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Tragedia en tres actos, representada la primera vez por los actores del Coliseo de los Caños del Peral en 19 de enero de 1805.

PERSONAS

PELAYO.
HORMESINDA.
VEREMUNDO.
LEANDRO.
ALVIDA.
ALFONSO.
MUNUZA.
AUDALLA.
ISMAEL.
UN SOLDADO GIJONÉS.
VARIOS NOBLES ASTURIANOS.
GUERREROS. - MOROS.

La Escena es en Gijón.

Acto primero.

El teatro representa un salón de la casa de VEREMUNDO, adornado con varios trofeos de armas.

Escena primera.

ALFONSO, VEREMUNDO.

ALFONSO.
Sí, respetable Veremundo, hoy mismo
De las murallas de Gijón me ausento,
Donde tanta flaqueza y tanto oprobio
Están mis ojos indignados viendo.
El moro triunfa, los cristianos doblan
A la dura cadena el dócil cuello,
Sin que uno sólo a murmurar se atreva
De opresión tan odiosa: no, aunque en medio
De esta vil muchedumbre apareciese
Del gran Pelayo al animoso aliento,
En vano a libertad los llamaría;
Ya nadie le entendiera.
VEREMUNDO.
Él en el seno
De la etérea mansión goza sin duda
La palma que a los mártires da el cielo
En premio a su virtud. Fiero, incansable,
Los llanos de la Bética le vieron
Casi arrancar él solo la victoria
Que vendió la perfidia al agareno.
Él atajó el raudal a la fortuna
Del soberbio Tarif cuando en Toledo
Del victorioso ejército sostuvo
La terrible pujanza un año entero.
De igual valor fue Mérida testigo;
Hasta que, puesta su cabeza a precio
Por el infame Muza, y escondido
Desde entonces su nombre en el silencio,
Ni de él, ni de Leandro, el hijo mío,
La fama volvió a hablar.
ALFONSO.
¡Dichosos ellos,
Que así por fin descansarán! Sus ojos,
Cerrados ya con sempiterno sueño,
No verán el escándalo, la afrenta
De su sangre, el sacrílego himeneo
Que hoy se va a celebrar... ¡Oh Veremundo!
Perdona esta vehemencia a mi despecho
Ser Hormesinda esposa de Munuza
Es duro oírlo y afrentoso el verlo.
VEREMUNDO.
Mal pudieran las débiles mujeres
Resistir al halago lisonjero
Del moro vencedor, cuando sus armas
Domaron ya los varoniles pechos.
Mira a la hermosa viuda de Rodrigo
Ganar desde su triste cautiverio
El corazón del joven Abdalasis,
Y ser su esposa, y ocupar su lecho.
Mira a Eudón de Aquitania dar su hija
A un árabe también, y hacerla precio
De una paz...
ALFONSO.
¿Y la hermana de Pelayo
Debió seguir tan execrable ejemplo?
Excederle debió.
VEREMUNDO.
Yo, deudo suyo,
Que la eduqué, la amé cual padre tierno,
Disculpo su flaqueza, aunque la lloro
ALFONSO.
¿Cabe disculpa en semejante yerro?
VEREMUNDO.
Sí, Alfonso, cabe: ¿por ventura ignoras
El bárbaro y terrible juramento
Que hizo Munuza? ¿Ignoras que asolada
Gijón hubiera sido en escarmiento
De su noble defensa, si Hormesinda
No la hubiera salvado con sus ruegos?
Si nuestra servidumbre es más suave,
Si aún ves en pie nuestros sagrados templos,
Los cristianos, Alfonso, a su hermosura,
A ese amor que te indigna lo debemos.
ALFONSO.
¡Abominable amor! ¡Unión impía
Que Dios va a castigar! Y ya estoy viendo
A esa desventurada, a quien seducen
Los engaños del moro, ser muy presto
Objeto miserable de sus iras.
¿Ignoras tú su condición? Violento,
Implacable y feroz, si es generoso
En la prosperidad, lo es por desprecio,
Por arrogancia. Las inquietas hondas
Que baten las murallas de este pueblo
No son más de temer en su inconstancia
Que su alma impetuosa.
VEREMUNDO.
Hasta este tiempo
Gijón sólo conoce su clemencia.
ALFONSO.
Ella se acabará; que no está lejos
(Y plegue al cielo que me engañe) el día
En que, soltando a su violencia el freno,
Del tirano engañoso que ahora alabas
La rabia al fin confesarás gimiendo.
Yo tiemblo su frenética arrogancia,
Y esta llegada repentina tiemblo
Del fiero Audalla; Audalla, conocido
Por su celo fanático y sangriento.
Adiós: a darme asilo las montañas
Bastarán de Cantabria, cuyos senos
Ofrecen a la sed del africano,
En vez de oro y placer, virtud y fierro.
Ellas me esconderán...Mas Hormesinda...

