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Obras literarias

Manuel José Quintana

A Cienfuegos.1

Ven dulce amigo mío, a honrar con tu respetable nombre la edición de unos versos que si algún precio tienen, es debido en gran parte a tu inspiración y a tu ejemplo. Nada importa que el mármol del sepulcro te tenga separado de la región de los vivientes. ¿Desata acaso la muerte los lazos de amor y de estimación que unen entre sí a los hombres? No, caro Cienfuegos: la muerte los estrecha de un modo indisoluble; ella los defiende de la inconstancia y de la inconsecuencia; ella los asegura contra los vaivenes de la fortuna; ella, en fin, los pone a cubierto del frenesí de las pasiones. A lo menos de los muertos no hay que temer, Nicasio, esta ingratitud escandalosa, esta alevosía cruel que tan amarga y frecuentemente experimentamos de los vivos.

El dedo de Madrid me señalaba en otro tiempo como amigo, como discípulo, como compañero tuyo. La afición a unos mismos estudios y la profesión de unos mismos principios hacían este honor a mi nombre, bien que ni por la variedad y excelencia de mis talentos, ni por la belleza y perfección de mis escritos deba jamás ir, a la par con el tuyo. De ti aprendí a no hacer de la literatura un instrumento de opresión y de servidumbre, a no envilecer jamás ni con la adulación ni con la sátira la noble profesión de escribir, a manejar y respetar la poesía como un don que el cielo dispensa a los hombres para que se perfeccionen y se amen, y no para que se destrocen y corrompan.

¿Y quién en la miserable época que acaba de pasar ha observado mejor que tú estas máximas sagradas? A la vista y casi en las garras del despotismo insolente y bárbaro que nos oprimía, cantabas tú las alabanzas de la libertad; y en medio de la corrupción más estragada y del desaliento más pusilánime que hubo nunca, tu voz vehemente y severa nos llamaba poderosamente a la energía de los sentimientos patrióticos y a la sencillez y dulzura de las costumbres inocentes. Tengan en buen hora otros escritores la gloria de pintar con más halago las gratas ilusiones de la edad primera; haga en buen hora su mano resonar con mas gracia el laúd de Tibulo o la lira de Anacreonte; pero aquellos que sientan en su corazón el santo amor de la virtud y la inflexible aversión a la injusticia; los que se hallen inflamados del entusiasmo puro y sublime hacia el bien y dignidad de la especie humana, esos todos harán continuamente sus delicias de tus odas, de tus epístolas y de tus tragedias, y en ellas hallarán un alimento propio de sus almas sensibles y virtuosas.

Nuestra revolución se anuncia en el Escorial, y la agresión escandalosa de los franceses la precipita en Aranjuez. ¿Qué hará Cienfuegos? ¿Doblará la rodilla al azote del país? Y sacerdote de las musas ¿profanará su ministerio dorando con el brillo de la armonía y de la elocuencia el acto de iniquidad más execrable que han presenciado los siglos? El atleta robusto de la libertad ¿dejará pasar esta ocasión de hacer frente a la tiranía y de luchar cuerpo a cuerpo con la injusticia? ¡Ah! No. Si al llegar esta crisis espantosa, tus fuerzas, acabadas con la mortal dolencia que te consumía, no te dejaron escribir; si tu voz, ya casi moribunda, no era bastante a entonar aquellos cantos de fuego que hubieran excitado tan noblemente el ardor de los españoles; si no pudiste, en fin, servir a esta causa santísima con aquel carácter irresistible que imprimía tu pluma en la verdad, tú supiste, y esto es más aún, tú supiste sellar con la entereza de tu conducta las bellas máximas que habías esparcido en tus escritos; y mártir glorioso de tu patria, arrostraste y sufriste la muerte por no transigir con los tiranos.

¡Oh Cienfuegos! este tiempo de borrasca ha sido también un tiempo de prueba; y ¡cuán triste, cuán amarga es la que algunos han hecho de la consistencia de sus principios y de la realidad de sus virtudes! Hipócritas de honor y patriotismo, no han podido sostenerse contra el torbellino revolucionario, que les ha arrancado la máscara con que se cubrían y puesto en descubierto toda su abominable desnudez. Tú conocías a muchos de ellos, tú los amabas, tú los estimabas. ¿Pudiste imaginarlo jamás? Los unos se ríen ahora de la misma doctrina que antes predicaban, se han hecho siervos y apóstoles del mas execrable tirano, y han insultado sacrílegamente a la patria moribunda en su agonía. Los otros, destrozando cruelmente los vínculos de una amistad antigua y jamás violada, han profanado sin pudor ninguno los respetos todos de la hospitalidad y la confianza, y correspondido al afecto mas tierno y paternal con la más negra traición. ¡Ah! ¡puedan estas líneas, si alguna vez llegan a sus ojos, presentarles la horrible diferencia entre lo que ahora son y lo que antes parecían!... ¿Pero dónde voy? Perdona, amigo mío, si he inquietado el reposo de tu sepulcro con unas quejas tan tristes. Al recorrer estos versos, fruto de nuestros ocios antiguos y ocupación agradable de aquel noble retiro en que vivíamos, mi alma, hondamente afligida, no ha podido menos de volver su vista hacia atrás, y contemplar cuán escandalosos desertores han tenido la filosofía y la virtud.

Acabó para mí, y no volverá jamás, aquel tiempo de dulces ilusiones, de gratos y apacibles estudios. Fuerza ha sido abandonarlos para acudir el peligro común y servir a la causa pública en tareas y afanes harto diferentes. Otros cantarán después el triunfo, cuando serenada la agitación y restablecido el orden, la voz dulce de las musas vuelva a resonar en España. Entonces tus vigorosos versos, dignos precursores de libertad y de virtudes, serán aplaudidos con igual admiración que gratitud. Entonces, si por dicha llegan hasta allá los míos, el autor unirá su aplauso al de la posteridad; y el alto aprecio y amistad afectuosa que en vida sintió por ti, prolongándose más allá del sepulcro, durarán siquiera todo lo que dura este libro.

Cádiz, 20 de junio de 1813.

MANUEL JOSÉ QUINTANA.

A Juan de Padilla.

    Todo a humillar la humanidad conspira

Faltó su fuerza a la sagrada lira,

Su privilegio al canto,

Y al genio su poder. ¿Los grandes ecos

Do están, que resonaban

Allá en los templos de la Grecia un día,

Cuando en los desmayados corazones

Llama de gloria de repente ardía,

Y el son hasta en las selvas convertía

A los tímidos ciervos en leones?

