Las dos siguientes composiciones dramáticas, hijas
de la inexperiencia, y tal vez de la temeridad del autor,
no se publicarían de nuevo a no haber sido impresas
y representadas a veces sin las enmiendas y correcciones
que en otro tiempo se hicieron en ellas. Mas una vez que
se dan en el teatro y corren en el público, llevando
al frente el nombre de quien las escribió, vale más
que se den como él ha querido que estuviesen, y no
como la incuria y la ignorancia las hacen correr ahora.
Al cabo de tantos años y en medio de los grandes objetos
que ocupan a los españoles, el recuerdo de los debates
a que estas piezas dieron lugar sería ciertamente
inoportuno y pueril. Por otra parte, decir cómo se
censuró, cómo se satirizó, cómo
también se calumnió al autor con este motivo,
sería repetir lo que sucede siempre que sale a luz
alguna obra que por un aspecto o por otro llama la atención
del público. Él opuso a las calumnias el desprecio,
el silencio a las sátiras, y a la buena crítica
la docilidad y la enmienda. Y cuando algún tiempo
después se trató de volverlas a representar
creyó que debía dar una prueba de gratitud
y de respeto al público, revisándolas y corrigiéndolas
para hacerlas menos indignas de su atención. Estos
nuevos esfuerzos fueron acogidos favorablemente, y las dos
piezas han sido oídas desde entonces con bastante
benevolencia siempre que los actores se han querido tomar
el trabajo de representarlas con algún esmero.
Está
el autor, sin embargo, muy ajeno de creer que con esta revisión
prolija hiciese desaparecer los principales defectos de que
adolecían. La corrección y la lima pueden sin
duda añadir perfección a las obras que ya tienen
bastante mérito en sí mismas, pero no alcanzan
jamás a allanar los inconvenientes que nacen de la
mala elección del asunto, de la falta de experiencia,
y mucho menos de la de talento.
No era posible, con efecto,
dar al Duque de Viseo la verosimilitud, el interés
histórico y la dignidad de que su argumento carece.
Sedujeron al autor unos cuantos pasajes llenos de novedad
y de energía que hay en el drama inglés de
donde tomó el asunto de su poema; y le pareció
que ajustándolos a un cuadro menos apartado de nuestra
escena podrían producir efecto en los espectadores
españoles. Mas no vio entonces, como ve ahora, que
sacar estas bellezas de allí era quitarles mucha parte
de su nativo valor. La licencia de un drama, el prestigio
de la música, y el sistema más abierto en que
trabajan los autores ingleses y alemanes, autorizan las libertades,
cubren las inverosimilitudes y agrandan las proporciones;
de modo que la exageración y la violencia se hacen
notar menos, y las bellezas que el asunto proporciona se
desplegan con mayor vigor. Reducir estas composiciones al
rigor exacto de las reglas establecidas por los legisladores
poéticos del mediodía, es mutilarlas miserablemente,
violentar su carácter y anonadar su efecto. Si a esto
se añade la inexperiencia del poeta, que en muchas
partes no ha hecho más que indicar las situaciones,
en vez de desenvolverlas, y ha puesto la hipérbole
y la dureza donde debieran reinar la delicadeza y la verdad,
se verá que aun cuando haya algunos aciertos en esta
composición, de que a mí no me toca hablar,
están más que bastante compensados con los
inconvenientes expuestos.
Advirtióse en el Pelayo
algún adelantamiento: mejor ordenada la fábula,
más bien desempeñadas las escenas, mejor preparadas
las situaciones, más propiedad y verdad en el estilo.
Es cierto que el escritor aún no había sabido
crear un interés dramático suficiente para
llenar cumplidamente los cinco actos; que faltaba el equilibrio
debido entre los personajes, puesto que el de Munuza no es
más que un bosquejo, y muy ligero; que el estilo aún
no tenía la firmeza y la igualdad correspondiente,
y que el diálogo no estaba tampoco acabado de formar.
Pero todo lo cubrió al parecer el interés patriótico
del asunto: los sentimientos libres e independientes que
animan la pieza desde el principio hasta el fin, y su aplicación
directa a la opresión y degradación que entonces
humillaban nuestra patria, ganaron el ánimo de los
espectadores, que vieron allí reflejada la indignación
comprimida en su pecho, y simpatizaron en sus aplausos con
la intención política del poeta.