Escena II.

HORMESINDA. - DICHOS.

HORMESINDA.

(En el fondo del teatro.)

¿Qué le diré, infeliz? A andar no acierto,
Y mis rodillas trémulas se niegan
A sostenerme.
VEREMUNDO.
Acércate.
HORMESINDA.
No puedo,
Señor; que el corazón a vuestros ojos
Siente aumentar su tímido recelo.
VEREMUNDO.
¿Dudas ya de mi amor, cara Hormesinda?
HORMESINDA.

(Adelantándose.)

¿Dudar yo? No, señor, en ningún tiempo
A vos mi infancia encomendó mi hermano,
Cuando, acudiendo de la patria al riesgo,
Voló precipitado al mediodía
A probar en los árabes su acero.
Huérfana y sola, planta abandonada
En temporal tan largo y tan deshecho,
Sola la protección de vuestro asilo
Pudo abrigarme del rigor del viento.
En vos hallé mi padre, en vos mi hermano
¡Que no pueda mi amor satisfaceros
Tanta solicitud, tantos afanes!
Pero impotente el corazón a hacerlo,
Su inmensa deuda agradecido aclama,
Y para el pago la remite al cielo.
Él, señor, él os recompense; en tanto...
(Perdonad el rubor, el triste miedo
Que me acobarda), en tanto vuestros brazos
Dad a una desdichada que al momento
Ya a dejar este asilo de inocencia,
Donde sus años débiles crecieron;
Y sobre ella implorad una ventura
Que su dudoso y angustiado pecho
No se atreve a esperar.
VEREMUNDO.
¡Ah! si bastasen
Mis ruegos a alcanzarla, ni otro premio
Ni otra fortuna al cielo pediría
Este infeliz y lastimado viejo.

(Asiéndola de la mano afectuosamente.)