¡Oh, cuál cantara yo si el dios del Pindo

Poder tan grande a mis acentos diera!

¡Con qué vehemencia entonces la voz mía,

Honor, constancia y libertad sonando,

De un mar al otro mar se extendería!.

¡Patria! nombre feliz, numen divino,

Eterna fuente de virtud, en donde

Su inestinguible ardor beben los buenos;

¡Patria!... La vista atónita no encuentra

Patria en torno de sí, ni el labio implora

Con voz tan bella al simulacro yerto

Que se muestra en su vez. Pálido, triste,

De negro luto y de pavor cubierto,

Ni aun a esquivar se atreve

La mano asoladora

De la furia execrable que, inclemente,

Su seno oprime, su beldad desdora.

Sangre destila si afligido llora;

Su lúgubre alarido

Rompe los aires, y en dolor bañado,

Viene horroroso a lastimar mi oído.

¡Perdona, madre España! La flaqueza

De tus cobardes hijos pudo sola

Así enlutar tu sin igual belleza!

¿Quién fue de ellos jamás? ¡Ah! vanamente

Discurre mi deseo

Por tus fastos sangrientos y el contino

Revolver de los tiempos; vanamente

Busco honor y virtud: fue tu destino

Dar nacimiento un día

A un odioso tropel de hombres feroces,

Colosos para el mal; todos te hollaron,

Todos ajaron tu feliz decoro;

¡Y sus nombres aún viven! Y su frente

Pudo orlar impudente

La vil posteridad con lauros de oro!

¡Y uno solo! ¡Uno solo!... ¡Oh, de Padilla

Indignamente ajado,

Nombre inmortal! Oh gloria de Castilla!

Mi espíritu agitado,

Buscando alta virtud, renueva ahora

Tu memoria infeliz. Sombra sublime,

Rompe el silencio de tu eterna tumba,

Rómpele, y torna a defender tu España,

Que atada, opresa, envilecida, gime.

Sí, tus virtudes solas,

Sólo tu ardor intrépido podría

Volvernos al valor, y sacudido

Por ti sólo sería

Nuestro torpe letargo y ciego olvido.

Tú el único ya fuiste

Que osó arrostrar con generoso pecho

Al huracán deshecho

Del despotismo en nuestra playa triste.

Abortóle la mar más espantoso

Que los monstruos que encierra en su hondo seno.

Y él, respirando su infernal veneno,

Entre ignorancia universal marchaba,

Destruyendo sus pies cuanto corrieron.

¿De qué pues nos valieron

Siete siglos de afán y nuestra sangre

A torrentes verter? Lanzado en vano

Fue de Castilla el árabe inclemente,

Si otro opresor mas pérfido y tirano

Prepara el yugo a su infelice frente.

Ofendida, indignada

Se alzó, se estremeció, y arrojó el grito

De venganza y de horror. «Vuela, hijo mío,

Vuela, y ahuyenta la espantosa plaga

Que me insulta y me amaga:

Sé tú mi escudo, y en tu ardiente brío

Su curso infausto asolador quebranta.»

Dijo; y cual rayo que volando asuela,

O como trueno que bramando espanta,

El héroe de Toledo recorría

Un campo y otro campo: el pueblo todo,

Conmovido a su voz, ardiendo en ira

Y anhelando vencer, corre furioso

A la lucha fatal que se aprestaba.

Padilla le guiaba,

Y de la patria en su valiente mano

El estandarte espléndido ondeaba.

¡Oh estrago! ¡Oh frenesí! Dos veces fueron

Las que el genio feroz de la impía guerra

Entre muerte y dolor mezcló las haces;

¡Haces que nunca combatir debieron!

Un hábito, una tierra

Eran, y una su ley, unas sus aras,

Uno su hablar. ¡Ah bárbaros! ¿Y en vano

Naturaleza os diera

Vínculos tantos? Suspended los hierros

Que sedientos de sangre en vuestras manos

Contemplo con horror: ¿no sois hermanos?

Todos a un tiempo, todos

Revolved: al furor de vuestros brazos

Caiga rota en pedazos

La soberbia del déspota insolente

Que a todos amenaza... ¿En los oídos

No os dan los alaridos,

Las tristes quejas de la edad siguiente,

Que a ominosa cadena

Vuestra discordia pérfida condena?

De polvo en tanto la confusa nube,

Nuncia ya del furor, turbando el día,

Hasta el Olimpo sube;

Y del bronce tronante al estallido

El viento sacudido

Raudo dilata por Castilla toda

En ecos el horror: corre la sangre,

Vuela la muerte... ¡Oh Dios! ¿por qué dispersas

Las huestes vencedoras

Se derraman así? Solo en el llano,

De arena y sangre y de sudor cubierto,

Miro al héroe que lucha, y lucha en vano,

Y al fin cayó: su mísera caída

La libertad rendida

Llevó tras sí. Cayó: cuando salieron

Sus últimos suspiros,

Al seno augusto de la patria huyeron.

Tajo profundo, que en arenas de oro

La rubia espalda deslizando, llegas

El pie a besar a la imperial Toledo;

Toledo, que en desdoro

De su antigua altivez y su energía

Se encorva al yugo que esquivó algún día;

Toledo, oriente de Padilla... ¡Oh río!

Tú le viste nacer, tú lamentaste

Su destino infeliz, y en triste duelo

Su fin infausto denunciaste al cielo.

Tú aquel solar bañabas,

Do siempre incorruptibles se albergaron

La patria y el valor. Mis ojos vean

El suelo que él hollaba,

El espacio feliz do respiraba,

Y en mi llanto y dolor bañados sean.

¡Y nada encuentro! Y la venganza airada

Nada indultó! Su bárbara violencia

La inocente morada

De la opresa virtud sufrir no pudo.

Derrocóla; en su vez, solo, afrentoso,

El padrón del oprobio allí se mira,

Que a dolor congojoso

Incita el pecho y a furor sañudo,

Cuando contempla a la ignominia dado

Tan santo sitio y al silencio mudo.

¡Mudo silencio! No; que en él aún vive

Su grande habitador: vedle cuán lleno

De generosa ira

Clamando en torno de nosotros gira.

«Castellanos, alzáos; la inmensa huella

Corrió de tres edades

Por mi sangre infeliz; corrió, y aun ella

Hierve reciente y a venganza os llama.

¿Queréis por dicha conllevar la pena

Del siglo vil a quien mi muerte infama?

