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- XVI -

La arquitectura de los árabes en Sicilia


Cuatrocientos años antes que en España acabó la dominación de los árabes en Sicilia. Si esta isla había sido un gran campo de batalla de los antiguos pueblos donde combatieron siracusanos y atenienses, cartagineses y griegos, romanos y bárbaros, también hubo en ella desoladoras guerras en las edades sucesivas entre normandos, alemanes, aragoneses y franceses. Pero, aunque se salvaron de aquellas primeras tempestades y combates restos importantes siempre del arte dórico, los templos sublimes de Agrigento y Segestes y los teatros de Siracusa y de Taormina, los edificios de los árabes, con ser más de mil años más modernos, han desaparecido casi por completo, sin dejar rastro alguno. Sólo poseemos de ellos escasas y vagas noticias, pero las suficientes para que no quede la menor duda sobre su abundancia y grandeza. La vida de San Filaretes, nacido en Sicilia (1020-1070), obra compuesta en tiempo aún de la dominación mahometana, encomia los muchos templos, la admirable magnificencia y hermosura de los edificios que había en las ciudades principales de la isla,-si bien añade que,entre todos descollaban las obras de los antiguos553. Según Ibn Hawqal, tenía Palermo, a mediados del siglo X, más de trescientas mezquitas, entre ellas una capaz de contener 7000 personas554. Un diploma de Roger, del año de 1090, habla de las extensas y muchas ruinas de ciudades y palacios sarracenos y de los escombros de tantos edificios construidos con maravilloso artificio para usos elegantes y superfluos555. Grandes fueron después las devastaciones de una guerra de conquista de tres años; mas, a pesar de ello, se deduce de las obras de Idris, Ibn Yubayr y Hugo Falcando, escritores los tres del tiempo de los normandos, que todavía, a mediados y hacia el fin del siglo XII, una gran parte de Sicilia conservaba el sello de la cultura arábiga. Los dos primeros ensalzan, al mentar casi todas las ciudades, las mezquitas, los baños y otros suntuosos edificios; y es difícil suponer que todos o la mayor parte fuesen construidos en el corto tiempo que medió desde la conquista de la isla. La pintura que hace Falcando de Palermo recuerda vivamente, por la semejanza, las que se conservan de Granada y de Sevilla, y designa a los árabes como principales autores de aquellos celebrados encantos. «¿Quién, dice, podrá encomiar como es justo, los pasmosos edificios de esta magnífica ciudad, la belleza de sus árboles siempre verdes, la dulce abundancia de sus fuentes y surtidores, y los acueductos que traen agua de sobra para todas las necesidades de los ciudadanos? ¿Quién acertará a ponderar la gloria de la espléndida vega, que se extiende cuatro millas entre los muros de la ciudad y las montañas? ¡Oh venturoso valle, digno de alabanza en todos los tiempos, el cual contiene en sí toda clase de árboles y de frutos, y encierra solo todos los bienes de la tierra! Con el encanto que ejerce su deleitosa vista, de tal suerte se apodera de las almas, que el que una vez le vio, apenas si podrá dejarse arrastrar a otra parte por el más poderoso atractivo. Allí se ven viñedos que, merced a la pujante fertilidad del suelo, se dilatan con viciosa lozanía; allí hay jardines con una inmensa riqueza de variada fruta; allí torres, así para guardar los jardines como para deleite de los sentidos extasiados; allí también rápidas norias, por medio de cuyos arcaduces, que alternativamente suben y bajan, se extrae el agua de los veneros Y se llenan los aljibes y estanques que están cerca, y desde los cuales corre el agua hacia todos lados. Si se atiende después a la copia variada de árboles frutales, se ve la granada, que ocultando sus delicados granos en ruda corteza, los preserva de la intemperie; limones de tres diversas sustancias, pues mientras que su cáscara, por el color y el aroma, parece arder, la jugosa pulpa interior con su agrio zumo está llena de frescura, y la parte que está en medio conserva una temperatura templada. Estos limones sirven para sazonar los manjares. Hay también naranjas, que, si deleitan con su dulce zumo refrigerante, encantan aún más por su hermosura, cual si hubieran sido creadas para deleite de los ojos. Éstas caen de su peso cuando están ya maduras, porque no pueden sostenerlas las ramas, y porque crecen otras nuevas a las cuales es menester dejar sitio; de tal suerte se ven a la vez en el mismo árbol el fruto ya con vivo color de la primera cosecha, el verde aún de la segunda y el azahar de la tercera. Este árbol, resplandeciendo constantemente con las galas y lozanía de la juventud, no es despojado de ellas por la infructífera vejez del invierno, ni la helada le roba su follaje, sino que siempre lleva sus hojas verdes, y nos muestra a la vista la dulzura de la primavera. ¿Qué diré yo de las nueces, de las almendras, de los higos de varias clases, y de las olivas, cuyo aceite sazona los manjares y alimenta la llama de las lámparas? ¿Qué diré de los altos algarrobos de larga vida, cuya innoble fruta lisonjea con dulce insipidez el paladar de los rústicos y de los muchachos? Más bien me pararé a considerar las sublimes cabezas de las palmas y los dátiles que cuelgan en racimos de los altos cogollos. Si bajas luego la vista, descubres extensos campos plantados de aquella maravillosa caña, que estos naturales llaman de azúcar, a causa de lo dulce de su jugo interior. De otros frutos comunes que se dan entre nosotros me parece superfluo añadir nada»556.

Si este verde y florido edén nos le imaginamos coronado de palacios y de castillos de altas almenas, de cúpulas de mezquitas y de esbeltos y ligeros alminares, emergiendo de un mar de verdura, y de quintas con fuentes y sonoros surtidores ocultos entre la espesura de los naranjos y los bosquecillos de arrayán, y luego miramos al mar azul profundo desde las escarpadas peñas cubiertas de pitas, áloes y nopales, tendremos una idea de Sicilia en tiempo de los árabes y aun de los normandos. Así fue que, seducidos por la encantadora belleza de esta tierra meridional, pronto trataron los últimos de fijarse en la isla en estables viviendas, se arrepintieron de aquella furia bárbara, con que habían arrasado tantos soberbios edificios, y empezaron a restaurar o reedificar los palacios derruidos y a levantar otros nuevos. En Italia asimismo, y singularmente en la costa del Sur, que tenía frecuente trato y comercio con Sicilia, halló la gente tan cómodas las viviendas sarracenas, que procuró imitarlas. Así es, por ejemplo, que en la pequeña ciudad de Ravello, cerca de Amalfi, población poderosa en otras edades, se ven aún muchos palacios derruidos, completamente en estilo oriental.

Es indudable que fueron arquitectos arábigos los que hicieron para los normandos aquellos palacios dispuestos para el goce de la vida sensual más elegante. Ni tuvieron el menor motivo para apartarse del antiguo estilo conocido, o modificarle, ya que los que les encomendaban trabajo habían desde luego adoptado las costumbres orientales. Siguieron, pues, en la traza y plan de los nuevos edificios, como en los detalles y adornos, el ejemplo y modelo de las antiguas quintas sarracenas; y si no se ha conservado en la isla un solo edificio que pueda con seguridad completa hacerse remontar a la época de los árabes, todavía nos atrevemos a conjeturar del modo de ser de los más tarde edificados, como eran los primeros.

Los grandiosos monumentos antiguos de Sicilia, que aún excitaban hoy nuestra admiración, y que entonces debían subsistir aún en mayor perfección, no parece que sirviesen en manera alguna de modelo a los mahometanos. Fácil les hubiera sido aprovecharse de las columnas y de otras partes esenciales de los templos griegos, pero es indudable que no lo hicieron. El material de construcción que emplearon con preferencia, fue una clase de piedra que llamaban kiddan. De estas piedras talladas estaba hecho todo Palermo557. Parece, además, según se infiere de la inspección de muchos restos de murallas, que emplearon el ladrillo. Los edificios sicilianos tenían, por la altura, solidez y espesor de los muros, y por el uso del arco unas veces más y otras menos, pero siempre propendiendo a ser apuntado, cierta afinidad en el estilo arquitectónico con los del Cairo, lo cual se explica fácilmente por las íntimas relaciones políticas de aquella isla con Egipto. En el orden interior y en la traza las quintas se asemejaban a las de España que ya hemos dado a conocer: patios rodeados de corredores con arcos y columnas, y estancias circunstantes con tazas de mármol y surtidores, formaban aquí, como allí, una mansión deliciosa entre jardines que ostentaban flores y frutas de una vegetación casi tropical. En la ornamentación hallamos también dibujos multicolores de mosaico, bóvedas en forma de colmenas, inscripciones entrelazadas, y estucados y resaltos de mil formas caprichosas cubriendo las paredes.

Un trasunto del lujo y de los encantos de las quintas de Sicilia brilla aún en los versos de Abd al-Rahman de Trapani en elogio de Villa-Favara, que ya dimos a conocer en páginas anteriores. La poesía no da, sin embargo, más noticia sobre su disposición sino que nueve arroyos corrían por los jardines, en medio de los cuales había un lago con una isla plantada de naranjos y con un pabellón o quiosco en medio de la isla. Esta quinta estaba cerca de Palermo, a la falda del monte Grifone, no lejos de dos manantiales, que en tiempo de los árabes se llamaban la pequeña y la grande Favara (esto es, manantial). Ibn Yubayr habla de esta quinta llamándola Qasr Safar558, por donde puede inferirse que fue edificada por el emir Safar Yusuf (998-1019), o por otro sarraceno del mismo nombre, y que el rey Roger, a quien Fazellus considera como el fundador559, no hizo más que restaurarla. Según todas las apariencias, también Benjamín de Tudela, que visitó a Sicilia en el año de 1170, habla de Favara, cuando dice: « En Palermo tiene su residencia el virrey, cuyo palacio se llama al-Hisn, o sea el fuerte castillo. Este palacio contiene en sí todo género de árboles frutales y un arroyo grande encauzado por un muro, y un estanque que se llama al-Bayra, donde hay muchos peces. Las barcas del rey están adornadas de plata y de oro, y siempre prontas para su solaz y recreo y el de sus mujeres560. Interesantes restos de esta quinta pueden verse aún a una media legua de Palermo, cerca de la iglesia de San Ciro. Allí, donde la gran Favara brota de un peñasco horadado por muchas cuevas, hay aún tres arcos de ladrillo, bajo los cuales se advierte la cerca de piedra de un lago o gran estanque. De este gran estanque proviene sin duda el nombre de Mare dolce, que equivocadamente se da hoy al manantial. Aún en el día los depósitos públicos de agua, así como también las pilas de mármol y los estanques de las casas, se llaman en Damasco Baharat, esto es, mar. Al lado opuesto de este lago artificial, ahora seco, más hacia la orilla del mar, se hallan las extensas ruinas del palacio. El pueblo de Palermo supone que por un camino subterráneo se va desde él al palacio real, que está en el centro de la ciudad, y le conoce con el nombre de Castello di Barbarossa. Es una gran fábrica cuadrangular con un ancho patio y con nichos en el lado exterior de los muros. Algunas habitaciones medio arruinadas con techos de bóveda indican haber sido estufas de baños termales.

Entre los palacios que, según Ibn Yubayr, hacían semejante la capital de Sicilia a una hermosa doncella, circundado el cuello de un espléndido collar de perlas (de modo que el rey de los normandos podía trasladarse siempre de un jardín a otro, pasando por pabellones, quioscos y belvederes)561, debe contarse también el palacio de al-Mansuryya. Sobre el sitio en que estaba este palacio no se puede afirmar nada con certeza, pues sólo le conocemos por dos poesías arábigas que se conservan en su elogio, y que demuestran cuanto los palacios sarracenos de Sicilia se parecían a los palacios de los árabes andaluces, así en el plan y traza general, como en las particularidades. Y digo con intención palacios sarracenos, ya que edificados en estilo oriental, y más que probablemente por arquitectos mahometanos, tienen derecho a este nombre, aunque pertenezcan a la época de los normandos. Una de las mencionadas poesías viene incluida ya en este libro; la otra, de Ibn Bayrun, es como sigue:


   ¡Oh santo Alá, qué soberana gloria
este alcázar rodea,
a quien da nombre digno la victoria!
La vista se recrea
contemplando la fábrica esplendente,
cuyas columnas y altos torreones
destácanse en el cielo transparente.
El agua que derraman los leones
que brota se diría
de la fuente Kauser562. El rico huerto
La primavera pródiga ha cubierto
con fúlgido brocado;
y el huerto, acariciado
del aura por el beso,
olor de ámbar envía,
mientras los ramos de la selva umbría
de la fruta en sazón ceden al peso.
El canto de las aves siempre suena,
como si convidara
a penetrar en la floresta amena.
Tal es la mansión cara
del gran Roger; Roger, que sobresale
entre reyes y Césares, y quiso
aquí su trono levantar ahora.
De su esfuerzo y su dicha se prevale,
y en este paraíso,
que es obra suya,
descuidado mora563.



Había, pues, jardines en la inmediata cercanía, si no en el centro del palacio, y leones que arrojaban agua como en la Alhambra. La imaginación completa esto con patios circundados de pórticos y salas adyacentes, cuyas paredes resplandecían con azulejos, y de cuyas bóvedas pendían figuras caprichosas, a modo de estalactitas.

El boloñés Leandro Alberti, en su descripción de Sicilia, menciona tres palacios sarracenos, situados a una milla de Palermo, de los cuales dos, en la primera mitad del siglo XVI, época en que él los visitó, eran ya ruinas; pero el tercero se conservaba. Dicho Alberti describe circunstanciadamente este último. Por una puerta con arco dorado se entraba en un vestíbulo, desde donde, por otra puerta semejante, se pasaba a un recinto cuadrado, en tres de cuyos costados había pequeños nichos u hornacinas, y sobre el cual se extendía un techo en forma de bóveda. En este recinto, cuyo suelo y paredes estaban cubiertos de mármol, había una fuente que vertía su agua en una taza de mármol también. Sobre la fuente se veían en mosaico un águila y dos pavos reales, y dos hombres que con arcos y flechas apuntaban a las aves. Graciosos arroyuelos llevaban estas aguas a otros vasos que estaban más allá, hasta que iban a dar en un estanque con peces que había delante del palacio. Deleitoso sobremanera, según la descripción de Alberti, era ver y oír estas claras y frescas ondas, que con perpetuo murmullo y raudo curso iban descendiendo por un canal de primorosa piedra labrada, cuyas lindas figuras de mosaico, que en gran parte representaban peces, al través del agua relucían. En esta pintura no deja de reconocerse la villa que aún existe con el nombre de La Zisa, corrupción del verdadero nombre arábigo al-Aziza, o sea La Magnífica. En la aldea de Olivuzza, contiguo a los soberbios jardines de Butera y de Serradifalco, se encuentra este palacio, que es cuadrilongo y alto. Las paredes exteriores están divididas en tres pisos, señalados por ventanas y nichos, en cuyos vanos hay arcos que se acercan a la forma del arco apuntado. La antigua inscripción que en otro tiempo circundaba el cornisamento, hoy roto en muchas partes como un adarve, deja aún ver, a pesar de la roturas, el origen del edificio anterior a los normandos. El edificio, con todo, ha perdido tanto de su primitiva forma, que su principal encanto, para quien hoy la visita, consiste en las maravillosas vistas que se gozan desde su cima, a las cuales sólo sobrepujan las más espléndidas de Granada. Quien esperase hallar en el al-Aziza una Alhambra siciliana, quedaría desengañado. Sólo el pórtico del piso bajo, aunque muy derruido, coincide en lo esencial con la pintura que hace de él Alberti. Los adornos que en forma de estalactitas penden en las bóvedas de los nichos que están sobre la fuente, la inscripción de una pared a la entrada y varios arabescos, pueden ser sin duda del tiempo de los árabes; pero decididamente son obras de la época de los normandos los mosaicos que representan pavos reales y cazadores. El piso superior tenía antes un gran salón cuadrado con columnas que comunicaba con varias estancias; pero toda esta parte del edificio conserva muy poco de su primitiva construcción. En medio del estanque, también destruido, que estaba delante de la puerta principal, y al que iban las aguas de la fuente del patio, había según Alberti, un pabellón cuadrado unido a la orilla por un puente de piedra. Este pabellón contenía una pequeña sala con dos ventanas, y asimismo otro cuarto para mujeres, con tres ventanas, y en el centro de cada ventana había una columna de mármol que sostenía dos arcos. Una magnífica cúpula morisca cubría el cuarto, y su pavimento era de mármol. Por una gradería, de mármol también, se podía bajar al agua. En torno del estanque se veían un delicioso jardín con limoneros, cidros, naranjos y otros frutales. «Todavía, añade nuestro boloñés, se ven en aquellos contornos otras muchas ruinas y algunos cuartos y muros en pie, por donde puede inferirse que allí hubo en otra época un suntuoso edificio. En verdad yo creo que todo hombre que piense con nobleza ha de mirar con dolor estos monumentos, en parte arruinados, en parte próximos a la total ruina»564.

Por todo lo expuesto parece más probable que la quinta de al-Aziza era sólo el resto de unos grandiosos palacios que encerraban en sí muchas habitaciones, pabellones, torres, jardines y patios. A falta de noticias más inmediatas acerca de la disposición de aquellos palacios de Sicilia en la época en que aún existían en un estado perfecto, puede dar una noción aproximada de ellos la pintura que hace Mármol Carvajal de varios palacios en el África septentrional, ya que nadie ignora que en lo esencial no se diferenciaban mucho los palacios arábigos-sicilianos de los españoles ni de los marroquíes.

«Todos estos edificios, dice Mármol, y la casa real antigua, ha incorporado Mulay Abd Allah de poco acá en unos soberbios palacios que ha hecho, los cuales toman a lo largo del muro de la Alcazaba, desde el palacio viejo, que está detrás de la mezquita que dijimos, hasta la casa real, que sale a la plaza del Cereque, en el cual ámbito ha hecho grandes patios y aposentos muy ricos, donde tiene sus mujeres y las mancebas, apartadas unas de otras, y los palacios y aposentos de su persona y para las armas y tesoros. En un cuarto de éstos tiene hechas tres salas bajas con sus alcobas doradas, y en la del medio hay tres fuentes de agua y dos puertas que responden a dos hermosos vergeles de jazmines, laureles y arrayanes y de otras muchas flores olorosas, con las calles cubiertas de parras y de árboles fructíferos, cercados de canceles de reja hechos de madera con puntas de hierro por encima. En uno de estos vergeles tiene hecho un estanque de agua a manera de alberca, de cuarenta varas en largo y más de diez en ancho, con muchos azulejos, a donde va el rey a bañarse de verano. Este estanque era muy hondo, y un día, estando Mulay Abd Allah, que ahora reina, borracho, cayó dentro, y se hubiera de ahogar si no le socorrieran sus mujeres; y por esto mandó hacerlo tan bajo que un hombre puede andar a gatas por él sin que le cubra el agua. Tiene también en este palacio dos alcobas, que llaman mexuares, donde se pone a dar audiencia. En la una oye en público de manera que todos le puedan ver, y en la otra se juntan a consejo de cosas importantes los principales de la corte en presencia del rey. Y entrambas están hechas de manera que, alzando compuertas al derredor, quedan a la parte de dentro hermosos corredores dorados, donde se arrima la gente para negociar y oír lo que se provee en sus negocios; mas no se puede entrar dentro sino por dos pequeñas puertas, donde están los porteros y los gazules de la guardia del rey, y al derredor de ellas hay hermosas fuentes de agua y muchos naranjos, limones y arrayanes en grandes patios, donde se pasea la gente el día de audiencia pública»565.