Esta indulgente
acogida le obligaba a redoblar sus esfuerzos para hacerse
más acreedor a la estimación pública,
y justificar con nuevas producciones la consideración
que se le dispensaba. Con esta mira, y arrastrado también
de su afición a este género de poesía,
tenía ya bastante adelantadas tres tragedias, Roger
de Flor, El Príncipe de Viana, y Blanca de Borbón;
asuntos en que a catástrofes interesantes y patéticas
se reunía la ventaja de poder retratar en grande costumbres
y caracteres de pueblos, de tiempos y de personajes muy señalados.
La agresión francesa vino, y la revolución
estalló. Desde entonces la obligación de atender
exclusivamente a trabajos harto diferentes, la necesidad
de trasladarse de una parte a otra, y el torbellino bien
notorio de infortunios, persecuciones y encierros que el
autor ha sufrido, dieron al traste con sus papeles, con los
mejores años de su vida, y con todos sus proyectos
literarios, que las circunstancias en que hoy día
se ve la patria no le consienten renovar. Otros escritores
gozarán tiempos más serenos, y serán
sin duda más felices.
La escena representa un subterráneo oscuro compuesto
de varios ramales de bóvedas. Un banco de piedra cubierto
de Pajas sirve de lecho a Eduardo: junto al banco habrá
un poste de donde estarán colgadas las cadenas que
le han sujetado. Se supone que Eduardo acaba de despertar.
Escena primera.
EDUARDO.
¿Cuándo será que
mis amargos males
Termine de una vez piadoso el sueño,
Y a nunca despertar yo me adormezca,
En sus dulces imágenes
envuelto?
¡Dulces, pero engañosas! ¿Qué me
sirva
Que venga a regalar por un momento
Mis tristes penas,
y a mi mente ilusa
Libertad y venturas ofreciendo,
Me parezca
abrazar mi hija y mi esposa,
Si al fin después en
mi prisión me encuentro,
Donde de luz y libertad
las voces
Ni aún pronunciar en esperanza puedo?
Mis cadenas, gastadas por los años,
Rotas al cabo,
a su impresión cedieron;
Sólo el destino atroz
que me persigue
Ni desmentirse ni ceder le siento...
Más
de una vez las lágrimas del triste
Por estas manos
enjugar se vieron,
Más de una vez de sus fatales
grillos
Me vio el cautivo aligerar el peso.
¡Oh justo Dios!
¿Y tu bondad consiente
La dura esclavitud en que me veo?
(Se oye el ruido de la barra que asegura la puerta.)
Mas
ruido se oye, y el instante llega
De que venga mi duro carcelero
El sustento a traer con que la vida
Se prolonga, y prolonga
mis tormentos.
¡Qué extraña novedad! ¡Luz!
Escena II.
EDUARDO, VIOLANTE, ALÍ.
VIOLANTE.
¿Es
aquesta
Caverna de terror el duro encierro
En que el tirano
sepultarme manda?
ALÍ.
Ella es, señora.
VIOLANTE.
¡Inexorables
cielos!
Diéraisme ver a mi angustiado padre
Antes
de despedir mi último aliento;
Diéraisme el
estrecharle entre mis brazos,
Y bañando en mis lágrimas
su seno,
Exclamar y decirle: «¡Oh padre mío!
Reconoce
a tu hija en el acerbo
Destino que la sigue.»
EDUARDO.
¡Desdichada!
Llama a su padre. ¿Si afligido y preso
Tal vez, como yo
estoy, se verá ahora?
ALÍ.
(Ap.
¡Quién
dar pudiera a su aflicción consuelo!)
Señora,
perdonad al un siervo humilde,
Que, forzado a seguir el
duro imperio
De su airado señor, apenas puede
Allá
en su corazón compadeceros.
Lejos de mí la
bárbara fiereza
Que otro pusiera en tan fatal empleo;
Mas aún mirar la agitación terrible,
Aún
escuchar los temerosos ecos
Del Duque me parece, y la sentencia
Que pronunció su labio al conoceros.
Os cegasteis,
dijisteis vuestro nombre,
Declarasteis quién erais,
y a despecho
Del amor que domina en sus entrañas,
De sólo su furor oyó el acento.