Pero, hija mía...
HORMESINDA.
¡Ay! no; que las palabras
Salgan de vuestra boca en son tremendo
Llamadme ingrata, pérfida; llamadme
Infiel a la virtud, sorda al consejo.
¿Qué me podréis decir que yo a mí misma
Con dureza mayor no esté diciendo?
Sabed que aqueste cáliz de dulzura,
Tras el que anhela el corazón sediento,
A fuerza de amarguras y martirios
Está ya en mi interior vuelto en veneno.
Sabed...
ALFONSO.
Si eso es así, ¿por qué un instante
No levantáis, señora, el pensamiento
A ser quien sois? La religión sagrada
De la virtud os mostrará el sendero,
Y la sangre que anima vuestras venas
Para marchar por él os dará aliento.
Mostraos hermana de Pelayo, y antes
De ver que sois escándalo a los vuestros,
Ludibrio de los bárbaros infieles,
Esposa de un tirano...
HORMESINDA.
Deteneos;
Que si temí las quejas del cariño,
A la voz del insulto me rebelo.
¿Por qué, si soy escándalo a los míos,
Si tan injustos me condenan ellos,
Por qué a la seducción, a los halagos
Del moro vencedor no me escondieron?
Cuando el furor y la venganza ardían,
Cuando ya el hambre y el violento fuego
Prestos a devorar nos amagaban,
Era justo, era honroso en aquel tiempo
Que yo a los pies del árabe irritado
Fuese a ablandar su corazón de acero.
Fui: mis plegarias el camino hallaron
De la piedad en su terrible pecho;
Y libre del azote que temblaba
Este pueblo, su frente alzó contento.
Todos entonces, sí, me bendecían,
Todos; y en tanto que, al enorme peso
De sus cadenas agoviada España,
Mira asolados sin piedad sus templos,
Hollados con furor sus moradores,
Violadas sus mujeres, en el seno
De la paz más feliz Gijón descansa.
¡Tirano le llamáis, y él en sosiego
Nos deja respirar, cuando podría
Con sola una mirada estremecernos!
¡Es un tirano, y amoroso aspira
A llamarse mi esposo! ¡Ah! no lo niego,
Inexorables godos: a su halago,
A su tierna afición, a su respeto
Mi corazón rendí; vuestra es la culpa,
Y el fruto, hombres ingratos, también vuestro.

Escena III.

ALVIDA. - DICHOS.

ALVIDA.
Llegó el momento, el séquito está pronto
Que debe acompañarte al himeneo:

(A HORMESINDA.)

Munuza espera a su adorada amante,
Anunciando su gozo y sus deseos
Con su esplendor hermoso las antorchas,
La música festiva en sus acentos.
HORMESINDA.
¡Esto es hecho, gran Dios!
ALFONSO.
Seguid, señora,
Por donde os lleva tan culpable fuego,
¿Qué tenéis que temer? Las luminarias
Que han de solemnizar vuestro contento
Solemnicen también y hagan patente
De vuestro hermano y patria el fin funesto.
Mi lengua, Veremundo, poco usada
De la lisonja a los infames ecos,
Deja este parabién a los amantes.

(Vase.)

HORMESINDA.
¡Qué horrible parabién! Mas ya no hay medio
De volver el pie atrás; que mi destino,
Más fiero y más cruel cada momento,
Tras sí me arrastra, y sin poder valerme,
A su imperiosa voluntad me entrego.
Adiós, señor, adiós...

(Lo besa la mano, y se va precipitadamente con ALVIDA.)

Escena IV.

VEREMUNDO.
¡Mísero anciano!
Ya ¿qué te resta? El lúgubre silencio,
La amarga soledad que te rodean
Fieles te anuncian tu postrer momento;
¡Y cuán acerbo!... ¡Oh suerte! ¿A qué guardarme
Para tal desamparo?

Escena V.

VEREMUNDO, LEANDRO, y después PELAYO.

LEANDRO.
Amigo, entremos;
Nadie nos sigue, la fortuna misma
Nos ha guiado hasta el solar paterno.
VEREMUNDO.
¡Qué voz es la que escucho! Mis sentidos
Me engañan... Mas no hay duda, ellos son, ellos.
¡Oh providencia eterna, yo te adoro!
¡Hijo!

(Corre a abrazarlos.)

