Obras literarias
Manuel José Quintana
Ven dulce amigo mío, a honrar con tu respetable nombre la edición de unos versos que si algún precio tienen, es debido en gran parte a tu inspiración y a tu ejemplo. Nada importa que el mármol del sepulcro te tenga separado de la región de los vivientes. ¿Desata acaso la muerte los lazos de amor y de estimación que unen entre sí a los hombres? No, caro Cienfuegos: la muerte los estrecha de un modo indisoluble; ella los defiende de la inconstancia y de la inconsecuencia; ella los asegura contra los vaivenes de la fortuna; ella, en fin, los pone a cubierto del frenesí de las pasiones. A lo menos de los muertos no hay que temer, Nicasio, esta ingratitud escandalosa, esta alevosía cruel que tan amarga y frecuentemente experimentamos de los vivos.
El dedo de Madrid me señalaba en otro tiempo como amigo, como discípulo, como compañero tuyo. La afición a unos mismos estudios y la profesión de unos mismos principios hacían este honor a mi nombre, bien que ni por la variedad y excelencia de mis talentos, ni por la belleza y perfección de mis escritos deba jamás ir, a la par con el tuyo. De ti aprendí a no hacer de la literatura un instrumento de opresión y de servidumbre, a no envilecer jamás ni con la adulación ni con la sátira la noble profesión de escribir, a manejar y respetar la poesía como un don que el cielo dispensa a los hombres para que se perfeccionen y se amen, y no para que se destrocen y corrompan.
¿Y quién en la miserable época que acaba de pasar ha observado mejor que tú estas máximas sagradas? A la vista y casi en las garras del despotismo insolente y bárbaro que nos oprimía, cantabas tú las alabanzas de la libertad; y en medio de la corrupción más estragada y del desaliento más pusilánime que hubo nunca, tu voz vehemente y severa nos llamaba poderosamente a la energía de los sentimientos patrióticos y a la sencillez y dulzura de las costumbres inocentes. Tengan en buen hora otros escritores la gloria de pintar con más halago las gratas ilusiones de la edad primera; haga en buen hora su mano resonar con mas gracia el laúd de Tibulo o la lira de Anacreonte; pero aquellos que sientan en su corazón el santo amor de la virtud y la inflexible aversión a la injusticia; los que se hallen inflamados del entusiasmo puro y sublime hacia el bien y dignidad de la especie humana, esos todos harán continuamente sus delicias de tus odas, de tus epístolas y de tus tragedias, y en ellas hallarán un alimento propio de sus almas sensibles y virtuosas.
Nuestra revolución se anuncia en el Escorial, y la agresión escandalosa de los franceses la precipita en Aranjuez. ¿Qué hará Cienfuegos? ¿Doblará la rodilla al azote del país? Y sacerdote de las musas ¿profanará su ministerio dorando con el brillo de la armonía y de la elocuencia el acto de iniquidad más execrable que han presenciado los siglos? El atleta robusto de la libertad ¿dejará pasar esta ocasión de hacer frente a la tiranía y de luchar cuerpo a cuerpo con la injusticia? ¡Ah! No. Si al llegar esta crisis espantosa, tus fuerzas, acabadas con la mortal dolencia que te consumía, no te dejaron escribir; si tu voz, ya casi moribunda, no era bastante a entonar aquellos cantos de fuego que hubieran excitado tan noblemente el ardor de los españoles; si no pudiste, en fin, servir a esta causa santísima con aquel carácter irresistible que imprimía tu pluma en la verdad, tú supiste, y esto es más aún, tú supiste sellar con la entereza de tu conducta las bellas máximas que habías esparcido en tus escritos; y mártir glorioso de tu patria, arrostraste y sufriste la muerte por no transigir con los tiranos.
¡Oh Cienfuegos! este tiempo de borrasca ha sido también un tiempo de prueba; y ¡cuán triste, cuán amarga es la que algunos han hecho de la consistencia de sus principios y de la realidad de sus virtudes! Hipócritas de honor y patriotismo, no han podido sostenerse contra el torbellino revolucionario, que les ha arrancado la máscara con que se cubrían y puesto en descubierto toda su abominable desnudez. Tú conocías a muchos de ellos, tú los amabas, tú los estimabas. ¿Pudiste imaginarlo jamás? Los unos se ríen ahora de la misma doctrina que antes predicaban, se han hecho siervos y apóstoles del mas execrable tirano, y han insultado sacrílegamente a la patria moribunda en su agonía. Los otros, destrozando cruelmente los vínculos de una amistad antigua y jamás violada, han profanado sin pudor ninguno los respetos todos de la hospitalidad y la confianza, y correspondido al afecto mas tierno y paternal con la más negra traición. ¡Ah! ¡puedan estas líneas, si alguna vez llegan a sus ojos, presentarles la horrible diferencia entre lo que ahora son y lo que antes parecían!... ¿Pero dónde voy? Perdona, amigo mío, si he inquietado el reposo de tu sepulcro con unas quejas tan tristes. Al recorrer estos versos, fruto de nuestros ocios antiguos y ocupación agradable de aquel noble retiro en que vivíamos, mi alma, hondamente afligida, no ha podido menos de volver su vista hacia atrás, y contemplar cuán escandalosos desertores han tenido la filosofía y la virtud.
Acabó para mí, y no volverá jamás, aquel tiempo de dulces ilusiones, de gratos y apacibles estudios. Fuerza ha sido abandonarlos para acudir el peligro común y servir a la causa pública en tareas y afanes harto diferentes. Otros cantarán después el triunfo, cuando serenada la agitación y restablecido el orden, la voz dulce de las musas vuelva a resonar en España. Entonces tus vigorosos versos, dignos precursores de libertad y de virtudes, serán aplaudidos con igual admiración que gratitud. Entonces, si por dicha llegan hasta allá los míos, el autor unirá su aplauso al de la posteridad; y el alto aprecio y amistad afectuosa que en vida sintió por ti, prolongándose más allá del sepulcro, durarán siquiera todo lo que dura este libro.
Cádiz, 20 de junio de 1813.
MANUEL JOSÉ QUINTANA.
(Mayo de 1797.)
Para propagar la vacuna en América bajo la dirección de don Francisco Balmis.
(Diciembre de 1806.)
cuando cantó en el teatro de Madrid las dos óperas de Armida y Dido.
(1705)
cuando la publicación de sus poesías.
(1797.)
(Julio de 1808.)