A la izquierda del camino que va de Palermo a Monreales hay un cuadrado de altos muros, hechos de gruesas piedras de cantería y adornados en la parte exterior con hornacinas, algunos de cuyos arcos propenden a ser apuntados. La tradición lo hace pasar por un edificio sarraceno, y ya fue designado por Boccaccio en la Novela Sexta del quinto día con el nombre de Kubba o pabellón de Cúpula566. Su interior, casi del todo asolado y desfigurado, apenas ofrece aún algo notable, si se exceptúa un fragmento estalactítico que ha quedado de la cúpula destruida. Ya en la segunda mitad del siglo XVI el antiguo esplendor de esta kubba567 había desaparecido en su mayor parte; sólo de oídas la describe así Fazello: «El palacio en lo interior de Palermo se extendía fuera de los muros de la ciudad en una huerta de unos dos mil pasos de circuito. Resplandecían aquellos jardines con toda clase de árboles y con inexhaustas fuentes. Acá y acullá había fragantes bosquecillos de arrayán y laurel. Allí se prolongaba, desde la entrada hasta la salida, un larguísimo pórtico con muchos pabellones, abiertos por todos lados, para que el rey se solazase. Uno de estos pabellones se conserva aún en un estado perfecto568. En medio del jardín había un gran estanque, construido con poderosos sillares, donde estaban encerrados muchos peces. Allí cerca descollaba, y descuella aún, la suntuosa quinta del rey, con una inscripción sarracena en la cima. De nada carecía aquel sitio para completar el lujo regio: hasta se guardaban en un lado de la huerta fieras de todas las especies para esparcimiento de la gente de palacio. Pero todo está hoy destruido, y el terreno está plantado de viñas y de hortaliza para los particulares. Sólo se reconoce aún muy bien la cerca de la huerta, pues la mayor parte del muro se conserva casi sin menoscabo. Como en lo antiguo, los palemitanos llaman hoy a este lugar, con un vocablo sarraceno, kubba»569.

La inscripción neski, recientemente descifrada sobre el friso del muro, lleva el nombre de Guillermo II y la fecha de 1182570. Queda aún en duda, sin embargo, si el rey normando no hizo más que restaurar un antiguo edificio y adornarle con dicha inscripción, o si lo demás del grande edificio, del que esta kubba era sólo una parte, había sido obra de los árabes.

Baños sarracenos en más que mediano estado de conservación se ven aún en Cefalá, a diez y ocho millas de Palermo. Hay asimismo ruinas de una quinta arábiga en Boccadifalco. Por último, un antiguo edificio en el valle de Guadagna, junto a Palermo, llamado comúnmente Torre del Diábolo, es atribuido a los árabes por el pueblo. En un muro alto con cuatro arcos apuntados de ventanas, pero que no tiene ningún signo característico de la arquitectura oriental.

Mucho más raras que las noticias que tenemos sobre los palacios y quintas de los árabes en Sicilia, son las que nos quedan acerca de las casas de Dios o de sus restos. Ibn Yubayr describe una mezquita situada no lejos de Palermo, como de forma cuadrilonga y rodeada de extensos pórticos de columnas571. Por más insuficiente que sea esta descripción, todavía creemos reconocer en sus vagos contornos la figura primitiva de las mezquitas de que ya hemos hablado; esto es, un gran patio circundado de un ándito con arcos y columnas. De la disposición de la mezquita principal de Palermo no sabemos nada. Idris ensalza, no obstante, la riqueza de su ornamentación con pinturas, dorados e inscripciones572. Así como las de Damasco y de Córdoba, fue esta mezquita en su origen un templo cristiano573; pero sin disputa, reedificada, como aquéllas, y después consagrada al culto cristiano por los normandos, siendo, por último, derribada en la segunda mitad del siglo XIV. En la catedral de ahora, que ocupa el mismo lugar, y que ha sufrido muchas modificaciones y cambios, sobre todo en el interior, no queda parte alguna esencial del antiguo edificio, a no ser quizás algunas columnas en los lados del Sur y del Oeste.

Merced a la tolerancia que Roger y sus sucesores se vieron precisados a adoptar en su tierra, en gran parte poblada de mahometanos, muchas de las mezquitas de Sicilia quedaron en poder de éstos durante la primera época después de la conquista. Otras, por el contrario, de la misma suerte que la mezquita principal, por medio de ciertas mudanzas interiores a fin de adaptarlas al culto divino, fueron transformadas en iglesias. Fácil es, por lo tanto, que en las actuales iglesias de Sicilia queden aún partes de las antiguas mezquitas. Esta presunción toca casi en la certidumbre con respecto a la iglesia de San Giovanni degli Eremiti, cerca del palacio real en Palermo. Las cuatro pequeñas cúpulas de esta iglesia llevan por completo el sello oriental, y las circunstancia de que las cúpulas eran antes cinco, y que en lugar de una de ellas se puso un campanario, parece confirmar la idea de su origen arábigo. Es cierto que han quedado documentos que llaman al rey Roger su fundador, pero no tienen mucho peso semejantes afirmaciones. Nadie ignora cuán frecuente era en la Edad Media, atribuir la fundación de un edificio al que sólo le ensanchaba, reparaba o hermoseaba.

La ciudad de Palermo poseía en tiempo de los mahometanos dos castillos principales. El mas antiguo, llamado por excelencia al-Qasr, era la mansión de los aglabidas, estaba situado en el sitio que ocupa ahora el palacio real, y se unía a la gran mezquita, como el de Córdoba, por medio de un camino cubierto. El otro, apellidado Jalisa por los árabes, y por Falcando Maris Castellum, había sido construido y fue habitado por los kalbidas, y estaba situado en la orilla del mar. Después de la conquista de la ciudad, escogió el conde Roger para su morada el más antiguo castillo de los aglabidas, que luego siguió siendo la residencia de sus sucesores574. Como no nos queda ninguna descripción de este palacio en su primitivo estado en tiempo de los árabes, nos parece que una narración de Guillermo de Tito nos puede ofrecer, en general, una idea de la disposición de los alcázares regios orientales. El historiador de las Cruzadas se expresa así sobre el alcázar del califa en el Cairo: «Tiene la casa de este príncipe un especial arreglo como no se sabe que le haya en otra alguna de nuestros días, por lo cual queremos apuntar aquí cuidadosamente todo aquello que hemos llegado a entender por relaciones fidedignas acerca de sus enormes riquezas, de su lujo y varia magnificencia, ya que no ha de ser desagradable entender de esto con más exactitud. Hugo de Cesarea, y con él el templario Godofredo, cuando en cumplimiento de su embajada fueron por vez primera al Cairo con el sultán, fueron introducidos por una gran multitud de siervos, que iban delante de ellos armados y con mucho estruendo, al través de unos pasadizos estrechos y de sitios enteramente oscuros; y en cada nuevo pasadizo hallaban turbas de etíopes armados que saludaban a porfía al sultán, hasta que al cabo llegaron al palacio, que en la lengua de ellos se llama Qasr. Luego que hubieron pasado más allá de la primera y de la segunda guardia, vinieron a hallarse en lugar más ancho y espacioso, que estaba al aire libre y donde el sol penetraba. Allí encontraron pórticos para pasear, que descansaban sobre columnas de mármol, tenían la techumbre dorada, estaban adornados con preciosas labores, y el piso con dibujos de color vario, de suerte que todo manifestaba una regia magnificencia. Y todo era tan hermoso por la materia y el trabajo, que forzosamente los ojos se inclinaban a mirarlo, y no podían hartarse de contemplar aquellas obras, cuya belleza sobrepujaba a cuanto hasta entonces habían visto. Había allí albercas de mármol llenas de agua cristalina y pájaros de todas clases, que entre nosotros no se conocen, de extraña forma y plumaje, y sobre todo, una vista altamente maravillosa para los nuestros. Desde allí los llevaron los eunucos a otras estancias, que se sobreponían tanto en hermosura a las anteriores, como éstas a las que habían visto primero. Allí había una pasmosa multitud de fieras y otros cuadrúpedos de distintas especies, como sólo el caprichoso pincel de un artista, la libertad de un poeta o un espíritu que sueña, puede formarlos en nocturnas visiones, y como sólo se producen en las tierras del Oriente y del Mediodía, sin que jamás se vieran en las de Occidente, donde apenas si alguna vez se habla de ellos. Después de muchos rodeos, al través de diferentes estancias, llegaron, por último, al propio palacio real, donde había grandes turbas de armados y no menos apiñada multitud de siervos y otros satélites, los cuales, por su número y por sus vestiduras, anunciaban la incomparable magnificencia de su señor, y donde todo patentizaba sus riquezas e inmensos tesoros. Cuando fueron introducidos de esta suerte y se hallaron en el centro del palacio, el sultán mostró a su amo el acostumbrado respeto, echándose por tierra una y dos veces, y venerándole y reverenciándole como nunca mostró nadie su veneración. Luego se echó por tierra la tercera vez y depuso el alfanje que del cuello le colgaba, de repente las cortinas, que estaban bordadas de oro y de gran variedad de perlas, y que pendían en medio ocultando el trono, se descorrieron con maravillosa rapidez, y el califa quedó visible. Estaba sentado, con el rostro descubierto y con un traje más que regio, sobre un trono de oro, y le circundaba un corto número de eunucos que le servían. Entonces el sultán se aproximó a él con profunda reverencia y le besó humildemente los pies»575. No parece probable que el palacio de los aglabidas, en Palermo, tuviera el lujo fantástico del de los califas del Cairo. Probablemente se hallaba en un estado algo ruinoso cuando Roger tomó posesión de él, y Roger y sus sucesores hicieron en él muchas restauraciones, cambios y mejoras; pero la afinidad del palacio de los normandos con los palacios orientales resalta con más viveza en otras descripciones que de él se han conservado. Así, por ejemplo, de las noticias del viaje de Ibn Yubayr, donde cuenta este escritor los muchos jardines, pórticos, pabellones, azoteas y patios, como también habla de un recinto circundado de una galería de columnas y arcos, en cuyo centro había una sala. Con esto coincide Falcando en su descripción del mismo palacio. «Todo él, dice, está hecho de sillares, labrados con notable esmero y arte pasmoso. Espesos muros le cercan en lo exterior: por dentro resplandece del modo más lujoso con oro y pedrería. Acá se levanta la torre pisana, donde se custodian los tesoros reales; acullá la torre griega, que domina la parte de la ciudad llamada Jemonia. Adorna el centro aquella parte que llaman Yawhara y que está ricamente adornada. En esta parte, refulgente con tantos primores, suele el rey pasar sus horas de ocio. El restante espacio que hay alrededor está dividido en varias habitaciones para las mujeres, muchachas y eunucos que sirven al rey y a la reina. Asimismo se encuentran allí otros muchos pequeños palacios de gran lujo, donde el rey conferencia en secreto con sus validos sobre los negocios de Estado»576.

Pero también toda esta magnificencia debía desaparecer pronto. Poco después que Falcando hizo su brillante pintura de la pompa arábigo-normanda de Palermo, se suscitó la tempestad de la guerra, que había de cubrir a Sicilia de nuevas ruinas. El bárbaro furor con que Enrique VI hizo valer las pretensiones de los Hohenstaufen al trono de Sicilia, y la inmediata espantosa dominación de los franceses, con las revoluciones y trastornos que trajo consigo, destruyeron cuanto los normandos habían conservado del arte arábigo, de modo que sus restos descansan hoy sepultados bajo una doble capa de escombros y ruinas. Previendo esta tempestad, escribe el gran historiador de Sicilia las palabras que sirven de introducción a su Historia: «Bien hubiera yo querido, amigo mío, ahora que la aspereza del invierno ha cedido el paso a las dulces auras, escribir algo de alegre y agradable para que llegase a ti como las primicias de la reciente primavera. Pero con la nueva de la muerte del rey de Sicilia, y con la consideración de los muchos males que ha de traer en pos de sí tan triste suceso, sólo puedo prorrumpir en lamentos. En balde me excitan a la alegría la serenidad del cielo, que de nuevo se aclara, y la amable vista de florestas y jardines. Como el hijo que no puede ver con los ojos enjutos la muerte de la madre, no puedo yo pensar sin lágrimas en la próxima desolación de esta Sicilia, que con tanto amor me ha recibido y criado en su seno. Ya creo ver las hordas impetuosas de los bárbaros que la invaden con violencia codiciosa, y nuestras ricas ciudades, nuestras florecientes comarcas yerman con la matanza, devastan con el robo y manchan con sus delitos. ¡Ay de ti, oh Catania, tan a menudo herida por el infortunio! Tus dolores no han podido calmar su furia. Guerra, peste, terremotos, erupciones del Etna, todo lo has sufrido, y ahora, después de todo, padeces el peor de los males: la servidumbre. ¡Ay de ti, oh famosa fuente de Aretusa! ¡Qué ignominia pesa sobre ti! Tú, que un día acompañaste con tu murmullo los cantos de los poetas, ahora tienes que refrescar la disoluta embriaguez de los alemanes y prestarte a sus abominaciones. Y ahora me vuelvo a ti, ¡oh celebrada ciudad, cabeza y gloria de toda Sicilia! ¡Cómo he de pasar en silencio tus encantos y cómo he de poder encomiarte lo bastante!» Aquí pone Falcando aquel elogio de su querida Palermo, que ya en otro lugar hemos copiado. Termina, por último, con estas palabras: «Todo lo que brevemente he referido es para que se sepa cuántos lamentos y qué abundancia de lágrimas son menester para que sea como debe deplorada la infelicidad de esta isla».

También en la vecina Malta, la cual, como las islas de Gozzo, Pantelaria y otras, inmediatamente después de la conquista de Sicilia, cayó en poder de los mahometanos, erigió la arquitectura arábiga mezquitas y palacios. Aun bajo la misma dominación de los normandos, cuya sabia política dejó a los muslimes la completa posesión de sus propiedades, y no les puso la menor limitación en el ejercicio de su culto, floreció allí el arte oriental. Pero apenas si ha quedado en nuestros días como recuerdo de esto otra cosa más que una losa sepulcral, con arcos de herradura muy exornados, la cual se custodia en el museo de La Valette. Sobre esta losa se lee tina inscripción que habla de un palacio y de una espléndida sala, inscripción que por su singular belleza no está de más trasladar aquí:

«En el nombre de Dios, clemente y misericordioso. La salud y la bendición de Dios sobre el profeta Mahoma y su familia. De Dios son la soberanía y la duración eterna; Dios ha destinado a perecer a sus criaturas; pero tenéis un buen modelo en su profeta.

Ésta es la tumba de Maimuna, hija de Hassan. Murió, Dios se apiade de ella, el martes, 16 del mes de Saban, año de 569, reconociendo que no hay más que un Dios, que no tiene compañeros.

Oh tú, que consideras este sepulcro, aquí me he sumido yo. El polvo ha cubierto mis párpados y lo interior de mis ojos.

En este lecho mío, en esta morada del aniquilamiento y en mi resurrección, cuando mi Creador la ordene, hallarás asunto de meditaciones sublimes. Piensa, pues, en ello, ¡oh hermano mío! y toma ejemplo de mí.

Vuelve la vista a los tiempos pasados a ver si por acaso hay alguien que permanezca en la tierra, a ver si por acaso hay alguien que pueda desafiar a la muerte y alejarla de sí.

La muerte me ha arrojado de mi palacio. ¡Ay! Ni mi espléndida sala ni mis riquezas me han valido contra ella.

¡Mira! Aquí estoy como prenda o gaje de mis propias acciones, las cuales están escritas en mi cuenta, pues nada creado subsiste»577.




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- XVII -

Granada. Caída de la cultura arábiga últimos monumentos del arte de los árabes en Europa


En la falda noroeste de Sierra Nevada, que es, después de los Alpes, la más alta cordillera de Europa, se extiende una elevada llanura, que por la abundancia y variedad de sus encantos apenas tiene igual. Aunque sólo poseyese aquel sitio la hermosura que la naturaleza ha derramado pródiga sobre él, pasaría siempre por uno de los más notables del mundo; pero, a fin de realzar más aún el hechizo con que se apodera del viajero, la historia ha puesto en él sus imperecederos recuerdos, la poesía ha extendido sobre él su velo vaporoso, y el arte le ha adornado con una de sus creaciones más bellas. ¿Quién no se ha transportado alguna vez en sueños a Granada, bajo los pórticos de hadados palacios, o en jardines pendientes de las rocas sobre cerros y cañadas cubiertos de alamedas? Hay palabras cuyo mero sonido da alas a la fantasía. Tales son los nombres de Alhambra y Generalife, los cuales resuenan en el alma como un poderoso conjuro, y levantan y traen ante ella una turba de imágenes: esbeltos pilares, extendiéndose en alto como las líquidas columnas de los surtidores; fiestas y torneos bajo arcadas aéreas; paseos nocturnos entre cristalinos y sonoros arroyos, mientras que el aroma del mirto embalsama el ambiente, y suena en la espesura el blando adormecido eco de los romances. Al lado de estas escenas apacibles aparecen otras trágicas de la caída de la dominación arábiga, y otras grandiosas de los heroicos combates donde el cristiano denuedo se probó contra la mahometana valentía. Esta guerra granadina es como el último gran poema caballeresco de la Edad Media, colocado en los mismos confines que de la edad moderna la separan, y, si bien penetrando tan de lleno en el claro día de la historia, medio velado aún por la vaga y nebulosa luz de la poesía. Para sublimar más aún la importancia histórica de aquellos lugares se trazó en ellos a la vez la señal y el término que marca del modo más distinto el advenimiento de una época nueva, no sólo para España, sino también para toda Europa; pues allí recibió Colón el encargo de armar aquella flota que, poco después de la toma de Granada, descubrió la América; y así, sobre las ruinas del palacio real de los árabes columbramos ya el Nuevo Mundo, que tal vez guarda en su seno los destinos por venir del género humano. Treinta años después, Carlos V, dominador entonces de uno de los más extensos imperios que jamás han estado sujetos bajo el cetro de mortal alguno, fijó allí su residencia, y en la puerta de la Alhambra, junto al lema de los nazaritas, «Sólo Dios es vencedor», resplandeció el águila imperial germánica, como lo requerían entonces el poderío y la significación de nuestra patria.

No nos incumbe hablar aquí de otras cosas que pudieron contribuir también a realzar el interés de aquellos lugares; sólo nos toca describirlos en su carácter local y en los más importantes n1mentos de su historia, como el sitio donde germinó y se desenvolvió el último florecimiento de la cultura arábiga, para marchitarse luego para siempre.

En la falda de la sierra del Sol, de cuyos costados, rompiendo por las aberturas de las peñas, se precipitan hacia el valle el Genil y el Darro, se halla esta ciudad, en parte en la llanura, en parte sobre colinas. Entre éstas se notan principalmente dos, divididas entre sí por el profundo valle del Darro: la altura que por causa del castillo que hay en su cima se llama comúnmente la Alhambra, y el escarpado Albaicín, en cuya cumbre se parecía la antigua alcazaba. En torno de la ciudad, hasta donde no llega la zona de montañas que la circunda, se dilata la verde vega, perfumada de rosas, entre cuyos espesos bosquecillos resplandece serpenteando el plateado Genil, y forma con las colinas y cañadas, así como también con las crestas de Sierra nevada, coronadas de blanca y reluciente nieve, un paisaje de tan apacible amenidad como de subyugadora y noble gentileza. Como si la naturaleza hubiese querido desplegar toda su fuerza creadora en una obra maestra y amontonar en un punto todas las riquezas de sus tesoros, ha unido en esta afortunada región de la tierra cuanto suele estar dividido y esparcido por diversas y apartadas regiones, encantando el alma y los sentidos del viajero. La fresca y jugosa verdura que gozan los países del Norte a costa de la triste oscuridad de su atmósfera nebulosa, merced a la alta situación y a la cercanía de grandes masas de nieve que nunca del todo se liquidan, se da aquí, bajo el azul profundo de un cielo sin nubes. Entre encinas, olmos y chopos, que esparcen su grata sombra en las colinas y laderas, se desenvuelve, la más lozana vegetación del Sur: el naranjo luce con su corona de hojas verde-oscuras; grupos de pinos y de cipreses alzan las gallardas y ligeras copas sobre un mar de verdura; nobilísimos laureles y densas matas de adelfas brotan espontáneos en las hendiduras de las rocas; y el granado crece con tal vigor y llega a tan gigantesca altura, que parece aquí consagrado a cubrir y esfumar con relucientes enramadas de verde oro los contornos suaves de las colinas. Por donde quiera se divisan blancos caseríos entre los emparrados, y por donde quiera, a través de la espesura, van murmurando los cristalinos arroyos y las sonoras cascadas; mas lo que acrecienta hasta lo infinito el encanto del paisaje, es que aquella pompa de vegetación y la abundancia de aguas que le da vida están acompañadas por la gloriosa luz de un sol casi tropical y por la singular formación del terreno sobre el cual solamente puede mostrarse en todo su esplendor tan maravilloso colorido. Es verdad que no hay bosques en las alturas, las cuales son calvas masas de peñascos; pero esto mismo se presta a quebrar los rayos de la luz matinal y de la luz vespertina, dándoles aquel profundo brillo y produciendo aquel rosicler y aquellos ricos cambiantes que visten las auroras y el anochecer del Mediodía como con los destellos de otro mundo encantado. Un anfiteatro de estas desnudas montañas rodea en ancho cerco el alto y risueño valle del Genil; y aquí, empinándose bruscamente y forjando con fantástica aspereza como quebradas torres; y allí, alzándose en blandas líneas y ofreciendo en su conjunto una marcada variedad de contornos, componen las sierras de Moclín y de Elvira; pero sobre todas Sierra Nevada alza pujante y coronada de nieve la cumbre de rotos obeliscos y gigantescas pirámides y de almenas y agujas separadas entre sí por hendiduras profundas. Imagínese ahora el sol de Andalucía cuando declina hacia el ocaso, derramando el raudal de sus rayos sobre tan portentoso panorama. Su áureo resplandor se trueca en encendida lumbre purpúrea, y recorre estremeciéndose toda la escala de los matices y tonos, hasta que ya las sombras cubren la llanura y los alcores, y todavía, al empezar la noche, los nevados picos de Veleta y Mulhacén, faros invisibles para los bajeles que surcan a lo lejos el Mediterráneo, despiden refulgentes destellos.

