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Preliminares.

Las dos siguientes composiciones dramáticas, hijas de la inexperiencia, y tal vez de la temeridad del autor, no se publicarían de nuevo a no haber sido impresas y representadas a veces sin las enmiendas y correcciones que en otro tiempo se hicieron en ellas. Mas una vez que se dan en el teatro y corren en el público, llevando al frente el nombre de quien las escribió, vale más que se den como él ha querido que estuviesen, y no como la incuria y la ignorancia las hacen correr ahora.

Al cabo de tantos años y en medio de los grandes objetos que ocupan a los españoles, el recuerdo de los debates a que estas piezas dieron lugar sería ciertamente inoportuno y pueril. Por otra parte, decir cómo se censuró, cómo se satirizó, cómo también se calumnió al autor con este motivo, sería repetir lo que sucede siempre que sale a luz alguna obra que por un aspecto o por otro llama la atención del público. Él opuso a las calumnias el desprecio, el silencio a las sátiras, y a la buena crítica la docilidad y la enmienda. Y cuando algún tiempo después se trató de volverlas a representar creyó que debía dar una prueba de gratitud y de respeto al público, revisándolas y corrigiéndolas para hacerlas menos indignas de su atención. Estos nuevos esfuerzos fueron acogidos favorablemente, y las dos piezas han sido oídas desde entonces con bastante benevolencia siempre que los actores se han querido tomar el trabajo de representarlas con algún esmero.

Está el autor, sin embargo, muy ajeno de creer que con esta revisión prolija hiciese desaparecer los principales defectos de que adolecían. La corrección y la lima pueden sin duda añadir perfección a las obras que ya tienen bastante mérito en sí mismas, pero no alcanzan jamás a allanar los inconvenientes que nacen de la mala elección del asunto, de la falta de experiencia, y mucho menos de la de talento.

No era posible, con efecto, dar al Duque de Viseo la verosimilitud, el interés histórico y la dignidad de que su argumento carece. Sedujeron al autor unos cuantos pasajes llenos de novedad y de energía que hay en el drama inglés de donde tomó el asunto de su poema; y le pareció que ajustándolos a un cuadro menos apartado de nuestra escena podrían producir efecto en los espectadores españoles. Mas no vio entonces, como ve ahora, que sacar estas bellezas de allí era quitarles mucha parte de su nativo valor. La licencia de un drama, el prestigio de la música, y el sistema más abierto en que trabajan los autores ingleses y alemanes, autorizan las libertades, cubren las inverosimilitudes y agrandan las proporciones; de modo que la exageración y la violencia se hacen notar menos, y las bellezas que el asunto proporciona se desplegan con mayor vigor. Reducir estas composiciones al rigor exacto de las reglas establecidas por los legisladores poéticos del mediodía, es mutilarlas miserablemente, violentar su carácter y anonadar su efecto. Si a esto se añade la inexperiencia del poeta, que en muchas partes no ha hecho más que indicar las situaciones, en vez de desenvolverlas, y ha puesto la hipérbole y la dureza donde debieran reinar la delicadeza y la verdad, se verá que aun cuando haya algunos aciertos en esta composición, de que a mí no me toca hablar, están más que bastante compensados con los inconvenientes expuestos.

Advirtióse en el Pelayo algún adelantamiento: mejor ordenada la fábula, más bien desempeñadas las escenas, mejor preparadas las situaciones, más propiedad y verdad en el estilo. Es cierto que el escritor aún no había sabido crear un interés dramático suficiente para llenar cumplidamente los cinco actos; que faltaba el equilibrio debido entre los personajes, puesto que el de Munuza no es más que un bosquejo, y muy ligero; que el estilo aún no tenía la firmeza y la igualdad correspondiente, y que el diálogo no estaba tampoco acabado de formar. Pero todo lo cubrió al parecer el interés patriótico del asunto: los sentimientos libres e independientes que animan la pieza desde el principio hasta el fin, y su aplicación directa a la opresión y degradación que entonces humillaban nuestra patria, ganaron el ánimo de los espectadores, que vieron allí reflejada la indignación comprimida en su pecho, y simpatizaron en sus aplausos con la intención política del poeta.

Esta indulgente acogida le obligaba a redoblar sus esfuerzos para hacerse más acreedor a la estimación pública, y justificar con nuevas producciones la consideración que se le dispensaba. Con esta mira, y arrastrado también de su afición a este género de poesía, tenía ya bastante adelantadas tres tragedias, Roger de Flor, El Príncipe de Viana, y Blanca de Borbón; asuntos en que a catástrofes interesantes y patéticas se reunía la ventaja de poder retratar en grande costumbres y caracteres de pueblos, de tiempos y de personajes muy señalados. La agresión francesa vino, y la revolución estalló. Desde entonces la obligación de atender exclusivamente a trabajos harto diferentes, la necesidad de trasladarse de una parte a otra, y el torbellino bien notorio de infortunios, persecuciones y encierros que el autor ha sufrido, dieron al traste con sus papeles, con los mejores años de su vida, y con todos sus proyectos literarios, que las circunstancias en que hoy día se ve la patria no le consienten renovar. Otros escritores gozarán tiempos más serenos, y serán sin duda más felices.

Madrid, 1.º de marzo de 1821.

El duque de Viseo,

Tragedia en tres actos, representada la primera vez por los actores del Coliseo del Príncipe en 19 de mayo de 1801.

PERSONAS



ENRIQUE,usurpador de Viseo.
EDUARDO,hermano suyo y duque legítimo.
VIOLANTE,hija de Eduardo, con el nombre de MATILDE.
EL CONDE DE OREN.
ATAIDE, alcaide.
ASÁN,esclavo negro.
ALÍ, esclavo negro.
GUARDIAS DE ENRIQUE.
SOLDADOS DE OREN.

La escena pasa en Portugal, en una fortaleza del duque de Viseo.

Acto primero.

Escena primera

MATILDE estará sentada en ademán afligido; ATAIDE en pie algo separado de ella, observándola.

ATAIDE.
¿Siempre llorando? La mortal tristeza,
El amargo cuidado que en vos miro
Desde que a esta mansión os condujeron,
¿No darán al consuelo algún camino?
¿Ni este respeto universal que os sigue,
Ni el obsequio del Duque y los cariños,
Ni las galas, la pompa y las riquezas
Que halagan vuestros ojos de contino,
Os pueden distraer?
MATILDE.
¿Pensáis, Ataide,
Que puede acaso al sentimiento mío
Esconderse esta triste servidumbre
Entre un vano oropel que yo no admiro?
Ocho veces el sol ha iluminado
Las formidables torres del castillo,
Desde que en él, sin el amor de un padre
Y sin mi libertad, llorando vivo.
¿Qué intenta el Duque? ¡Oh Dios!
ATAIDE.
Más bien señora
Que súbdita aquí os veis: sus beneficios...
MATILDE.
El bien que hace la fuerza es una injuria:
Cargáronme de joyas y atavíos,
Y me privaron de la paz dichosa
Que yo gozaba en mi inocente asilo.
¿Qué sirvió resistir? El Duque airado
Dijo: «Yo así lo mando;» y fue preciso
Humillarse y ceder. Yo conducida
Por esos negros fui, dignos ministros
De tal violencia, en tanto que a mi padre
Hablaba el Duque... Ataide, si el gemido
De una mísera víctima os conduele,
¿Qué es, decid, de su suerte? ¿En este sitio
Quién la entrada le niega? ¿Quién estorba
Que yo vierta en su seno mis suspiros?
ATAIDE.
En salvo está, aunque ausente: consolaos,
Y por él no temáis.
MATILDE.
No siempre han sido
Tan injustos los dueños de Viseo;
Y si el noble Eduardo fuera vivo,
No aquí se viera la infeliz Matilde
Su afán al cielo denunciando a gritos.
Aquel sí que era grande y virtuoso.
¡Cuántas veces mi padre su benigno
Carácter me pintaba y sus virtudes,
Dignas de mejor suerte! Yo en oírlo
Lloraba de placer. ¡Cuántas decía
Que en su fiel corazón cual tiernos hijos
Amaba a sus vasallos! Él es muerto,
El fiero Enrique manda; ¡y yo he nacido
En tiempo tan fatal!
ATAIDE.
Bella Matilde,
Esos nobles afectos son bien dignos
De la augusta memoria de Eduardo.
Cuando sepáis... Enrique al conduciros
A este palacio os rinde el homenaje
Que mandan la virtud y el atractivo,
Siempre afable con vos, siempre halagüeño...
MATILDE.
¿Puedo yo comprender lo que es conmigo?
Tímido a veces, vergonzoso y triste,
Clavando en mí sus ojos doloridos,
Tiembla y suspira, y por hablar anhela,
Y la palabra entre sus labios fríos
Helada espira; a veces obsequioso,
Con rostro alegre y ademán festivo
Elogios prodigándome y halagos,
Quiere que mi dolor dé yo al olvido.
Otras, en fin, cuando a saber mi suerte
Me presento a su vista de improviso,
Se estremece aterrado, y me despide,
De un horror tan funesto poseído,
Que se extiende hasta mí, y huyo al instante
Sin poderme valer.
ATAIDE.
Yo no me admiro
Que aún no entendáis la desigual porfía
Que esconde en su interior. Mas si de un vivo,
Si de un vehemente amor...
MATILDE.
. Esto faltaba
Que a herir mi corazón y mis oídos
Viniesen esas voces de ignominia,
Y viniesen de vos. ¡Ah! yo os he visto
Tal vez a mi desgracia y a mis penas
Mostrar semblante tierno y compasivo;
Pero erré, ya lo advierto; y la inclemencia
De mi cruel estrella me ha traído
A morar entre fieras, donde nunca
La piedad y el honor hallan abrigo.

(Vase.)

Escena II.

ATAIDE.
¡Fiereza hermosa! ¡Oh cuál se muestra en ella
Su generosa cuna! En vano ha sido
Temer yo que el poder y la opulencia
Hallasen a sus ojos atractivo.
Ya en fin es tiempo de acabar mi obra,
Y el velo que cubrió tantos delitos
Se rompa de una vez.

Escena III.