Pero ¿porqué
ultrajarle y obstinaros?
Una sola palabra a su amor ciego
Que dieseis de esperanza apaga el rayo
Que sobre vuestra
frente está suspenso.
Ceded.
VIOLANTE.
¡Esclavo
vil! Cese tu lengua;
Anda, guarda esos pérfidos consejos
Para tus semejantes infelices.
Cumple con tu execrable
ministerio,
Y del dolor de verte y de escucharte
Libértame
al instante.
ALÍ.
Yo
no debo
Detenerme ya más; su desventura
Caiga sobre
ella. Adiós, señora.
(Vase.)
Escena III.
VIOLANTE, EDUARDO.
VIOLANTE.
¡Oh
centro
De silencio y de horror! ¡Prisión acerba!
¡Fúnebre tumba! Al cabo en vuestro seno
Queda ya
soterrada esta infelice,
Arrancada a la luz y al universo.
Aquí olvidada, abandonada y sola
Deberé perecer...
(Se deja caer sobre las gradas de la puerta.)
¿Por
qué naciendo,
Piadosamente fieras no me ahogaban
Las manos que en la cuna me pusieron?
No así de
mal en mal, de pena en pena
Precipitarme viera adonde muero
La más desventurada de los míos;
Adonde sin
testigo, sin consuelo...
EDUARDO.
Esto siquiera mientras
yo respire
No os faltará, señora, en tanto
extremo.
VIOLANTE.
¿Qué oigo? ¡Ay de mí! ¿Quién
sois? En este sitio...
EDUARDO.
Otro infeliz cual vos, blanco
funesto
De la más espantosa alevosía
Que
debajo del sol los siglos vieron.
Del cielo y de la tierra
abandonado,
Y sepultado aquí por tanto tiempo,
Al
fin de soledad tan congojosa
El primer ser humano en vos
contemplo.
No sé si acaso a acrecentar mis males;
Pero entre tanto con placer me entrego
A aliviar vuestra
amarga desventura,
Si a tanto alcanzan la piedad y el ruego.
En vuestra edad florece la inocencia,
Y amor inspira vuestro
rostro bello
¿Quién puede ser tan duro que os persiga?
VIOLANTE.
¡A la maldita beldad, don que los cielos
Para
mi perdición me dispensaron!
Señor, es mi
destino tan adverso,
Que un momento seguro de fortuna
En
mi carrera señalar no puedo.
Crecí sin conocer
mis dulces padres;
Cuando sé quiénes son vengo
a perderlos
Mi madre indignamente asesinada
En otro tiempo
fue, mi padre preso
Devora su desgracia, y yo inocente
Víctima gimo del furor violento
De un tirano que
el cielo por castigo
Lanzó a este clima: Enrique
de Viseo...
EDUARDO.
¡Enrique! ¿Y vive aún? ¿Y no
se cansa
De verle el sol, de sustentarle el suelo?
¡Ah!
Si vuestro infortunio es obra suya,
Pereced, desdichada;
Do hay remedio.
La estrella que a ese bárbaro os
entrega
Se goza en afligiros y en perderos.
¡Enrique! ¡Ah
monstruo!
VIOLANTE.
¡Por
piedad! Las ansías
Calmad de mis sentidos; ya en
mi pecho
El corazón se agita palpitando,
Entre la
duda y la esperanza incierto
Decid, decid quién sois.
EDUARDO.
Soy
Eduardo,
Hermano de ese vil.
VIOLANTE.
¡Mi
padre! ¡Oh cielos!
EDUARDO.
¿Qué dices?
VIOLANTE.
No
dudéis: los ojos míos
La dulce prueba de que
el ser os debo
Os dan en estas lágrimas que os bañan.
Y que de gozo y de ternura vierto.
La mano a un tiempo
cruda y piadosa
Que nos salvó de los puñales
fieros
Nos reservó a este encuentro inesperado
Para
acaso otra vez en él perdernos.
Reconocedme: ved
en ni la sangre
De vuestra sangre, ved cómo los cielos,
De la desventurada esposa vuestra
En mí la viva
semejanza han hecho.
EDUARDO.
Sí, ciertamente es ella.
¡Oh semejanza!
Ni la inefable agitación que siento,
Ni el placer que me inunda en su dulzura,
Ni las caras
facciones que en ti veo
Me permiten dudar; ven, hija mía
Ven, y reposa en el paterno seno.