Hermosa en todos los tiempos es esta comarca; pero lo es sobre toda comparación en la primavera, cuando, derritiéndose la nieve de las montañas, da más crecida corriente a los ríos, arroyos y acequias, y suscita una viciosa abundancia de vegetación. No bien la flor del almendro llamada por los poetas árabes «la primera sonrisa de la primavera en la boca del mundo», anuncia la venida de la más suave estación del año, se engalanan los valles y los collados con verde esmeralda, donde relucen, compitiendo en colores y aromas, las flores de todos los climas; sobre espumosas cascadas extiende el granado sus ramas, ya cubiertas de nuevas hojas, entre cuyo verdor se destaca el rojo brillo de los capullos entreabiertos; en torno resuenan las castañuelas y el adufe578, y en las copas de los árboles entonan los ruiseñores los cantos del tiempo de los árabes, que no han olvidado todavía. El puro ambiente embalsamado y el fresco aliento de Sierra Nevada hacen de la mera respiración, bajo el cielo granadino, un deleite, como la tierra apenas brinda con otro igual en parte alguna.

No es una predilección apasionada, como alguien pudiera creer, la que induce a escribir estas palabras y a dotar al valle del Genil con encantos que sólo existan en la fantasía. Desde muy antiguo es famosa su belleza, y los orientales le han ensalzado como un paraíso más ameno y grande que los de Damasco, Cachemira y Samarcanda. El infatigable viajero Ibn Battuta, que había recorrido la mitad del mundo, desde los extremos orientales de India y de China hasta el océano Atlántico, dice que los alrededores de Granada, en una extensión de cuarenta millas, regados por el Genil y otros ríos, y cubiertos de jardines, huertas, praderas, caseríos, quintas y viñedos, no tienen nada semejante sobre la tierra579. No bien penetraron los cristianos en la capital del último reino muslímico de la Península, Pedro Mártir, cronista de Fernando e Isabel, se expresó con la misma admiración en un escrito, con fecha de allí: «A todas las ciudades que el sol alumbra, es, en mi sentir, preferible Granada; en primer lugar por la blandura del clima, que antes que nada se requiere para que sea grata la estancia en un punto. Aquí, en verano, no son muy fatigosos los calores, ni es el frío excesivo en invierno. Constantemente se ve desde la ciudad, a una distancia de poco más de seis millas, la nieve sobre la cumbre de las montañas; pero rara vez en el ardiente mes de Julio se dejan sentir con fuerza los calores, aquella nieve, que se trae pronto, refresca el agua, con la cual se templa el vino, poniéndole más fresco que ella. Si hay, por acaso, durante algunos días un frío inusitado, los espesos bosques de las cercanas montañas ofrecen pronto auxilio. Por otra parte, ¿qué comarca hay como ésta con tan bellos paseos para solaz y deleite del ánimo cansado de cuidados y fatigas? La admirable Venecia está cercada del mar por todas partes, a la rica Milán sólo le cupo en suerte una llanura; Florencia, cercada de altas sierras, tiene que sufrir todos los horrores del invierno; y Roma, oprimida por las exhalaciones de las lagunas del Tíber, y constantemente visitada por los vientos del Sur, que le traen los pestilentes miasmas de África, deja que lleguen pocos a una larga vejez, y hace sufrir en verano un calor que fatiga a los habitantes y los incapacita para todo. En cambio, en Granada, merced al Darro, que atraviesa la ciudad, el ambiente es puro y saludable. Granada goza a la vez de montañas y de una extensa llanura; puede jactarse de una cosecha perpetua, resplandece con cedros y con pomas doradas de todo género; tiene amenísimos huertos, y compiten sus jardines con el de las Hespérides. Las cercanas montañas se extienden en torno en gallardas colinas y suaves eminencias, cubiertas de olorosos arbustos, de bosquecillos de arrayán y de viñedos. Todo el país, en suma, por su gala y lozanía, y por su abundancia de aguas, parece ser los Campos Elíseos. Yo mismo he probado cuánto estos arroyos cristalinos, que corren por entre frondosos olivares y fértiles huertas, refrigeran el espíritu cansado y engendran nuevo aliento de vida»580.

No con menos entusiasmo se expresa el noble veneciano Andrés Navagero, que en 1526 residió largo tiempo en Granada como embajador cerca de Carlos V: «En torno de la ciudad, dice, es todo el terreno, así lo quebrado como lo llano, que se llama la Vega, de pasmosa amenidad y por extremo hermoso. En donde quiera hay abundancia, que no puede ser mayor, y todo está tan lleno de árboles frutales, como cerezos, nogales, albaricoques, membrillos e higueras, que apenas si se ve el cielo por entre la espesura de las ramas. También hay allí tantos y tan soberbios granados, que no se pueden imaginar mejores, y uvas extrañas de todas las especies posibles, y olivos tan espesos y coposos que parecen juntos un encinar. Por todas partes en torno a Granada, en los muchos por allí esparcidos jardines, se ven, o, mejor dicho, casi no se ven por la abundancia de árboles, tantas casas de moriscos, acá y acullá situadas, que, si se acercasen y juntasen, formarían otra ciudad no menor. Cierto es que son pequeñas las más de estas casas; pero todas poseen sus fuentes, rosales y arrayanes, todas son ricas de adorno y todas atestiguan que aquel país, cuando aún estaba en poder de los moros, era mucho más bello que en el día. Hoy se ven allí muchas casas derruidas y no pocos jardines abandonados y sin cultivo; porque los moriscos más bien disminuyen que aumentan, y son ellos los que plantan y edifican»581.

Cuando, después de la pérdida del rey de los godos D. Rodrigo, invadieron sin demora los muslimes toda la Península, y cada una de las tribus eligió para vivienda una de las comarcas conquistadas, los árabes sirios se fijaron en el valle del Genil y del Darro, a causa de su verde y feraz suelo, dominado por nevados montes que les recordaban el Líbano y las campiñas de Damasco582. A una milla de la antigua Ilíberis edificaron, en un punto que se llama la alcazaba vieja583, la fortaleza Hisn al-Rumman, esto es, el castillo del Granado. Este castillo dio nombre a la ciudad que dominaba, por donde vino a llamarse Granada584. Poco se sabe de Granada en los primeros tiempos. Sólo hay noticias de que, a más de los árabes, tenía una población judía muy numerosa, y además muchos habitantes cristianos, los cuales poseían no pocas iglesias, y entre ellas una suntuosa junto la puerta de Elvira.

En la segunda mitad del siglo IX se hace mención por vez primera de la Alhambra o castillo rojo. Durante unas sangrientas guerras que los árabes y los naturales del país entre sí traían, sirvió esta fortaleza de refugio ya a la una, ya a la otra de las dos parcialidades. Asaltada muchas veces, era ya casi un montón de escombros, cuando, según cuentan, los árabes, perseguidos por mayor número de contrarios, se refugiaron de nuevo en ella. La situación de los sitiados era muy mala, pero con prodigiosos esfuerzos procuraron a la vez rechazar los asaltos del enemigo y volver a levantar los muros de la Alhambra. En cierta ocasión, cuando estaban por la noche, a la luz de las antorchas, trabajando en las fortificaciones, y el ejército enemigo acometía con furia y amenazaba enseñorearse de la altura, vieron una piedra que vino lanzada por encima del muro y que cayó a sus pies. Uno de los árabes la levantó, y halló una hoja de papel asida a la piedra, donde estaban escritos los siguientes versos, que leyó a sus compañeros:


   Son un desierto aterrador ahora
la ciudad, vuestros campos y mansiones;
es en balde la fuga que os desdora;
no reedificaréis los torreones
y muros del Alhambra derruida,
porque el filo tremendo de la espada,
cual vuestros padres ya la tienen dada,
pronto daréis la vida.



Estos versos, leídos por la noche a la luz oscilante de las antorchas, llenaron a los árabes de un espanto supersticioso. No pocos imaginaron que la piedra con el papel había caído del cielo, pero otros procuraron tranquilizar a los temerosos, afirmando que los enemigos habían lanzado la piedra, y que los versos eran de su poeta Abli. Esta opinión vino poco a poco a prevalecer, y el poeta Asad, que entre los sitiados se hallaba, fue requerido para escribir una contestación en el mismo metro y con las mismas consonantes. Asad, aunque sobresaltado por aquella terrible situación, y no libre de sombríos presentimientos, trató de dominarse, y empezó:


   No está desierta la ciudad ahora,
ni lo están nuestros campos y mansiones;
la esperanza del triunfo corrobora
en la Alhambra los nobles corazones.
Esa hueste engreída
a vuestros pies caerá pronto humillada...



Pero al llegar aquí, el poeta se cortó y buscó inútilmente los versos que le faltaban. Cuando los árabes vieron esta turbación del poeta, la tuvieron a mal agüero, y el miedo se apoderó de ellos nuevamente. Asad se retiró avergonzado. Entonces oyó una voz que decía:


   De vuestros hijos la cabeza amada
por el terror veréis encanecida.



Eran los dos versos que faltaban. Asad miró en torno, más no pudo descubrir a nadie. Persuadido entonces de que un espíritu celestial había pronunciado aquellas palabras, se apresuró a volver donde estaban sus compañeros y les contó lo ocurrido. Todos le oyeron con asombro, considerando el caso como milagro, y se dieron por convencidos de que Dios iba a auxiliarlos para conseguir la victoria. Luego fueron los versos escritos en un papel, y atado éste a una piedra, que arrojaron al enemigo. La profecía se cumplió pronto también. Llenos de nuevo valor los sitiados, hicieron una salida y lograron la victoria más brillante585.

Si la Alhambra, de que hablan los versos, estaba situada en el mismo lugar que el famoso regio alcázar de época posterior, o tal vez no muy lejos de allí, donde se ven hoy las Torres Bermejas, es duda que difícilmente puede aclararse.

Al principio del siglo XI se convirtió Granada en capital de un Estado independiente. En la lucha entre árabes y berberiscos, que llenó el último período de la dominación de los omiadas, la cabeza del caudillo berberisco Ziri, del linaje de los sinhayas, fue elevada en el adarve del castillo de Córdoba. Ardiendo en sed de venganza, el hijo de Ziri, Zawi, marchó contra Córdoba con numerosa hueste, tomó por asalto la ciudad, la entregó a la devastación y al saqueo, quitó la cabeza de su padre del adarve y la envió a sus parientes, a África, para que la colocasen en el sepulcro que guardaba el cadáver. Durante la creciente decadencia del califato, fundó este Zawi un señorío en el sudeste de Andalucía y fijó su residencia en Granada. Bajo su sobrino y sucesor Habbus, que para ser de origen berberisco poseía una instrucción insólita, y también trató de atribuirse una prosapia arábiga, así como bajo Badis, cruel tirano que le sucedió en el trono, creció notablemente la ciudad. Éste último la cercó de fortificaciones, la adornó con palacios, y edificó una nueva alcazaba o ciudadela, que se extendía desde la antigua hasta el Darro. El alcázar de esta dinastía estaba situado en la altura cerca de la alcazaba antigua586. En una de sus torres había una figura de un caballero de bronce, que giraba con el viento, y que tenía una misteriosa inscripción que profetizaba la caída de Granada. Según Maqqari, terminaba la inscripción: «Sólo corto tiempo durará el caballero; grandes adversidades vendrán sobre él, y reino y alcázar caerán en ruinas»587. Una posición elevada bajo Badis, como ya bajo sus antecesores, tuvieron el judío Samuel Leví y su hijo Josef. Dotados ambos de brillantes prendas intelectuales y de esmerada educación literaria, así como de rara destreza y agilidad para los negocios, supieron ganarse la confianza absoluta del príncipe, y todo el poder del gobierno descansó casi por completo en sus manos. Pero en el pueblo fermentaba el rencor contra aquellos infieles, que hacían aguardar a la puerta de sus dorados palacios, regados por fuentes de limpias aguas, a los muslimes, a quienes afrentaban, escarneciendo sus santas creencias588.

Por medio de una poesía llena de inventivas vehementes, un alfaquí árabe atizó aquel odio hasta encenderle en vivas llamas, y causó un motín que acabó, en 1066, con el dominio de los judíos, de los cuales fueron degollados un gran número. No mucho después tuvo también su término la dinastía de los Sinhayas. Yusuf Ibn Tasufin, el morabito, derribó del trono, así como a los demás pequeños soberanos de la Península, al nieto de Badis, Abd Allah, y tomó posesión de su palacio. Inmensos eran los tesoros que en él halló. Todas las estancias estaban adornadas con techos, tapices y cortinas de extraordinario precio. Por todas partes rubíes, esmeraldas, diamantes y perlas, y vasos de cristal, plata y oro deslumbraban la vista. Singularmente fue admirado un rosario o collar de cuatrocientas perlas, cada una de las cuales valían cien ducados589.

En los tiempos que inmediatamente siguieron, Granada se eclipsa de nuevo y vuelve a ser una ciudad de provincia. Durante la atrevida expedición del rey aragonés D. Alfonso I, estuvo ya en peligro de ser arrebatada a los mahometanos. Los numerosos cristianos que allí residían, oprimidos por la intolerancia de los almorávides, enviaron una embajada secreta al rey de Aragón, excitándole a una excursión de conquista en el Mediodía: «Le pintaron, dice Ibn al-Jatib, todas las excelencias que había en Granada, y que la convertían en el más hermoso sitio del mundo; le hablaron de su extensa vega, de sus cereales y linos, de su abundancia de seda, vino, aceite y frutas de todas clases, de su riqueza en fuentes y ríos, del bien fortificado alcázar, de la cultura de sus moradores, etc590. En consecuencia de esta excitación, emprendió Alfonso I, en el año 1125, una expedición, penetrando hasta cerca de Granada y permaneciendo acampado delante de la ciudad durante diez días. Circunstancias desfavorables le obligaron, con todo, a desistir de sus planes de conquista y a emprender la retirada. En vez de caer en manos de cristianos antes de otras principales ciudades muslimes, debía ser Granada el último baluarte del Islam en la Península Ibérica. Cuando ya no parecía estar muy lejos la completa ruina de los mahometanos en España; cuando ya habían sido conquistadas Sevilla por San Fernando y Valencia por Jaime I de Aragón, y cuando una fortaleza en pos de otra caía en poder de los cristianos, se alzaron tres valerosos adalides de antigua estirpe arábiga, Ibn Hud, Ibn Mardaniš e Ibn al-Ahmad, en defensa del Corán, a par que en empeñada contienda por el predomino sobre la España muslímica. Muhammad ibn Ahmad, del linaje de los nazaritas y natural de Arjona, consiguió al fin la victoria sobre sus rivales. En el año de 1238 había fundado un reino en las pendientes de Sierra Nevada y de las Alpujarras, contra el cual se estrelló aún durante siglos el poder de los cristianos. Como asilo abierto a los fugitivos de las diversas provincias que los cristianos poseían, ganó este reino no sólo una población extraordinaria por su número, sino también las fuerzas más eficaces para proporcionar el bienestar. El comercio tomó un incremento prodigioso con los productos de la industria y de la agricultura granadinas, y trajo a los puertos de las costas meridionales buques de todas las naciones. La capital creció en extensión y en población de un modo gigantesco, y la arquitectura, favorecida por los nazaritas, tan amantes del lujo y de las artes, floreció con sus formas más ricas y bellas. Probablemente en la cumbre del mismo monte, donde, como ahora lo vemos, ya en el siglo IX, había habido una fortaleza llamada Alhambra, edificó el fundador de esta dinastía el castillo real del mismo nombre, famoso en todo el mundo, y fijó su residencia591. Estas últimas palabras deben tenerse en cuenta, pues como por el nombre de Alhambra se designa todo el conjunto de fortificaciones que hay en la colina que domina a Granada, sin la adición susodicha podría dudarse aún si Muhammad Ibn al-Ahmad había poseído allí un palacio. Su lema o divisa: «Sólo Dios es vencedor», que resplandece en todos los muros del alcázar, lo era también de su dinastía. El sucesivo ensanche, embellecimiento y terminación del edificio fue obra de sus sucesores, los cuales adornaron asimismo los otros cerros de Granada y la vega con palacios y quintas, y erigieron mezquitas, escuelas, hospitales, baños y lonjas de mercaderes. El más encomiado entre los nazaritas por las grandes obras arquitectónicas que llevó a cabo, fue Yusuf Abu-l-Hayyay (1333-54). Fueron tan colosales sus empresas, que le dieron la reputación de poseer los secretos de la crisopeya. Siguió los pasos de Yusuf su hijo Muhammad V, y el tiempo que media entre la fundación de aquel reino y la muerte de este último soberano, en 1390, debe considerarse como el período más floreciente de la arquitectura granadina. También en este período vino a terminarse la Alhambra, tal como en sus partes principales la vemos hoy.

Por largo tiempo estuvo el reino de Granada sin ser amenazado seriamente por los príncipes cristianos, divididos entre sí; pero fue muy otra la situación de las cosas cuando Isabel, fundadora de la monarquía española, por su casamiento con Fernando de Aragón, dispuso de todo su poder para destruir aquel baluarte de los infieles. Intestinas discordias habían ya conspirado al mismo fin que las armas de Castilla: a la pérdida de Granada. Cuando vamos a llegar a esta pérdida, nos vemos de súbito trasportados al país de las leyendas desde la claridad de la historia. Así como sobre Rodrigo, último rey de los godos, hay sobre las figuras de los dos últimos reyes de Granada, Abu-l-Hasan y su hijo Abu Abd Allah, Boabdil, extendido un mítico velo, al través de cuya luz indecisa los hechos históricos sólo difícilmente se perciben. De aquella tradición famosa, tan variamente narrada en novelas y poesías, ya hemos hablado en páginas anteriores. Basta recordar aquí la enemistad entre abencerrajes y zegríes, con la cruel decapitación de aquéllos, y afirmar el hecho de que ambos reyes, padre e hijo, luchaban entre sí por el poder supremo, destrozando el reino todo estas regias contiendas, los bandos y las guerras civiles. Fatal fue para los mahometanos que ocurrieran estos infelices accidentes en el mismo tiempo en que, para resistir al poder cristiano fortalecido, se requería la unión más estrecha. Sin embargo, Abu-l-Hasan mismo provocó la guerra con el mayor aturdimiento. La toma del castillo de Zahara por sus soldados, que pasaron a cuchillo a toda la guarnición, dio la señal de la lucha. Ya entonces corrían los alfaquíes por las calles pronosticando desventuras y prediciendo la caída del reino. Pronto se arrepintió el rey de su mala acción, cuando le llegó la noticia de la pérdida de Alhama, su principal fortaleza. Iba cabalgando, como el romance le describe,


   Desde la puerta de Elvira
hasta la de Bivarrambla;



y se lamentó diciendo:


   ¡Ay de mi Alhama!
Cuando en la Alhambra estuvo
manda que toquen al arma,
y que suenen las trompetas,
los añafiles de plata.