ENRIQUE, ATAIDE.

ENRIQUE.
Detente, Ataide,
Y escucha a tu señor: es ya preciso
De una vez explicarse y que se acabe
La afanosa inquietud en que ahora vivo.
¿Cuál, dime, es la mudanza que en ti veo?
Tú, de mis penas confidente antiguo,
Tú, que fuiste mi cómplice, me olvidas,
Y me niegas tu amparo en el abismo
Donde hundido me ves. No te recuerdo
La vida y libertad que me has debido,
Los bienes y el favor que largamente
Mi incansable amistad partió contigo;
Mas ¿por qué, dime, mi presencia evitas?
¿Por qué con ceño y ademán esquivo
Te he de hallar siempre? Si de ti pendiera
Derramar el balsámico rocío
De la tranquilidad sobre las penas
Que en este triste corazón abrigo,
¿No fueras tú el primero a consolarme?
No hallara en ti mi agitación su alivio?
ATAIDE.
No lo dudéis, señor; por mí conozco
El peso que tras sí deja el delito.
Sabed que ya no basto a sostenerle,
Y ¡oh cuántas veces la fortuna envidio
De aquellos que al furor de vuestro brazo
Lanzaron tristes el postrer suspiro!
¿Qué no dierais, decid, porque a la vida
Volver pudiese del sepulcro frío
El mísero Eduardo?
ENRIQUE.
Escucha, Ataide,
¿Por qué mentar su nombre a mis oídos?
Mi pecho por mi mal aún no es de bronce;
Y a pesar del horror donde impelido
Fui por mi frenesí, sabe que a veces
Aun de ternura y de dolor suspiro.
Él me amaba en un tiempo, y yo le amaba,
Y era inocente... ¡Oh sin igual delito!
¡Oh Eduardo! ¡Oh Teodora!... Más la ingrata
¿No le prefirió a mí? ¿No dio al olvido,
Por el suyo, mi amor?... ¿Ves la agonía,
Ves el remordimiento y el martirio
Que desde el punto de su infausta suerte
Sin poderlos calmar traigo conmigo?
Pues no son tan funestos a mi pecho
Como la gloria, la fortuna, el brillo
Que siempre coronaban a Eduardo
Para eterno baldón y oprobio mío.
Yazca por siempre en la espantosa tumba
Donde por mi precipitado ha sido,
Y no perturbe su memoria amarga
El dulce instante en que a mi bien camino.
Sí, Ataide; aquel amor irresistible
Que pudo conducirme al parricidio,
Ahora me tiende su amigable mano,
Y me va a libertar del precipicio.
ATAIDE.
¡El amor! Perdonad: yo imaginaba
Que eternamente en vuestro pecho escrito
El nombre de Teodora viviría,
A pesar de los tiempos y el olvido.
Su amor por Eduardo, su himeneo,
A vuestro negro afán dieron principio
Y a los atroces celos que afilaron
Para su muerte el vengador cuchillo.
Murieron; desde entonces vuestros días
De amargura y dolor fueron vestidos,
Y pronunciar el nombre de Teodora
Se os oye siempre en lastimoso grito.
ENRIQUE.
¡Ah! yo adoro a Teodora más que nunca:
¡Olvidarla! jamás; pero el destino
Vida la vuelve a dar, y ella renace
A atormentar de nuevo mis sentidos.
¿Respirar no la miras en Matilde?
La misma gentileza, el mismo brío;
Suyas son sus bellísimas facciones,
Suyo en los ojos el ardor divino.
ATAIDE.
Mas ¿qué vana ilusión os arrebata?
Volved en vos, señor; ese prestigio
Dilatará vuestra profunda herida,
En vez de darla, cual pensáis, alivio.
Otras sendas buscad, que distraeros
Podrán; volved al bélico ejercicio,
Que en el ardor de vuestra edad primera
Toda su gloria y sus delicias hizo.
La guerra con Castilla se prepara;
El Rey gustoso os llevará consigo,
Y Marte ahuyentará vuestros pesares
Mejor que un amoroso desvarío.
¿El nombre del amor no os amedrenta?
¿No llega a estremeceros el peligro
De dar los labios a la copa en donde
Sólo hiel y dolor habéis bebido?
Sacudid la ilusión que va a perderos.
ENRIQUE.
No es ilusión, Ataide: por mí mismo
Muerte me viste dar a la que amaba;
Y agitado sin fin y consumido
En imposible abrasador deseo,
¿Qué tormento jamás se igualó al mío?
Desde el momento aquel beldad ninguna
Mis ojos aduló con su atractivo,
Ni voz ninguna en agradables ecos
Resonó dulcemente en mis oídos.
La rabia sola de mi inútil crimen
Halló en mi pecho su funesto abrigo
Hasta que vi a Matilde. ¡Oh! ¡cómo al verla
Mi corazón pasmado, estremecido,
Sintió delante a la infeliz Teodora
Y embravecerse su tormento antiguo!
Mientras más la contemplo, más la adoro;
No ya tras una sombra, un bien perdido,
Se exhalarán mis áridos deseos:
Cese ya aqueste afán, este delirio;
Amor va a coronarme, y venturoso
A Teodora en Matilde al fin consigo.
ATAIDE.
¿No veis que os engañáis? Nadie el sosiego
En la violencia halló ni en el delito;
Ella no os puede amar
ENRIQUE.
¿No puede amarme?
¿Y por qué?

Escena IV.

MATILDE. - Dichos.

MATILDE.
Perdonad si a interrumpiros
Me atrevo ahora: ¿a las palabras mías
Concederéis, señor, atento oído
Un momento siquiera?
ENRIQUE.
¡Ah! ¿cuál momento
De mi vida no es tuyo? De este sitio,
Ataide, te retira.

(Vase ATAIDE.)

Escena V.

ENRIQUE, MATILDE.

ENRIQUE.
Habla, no tiembles
¿Por ventura en poder de un enemigo,
De un señor irritado, estás ahora?
MATILDE.
¿Qué sé yo? Contemplad en mis gemidos,
Y contemplad mi suerte: aprisionada,
Arrancada al halago de los míos,
Aquí suspiro en vano, y aún ignoro
De tal suceso el infeliz motivo.
Si es castigo tal vez, sepa yo al menos
Cuál vuestra ofensa y mi delito ha sido;
Y si es favor, vuestras bondades busquen
Otro objeto, señor.
ENRIQUE.
No le hay mas digno
En la tierra. Pues qué, ¿tú sola ignoras
Que en la humildad de tu anterior destino
El valor y beldad que te dio el cielo
Se hallan indignamente oscurecidos?
Eleva tu ambición: el más excelso
Señor de Portugal, que aún al Rey mismo
Quizá se iguala, tu hermosura adora,
Y rinde a tus encantos su albedrío.
Tus labios hablarán, y mil esclavos
Adorarán tu gusto y tus caprichos.
Tu estancia harán los mármoles y el oro,
La pompa del oriente tu atavío.
MATILDE.
No, señor, no; los mármoles que adornan
El oro con que brilla este recinto
Se niegan al contento y al sosiego,
Que de aquí para siempre ausentes miro.
¡Ay! ¡cuánto valen más las frescas flores,
Sencillo adorno del albergue mío,
Flores que mi Leonardo me llevaba
En tiempos más alegres y tranquilos!
ENRIQUE.
Calla, cruel. (Ap. ¡Con que a sufrir de nuevo
De los amargos celos el cuchillo
Condenado he de verme!) Ese Leonardo
¿Quién es?
MATILDE.
¿En qué, señor, os ha ofendido,
Para que sólo de escuchar su nombre
Tan de repente os irritéis conmigo?
ENRIQUE.
¿Quién es?
MATILDE.
Nacido como yo de un padre
Al campo consagrado y su cultivo,
Leonardo es un soldado valeroso
Que del conde de Oren siempre fue amigo;
Él le llevó a la guerra, y con él vive
En el fuerte cercano a este castillo.
ENRIQUE.
¿Y le amas?
MATILDE.
¿Si le amo? Preguntadlo
A aqueste corazón, en donde al vivo
Está en rasgos de fuego retratado;
Preguntadlo a los montes convecinos,
Que de nuestros dulcísimos amores
Ya tantas veces cómplices han sido.
ENRIQUE.
¿Y así te atreves a decirlo?
MATILDE.
¿Acaso
Es, señor, el amar algún delito,
Para ocultarlo?
ENRIQUE.

(Ap.)

¡Con que yo soy sólo,
Yo sólo el que, abrasado, consumido
En fuego criminal, nunca a mis labios
Puedo pasar los sentimientos míos!
Mas pues padezco yo, padezcan todos
Olvidar a Leonardo es ya preciso;
Matilde, yo lo mando.
MATILDE.
Es imposible;
Que el amor no se manda ni el olvido.
ENRIQUE.
La fortuna a su trono te convida,
Y ese amor te envilece.
MATILDE.
¡Ah! Que es tan rico
De bello honor y de virtud Leonardo,
Que en vez de avergonzarme en su cariño
Mil veces más y mil le idolatrara
Si fuese dable acrecentar el mío.
¡Faltarle yo! Jamás: el alto cielo
De las tiernas palabras fue testigo
Con que juré ser suya; y sabe el cielo
Cómo mi corazón ansia cumplirlo.
ENRIQUE.
¡Oh mujer temeraria! No prosigas.
MATILDE.
Excusadme, señor; yo me retiro.
Permitidme...
ENRIQUE.
Detente... Yo te amo;
¿Lo sabes?
MATILDE.
¿Vos, señor?
ENRIQUE.
El pecho mío
Es un volcán furioso que va a ahogarme
Si templarle en tus brazos no consigo:
No pretendas huir, es imposible.
Escúchame: mi mano, el poderío
Con que me ves lucir, todo es ya tuyo,
No lo desdeñes: si ultrajar me miro
Con tal desprecio, la violencia entonces...
MATILDE.
¡La violencia! Ese oprobio es tan indigno
De vos.
ENRIQUE.
Piénsalo bien; piensa, Matilde,
Que estás en mi poder.
MATILDE.
Sí, y eso mismo
Es lo que al cabo a defenderme basta.
Vos sois noble, señor; vos de mi asilo
A este opulento alcázar me trajisteis;
Y si en él un perverso, un foragido
Amagase mi honor, ¿quién me escudara,
Sino vos sólo, en tan fatal conflicto?
Dadme pues contra vos seguro amparo.
Yo arrodillada a vuestros pies le pido,
Y en mi llanto bañándolos, imploro
La piedad que se debe al desvalido.
Respetad mi inocencia, y no en un punto
A los ojos del mundo y a los míos,
Y a los vuestros también, objeto sea
De ignominia y baldón.
ENRIQUE.