¿Seguir besando la fatal cadena?

¿Vuestro mal merecer? Volved los ojos,

Volved atrás, y contempladme cuando

Yo di a la tierra el admirable ejemplo

De la virtud con la opresión luchando.

Entonces los clamores

De la tremente patria en vano oísteis,

Negándoos a su voz, y fascinados

Tras la execrable esclavitud corristeis,

Forjando ¡oh indignación! los torpes lazos

Que oprobio han sido a tan robustos brazos.

«Y aquella fuerza indómita, impaciente,

En tan estrechos términos no pudo

Contenerse, y rompió; como torrente

Llevó tras si la agitación, la guerra,

Y fatigó con crímenes la tierra.

Indignamente hollada

Gimió la dulce Italia, arder el Sena

En discordias se vio, la África esclava,

El Bátavo industrioso

Al hierro dado y devorante ruego.

¿De vuestro orgullo, en su insolencia ciego,

Quién salvarse logró? Ni al indio pudo

Guardar un ponto inmenso, borrascoso,

De sus sencillos lares

Inútil valladar: de horror cubierto

Vuestro genio feroz, hiende los mares,

Y es la inocente América un desierto.

«Tantos estragos, sin respeto holladas

Justicia y fe, la detestable ofensa

Hecha a la patria de amarrarla al yugo

Y ahogar su libertad, a un tiempo alzaron

Su poderoso grito,

Y a la atónita Europa despertaron.

Ella sobre vosotros indignada

Cayó y os oprimió. ¿Qué se hizo entonces

Vuestra vana altivez? La tiranía

Que lenta os consumía

Tendió su cetro bárbaro, y llamando

A la exicial superstición, con ella

Fue abierto el hondo precipicio en donde

Se hundió al fin vuestro nombre,

Viles esclavos, que en tan torpe olvido

Sois la risa y baldón del universo,

Cuyo espanto y escándalo habéis sido.

«Estremecéos, a la Ignominia hoy dados,

Mañana al polvo, ¿no miráis cuál brama,

Con cuál furor se inflama

La tierra en torno a sacudir del cuello

La servidumbre? ¿Y se verá que, hundidos

En ocio infame y miserable sueño,

Al generoso empeño

Los últimos voléis? No; que en violenta

Rabia inflamado y devorante saña

Ruja el león de España,

Y corra en sangre a sepultar su afrenta.

La espada centellante arda en su mano,

Y al verle, sobre el trono

Pálido tiemble el opresor tirano.

Virtud, patria, valor: tal fue el sendero

Que yo os abrí primero;

Vedle, holladle, volad; mi nombre os guíe,

Mi nombre vengador, a la pelea:

Padilla el grito de las huestas sea,

Padilla aclame la feliz victoria,

Padilla os dé la libertad, la gloria.»


(Mayo de 1797.)

A la expedición española

Para propagar la vacuna en América bajo la dirección de don Francisco Balmis.

    ¡Virgen del mundo, América inocente!

Tú, que el preciado seno

Al cielo ostentas de abundancia lleno,

Y de apacible juventud la frente;

Tú, que a fuer de más tierna y más hermosa

Entre las zonas de la madre tierra,

Debiste ser del hado,

Ya contra ti tan inclemente y fiero,

Delicia dulce y el amor primero;

Óyeme: si hubo vez en que mis ojos,

Los fastos de tu historia recorriendo,

No se hinchesen de lágrimas; si pudo

Mi corazón sin compasión, sin ira

Tus lástimas oír, ¡ah! que negado

Eternamente a la virtud me vea,

Y bárbaro y malvado

Cual los que así te destrozaron sea.

Con sangre están escritos

En el eterno libro de la vida

Esos dolientes gritos

Que tu labio afligido al cielo envía.

Claman allí contra la patria mía,

Y vedan estampar gloria y ventura

En el campo fatal donde hay delitos.

¿No cesarán jamás? ¿No son bastantes

Tres siglos infelices

De amarga expiación? Ya en estos días

No somos, no, los que a la faz del mundo

Las alas de la audacia se vistieron

Y por el ponto Atlántico volaron;

Aquellos que al silencio en que yacías,

Sangrienta, encadenada, te arrancaron.

«Los mismos ya no sois; pero ¿mi llanto

Por eso ha de cesar? Yo olvidaría

El rigor de mis duros vencedores;

Su atroz codicia, su inclemente saña

Crimen fueron del tiempo, y no de España.

Mas ¿cuándo ¡ay Dios! los dolorosos males

Podré olvidar que aun mísera me ahogan?

Y entre ellos... ¡Ah! venid a contemplarme,

Si el horror no os lo veda, emponzoñada

Con la peste fatal que a desolarme

De sus funestas naves fue lanzada.

Como en árida mies hierro enemigo,

Como sierpe que infesta y que devora,

Tal su ala abrasadora

Desde aquel tiempo se ensañó conmigo.

Miradla abravecerse, y cual sepulta

Allá en la estancia oculta

De la muerte mis hijos, mis amores.

Tened ¡ay! compasión de mi agonía

Los que os llamáis de América señores:

Ved que no basta a su furor insano

Una generación; ciento se traga;

Y yo, expirante, yerma, a tanta plaga

Demando auxilio, y le demando en vano.»

Con tales quejas el Olimpo hería

Cuando en los campos de Albión natura

De la viruela hidrópica al estrago

El venturoso antídoto oponía.

La esposa dócil del celoso toro

De este precioso don fue enriquecida,

Y en las copiosas fuentes le guardaba,

Donde su leche cándida a raudales

Dispensa a tantos alimento y vida.

Jenner lo revelaba a los mortales.

Las madres desde entonces

Sus hijos a su seno

Sin susto de perderlos estrecharon,

Y desde entonces la doncella hermosa

No tembló que estragase este veneno

Su tez de nieve y su color de rosa.

A tan inmenso don agradecida

La Europa toda en ecos de alabanza

Con el nombre de Jenner se recrea;

y ya en su exaltación eleva altares

Donde, a par de sus genios tutelares,

Siglos y siglos adorar le vea.

De tanta gloria a la radiante lumbre,

En noble emulación llenando el pecho,

Alzó la frente un español: «No sea,

Clamó, que su magnánima costumbre

En tan grande ocasión mi patria olvide.

El don de la invención es de fortuna,

Cócele allá un inglés; España ostente

Su corazón espléndido y sublime,

Y dé a su majestad mayor decoro

Llevando este tesoro

Donde con mas violencia el mal oprime.

