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Se supone a Ariadna sentada en una actitud profundamente triste sobre una peña a la orilla del mar: a un lado una tienda, a otro un gran peñasco que se encorva sobre las aguas.

    ¡Nadie me escucha!... ¡Nadie!... El eco sólo,

Eterno compañero

De este silencio lóbrego, responde

A mi agudo clamor, y mudamente

Mi mal aumenta y mi dolor presente.

¿Y es aquesto verdad? ¿Pudo Teseo

Sin mí partir, y pudo

Desampararme así?... ¡Pecho de bronce,

De todo amor y de piedad desnudo!

¿Qué te hice yo para tan vil huida?

Le vi, le amé; mi corazón, mi vida,

Toda yo suya fui, toda... El ingrato,

¿Qué no me debe?... Encadenado llega

A la cretense playa,

Destinado a morir: su sangre odiosa

Al monstruo horrible apacentar debía,

Que en la prisión del laberinto erraba.

¿Qué hubiera él sido sin la industria mía?

Entra, combate, vence, y coronado

De nueva gloria se presenta al mundo.

Esto era poco: enfurecida y ciega,

Frenética después, mi hogar, mi padre,

Todo lo olvido a un tiempo, y me confío

Al amable impostor, enajenado

Con su halago y su amor mi tierno pecho;

¡Falso amor, falso halago! ¿Qué se han hecho

Pasión tan viva y perdición tan loca?

Yo lloro aquí desesperada en tanto

Que el pérfido se ríe

De mi amor lamentable y de mi llanto.

Pero no; ¿cómo es posible

Que tan deliciosos lazos

Así los haga pedazos

Una horrenda ingratitud?

(Levántase exaltada hacia la tienda.)

¡Ah! no es posible. ¡Oh lecho! tú que has sido

Testigo de mi gloria y mi contento,

Vuélveme al punto el bien que en ti he perdido.

¡Así mientras sus labios me halagaban,

Y en tanto que sus brazos me ceñían,

Ya allá en su pecho las traiciones viles

Este lazo fatal me preparaban!

¡Oh unión inconcebible

De perfidia y placer! ¡con qué, engañoso

Puede ser el halago, y la ternura

Lleva tras sí maldad y alevosía!

Yo triste, envuelta en la inocencia mía,

Al delirio de amor me abandonaba.

Tú sabes cuál mi seno palpitaba,

Tú viste cuál mi sangre se encendía,

Y cómo de su boca engañadora

Deleite, amor y perdición bebía.

Dos ayer éramos,

Y hoy sola y mísera

Me ves llorando

A par de ti.

Mira estas lágrimas,

Mírame trémula,

Donde gozando

Me estremecí.

¿Qué se hizo el pérfido?

Mi angustia muévate,

Y haz que volando

Torne hacia mí.

Vuelve, adorado fugitivo, vuelve,

Yo te perdono. El ardoroso llanto

Que ora inunda mi rostro y me le abraza,

Enjugarás; reclinaré en tu pecho

Mi atormentada frente, y aplicando

Tu mano al corazón, verás cuál bate

De anhelo palpitante y de alegría.

Mas ¡oh mísero y ciego devaneo!

Mientras imploro al execrable amigo,

Lleva el viento consigo

Mi gritar, mi esperanza y mi deseo.

¡Y esto, oh dioses, sufrís! ¡Y va seguro

Y contento el perjuro

Por medio de la mar, que le consiente

Sin abrirse y tragarle!... ¡Oh tú, divino

Astro del claro día, sol luciente,

Sagrado autor de la familia mía!

Mira el trance terrible a que he venido

Mírame junto al mar volver llorando

La vista a todas partes, y en ninguna

Asilo hallar a mi fatal fortuna

Mírame perecer sin un amigo

Que dé a mi suerte lamentable lloro.

¿Donde, dónde volverme? ¿A quién imploro?

«Muerte, no hay medio, muerte; «este es el grito

Que por do quiera escucho; ésta la senda

Que encuentro abierta a mi infelice suerte.