(Ap.

A su atractivo
Mi furor se desarma.) Oye, Matilde
La ansiosa agitación en que te miro
Disculpe tu osadía; mas es fuerza
Sacudir de su pecho aquese indigno
Amor, que de ti misma y de tu amante
Va a ser la perdición si preferido
Es por más tiempo a las finezas mías.
Yo, que soy tu señor, a ti me rindo,
Y a tu belleza y gracias inocentes
Mi nobleza y mi gloria sacrifico.
Decídete en el término de un día,
Y sepa yo por fin si mi destino
Ha de ser siempre el de encontrar ingratos
Y usar de la violencia y del castigo.

Escena VI.

MATILDE.
¡Mísera! ¿Dónde estoy? ¿Quién me ha arrojado
Al doloroso trance en que me veo,
En las garras de un tigre abandonada,
Sin poderme valer? ¡Oh Dios eterno!
Si de la gloria de tu excelso trono
El llanto ves que de mis ojos vierto,
Sé compasivo a mi plegaria humilde,
Y escuda a esta infeliz en tanto riesgo.
¿Qué hay de común entre mi baja suerte
Y el señor soberano de Viseo?
¡El bárbaro! ¡Y afirma en sus furores
Que se abrasa de amor su injusto pecho!
Oprimir no es amar... Leonardo mío,
¿Dónde estás, que no escuchas mis lamentos?
¿Dónde estás? Ven, rescata a tu Matilde
De tan inesperado cautiverio.
Ven volando, mi bien... Mas ¡desdichada!
¿Qué pronuncio? ¡Ah! No vengas: tus esfuerzos
Se estrellarán contra poder tan grande,
Y sin fruto los dos nos perderemos.
Sola yo debo perecer.

Escena VII.

OREN, en traje de soldado - MATILDE.

OREN.
¡Matilde!
MATILDE.
¿Qué escucho? ¡Ay Dios! Él es.
OREN.
Al fin te encuentro
Tras de tanto afanar.
MATILDE.
¡Oh vida mía!
¿Dónde te arrastra tu amoroso empeño!
¿Cómo, di, penetraste en este alcázar,
Albergue de opresión y de tormento?
Tú vienes a morir.
OREN.
¿Y qué es la muerte
Si en tu defensa y a tu vista muero?
¿Puede acaso igualar en su amargura
A la triste aflicción, al desconsuelo
Que al encontrarme sin tu dulce vista
Sobre este ansioso corazón cayeron?
Llegó la hora: del amor guiado,
Volé en sus alas a tus ojos bellos,
Y el puesto solitario me recibe.
Perdóname: culpable aquel momento
Te contemplé, y lloré: corro a tu albergue
Sin detenerme, y viéndole desierto,
Pregunto a todos, y confirman todos
De mi desdicha el infernal recelo.
Perdóname otra vez: harto he sufrido
En escuchar mis ponzoñosos celos,
En sospechar que la ambición pudiera
Lanzar a amor de tu inocente pecho.
La entrada a este castillo me abre el oro,
Y yo por él frenético corriendo,
Te encuentro al fin, y a tu presencia olvido
Mi mortífera duda y mis tormentos.
MATILDE.
¿Y añadiste, cruel, esa sospecha,
Indigna tanto de los dos, al trueno
Que repentinamente en nuestro daño
Lanzó irritado el enemigo cielo?
Tú quizá en tu furor me maldecías,
Y yo, postrada ante el tirano fiero,
Despreciando su orgullo y su opulencia,
Juraba a voces tu cariño eterno.
Pero tú no lo dudas... ¡Ay Leonardo!
Sálvate por piedad; tu fin es cierto
Si te halla el Duque; a mi dolor no añadas
El dolor de mirarte en tanto riesgo,
Y aún tu muerte quizá. ¡Si tú supieras
A qué aspira el tirano en sus deseos!
Mas no receles; sin tu amor ¿qué valen
Su pompa toda y su insolente imperio?
OREN.
¡Con que usurparme el bárbaro pretende
Tu corazón!
MATILDE.
¿Qué importa? Atiende: el tiempo
Corre, y con él acaso la esperanza
De poderte librar. Huye. si el cielo
Alas con que seguirte a mí me diera,
¡Oh cuál tendiera fugitiva el vuelo
Lejos de esta prisión triste y horrenda!
Mas no es posible huir, ni hay otro medio
Que resistir, sufrir, y si la muerte
Llega, morir.
OREN.
No al congojoso miedo
Te abandones así; pronto, no dudes,
Te verás salva de él.
MATILDE.
¿Cómo a su inmenso
Poder contrarestar? Tú ya te olvidas
De la distancia que fortuna ha puesto
Entre tu humilde condición, Leonardo,
Y el tirano que atroz manda en Viseo.
OREN.
No hay tanta. no.

Escena VIII.

ENRIQUE, ATAIDE, ASÁN, ALÍ, GUARDIAS. - Dichos.

ATAIDE.
Aquél es; vos de su labio
Os podéis cerciorar.
MATILDE.
¡Oh Dios eterno!
Él es, él es: ¡ay tristes de nosotros!
ENRIQUE.
¡Insensato! Sin duda el justo cielo
Por castigar tu atrevimiento loco
Aquí te trajo delirante y ciego.
¿Quién eres? Mas ¿qué dudo? El miserable
Que de Matilde sorprendió el afecto,
Y que en engaños pérfidos envuelve
Su tierna edad y su inocente pecho.
OREN.
Sí, yo soy; no quien debe a los engaños
De su apacible amor el bien inmenso;
Mi fe llamó su fe sencilla y pura,
Su dulce llama se encendió en mi fuego.
ENRIQUE.
Pues sabe que esa llama es en tu daño
Un espantoso inapagable incendio
Que te va a devorar: tiembla. ¿Conoces
En mí el rival de tu infeliz deseo?
OREN.
Sí, te conozco: en tu insensato orgullo
Piensas que al verme en tu presencia tiemblo,
Y tu poder frenético me inspira
Sólo abominación y menosprecio.
¿Yo temblar? Pues, tirano, ¿soy acaso
Quien la ha arrancado del hogar paterno?
¿Soy el que aspira a conseguir cariños
De un corazón con la violencia opreso?
Tu bárbara injusticia tiemble sola,
No yo, que a ti tan superior me veo.
Aquí, en tu alcázar, a tus mismos ojos,
De tus viles satélites en medio,
Y de tu furia entera amenazado,
Triunfando estoy de ti. ¿No lo estás viendo?
Ella me ama. A nuestros dulces votos
Mirándote presente a tu despecho,
Allá dentro de ti mi suerte envidias,
Y yo la tuya sin cesar detesto.
MATILDE.

(Poniéndose en medio de los dos.)

¡Ah! ¿Qué haces, infeliz? Ve que te pierdes.
Y vos, señor, en vuestro noble pecho
Recordad vuestro nombre, y no a mancharos...
ENRIQUE.

(Separándola.)

Quítate.- ¿Tú quién eres? En el seno
De tu fortuna humilde no se crían
Una arrogancia y ademán tan fieros.
Dilo; no aguardes a exhalar tu vida
Al rigor de los hórridos tormentos
Que te preparo.
OREN.
A vista del peligro
Jamás mi nombre se miró encubierto
Soy tu igual en poder, igual en sangre
Es el conde de Oren quien estás viendo.
MATILDE.
¡Desdichado! ¿Qué escucho? ¡En cuál abismo
Me quisisteis hundir, injustos cielos!
¡Uno me oprime! ¡Otro me engaña! ¡Ingrato!
OREN.
Perdona; te engañé, yo lo confieso:
Quise deber tu amor a mi amor sólo,
No a la opulencia ni al poder ni al miedo.
ENRIQUE.
Pues bien, ni tu poder ni tu opulencia,
Ni el amor que te trajo aquí encubierto,
Ni el amor que te tienen y es tu gloria,
Te librarán de mi rencor violento.
Ataide, que a una torre del castillo
Sea prontamente arrebatado; y preso
De Oren el conde, se acostumbre en ella
A respetar al duque de Viseo.

(ATAIDE y una parte de los guardias rodean a OREN.)

ORES.
¡Infame! En insultarme, en oprimirme,
Cuando me ves sin armas indefenso,
La ley de los cobardes has seguido,
No la prez ni el honor de caballero.
Si digno fueras de tu noble sangre,
Si digno de tu nombre, en campo abierto
La dama a tu rival disputarías,
Blandiendo airado el generoso acero.
¿Escuchas al valor? Más los crueles
Siempre cobardes y menguados fueron:
Responde; tu igual soy.
ENRIQUE.
Tu fin entonces,
Sin ser por el combate menos cierto,
Más bello y más espléndido sería.
Tú has entrado en mi alcázar encubierto
Y a fuer de un miserable disfrazado
Yo no conozco así los caballeros.
Muere pues como un vil oscuramente.-
Llevadle.

(ATAIDE y los guardias salen con OREN.)

MATILDE.
A mí con él, ministros fieros,
Sacrificad también; vedme aquí pronta.
ENRIQUE.
Separadlos. -Asán, llévala lejos
De mí, donde la ingrata se decida
Entre su elevación o su escarmiento.

(ASÁN y ALÍ se llevan a MATILDE por un lado, y ENRIQUE y el resto de los guardias se van por el otro.)

Acto segundo.

Este acto pasa de noche: la escena estará alumbrada con una sola hacha que habrá a un lado del teatro.

Escena primera.

