. |
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Torna a mis ojos la perdida lumbre, |
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disipa mi ansiedad; |
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tu mirar de infinita mansedumbre, |
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de inefable piedad. |
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Mas, ya me canso de esperar: despierta |
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¡oh!, despierta, mi bien, |
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que ya del sol en la región desierta |
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los albores se ven. |
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Todo mi cuerpo desfallece y muere, |
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se hiela mi canción; |
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¡ay!, no sé lo que siento que me hiere |
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y arranca el corazón. |
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Ya es hora de partir: mi bien, despierta: |
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sólo espero por ti; |
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pero, ya lo recuerdo: estaba muerta |
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y yo no lo creí. |
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¡Muerta!; mentira... perderé la vida |
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si lo llego a pensar... |
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No hagáis ruido... callad... está dormida |
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como un ángel de, paz...! |
Bayamo, 1860.
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Aquí está el cementerio; mas en vino |
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buscan mis ojos en redor siquiera |
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la sombra de un ciprés; |
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aquí están los sepulcros, y mi mano |
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no halla una flor con que vestir pudiera |
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su estéril desnudez. |
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Ningún rumor se escucha; las abejas |
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de esta inmensa colmena, se han dormido |
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en sus celdas sin miel; |
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¿qué importan de los céfiros las quejas |
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entre las ramas del laurel florido, |
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ni qué el mismo laurel? |
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¡Muertos!, la paz que disfrutáis, empero, |
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en este rico panteón, me aterra, |
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me hiela de pavor: |
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pues yo para mi tumba mejor quiero |
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que estas puertas de jaspe, una de tierra, |
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un árbol y una flor. |
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¡Oh!, cuán solos estáis, qué silenciosa |
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ven de las tumbas vuestros ojos fijos |
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reinar la obscuridad!; |
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¡qué lejos está el esposo de la esposa! |
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¡qué apartada la madre de los hijos |
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que dejó en la orfandad! |
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¡Oh!, cuán solos estáis; la santa ofrenda |
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que a vuestro umbral depositó una madre, |
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la llevó el aquilón; |
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no hay un sollozo que las piedras hienda, |
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ni un dolor que los mármoles taladre |
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de esta yerta mansión. |
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Si abren las flores su argentado broche |
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y el Euro blando silencioso orea |
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las ramas de la vid; |
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si la lluvia de mayo por la noche |
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en vuestra losa sepulcral golpea, |
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¿qué os importa, decid? |
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¿Qué os importa, decid, que suave y lenta |
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resbale por los aires una nota |
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del arpa universal; |
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si sólo el estridor de la tormenta |
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o el granito que en mármoles rebota |
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pudierais escuchar? |
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¡Muertos!, la paz que disfrutáis, me aterra; |
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esos sepulcros en el muro fijos |
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me hielan de pavor: |
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yo no quiero en mi cuerpo más que tierra |
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empapada en el llanto de mis hijos, |
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un árbol y una flor! |
Bayamo, 1864.