Brama el mar, silva el viento, y dicen: «Muerte.»

Y muerte hallaré yo... Las ondas fieras

Que senda amiga al seductor abrieron,

Me la darán... ¡Qué horror! Un sudor frío

Baña mi triste frente, y el cabello

Se eriza... Sí... Las veo;

Las furias del averno me arrebatan

Tras de sí a fenecer... Voy desgraciada

Víctima del amor...

...¡Ah! ¡Si el ingrato

Presente ahora a mi dolor se hallara,

Quizá al verme llorar también llorara!

¡Más no, mísera! Muere; el mar te espera,

El universo te olvidó, los dioses

Airados te miraron,

Y sobre ti, cuitada, en un momento

El peso de su cólera lanzaron.

¡Oh qué triunfo tan bárbaro y fiero!

Avergüénzate, cielo tirano,

avergüénzate, o dobla inhumano

Mi tormento y tu odioso rencor.

¿Dudo? ¿Temo? ¿A qué atiendo? ¿Qué espero?.

Dame ¡oh mar! en tu seno un abrigo,

Y las ondas escondan conmigo

Mi infortunio, mi oprobio y mi amor.

(Arrójase al mar.)


A Guzmán el Bueno.

    Ya con lira sonora

Himnos di a la beldad hija del cielo,

Y a amor cante que sin cesar la adora;

Mas ¿cómo al fin mi generoso anhelo

Podrá exaltarse de la hermosa fama

Hasta el templo inmortal? Ella me llama,

Y ya en mi pecho hierve

El canto de loor, sin que mis ojos

En esta sirte miserable vean

El grande objeto que ensalzar desean.

¿Cantara yo las haces españolas

En Pirene temblando al eco horrendo

Con que Mayorte en rededor rugía?

¿O a las naves británicas huyendo

Nuestra mísera escuadra entre las olas,

Amedrentadas ya con su osadía?

No, España, patria mía;

No son eternas, no, las torpes huellas

Que de tu noble frente

Empañan el honor; tú en otros días,

Con victorioso patriotismo bellos,

De gloria ornada y esplendor te vías.

¡Ah! ¿por qué yo infeliz no nací en ellos?

Entonces los Alfonsos esforzados,

El hijo de Jimena y gran Rodrigo,

Rayos horribles de la gente mora,

Con sus nervudos brazos no cansados

Desolación del bárbaro enemigo

Eran siempre en la lid espantadora.

¿Quién diera a mi deseo

Tantos lauros contar? Cada llanura

Fue campo de batalla,

Cada colina vencedor trofeo

Los sitios mismos que el baldón miraron,

Miraron la venganza, y las afrentas

En torrentes de sangre se lavaron.

«Venid, venid, el árabe decía,

Volad, hijos de Agar; ya los esclavos

El yugo intentan sacudir que un día

En su arrollado cuello

Vuestro valor indómito cargara.

¿Lo sufriréis? Las naves aprestemos

Y e1 ancho valladar con que el destino

La Europa y Libia dividió salvemos.

Venid, venid; que nuestra fiera saña

Estremecida España

Sienta otra vez; acometed, y abiertas

De Calpe y de Tarifa os son las puertas.»

Mas no las puertas de Tarifa entonces

Al pérfido Julián obedecían;

El valor y el honor las defendían;

El honor y el valor que siempre fueron

Escudo impenetrable el más seguro.

¿Qué sin ellos valer el alto muro

Ni el grueso torreón jamás pudieron?

El hombre es sólo quien guarnece al hombre.

¡Oh pueblo numantino!

¡Oh sagrada ciudad de alto renombre!

¿Quién sino tu constancia te ceñía

Cuando las olas del poder romano

Sobre ti vanamente se estrellaban,

Y sus feroces águilas temblaban?

Tal Guzmán impertérrito defiende

La fortaleza en donde

Quebrada el moro su pujanza vía;

Que ataca en vano, y de furor se enciende,

Y truena, al fin, con la espantable saña

De nube que se rompe

Con estruendo fragoso en la montaña.