Pero entonces se llegó a él un alfaquí


De barba crecida y cana,



y le dijo:


   Bien se te emplea, buen rey,
buen rey, bien se te empleara.
Mataste los Bencerrajes,
que eran la flor de Granada...
por eso mereces, rey,
una pena muy doblada:
que te pierdas tú y el reino,
y que se pierda Granada.



Sin embargo, el último golpe cayó sobre la cabeza de su hijo. Mientras que la sangre de sus propios ciudadanos corría por las calles de Granada, era tomada una fortaleza en pos de otra, y cuando al cabo, por muerte de Abd al-Hasam Boabdil se vio solo en el trono, no le quedó más que defender que su capital misma. A dos millas de sus puertas habían asentado sus reales Isabel y Fernando, en la ciudad de Santa Fe, edificada por ellos.

El éxito final de la lucha no podía ser dudoso. Boabdil, que desde el principio había mostrado su timidez, hizo una capitulación para la entrega de la ciudad, y en la mañana del día 2 de Enero de 1492, plantó el cardenal don Pedro González de Mendoza la cruz de plata sobre la más alta torre de la Alhambra. El grueso del ejército español, así como los mismos Reyes Católicos, acampaban aún en los llanos de Armilla. Cuando la santa seña se hizo visible, relumbrando herida por los rayos del sol naciente, cayeron todos de rodillas, dando gracias al Señor y cantando el Te Deum. Luego se dirigieron lentamente las huestes hacia la ciudad. Boabdil, en tanto, tomó el camino de las Alpujarras, donde le habían dejado algunas tierras. En lo alto del cerro de Padul tiró de las riendas a su caballo y miró por última vez a Granada, que desde allí se descubre en toda su magnífica extensión, en medio de la verde vega. A esta vista, prorrumpió, suspirando, en estas palabras: «Alah Akbar», y empezó a llorar amargamente; pero su madre, que le acompañaba, le dijo: «Razón tienes de llorar como mujer por lo que no supiste defender como hombre»592. Desde entonces se llama aquel sitio último suspiro del Moro, y también Cerro de Alah Akbar.

Sobre los ulteriores sucesos de la vida del último monarca granadino, se sabe que, después de una corta permanencia en las Alpujarras593, pasó con su familia a las costas africanas, y vivió hasta su muerte en la ciudad de Fez, donde hizo edificar muchos palacios en estilo andaluz. Descendientes suyos quedaban aún en Fez en el siglo XVII, pero sumidos en tan grande pobreza, que se veían forzados a vivir de limosna.

Así acabó, después de una duración de cerca de 800 años, la dominación arábiga en España. La ulterior permanencia de los mahometanos en el suelo andaluz, y su final expulsión, forman una serie de infortunios que sólo pueden mirarse con dolor y con mala voluntad contra ellos que los hicieron pesar sobre un pueblo vencido y desdichado594. Bien pueden considerarse con interés y contento las atrevidas hazañas de los caballeros cristianos en la guerra de Granada, mientras que estuvieron acompañadas del fiel cumplimiento de lo pactado, de blandura y de miramientos con el contrario caído; para el verdadero cristianismo, cuya doctrina de caridad, dulzura, justicia y pureza de corazón lleva en sí misma el sello de un origen divino sin necesidad del testimonio de los milagros, bien puede desearse el triunfo sobre el Islam; pero de la religión que violenta a los que creen otros dogmas a fin de que acepten los suyos por medio de amenazas y a hierro y fuego, se aparta la vista con horror y con odio595. A los mahometanos se les concedió por la capitulación de Granada la posesión de sus mezquitas y la completa libertad de su culto. Debían ser juzgados según sus propias leyes y por sus magistrados propios, no perturbados en el pleno goce de sus propiedades ni molestados en sus antiguos usos, idioma y traje. Durante los ocho primeros años no pudieron quejarse de la infracción de este pacto. El verdaderamente piadoso arzobispo de Talavera, cuya es aquella famosa sentencia de que a los moros faltaba la fe de los españoles, y a los españoles las buenas obras de los moros, para ser todos buenos cristianos, hizo a la verdad muchos prosélitos, así por su bondad, que ganaba los corazones, como por la fuerza de su elocuencia; pero desechó siempre toda tentativa de atraer por violencia a los infieles, así por ilícita como por inútil, también del Conde de Tendilla, gobernador de Granada, tuvieron los moriscos que felicitarse. Sin embargo, ya entonces los más sombríos presentimientos se habían apoderado de sus ánimos. El recuerdo de muchos actos de crueldad y deslealtad perpetrados ya por los Reyes Católicos, por ejemplo, el condenar a la esclavitud a la población entera de Málaga, estaba muy reciente en la memoria de ellos para que pudiesen mirar con confianza en el porvenir. De esto da testimonio un notable manuscrito, en letras arábigas o aljamiado, que he visto en la Biblioteca Nacional de Madrid596. Su autor, que es un mahometano, refiere que visitó a su correligionario José Benegas en su casa de campo, a una legua de Granada, y allí le habló de la siguiente manera: «Bien sé, hijo mío, que los sucesores de Granada te lastiman el corazón; pero no te maravilles si hablo de ellos porque no pasa un solo instante sin que me estremezcan lo íntimo de mi ser, ni un solo día en que no destrocen mi corazón. Nadie ha llorado jamás infortunio mayor que el de los hijos de Granada. No dudes de mis palabras, pues yo soy uno de ellos y fui testigo de vista. Yo vi con mis propios ojos que todas las nobles damas, así casadas como viudas, fueron cubiertas de ultrajes, y que más de trescientas doncellas fueron vendidas en público mercado. Yo mismo perdí tres hijos. Los tres murieron en defensa de la fe. Mi mujer y dos hijas me fueron arrebatadas, y sólo me quedó para consuelo esta única hija, que entonces tenía siete años. Me he quedado solo y como desterrado en el mundo. Cúmplase la voluntad de Dios. Así me conceda la gracia de llevarme pronto de aquí. ¡Oh hijo mío! No lloro yo por lo pasado. No conseguiría, llorando, que no hubiera pasado. Lloro por lo que has de padecer si quedas con vida y permaneces en esta tierra, en esta isla de España. Permita Alá, merced a la santidad de nuestro reverenciado Corán, que mi predicción no se cumpla, que no salga verdadera como la veo ante mis ojos. Pero todavía ha de venir tal oposición sobre nuestra religión, que preguntarán los nuestros: ¿Qué es de la voz que nos llamaba a orar? ¿Qué de la fe de nuestros antepasados? Todo para quien tenga sentimiento ha de ser tristeza y luto, y mayor dolor es pensar aun que los muslimes serán como los cristianos y no desdeñarán sus trajes ni repugnarán sus comidas. No consienta al menos el bondadoso Alá que acepten sus obras y que reciban en el corazón sus creencias religiosas».

Estas profecías no tardaron en cumplirse. El partido más celoso y fanático, muy fuerte entre el clero, supo encomendar el negocio de la conversión a un hombre que no tenía en la elección de los medios los escrúpulos de Talavera. Era éste el célebre Jiménez, el cual, no bien se vio en Granada, empezó a emplear todo linaje de corrupciones y de astucias para que renegasen de su fe los creyentes en el Corán. No sólo trató de destruir la doctrina del Profeta, sino también los escritos que por acaso pudieran tener con ella alguna relación. En Granada se habían reunido los restos de las inmensas bibliotecas que hubo en otro tiempo en Córdoba, Sevilla y otras ciudades florecientes en muslímica cultura. El Arzobispo creyó hacer una obra meritoria acabando de aniquilar lo que había podido salvarse del furor de los berberiscos y de los primeros conquistadores cristianos. Por orden suya todos los manuscritos arábigos de que pudieron apoderarse sus arqueros se hacinaron en un gran montón en una plaza principal de la ciudad. Ni el asunto, que a menudo nada tenía que ver con el Corán, ni el primor de la caligrafía, ni la suntuosidad de la encuadernación, hallaron gracia a sus ojos597. La quema de la gran biblioteca de Alejandría, que se dice haber sido ejecutada por Omar en el primer período tempestuoso del Islamismo, no es un hecho probado, y más bien la tienen casi generalmente por una fábula los historiadores circunspectos; pero es indudable que un prelado cristiano, en la edad del renacimiento de las ciencias, entregó a las llamas sobre cien mil obras de sabios y de poetas arábigos, fruto de ocho siglos de alta cultura intelectual. Sólo fueron perdonadas algunas obras de medicina. Para realzar el merecimiento de aquel santo varón, suponen sus admiradores que el número de los volúmenes que hizo quemar llegó a un millón cinco mil598.

Por su violento modo de proceder, a fin de realizar sus planes de conversión, suscitó Jiménez un alzamiento en el Albaicín, barrio de la ciudad sólo habitado por moriscos. Cuando Fernando e Isabel tuvieron noticia de esto, desaprobaron vivamente el celo excesivo del Arzobispo; pero éste, luego que la rebelión fue sofocada, supo con sofística elocuencia calmar el disgusto de los reyes. Aunque no obtuvo un expreso consentimiento, tampoco halló oposición alguna a la realización de sus miras, y dio por sentado que los moriscos se habían hecho reos de alta traición, y que era un acto de clemencia dejar que eligiesen entre el destierro y la conversión al cristianismo. Muchos de aquellos infelices se decidieron entonces a la expatriación; los demás, que no quisieron o no pudieron abandonar el suelo patrio, se resignaron al bautismo.

De este modo faltaron abiertamente los españoles a lo pactado, mientras que ellos mismos ponían una confianza absoluta en la palabra de los moriscos. El Conde de Tendilla había procurado calmar la insurrección del Albaicín, prometiendo a los descontentos acabar con la causa de sus quejas y observar la capitulación, y como fianza del cumplimiento de esta promesa, dejó en poder de ellos a su mujer y dos hijos. En vez de la regia confirmación de la promesa llegó el anuncio de la ya mencionada resolución, por lo cual quedaba hollada y rota la capitulación toda; sin embargo, los moradores del Albaicín devolvieron al Conde sus rehenes. Subleva más aún la conducta de los cristianos y se manifiesta más a las claras cuando se reflexiona que ellos mismos habían gozado casi siempre bajo el dominio mahometano de libertad religiosa, y salvo raras excepciones, que tuvieron lugar por sus provocaciones mismas o bajo el dominio de los berberiscos, no sufrieron persecución alguna599.

Evidentemente el Islam es intolerable por principios. Su primera prescripción fue, de acuerdo con el mandato del Profeta, emplear la fuerza de las armas; pero a los vencidos los trató con indulgente dulzura. Los judíos, mientras que en toda Europa eran asesinados y quemados, hallaron libertad en la Andalucía muslímica. Con el cristianismo ocurre lo contrario. El amor y la dulzura son los preceptos principales de su fundador; pero los cristianos por donde quiera han cumplido con dichos preceptos sólo mientras eran débiles. Bien puede hacerse a todas las comuniones cristianas la grave acusación de que, no bien han obtenido el poder, todas ellas, con su intolerancia contra los que pensaban de otro modo, han contradicho y negado el espíritu de Aquel de quien procedían.

Con la violenta conversión de los muslimes granadinos desaparece el nombre de moros de la historia de España y es sustituido con el de moriscos600. Naturalmente esta conversión fue en un principio, y siguió siendo, nada más que exterior. Los mahometanos conservan por lo común con gran firmeza las creencias que en su primera juventud les fueron inculcadas. Hasta hoy mismo es muy raro entre ellos un cambio de religión. Con más dificultad aún podían decidirse a adoptar el cristianismo: en primer lugar, porque la doctrina de que Dios ha engendrado un hijo está declarada de un modo enfático como una blasfemia en la sura 19 del Corán, y en segundo lugar, porque el dogma de la Trinidad les parece en contradicción con la afirmación fundamental del Islam, la unidad de Dios; tanto, que acusan de politeísmo a los cristianos. Salvo, pues, el bautismo, que se vieron obligados a recibir por fuerza, los moriscos permanecieron en secreto fieles al Islam. Considérese que apenas esquilmado campo debió de encontrar la Inquisición en Granada601.

En el año de 1526 el espantoso tribunal, que hasta entonces sólo desde lejos había lanzado sus rayos, hizo su entrada en la capital de Boabdil. Desde luego apareció un decreto, en el cual se prohibía a los moriscos el empleo de la lengua arábiga, escrita y hablada, sus apellidos y su traje nacional. Poco después vino también la prohibición de los baños, que son una necesidad para los orientales, de las zambras o fiestas y danzas nocturnas, de los cantares arábigos y de los instrumentos músicos moriscos. Con la mayor severidad, y citándolos por sus nombres, fueron amonestados para que asistiesen al servicio divino católico, que en su corazón detestaban. Esta violencia sirvió sólo para que ellos se uniesen con más firmeza a la fe de sus padres. Anualmente se daba lectura en las iglesias de un edicto llamado de delación, en el cual la Inquisición ordenaba a los fieles, bajo las penas más severas, denunciar toda acción y hasta todo gesto que pudiera excitar sospechas de mahometismo. A pesar de eso, y a pesar del ejército de espías del santo tribunal que los rodeaba, los moriscos siguieron en silencio con sus creencias, y los que llevaban en vida la máscara del catolicismo, la arrojaban al menos en la hora de la muerte, y morían, con gran dolor de los clérigos, confesando altamente al Profeta. Así fue que los calabozos se llenaron, se emplearon los instrumentos de tortura, y parecía que no había de haber bastante leña en los bosques de Andalucía para quemar a los secretos sectarios del Corán.

De este tiempo de infortunio y desesperación nos queda aún un canto elegíaco, probablemente la última poesía arábiga nacida en el suelo español. Ya que hemos trasladado a este libro tantos versos inspirados por las fiestas, el amor y el vino, o que resonaron bajo las bóvedas de los alcázares de los califas para celebrar sus triunfos y su magnificencia, no creemos que deban suprimirse estos otros, que fueron compuestos al son de las cadenas y el resplandor de las hogueras, y que parecen el canto fúnebre de un pueblo que muere602. «Con el nombre de Dios piadoso y misericordioso. Antes de hablar y después de hablar sea Dios loado para siempre. Soberano es el Dios de las gentes, soberano es el más alto de los jueces, soberano es el uno sobre toda la unidad, el que crió el libro de la sabiduría; soberano es el que crió a los hombres, soberano es el que permite las angustias, soberano es el que perdona al que peca y se enmienda, soberano es el Dios de la alteza, el que crió las plantas y la tierra, y la fundó y dio por morada a los hombres; soberano es el Dios que es uno, soberano el que es sin composición, soberano es el que sustenta a las gentes con agua y mantenimientos, soberano el que guarda, soberano el alto Rey, soberano el que no tuvo principio, soberano el Dios del alto trono, soberano el que hace lo que quiere y permite con su providencia, soberano el que crió las nubes, soberano el que impuso la escritura, soberano el que crió a Adán y le dio salvación, y soberano el que tiene la grandeza y crió a las gentes, y a los santos y escogió de ellos los profetas y con el más alto de ellos concluyó. Después de magnificar a Dios, que está solo en su cielo, la santificación sea con su escogido y con sus discípulos honrados». Comienzo a contar una historia de lo que pasa en Andalucía, que el enemigo ha sujetado, según veréis por escrito. El Andalucía es cosa notoria ser nombrada en todo el mundo, y el día de hoy está cercada y rodeada de herejes, que por todas partes la han cercado. Estamos entre ellos, avasallados como ovejas perdidas o como caballero con caballo sin freno; hannos atormentado con la crueldad; enséñannos sutilezas y engaños; hasta que hombre querría morir con la pena que siente. Han puesto sobre nosotros a los judíos, que no tienen fe ni palabra; cada día nos buscan nuevas mentiras, astucias, abatimientos, menosprecios y venganzas. Metieron a nuestras gentes en su ley, hiciéronles adorar con ellos las figuras, apremiándolos a ello, sin osar nadie hablar. ¡Oh cuántas personas están afligidas entre los descreídos! Llámannos con campana para adorar la figura; mandan al hombre que vaya presto a su ley revoltosa; y después se han juntado en la iglesia, se levanta un predicador con voz de cárabo y nombra el vino y el tocino, y la misa se hace con vino. Y si le oís humillarse diciendo: ésta es la buena ley, veréis después que el abad más santo de ellos no sabe qué cosa es lo lícito y lo ilícito. Acabando de predicar se salen, y hacen toda la reverencia a quien adoran, yéndose tras de él sin temor ni vergüenza. El abad se sube sobre el altar y alza una torta de pan que la vean todos, y oiréis los golpes en los pechos y tañer la campana del fenecimiento. Tienen misa cantada y otra rezada, y las dos son como el rocío en la niebla. El que allí se hallare veráse nombrar en un papel, que no queda chico ni grande que no le llamen. Pasados cuatro meses va el enemigo del abad a pedir las albalás en la casa de la sospecha, andando de puerta en puerta con tinta, papel y pluma, y al que faltare la cédula ha de pagar un cuartillo de plata por ella. Tomaron los enemigos un consejo: que paguen los vivos y los muertos. ¡Dios sea con el que no tiene qué pagar! ¡Oh qué llevará de saetadas! Zanjaron la ley sin cimientos y adoran las imágenes estando asentados. Ayunan mes y medio, y su ayuno es como el de las vacas, que comen a mediodía. Hablemos del abad del confesar, y después del abad del comulgar; con esto se cumple la ley del infiel, y es cosa necesaria que se haga, porque hay entre ellos jueces crueles que toman las haciendas de los moros y los trasquilan como trasquiladores que trasquilan el ganado. Y hay otros entre ellos examinados, que deshacen todas las leyes. ¡Oh cuánto corren y trabajan con acuerdo de acechar las gentes en todo encuentro y lugar. Y cualquiera que alaba a Dios por su lengua no puede escaparse de ser perdido, y al que hallan una ocasión, envían tras de él un adalid, que aunque esté a mil leguas, le halla, y preso, le echan en la cárcel grande, y de día y de noche le atemorizan diciendo: «¡acordaos!» Queda el mezquino pensando con sus lágrimas, de hilo en hilo, en diciéndole: «¡acordaos!» y no tiene otro sustento mayor que la paciencia. Métenle en un espantoso palacio, y allí está mucho tiempo y le abren mil piélagos, de los cuales ningún buen nadador puede salir, porque es mar que no se pasa. Desde allí le llevan al aposento del tormento, y le atan para dársele, y se le dan hasta que le quiebran los huesos. Después desto, están de concierto en la plaza del Hatabín, y hacen allí un tablado que lo semejan al día del juicio, y el que dellos se libra aquel día le visten una ropa amarilla, y a los demás los llevan al fuego con estatuas y figuras espantosas. Este enemigo nos ha angustiado en gran manera por todas partes, y nos ha rodeado como fuego. Estamos en una opresión que no se puede sufrir. La fiesta y el domingo guardamos, y el viernes y el sábado ayunamos, y con todo aún no los aseguramos. Esta maldad ha crecido cerca de sus alcaides y gobernadores, y a cada uno le pareció que se haga la ley una; y añadieron en ella, y colgaron una espada cortadora, y nos notificaron unos escritos el día de año nuevo en la plaza de Bib al-Bonid, los cuales despertaron a los que dormían, y se levantaron del sueño en un punto, porque mandaron que toda puerta se abriese. Vedaron los vestidos y baños y los alárabes en la tierra. Este enemigo ha consentido esto y nos ha puesto en manos de los judíos para que hagan de nosotros lo que quisieren, sin quedello tengan culpa. Los clérigos y frailes fueron todos contentos en que la ley fuese toda una y que nos pusiesen debajo de los pies. Esto es lo que ha cabido a nuestra nación, como si le diesen por honra toda la infidelidad. Está sañudo sobre nosotros, hase embravecido como dragón, y estamos todos en sus manos, como la tórtola en manos del gavilán. Y como todas estas cosas se hayan permitido, habiéndonos determinado con estos males a buscar en los pronósticos y juicios, para ver si hallaríamos en las letras descanso; y las personas de descripción que se han dado a buscar los originales nos dicen que con el ayuno esperemos remediarnos; que afligiéndonos con la tardanza habrán encanecido los mancebos antes de tiempo; mas que después de este peligro, de necesidad nos han de dar el parabién y Dios se apiadará de nosotros. Esto es lo que tengo que decir, y aunque toda la vida contase el mal, no podría acabar. Por tanto, en vuestra virtud, señores, no tachéis mi orar, porque hasta aquí es lo que alcanzan mis fuerzas; desechad de mí toda calumnia, y el que endechare estos versos ruegue a Dios que me ponga en el paraíso de su holganza»603.