VIOLANTE.
¡Oh inefable
placer!
EDUARDO.
Dios
de clemencia,
Tú, que me diste un corazón
de acero,
Bastante a resistir las tristes plagas
Que sobre
mí tan sin piedad cayeron,
Dame también un
corazón que pueda
Sufrir la inmensidad de este contento.
¡Hija mía!
VIOLANTE.
¡En
qué estado miserable,
En qué penosa situación
te encuentro,
Señor! Aquí sumido, respirando
De este ambiente el mortífero veneno,
¿Cómo
en tal soledad y desamparo
Pudisteis resistir?
EDUARDO.
El
que en su pecho
De la inocencia el sentimiento abriga
No
se rinde, hija mía, al desaliento.
Vino el azote
a sepultarme en vida
Y una nueva virtud sentí aquí
dentro,
Una fuerza que, igual a mis destinos,
Bastaba sola
a contrastar con ellos.
Crecía el mal, y mi valor
crecía
A par que su violencia. ¡Ah! Si los cielos
Quisieron esta lucha formidable,
Los cielos de Eduardo
están contentos.
VIOLANTE.
De admiración, señor,
y de ternura
Me hacéis estremecer.
EDUARDO.
Tal
vez en sueños
La bella imagen de tu madre amada
Y la tuya también con dulce afecto
Consolaban mi
afán. ¡Oh Dios piadoso!
¡Y tras tanta ilusión,
tras tanto tiempo,
Mi adorada Violante al fin me envías!
Abrázame otra vez: este consuelo
No nos le robarán.
VIOLANTE.
¡Oh padre mío!
(Óyese ruido como
de gente que baja al subterráneo...)
¿Qué
siento? ¡Qué rumor!.. El riesgo inmenso
En que estáis
se acrecienta; a devorarnos
Se precipita el tigre
EDUARDO.
No
tu esfuerzo
Desmaye así, hija mía: nuestra
suerte
Está en manos de Dios en estos senos,
Que
tan oscuros son como ignorados,
Algún arbitrio a
nuestro bien busquemos
Y si el hado le niega...
VIOLANTE.
Sí,
muramos;
Pero juntos ¡oh padre! moriremos.
(Abraza a EDUARDO,
y sosteniéndole, salen de la escena.)
Escena IV.
ENRIQUE, ASÁN y GUARDIAS.
ENRIQUE.
Ya penetré:
las puertas de este albergue
Con voces de terror me rechazaban,
Y al entrar en su lóbrego recinto,
Mi ansioso corazón
tiembla y se espanta.
Pero es más fuerte mi rencor:
sigamos.
Asán, él no está aquí.
¿Si nos engaña
También Ataide ahora? Su vil
pecho
Enflaqueció a la vista, a la amenaza
Del suplicio,
y sus labios declararon
Que aquí preso Eduardo respiraba:
Mas yo no le descubro
ASÁN.
Pues
no hay duda;
Los hierros aquí ved que le amarraban,
Ved su lecho de pajas.
ENRIQUE.
¡Ah!
Y en ellas
Sobre él el sueño tenderá
sus alas
Con más dulzura que los miembros míos
Le hallaron nunca entre las plumas blandas.
Pero ¿en qué
os detenéis? Sin perder tiempo
Entrad por esas bóvedas;
que salgan
Los fugitivos a mi vista al punto;
¿Me entendéis?
Mi poder, mi vida y fama,
Todo peligra, todo, si Eduardo
De mi justo furor ahora se salva.
Escena V.
ENRIQUE.
Quiero
andar y no puedo. ¡Ah! ¿Quién tan débil
Hace
mi corazón? ¿Quién de mis plantas
La fuerza
apoca? Es el fatal delito
Sin duda el que me sigue y acobarda.
¿No tuve aliento un tiempo? ¿Por qué ahora
Para
acabarle de cumplir me falta?
Estas piedras, heridas tantas
veces
Con sus gemidos, que aún por ellas vagan,
A mi atronado y espantado oído
Con acentos de horror
parece que hablan.
¡Oh vil abatimiento! ¡Oh cómo
tiemblo!
De mi ultrajado hermano las miradas
¡Cuál
caerán sobre mí! ¡Cómo su pecho
Al
ver a su opresor va a arder en saña!