MATILDE.
Todo reposa. ¡Oh Dios! ¿cómo es posible
Que estos perversos con descanso duerman
Y que sólo el silencio se interrumpa
Por el triste gemir de la inocencia?
Mi dulce amante y yo velamos solos;
Y nuestras quejas lúgubres se estrellan
De este albergue funesto en las murallas,
Cuando a encontrarse desaladas vuelan.
En otro tiempo, al envolver la noche
Al fatigado mundo en sus tinieblas
Para darle descanso, yo solía,
Yéndome a adormecer, decir contenta
«Feliz hoy fuiste y lo serás mañana;»
Y el sueño luego en mi apacible idea
Los objetos queridos de mi pecho
Pintaba en sus imágenes risueñas.
¡Qué diferencia! El venidero día
Aún será más cruel... Pero ¿quién llega?

Escena II.

MATILDE, OREN, ATAIDE; UN SOLDADO detrás de ellos, que se quedará en el fondo del teatro.

MATILDE.
Tres son. ¿Quiénes serán? Los ojos míos
En tan escasa claridad no aciertan
A distinguir. ¡Mísera! ¿Qué horrores
Se irán a preparar?
OREN.
¿Dónde me llevas?
Dónde estoy?
ATAIDE.
No tembléis.
OREN.
¿Pecho cobarde
Me juzgas por ti mismo? Oren no tiembla.
¿Qué manda tu señor? ¿Su alevosía
Va a verse con mi sangre satisfecha?
ATAIDE.
Nada ha resuelto aún; de sus furores
La dura agitación ha dado treguas
Por un momento al sueño, y él reposa.
OREN.
¿Y Matilde?
MATILDE.
Hela aquí que a tu presencia
Se siente revivir; que afortunada
De perecer contigo se contempla,
Si vas a perecer. ¡Oh amigo mío!
No nos separarán, no habrá violencia
Que baste a tal rigor.
ATAIDE.
En este punto
Vais, señor, a ser libre; pero es fuerza
Que salgáis de este alcázar peligroso
Sin vuestra amante.
MATILDE.
¡Bárbaro!
ATAIDE.
Lo ordena
La suerte así.
OREN.
Mi bien, ¿cómo podremos
Fundar nuestra esperanza en sus promesas?
Ya reconozco al pérfido; él fue sólo
Quien aquí me vio entrar, y su vil lengua
Es la que a su señor me ha descubierto.
ATAIDE.
Es cierto, os descubrí; ni yo os pudiera
De otra suerte salvar. Si a denunciaros
Acaso alguno de los negros llega,
Matilde, vos y yo somos perdidos:
Así gané su confianza entera;
Y encargando a mí solo vuestra guarda,
Así os vengo a librar de su fiereza.
OREN.
¿Dónde estamos, Matilde? En todas partes
La maldad, la perfidia nos rodean.
¿Seremos pues tan viles, que fiemos
Nuestra ventura y libertad en ellas?
ATAIDE.
Esas dudas me ofenden y no os salvan:
El peligro nos insta, el tiempo vuela;
Temed que este momento malogrado,
Quizá el momento que vendrá nos pierda
No dudéis de mi fe. -Soldado, al punto
Las puertas del castillo abiertas sean
A este joven: condúcele; tu vida
Responde de la suya.
MATILDE.
¡Oh mi defensa!
¡Oh mi dios tutelar! ¿Cómo es posible
Que en esta infausta y lóbrega caverna
Quede Matilde sola, abandonada
A ese monstruo cruel que en ella alberga?
OREN.
¡Ataide!
ATAIDE.
En este trance es ya preciso
Que cedáis ciegamente a mi prudencia.
Vos no sabéis quién sois; cuál es la suerte

(A MATILDE.)

De aquel a cuyo amor hoy en la tierra
Todo amor pospondréis: vuestro destino
Es hasta aquí un misterio que mi lengua
Puede sola en el mundo revelaros,
Y que aquí dentro me escuchéis es fuerza.
Vos entretanto huid, y recordaos;

(A OREN.)

Que del valor heroico y la presteza
Vuestro libertador y vuestra amante
Aguardan en tal riesgo su defensa.
OREN.
Adiós, Matilde, adiós; pues la fortuna
Las sendas todas a elegir nos niega,
Rindámonos por fin; mas el combate
Va al instante a encenderse: tú no temas;
Las torres que tu ultraje han presenciado
Al suelo desplomadas y deshechas
Caerán, y de mi amor y mi venganza
Serán en la comarca eternas pruebas.
Condúceme, soldado.

(Vase.)

Escena III.

MATILDE, ATAIDE.

MATILDE.
Ya está libre.
¿Por qué no lo estoy yo? Por qué esta negra
Cárcel escucha los suspiros míos,
Cuando a su lado respirar debiera?
ATAIDE.
Libre os veréis también, pero es preciso
Que este servicio sin igual merezca
Alcanzar mi perdón de aquel cautivo
Que tanto tiempo entre sus hierros pena.
MATILDE.
¿Qué cautivo? ¿Qué habláis? Yo no os entiendo.
ATAIDE.
¡Ay señora! Escuchad. Desde su tierna
Infancia siempre he acompañado a Enrique,
Y de todos sus gustos y sus penas
Depositario y confidente sólo
He sido por gran tiempo. Él en la negra
Envidia que abrigó contra su hermano
Bebió el veneno que su pecho encierra.
El cielo en el nacer le hizo segundo;
Y la segura y alta preferencia
Que por su gran carácter Eduardo
Logró siempre en la paz, siempre en la guerra,
Para el perverso y envidioso Enrique
Perenne fuente de tormentos era.
Rivales en amor, ambos ardieron
Por Teodora Moniz; su mano bella
Fue de Eduardo, y el furioso Enrique
Vio despreciada su pasión violenta.
En mengua tal sacrificar su hermano
A en venganza despechado piensa,
Y que después la miserable viuda
La mano entregue al opresor por fuerza.
Yo fui iniciado en el fatal secreto:
El halago, el obsequio, las promesas,
Las amenazas... ¡Dios! ¿Qué no hizo Enrique
Porque ministro de sus iras fuera?...
Señora, él me sedujo.
MATILDE.
¡Desdichado!
ATAIDE.
No he sido el sólo yo. Cuando de Ceuta
La venturosa expedición lograda,
En paz al fin se reposó la tierra,
El del África trajo esos dos negros,
Cuya intrépida y bárbara obediencia
Al odioso tropel de sus delitos
Pudo allanar la abominable senda.
Ellos y yo, señora, le seguimos
A este mismo castillo, en que la escena
Desventurada fue, donde de alcaide
Me dio la autoridad por recompensa.
Mis manos del estrago se abstuvieron:
El mismo Enrique fue quien de su ciega,
De su violenta cólera arrastrado,
Bañó en la sangre fraternal su diestra.
Iba el golpe a doblar, cuando Teodora,
Volando de su esposo a la defensa,
Lanzóse en medio, y del atroz cuchillo
Al rigor implacable cayó muerta.
MATILDE.
¡Qué horror!
ATAIDE.
Enrique, al contemplar tendidos
Sus dos hermanos, con el alma llena
De improviso pavor, huyó a otra estancia;
Y obedeciendo a su temor, ordena
Que cuantos a Eduardo acompañaban
Al punto allí sacrificados sean.
Asán y Alí los degollaron todos.
Violante misma, la inocente prenda
Del amor de los tristes, ya cortado
Miraba el hilo de su vida tierna
Por la espada de Alí: yo la di vida.
Señora, recordaos de la ligera
Cicatriz que aún se mira en vuestro cuello,
Y al fin vendréis a conocer por ella
Quién debe el ser a la infeliz Teodora.
VIOLANTE.
¡Yo Violante! ¡Gran Dios!
ATAIDE.
A la heredera
Del poderoso duque de Viseo
Un fiel anciano en su mansión secreta
Prestó seguro asilo; allí crecisteis,
Allí una educación noble y modesta
Adornó esa belleza sin segunda
Con que os enriqueció naturaleza.
Igual en todo a vuestra angosta madre,
Vos la representabais en la tierra,
Cuando vuestra desgracia a aquel retiro
Condujo a Enrique, y permitió que os viera,
Y al veros se inflamó.
VIOLANTE.
¡Monstruo inhumano!
He aquí la causa del horror bien cierta
Que de sólo mirarle yo sentía.
Del negro fratricida a la presencia
Toda la sangre en mi interior se helaba;
Y era mi madre, que con voz secreta
Me gritaba: «Aborrece a mi verdugo.»
¡Qué no os debo yo, Ataide! Y vuestra lengua
El perdón de su error de mí imploraba;
¡Pluguiese al cielo que premiar pudiera!...
ATAIDE.
Escuchadme hasta el fin: yo no merezco
Sino piedad. De la cruel tragedia
El último el teatro abandonaba,
Cuando unos ayes desmayados llegan
A mis oídos, que en sus ecos tristes
Mi ansioso pecho de dolor penetran.
Vuelvo a atender y a oír: era Eduardo,
Que en su palpitación aún daba muestras...
VIOLANTE.
¡Ah bárbaro! ¿Y tu mano, sanguinario,
Ahogó en su vida la postrer centella?
ATAIDE.
Ved que no soy culpable de su muerte.
VIOLANTE.
¿Vive mi padre?
ATAIDE.
Vive, si existencia
Puede llamarse tan funesta vida,
Entre la noche y el dolor envuelta.
Cuando volvió en sí el triste, ya amarrado
Halló su cuerpo a la fatal cadena
Con que oprimido por tan largo tiempo
De su perdida libertad se queja.
Diez años ha que al mísero Eduardo
De voz humana ni aún los ecos llegan.
VIOLANTE.
¡Eterno Dios! ¡Oh crímenes! ¡Oh día,
Día de revelación! Y en mis querellas
Yo mi infortunio denunciaba al cielo,
Cuando mi padre... Ataide, ¡qué fiereza
En tu insensible corazón escondes!
ATAIDE.
Yo obedeciendo mi piedad primera,
Le di la vida, y a ocultarlo luego
Me persuadió el temor. ¿Cómo pudiera,
Sin resolverme a exterminar a Enrique,
Sacarle ya de su prisión funesta?
A veces esperé (¡cuán vano engaño!)
Que a una dichosa paz abrir la puerta
Pudiese el roedor remordimiento
Que desde entonces al tirano aqueja.
Tal vez el punto de vencerle he visto;
Pero los celos, el rencor, la afrenta,
La misma enormidad de sus maldades
En él ahogaban las endebles quejas
Del arrepentimiento. Así mi alma,
De incertidumbre y confusiones llena,
Ni fiel a Enrique ni a Eduardo ha sido
Entre el temor y la piedad suspensa.
Tal, señora, es mi crimen; yo no anhelo
A disculparle; más la vida vuestra,
Más la de vuestro padre, al fin merecen
Que concedido mi perdón me sea.
¿Lo será? Responded.
VIOLANTE.
Tú has sido, Ataide,
Bien culpable y cruel; pero haz que vuelva
De triste padre a mis amantes brazos;
Que vuelva libre, y perdonado quedas.
Llévame donde está: cada momento
Que sufra más en su fortuna adversa
Redobla mi aflicción. Vamos.
ATAIDE.
¡Qué miro!
Aquí los negros bárbaros se acercan;
Ellos son más temibles que el tirano,
Y si juntos nos ven, todo se arriesga.