LEANDRO.
¡Padre!
PELAYO.
¡Señor!
VEREMUNDO.
¡Pelayo! ¿Es cierto,
Es cierto que vivís? ¡Ah! que aún se niega
A tal ventura incrédulo mi afecto,
Y abrazándoos estoy. ¿Cómo os salvasteis?
Decid, ¿cómo vencisteis tantos riesgos
Que la desgracia y el rencor del moro
Amontonaron ya para perderos?
El silencio, el olvido en que os hundisteis
Eran señal de vuestro fin sangriento
Para toda la España, que afligida
Cifró en vosotros su postrer consuelo.
PELAYO.
¡Ah! si bastantes a salvarla fuesen
La constancia, el ardor, el noble celo,
Firme aún se viera, Veremundo, y dando
Envidia con su gloria al universo.
Nuestras fatigas, el valor ilustre
De los que el nombre godo sostuvieron,
Hacer pedazos el infausto yugo
Pudieran ya que la sujeta el cuello;
Más vano ha sido nuestro afán, y en vano
Por el nombre de Dios lidiado habemos;
Él retiró su omnipotente escudo,
Y coronar no quiso nuestro aliento.
Vednos pues en los términos de España,
Prófugos, solos, deplorable resto
De los pocos valientes que mostraron
A toda prueba el generoso pecho.
La guerra en su furor devoró a todos;
No los vi perecer. ¡Oh compañeros,
Que en el seno de Dios ya descansando
De vuestro alto valor gozáis el premio:
Mis votos recibid y mi esperanza;
Vengue yo vuestra muerte, y muera luego.
VEREMUNDO.
¡Admirable constancia! Más, Pelayo,
¿De qué nos sirve contrastar al cielo?
Cuando a nuestros intentos la fortuna
Les niega su laurel en el suceso,
Ceder es fuerza, inútil es el brío.
Pernicioso el tesón. Si estando entero
Contra el fiero rigor de esta avenida
No pudo sostenerse nuestro imperio,
¿Te sostendrás tú sólo? ¿A quién consagras
Tan heroico valor, tanto denuedo?
¡No hay ya España, no hay patria!
PELAYO.
¡No hay ya patria!
¿Y vos me lo decís?... Sin duda el hielo
De vuestra anciana edad, que ya os abate,
Inspira esos humildes sentimientos
Y os hace hablar cual los cobardes hablan.
¡No hay patria!... Para aquellos que el sosiego
Compran con servidumbre y con oprobios,
Para los que en su infame abatimiento
Más vilmente a los árabes la venden
Que los que en Guadalete se rindieron.
¡No hay patria, Veremundo! ¿Yo la lleva
Todo buen español dentro en su pecho?
Ella en el mío sin cesar respira:
La augusta religión de mis abuelos,
Sus costumbres, su hablar, sus santas leyes
Tienen aquí un altar que en ningún tiempo
Profanado será.
VEREMUNDO.
Tu celo ardiente
Te hace ilusión. Pelayo: ¿en quién tu esfuerzo
Puede ya confiar? Quien pierde a España
No es el valor del moro; es el exceso
De la degradación: los fuertes yacen,
Un profundo temor hiela a los buenos,
Los traidores, los débiles se venden,
Y alzan sólo su frente los perversos.
PELAYO.
Y porque estén envilecidos todos,
¿Todos viles serán? yo no lo creo
Mil hay, sí, Veremundo, mil que esperan
A que dé alguno el generoso ejemplo,
Y el estandarte patrio levantando,
Despierte a todos de tan torpe sueño.
Yo vengo a levantarle: aquestos montes
Serán mis baluartes, a su centro
Volarán los valientes, y el Estado
Quizá recobre su vigor primero.
Entremos pues; que mi Hormesinda abra
A su hermano, señor, y que tendiendo
La noche el manto lóbrego, a seguirme
Se prepare.
VEREMUNDO.
¡Buen Dios! llegó el momento
Desgraciado y terrible.
PELAYO.
¿Desgraciado
El instante feliz que ansió mi anhelo
De abrazar a mi hermana?
VEREMUNDO.
¡Ay triste! calla:
Ese nombre en tu boca es un veneno.
PELAYO.
¿Por qué, decid, por qué? ¿Vive?
VEREMUNDO.
Sí, vive;
Pero su muerte te afligiera menos.
PELAYO.
¡Qué misterio! acabad: ¿infiel?
VEREMUNDO.
Tu hermana
Atajó los estragos de este pueblo...
PELAYO.
Seguid.
VEREMUNDO.
Tu hermana a los feroces ojos
Del bárbaro halló gracia... Ella es consuelo
De todos los cristianos que la imploran...
Ella hace nuestros grillos más ligeros...
Nada resiste al vencedor... Munuza,
Rendido, enamorado, al himeneo
De Hormesinda aspiró... Y ella, vencida...
PELAYO.
Por piedad no acabéis ¿Estos los premios
Son que a tanto afanar, tantos servicios
El cielo reservaba? ¡El vilipendio,
La mengua, las afrentas! ¡Oh Leandro!
¿Por qué al rigor del musulmán acero
A par de tantos héroes no caímos
Allá en los campos de Jerez sangrientos?
LEANDRO.
Repórtate, Pelayo; a este infortunio
Opón tu alta constancia, opón tu esfuerzo.
En ti la patria su esperanza fía;
No desmayes: aleja el pensamiento
De esa flaca mujer; para ti es muerta.
PELAYO.
¡Muerta! ¡Pluguiera a Dios! ¿Por qué sabiendo