Esta poesía, destinada a ganar la voluntad de los moros de la costa de África, así como también una carta que pedía directamente auxilio, fue cogida por los agentes del gobierno español a un cierto Ibn Dawd, cuando ya éste quería pasar a la otra orilla del Mediterráneo. La misma desesperada situación de los moriscos los excitaba tiempo hacia a la insurrección. Para provocarla más, principalmente entre los moradores de las Alpujarras, que seguían casi todos el Islam, se habían divulgado profecías que anunciaban el restablecimiento del imperio arábigo-andaluz, y la libertad de los esclavizados sectarios del Profeta. Con el más profundo sigilo se reunieron los conjurados, en parte vecinos del Albaicín, en parte caudillos en las Alpujarras, y eligieron por rey a un mancebo de veintidós años, llamado Ibn Umayya, que descendía de los califas de Córdoba. Según costumbre de los antiguos árabes, recibió el nuevo rey la consagración religiosa. Vestido con un manto de púrpura, con el rostro hacia la Meca, se arrodilló sobre cuatro estandartes, cuyas puntas estaban dirigidas hacia las cuatro partes del mundo. De esta suerte hizo su plegaria y pronunció el juramento de vivir o morir en defensa de su fe, de su reino y de su pueblo. Entonces se levantó el nuevo rey, y como señal de general obediencia se echó a tierra uno de los que presentes estaban, y en nombre de los que presentes estaban, y en nombre de todos besó el sitio donde se habían posado sus pies. A éste nombró su justicia mayor. Lleváronle los otros en hombros, y le levantaron, diciendo: «¡Dios ensalce a Muhammad Ibn Umayya, rey de Granada y de Córdoba!»

Pronto ardió en vivas llamas la rebelión; todas las Alpujarras se cubrieron de moriscos armados, y aun pudieron anunciar los muecines desde los alminares que Mahoma es el profeta del único Dios. Pero el fin de esta tentativa desesperada para restablecer un reino muslímico era de prever. En lugar de referir cómo fue ahogada la rebelión en un torrente de lágrimas y de sangre, dejemos caer el telón de esta tragedia. Luego que D. Juan de Austria tomó la villa de Galera e hizo pasar a cuchillo a sus habitantes, sin distinción de sexo ni edad, y después que las demás plazas fuertes de la Serranía, muchas de ellas por traición, cayeron en poder de los españoles, todos los moriscos del reino de Granada que se sometieron fueron trasladados a otras distantes comarcas, y los que se ocultaron fueron cazados como fieras y entregados al verdugo. Muchos lograron escaparse por mar; pero el amor de la patria los trajo de nuevo a Andalucía, donde cayeron en las garras de la Inquisición y proporcionaron un espectáculo edificante en los autos de fe de la católica ortodoxia. La situación de aquellos que fueron llevados al interior de España fue peor que la esclavitud. Hablar la lengua arábiga, tocar un instrumento morisco, etc., eran crímenes que se castigaban con galeras. Se reconoció, con todo, que no había medio de apartar a los moriscos de sus antiguas costumbres, y de obligarlos a una conversión sincera. Si llevaban a uno a la cárcel, éste solía, con la esperanza de la libertad, no resistirse a la reconciliación con la Iglesia; pero de seguro que en el patíbulo renegaba con voz firme del catolicismo y moría con las doctrinas musulmanas en los labios. El gobierno vio, pues, a las claras que la religión del Profeta no podía ser extirpada de la Península sino con el aliento del último morisco. Entonces un piadoso hombre de Dios, en un memorial dirigido al rey, manifestó su convicción de que era lícito y conveniente matar a todos los moriscos604. El no menos religioso Arzobispo de Valencia compuso asimismo una Memoria en la cual hizo patente el santo deber de acabar con los infieles, y todas las desgracias que habían caído sobre España durante medio siglo aseguró que eran justo castigo del cielo por la impía tolerancia que hasta entonces se había usado con ellos. Concluía de todo que, sin bien era impracticable el dar muerte a tantos millares de hombres, el rey debía, o bien desterrar a todos los moriscos, o bien, si le parecía mejor, condenarlos a galeras o a trabajos forzados en las minas de América. Y que esto era obrar con blandura, pues mirado el asunto con severidad, todos eran merecedores de la muerte605. Siguió a esto, reinando Felipe III, la expulsión de todos los descendientes de los moros, y España, con la pérdida de sus más activos agricultores, se convirtió en un yermo que sólo servía para mansión de católicos ortodoxos.

Después que fueron así borradas las últimas huellas del Islam de la Península, se podría sostener que todo lo que la historia refiere de su dominación en España era una fábula, si las piedras, como testigos mudos, no ofreciesen a nuestros ojos, aún en el día, la brillantez y la cultura de los árabes españoles. Estos monumentos que han quedado de los muslimes, a pesar de la destrucción del tiempo y de los hombres, no son tan numerosos en parte alguna como en Granada. Apenas hay sitio en la gran ciudad y en sus alrededores donde no haya restos de la época arábiga. En manera alguna podemos aquí mencionar todos, pero los más importantes deben tanto más hacerse notar, cuanto que, hasta ahora, salvo la Alhambra y el Generalife, ninguno ha sido descrito por los viajeros606. Empezaremos por la encantadora colina de Dinadamar (esto es, Ain ad Dama, fuente de las lágrimas), sitio de recreo de los árabes, junto a la puerta de Elvira, donde había jardín y huerta, que Ibn Battuta pinta como sin par en el mundo607, y desde cuya altura, vista la ciudad con sus azoteas, adarves, palacios, cúpulas, mezquitas y alminares, debía presentar una magnífica vista. Allí afluían reunidas las aguas que, traídas desde la sierra, abastecían la parte más alta de la ciudad. Una grande alberca, formada con fuertes muros, servía para paseos por agua y para baños608, y tenía en sus ángulos cuatro torres, llamadas menazires, o miradores, como se encuentran aún en muchas casas de la ciudad. Aún se ven ruinas de estas torres, así como de la alberca, pero gayumba e hiedra las cubren en torno, y el centro de la alberca está seco609. Desde esta colina, que está cerca de la Cartuja actual, se llega a la célebre puerta de Elvira, que conducía a la antigua Iliberis; y no bien se pasa su colosal arco de herradura, coronado de almenas, queda en una altura a la izquierda la antigua alcazaba, cuyos muros en gran parte están firmes aún, si bien todo aquel barrio está desolado. En la mencionada altura, cerca de la antigua alcazaba, en la parroquia de San Miguel, según Mármol, estaban los palacios de Ibn Habbus, el fundador de la primera dinastía granadina; pero apenas queda resto de ellos, aunque se señala como tal la llamada Casa del Gallo o de la Lona.

Dos puertas de la época de los árabes, que se conservan aún, son la de Fajalauza (Faqš al-Lawz; esto es, camino de los almendros), y la Puerta Bonaita (Bab al-Anadir, o dígase Puerta de las Eras). Penetramos más en el Albaicín, barrio de los de Baeza, los cuales, arrojados de su patria por los cristianos, se establecieron allí. En ningún punto se ha mantenido tan invariable el carácter oriental como en esta parte de la ciudad, que se levanta y extiende por las escarpadas laderas de un cerro. Es cierto que de la mezquita principal del Albaicín, que estaba situada donde hoy la iglesia de San Salvador, sólo quedan restos de poca importancia; pero en cambio se encuentran muchas casas particulares en el estado todavía en que las dejaron los árabes. El ustuwan610, zaguán en español, y la saha, o patio interior, con su surtidor o fuente cercada de verdura; las habitaciones, en cuya entrada hay una o más concavidades en forma de nichos para guardar cántaros con agua o grandes vasos611; las primorosas šamsiyas, ajimeces en español, esto es, ventanas con dobles arcos612; y la hania, en español alhania, o pequeña alcoba613 todo se ha conservado, todo parece aún dispuesto para recibir a sus antiguos moradores. Sin embargo, la arquitectura arábiga sólo se muestra allí en su decadencia. Como ya queda dicho, los moriscos tuvieron aún largo tiempo el Albaicín como principal residencia bajo la dominación cristiana, y sus casas llevan el sello de aquel tiempo de infortunio. En balde se buscan lujosos adornos en las paredes; inscripciones arábigas se hallan rara vez.

Dejando el Albaicín y caminando en dirección del sitio donde el Genil se une con el Darro, se llegan a ver notables restos de un palacio árabe con jardines. Al otro lado de la magnífica alameda, llena de frescas y sonoras fuentes, el más hermoso paseo del mundo, y más allá del puente del Genil, en el camino de Armilla, y en una posesión del Duque de Gor conocida con el nombre de Huerta de la Reina, se ve una torre cuadrada de notables dimensiones, y en ella un salón alto que en toda su estructura se asemeja a la torre de Comares de la Alhambra. Sus inscripciones arábigas, resaltando y enlazándose con elegantes adornos de estuco, contienen la divisa de los nazaritas: «sólo Dios es vencedor», y a menudo las palabras «bendición y perpetua dicha y salud a nuestro dueño el sultán, el rey justo y constante». No lejos de allí, en la parte baja de la huerta, hay un gran estanque, y cerca de él se observan las ruinas de un pabellón, el cual servía probablemente para casita de baño. Entre los árabes hubo de llevar el palacio, al que estos restos pertenecían, el nombre de Qasr Said. Como está probado, dicho palacio existía ya en tiempo de los almohades. Reinando el fundador de la dinastía nazarita, dio alojamiento al infante D. Felipe, quien, con otros caballeros cristianos, residió largo tiempo en Granada614.

Volviendo luego atrás, por el puente del Genil, y yendo hacia el convento de Santo Domingo, vemos cerca de él rastros de jardines y edificios, los cuales estaban probablemente unidos a la Alhambra por camino subterráneo, y formaban en conjunto con otros palacios una residencia para los reyes, que variaba en todas las estaciones del año. Un camino cubierto por una espesa y sombría enramada de laurel, al través de la cual los rayos del sol jamás penetran, conduce al llamado Cuarto Real615, que está en una torre de aspecto firme y severo, en cuyo interior hay un alto salón cuadrado, lleno de hermosos mosaicos y de otros ornatos arábigos. Se asegura por tradición que los soberanos de Granada se retiraban allí durante el Ramadán para entregarse en soledad y silencio a los rezos y ayunos de aquel santo mes, y los versos del Corán y las sentencias piadosas que hay en las paredes de la sala, parecen corroborar esta idea. Además del principio de la Sura XLVIII, que se repite muchas veces, se lee: «¡Oh alma mía! ¡Oh esperanza mía! ¡Tú eres mi refugio, tú eres mi protector! ¡Imprime en mis obras el sello del bien! ¡Alabado sea Dios por sus beneficios!»; y, «No hay auxilio alguno sin el que viene de Dios todopoderoso y sabio. No tengo protección alguna sino la que Dios me concede; en él confío, a él me vuelvo».

Es de maravillar que, a pesar de la furia de la Inquisición contra todos los recuerdos del Islam, no se hayan destruido estas inscripciones arábigas y otras muchas que se conservan en Granada.

Dirigiéndonos ahora hacia aquella parte de la ciudad, que aún en el día de hoy, como en tiempo de los mahometanos, es la más animada y como el centro del comercio, entramos en la famosa plaza de Bivarrabla, que toma su nombre de la cercana Bab al-Raml, o Puerta de Arenas. Si bien la rodean aún muchas antiguas casas, esta espaciosa plaza dista en gran manera de ser la misma que vio en otra edad los torneos y cañas de abencerrajes y zegríes, y en balde se buscan los ajimeces, aquellas primorosas ventanas con dobles arcos sostenidos por una columnita, a través de cuyas rejas y celosías miraban las fiestas las hermosas damas. Siguiendo la larga calle llamada Zacatín, esto es, calle de los Prenderos, que desde la citada plaza sube paralela al Darro, se ve primero, a mano izquierda, la Alcaicería616, ancho espacio con galerías, donde hay tiendas y habitaciones para los mercaderes; la cual Alcaicería, hasta un incendio ocurrido en 1843, contenía restos de los más notables de la arquitectura arábiga en Granada617. La cercana catedral señala el sitio donde estuvo la principal mezquita, y en la capilla donde está el sepulcro de Hernán Pérez del Pulgar recuerda una inscripción la hazaña de este héroe, quien, dos años antes de la conquista, entró solo en la ciudad, y en señal de posesión clavó con su puñal el Ave María sobre la misma puerta.

El Zacatín desemboca en la Plaza Nueva, desde donde se sube a la Alhambra por la pendiente cuesta o calle de los Gomeles. Pero si se continua el camino por la orilla del Darro, se descubre pronto una vista magnífica. Sobre un cerro, lleno de arroyos y de verdura, y cubierto de avellanos, nogales y otros árboles, que ha sido encomiado por los árabes como el asiento de la bienaventuranza terrena, y que ha sido visitado por gentes venidas desde lejanas tierras, a causa de su ambiente vivificante y salubre, descuellan en los enhiestos peñones los rojos muros y torres de la Alhambra, y más allá, en más elevada ladera, entre la espesura de granados y arrayanes, relumbra el Generalife con la hermosura pasmosa de un ensueño.

Esta quinta de verano de los reyes granadinos no parece ser de la misma época que la dinastía de los nazaritas, porque una inscripción que aún se conserva, nos dice que el edificio ha sido renovado por el rey Abu-l-Walid en el año de la gran victoria de la fe, lo cual se refiere a Abu-l-Walid I, y a la batalla del año de 1319, en que perecieron los infantes D. Pedro y D. Juan618.

En un friso de la galería que conduce a la quinta, hallan los que entran sentencias del Corán, en las cuales son ensalzadas las dichas del paraíso que se guardan para los creyentes: «Yo me refugio en Dios delante de Satanás el apedreado. ¡En el nombre de Dios Clemente y Misericordioso! ¡La bendición de Dios sobre nuestros señores y príncipes Muhammad y su familia! ¡Salud, y paz! Te hemos dado una manifiesta victoria619 para que Dios te perdone tus primeros y últimos pecados, y cumpla en ti su gracia, y te conduzca por el camino recto y te auxilie con poderoso auxilio. Dios es quien envía la tranquilidad a los corazones de los creyentes, a fin de que la fe de ellos siempre crezca. Porque a Dios pertenecen los ejércitos de la tierra y del cielo, y Dios es omnisciente y próvido. Él dejará entrar a los creyentes en jardines que claros arroyos riegan. Allí deben permanecer y Dios borrará sus pecados, porque de Dios es la gran bienaventuranza»620.

En una faja que forma el recuadro de los arcos que dan entrada al interior del edificio se encuentran los versos siguientes:


   En este alcázar, dotado
de incomparable hermosura,
resplandece del sultán
la magnificencia augusta.
    Es su bondad cual las flores
que los jardines perfuman,
y sus dones se derraman
como fecundante lluvia.
    Son como florido huerto
los resaltos y pinturas
que los dedos del artista
en las paredes dibujan.
    Bella novia es el estrado
con galanas vestiduras,
que a la nupcial comitiva
al presentarse deslumbra.
    Mas lo que a tan regio alcázar
de mayor gloria circunda,
es el clemente califa
cuando en su centro fulgura:
    Abu-l-Walid, rey de reyes,
lleno de piedad profunda,
que de Cahtán621la prosapia
con sus virtudes ilustra;
    gloria de Adnan, y que sigue
siempre con planta segura
la huella de los Ansares,
en quien su casa se funda.
    Este alcázar al califa
debe su belleza suma:
él renueva los adornos
y primores en que abunda,
    el año de la victoria
cuando los muslimes triunfan,
de nuestra fe sacrosanta
con la milagrosa ayuda.
    Y pues del recto camino
no se aparta el sultán nunca,
que por la fe protegido
goce perpetua ventura.



Como el Generalife ha padecido tanto por los estragos del tiempo y la incuria y mal gusto de los hombres que apenas da en el día una idea de lo que era en buen estado, viene bien la descripción de Navagero, quien vio el palacio y los jardines en el año 1526, ya algo decaídos por cierto, pero aún mucho mejor conservados que ahora. De la descripción mencionada resulta una viva imagen del arte arábigo de la construcción de jardines y de su enlace con la arquitectura. «Saliendo, dice el noble veneciano, de los muros que cercan la Alhambra por una puerta falsa que hay a la espalda, se entra en los hermosísimos jardines de otro palacio, que está más alto, y que llaman Generalife622. Este palacio, aunque no es muy grande, es, con todo, un excelente edificio, y con sus magníficos jardines y juegos de aguas, lo más hermoso que he visto en España. Tiene muchos patios, todos ricamente provistos de aguas, siendo el mejor uno con un canal de agua corriente que va por medio, y lleno de hermosos naranjos y arrayanes. Allí hay una loggia o gran mirador cubierto que ofrece una hermosa vista, y bajo el cual crecen arrayanes tan altos, que casi llegan hasta el balcón. Estos arrayanes están tan espesos y frondosos y se levantan a una altura tan igual sobre el cerro, que parecen ser un suelo verde y llano. El agua corre por todo el palacio, y, si se quiere, por las habitaciones mismas, algunas de las cuales se prestan a ser la más deliciosa residencia de verano. En uno de los patios, que está lleno de verdura y hermosos árboles, hay un ingenioso juego de aguas. Algunos conductos se hallan cerrados, hasta que de repente el que está sobre el verde césped ve que el agua brota entre sus pies y que todo se baña, hasta que de nuevo, con la misma ligereza y sin que se note, los conductos se cierran. Además hay otro patio bajo, no muy grande, tan circundado de hiedra densa y lozana, que apenas si se ven los muros. Está el patio sobre un peñasco y tiene muchos balcones, desde donde se extiende la vista a una gran profundidad, por la cual va corriendo el Darro: es vista deleitosa y encantadora. En el centro de este patio se halla una magnífica fuente con una grandísima taza. El caño, que está en medio, arroja el agua a una altura de más de diez toesas. La abundancia de agua es pasmosa, y nada puede ser más agradable que ver caer el surtidor deshecho en gotas. Sólo con verle como se desparrama por todos lados y se desmenuza y difunde en el ambiente, se goza de una grata frescura. En la parte más elevada de este palacio hay en un jardín una hermosa y ancha escalera, por donde se sube a una meseta, a la cual viene de un peñasco cercano toda la masa de agua que por el palacio y los jardines se reparte. Allí está el agua encerrada por medio de muchos tornillos o llaves, de suerte que en cualquier tiempo, de cualquier modo, y en la cantidad que conviene, puede soltarse. la escalera está construida por tal arte, que cada uno de los escalones es más ancho que el anterior, según se va bajando, y en todos los escalones hay una cavidad en el centro, donde el agua puede juntarse en remanso. También las piedras de las balaustradas que hay a ambos lados de la escalera, tienen encima un hueco que forma sendos cauces o canales. En lo alto hay su llave respectiva para cada una de estas divisiones, de modo que el agua puede soltarse a placer o por los cauces de las balaustradas, o por las concavidades de los anchos escalones, o por ambos caminos a la vez. También se puede, si se quiere, aumentar tanto el caudal e ímpetu del agua, que se desborde de los dichos cauces, bañando todos los escalones, de modo que se moje quien esté en ellos. Así pueden aún hacerse con el agua otros mil juegos. En suma, me parece que a este sitio nada le falta de gracia y de belleza, y cualquiera que entienda de gozar y de estimar lo bueno, si vive allí en reposo, solazándose en los estudios y deleites que a un noble convienen, no sentirá ningún otro deseo»623.