Yo volaré; que un numen me lo manda;

Yo volaré: del férvido Océano

Arrostraré la furia embravecida,

Y en medio de la América infestada

Sabré plantar el árbol de la vida.»

Dijo; y apenas de su labio ardiente

Estos ecos benéficos salieron,

Cuando tendiendo al aire el blando lino,

Ya en el puerto la nave se agitaba

Por dar principio a tan feliz camino.

Lánzase el argonauta a su destino.

Ondas del mar, en plácida bonanza

Llevad ese depósito sagrado

Por vuestro campo líquido y sereno;

De mil generaciones la esperanza

Va allí, no la aneguéis, guardad el trueno,

Guardad el rayo y la fatal tormenta

Al tiempo en que, dejando

Aquellas playas fértiles, remotas,

De vicios y oro y maldición preñadas

Vengan triunfando las soberbias flotas.

A Balmis respetad. ¡Oh heroico pecho,

Que en tan bello afanar tu aliento empleas!

Ve impávido a tu fin. La horrenda saña

De un ponto siempre ronco y borrascoso,

Del vértigo espantoso

La devorante boca,

La negra faz de cavernosa roca

Donde el viento quebranta los bajeles,

De los rudos peligros que te aguardan

Los más grandes no son ni más crueles.

Espéralos del hombre: el hombre impío,

Encallado en error, ciego, envidioso,

Será quien sople el huracán violento

Que combata bramando el noble intento.

Mas sigue, insiste en él firme y seguro;

Y cuando llegue de la lucha el día,

Ten fijo en la memoria

Que nadie sin tesón y ardua porfía

Pudo arrancar las palmas de la gloria.

Llegas en fin. La América saluda

A su gran bienhechor, y al punto siente

Purificar sus venas

El destinado bálsamo: tú entonces

De ardor más generoso el pecho llenas;

Y obedeciendo al numen que te guía,

Mandas volver la resonante prora

A los reinos del Ganges y a la aurora.

El mar del Mediodía

Te vio asombrado sus inmensos senos

Incansable surcar; Luzón te admira,

Siempre sembrando el bien en tu camino,

Y al acercarte al industrioso chino,

Es fama que en su tumba respetada

Por verte alzó la venerable frente

Confucio, y que exclamaba en su sorpresa

«¡Digna de mi virtud era esta empresa.»

¡Digna, hombre grande, era de ti! Bien digo

De aquella luz altísima y divina,

Que en días más felices

La razón, la virtud aquí encendieron!

Luz que se extingue ya: Balmis, no tornes

No crece ya en Europa

El sagrado laurel con que te adornes.

Quédate allá, donde sagrado asilo

Tendrán la paz, la independencia hermosa;

Quédate allá, donde por fin recibas

El premio augusto de tu acción gloriosa.

Un pueblo, por ti inmenso, en dulces himnos

Con fervoroso celo

Levantará tu nombre al alto cielo

Y aunque en los sordos senos

Tú ya durmiendo de la tumba fría,

No los oirás, escúchalos al menos

En los acentos de la musa mía.


(Diciembre de 1806.)

A Luisa Todi,

cuando cantó en el teatro de Madrid las dos óperas de Armida y Dido.

    ¿Qué se negó de la falaz Armida

Al mágico poder? Su voz sonaba,

Y el báratro profundo

De sus lóbregos senos alanzaba

El tremendo escuadrón que la servia.

Viérase al punto de infernal veneno

Toda inundarse en derredor la esfera,

Arder el rayo y retumbar el trueno.

La rápida carrera

Suspenderse del sol, bramar los vientos,

En sus hondos cimientos

Estremecerse el mar, y mal segura

La tierra contrastada,

De sus ejes eternos desquiciada.

Mas cuando al fin enamorada y ciega

El corazón indómito rendía,

Y de perder su amante recelosa,

En los fines del orbe le escondía,

Ya no era entonces la espantosa maga;

Era ya una deidad. El polo yerto

Ostentóse cubierto

Con el manto de Flora;

Por los fecundos prados

Las fuentes murmuraban,

Y de esencias bañados,

Los céfiros jugaban con las flores;

Volaban los amores,

Las gracias y el deleite en pos de Armida,

Y ella entre tanto, de Rinaldo asida,

El coro de las aves escuchaba,

Que al placer y al amor la convidaba.

Tal fue entonces Armida; y tal ahora

Tú ¡oh poderosa Todi! la presentas,

Ya en ternura y delicias anegada,

Temerosa después, y al fin furiosa

Viendo su gloria y su beldad hollada.

¡Invención celestial! No, no es Armida

La que así nos enciende

Y el agitado espíritu suspende

El mentido poder que por su encanto

Tuvo en los elementos confundidos,

Hoy en nuestros sentidos

Lo alcanza el arte y lo renueva el canto.

¡Soberana armonía!

¿En qué sus dulces y halagüeñas flores

Más bien que en tus loores

Esparcir deberá la poesía?

Pero ¿cómo en su vuelo

La poderosa voz seguir podría

Que pasma al mundo y maravilla al cielo?

Ella parte suave;

Y ora orgullosa y grave

Del espacio los ámbitos domina,

Ora en quiebros dulcísimos se pierde,

Y delicada trina;

Ora sube al Olimpo, ora desciende,

Y ora como un raudal rico y sonoro

Vierte súbitamente en los oídos

De su riqueza armónica el tesoro.

Sola la admiración enmudecida

Seguirla puede en su veloz carrera;

¿Y do ha vivido el corazón de fiera

Que se negase esquivo

De su expresión celeste al atractivo?

¡Oh! no es posible el evitar su imperio;

La fogosa energía

De su gesto y acción se le prometen,

Y su mágico acento y melodía.

Aquí vence, aquí triunfa, aquí arrebata

Vedla de gloria y majestad vestida

Cuando del solio el esplendor retrata

Vedla después, desesperada y llena

De cólera y soberbia, amenazando

Nube parece que espantosa truena,

O terrible Aquilón cuando, soplando

Con hórrido silvido,

Sacude el universo combatido.

¿Mas cuál benigna suavidad se siente?

Él es, el blando amor, el hijo ardiente

De la hermosa y divina Citerea:

Más dulce y grato que la miel hiblea,

Más puro que los céfiros, su acento

Sale inflamando el viento,

Y por do quiera su ternura inspira.

Ya tras el bien perdido

Vaga anhelante y con dolor suspira;

En el dulce trinar pinta el gemido,

En los blandos gorjeos

Aparecen los tímidos deseos,

La amorosa inquietud, las ansias tiernas,

La risa alegre y apacible juego

Que ceban tanto el delicioso fuego.