(A VEREMUNDO.)

Tal abominación, al mismo instante
Un agudo puñal no abrió su pecho?
Ella con su inocencia moriría,
Yo no viviera con borrón tan feo.
VEREMUNDO.
A apoyar su virtud ya vacilante
Siempre acudió mi paternal consejo;
La violencia jamás.
PELAYO.
¡Costumbre impía!
¡Tiránica opinión! ¡Injusto fuero!
¡Las mujeres sucumben, y en nosotros
Carga el torpe baldón de sus excesos!
¿Ella esposa de un moro?... Mas decidme,
¿Desde cuándo un enlace tan funesto
Se ha estrechado?
VEREMUNDO.
Ahora mismo, en este instante
Se celebra quizá.
PELAYO.
Pues aun es tiempo:
Volemos a la pérfida; mi vista
La llenará de horror; este himeneo
No se hará, no; si por desgracia es tarde,
La ahogará en mi presencia el sentimiento.

(Vase precipitadamente.)

VEREMUNDO.
Él en su ardiente frenesí se ciega:
Sigámosle, Leandro, y a lo menos,
Si regir su furor no conseguimos,
Con él cuando perezca moriremos.

Acto segundo.

La Escena en este acto representa un salón del alcázar de MUNUZA.

Escena primera.

MUNUZA, HORMESINDA en un sofá sostenida por ALDIVA, en actitud de ir volviendo de un deliquio; AUDALLA algo separado y mirándolos desdeñosamente desde un lado del teatro.

MUNUZA.
¡Oh ingratitud! ¡Oh femenil flaqueza!
¿Con que, cuando debiera la alegría
Su corazón henchir, y este momento
Ser el más delicioso de su vida,
Dudar?... ¿Temblar?... ¿Desfallecer?... Y apenas
Dan sus labios el sí, cuando oprimida
De congoja mortal yerta la miro
A mis plantas caer?
ALVIDA.
Señor, mitiga
Tu enojo; ya en sí vuelve.
HORMESINDA.
¿En dónde, ¡oh cielos!
En dónde estoy?
ALVIDA.
Recóbrate, Hormesinda;
Mis brazos te sostienen; a tu lado
A tu esposo contempla
MUNUZA.
Ella le irrita
Con esa turbación.
HORMESINDA.
Ten, oh Munuza,
Piedad de esta infeliz: ¿por qué a afligirla
También los ecos de tu labio airado
Y esas miradas de furor conspiran?
MUNUZA.
¿Cuál es pues, dime, la funesta causa
De aquesta agitación tan repentina,
De ese pavor horrible que en tu frente
Y en tus ojos atónitos se pinta?
HORMESINDA.
El cielo ve la pena, los temores
Que mi interior ahora martirizan;
Y ve también a mi amorosa llama
Explayarse por él siempre más viva.
Sed contento, señor; vos ya vencisteis;
El triunfo es vuestro, la vergüenza es mía.
¡Ah! ¿Qué dirán ahora los cristianos
De esta mujer desventurada?