«¿Así será que la esperanza mía

Un hombre solo a contrastar se atreva?

Oye, Guzmán: las leyes del destino

Esta prenda infeliz de tus amores

A mi venganza dieron:

Hijo es tuyo, ¿le ves? Si en el momento

Ante mis pies no allanas

La firme valla del soberbio fuerte,

Tú, que le diste el ser, tú le das muerte.»

Así la Iniquidad habla a la tierra,

Cuando, de orgullo y de poder henchida

Mueve a los hombres espantosa guerra.

¡Oh! ¡no tembléis! Magnánima a su encuentro

La virtud generosa se levanta,

Y sus soberbios ímpetus quebranta.

Ella elevó a Guzmán; de ella inspirado,

«Conóceme, tirano, respondía;

Y si es que espada en tu cobarde mano

Falta a la atrocidad, ahí va la mía;

Que yo consagro mi inocente hijo

Sobre las aras de mi patria amada.»

Esto sereno dijo,

Y arroja al campo la fulmínea espada.

Y estremécese el campo, y da un gemido

Al vacilar la víctima, do esconde

Su punta aguda el inclemente acero.

Calpe con gritos de dolor responde

Al grito universal, y del guerrero

También la faz valiente

Brotando riega involuntario el llanto.

¡Ah! tú padre de España eras primero;

Mira cuál ella la segura frente

Alza y su numen tutelar te aclama;

Mira a tu gloria despertar la fama,

Que, sus doradas alas desplegando

Y sonando la trompa refulgente,

Los grandes ecos de tu nombre envía

Del norte al mediodía,

Del templo de la aurora al occidente.

Y esta soberbia aclamación oyendo,

De horror y espanto el berberisco herido,

Huye al mar confundido,

Entre sollozos trémulos diciendo:

«Huyamos ¡ay! a nuestra ardiente arena.

¿Cómo arrancar la tímida paloma

Podrá su presa al águila valiente

Del aire vago en la región serena?

Quiébrase el cetro a la africana gente,

Su trono se hunde, y la cruel venganza

Del godo vencedor, estrago y ruina

Contra el ceno del África fulmina.»

Así temblando el musulmán huía

Del español guerrero,

Que sobre él centellando revolvía.

Bien como cuando su valor primero,

Sorprendido, el león pierde, y se amansa,

Y en sí el oprobio de servir consiente.

¿Cómo a tan vergonzoso vituperio

La generosa frente

Pudo ya doblegar? ¿Do fue el espanto

Que dio a la selva atónita su imperio?

¿Nació quizá para vivir esclavo?

No, que llega su vez, y ardiendo en ira,

Rompe, y se libra, y con feroz semblante

Del vil ultraje a la venganza aspira,

Bañando en sangre las atroces manos;

Y ruge, y amedrenta a sus tiranos.


(1800.)

A Cintia.

    ¿Oyes, Cintia, los plácidos acentos

Del sonoro violín? Pues él convida

Tu planta gentilísima y ligera;

Ya la vista te llama,

Ya en la dulzura del placer que espera

El corazón de cuantos ves se inflama.

¿Quién ¡ay! cuando ostentando

El rosado semblante

Que en pureza y candor vence a la aurora,

Y el cuello desviando

Blandamente hacia atrás, das gentileza

A la hermosa cabeza

Reposada sobre él; quién no suspira,

Quién al ardor se niega

Que bello entonces tu ademán respira?

¡Con qué pudor despliega

De su cuerpo fugaz los ricos dones,

La alegre pompa de sus formas bellas

Vaga la vista embelesada en ellas;

Ya del contorno admira

La blanda morbidez, ya se distrae

Al delicado talle do abrazadas

Las gracias se rieron,

Y su divino ceñidor vistieron.

Ya, en fin, se vuelve a los hermosos brazos

Que en amable abandono,

Como el arco de amor, dulces se tienden;

¡Ay! que ellos son irresistibles lazos

Donde el reposo y libertad se prenden.