Ya con tono más grave

La sublime constancia se ve ornada,

O en celeste deliquio modulada

Del caro bien la posesión suave.

Entonces gime el insensible, entonces

Hasta los duros mármoles se agitan;

Amor aprende a amar, a amar incitan

El eco, el viento, y de tu voz herido,

Por su divino impulso es arrastrado

Mi corazón vencido.

Salta en el pecho, y sin cesar palpita,

Todo anegado en el amante anhelo

Que inspira el canto; su vehemente llama

Veloz discurre por mi sangre y venas,

Y en todas ellas su calor derrama;

Derrama su calor, que vuelto en llanto,

Sin ser posible a contenerle el seno,

Salta a la vista en delicioso encanto.

¿Quién de tu genio mesurar podría

La extensión y el ardor? Dinos, ¿en dónde

Tuvo su oriente? En dónde

Se adestró a desplegar tal osadía,

Y de tanta riqueza salió lleno?

¿Fue acaso allá donde el feliz Ismeno

Corrió bañando la sonora Tebas?

¿O más bien sobre el Ísmaro sombrío,

Do por la vez primera

Los ecos de la música sonaron,

Y tras sí arrebataron

Los hombres y las fieras,

Las rocas y los árboles? ¿Do Orfeo

Su lira de oro celestial pulsaba,

Los vientos a su voz se condolían,

Y a Eurídice llamaba,

Y Eurídice los montes respondían?

Igual, empero, o superior, tú impeles

Al seno del olvido

Los pesares amargos y crueles.

Yo lo vi, lo sentí. Del hondo averno

Por mi mal abortado,

Un esquivo cuidado devoraba

Mi triste corazón, cuando presente

Vi la sidonia reina, que el amaba

Contra el troyano pérfido inclemente.

¡Bárbara atrocidad! Huye el ingrato

Sin que bastantes sean

De la mísera amante las querellas

Su fuga a suspender: huye, no cura

Los preciosos tesoros

Que fiel le prodigaba la hermosura;

Tesoros ¡ay! de amor y de ternura.

Y se entrega a la mar, ¡qué de lamentos!

Qué horrorosos acentos!

¡Qué desesperación! En vano llora

La triste, y corre enfurecida, y gime;

En vano al cielo en su dolor implora,

Y a los hombres también; hombres y dioses

Al dolor y al horror la abandonaron

¿Morirá la infelice

Sin hallar compasión? Grande, sublime

Terrible situación, que sorprendido

Mi espíritu admiraba,

Y olvidó su aflicción llorando a Dido.

¡Y que tan dulces horas

Hayan de fenecer! Mantua te pierde,

Mantua, que tanto te admiró; desierto

Se verá el gran teatro donde un día

Al eco de tu canto y los aplausos

El soberbio artesón se estremecía.

Mustio el espectador, irá a buscarte

Y no te encontrará; y en tal vacío,

¿Do está, dirá, la enamorada Elfrida,

La encantadora Elfrida? ¿Adónde fueron

La dulce Hipermenestra,

La arrogante Cleopatra y Cleofida?

Sombras sublimes, cuya hermosa idea

Inventar y animar el genio pudo,

¿Será que nunca ya mi mente os vea?

Anda, vive feliz, corre el sendero

Que a tu brillante gloria abrió el destino;

Mas ¿qué le falta a su esplendor divino?

El universo entero

Su honor, su encanto, su deidad te aclama.

Llevada en raudo vuelo

Por la sonante trompa de la fama,

Pasmarás las edades, y asombrado

Te nombrará el artista y confundido.

Por más osado que su genio sea,

Tú el término serás de su esperanza,

Dique a su presunción: él desde lejos

Adorará tus soberanas huellas,

Y lucirá tal vez con tus reflejos.

Así en el alto Olimpo las estrellas

Brillan, mas solamente en noche umbría,

Cediendo el resplandor y la victoria

Al gran planeta que preside al día


(1705)

A la hermosura.

    Cuando en la flor de mis risueños días

Mi vista hirió tu luz, dulce hermosura,

¡Oh cómo palpité! ¡Cómo mi pecho

Te amó, te idolatró! Tú numen fuiste

Que desplegar hiciste

El vuelo de mi voz, tú presidías

De mi cítara al son, que entonces era

Más bien el eco de las ansias mías

Que el eco de tu gloria: exento ahora

De temor, de deseo y de esperanza,

Que aceptes pido con afable agrado

El tributo que rindo a tu alabanza.

¡Oh si al formar tu vencedor traslado,

Benigno el cielo, la apacible tinta

Me diera con que el día en el oriente

Nace a inundarle en cándidos albores!

¡Los hermosos colores

Flora me diera con que adorna y pinta

Al soberbio clavel su altiva frente!

Diérame de su seno la fragancia,

Y la bella elegancia

Que gentiles los álamos despliegan

Cuando las auras del abril los mecen,

Cuando las lluvias del abril los riegan.

A tu nacer testigo

El orbe se recrea,

Que tanto llega a florecer contigo

Y te contempla en tu halagüeña cuna,

Como al morir el día

Mira el recinto de la selva umbría

La incierta luz de la naciente luna.

Mírate amor alborozado, y lleno

Ya del ardor que en esperanza siente,

«Yo bañaré con mi esplendor su frente,

Soberbio exclama, y con mi ardor su seno.»

Crece; que el lirio y la purpúrea rosa

Tiñan tus gratos miembros a porfía;

El sol de mediodía

La lumbre encienda de tus ojos bellos;

Que el tímido pudor la temple en ellos;

La esencia de las flores

Tu dulce aliento sea,

Y a velar tus encantos vencedores

Bajen en crespas ondas tus cabellos;

En tu nevado seno

Empiecen los amores

La primera a gustar de sus delicias;

Tu pie en la danza embellecer se vea,

Y tu cándida mano en las caricias.

Diosa de la beldad, alza la frente,

Mira tu gloria; al comtemplarla el sabio

Despide de su mente

La grave austeridad; la indiferente

Desmayada vejez siente que inflama

Tu viva lumbre sus cenizas frías,

Y suspirando exclama:

«¡Ah, quien volviera a los floridos días!»

Mientras que ansiosa, arrebatada y ciega,

La juventud a oleadas

Corre, y se agolpa tras de ti, y a oleadas

Su tierno afán a tributarte llega.