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Vuelas ¡ay!, vuelas incansable y mudo |
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Como la eternidad que te circunda, |
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Con los brazos abiertos y extendidos |
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Para abarcar la inmensidad con ellos. |
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Minero infatigable, |
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Cada grano de arena que desprendes |
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Una sonrisa de placer te arranca, |
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Porque pasan los siglos y al fin miras |
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Desmoronados a tus pies los muros |
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Sobre mudos escombros levantados |
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De otros muros que fueron |
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Y vacilaron y a su vez cayeron. |
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Al pasar por su lado, silencioso, |
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Te saludan los bosques seculares |
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Inclinando sus copas, agostados |
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Por el gélido soplo de tu aliento; |
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Los peñascos vacilan en su base |
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Y rodando al abismo |
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En arena y en polvo se convierten, |
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Las aves descendiendo de las nubes |
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Desfallecidas sin aliento caen |
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Y se mezclan al cieno; |
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Las fieras de las selvas enmudecen |
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Y sin dientes ni garras |
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Abandonan las cumbres alterosas |
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Y se arrastran gimiendo por los valles; |
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Y a tus torvas miradas |
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Se derriban las torres desquiciadas. |
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Todo sucumbe; tus pisadas sordas |
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Marcan del hombre la orgullosa frente, |
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Que impávido se lanza, |
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Ya cubierto de gloria en los combates |
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De sangre y de matanza, |
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Ya de púrpura y oro en los salones, |
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De harapos y miseria entre la plebe, |
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De ignominia y baldón en las mazmorras. |
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Siempre soberbio y arrogante siempre, |
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Sigue midiendo su tortuosa vía, |
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Y aun encorvado por tu enorme peso, |
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Y la frente marchita y coronada |
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Por las hebras plateadas de tu manto, |
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Vuelve el rostro arrugado |
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Hacia los gustos del amor pasado, |
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Hasta que siente resbalar su planta |
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En los húmedos bordes de la tumba |
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Y ve que el astro de la suerte asoma: |
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Entonces fatigado |
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En tu profundo ceno se desploma. |
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Nada en el mundo tu poder resiste, |
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Impune delincuente, |
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Tus grandes alas impasibles bates |
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En la atmósfera helada de tus reinos, |
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Y en tu inmenso taller forjas los días, |
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Los años y los siglos |
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De escombros y de huesos coronados, |
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Que llegan silenciosos |
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Los unos tras los otros alineados |
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Al gran teatro del soberbio mundo |
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Contemplándole absortos los primeros, |
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Apagando las luces los segundos |
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Y los terceros como hambrienta hiena |
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Tragando espectadores, |
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Candelabros, actores, |
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Sangrientos dramas y terrible escena. |
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¡Padrón del infinito! |
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¿Cuántos crímenes, dime, has presenciado? |
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¿Cuántos grandes y reyes sepultados |
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Bajo ruinas de alcázares y tronos |
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Has visto sucumbir bajo los golpes |
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De alevoso puñal y del veneno? |
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Dime ¡cuántas supremas desventuras |
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Y bárbaros martirios han sufrido |
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Las míseras criaturas |
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Desde que el mundo germinó del caos |
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Y los hombres salvajes se internaron |
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En las selvas oscuras, |
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Donde rugiendo de impotente ira |
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Disputábanle al tigre y al leopardo |
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Los palpitantes restos del cordero, |
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Hasta que llenas de esplendor brillaron |
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Las luces del saber, y los humanos |
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Difundieron las leyes, |
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Reyes haciendo y destronando reyes? |
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Y vuelas ¡ay! y aun vuelas |
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Por los yermos espacios de los cielos, |
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Y rasga las tinieblas |
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La segur corruscante de los siglos, |
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Y con tus alas cobijando el mundo |
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Vuelas ¡ay! vuelas y mis tristes ojos |
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Doquier tus huellas sigilosas miran, |
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Mientras tétrica y muda |
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Espero que a su vez mi frente caiga |
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A tu golpe fatal; y cuando ansioso |
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Hayas sorbido los revueltos mares, |
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Pulverizado los eternos bronces, |
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Roído huesos, demolido escombros, |
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Y en sus ejes, impávido, hayas visto |
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Vacilar carcomido el Universo, |
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Desprenderse y rodar a los abismos |
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Con horrísono estruendo, dime Tiempo, |
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¿En qué te ocuparás? ¿dónde tu vuelo |
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Tenderás silencioso y vagabundo |
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Con doliente gemir? ¿tus mismas armas |
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Contra ti volverás, y condenado |
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También a perecer, daráste muerte...? |
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¡Ah! no ¡tiempo implacable! |
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Tú, sacudiendo las enormes alas |
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Llegarás ante Dios, y allí postrado |
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Con sorda voz le contarás tus triunfos; |
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Y él, al ver tu misión ya terminada, |
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Como a nuevo Luzbel hará que gimas |
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Del ángel vengador bajo las plantas |
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Sujeto eternamente; |
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Porque no mine su brillante trono, |
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Siempre incansable, tu terrible diente. |
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