(A ALVIDA.)

MUNUZA.
Olvida
Sus inútiles quejas. Ellos deben
Inclinará tus plantas la rodilla,
Y servirte en silencio.
HORMESINDA.
¿En dónde queda
El venerable anciano que solía
Con su amor y consejos ampararme?
Todo me abandonó: tú sola, Alvida,
Tú sola no desdeñas mi fortuna.
ALVIDA.
Eterno mi cariño, dulce amiga,
Siempre te seguirá.
HORMESINDA.
De estas ideas
Tiranizada ya mi fantasía,
Trémula y vacilante, a vuestro alcázar
A juraros mi fe fui conducida
Jurada está, señor, no me arrepiento,
Soy vuestra, lo seré... Cuando salían
Las fatales palabras de mi boca,
Y el acto solemnísimo cumplían,
Me pareció que, alzándose Pelayo
En medio de los dos, y ardiendo en ira,
«¿Qué te hicieron ¡oh pérfida! los tuyos
Para así abandonarlos,» me decía.
Tiembla entonces el suelo, ante mis ojos
La luz de las antorchas se amortigua,
Baña el sudor mi frente, el pie me falta,
Y opresa del afán, caigo sin vida.
¡Oh deliquio cruel!
MUNUZA.
¡Oh ilusión vana
Que todo mi placer vuelve en acíbar!
¿Ha de romper Pelayo a perseguirte
La noche eterna de la tumba fría
Que ya le esconde?
HORMESINDA.
¿Y si viviese acaso?
¡Ah, cuál entonces su dolor sería!
¡Desdichada de mí!
MUNUZA.
Lanza esas sombras
Que tu tímido espíritu atosigan:
Serénate ya, en fin. ¿Es tan difícil
Coronar el amor, labrar la dicha
A un amante, a un esposo?
HORMESINDA.
¡Ah! No: Pelayo,
Ya en el cielo ante Dios dichoso asistas,
Gozando el premio a tu valor debido,
Ya proscrito en la tierra y triste aún gimas,
Oye la voz de tu angustiada hermana:
Perdónala. Tu esfuerzo y osadía
A defender la patria no bastaron,
Sufre que yo la alivie en sus desdichas
Que yo la madre y protectora sea
De los vencidos que en su amor confían.
Él lo quiere, ¿no es cierto? ¡Ah! Yo me entrego

(Mirando tiernamente a MUNUZA.)

Al afecto imperioso que me guía,
Noble Munuza; mas consiente ahora
Que sola un breve tiempo, recogida,
Tu esposa pueda contemplar su suerte,
Acallar los temores que la agitan,
Y llenar sólo su tranquilo pecho
Del tierno y dulce amor que tú la inspiras.

(Vase con ALVIDA.)

Escena II.

AUDALLA. - MUNUZA.