Y yo, trémulo
ante él, con voz incierta
La sentencia fatal que
le amenaza
Pronunciaré sin que Eduardo tiemble!
Él será el juez, yo el reo, y la alta palma
De triunfar sobre mí siempre los cielos
En vida
y muerte le darán. ¡Oh rabia!
Escena VI.
ASÁN.
- ENRIQUE.
ASÁN.
Señor, en esas bóvedas
oscuras
Perdidos, y perdida la esperanza
De poderlos hallar,
ya hacia este sitio
Pensábamos volver, cuando bien
claras
Unas palabras de repente oímos,
Con llanto
interrumpidas y plegarias:
«Huye, hija mía, huye,
yo lo ruego,
Yo te lo mando: tu ligera planta
Podrá
escapar tal vez al gran peligro
Que en su ciego furor a
ambos amaga.
Yo no puedo seguirte, y si tardamos
Moriremos
los dos.» Ella lloraba;
Mas ella huyó y obedeció
el mandato.
Corrimos: Eduardo se adelanta
A recibirnos,
y con frente altiva
Donde la majestad se ve pintada,
«Aquí
tenéis a quien buscáis, nos dijo
Llevadme
al punto adonde Enrique manda.»
Los guardias le cercaron
y le traen
Yo os lo vengo a anunciar.
ENRIQUE.
Por
piedad, anda,
Vuela, si es tiempo aún, y antes que
venga
A confundirme su presencia infausta....
Escena VII.
EDUARDO, en medio de los GUARDIAS. - DICHOS.
EDUARDO.
¡Oh
justo Dios! Conduélete de un padre,
Tiende de tu
poder las grandes alas
Sobre aquella infeliz.
ENRIQUE.
Ya
está presente.
¡Ah! ¡Que la tierra ante mis pies
no se abra!
EDUARDO.
Héme, Enrique, a tu vista conducido
Como un vil criminal: los ojos alza,
Y contemplando los
inmensos males
Que amontonaste sobre mí, tu alma
Digna de su intención goce un deleite,
Pues tales
son, que a tu crueldad se igualan.
¿Qué más
quieres? La víctima que hundida
Para siempre en la
tumba imaginabas,
Resucita a segundo sacrificio
Y a doblarte
el placer de degollarla.
¡Privilegio infernal dado a ti
solo!...
Gózale pues: la atrocidad pasada
Renueva,
y en la sangre de tu hermano
Baña otra vez tu mano
ensangrentada.
Termina, en fin, mi deplorable suerte.
¿Qué
esperas?
ENRIQUE.
Temerario,
¿así mi saña
Osarás despreciar?
EDUARDO.
Yo
la provoco.
La muerte misma, con que atroz me amagas
De
ti me va a librar; ella me lleva
Ante el trono de Dios,
que ya me aguarda,
A darme el galardón dulce y eterno
De tanto afán y de opresión tan larga.
Tú
en tanto el vaso a su venganza apura;
Su sentencia en tu
frente está pintada,
El terror en tus ojos, y el
infierno
Ya arde en tu pecho.
ENRIQUE.
Tu
insolente audacia
Ocupa en insultarme los momentos
En que
fuera mejor que te humillaras.
Quizá Enrique triunfante
y poderoso
Viniera en conceder a tus plegarias
Un perdón
que rechazan tus injurias.
EDUARDO.
¿Perdón tú
a mí, vil parricida? ¿A tanta
Ignominia Eduardo descendiera,
Que vida a costa de su honor comprara?
Mi honor siempre
fue puro, y a la tumba
También conmigo bajará
sin mancha.
Tú vive; del cruel remordimiento
Las
sierpes roedoras te deshagan,
Entre tanto que el rayo en
estallidos
El cielo, en fin, a castigarte lanza.
Acaba:
yo ni espero ni te imploro.
ENRIQUE.
Dices bien: no te resta
otra esperanza
Ya que la de morir: eterno objeto
Para mí
de rencor, de envidia y rabia,
¿Qué otro don que
la muerte y exterminio
De mi terrible corazón buscaras?
Muere, Eduardo; a mi pesar aún vives.
El vil traidor
que te ocultó a mi saña
No te librará
ya; sólo el sepulcro
Alzar podrá la insuperable
valla
Que entre nuestras discordias haber debe.