¡Oh imagen sin igual! Nunca la rosa,

La rosa que primera

Se pinta en primavera,

De Favonio al ardor fue tan hermosa;

Ni así eleva su frente la azucena,

Cuando, de esencias llena,

Con gentileza y brío

Se mece a los ambientes del estío.

Suena, empero, la música, y sonando,

Ella salta, ella vuela: a cada acento

Responde un movimiento, una mudanza

Vuelve siempre a un compás; su ligereza

De belleza en belleza

Vaga voluble, el suelo no la siente.

Bella Cintia, detente;

Mi vista, que te sigue,

¿No te podrá alcanzar? ¿Nunca podría

Señalar de tus pasos

La undulación hermosa,

La sutil graduación? Cuando suspiro

Al fenecer de un bello movimiento,

Otro más bello desplegarse miro.

Así del iris, serenando el cielo

Con su gayado velo,

En su plácida unión son los colores;

Así de amable juventud las llores,

Do, si un placer espira,

Comienza otro placer. Ved los amores

Sus mudanzas siguiendo

Y las alas batiendo,

Dulcemente reír: ved cuán festivo

El céfiro, en su túnica jugando,

Con los ligeros pliegues

Graciosamente ondea,

Y él desnudo mostrando,

Suena y canta su gloria y se recrea;

Y ella en tanto cruzando

Con presto movimiento,

Se arrebata veloz: ora risueña

En laberintos mil de eterno agrado

Enreda y juega la elegante planta;

Altiva ora levanta

Su cuerpo gentilísimo del suelo,

Batiendo el aire en delicado vuelo.

Huye ora, y ora vuelve, ora reposa

En cada instante de actitud cambiando,

Y en cada instante ¡oh Dios! es más hermosa

Atónita mi mente es conmovida

Con mil dulces afectos, y es bastante

Un silencio elocuente a darles vida.

Mas ¿qué valen las voces

A par del fuego y la pasión que inspiran

En expresión callada

Los negros ojos que abrasando miran?

¿A par de la cadena

Que, o bien me da de la amorosa pena

El tímido afanar, o en ella veo

La presta fuga del desdén que teme,

O el duelo ardiente del audaz deseo?

¡Salud, danza gentil! Tú, que naciste

De la amable alegría,

Y pintaste el placer; tú, que supiste

Conmover dulcemente el alma mía,

De cuadro en cuadro la atención llevando,

Y dando el movimiento en armonía.

Así tal vez de la vivaz pintura

Vi de la antigua fábula animados

Los fastos respirar. Aquí Diana,

De sus ninfas seguida,

Al ciervo en raudo curso fatigaba,

Y el dardo volador tras él lanzaba;

Allí Citeres presidiendo el coro

De las gracias rientes,

Y a amor con ellas en festivo anhelo,

Y en su risa inmortal gozoso el cielo;

El trono más allá cercar las horas

Del sol, miraba en su veloz carrera,

Y asidas deslizándose en la esfera,

Vertiendo lumbre iluminar los días.

¡Oh Cintia! tú serías

Una de ellas también, tú, la más bella;

Tú, en la que brilla la rosada aurora;

Tú, la agradable hora

Que vuelve en su carrera

La vida y el verdor de primavera;

Tú, la primera los celestes dones

Dieras al hombre de la edad florida;

Volando tú, rendida

La belleza inocente,

Palpitara de amor; y tú serías

La que, bañada en celestial contento,

Del deleite el momento anunciarías.

¡Oh hija de la beldad, Cintia divina!

La magia que te sigue

Me lleva el corazón; cesas en vano,

Y en vano despareces, si aún en sueños

Mi mente embelesada

Tu imagen bella retratar consigue

La magia que te sigue

Me lleva el corazón: ya por las flores

Mire veloz vagando

La mariposa, o que la fuente ría,

De piedra en piedra dando,

O que bullan las auras en las hojas;

Do quier que gracia y gentileza veo,

«Allí está Cintia,» en mi delirio digo,

Y ver a Cintia en mi delirio creo.