¡Qué nube de esperanzas y deseos

Te halaga en derredor! Qué de suspiros!

¡Cuántos amores! Y soberbia y fiera,

Sin ver ni agradecer, sigues hollando

La apacible carrera

Sembrada de placer, ornada en flores,

Tras tu carro de triunfo arrebatando

Los míseros despojos

De tantos amadores

Que al son de su cadena,

Bendiciendo tu luz, cantan su pena.

¡Dichoso aquel que junto a ti suspira,

Que el dulce néctar de tu risa bebe,

Que a demandarte compasión se atreve,

Y blandamente palpitar te mira!

¡En fin triunfaste, amor! ¿Cuál es la gloria

Que iguale en su contento

A tan bella y magnífica victoria?

Mira al mortal que devoró los dones,

Los dulces dones suspirados tanto,

Cual se agita impaciente, estremecido,

De vanidad henchido,

De gozo inmenso, de inefable encanto.

¡Y no es eterno! ¡Ay Dios! ¡Y llega un día

En que del albo seno,

Cansada la hermosura,

Lanza al amor! Amor la embellecía;

Él su semblante de expresión bañaba,

Él gracia la inspiraba y bizarría;

El mundo la veía,

Y cual templo de un Dios la respetaba.

Y ora apagando la sagrada antorcha,

Su alas tiende amor, y huye gimiendo

A la vana inconstancia, a la falsía,

Que su altar profanaron

Y la alma, fuente del sentir, cegaron.

No así en ti se cegó, cuando a la tierra

Ejemplo dabas del amor más puro,

Heloisa infeliz. ¿Cuál fue la mano

Que, despiadada y dura,

Hundió en ese recinto pavoroso,

Morada del horror, tanta hermosura?

Y respondes: «Mi amor.» ¿Quién por tu seno

Dilató de tan bárbaros dolores

El amargo raudal? «Mi amor.» ¿Un tiempo

No llegará en que espire

El nombre de Abelardo en tus clamores,

De que el eco se llena,

Y en esas anchas bóvedas resuena?

«No lo sufre mi amor. Mira los días

Cual pasaron por mí; su triste huella

Marchitó mi beldad, sin que un instante

Viese templar la inapagable llama

Que me consume. Feneció mi amante

Sin fenecer mi amor; sus restos fríos

Son sin cesar bañados

De ardiente llanto y de lamentos míos.

Déjame en ellos inundarme; el cielo

Este solo placer es el que ha dado

A mi infelice suerte.

Déjame mi dolor; cuando la muerte

Venga a librarme del horror del mundo,

Entonces ¡ay! en mi postrer momento

Abelardo, dirá con hondo acento,

Abelardo, mi labio moribundo.»

Así sus ayes lastimeros hienden

De siglo a siglo, y sus agudos ecos

En lástima y amor el pecho encienden.

Rosas y mirtos a su tumba, y llanto,

Llanto más bien; las lágrimas que vierto,

Al mismo tiempo que mi voz la nombra,

Son dulce ofrenda a su adorable sombra.

¿Tanto vale el sentir? ¿A tanto alcanza

Su divino poder? Ojos hermosos,

Sabed que nunca parecéis más bellos,

Sabed que nunca sois más poderosos

Que cuando en vos se mira

El vivo afán que el sentimiento inspira.

Sin él ¿qué es la beldad? Flor inodora,

Estatua muda que la vista admira,

Y que insensible el corazón no adora.


A la paz entre España y Francia en 1795

    Dos lustros ya de plácido sosiego

Sobre el regazo de la paz hermosa

Gozado el mundo había;

Y adormecido el fuego

De la discordia atroz, la espada ociosa

Entre el polvo y orín se consumía.

Nada turbó las cándidas auroras

De tan dulce quietud; logró en su asilo

El labrador tranquilo

Ver coronadas de su afán las horas.

Más sangre y fuego respirando viene

Con violento ademán Mavorte fiero,

Y a la cumbre escarpada

De la antigua Pirene

Sube ardiendo en furor; cruje el acero,

De su carro espantoso, y empuñada

La mortífera lanza que blandea,

Mueve sañudo la execrable frente,

Y en su rabia impaciente

Cebarse en llanto y mortandad desea.

Tronó su voz; al escucharla entonces

El suelo en luto y en pavor gemía

Destrozado, oprimido

Con los enormes bronces,

Vio la flor de la Hesperia que corría

De la bélica trompa al gran sonido.

¡Míseros! id donde el honor os lleva,

Ardiendo en ansia de funesta gloria;

Volad a la victoria,

Y haced de vuestro aliento heroica prueba

¿Qué lograréis? El monstruo abominable

De vuestra insana ceguedad riendo,

Da la señal; ya sube

Del cañón formidable,

Al cielo vuestros crímenes diciendo,

De fuego y humo la ondeante nube.

Retumba el aire, y pavoroso esconde

Los gritos, el terror, el triste estrago;

El amago al amago,

La cólera a la cólera responde,

Muerte horrible a la muerte. Así espantoso

Bate las altas cimas de Apenino

El Aquilón sañudo;

A su ímpetu fragoso

El cedro añoso y el soberbio pino,

Sin encontrar a su defensa escudo,

Caen; y el hondo valle estremeciendo,

Por los ecos alígeros llevado,

Asorda dilatado

De caverna en caverna el ronco estruendo.

Y en medio de la lucha fulminante

Es el furor tan bárbaro y tan ciego,

Que ni la tierna esposa

Ni la afligida amante

Templar podrán de la contienda el fuego

Con su memoria tierna y dolorosa.

Todo cae, agoniza; ¡hombres crueles!

Y acaso aspiran a dorar su estrago

Con el falaz halago

Del carro triunfador y sus laureles.

Mas no; junto a la rueda sanguinaria

Van la viudez y la orfandad que lloran.

Monarcas de la tierra,

¿La mísera plegaria

No escucháis de los pueblos que os imploran?

Poned, poned un término a la guerra;

Y si el rayo, el relámpago y el trueno

Vuestro poder mostraron a porfía,

Ya es bien que luzca un día,

Debido a vuestra unión, dulce y sereno.

Le dais por fin; a vuestra voz levanta

En el aire la paz de su alma oliva

La bienhechora rama.

¿No veis cuál se adelanta

A aplaudiros la tierra, y cuán festiva

Bendice vuestro nombre y os aclama?

¡Salud, divina paz! Eterna amiga

De la vida y del bien, ven, y en contento

Convierte el desaliento,

Y en sosiego apacible la fatiga.