Muere pues,
yo lo mando.
EDUARDO.
Así
en ti haya
Igual valor a contemplar mi muerte,
Como yo
tengo en recibirla.
ENRIQUE.
Basta.
Soldados, arrastradle, y que al instante
En medio de esas
fúnebres moradas
Lejos de mí fenezca: yo no
quiero
Verle espirar.
Escena VIII.
VIOLANTE. - DICHOS.
VIOLANTE.
Ministros
de venganza,
Deteneos: sabed que él es mi padre,
Ved que es vuestro señor.
EDUARDO.
¡Oh
desdichada!
¿Así te obstinas en morir conmigo?
VIOLANTE.
¿Tú, Enrique, aún quieres más? Mira
a tus plantas
La hija de Eduardo y de Teodora.
¿No bastan,
dime, a tu rencor, no bastan
Tantos años de angustia,
esta miseria,
Sin que un segundo parricidio vayas
A cometer?
Tu estado no peligra:
Si la riqueza y el poder te agradan,
Manda en Viseo, y que Eduardo oscuro
Vi ya conmigo en un
rincón de España.
¿No me escuchas, cruel?
¡Ah! Si aún tu enojo
En sed de sangre y de dolor
se abrasa,
Aquí tienes mi cuello, aquí mi
vida,
Y tu ardiente inclemencia en ella sacia.
ENRIQUE.
(A los guardias.)
Aguardad. (Ap. ¡Que no puedan mis furores
Resistir la impresión de sus palabras!)
Oye, Eduardo:
el único camino
De ser nuestras discordias acabadas
En tu arbitrio está ya.
EDUARDO.
¿Cuál
es?
ENRIQUE.
Que
al punto
Violante me consagre ante las aras
La ternura
y la fe que indignamente
El venturoso Oren tiene usurpadas.
Vive, mas a este precio.
VIOLANTE.
¿Qué
contento,
Bárbaro, dime, en violentar un alma
Has
de hallar? Una víctima infelice
¿Qué amores
puede darte, o qué esperanzas?
Eterno albergue de
dolor sería
Su triste pecho, y sin cesar clamara
Por tu muerte...
ENRIQUE.
Si
vive, es a este precio.
EDUARDO.
¡Qué frenesí
tan ciego te arrebata!
¡Violante tuya! ¡Su inocente mano
Enlazada a esa mano sanguinaria!
¿Y lo esperas, tirano?
Y yo pudiera
A mis tormentos añadir la infamia,
Y el incesto al horror? ¡Oh tú, hija mía!
VIOLANTE.
¡Señor!
EDUARDO.
Ven, y en
mis brazos estrechada,
Jura un odio sin fin a ese tirano.
VIOLANTE.
Yo, señor, se lo juro, aunque se caigan
Los cielos con furor sobre nosotros.
ENRIQUE.
Soldados,
de sus brazos arrancadla.
VIOLANTE.
¡Oh! no podrán.
Escena IX.
ALÍ. - DICHOS.
ALÍ.
Señor,
poneos en salvo:
Ya con su gente Oren tiene forzadas
Las
murallas y puertas del castillo.
Ataide, que está
libre, en voces altas
Clamando que Eduardo aquí respira,
Ganó por fin a sus feroces guardias.
Ellos el nombre
de Eduardo oyendo,
Sin defenderla, la anchurosa entrada
A Oren abrieron, y a su gente unidos,
Todos hacia estas
bóvedas se lanzan.
VIOLANTE.
¡Oh cielos! socorrednos.
ENRIQUE.
¿Si
el eterno
Mandará ya pesar en su balanza
La irrevocable
suerte que me espera?
Si estará mi sentencia pronunciada?...
¡Oh! amigos, sedme fieles, y la nube
Podremos conjurar
que nos amaga.
Cercad esas dos víctimas; su vida,
Más que su perdición, ahora nos valga.
Tú,
Asán, pronto a mi voz, clava en su seno
Sin detenerte
la homicida espada.
Todos así pereceremos.
(A
EDUARDO.)
Escena X.
OREN, ATAIDE, SOLDADOS - DICHOS.
OREN.
¿Dónde
Ni quién podrá esconderte a la venganza
Que
mi encendida cólera fulmina
Ya sobre ti, vil asesino?