Así vive, así crece

Por ti mi admiración, y arrebatada,

No te puede olvidar. Ahora mi vida

Florece en juventud. ¿Cómo pudieran

No suspenderla en inefable agrado

Tanta y tanta belleza que ya un día

Soñaba yo en idea,

Y en ti vivas se ven? Vendrán las horas

De hielo y luto, y la vejez amarga

Vendrá encorvada a marchitar mis días;

Entonces ¡ay! entre las penas mías

Tal vez en ti pensando,

Diré: «Vi a Cintia;» y en aquel momento

Las gracias, la elegancia,

Las risas, la inocencia y los amores

A halagarme vendrán; vendrá tu hermosa

Imagen placentera,

Y un momento siquiera

Mi triste ancianidad será dichosa.


A una negrita

Protegida por la duquesa de Alba.

    En vano, inocente niña,

Cuando viniste a la tierra

Tu tierno cutis la noche

Vistió de sus sombras negras,

Y en vez del cabello ondeado

Que sobre la nieve ostentan

De su garganta y sus hombros

Las graciosas europeas,

A ti de crespas vedijas

Ensortijó la cabeza,

Que el ébano de tu cuello

A coronar jamás llegan.

¿A qué la risa en tus labios,

Y en tus ojos la viveza,

Y la gentil travesura

Con que la vista recreas,

Para arrancarte y traerte

De las áridas arenas

De la Libia a estos países,

Entre gentes tan diversas?

Allí vivió tu familia,

Allí crecer tú debieras,

Y allí en la flor de tus años

Tus dulces amores fueran.

Todo se trocó: los hombres

Lo agitan todo en la tierra;

Ellos a la tuya un día

La esclavitud y la guerra

Llevaron, la sed del oro,

Peste fatal; su violencia

Hace que los padres viles

Sus míseros hijos vendan.

¡Bárbara Europa!... Tú, empero,

Desenfadada y contenta,

Con dulce gracejo ríes

Y festiva traveseas.

¿Cómo así? ¿Piadoso el cielo

Se dolió de tu inocencia

Cuando te miró en el mundo

De todo amparo desierta,

Y te concedió a ti sola

Lo que a tantos otros niega,

El olvidar sus desdichas,

Y alguna vez no saberlas?

«¿Yo desdichada? No, huésped:

Contémplame bien, contempla

Mi fortuna, y en envidia

Trocarás esas querellas.

Esclava fui, ya soy libre;

La mano que me sustenta

Miró con horror mi ultraje

Y quebrantó mis cadenas;

La misma que tantas almas

Esclavizó a su belleza,

Y cuyos ojos, si miran,

No hay corazón que no venzan.

Patria, familia y cariños

Me robó la suerte adversa;

Cariños, familia y patria

Todo lo he encontrado en ella.

Mira el maternal esmero

Con que ampara mi flaqueza,

Y la incansable ternura

Con que mi ventura anhela.

Cuando risueña me llama,

Cuando consigo me lleva,

Cuando en su falda me halaga,

Cuando amorosa me besa,

Tal hay que trocara entonces

Por mi humildad su soberbia,

Y por mi atezada sombra

Sus bellos colores diera.

Excusa pues de decirme

Que desdichada me crea:

¿Yo desdichada? No hay nadie

Que pueda serlo a par de ella.»

¡Oh bien hayan tus palabras!

¿Con que no siempre se cierran

Del poderoso en el templo

A la humanidad las puertas?

Crece, dulce criatura,

Vive, y monumento seas

Donde de tu amable dueño

Las alabanzas se extiendan;

Monumento más hermoso

Que el que a la vista presentan

Los soberbios obeliscos,

Las pirámides eternas.

Así tal vez arrancada

Vi de la materna cepa

Con la agitación del cierzo

La vid delicada y tierna,

Y a los firmes pies llevada

De la palma que descuella

Levantando por los aires

Su bellísima cabeza;

Allí piedad, allí asilo,

Allí dulce arrimo encuentra,

Allí sus vástagos crecen

Y su verdor se despliega.

Ella al generoso apoyo

Con lazo amante se estrecha;

Y el viento dando en sus hojas,

Himnos de alabanza suena.