Ven, y que la amistad, que la preciada

Virtud prodiguen sus inmensos bienes:

En esto ¡oh Diosa! emplea

Tu protección sagrada.

Tú fecundas el mundo y le sostienes,

Tú le das ornamento y se hermosea;

Bajo la sombra de tu augusto velo

Las artes viven en concierto amigo,

Y seguro contigo,

El Genio extiende su brillante vuelo.

A ti en los templos el incienso humea,

A ti las musas su divino acento

Sonoramente envían;

Y en cuanto el mar rodea,

En cuanto ilustra el sol y gira el viento,

De ti sola su bien los pueblos fían.

¡Ah! Maldición eterna al inhumano

Que, profanando la quietud del suelo,

Muestre en bárbaro anhelo

Ardiendo el hierro en su homicida mano!

¡Maldición, maldición! Corren veloces

Los ríos a la mar; nosotros ciegos

Al crimen y a la muerte

Nos llevamos feroces,

Sin atender a los humildes ruegos

De la virtud, sin escuchar la fuerte

Lección del tiempo, que incesante clama.

¡Triste destino! El hombre fascinado

Va siempre al carro atado

De la ambición frenética que brama.

Pues si negado a tantos escarmientos,

Siempre ha de ser que el universo gima

En guerra y en crueldades,

Dejad vuestros asientos,

¡Oh montes! y cayéndonos encima,

Feneced de una vez tantas maldades.

Irrita ¡oh ponto! tus voraces ondas.

Hasta que, sepultado el ancho mundo

En tu abismo profundo,

Por siempre en él nuestra impiedad escondas.


A Meléndez,

cuando la publicación de sus poesías.

    ¡Gloria al grande escritor a quien fue dado

Romper el sueño y vergonzoso olvido

En que yace sumido

El ingenio español; donde confusas,

Sin voz y sin aliento,

Se hunden y pierden las sagradas musas.

Alto silencio en la olvidada España

Por todas partes extendió su manto,

Cuando tu hermoso canto

Resonando, ¡oh Meléndez! de repente,

De orgullo y gozo llena,

Se vio a tu patria levantar la frente.

Tal en la noche de los siglos densas

Crecer las nieblas de ignorancia viendo

Natura, y sacudiendo

El ocio letargoso en que yacía,

Dijo: «Que Homero sea;»

Y Homero nace, y resplandece el día.

Bellos como la luz, tersos y puros,

Bien como el fondo del etéreo cielo,

Gratos aún más que el vuelo

Del céfiro sonante en el estío,

Cuando las hojas mueve,

Y templa el rayo en delicioso frío;

Tus armoniosos versos a raudales

Del manantial fecundo se arrebatan,

Do fieles se retratan

Las flores y los árboles del suelo,

Las sierras enriscadas,

Las bóvedas espléndidas del cielo.

¡Cisnes del Pindo! Amable Anacreonte.

Tú, que de estro y amor mientras vivías,

Mísera Safo, ardías;

Y tú, divino Píndaro, que elevas

En tu atrevido acento

Con tu nombre clarísimo el de Tebas;

Volad hacia las playas de occidente

Desde la cumbre de Helicón divino,

Y ved el gran destino

Con que se ensoberbece el suelo iberio

Mirando en su poeta

Vuestra alta gloria y vuestro dulce imperio.

Ornan las gracias su celeste lira

Cuando el canto de amor en ella suena

Y apacible y serena

La belleza en sus versos vencedores

Se goza retratada,

De rayos coronada y resplandores.

Seguidle luego a los amenos campos,

A la abundosa y apacible vega

Que el claro Tormes riega;

Y al escuchar su pastoral acento,

Ved florecer las rosas,

Reír el prado, embebecerse el viento.

Mas ¿do su musa rápida se esconde?

¿Dónde se eleva? A su ambicioso pecho

El orbe vino estrecho,

Y al éter se encumbró; gozosa mira

Bajo de sí las nubes,

Y al campo inmenso del espacio gira.

¡Vosotros solos, númenes del canto,

Le seguiréis! Desde el fanal de Apolo

Al rutilante polo

Todo lo abarca en su inmortal porfía,

Y de fulgor se llena,

Y torrentes de lumbre al mundo envía.

A esta pompa magnífica, a los ecos

De aplauso universal que resonaron,

Sus cuellos agitaron

Las sierpes de la envidia, y de su seno

Ya a lanzar se aprestaban

Con torpe lengua el infernal veneno;

Cuando un genio gritó: «¡Monstruos odiosos!

¿Qué sois, decid, para alcanzar victoria

De tan hermosa gloria?

Sabed que nunca de la niebla umbría

El insensato orgullo

Vencer presume en claridad al día.

Admirad y callad», dijo. La envidia

Viose aterrada, y su furor fue vano;

Y el genio abrió su mano,

Y el lauro descendiendo omnipotente,

Al inmortal poeta

Cercó de rayos la gozosa frente.


(1797.)

Al armamento de las provincias españolas contra los franceses.

    «Eterna ley del mundo aquesta sea:

En pueblos o cobardes o estragados

Que ruede a su placer la tiranía

Mas si su atroz porfía

Osa insultar a pechos generosos

Donde esfuerzo y virtud tienen asiento,

Estréllese al instante,

Y de su ruina brote el escarmiento.»

Dijo así Dios: con letras de diamante

Su dedo augusto lo escribió en el cielo,

Y en torrentes de sangre a la venganza

Mandó después que lo anunciase al suelo.

Hoy lo vuelve a anunciar. En justa pena

De tu vicioso y mísero abandono

En ti su horrible trono

Sentó el numen del mal, Francia culpable;

Y sacudiendo el cetro abominable,

Cuanto sus ojos ven, tanto aniquila.

El genio atroz del insensato Atila,

La furia que el mortífero estandarte

Llevaban de Timur, mandan al lado

De tu feroz sultán; ellos le inspiran,

Y ya en su orgullo a esclavizar se atreve

Cuanto hay del mar de Italia a los desiertos

Faltos siempre de vida y siempre yertos,

Do reina el polo engendrador de nieve.

Llega, España, tu vez; al cautiverio

Con nefario artificio

Tus príncipes arrastra, y en su mano

Las riendas de tu imperio

Logró tener, y se ostentó tirano.

Ya manda, ya devasta; sus soldados

Obedeciendo en torpe vasallaje

Al planeta de muerte que los guía,

Trocaron en horror el hospedaje,

Y la amistad en servidumbre impía.