Sobre la cumbre del cerro, hoy descarnado que se alza a espaldas de Granada, y en el pico más alto y escarpado, que llaman Silla del Moro, se notan aún muchos restos de antiguos muros y de albercas derruidas, que indican el sitio de otros palacios o quintas de los nazaritas. Allí estaba el castillo roquero, célebre por su esplendor, llamado en arábigo Qars al-Hiyar, y por los españoles los Alijares; y otra quinta rodeada de risueños jardines, que se decía Dar al-Arus, o Casa de la Novia.

Es de maravillar cuán pronto se destruyeron estos edificios y jardines. Ya en el año de 1526 sólo vio Navagero las ruinas de su primitiva grandeza. Su descripción, sin embargo, es muy interesante, pues que marca con bastante exactitud los puntos en que ambas quintas estaban situadas, y asimismo porque la destrucción no era entonces tan completa como en el día. «Subiendo más allá del Generalife, se entraba, en tiempo de los reyes moros, en otros hermosísimos jardines de un palacio que llamaban los Alijares624. Desde allí se iba a los jardines de otro palacio, que entonces apellidaban Daralharoza y hoy es Santa Elena. Todos los caminos por donde se pasaba de lugar a lugar estaban de un extremo a otro plantados de arrayanes. Ahora está todo casi destruido y no se ven más que algunos restos y el estanque sin agua, porque los acueductos han sido rotos. Quedan algunos rastros del jardín, y a los lados del sendero retoñan un poco los arrayanes, pues, aunque han sido rozados, guardan aún las raíces. Daralharoza está por encima del Generalife, en la pendiente que da sobre el Darro. Los Alijares, por lo contrario, conforme se viene por detrás de la Alhambra, se hallan a la derecha, en una eminencia que da sobre el llano por donde corre el Genil; de suerte que se disfruta desde ellos una espléndida vista de la vega. Más lejos aún, en aquella misma dirección, prosigue Navagero, en un collado, en el valle del Genil, a eso de media milla o más de los Alijares, hay otro mejor conservado palacio, que perteneció a los reyes moros, en muy hermosa posición, más solitario que los otros, y cerca del río. En resolución, si hemos de juzgar por tantos restos de lindas quintas y palacios, debe conjeturarse que aquellos reyes moros no carecían de nada de lo que alegra y hace agradable la vida». Pocos restos de este último palacio, cuyo nombre era Dar al-Wad, la Casa del Río, se ven aún en un sitio, como no puede imaginarse nada más pintoresco y romántico, en el camino de Cenes. Una casa casi moderna en todo y de pobre apariencia, que se llama la Casa de las Gallinas, está edificada sobre el derruido palacio, pero los cimientos y parte inferior de los muros y el arco de una puerta, sobre el cual se descubren aún huellas de labores de estuco, nos indican la mano del artífice árabe625.

Volvamos a la ciudad, después de esta excursión, para mencionar algunos edificios notables, que por la mayor parte están situados no lejos del Darro. Una hermosa fachada arábiga se conserva aún en la Casa de la Moneda, y una inscripción allí encontrada declara que en tiempo de los musulmanes era aquello un hospital626. En el patio se guardaron hasta hace poco fragmentos de dos leones colosales de piedra, que derramaban agua por las fauces en una gran taza. En muy mal estado de conservación se encuentra la Casa del Carbón, no lejos de la plaza de Bivarrambla; pero en su elevado arco de la entrada, con adornos de estuco, y en su bóveda en forma de estalactitas aún se reconoce que fue en otro tiempo un brillante dechado del arte arábigo. Sobre el arco está inscrita en grandes letras cúficas la sura CXII, dirigida contra el dogma de la Trinidad: «Dios es el único y eterno Dios; ni engendra ni fue engendrado, y ningún otro ser se le iguala». Sólo por la ignorancia de los cristianos puede explicarse que estas palabras, que a cualquiera que las hubiese pronunciado en lengua inteligible le hubieran llevado al quemadero, estuviesen, sin oponerse la Inquisición, en medio de la calle, a la vista de todo el mundo.

Un pequeño alminar, semejante a la Giralda, aunque en menores proporciones, se conserva aún en la iglesia de San Juan de los Reyes. En cambio, en el convento de Santa Isabel la Real, del que sabemos con certeza que está edificado sobre el solar de un palacio y de unos jardines de los nazaritas627, no han quedado restos importantes de arquitectura arábiga.

Por último, la llamada Casa del Chapiz tiene aún un gran patio, circundado de una galería de dos pisos con columnas de mármol, primorosos ajimeces, y techos, arcos y paredes llenos de hermosas labores y azulejos.

Aún tenemos que hablar del más interesante de todos los monumentos arábigos de Granada: de la Alhambra. Esta fortaleza, por el color de sus muros llamada al-Hanira, la roja628, es el único alcázar o castillo bien conservado que subsiste entre tantos por el mismo orden que había antes en España, y que hoy en Jaén, Málaga, Tarifa, Almuñécar, Gaucin, Loja, Játiva, Almería y Murviedro, yacen más o menos en ruinas. Tales ciudades solían tener en el recinto de sus muros, flanqueados de torres, el palacio del príncipe, gobernador o comandante, las habitaciones de los empleados superiores, una mezquita, cuarteles, arsenales, etc.

La posición de la Alhambra sobre la ciudad recuerda la del castillo de Heidelberg: como éste, sobre una altura escarpada a orillas del Neckar, así la Alhambra domina todo el hondo valle del Darro, resplandeciendo a lo lejos sus rojas murallas. Los materiales de que están hechas las diferentes construcciones no son los mismos en general: en parte hay cantería y ladrillos, colocados con argamasa; en parte, y esta clase de construcción es la más común, los muros están fabricados de la llamada tapia (en árabe tabia), mezcla de tierra, cal y piedras pequeñas. Este último modo de edificar era ya empleado en África y en España en tiempo de los romanos, y Plinio encomia la solidez de las murallas, hechas de tierra, «las cuales duran siglos, resistiendo a las lluvias, a los vientos y al fuego, más firmes que toda argamasa»629.

Para visitar el célebre alcázar regio se sube por la pendiente calle de los Gomeles y se llega a la puerta de las Granadas. Luego que esta puerta se pasa hay un gran recinto lleno de sombrías alamedas y calles de árboles y de fuentes y arroyos. Los muros que le circundan, coronados de almenas, se extienden en torno de la colinas y están defendidos a trechos por una considerable cantidad de torres. Estas torres servían en parte para defensa; en parte, como las que están en lugar escarpado, defendidas por la misma naturaleza del terreno, para habitación de los reyes y de su servidumbre. La entrada principal en lo interior de la fortaleza es por la puerta de la Justicia (Bab al-Šaria), ancho recinto bajo dos torres, donde públicamente, y tal vez, según las antiguas costumbres orientales, el rey mismo dictaba sus fallos. Este destino, atribuido por la tradición a dicha puerta, se confirma por una inscripción que dice: «Permita Alá que por esta puerta prospere la ley del Islam»630. Esto recuerda las palabras del Deuteronomio, c. XVI, v. 18: «Establecerás jueces y maestros en todas tus puertas para que juzguen al pueblo con justo juicio». La mano de piedra sobre el portal alude verosímilmente a los cinco preceptos principales del Islam (oración, ayuno, dar limosna, peregrinación a la Meca y Guerra Santa). El mismo símbolo en más pequeño tamaño se usaba como amuleto. La llave, que asimismo está allí figurada, no tiene otra significación sino la de que la puerta es la llave de la fortaleza. Resulta de la inscripción que el edificio fue erigido en el año de 749 (del 1347 al 1348 de nuestra era) por el sultán al-Hayyay Yusuf. Sobre las columnas se leen estas palabras: «No hay más Dios que Ala, y Mahoma es el enviado de Alá. ¡No hay poder ni fuerza fuera de Alá!».

Luego que hemos pasado por esta puerta, y un poco más allá, hemos dejado también detrás de nosotros la más pequeña Puerta del Vino, sobre la cual están esculpidos el nombre de Muhammad V, al-Gani Bilah, y una parte de la sura XLVIII, nos encontramos en la Plaza de los Algibes. A un lado está la alcazaba o ciudadela con muchas torres; y en el espacio del lado opuesto había en otro tiempo una gran mezquita (donde hay ahora una iglesia de la Santa Virgen), y estaba, además, la casa o palacio real; o mejor dicho, una larga serie o laberinto de torres, pabellones, patios, baños, habitaciones del harén, y otras varias estancias, así para la familia real como para las mujeres, séquito e inspectores. Una parte de estos edificios fue destruida por Carlos V, con el fin de hacer lugar para un palacio en el estilo del Renacimiento, que empezó a construir allí en el año de 1525.

Parece, sin embargo, que la parte que echó por tierra el Emperador no era de grande importancia, ya que Navagero en su descripción de la Alhambra no la menciona, aunque esa descripción fue redactada antes de que el Emperador viniese a Granada la primera vez, y, seducido por los encantos de la antigua residencia de los nazaritas, se decidiese a construir allí un palacio para su morada631. Otra parte de la Alhambra, que también ha desaparecido, debió extenderse en la dirección de la llamada Casa de Sánchez y de las otras torres del Norte y del Nordeste632.

Es muy de lamentar que las muchas relaciones contemporáneas acerca de la toma de Granada por los Reyes Católicos no traigan descripción alguna de los edificios que allí había633. En el año de 1526, según la descripción del mencionado noble veneciano, no subsistía ya ninguna otra parte principal de la Alhambra que las que subsisten hoy634. Se reducen éstas, principalmente, prescindiendo de las torres que están situadas lejos, a dos grandes patios: el de la alberca con la torre de Comares, a que da entrada, y el de la fuente de los Leones con las salas circunstantes. Cada uno de estos patios, con sus respectivas torres, kubba y demás habitaciones, era llamado Qasr o palacio635; de suerte, que la parte de la Alhambra que se conserva todavía, según el sentir de los árabes, consta de dos palacios. Las inscripciones tratan de dos distintos períodos ya del de origen y fundación, ya del de ornato. En el patio de los Arrayanes y torre de Comares prevalece el nombre de Yusuf I al-Hayyay; en los otros sitios, el de Muhammad V, al-Gani Bilah. Sin embargo, como el revestimiento de estuco de las paredes puede haber sido renovado, las inscripciones que hay en él no atestiguan de modo alguno que la construcción del edificio en que se encuentran se deba a los príncipes que en dichas inscripciones se mencionan.

La puerta principal del palacio estaba probablemente hacia el Mediodía, donde ahora está el lastimoso edificio de Carlos V. Sin duda que esta puerta, así como todo el muro exterior, según la manera usada en Oriente para las casas de los príncipes y de los particulares, dejaba sospechar poco la gran suntuosidad que había dentro. En más alto grado se nota esto en el muro y en la puerta por donde ahora se entra en el palacio. Pero el que adelantándose penetra en los patios por vez primera, no acierta a dominar su profunda admiración ante el mundo encantado, en medio del cual de repente se encuentra. Por más que se hayan admirado mil dibujos de la Alhambra, éstos sólo dan una idea de los contornos principales y de las formas arquitectónicas, pero no de las peculiaridades y detalles que concurren a formar un conjunto armonioso y lleno de vida. No se pueden tampoco añadir con la imaginación otras circunstancias que hacen de este edificio una obra única en el mundo. La situación del palacio sobre escarpadas peñas, en medio de un esplendente paisaje; los balcones suspendidos sobre hondas laderas, en el fondo de las cuales resuenan los arroyos de las montañas, y de donde sube el aroma de bosques floridos; y la vista, ya de relucientes montañas nevadas, ya de verdes praderas, desde los graciosos ajimeces o desde los balcones un poco salientes; todo esto es esencial para explicar el hechizo que se apodera de nuestros sentidos, y los arrebata y domina tanto más, cuanto más nos detenemos a mirar, y volvemos allí con más frecuencia. Añádase a ésta la encantadora perspectiva de salones y galerías, los maravillosos destellos y cambiantes de la luz, que ya se difunden en los patios desde el profundo azul de un hermosísimo cielo, ya penetran con amortiguado brillo crepuscular al través de las aberturas de las caladas cúpulas; la esbeltez de las columnas y arcos, que se diría que pueden deshacerse de un soplo, y sobre las cuales los techos de estalactitas parece más bien que penden que no por ellos estar sostenidos; y por último, el murmullo del agua y el leve aliento de las auras de estío, cargadas con el aroma de las rosas y del arrayán. Cuando no es dable al pincel de un artista dar una idea exacta y digna de este mundo encantado, ¿cómo ha de lograrlo la pobre palabra humana?

Si se atiende a la extraordinaria abundancia y delicadeza de los adornos y a los siglos que han pasado ya, parece milagro que el decorado en lo interior de la casa real arábiga se conserve tan bien, aunque siempre ha padecido mucho por la inclemencia de las estaciones. No es, sin embargo, difícil, valiéndose de la imaginación y sirviendo de guía las partes que están sin deterioro, restablecer el conjunto en su estado primitivo. Losas de mármol blanco formaban el pavimento; a lo largo de la parte inferior de las paredes se extendía, hasta la altura de unos cuatro pies, un zócalo o cenefa de azulejos de colores; por encima estaban las paredes revestidas de estuco; luego había un friso, sostenido a veces por pequeñas columnitas, sobre el cual descansaba la techumbre; y ésta, ya era de pedacitos de madera embutidos y de otras incrustaciones, ya de celdillas y agujas de estuco sobrepuestas y combinadas y descendiendo en forma de estalactitas.

Columnas de mármol de la más primorosa forma, con capiteles de una infinita variedad de dibujo, sostenían ménsulas o cartelas, sobre las cuales estriba el cornisamento. Entre estas ménsulas se alzaban los arcos, hechos de un armazón de madera cubierto de yeso. La forma más común de los arcos era semicircular, algo elevada, pero sólo con poca inclinación a imitar el contorno de la herradura. Estos arcos, con todo, parecían apuntados muy a menudo, merced al estuco que se extendía sobre ellos. Nichos de varias clases estaban ahondados en las paredes; los mayores, cubiertos de reclinatorios y almohadas, servían para reposar y llamábanse hanias; en los más pequeños, taqas, había cántaros o jarros con agua. Por todas partes, en el palacio, en las paredes, techos, columnas, arcadas, nichos u hornacinas, había mil labores esparcidas en pródiga abundancia y con maravillosa variedad: los azulejos se juntaban y ajustaban, formando aliceres, cenefas y lacerías de mil colores; el mármol estaba cincelado en los más diversos acabados y relieves caprichosos; y el estuco de realce se veía labrado en prolijos laberintos de líneas, que ofrecían a la vista, como el caleidoscopio, toda clase de combinaciones simétricas: estrellas, octógonos, plantas y cristales. La copia verdaderamente inconcebible de estos adornos, y la asombrosa exactitud con que están ejecutados, hacen presumir que hayan sido hechos con molde; pero no tenemos de ello certidumbre. Ibn Jaldun, cuyo testimonio es de mucho peso, pues vivió largo tiempo en la corte de Muhammad V, el rey a quien en gran parte se debe la ornamentación de la Alhambra636, describe en su capítulo sobre la arquitectura, el procedimiento que se solía emplear para hacer los adornos de realce de las paredes, pero se explica harto confusamente sobre este punto, al decir que se daba al yeso la forma conveniente, agujereándole con taladros hasta que tomaba un aspecto reluciente y vistoso637.

A los mencionados adornos se unía además una pasmosa multitud de inscripciones, que ya se extendían a lo largo de los frisos, ya orlaban los arcos, ajimeces y hornacinas, y ya estaban en medallones simétricos. Estas inscripciones estaban ejecutadas por el estilo tan semejante al de los demás adornos, que los ojos poco ejercitados podían tomarlas por arabescos. Por último, la impresión brillante que todos estos adornos producían, era realzada y extremada hasta deslumbrar, por medio de una pintura rica y del más exquisito gusto. Por todos los sitios del palacio había una gran riqueza de colores pródigamente difundida. En lo más alto predominaban, por su mayor viveza y fuerza, el carmín, el azul y naranja. Hasta las blancas losas de mármol del pavimento estaban pintadas, a lo que parece.

El patio de los Arrayanes, o de la Alberca, Sahat al-Rayahin o al-birka, recibe al que entra638 y le saluda con las palabras «Felicidad», «Bendición», «Prosperidad», «Salud eterna», «Alabado sea Dios por el beneficio del Islam», que relumbran en torno sobre los muros. Un grande estanque rodeado de un seto vivo de arrayan, refleja en su centro los arcos, que se extiende de pilar a pilar, el mosaico de las hornacinas y el resplandeciente ataurique calado de las paredes. Sólo los lados más pequeños del patio tienen arquería, y la hilera de columnas a la derecha de la entrada sostiene además una segunda galería, por donde se puede conjeturar que la parte del palacio que allí derribó Carlos V constaba de dos pisos. Las inscripciones, que, a semejanza de guirnaldas de hiedra, serpentean a lo largo de muros y arcos, son aquí, lo mismo que en los demás sitios del palacio, ya saludos como los citados, ya sentencias del Corán, como «Yo busco mi refugio en el Señor de la aurora», etc, de la sura CXIII; ya fórmulas de plegarias, como «¡Oh Dios! se te deben gracias eternas e imperecederas alabanzas»; ya versos, como los siguientes que están en la galería del Norte, y que encomian al reconquistador de Algeciras639, que no se sabe de seguro que rey fue:


   ¡Bendito Alá, pues quiere que domines
sobre sus siervos fieles!
Por ti el Islam extiende sus confines
y aumenta sus laureles.
    ¡Cuánta ciudad, del día en los albores,
cercaste del cristiano!
Por la tarde sus fuertes moradores
cayeron en tu mano.
    El yugo les pusiste de cautivos,
a tu puerta acudieron;
labrando tus alcázares altivos
sus bríos consumieron.
    Algeciras, por ti reconquistada,
es de auxilio puerta;
rompiste los cerrojos con tu espada,
y la dejaste abierta640.
    De veinte pueblos el botín cediste
a tu hueste aguerrida;
el bien más caro del Islam consiste
en tu salud y vida.
    La esplendidez en tu mansión florece;
su faz gozo destella;
como sarta de perlas resplandece
en tus actos su huella.
    ¡Hijo de excelsitud y de dulzura,
son tus virtudes tantas,
que vences a los astros en altura
y en brillo te adelantas!
    Te alzaste del imperio en el Oriente,
lucero de clemencia:
las tinieblas del mal profusamente
iluminó tu ciencia.
    De las auras la débil enramada
no tiene ya recelo641:
temerosos están de tu mirada
los astros en el cielo.
    Es trémula su luz por el sagrado
pavor que les domina;
el ban642, a darte gracias obligado,
a tu paso se inclina643.



Estas inscripciones, para las divisas, salutaciones, etc., que sólo constan de pocas palabras, están en caracteres cúficos; para las poesías y versículos del Corán, en escritura cursiva y con puntos diacríticos644.

En el lado del Norte del patio de los Arrayanes está la poderosa torre de Comares, Sarh Qomareš, la cual tomó este nombre del lugar de Qomareš, cerca de Málaga, porque los habitantes de dicho lugar, o bien la edificaron, o bien estuvieron encargados de su custodia645.

Para entrar en esta torre debemos primero atravesar un portal, a cuyos lados hay pequeños nichos. Se piensa generalmente que estos nichos estaban destinados para guardar las babuchas que, según la usanza oriental, se quitaban los visitantes de palacio antes de entrar en las habitaciones; pero la certidumbre que tenemos de que tales nichos no están sólo en las entradas y portales, sino también en los arcos que hay entre las diferentes salas, ofrece una grave objeción contra dicho aserto; y si se considera, además, que las inscripciones que orlan los nichos hablan a menudo de vasos o jarros, de apagar la sed, etc., aparece indudable que en aquellos huecos se ponían cántaros o jarros con agua.