ENRIQUE.
Calla,
Detente, mira; si a mover te atreves
Un paso más
la temeraria planta,
Mueren los dos.
ATAIDE.
Señor,
ya la violencia
Es aquí por demás, pues que
su rabia
Ha encontrado el camino a defenderse
Con el riesgo
de vidas tan sagradas.
Deteneos... Y vos, a quien mis ojos
(A
EDUARDO.)
No osan volver sus tímidas miradas,
Vos,
que años tantos de prisión tan dura
Debéis,
señor, a mi inclemencia ingrata,
Dignaos de que en
un trance tan terrible
Yo a vuestra salvación la
senda os abra
Una sola palabra en vuestro nombre
Permitidme
que dé, y está embotada
La cuchilla cruel
con que ese monstruo
Vuestra preciosa vida ahora amenaza.
¿Puedo darla, señor?
EDUARDO.
Yo
la permito,
Pero digna de mí, libre de infamia.
ATAIDE.
Sí lo será: yo en nombre de Eduardo
Prometo
a Asán su libertad, su patria,
Si las preciosas vidas
que ahora ofende,
Con generoso aliento las ampara.
Elija
Asán entre quedar tendido
En esta triste y desigual
batalla
Con el verdugo bárbaro a quien sirve,
O
ir a buscar en su nativa playa
La dulce esposa, los amados
hijos,
Y en sus abrazos recrear su alma.
¿Lo escuchaste,
africano?
ASÁN.
Ya
he elegido.
¡Salir de esclavitud, ver a mi patria,
Mis
amores gozar! -Tú eres un blanco,
(A EDUARDO.)
¿Puede
un negro fiar en tu palabra?
EDUARDO.
A nadie faltó
nunca.
ENRIQUE.
Asán,
no escuches
Su cobarde promesa: esas ventajas
Y aún
más te ofrezco yo.
ASÁN.
Tú
siempre has sido
Un infame, un traidor; ¿qué confianza
Puede en ti haber? Ninguna. Sed pues libres.
(Diciendo
esto coge a EDUARDO y VIOLANTE, y les entrega a OREN.)
ENRIQUE
¡Pese a mi horrible suerte!
ASÁN.
Ya
acabadas
Están tu usurpación y tiranía:
Húndete en el infierno, que te aguarda,
Y deja libre
respirar la tierra.
OREN.
(Cogiendo una espada de manos de
un soldado, y presentándola a ENRIQUE.)
Y yo ¿a qué
espero ya? Toma esa espada;
Defiéndete.
EDUARDO.
Aguardad:
ingrato Enrique,
Cuando más fiera tu execrable saña
Irritaba tu brazo, y tu cuchillo
Sobre Violante y sobre
mí brillaba,
No quise recordarte mis favores
Ni
abatirme al dolor y a las plegarias;
Mas ya en aqueste instante
en que te veo
Agonizando entre tu misma rabia,
Y que con
ciega confusión revuelves
La muerte la prisión
las tristes ansias,
El insufrible afán que en mí
cargaste,
Yo no puedo olvidar que en las entrañas
Donde recibí el ser, el ser tuviste;
Yo no puedo
olvidar que en nuestra infancia
Tierno amigo me fuiste,
y que conmigo
Por los senderos del honor entrabas.
Escucha:
tras tus crímenes no hay medio
De darte la amistad,
la confianza
De un hermano; mas vive: el pecho mío
Se niega estremecido a tal venganza.
OREN.
¡Cómo!
¿Y ofensas tantas sin castigo
Quedarán?
VIOLANTE.
Sí,
que viva, y que su alma,
Si es capaz de virtudes, en vosotros
A adorarlas aprenda.
ENRIQUE.
Esto
faltaba,
Este oprobio cruel que me confunde
Y mi encendido
pecho despedaza.
¿Yo deberte la vida? No, Eduardo,
No me
la des... Si acaso la aceptara,
Llegara tiempo en que beber
tu sangre
A saciar mi furor aún no bastara.
¿No
te lo dije ya? La tumba sola
Puede a nuestras discordias
ser muralla.
¡Vida de ti!... ni aún muerte.
(Arranca
de repente el puñal que tiene ALÍ, se hiere,
y cae en sus brazos.)