MUNUZA.
¿Es temor? ¿Es desdén? ¿Qué es esto, Audalla?
¿Pude esperar en semejante día
Tal confusión?
AUDALLA.
El sucesor augusto
Del sublime Profeta acá me envía,
No a arreglar tus querellas con tu esclava
Sino a que España nuestro rito siga
De grado o fuerza. Nunca los caprichos
Del amor entendí, ni las caricias
Del sexo engañador rendir pudieron
Un momento jamás el alma mía.
Cercado siempre de armas y soldados,
Entregado a las bélicas fatigas,
Sé pelear, y no amar; sé hacer esclavos.
Nunca servir; que nuestra ley divina
Por siempre triunfe, y que ante el gran profeta
El universo incline la rodilla,
Fue la eterna ambición del pecho mío
Pues ¿qué son con la gloria las delicias?
Por esto siempre vencedor mi brazo
En la guerra triunfó: tú, de esa indigna
Pasión ya poseído, teme al cielo,
Que la flaqueza en el valor castiga
Teme que te abandone la victoria.
MUNUZA.
¡Ah! ¡Si tus ojos vieran a Hormesinda
Cuando, anegada en llanto y desolada,
Por la primera vez ante mi vista
Se presentó! Su tímida hermosura,
Su ademán, sus palabras compasivas,
Llenas de encanto y de dolor, no sólo
Las entrañas de un hombre ablandarían,
Más rindieran también a las serpientes
Que abortan las arenas de la Libia.
Yo la escuché, y venció; Gijón por ella
Del bélico furor libre se mira.
AUDALLA.
¿Y no temes que al fin tanta flaqueza
Llegue a causar tu irremediable ruina?
¡Ay del que es opresor, si abre el oído
A la piedad, y si imprudente olvida
Que ante él deben marchar la servidumbre,
La amenaza, el terror! Si así no humillas
Esta fiera nación que a nuestras plantas
Yace más espantada que vencida,
Teme tu perdición. Goza en buen hora
Del amoroso halago y las caricias
De esa cristiana; los demás perezcan,
O en vergonzosa esclavitud nos sirvan
Mientras el dios del Alcorán no adoren:
Así lo manda nuestro gran califa.
¿Osarás resistir? ¿Olvidar puedes
Que al partir de Damasco, esa cuchilla
Para extender su ley puso en tus manos?
MUNUZA.
¿Y contra quién, Audalla, he de esgrimirla
Contra unos miserables que, rendidos,
Ante mis ojos con pavor se inclinan?
AUDALLA.
Esos que tu arrogancia así desprecia
Serán los que castiguen algún día
Bondad tan temeraria.

(Corta pausa.)

MUNUZA.
Aún soy Munuza;
Pendiente de mis hombros todavía
El formidable alfanje centellea
Que huérfanas dejó tantas familias
Tiemblan de mí velando, aún se estremecen
Si su atemorizada fantasía
Mi aterradora faz les pinta en sueños.

Escena III.

ISMAEL. - DICHOS.

ISMAEL.
Dos cristianos, señor, a vuestra vista
Pretenden parecer: es uno de ellos
Aquel anciano, el deudo de Hormesinda;
El otro un joven que dolor y enojo
En su semblante intrépido respira.
MUNUZA.
Entren al punto.

(Vase ISMAEL)

AUDALLA.
Aguárdate, Munuza,
Que el decreto supremo del Califa
Se tiene al fin que promulgar mañana,
Y aún hoy debiera ser...
MUNUZA.
Basta.

(Vase AUDALLA.)

Escena IV.

PELAYO, VEREMUNDO. - MUNUZA.

MUNUZA.
¿Qué os guía,
Decid, a mi presencia?
VEREMUNDO.
Una ventura
Para la gente mora, una desdicha
Para el pueblo español: murió Pelayo.
Testigo de su muerte la confirma
Este guerrero, y a Hormesinda trae
La fúnebre y amarga despedida
De su hermano infeliz.
MUNUZA.

(Ap.

Quizá esta nueva
Los temores disipe que la hostigan.)
Con que ¿murió Pelayo? ¿Veis, cristianos,
En la fortuna nuestra ley escrita?
El cielo la consagra con victorias,
Y os abandona. ¡En qué os paráis? Seguidla.
PELAYO.
Grande pues fue mi engaño cuando, oyendo
Lo que la fama en tu loor publica,
A pesar de tu secta y de tu sangre,
Virtudes de un valiente en ti creía.
La muerte de un contrario generoso
Solamente el que es vil la solemniza.
MUNUZA.
¿Y quién eres tú, di, que tan osado?
PELAYO.
Sabe, moro, que alienta todavía
Pelayo en mí...
VEREMUNDO.

(Interrumpiéndole.)