Ocupa la parte inferior de la torre el pórtico o galería de la bendición, llamado generalmente Antesala de la Barca, del vocablo arábigo baraqa, que significa bendición. Allí están repetidas muchas veces las palabras de la sura LXI: «Auxilio viene de Dios y la victoria está cerca. Anuncia esta alegre noticia a los creyentes». En toda esta magnífica galería no puede descubrirse una sola pulgada de espacio que no esté llena de adornos. Es como si los genios hubiesen bordado la piedra, tejídola como una alfombra, y caládola como un encaje. Frisos, paredes, arcos y techumbre están cubiertos de guirnaldas, de rosetones de varias formas, y de hojas y ramos, todo de la más primorosa perfección artística. Creación de las hadas parece desde allí la vista del patio de los Arrayanes, con el claro espejo de sus aguas y con sus aéreas columnas de mármol, sobre las cuales, más que sustentarse, se diría que se ciernen los arcos, semejantes a una cortina, maravillosa y ricamente bordada, que pende de la techumbre. Más allá hay una suntuosa tarbea o kubba, que ahora llaman vulgarmente Salón de Embajadores. Aquél era propiamente el salón de audiencia o del trono, cuyo balcón está suspendido sobre el valle y profundo barranco del Darro, y ofrece vistas de indescriptible belleza. Reina allí una misteriosa media luz, que suavemente se esparce por las paredes ricamente ornadas, cuyas líneas, entrelazándose en mil dibujos caprichosos, burlan todo conato de describirlas. La espesura de los muros es asombrosa, y presta a los nueve huecos de ventanas, que ocupan tres lados del salón, la apariencia de pequeñas alcobas. Más alto penetra la luz estremeciéndose al través de una serie de pequeños ajimeces, y sobre ellos se eleva el alfarje o artesonado de cedro646, entrecortado por muchas bovedillas y celdas, y de cuyos bordes, que se unen a las paredes de la sala, penden pedazos de estuco que parecen estalactitas y cristales. Entre las inscripciones de esta sala de audiencia, regia en verdad, merece ser citada la siguiente, que se halla al lado del Norte, enfrente del arco de entrada. Habla de alcoba del centro, donde estaba el trono:


   Te saludan de mi parte,
por la tarde y la mañana,
voces de prosperidad,
de bendición y alabanza.
    Las hijas somos nosotras
de esta cúpula gallarda;
pero yo soy entre ellas
la más gloriosa y preciada.
    Estoy en el centro mismo,
cual corazón del alcázar,
y en el corazón reside
toda la fuerza del alma
    las estrellas de este cielo
son mis menores hermanas;
mas el sol, de que yo gozo,
benéfica luz derrama.
    Yusuf, mi excelente dueño,
a quien siempre Dios ampara,
me ha vestido como a nadie
con vestiduras de gala.
    Puso en mí su trono excelso;
manténgale y no le abata
el Señor, que tiene el suyo
en las eternas moradas.



En otros versos disputan los nichos, que están a la entrada y en los cuales había antes jarros con agua, sobre el cual es más hermoso y excelente. Dice el de la derecha:


   Aventajo a los más bellos
con mi adorno y mi diadema,
y desde el cielo me miran
amorosas las estrellas.
    El vaso que hay en mi seno,
a un creyente se asemeja,
que en la alquibla del Aljama
a Dios fervoroso ruega.
    Seguros están mis actos
de que el tiempo los ofenda
pues doy alivio al sediento
y socorro la indigencia.
    De mi dueño Abu-l-Hayyay
imito así la largueza,
cuyas manos no se cansan
e tantas obras benéficas.
    No deje de brillar nunca
en tal cielo su luz bella,
mientras la luna ilumine
de la noche las tinieblas.



El otro nicho se ensalza de esta suerte:


   De artífice los dedos
tejieron esta corona
y labraron sutilmente
los dibujos que me adornan.
    Más hermoso resplandezco
que el tálamo de la esposa,
y aún le venzo, pues la dicha
en mí perpetua se logra.
    El que a mí llegue sediento
agua encontrará gustosa,
fresca, cristalina y pura,
como la luz del aurora.
    Soy como el iris brillante
que en blancas nubes se forma,
y es el sol Abu-l-Hayyay,
cuyos rayos le coloran.
    Guarde el cielo esta morada,
mientras que acuda devota
a la casa de la Meca
la multitud fervorosa.



Vencidos quedan aún los sitios del alcázar hasta aquí examinados, si se comparan con aquellos que se hallan al oriente de la entrada. No es fácil penetrar allí sin creerse y sentirse arrebatado al mundo de los ensueños, aunque pronto se disipa esta alucinación cuando se mira y se comprende que en todo el edificio demuestran sus sabias y claras proporciones que todas y cada una de sus partes concurren a la bella armonía del conjunto. El arquitecto que construyó aquellas salas debía, a la verdad, poseer algo de la maestría con que la naturaleza forma los cristales; sólo así le era dable traer con movimiento ritmítico todos los miembros separados a la composición de un todo simétrico y de armoniosa unidad; evitar que el lozano esplendor de los adornos produzca la impresión de estar sobrecargado, y aunar los efectos de aquella exuberante multitud de menudencias y detalles para que produzcan una impresión total superior y predominante.

El patio de los Leones (Dar o Sahat al-Asad), tan celebrado en las leyendas poéticas, es un espacio cuadrangular largo, circundado de un pórtico de columnas. Para formar idea de su antiguo esplendor, debe restaurarse en la imaginación con los colores y el oro, que ya en gran parte han desaparecido, con los relucientes azulejos del zócalo de las paredes, y con los pintados y tal vez dorados embutidos de la techumbre. En medio del patio hay una gran taza de mármol que descansa sobre doce leones, de mármol también, cuya agua está en comunicación con la que corre en diversas cañerías por todo el palacio, y brota en un alto surtidor, cuyo caudal cae en la taza y vuelve a salir por las fauces de los leones. Tales leones, así como también otras imágenes de fieras, aparecen a menudo, según ya hemos visto, en los palacios mahometanos de España y de Sicilia; pero éstos son los únicos que aún se conservan. Columnas de mármol de extraordinaria esbeltez y ligereza, con capiteles cuya forma siempre nueva y siempre otra da claro testimonio de la invencible inventiva del artífice sostienen, ya separadas, ya agrupándose en templetes con cúpulas, la arquería que rodea el patio; y los techos y las paredes muestran en sus diversos rosetones, estrellas, escudos y figuras poligónicas de todo género, una tan rica combinación de contornos y dibujos, que apenas pueden seguir los ojos aquel laberinto de figuras entrelazadas.

En ambos lados, como ya hemos dicho, se agrupan las columnas y los arcos, formando sendos templetes o pabellones, con alto techo, cubierto todo de alharaca o ligero estuco calado, que parece filigrana por su delicadeza y deja que la luz le penetre y atraviese como si fuera transparente. A donde quiera que se dirige la mirada, los primorosos arabescos dan al yeso el aspecto de tapices artísticamente labrados, extendidos sobre la techumbre, y cuyos extremos, a modo de guirnaldas, penden de las paredes y ondean sobre los arcos. De una manera pasmosa se insinúa aquí, así como en el patio de los Arrayanes, la idea de que un recuerdo de la vida del beduino ha presidido a la creación de estos patios, con sus fuentes y estanques y las galerías de columnas que están en torno. Si la fantasía del poeta árabe se iba con predilección a morar en el desierto; si las inscripciones del salón de Embajadores ensalzan como el más precioso refrigerio el agua clara, pareciendo que hablan a los habitantes de los áridos y ardientes arenales de Arabia o de Siria, y no a los de Granada, regada por tantas fuentes y ríos, no ha de extrañarse tampoco que se presentase a la mente de los arquitectos árabes la imagen del reposo de la tarde, o de la siesta, al borde de la cisterna, y así edificaran el palacio a semejanza de las tiendas del campamento. En vez de palos o estacas pusieron airosas y ligeras columnas; los tapices de mil colores, que revestían las tiendas de los príncipes orientales, fueron transformados en paredes llenas de arabescos; y con el estuco calado que revestía los arcos imitaron las franjas y pliegues de los chales y telas que pendían del techo. Las fuentes murmuradoras en medio, cuyas ondas cristalinas iban corriendo por todas las salas, y el claro espejo del estanque, circundado de verdura y de arbustos olerosos, imitaban, por último, el manantial del oasis. Pero la Alhambra no debía ser meramente un lugar de descanso temporal y turbado por el ruido del mundo, sino que debía tener algo de celestial. Por eso fue edificada sobre la encumbrada cima de los peñascos, donde no sube ningún sonido o estruendo de la tierra; donde ningún vapor turba la pura y diáfana claridad del aire; y donde baja como un torrente, desde la inflamada cúpula de éter, una luz tan hermosa como la del más alto de los siete cielos.

En el costado del norte del patio de los Leones está la perla de todo el palacio; una tarbea, a la cual, ora sea por las dos alhanias que contiene, ora por dos grandes losas de mármol que hay en su pavimento, llaman sala de las Dos Hermanas. Ya las puertas de madera de cedro, pintadas y doradas en otro tiempo, son, por la riqueza y el delicado primor de la taracea, lo más perfecto que en este género se conoce. Lo interior de la sala sobrepuja en abundancia de mosaicos y en lindas incrustaciones a todo lo demás del alcázar. Los aliceres, las paredes revestidas de estuco, sus diversas fajas o zonas, los pilares y los frisos, todo está cuajado de fantásticas figuras, de estrellas, de festones, de flores y de polígonos, cuyos contornos y perfiles, que todo lo cubren, cruzándose y enlazándose, crean nuevas y nuevas formas, que se diría que no llegan a agotarse nunca, y que todas compiten en elegancia y gracia. Cuando se persigue con la mente y se viene a comprender esta portentosa multitud de figuras, donde luce una exquisita y rica imaginación unida a un discreto entendimiento del orden y de la medida, se cree a cada momento que se han apurado y consumido todas las combinaciones imaginables, y se ve siempre con sorpresa que brotan de las antiguas otras nuevas combinaciones. Encima se levanta la tarbea por medio de columnitas, arcos y pechinas de la más artística manera, en la forma de un octógono. Una serie de detalles, de los cuales no hay uno que no compita con los otros por la riqueza y primor de los adornos, lleva, por último, los ojos hasta la bóveda en forma de estalactitas; y la luz mitigada, que penetra trémula y quebrándose por los ajimeces de la cúpula, completa el mágico hechizo del conjunto. No se sabe qué deba admirarse más en cada sala, si la inmensa abundancia de hermosos pormenores y de brillantes adornos, a la atinada y sabia consonancia a que todos ellos conspiran; pero bien puede afirmarse resueltamente que nunca la arquitectura ha producido obra alguna que exceda y se adelante en brillo deslumbrador, delicadeza y armonía de todas sus partes, a la sala de las Dos Hermanas.

Más hacia el norte está el llamado cuarto de las Infantas o del Mirador de Lindaraja, a causa de un precioso ajimez o ventana con doble arco y riquísimos adornos que da vista al lindo jardincito de Lindaraja, con su fuente cercada de limoneros. Difícil es hallar un retiro más apacible y ameno que éste. El murmullo de las fuentes, la grata frescura del umbrío, mientras que la luz del sol penetra apenas por la delicada filigrana de los arcos, el aura que susurra y el aroma de las flores que esparce en torno, todo arrulla aquí el espíritu, y le convida a poéticos ensueños, haciéndole entrar en un mundo fantástico de cuentos y consejas.

Enfrente de la sala de las Dos Hermanas está otra sala, construida por el mismo estilo, aunque no tan bien conservada en su antiguo estado, la cual se llama de los abencerrajes, porque la tradición pone allí la escena de la muerte de aquellos nobles caballeros, y porque se supone que la mancha roja que muestra el blanco mármol de la fuente ha quedado allí como rastro y señal de aquella inocente sangre derramada647.

Al sur del patio de los Leones, inmediatos a los salones en que los reyes granadinos gozaban los más fastuosos deleites de la vida, se hallaban también sus sepulcros, enteramente destruidos en el día648.

Al este del mismo patio, se pasa por tres grandes arcos a la sala del Tribunal o de la Justicia, notable por su rica y pintoresca arquitectura así como por las labores de estuco que penden como nubes de sus arcos, y más aún, por tres pinturas que adornan los tres camerinos o alcobas de la pared del fondo o del Mediodía. Estas pinturas están sobre cuero y colocadas en las bóvedas o inclinación del techo. La pintura del medio representa sobre un fondo de oro diez figuras de hombres, con vestiduras blancas, las cabezas cubiertas de capuces, apoyando una mano en el alfanje, y sentados sobre almohadones bordados. Mendoza, que nació sólo trece años después de la conquista de Granada y que sabía el árabe vulgar, y que debía y podía tener noticias auténticas sobre las cosas de su ciudad natal, dice que en una sala de la Alhambra se ven los retablos de diez reyes granadinos: algunos ancianos del país habían conocido a algunos de ellos. De acuerdo con esto habla Argote de Molina del cuarto donde están en la Alhambra los retratos de los reyes granadinos y sus escudos de armas649. En efecto, hay en los extremos dos escudos rojos con fajas doradas, cuya pintura subsiste y no deja duda acerca del objeto que representa. El nombre que hoy se da a la sala, y la suposición de los cicerone y de los turistas de que aquellas figuras representan los jueces de un tribunal, sólo se fundan en un error.

Las otras dos pinturas contienen muy curiosas escenas de aventuras de caza y de amor, en las cuales aparecen cristianos y muslimes. En la pintura de la derecha manifiesta la arquitectura de un castillo con torreones en estilo gótico, que la escena se pasa en tierra de cristianos. Allí se ve una dama que tiene encadenado un león. Un monstruo, de figura humana, aunque todo peludo como una fiera; se apodera de la dama, pero un caballero cristiano viene a libertarla, hiriendo al monstruo. Hay también un castillo con muros y torres. Desde un balcón está mirando una dama a un caballero muslim que atraviesa a otro cristiano con una lanza. Luego se ven dos caballeros cristianos, uno de los cuales combate a pie con un león, y el otro, a caballo, mata a un oso. Más allá se levanta otro edificio a modo de palacio, en cuyas torres aparecen un caballero y una dama, y delante del cual hay dos personas sentadas que juegan al ajedrez. Por último hay un árabe a caballo que va cazando un venado.

La pintura del camerín de la izquierda representa primero tres caballeros cristianos que cazan leones y osos. Uno de estos caballeros se arrodilla delante de una dama y le ofrece el oso que ha cazado. Enfrente vemos, junto a una fuente elegante, a otra dama con las manos cruzadas, que habla con un hombre. Más allá, un caballero árabe que mata un jabalí; sus monteros cargan el muerto jabalí sobre una mula; por último, el mismo caballero, llevando del diestro la mula, viene a poner el jabalí a los pies de otra dama. Detrás de ésta hay un palacio con almenas, cúpulas y torres, y la dama, así como otras mujeres que forman su séquito, parecen salir de dicho palacio.

Difícil es determinar la significación y el asunto de estas pinturas, en las cuales, además de las ya mencionadas escenas principales, se hallan otras varias, así de objetos vivos como de objetos inanimados. Debe, con todo, presumirse como probable que el asunto de las pinturas está tomado de conocidos cuentos granadinos. Sabido es cuanto han gustado siempre los árabes de tales narraciones. En España la afición de oír cuentos parece haber sido mucho mayor, y Maqqari dice que el arte de referir consejas entretenidas era un medio seguro de introducirse en la sociedad de los reyes y de los grandes de Andalucía650. Las escenas y grupos de nuestras pinturas: árabes que dan muerte en duelo a caballeros cristianos, cacerías en común de sectarios de distintas creencias, doncellas en peligro y caballeros que corren a salvarlas, son asuntos sin duda del género de aquellas que debían tener más frecuente cabida en un cuento arábigo-español. Tanto el dibujo cuanto el colorido no manifiestan por cierto un arte muy adelantado, y en punto a perspectiva apenas si se nota rastro alguno; pero las cabezas no carecen de expresión, y los contornos de las figuras indican cierta destreza, que suele ser extraña a los primeros comienzos de la práctica del arte.

La opinión, difundida en mil libros, de que entre los mahometanos existía un precepto terminante y reconocido por todos, que prohibía la representación de seres vivos, ha dado motivo a la creencia de que estas pinturas era imposible que fuesen obra de muslimes. El error de dicha opinión no necesita aquí ser refutado de nuevo, ya que en otras partes de éste libro hemos demostrado con numerosos ejemplos que los muslimes de todas las épocas no tuvieron el menor escrúpulo de tales representaciones. Ejemplos de esta clase ocurren con facilidad pasmosa; pero sólo voy a traer aquí dos más, como por complemento de los ya aducidos. Entre los magníficos presentes que Harun al-Rasid envió a Carlomagno, había un reloj, en el cual al fin de cada hora aparecían doce caballeros en otras tantas ventanas651. El califa Mutadid Ibn Abbad tenía en su sala del trono un árbol artificial, hecho de oro y de plata, en cuyas ramas había diversas especies de pájaros, asimismo de plata y oro, cuyo canto se hacía que sonase652. Ibn Handis describe un árbol semejante a éste, en el palacio del príncipe al-Mansur en Bugia, diciendo:


    Un árbol luce con frutos
entre tantas maravillas,
medio metal, medio planta,
de una labor exquisita.
    Con resplandor nunca visto
todos los ojos hechiza,
y en el ramaje flexible
que blandamente se cimbra,
colúmpianse varias aves
de forma y pluma distinta,
sin querer abandonar
el sitio donde se anidan.



Por lo tocante a Andalucía, ya hemos visto como en lo interior de la misma mezquita de Córdoba había imágenes en columnas rojas, entre otras las de los siete durmientes; como Abd al-Rahman III adornó la puerta de su palacio de Azahara con la estatua de su querida; como relucía en el palacio del rey Badis, en Granada, la figura de bronce de un caballero armado, y como adornaban casi siempre los palacios de los príncipes andaluces figuras de leones o de otros animales, hechas de metal o de piedra. Contra el uso de la s pinturas había que alegar menos razones aún que contra el de las estatuas, porque en el versículo 92 de la sura V, sólo están anatematizadas por el Profeta las estatuas (entendiendo muchos que el anatema no se refiere sino a los ídolos)653, así que entre no pocos muslimes prevalece la opinión de que sólo son dignas de reprobación aquellas representaciones de seres vivos que proyectan sombra654. Si, pues, contra lo que más claramente está reprobado (así como contra beber vino, que está prohibido terminantemente en el mismo versículo), se formaron cuerpos de hombres y de fieras con piedra, mucha menor dificultad se ofrecía para pintar los mismos objetos. No cabe duda, además, de que los árabes emplearon con frecuencia la pintura para ornato de sus palacios y casas, y no se limitaron a pintar cosas inanimadas. Ya en el siglo XI da claro testimonio de esto el siciliano Ibn Handis, el cual dice de un palacio de al-Mutamid en Sevilla:


    Así liquidado el sol,
Sus rayos puso en las tazas,
Y dio tinta a los pinceles
Que pintaron estas salas.
Vida y movimiento tienen
Sus mil imágenes varias655.



De otra qasida del mismo poeta a un palacio de al-Mansur en Bugia, se infiere que estaba en uso adornar los techos con pinturas. Dice así:


   Y parece que en los techos
se miran, por raro hechizo,
junto a la esfera celeste
los verdes prados floridos.
Esmaltadas golondrinas
en ellos hacen el nido,
y allí también se contemplan,
con magistral artificio,
fieras que acosa en los bosques
el cazador atrevido.
La enramada y las figuras
vierten rutilante brillo.



En los techos, pues, precisamente donde se hallan las pinturas de la Alhambra, había ya en el siglo XI, pintadas por mano de artífices muy ensalzados, cacerías semejantes a las que ocupan mucha parte de los cuadros que hemos descrito.

No hay por lo tanto motivo alguno para impugnar la idea de que fueron mahometanos los pintores. El fundamento de la impugnación viene a tierra con lo dicho, y no hay para qué atribuir las tales pinturas a otros autores que no sean árabes; antes bien las circunstancias que concurren a hacernos creer que lo serían, adquieren mayor fuerza. Son estas circunstancias que los mahometanos aparecen como vencedores de los cristianos; que las pinturas, según un procedimiento no conocido de los pintores cristianos, están ejecutadas sobre pieles, cosidas a otras, y pegadas al techo; y que los adornos que rodean las imágenes, así como algunos que están en el mismo centro, convienen del todo por el estilo con los demás adornos de la Alhambra. Todo nos induce a atribuirlas a la misma gente a quien pertenece la construcción y la ornamentación toda de la parte antigua y legítima del palacio.