¿Adónde pues huyeron,

Pregunta el orbe estremecido, adónde

La santa paz, la noble confianza

La no violada fe? Vanas deidades,

Que solo ya los débiles imploran.

Europa sabe, de escarmiento llena,

Que la fuerza es la ley, el Dios que adoran

Esos atroces vándalos del Sena.

Pues bien, la fuerza mande, ella decida;

Nadie incline o esta gente fementida

Por temor pusilánime la frente;

Que nunca el alevoso fue valiente.

Alto y feroz rugido

La sed de guerra y la sangrienta saña

Anuncia del león; con bronco acento

Ensordeciendo el eco en la montaña,

A devorar su presa

Las águilas se arrojan por el viento.

Sola la sierpe vil, la sierpe ingrata

Al descuidado seno que la abriga

Callada llega y ponzoñosa mata.

Las víboras de Alcides

Son las que asaltan la adorada cuna

De tu felicidad. Despierta, España,

Despierta, ¡ay Dios! Y tus robustos brazos,

Haciéndolas pedazos

Y esparciendo sus miembros por la tierra,

Ostenten el esfuerzo incontrastable

Que en tu naciente libertad se encierra.

Ya se acerca zumbando

El eco grande del clamor guerrero,

Hijo de indignación y de osadía.

Asturias fue quien le arrojó primero;

¡Honor al pueblo astur! Allí debía

Primero resonar. Con igual furia

Se alza, y se extiende adonde en fértil riego

Del Ebro caudaloso y dulce Turia

Las claras ondas abundancia brotan;

Y como en selvas estallante fuego

Cuando las alas de Aquilón le azotan,

Que de pronto a calmar ni vuelto en lluvia

Júpiter basta, ni los anchos ríos

Que oponen su creciente a sus furores;

Los ecos libradores

Vuelan, cruzan, encienden

Los campos olivíferos del Betis,

Y de la playa Cántabra hasta Cádiz

El seno azul de la agitada Tetis.

Álzase España, en fin; con faz airada

Hace a Marte señal, y el Dios horrendo

Despeña en ella su crujiente carro;

Al espantoso estruendo,

Al revolver de su terrible espada,

Lejos de estremecerse, arde y se agita,

Y vuela en pos el español bizarro.

«¡Fuera tiranos!» grita

La muchedumbre inmensa. ¡Oh voz sublime,

Eco de vida, manantial de gloria!

Esos ministros de ambición ajena

No te escucharon, no, cuando triunfaban

Tan fácilmente en Austerlitz y en Jena;

Aquí te oirán y alcanzarás victoria;

Aquí te oirán saliendo

De pechos esforzados, varoniles;

Y la distancia medirán, gimiendo,

Que hombres hay a mercenarios viles.

Fuego noble y sublime, ¿a quién no alcanzas?

Lágrimas de dolor vierte el anciano

Porque su débil mano

El acero a blandir ya no es bastante

Lágrimas vierte el ternezuelo infante;

Y vosotras también, madres, esposas,

Tiernas amantes, ¿qué furor os lleva

En medio de esas huestes sanguinosas?

Otra lucha, otro afán, otros enojos

Guardó el destino a vuestros miembros bellos.

Deben arder en vuestros negros ojos.

«¿Queréis, responden, darnos por despojos

A esos verdugos? No: con pecho fuerte

Lidiando a vuestro lado,

También sabremos arrostrar la muerte.

Nosotras vuestra sangre atajaremos;

Nosotras dulce galardón seremos

Cuando, de lauro y de floridos lazos

La vencedora frente coronada,

Reposo halléis en nuestros tiernos brazos.»

¿Y tú callas, Madrid? Tú, la señora

De cien provincias, que cual ley suprema

Adoraban tu voz, ¿callas ahora?

¿Adónde están el cetro, la diadema,

La augusta majestad que te adornaba?-

«No hay majestad para quien vive esclava

Ya la espada homicida

En mí sus filos ensayó primero.

Allí cayó mi juventud sin vida:

Yo, atada al yugo bárbaro de acero,

Exánime suspiro,

Y aire de muerte y de opresión respiro.»

¡Ah! respira más bien aura de gloria.

¡Oh corona de Iberia! Alza la frente,

Tiende la vista; en iris de bonanza

Se torna al fin la tempestad sombría.

¿No oyes por el oriente y mediodía

De guerra y de matanza

Resonar el clamor? Arde la lucha,

Retumba el bronce, los valientes caen,

Y el campo, de humor rojo hecho ya un lago,

Descubre al mundo el espantoso estrago.

Así sus llanos fértiles Valencia

Ostenta, así Bailén, así Moncayo;

Y es fama que las víctimas de Mayo

Lívidas por el aire aparecían;

Que a su alarido horrendo

Las francesas falanjes se aterraban;

Y ellas, su sangre con placer bebiendo,

El ansia de venganza al fin saciaban.

Genios que acompañáis a la victoria,

Volad, y apercibid en vuestras manos

Lauros de Salamina y de Platea,

Que crecen cuando lloran los tiranos.

De ellos ceñido el vencedor se vea

Al acercarse al capitolio íbero:

Ya llega, ¿no le veis? Astro parece

En su carro triunfal, mucho más claro

Que tras tormenta el sol. Barred las calles

De ese terror que las yermaba un día;

Que el júbilo las pueble y la alegría;

Los altos coronad, henchid los valles,

Y en vuestra boca el apacible acento,

Y en vuestras manos tremolando el lino,

«Salve, exclamad, libertador divino,

Salve,» y que en ecos mil lo diga el viento,

Y suba resonando al firmamento.

Suba, y España mande a sus leones

Volar rugiendo al alto Pirineo,

Y allí alzar el espléndido trofeo,

Que diga: «Libertad a las naciones.»

Tal es, ¡oh pueblo grande! ¡Oh pueblo fuerte!

El premio que la suerte

A tu valor magnánimo destina.

Así resiste la robusta encina

Al temporal; arrójanse silvando

Los fieros huracanes,

En su espantoso vértigo llevando

Desolación y ruina; ella resiste.

Crece el furor, redoblan su pujanza,

Braman, y tiembla en rededor la esfera

¿Qué importa que a la verde cabellera

Este ramo y aquel falte, arrancado

Del ímpetu del viento, y luego muera?

Ella resiste; la soberbia cima

Más hermosa al Olimpo al fin levanta,

Y entre tanto meciéndose en sus hojas,

Céfiro alegre la victoria canta.


(Julio de 1808.)

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