(Vase.)

VIOLANTE.
¿Qué decretáis, en fin, de esta infelice,
Omnipotentes cielos? Ayer era
Matilde, hoy soy Violante. ¡Ah! ¿cuándo, cuándo
Será que tanta confusión fenezca?

Escena IV.

ALÍ, ASÁN.

ALÍ.
Mírala, Asán, huir de nuestra vista:
Los esclavos humildes la amedrentan
Y la ahuyentan de sí. ¡Bien desdichada
Es por cierto su suerte!
ASÁN.
Que padezca.
¿No ha nacido de blancos y en Europa?
Flor engañosa de venenos llena,
Amor ahora y compasión inspira
Con su tierna hermosura y su inocencia;
Mas aguarda, y verásla abrir su seno
Bien pronto a la perfidia, a la soberbia:
Frutos de esta región abominable,
Que todo lo corrompe. Que padezca,
Que la atormente Enrique; yo gustoso
Me prestaré a su cólera.
ALÍ.
Tú esperas
Que agradecido en libertad te ponga,
Y así le sirves.
ASÁN.
Busca en las tinieblas
La claridad, abrigo en las heladas,
Y la seguridad en las tormentas,
Antes que gratitud de un europeo.
ALÍ.
Si eso es verdad, Asán, ¿por qué te empeñas
Del Duque en merecer la confianza?
Tu boca siempre bárbara y funesta
Su natural ferocidad inflama,
Y si él piensa un estrago, a otro le lleva.
En él ¿qué puedes apreciar?
ASÁN.
Sus vicios:
Ellos son los que amable le presentan
A mi sañudo espíritu; por ellos
Mi vengativo corazón recrea.
Su furor, su crueldad son el azote
De cuantos blancos por su mal le cercan;
Y yo me gozo en las terribles plagas
De que su atroz iniquidad se ceba.
Los blancos de mi patria me arrancaron,
Ellos a mi valor dieron cadenas,
Y del respeto en vez que allá gozaba,
Aquí soy un objeto de vergüenza.
¿Cuál es el blanco que buscó de un negro
Jamás de la amistad la unión estrecha?
¿Y qué mujer no escucha horrorizada
De su infeliz amor las tristes pruebas?
Patria, esposa, familia, amores, todo,
Todo lo tuve... ¡Oh Dios! Una hora adversa
De todo me privó. No, no es posible
Que aquel instante a mi memoria venga,
Sin que toda esta raza de hombres duros
Con odio interminable yo aborrezca,
Ni me es posible contemplar mis males
Sin que los suyos mis delicias sean.
¿Piensas que yo amo a Enrique? ¡Oh cuál te engañas!
Amo en él esa bárbara fiereza,
Verdugo de sí mismo y de los otros,
Que llena mi venganza toda entera
Amo el devorador remordimiento
Que le destroza cuando ansioso piensa
En el abismo de tormentos fieros
Con que la horrenda eternidad le espera.
Ser el ministro yo de tantos males,
¿Con quién, sino con él, lograr pudiera?
Con quién, sino con él, de tantos blancos
El despecho gozar y amargas quejas?
ALÍ.
Pero entre tanto víctimas nosotros
Somos también: yo, Asán, de esta caverna
Pienso escapar; mi corazón no puede
Tanta infamia sufrir.
ASÁN.
Yo mientras pueda
Con Enrique hacer mal, seré de Enrique;
Mas si él se abate o si los cielos cesan
De sufrirle... ya entonces...
ENRIQUE.

(Dentro.)

Socorredme.
ATAIDE.

(Dentro.)

Aquí estoy yo, señor.

Escena V.

ENRIQUE, sostenido por ATAIDE. - Dichos.

ENRIQUE.
Ellos me aquejan;
¿No los veis? ¡Qué rigor! Yo a defenderme
No basto ya.
ALÍ.
¿Qué es esto? ¡cómo tiembla!
¡Cuál los ojos revuelve y se estremece!
ATAIDE.
Hablad, señor, hablad.
ENRIQUE.
¿Qué voz es esta?
¡Ataide! ¡Asán! ¡Alí! ¿Con que no ha sido,
Más que una sombra en mi engañada idea,
Un sueño? ¿Mis oídos no escucharon
Las pavorosas voces que aún resuenan
Acá en mi mente? Ataide, el más terrible
Suplicio un lecho de deleites fuera
Comparado al dolor que yo he sufrido.
ASÁN.
Pero volved en vos, y la funesta
Causa a tanta agitación patente
A vuestros fieles servidores sea.
ENRIQUE.
Escuchad pues, ministros de mis crímenes,
Escuchad y temblad. Era la hora
En que mis tristes miembros fatigados
Del sueño hallaban la quietud sabrosa;
Entonces por las bóvedas vagando
Estar me pareció, donde reposan
De mis muertos abuelos las cenizas
Bajo el mármol de honor que las custodia.
Sus fúnebres emblemas me asustaban;
Cuando a lo lejos entre aquellas sombras
Diviso una mujer que en dulce risa
Grata me llama y mi atención provoca.
Pienso ver a Matilde en la que veo,
Y al mismo instante con ardor se arrojan
Mis presurosos pasos a alcanzarla,
A estrecharla mis manos venturosas;
Pero en el punto de abrazarla ¡oh cielos!
Su florida beldad se descolora,
Y de una herida que su pecho afea
En copioso raudal la sangre brota.
Miróla entonces más atento, y era...
¡Teodora, Ataide!
ATAIDE.
¡Oh Dios!
ENRIQUE.
Era Teodora,
Con aquel ademán, aquel semblante
Que, fijos hondamente en mi memoria,
Su fin desventurado me presentan,
Y destrozan mi pecho a todas horas.
«Al fin volvemos para siempre a unirnos
(Con eco sepulcral dijo su boca);
Para siempre... Mis brazos cariñosos
Van a galardonar tu amor ahora;
Mas contempla primero lo que hiciste,
Y cuál me puso tu fiereza loca.»
Sus ojos de sus órbitas saltaron,
Todos sus miembros, sus facciones todas
Se deshacen de pronto, y en la imagen
De un esqueleto fétido se torna.
ATAIDE. ALÍ.
¡Horror! Horror!
ENRIQUE.
Entre sus brazos secos
Ella me aprieta y con furor me ahoga,
Me infesta con su aliento, y me atormenta
Con su halago y caricias espantosas.
«No más, ¡ay Dios! no más», ante sus plantas
Digo cayendo exánime; «perdona,
Espíritu cruel. ¿Cómo es posible
Que tal rencor los túmulos escondan?»
Huye entonces la sombra, y cuando pienso
Libre mirarme, retumbar las losas
Y desquiciarse los sepulcros siento,
Y en fuego hervir sus cavidades hondas;
Y de la llama al resplandor sombrío
Sus frentes los cadáveres asoman,
Gritando: «¡Fratricida! Entre nosotros
Baja, y el premio de tus premios goza.»
La fuerza del horror sacudió el sueño;
Pero ¡ay! que mis martirios, mis congojas,
Ni entenderlas jamás podréis vosotros,
Ni explicarlas jamás podrá mi boca.
ATAIDE.
Señor, aqueste sueño misterioso
No es una vana sombra, es un aviso
Que los cielos os dan, y que os convida
A que pongáis un término al delito.
Dejad ese sendero peligroso
Que hasta aquí habéis hollado; arrepentíos,
Y tal vez la virtud...
ENRIQUE.
¡Ah! Es imposible:
¡La virtud! Mi execrable fratricidio,
El rencor y la envidia la arrojaron
Para siempre jamás del pecho mío.
¿Quieres verme feliz? Pues al instante
De la mísera sangre que he vertido,
Y que aún hierve reciente en mi tormento,
Ataja los raudales vengativos;
Abre las puertas al sepulcro, y osa
Sus leyes suspender a los destinos,
Y aquellos dos objetos miserables
De mi inicuo furor vuélveme vivos.
Entonces, quizá entonces, mis excesos
Encontrarán perdón, y condolidos
Los cielos de mi afán, disiparían
Este negro terror en que agonizo.
ATAIDE.

(Ap.)

¡Dios! ¿Será este el momento afortunado?...
Esclavos, retiraos de aqueste sitio:
Yo quedo a obedecerle.

Escena VI.

ENRIQUE, ATAIDE.