La contraria opinión sólo se funda en la errónea creencia, que ya hemos desvanecido, de que el Islam prohíbe la representación de seres animados. La grande perfección del dibujo en las pinturas, si se compara con la ruda escultura de los leones en la fuente de este nombre, no da tampoco verosimilitud a la suposición de que los pintores fuesen extranjeros, ya que la escultura de los leones puede ser más antigua u obra de un artista menos hábil; o, lo que es mucho más probable, porque estando los leones destinados a sostener la fuente, no pareció necesario imitar en ellos con exactitud la naturaleza, sino darles sólo cierto carácter típico. Por lo demás, la celebrada perfección de estas pinturas no demuestra, por mucho que se pondere, que dejen de ser la infancia del arte; y en vez de negar que son los árabes sus autores a causa de lo bien que están, puede maravillarse cualquiera de que los árabes, después de tantos siglos de practicar este arte, no hubiesen llegado a un grado superior de habilidad artística. No son, por último, muy de envidiar los conocimientos en pintura de aquellos que piensan descubrir en estas de la Alhambra, ya el estilo de los pintores italianos del siglo XIV, ya el de los españoles del siglo XV, ya la mano misma de determinado maestro. Por lo contrario, a primera vista se nota la semejanza de estos cuadros con las pinturas y miniaturas de los manuscritos orientales, como, por ejemplo, de Nisami o de Firdusi. En el cuadro del medio, sobre todo, se advierte esta semejanza en lo vivo y caliente del colorido y en la falta de claroscuro y de perspectiva. También en el dibujo, singularmente en el de los caballos, se notan dichas analogías. Las pinturas de la Alhambra, por consiguiente, si no son obras arábigas, como parece lo más verosímil, sin que haya en contra argumento alguno de valor, pueden tenerse por de origen persiano. Entre los persas había sido desde muy antiguo cultivada la pintura con gran celo y afición, y empleada en aquel género de representaciones, y según Ibn Battuta, muchos individuos de aquella nación se habían establecido en Granada656.

No todos los sitios de la Alhambra pueden ser mencionados aquí, sino sólo los más dignos de atención. Una pequeña excursión a algunos de los edificios aislados que están dentro del recinto de la fortaleza, y que verosímilmente estaban en lo antiguo unidos al palacio. Los más de ellos esconden aún en su interior suntuosos adornos arquitectónicos. Tal es la llamada Casa de Sánchez (También Mirador del Príncipe), delante de la cual había antes una alberca, semejante a la del patio de los Arrayanes, y desde cuyo piso alto, ricamente exornado de azulejos y estuco, se disfruta una vista deliciosa del valle del Darro y del cercano Generalife. Las inscripciones que allí hay, a más de las con tanta frecuencia repetidas fórmulas de «Prosperidad», «Prosperidad continuada», tienen las exclamaciones u oraciones jaculatorias: «¡Oh esperanza y confianza mía! tú eres mi refugio, tú eres mi sostén». Y, «¡Oh mi profeta! ¡oh mi nuncio! sella con la bondad mis obras». Las paredes están, además, cubiertas de muchos versos medio borrados, y que ya no es dable descifrar. Desde el susodicho edificio, subiendo por la pendiente del norte de la colina en que está la Alhambra, hay otras varias torres, entre las cuales son las más notables la de las Infantas y la de la Cautiva. Ambas contienen en sus interiores habitaciones adornos que compiten con los más bellos de la Alhambra. La torre de la Cautiva657contiene, además, una multitud de inscripciones, que declaran ser el sultán al-Hayyay Ibn Yusuf, o quien la edificó, o quien hizo exornar sus paredes. Hay, además, versículos del Corán y versos como los siguientes:


   Nada con obra tan bella
es posible que compita:
su fama cundió en el mundo
no bien se vio concluida.
       ¡Por Dios que es torre tan fuerte
como el león que la habita!
¡Su enojo no provoquéis!
¡Guardaos de su acometida!
    Con más hermosura y gala
por ella el Alhambra brilla.
Los luceros la respetan
y las pléyades la admiran.
    El espesor de sus muros,
sus mil labores prolijas,
y la amplitud de sus mármoles
causan asombro y envidia.
    Allí el rostro de Yusuf
difunde su luz benigna.
Feliz y triunfante siempre,
es sol que nunca declina.



Volviendo ahora a la Casa Real, debemos decir algo de la mezquita y de los baños. La mezquita, transformada en capilla por Carlos V, está muy desfigurada; pero el frente, conforme se ve desde el patio, deja conocer aún su origen en la multitud de primorosos adornos que conserva.

En más lastimoso estado de ruina se hallan los baños. Solo por algunos restos puede ya inferirse con cuanta prodigalidad el mármol, los mosaicos y azulejos estaban allí invertidos. En el orden y disposición de los cuartos se reconocen los mismos usos que hay en el día de los baños de Oriente. Allí se nota el cuarto de reposo, con una galería encima, donde quizás se ponían músicos, y el espacio enlosado de mármol blanco para baños de vapor, en cuyo techo se advierten muchas aberturas en forma de estrellas. Una serie de habitaciones y corredores entre la sala de Comares y la de las Dos Hermanas, es completamente moderno, y también el llamado Tocador de la Reina, pertenece en su estado actual a la época de Carlos V. Este tocador es un pabellón abierto, lleno de indecible encanto, que se levanta como un nido de águilas sobre la muralla de circunvalación de la Alhambra, por el lado del norte, y que parece estar colgado en la cumbre de una torre, la cual estriba a su vez sobre altos y tajados peñones, a cuyos pies, en honda profundidad, el Darro murmura. La vista, que desde allí se disfruta, del escarpado Albaicín, que se extiende sobre una ladera, del airoso Generalife, que reluce entre granados y laureles, y de la nevada cima del Pico la Veleta, que se diría que toca al cielo, tiene todo el hechizo fantástico de una visión o de un ensueño.

No revela y descubre la Alhambra todos sus encantos sino después de repetida contemplación. Se debe morar aquella vivienda de las hadas, se debe soñar en sus frescas grutas de piedra y entre sus enramadas y columnas, y abandonarse a las sucesivas impresiones de sus varios hechizos, va sea cuando el alba vierte la celestial frescura d el rocío sobre sus azoteas y corredores, y difunde rayos de luz voladores y trémulos sobre sus paredes, como si las bordara de perlas; ya sea cuando la tarde dora todo el palacio con la luciente gloria del Mediodía, y le hace fulgurar con un resplandor que parece de este mundo. Con los poetas del Oriente entre las manos, se debe respirar desde los elevados balcones el aroma de aquellas balsámicas soledades, o sentarse junto a la fuente de los Leones, dar oído al murmullo misterioso de las aguas subterráneas, mientras que la luna de una noche de estío en Andalucía va posando y esparciendo sus rayos de columna en columnas, y llena los pórticos y tarbeas de sombras vagorosas y fugitivas, que son cual los espíritus y los genios de las edades pasadas. Sólo quien de esta suerte llega a confiarse al numen tutelar de aquel sitio, acierta también a penetrar y descifrar sus arcanos; y entonces a los versos de las inscripciones, que orlan y cubren los muros y pilares como signos mágicos, levantan para él una viviente armonía y un hermoso cántico, y todo el edificio se convierte en ritmo y poesía. La fuente de los Leones habla primero. La inscripción de la taza dice así:


    Incomparable es la fuente!
¡De Dios el poder bendiga
quien de estos bellos palacios
contemple las maravillas!
    Cual diamantes que recaman
de regio manto la fimbria,
cual blanca plata sonora
que entre joya se liquida,
    y como perlas relumbra,
por la luz del sol herida,
el agua que va corriendo
hasta tocar en la orilla,
    el agua y el limpio mármol
se confunde a la vista
y a declarar no te atreves
cuál de los dos se desliza.
    Deshecha en el aire, cae
la clara lluvia en la pila,
y en ocultos atanores
al cabo se precipita.
    Así de una hermosa baña
llanto de amor las mejillas,
que el rubor o la prudencia
inducen a que reprima.
    ¿Viene del cielo esta agua,
o de las entrañas mismas
de la tierra? Representa
la esplendidez del califa.
    Su mano dones sin cuento,
al rayar la luz del día,
vierte sobre los leones
de sus huestes aguerridas.
    De sus garras espantosas
no receles; que la ira,
por respeto al soberano,
hasta los monstruos mitigan.
    Vástago de los Ánsares,
tu pujanza y tu hidalguía
al engreído desprecian
y a los soberbios humillan.
    Quiera el ciclo mil deleites
darte y ventura cumplida
y dulce paz; quiera el cielo
que a tus contrarios aflijas.



La sala de las Dos Hermanas se ensalza a sí propia de esta suerte:


    Soy un jardín delicioso
adornado de hermosura;
reconóceme en el brillo
y gala que me circunda.
    Para erigir este alcázar
no bastó la humana industria;
el cielo influyó en la obra
con presagios de ventura.
    Las pléyades cautivadas
me hacen visitas nocturnas,
y un aura sana me orea
no bien el alba fulgura.
    De mí se prenden los ojos
que de mi aspecto disfrutan,
y a toda ilusión o ensueño
mi realidad sobrepuja.
    De este salón primoroso
es admirable la cúpula,
con bellezas manifiestas
y con bellezas ocultas.
    Los astros del zodiaco
con respeto me saludan,
y para hablarme en secreto
baja del cielo la luna.
    Los luceros refulgentes
enamorados me buscan,
su carrera interrumpiendo
en la bóveda cerúlea.
    Abandonan los caminos
en que por el cielo cruzan,
y cual humildes esclavos
a servirme se apresuran.
    Es tan brillante esta sala,
que su brillantez deslustra
el sendero luminoso
que en los cielos se dibuja.
    Las galas que el rey me viste,
con mayor pompa relumbran
que del Arabia dichosa
las preciadas vestiduras.
Y los arcos que se extienden
sobre ligeras columnas
son como la luz del alba658
cuando en Oriente se anuncia.



Desiertos están hoy estos palacios. La alegre vida, que en otra edad los llenaba, ha desaparecido. El adufe no llama va a la zambra bulliciosa; ya nunca escucha Zayda desde su balcón el preludio del laúd de su enamorado; pero a veces, en días festivos, corren todas las fuentes y se reanima aún el silencioso palacio. Por donde quiera, poderoso e irresistible, como los sentimientos que por largo tiempo comprimidos arrancan del corazón, brota entonces el claro elemento, aquí deslizándose como cintas de plata, y allí derramándose en cascadas, por canales de bruñido jaspe o empinándose en corimbos relucientes y viniendo a caer en limpias tazas de mármol. Se diría que de las entrañas de la tierra se alza con el agua el antiguo esplendor, que estaba allí sepultado largo tiempo hacía, como si del fondo de los aljibes surgieran evocados los espíritus tutelares de aquella mágica mansión, las peris y los genios de Arabia, con sus escondidos tesoros, para adornar de nuevo con toda su pasada pompa tan predilectos lugares. Un florecimiento de primavera oriental penetra y anima las piedras, prestándoles luz y calor, y no parece sino que todo retoña, reverdece y se agita; que se abren las flores y que destilan rocío. El euro difunde por las tarbeas los perfumes que ha recogido en el país de las palmas, las bóvedas delicadas, heridas por la luz inquieta que se quiebra y refracta en los surtidores, flotan y relucen como la niebla vagarosa del alba, y en todos los pórticos y galerías se levantan voces sonoras de los antiguos tiempos, que prorrumpen en un concepto de júbilo.

Dichoso el que logra visitar la Alhambra en días tales. También en su alma se despiertan y se alzan entonces los sepultados sueños y las esperanzas en sus profundidades perdidas, como se han levantado alrededor las pasadas alegrías del medio destruido palacio árabe. Harto sé que no todos ven estas cosas y las sienten, pero nunca debe penetrar en aquel santuario quien sólo estima y reconoce en la piedra la piedra, y no comprende ni se apodera de la grande alma del Oriente, que en aquel floreciente mundo de mármol circula y respira.

Subamos otra vez por el sendero pedregoso y pendiente, entre olorosos arbustos y lozanas y frondosas mosquetas y madreselva, a la altura desde donde el Generalife con sus aéreas columnatas está mirando la honda llanura. Esta casa de recreo ha padecido incomparablemente más que las partes mejor conservadas de la Alhambra. Casi todo el Generalife está ruinoso o transformado en fábrica moderna. Los aliceres, el ataurique y los demás adornos de sus paredes y arcos, sus galerías de columnas y sus estancias, han sido en gran parte destruidas por la ruda mano del hombre, y sólo se adquiere, en vista de su presente estado, una ligera idea del modo en que los árabes combinaban la arquitectura con la construcción de jardines, a fin de seducir los sentidos con sus patios primorosos y sus gallardos pórticos unidos a juegos de aguas, macizos de flores, bosquecillos de árboles frutales y densas y umbrías enramadas. Sin embargo, el hechizo de su incomparable posición se conserva aún; y a pesar de su actual decadencia, parece la residencia de verano de los reyes granadinos, con sus patios regados por arroyos, con los laureles que le dan fresca sombra, y con las espléndidas vistas, superiores a toda descripción, que se disfrutan desde sus miradores y suspendidos jardines, la visión fantástica de un poeta que ha penetrado por encanto en el mundo de las realidades. Quien nunca ha pasado una tarde de primavera en el Generalife no puede decir que ha visto la creación en su completa magnificencia. Aquella soledad idílica; aquella sombra apacible de los granados; el perfume que de mil y mil rosales trasciende; y la vista de aquel edén florido en la más hermosa región de la tierra; un valle de los Alpes bajo un cielo de los trópicos, con riquísima vegetación meridional; todo esto llena el alma de un dulce y religioso pasmo, cual si penetrase en el reservado y santísimo templo de la naturaleza. A través de laureles y de árboles en que la vid trepa, se ciñe o pende en festones, se tiende la mirada por verdes laderas, donde pulula la higuera indica y abre y dilata la pita sus grandes y anchas hojas, y donde el arrayán y el limonero entretejen su ramaje, y sonoros arroyuelos se precipitan a la hondonada entre matas de adelfas. Ya proyectan los cipreses sus más largas sombras, ráfagas de luminosa púrpura se dilatan sobre la vega, y mientras que el sol oculta su disco entre los quebrados picos de la montañas, relucen en inflamado carmín las almenas de la Alhambra y los olmos que coronan sus alturas. Mientras que el fulgor vespertino reverbera aún en las cimas de granito y en la diadema dentellada y cubierta de nieve de la excelsa sierra, reproduciendo todos los colores del iris, inunda la llanura como una niebla de luz ondulante y vaga, que se transforma en vapor azulado, y que se desvanece, por último, en la sombras. En los cien campanarios de la ciudad resuena el Ave-María; y, al oscurecer, soñadora como una princesa de los cuentos orientales, se levanta de todos los senos la noche de Mediodía, y hace brotar más ardientes aromas del cáliz de las flores. Susurrando sobre las copas de los cipreses, penetra también la noche en el Generalife, más brillantes relucen entonces flores y frutas entre las verdes hojas, y los blandos rayos de la luna, atravesando por los claros del ramaje, se mecen en los surtidores y rielan en los arroyos. Melodiosamente gorjean en tanto los ruiseñores en la espesura; tal vez se oye el son lejano de la guitarra, y un voluptuoso estremecimiento se difunde por galerías y jardines. Las fuentes parece entonces que corren con más abundancia, como si el aliento de la noche acreciese y atrajese aspirando el ya cansado golpe del agua; y se cree que se ve sobre las barandas de los balcones el blanco velo de las sultanas que escuchan la música con que Suhra, el genio del lucero vespertino, guía el luminoso coro de las estrellas.

Pero en medio de los encantos con que la naturaleza ha engendrado los alcázares reales de Granada, apenas es posible reprimir un profundo sentimiento de tristeza. Los solos, los últimos, y quizás los menos importantes entre tantas obras maravillosas de los árabes, subsisten aún aquellos edificios. ¿Dónde está Córdoba, la reina de las ciudades, la Meca del Occidente, a donde los fieles peregrinaban en largas caravanas? ¿Qué es de sus bibliotecas y escuelas, primer foco del saber europeo, manantial a que acudían los sedientos de ciencia de todas las regiones? ¿Dónde está Azahara, la ciudad de las hadas, a la que prodigaron los Banu omeyas todo el lujo y toda la pompa del Oriente? Hundido en la tierra, aniquilado está todo aquel mundo. El tiempo ha roto el talismán a que estaba ligada su existencia. Las cenizas de los califas han sido esparcidas a todos los vientos, y las grandezas de su imperio aparecen sumidas en un pasado más hondo que las de las antiquísimas ciudades del mundo primitivo, que había ya miles de años que no existían cuando ellas florecieron. Todavía están erguidas las columnas de Tebas, la ciudad de las cien puertas; los templos de Nínive emergen con sus ídolos colosales del seno oscuro de la historia y de un sueño de muchos siglos; pero, si se pregunta por los palacios de Abd al-Rahman, nadie sabe ni señalar el sitio donde estuvieron. Sin embargo, más melancólico aún que el pensamiento de la pérdida de tantos monumentos del arte, es el de la mísera suerte del pueblo que hermoseó con ellos la Península; porque aflige más que los escombros y ruinas, en una comarca desolada, donde en otro tiempo floreció la vida, la contemplación de las ruinas del espíritu del hombre, que nos ofrece este pueblo en su situación actual. Perseguidos, lanzados de la patria por el mar, los árabes han vuelto a caer en una barbarie más profunda que la de sus antiguos progenitores. Hasta sus sepulcros han desaparecido en la tierra que durante ocho siglos poseyeron, y quien recorre España busca en balde al menos monumentos fúnebres de ellos, tales como aquellas tumbas silenciosas y sin nombre que en Asia revelan la cuna de nuestra especie; los restos de pueblos ignorados del mundo primitivo. De los millares de obras de sus sabios y poetas, el tiempo y la furia destructora han aniquilado las más; las restantes están esparcidas por las bibliotecas de Oriente y de Europa, y su inteligencia no es para los árabes. Ellos mismos, nuestros maestros en tantas ciencias, vagan como bárbaros nómadas por los africanos desiertos. Es verdad que aún vive entre ellos, como una tradición confusa, el recuerdo de la hermosa Andalucía, y de padres a hijos se trasmiten las llaves de sus casas para volver a vivirlas cuando el estandarte del Profeta ondee de nuevo sobre las torres de Granada; pero este tiempo no llega nunca. Cada día se levantan y declinan los astros en la bóveda celeste, pero la media luna de Mahoma palidece en el horizonte, para no levantarse hacia el zenit ni volver a relucir jamás. Tal vez, en un porvenir no muy lejano, el torrente impetuoso de los siglos barra y arroje de sobre la haz de la tierra la religión del Islam, y sus pueblos y su cultura, que han sobrevivido; pero pronto desaparecerán sus últimos monumentos en Europa. Como se divisa sobre las olas la única torre de una ciudad que en el mar se ha sumergido, así descuella la Alhambra en medio de la avenida furiosa que ha anegado y hundido los otros monumentos. Sus muros, no obstante, caen piedra a piedra a los golpes de la destrucción. Es una creencia popular entre los orientales, que la luciente estrella de Suhayl o Canopo posee fuerzas mágicas y que el brillo del imperio de los árabes ha sido obra suya. En tiempo de Abd al-Rahman aún se alzaba dicha estrella en el horizonte de la España del norte, y resplandecía con viva luz roja sobre los refulgentes alcázares y sobre los vistosos alminares659; pero, al compás que esta estrella va lentamente inclinándose hacia el sur, por la precesión de los equinoccios, los maravillosos edificios desaparecen uno a uno.

Aún se levanta dicha estrella sobre las espumas del mar en las costas meridionales de Andalucía, y baña con amortiguado fulgor las ruinosas almenas del último palacio árabe. Cuando se pierda por completo para Europa, el palacio árabe será también un montón de ruinas660.





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