ENRIQUE.
«Para siempre
Nos volvemos a unir», la sombra dijo
Salid de mí, palabras ominosas;
Dejad de retumbar en mis oídos
¡Más aún truenan! La muerte y el infierno
El premio van a ser de los delitos
Con que al mundo espanté... Triunfa, Eduardo,
Triunfa de tu frenético asesino;
La suerte que le aguarda es tan tremenda,
Que de ella al fin te apiadarás tú mismo.
ATAIDE.
Calmaos, señor; el cielo inexorable
No rechaza al mortal que arrepentido,
Detestando sus crímenes, se vuelve
De la virtud al generoso abrigo.
Si aquesos sentimientos rencorosos
Que en vuestro corazón siempre han vivido
Sacudís de una vez, quizá escuchados
Serán de la piedad vuestros gemidos.
ENRIQUE.
¿Si me arrepiento? ¡Oh Dios! He aquí mi sangre;
Viértela si con este sacrificio
Me consigues la paz que tanto anhelo.
ATAIDE.
Vos la obtendréis en fin.
ENRIQUE.
¿Cómo?
ATAIDE.
Si vivo
Fuese Eduardo y perdonar quisiese...
ENRIQUE.
¡Eduardo vivir! ¿Qué es lo que has dicho,
Ataide?
ATAIDE.
La verdad.
ENRIQUE.
¡Gracias al cielo
Que de tal peso aligerar me miro!
Viva Eduardo, Ataide; que su muerte
No se escriba en el libro del destino,
Y a mi condenación también no sirva.
Mas ¿quién le dio la vida, si yo mismo
El acero cruel clavé en su pecho,
Y en su caliente sangre fui teñido?
ATAIDE.
No fue mortal la herida, y yo salvarle
Diligente logré; pero escondido
Debajo de la tierra, encadenado,
Y ensordeciendo el aire con suspiros,
Su mísera existencia ablandarla
Las fieras sierpes e insensibles riscos.
Ceda ya a tanta lástima la envidia;
Dios por mi mano quiere conduciros
A la virtud.
ENRIQUE.
Que él viva y me perdone
Que ore al cielo por mí; del pecho mío
Salga esta agitación, aquestas sombras
Que aún ofuscan y aterran mis sentidos.
Puras como él, y nobles, sus plegarias
Acogida tendrán: yo no me animo
A rogar; fuera en vano: de mi labio
¿Qué ruegos ¡ay! saldrán que sean oídos?
Mas dime ¿tú lo esperas? ¿Perdonarme
Podrá al fin Eduardo?
ATAIDE.
Yo confío
En que mañana el venturoso día
Será de paz y de perdón. Tranquilo
Vos entre tanto, preparad el pecho
A esta acción generosa; ella el destino
Va a hacer de vuestra vida; ella desarma
Los rayos todos del rigor divino.

Escena VII.

ENRIQUE.
Sí, me perdonará: siempre mi hermano
Generoso y leal era conmigo;
Mientras que yo con él pérfido, ingrato
En todos tiempos e inhumano he sido...
El peso de mis crímenes me agovia,
Y es fuerza de mis hombros sacudirlo...
¡Oh! ¡Si lo alcanzo yo!... Matilde entonces
Quizá muestre a mi amor menos desvío.
¡Matilde! ¡Oh cómo al pronunciar su nombre
Mi ansiosa agitación recibe alivio,
Y la serenidad vuelve a mi pecho!
Mañana será mía si respiro,
A despecho de Oren. Amargos celos
No así alteréis, mortíferos y activos,
Los dulces sentimientos que me animan.
¿Mas qué puede ya Oren? Preso, cautivo,
Pendiente de mi enojo o mi clemencia,
Renunciar debe...

Escena VIII.

ASÁN. - ENRIQUE.

ASÁN.
Ataide os ha vendido:
Las puertas de la torre han sido abiertas
Por él al Conde, y lejos del castillo,
Ya de vuestro poder viéndose libre,
Se prepara tal vez a combatiros.
ENRIQUE.
¡Cielos! ¡Con que en mis labios infelices
El nombre de perdón jamás se ha oído
Hasta esta vez, y al pronunciarle ahora
Me cercan la perfidia y los peligros!
ASÁN.
¿Qué peligros, señor?
ENRIQUE.
De todos tiemblo:
De Eduardo, de Oren, y aún de mí mismo.
ASÁN.
¡De Eduardo! ¿Y por qué? ¿La ilusión vana
Que os agitó entre sueños, un prodigio
Para vos ha de ser que abra el sepulcro
Y anime los cadáveres ya fríos?
ENRIQUE.
¡Ah! que él vive no hay duda; el vil Ataide
Le salvó por mi mal; él me lo ha dicho.
Mañana intenta que la paz juremos,
Mañana mira el mundo mi exterminio.
ASÁN.
¡Entre vosotros paz! ¡Qué error! ¿Acaso
Perdonaros podrá? ¿Dar al olvido
La muerte de su esposa, sus desgracias,
Sus heridas, la causa del delito,
Vuestro adúltero amor? ¿Y lo creísteis?
¡Oh error!
ENRIQUE.
¿Qué debo hacer?
ASÁN.
En tal conflicto
Mengua es dudar: busquemos a Eduardo...
ENRIQUE.
¿Cómo, si ignoro el misterioso asilo
Donde respira? Asán, este secreto
De Ataide solamente es conocido.
ASÁN.
Pues bien, señor, el crimen siga al crimen,
Y la sangre a la sangre: otro camino
No tenéis de salud. Que Ataide preso,
A vista del tormento y los suplicios
Su secreto fatal haga patente.
Vos, dueño de Eduardo, a vuestro arbitrio
Dispondréis de su vida; que Matilde,
Aún antes de que Oren venga en su auxilio,
Sufra su suerte rigorosa y dura.
ENRIQUE.
¿Y cuál es?
ASÁN.
¿No nació en vuestros dominios?
ENRIQUE.
Sí. Asán.
ASÁN.
¿De vida y muerte ahora sobre ella
No es vuestro el gran poder?
ENRIQUE.
Sin duda es mío.
ASÁN.
¿Quién osará contrarestarle?
ENRIQUE.
Nadie.
ASÁN.
Pues antes que dé el sol su nuevo giro
Arrastradla al altar.
ENRIQUE.
¿Y si resiste?
ASÁN.
Si resiste, que muera.
ENRIQUE.
¿Y yo asesino
Dos veces he de ser de lo que adoro?
ASÁN.
¿Y sufriréis dos veces que el destino,
A despecho de vos, a vuestros ojos
Se la entregue a un rival favorecido?
¿No vale más vengarse, y presentarle
De su adorada amante el cuerpo frío,
Y escarneciendo su dolor, decirle:
«Ni tú ni yo?»
ENRIQUE.
Sí, Asán: consejo es digno
De mí, de ti; mi corazón le aprueba;
De todo su furor sé tú el ministro.
Anda, sorprende a Ataide; yo entre tanto
A Matilde veré. Cielos divinos,
¿Por qué de amor el frenesí me arrastra
Por tan desesperados precipicios?
Vuelve en Matilde a respirar Teodora,
Y vuelvo a ser un monstruo... ¿En mis delitos
Reposo pues no habrá?... Mas así sea,
Puesto que así lo decretó el destino.

(Vanse cada uno por diferente lado.)

Acto tercero.

La escena representa un subterráneo oscuro compuesto de varios ramales de bóvedas. Un banco de piedra cubierto de Pajas sirve de lecho a Eduardo: junto al banco habrá un poste de donde estarán colgadas las cadenas que le han sujetado. Se supone que Eduardo acaba de despertar.

Escena primera.

EDUARDO.
¿Cuándo será que mis amargos males
Termine de una vez piadoso el sueño,
Y a nunca despertar yo me adormezca,
En sus dulces imágenes envuelto?
¡Dulces, pero engañosas! ¿Qué me sirva
Que venga a regalar por un momento
Mis tristes penas, y a mi mente ilusa
Libertad y venturas ofreciendo,
Me parezca abrazar mi hija y mi esposa,
Si al fin después en mi prisión me encuentro,
Donde de luz y libertad las voces
Ni aún pronunciar en esperanza puedo?
Mis cadenas, gastadas por los años,
Rotas al cabo, a su impresión cedieron;
Sólo el destino atroz que me persigue
Ni desmentirse ni ceder le siento...
Más de una vez las lágrimas del triste
Por estas manos enjugar se vieron,
Más de una vez de sus fatales grillos
Me vio el cautivo aligerar el peso.
¡Oh justo Dios! ¿Y tu bondad consiente
La dura esclavitud en que me veo?

(Se oye el ruido de la barra que asegura la puerta.)

Mas ruido se oye, y el instante llega
De que venga mi duro carcelero
El sustento a traer con que la vida
Se prolonga, y prolonga mis tormentos.
¡Qué extraña novedad! ¡Luz!

Escena II.

EDUARDO, VIOLANTE, ALÍ.

VIOLANTE.
¿Es aquesta
Caverna de terror el duro encierro
En que el tirano sepultarme manda?
ALÍ.
Ella es, señora.
VIOLANTE.
¡Inexorables cielos!
Diéraisme ver a mi angustiado padre
Antes de despedir mi último aliento;
Diéraisme el estrecharle entre mis brazos,
Y bañando en mis lágrimas su seno,
Exclamar y decirle: «¡Oh padre mío!
Reconoce a tu hija en el acerbo
Destino que la sigue.»
EDUARDO.
¡Desdichada!
Llama a su padre. ¿Si afligido y preso
Tal vez, como yo estoy, se verá ahora?
ALÍ.

(Ap.

¡Quién dar pudiera a su aflicción consuelo!)
Señora, perdonad al un siervo humilde,
Que, forzado a seguir el duro imperio
De su airado señor, apenas puede
Allá en su corazón compadeceros.
Lejos de mí la bárbara fiereza
Que otro pusiera en tan fatal empleo;
Mas aún mirar la agitación terrible,
Aún escuchar los temerosos ecos
Del Duque me parece, y la sentencia
Que pronunció su labio al conoceros.
Os cegasteis, dijisteis vuestro nombre,
Declarasteis quién erais, y a despecho
Del amor que domina en sus entrañas,
De sólo su furor oyó el acento.
Pero ¿porqué ultrajarle y obstinaros?
Una sola palabra a su amor ciego
Que dieseis de esperanza apaga el rayo
Que sobre vuestra frente está suspenso.
Ceded.
VIOLANTE.
¡Esclavo vil! Cese tu lengua;
Anda, guarda esos pérfidos consejos
Para tus semejantes infelices.
Cumple con tu execrable ministerio,
Y del dolor de verte y de escucharte
Libértame al instante.
ALÍ.
Yo no debo
Detenerme ya más; su desventura
Caiga sobre ella. Adiós, señora.

(Vase.)

Escena III.

VIOLANTE, EDUARDO.

VIOLANTE.
¡Oh centro
De silencio y de horror! ¡Prisión acerba!
¡Fúnebre tumba! Al cabo en vuestro seno
Queda ya soterrada esta infelice,
Arrancada a la luz y al universo.
Aquí olvidada, abandonada y sola
Deberé perecer...

(Se deja caer sobre las gradas de la puerta.)

¿Por qué naciendo,
Piadosamente fieras no me ahogaban
Las manos que en la cuna me pusieron?
No así de mal en mal, de pena en pena
Precipitarme viera adonde muero
La más desventurada de los míos;
Adonde sin testigo, sin consuelo...
EDUARDO.
Esto siquiera mientras yo respire
No os faltará, señora, en tanto extremo.
VIOLANTE.
¿Qué oigo? ¡Ay de mí! ¿Quién sois? En este sitio...
EDUARDO.
Otro infeliz cual vos, blanco funesto
De la más espantosa alevosía
Que debajo del sol los siglos vieron.
Del cielo y de la tierra abandonado,
Y sepultado aquí por tanto tiempo,
Al fin de soledad tan congojosa
El primer ser humano en vos contemplo.
No sé si acaso a acrecentar mis males;
Pero entre tanto con placer me entrego
A aliviar vuestra amarga desventura,
Si a tanto alcanzan la piedad y el ruego.
En vuestra edad florece la inocencia,
Y amor inspira vuestro rostro bello
¿Quién puede ser tan duro que os persiga?
VIOLANTE.
¡A la maldita beldad, don que los cielos
Para mi perdición me dispensaron!
Señor, es mi destino tan adverso,
Que un momento seguro de fortuna
En mi carrera señalar no puedo.
Crecí sin conocer mis dulces padres;
Cuando sé quiénes son vengo a perderlos
Mi madre indignamente asesinada
En otro tiempo fue, mi padre preso
Devora su desgracia, y yo inocente
Víctima gimo del furor violento
De un tirano que el cielo por castigo
Lanzó a este clima: Enrique de Viseo...
EDUARDO.
¡Enrique! ¿Y vive aún? ¿Y no se cansa
De verle el sol, de sustentarle el suelo?
¡Ah! Si vuestro infortunio es obra suya,
Pereced, desdichada; Do hay remedio.
La estrella que a ese bárbaro os entrega
Se goza en afligiros y en perderos.
¡Enrique! ¡Ah monstruo!
VIOLANTE.
¡Por piedad! Las ansías
Calmad de mis sentidos; ya en mi pecho
El corazón se agita palpitando,
Entre la duda y la esperanza incierto
Decid, decid quién sois.
EDUARDO.
Soy Eduardo,
Hermano de ese vil.
VIOLANTE.
¡Mi padre! ¡Oh cielos!
EDUARDO.
¿Qué dices?
VIOLANTE.
No dudéis: los ojos míos
La dulce prueba de que el ser os debo
Os dan en estas lágrimas que os bañan.
Y que de gozo y de ternura vierto.
La mano a un tiempo cruda y piadosa
Que nos salvó de los puñales fieros
Nos reservó a este encuentro inesperado
Para acaso otra vez en él perdernos.
Reconocedme: ved en ni la sangre
De vuestra sangre, ved cómo los cielos,
De la desventurada esposa vuestra
En mí la viva semejanza han hecho.
EDUARDO.
Sí, ciertamente es ella. ¡Oh semejanza!
Ni la inefable agitación que siento,
Ni el placer que me inunda en su dulzura,
Ni las caras facciones que en ti veo
Me permiten dudar; ven, hija mía
Ven, y reposa en el paterno seno.
VIOLANTE.
¡Oh inefable placer!
EDUARDO.
Dios de clemencia,
Tú, que me diste un corazón de acero,
Bastante a resistir las tristes plagas
Que sobre mí tan sin piedad cayeron,
Dame también un corazón que pueda
Sufrir la inmensidad de este contento.
¡Hija mía!
VIOLANTE.
¡En qué estado miserable,
En qué penosa situación te encuentro,
Señor! Aquí sumido, respirando
De este ambiente el mortífero veneno,
¿Cómo en tal soledad y desamparo
Pudisteis resistir?
EDUARDO.
El que en su pecho
De la inocencia el sentimiento abriga
No se rinde, hija mía, al desaliento.
Vino el azote a sepultarme en vida
Y una nueva virtud sentí aquí dentro,
Una fuerza que, igual a mis destinos,
Bastaba sola a contrastar con ellos.
Crecía el mal, y mi valor crecía
A par que su violencia. ¡Ah! Si los cielos
Quisieron esta lucha formidable,
Los cielos de Eduardo están contentos.
VIOLANTE.
De admiración, señor, y de ternura
Me hacéis estremecer.
EDUARDO.
Tal vez en sueños
La bella imagen de tu madre amada
Y la tuya también con dulce afecto
Consolaban mi afán. ¡Oh Dios piadoso!
¡Y tras tanta ilusión, tras tanto tiempo,
Mi adorada Violante al fin me envías!
Abrázame otra vez: este consuelo
No nos le robarán.
VIOLANTE.
¡Oh padre mío!

(Óyese ruido como de gente que baja al subterráneo...)

¿Qué siento? ¡Qué rumor!.. El riesgo inmenso
En que estáis se acrecienta; a devorarnos
Se precipita el tigre
EDUARDO.
No tu esfuerzo
Desmaye así, hija mía: nuestra suerte
Está en manos de Dios en estos senos,
Que tan oscuros son como ignorados,
Algún arbitrio a nuestro bien busquemos
Y si el hado le niega...
VIOLANTE.
Sí, muramos;
Pero juntos ¡oh padre! moriremos.

(Abraza a EDUARDO, y sosteniéndole, salen de la escena.)

Escena IV.

ENRIQUE, ASÁN y GUARDIAS.

ENRIQUE.
Ya penetré: las puertas de este albergue
Con voces de terror me rechazaban,
Y al entrar en su lóbrego recinto,
Mi ansioso corazón tiembla y se espanta.
Pero es más fuerte mi rencor: sigamos.
Asán, él no está aquí. ¿Si nos engaña
También Ataide ahora? Su vil pecho
Enflaqueció a la vista, a la amenaza
Del suplicio, y sus labios declararon
Que aquí preso Eduardo respiraba:
Mas yo no le descubro
ASÁN.
Pues no hay duda;
Los hierros aquí ved que le amarraban,
Ved su lecho de pajas.
ENRIQUE.
¡Ah! Y en ellas
Sobre él el sueño tenderá sus alas
Con más dulzura que los miembros míos
Le hallaron nunca entre las plumas blandas.
Pero ¿en qué os detenéis? Sin perder tiempo
Entrad por esas bóvedas; que salgan
Los fugitivos a mi vista al punto;
¿Me entendéis? Mi poder, mi vida y fama,
Todo peligra, todo, si Eduardo
De mi justo furor ahora se salva.

Escena V.

ENRIQUE.
Quiero andar y no puedo. ¡Ah! ¿Quién tan débil
Hace mi corazón? ¿Quién de mis plantas
La fuerza apoca? Es el fatal delito
Sin duda el que me sigue y acobarda.
¿No tuve aliento un tiempo? ¿Por qué ahora
Para acabarle de cumplir me falta?
Estas piedras, heridas tantas veces
Con sus gemidos, que aún por ellas vagan,
A mi atronado y espantado oído
Con acentos de horror parece que hablan.
¡Oh vil abatimiento! ¡Oh cómo tiemblo!
De mi ultrajado hermano las miradas
¡Cuál caerán sobre mí! ¡Cómo su pecho
Al ver a su opresor va a arder en saña!
Y yo, trémulo ante él, con voz incierta
La sentencia fatal que le amenaza
Pronunciaré sin que Eduardo tiemble!
Él será el juez, yo el reo, y la alta palma
De triunfar sobre mí siempre los cielos
En vida y muerte le darán. ¡Oh rabia!

Escena VI.

ASÁN. - ENRIQUE.

ASÁN.
Señor, en esas bóvedas oscuras
Perdidos, y perdida la esperanza
De poderlos hallar, ya hacia este sitio
Pensábamos volver, cuando bien claras
Unas palabras de repente oímos,
Con llanto interrumpidas y plegarias:
«Huye, hija mía, huye, yo lo ruego,
Yo te lo mando: tu ligera planta
Podrá escapar tal vez al gran peligro
Que en su ciego furor a ambos amaga.
Yo no puedo seguirte, y si tardamos
Moriremos los dos.» Ella lloraba;
Mas ella huyó y obedeció el mandato.
Corrimos: Eduardo se adelanta
A recibirnos, y con frente altiva
Donde la majestad se ve pintada,
«Aquí tenéis a quien buscáis, nos dijo
Llevadme al punto adonde Enrique manda.»
Los guardias le cercaron y le traen
Yo os lo vengo a anunciar.
ENRIQUE.
Por piedad, anda,
Vuela, si es tiempo aún, y antes que venga
A confundirme su presencia infausta....

Escena VII.

EDUARDO, en medio de los GUARDIAS. - DICHOS.

EDUARDO.
¡Oh justo Dios! Conduélete de un padre,
Tiende de tu poder las grandes alas
Sobre aquella infeliz.
ENRIQUE.
Ya está presente.
¡Ah! ¡Que la tierra ante mis pies no se abra!
EDUARDO.
Héme, Enrique, a tu vista conducido
Como un vil criminal: los ojos alza,
Y contemplando los inmensos males
Que amontonaste sobre mí, tu alma
Digna de su intención goce un deleite,
Pues tales son, que a tu crueldad se igualan.
¿Qué más quieres? La víctima que hundida
Para siempre en la tumba imaginabas,
Resucita a segundo sacrificio
Y a doblarte el placer de degollarla.
¡Privilegio infernal dado a ti solo!...
Gózale pues: la atrocidad pasada
Renueva, y en la sangre de tu hermano
Baña otra vez tu mano ensangrentada.
Termina, en fin, mi deplorable suerte.
¿Qué esperas?
ENRIQUE.
Temerario, ¿así mi saña
Osarás despreciar?
EDUARDO.
Yo la provoco.
La muerte misma, con que atroz me amagas
De ti me va a librar; ella me lleva
Ante el trono de Dios, que ya me aguarda,
A darme el galardón dulce y eterno
De tanto afán y de opresión tan larga.
Tú en tanto el vaso a su venganza apura;
Su sentencia en tu frente está pintada,
El terror en tus ojos, y el infierno
Ya arde en tu pecho.
ENRIQUE.
Tu insolente audacia
Ocupa en insultarme los momentos
En que fuera mejor que te humillaras.
Quizá Enrique triunfante y poderoso
Viniera en conceder a tus plegarias
Un perdón que rechazan tus injurias.
EDUARDO.
¿Perdón tú a mí, vil parricida? ¿A tanta
Ignominia Eduardo descendiera,
Que vida a costa de su honor comprara?
Mi honor siempre fue puro, y a la tumba
También conmigo bajará sin mancha.
Tú vive; del cruel remordimiento
Las sierpes roedoras te deshagan,
Entre tanto que el rayo en estallidos
El cielo, en fin, a castigarte lanza.
Acaba: yo ni espero ni te imploro.
ENRIQUE.
Dices bien: no te resta otra esperanza
Ya que la de morir: eterno objeto
Para mí de rencor, de envidia y rabia,
¿Qué otro don que la muerte y exterminio
De mi terrible corazón buscaras?
Muere, Eduardo; a mi pesar aún vives.
El vil traidor que te ocultó a mi saña
No te librará ya; sólo el sepulcro
Alzar podrá la insuperable valla
Que entre nuestras discordias haber debe.
Muere pues, yo lo mando.
EDUARDO.
Así en ti haya
Igual valor a contemplar mi muerte,
Como yo tengo en recibirla.
ENRIQUE.
Basta.
Soldados, arrastradle, y que al instante
En medio de esas fúnebres moradas
Lejos de mí fenezca: yo no quiero
Verle espirar.

Escena VIII.

VIOLANTE. - DICHOS.

VIOLANTE.
Ministros de venganza,
Deteneos: sabed que él es mi padre,
Ved que es vuestro señor.
EDUARDO.
¡Oh desdichada!
¿Así te obstinas en morir conmigo?
VIOLANTE.
¿Tú, Enrique, aún quieres más? Mira a tus plantas
La hija de Eduardo y de Teodora.
¿No bastan, dime, a tu rencor, no bastan
Tantos años de angustia, esta miseria,
Sin que un segundo parricidio vayas
A cometer? Tu estado no peligra:
Si la riqueza y el poder te agradan,
Manda en Viseo, y que Eduardo oscuro
Vi ya conmigo en un rincón de España.
¿No me escuchas, cruel? ¡Ah! Si aún tu enojo
En sed de sangre y de dolor se abrasa,
Aquí tienes mi cuello, aquí mi vida,
Y tu ardiente inclemencia en ella sacia.
ENRIQUE.

(A los guardias.)

Aguardad. (Ap. ¡Que no puedan mis furores
Resistir la impresión de sus palabras!)
Oye, Eduardo: el único camino
De ser nuestras discordias acabadas
En tu arbitrio está ya.
EDUARDO.
¿Cuál es?
ENRIQUE.
Que al punto
Violante me consagre ante las aras
La ternura y la fe que indignamente
El venturoso Oren tiene usurpadas.
Vive, mas a este precio.
VIOLANTE.
¿Qué contento,
Bárbaro, dime, en violentar un alma
Has de hallar? Una víctima infelice
¿Qué amores puede darte, o qué esperanzas?
Eterno albergue de dolor sería
Su triste pecho, y sin cesar clamara
Por tu muerte...
ENRIQUE.
Si vive, es a este precio.
EDUARDO.
¡Qué frenesí tan ciego te arrebata!
¡Violante tuya! ¡Su inocente mano
Enlazada a esa mano sanguinaria!
¿Y lo esperas, tirano? Y yo pudiera
A mis tormentos añadir la infamia,
Y el incesto al horror? ¡Oh tú, hija mía!
VIOLANTE.
¡Señor!
EDUARDO.
Ven, y en mis brazos estrechada,
Jura un odio sin fin a ese tirano.
VIOLANTE.
Yo, señor, se lo juro, aunque se caigan
Los cielos con furor sobre nosotros.
ENRIQUE.
Soldados, de sus brazos arrancadla.
VIOLANTE.
¡Oh! no podrán.

Escena IX.

ALÍ. - DICHOS.

ALÍ.
Señor, poneos en salvo:
Ya con su gente Oren tiene forzadas
Las murallas y puertas del castillo.
Ataide, que está libre, en voces altas
Clamando que Eduardo aquí respira,
Ganó por fin a sus feroces guardias.
Ellos el nombre de Eduardo oyendo,
Sin defenderla, la anchurosa entrada
A Oren abrieron, y a su gente unidos,
Todos hacia estas bóvedas se lanzan.
VIOLANTE.
¡Oh cielos! socorrednos.
ENRIQUE.
¿Si el eterno
Mandará ya pesar en su balanza
La irrevocable suerte que me espera?
Si estará mi sentencia pronunciada?...
¡Oh! amigos, sedme fieles, y la nube
Podremos conjurar que nos amaga.
Cercad esas dos víctimas; su vida,
Más que su perdición, ahora nos valga.
Tú, Asán, pronto a mi voz, clava en su seno
Sin detenerte la homicida espada.
Todos así pereceremos.

(A EDUARDO.)

Escena X.

OREN, ATAIDE, SOLDADOS - DICHOS.

OREN.
¿Dónde
Ni quién podrá esconderte a la venganza
Que mi encendida cólera fulmina
Ya sobre ti, vil asesino?
ENRIQUE.
Calla,
Detente, mira; si a mover te atreves
Un paso más la temeraria planta,
Mueren los dos.
ATAIDE.
Señor, ya la violencia
Es aquí por demás, pues que su rabia
Ha encontrado el camino a defenderse
Con el riesgo de vidas tan sagradas.
Deteneos... Y vos, a quien mis ojos

(A EDUARDO.)

No osan volver sus tímidas miradas,
Vos, que años tantos de prisión tan dura
Debéis, señor, a mi inclemencia ingrata,
Dignaos de que en un trance tan terrible
Yo a vuestra salvación la senda os abra
Una sola palabra en vuestro nombre
Permitidme que dé, y está embotada
La cuchilla cruel con que ese monstruo
Vuestra preciosa vida ahora amenaza.
¿Puedo darla, señor?
EDUARDO.
Yo la permito,
Pero digna de mí, libre de infamia.
ATAIDE.
Sí lo será: yo en nombre de Eduardo
Prometo a Asán su libertad, su patria,
Si las preciosas vidas que ahora ofende,
Con generoso aliento las ampara.
Elija Asán entre quedar tendido
En esta triste y desigual batalla
Con el verdugo bárbaro a quien sirve,
O ir a buscar en su nativa playa
La dulce esposa, los amados hijos,
Y en sus abrazos recrear su alma.
¿Lo escuchaste, africano?
ASÁN.
Ya he elegido.
¡Salir de esclavitud, ver a mi patria,
Mis amores gozar! -Tú eres un blanco,

(A EDUARDO.)

¿Puede un negro fiar en tu palabra?
EDUARDO.
A nadie faltó nunca.
ENRIQUE.
Asán, no escuches
Su cobarde promesa: esas ventajas
Y aún más te ofrezco yo.
ASÁN.
Tú siempre has sido
Un infame, un traidor; ¿qué confianza
Puede en ti haber? Ninguna. Sed pues libres.

(Diciendo esto coge a EDUARDO y VIOLANTE, y les entrega a OREN.)

ENRIQUE
¡Pese a mi horrible suerte!
ASÁN.
Ya acabadas
Están tu usurpación y tiranía:
Húndete en el infierno, que te aguarda,
Y deja libre respirar la tierra.
OREN.

(Cogiendo una espada de manos de un soldado, y presentándola a ENRIQUE.)

Y yo ¿a qué espero ya? Toma esa espada;
Defiéndete.
EDUARDO.
Aguardad: ingrato Enrique,
Cuando más fiera tu execrable saña
Irritaba tu brazo, y tu cuchillo
Sobre Violante y sobre mí brillaba,
No quise recordarte mis favores
Ni abatirme al dolor y a las plegarias;
Mas ya en aqueste instante en que te veo
Agonizando entre tu misma rabia,
Y que con ciega confusión revuelves
La muerte la prisión las tristes ansias,
El insufrible afán que en mí cargaste,
Yo no puedo olvidar que en las entrañas
Donde recibí el ser, el ser tuviste;
Yo no puedo olvidar que en nuestra infancia
Tierno amigo me fuiste, y que conmigo
Por los senderos del honor entrabas.
Escucha: tras tus crímenes no hay medio
De darte la amistad, la confianza
De un hermano; mas vive: el pecho mío
Se niega estremecido a tal venganza.
OREN.
¡Cómo! ¿Y ofensas tantas sin castigo
Quedarán?
VIOLANTE.
Sí, que viva, y que su alma,
Si es capaz de virtudes, en vosotros
A adorarlas aprenda.
ENRIQUE.
Esto faltaba,
Este oprobio cruel que me confunde
Y mi encendido pecho despedaza.
¿Yo deberte la vida? No, Eduardo,
No me la des... Si acaso la aceptara,
Llegara tiempo en que beber tu sangre
A saciar mi furor aún no bastara.
¿No te lo dije ya? La tumba sola
Puede a nuestras discordias ser muralla.
¡Vida de ti!... ni aún muerte.

(Arranca de repente el puñal que tiene ALÍ, se hiere, y cae en sus brazos.)

VIOLANTE.
¡Desdichado!
Su rencorosa condición le acaba.
ENRIQUE.

(Con voz desfallecida.)

Alí, tú solo aquí no me has vendido;
Tal vez mi suerte compasión te causa:
Sácame tú de aquí, llévame adonde
Sin que le pueda ver rinda yo el alma.

(Muere.)