Señor, disculpa sea
De tal temeridad su aflicción misma.
En Pelayo su gloria y su esperanza
Los españoles míseros ponían.
Ya pereció: las lágrimas que damos
Al esquivo rigor de su desdicha
No te ofendan, Munuza.
MUNUZA.
Yo a Pelayo
Ni amé ni aborrecí; mas su porfía,
Su temeraria obstinación pudiera
Sernos fatal; así, cuando nos libra
Alá de su furor, gracias le rindo
De que siempre propicio nos asista.
Cristianos, sois perdidos.
PELAYO.
No te fíes
En tu prosperidad. Dios pudo un día,
Separar su favor de aqueste pueblo
Y abandonarle a su terrible ira.
De los godos contempla el poderío.
La suerte en un momento le derriba;
La suerte puede hacer que en un momento
Caiga también vuestra soberbia altiva.
¿Quién sabe si, aplacado con nosotros
Ya el cielo, un brazo vengador anima
Que ataje vuestra próspera bonanza?
MUNUZA.
¿Será el tuyo tal vez?... Mas Hormesinda
Va a parecer delante de vosotros:
Tú, imprudente, refrena esa osadía;
Usa un lenguaje y ademán conformes
A tu fortuna humilde y abatida,
Y no al león irrites que te escucha
Y por desprecio tu arrogancia olvida.

(Vase.)

Escena V.

VEREMUNDO, PELAYO.

VEREMUNDO.
¡Gracias al cielo! Al cabo con su ausencia
Mi temeroso corazón respira.
¡Cuál me has hecho temblar! Ni tus promesas,
Ni el velo que a sus ojos te encubría
A asegurar mi agitación bastaban.
Del tirano al aspecto enardecida
Tu mente, se arrojaba toda entera,
Y en tus miradas fieras se vela
La mal cubierta indignación. En vano
La desolada España en ti confía
Si no atiendes la voz de la prudencia.
¿No sabrás moderarte?
PELAYO.
¿Y quién me obliga
A tan torpe disfraz? Nunca Pelayo
Descendió a la flaqueza, a la ignominia
De engañar: el que engaña es un cobarde
Que confiesa su mengua en su perfidia.
¡Y yo miento mi nombre! ¡Yo le escondo
Delante de ese moro! ¡Oh fementida
Mujer!
VEREMUNDO.
Ella se acerca.

Escena VI.

HORMESINDA. - DICHOS

HORMESINDA.
¡Padre mío!
Con que ¿aun no me olvidáis? -Pero ¿que mirar

(Viendo a PELAYO.)

Mis ojos?... ¡Ay! Él es: ¡valedme, cielos!
VEREMUNDO.
¿La ves a tu presencia confundida?
Calle la indignación; hable, hijo mío,
La sangre solamente.
HORMESINDA.
Ya a tu vista
Tienes a esta infeliz, esta culpable,
A quien Dios en su cólera dio vida;
A quien antes de verse en tal momento
La negra muerte aniquilar debía.
No imploro tu piedad, no la merezco,
Ni cabe en el honor que en ti respira;
Pero permite que tu hermana ahora
Con lágrimas rescate de alegría
Las lágrimas que un tiempo dio a tu muerte
En luto acerbo y en dolor vertidas;
Sufre que al gozo me abandone.
PELAYO.
Aparta.
¿Mi hermana tú? Jamás. Quien aquí habita,
Quien se complace en la estación odiosa
De la superstición y tiranía
No puede ser mi sangre. En otro tiempo
Tuve una hermana yo que era delicia
De Pelayo y de España; virtuosa,
Inocente y leal, siempre fue digna
De todo mi cariño y mis cuidados,
Que con mi patria la infeliz partía.
El cielo, encarnizado en perseguirme,
Me la robó; la que mis ojos miran
Es una infame apóstata que ahora
Mi vista indignamente escandaliza.
Ella insulta a los males de la patria,
Ella desprecia las desgracias mías,
Ella, en fin, me aborrece.
HORMESINDA.
¿Y qué? ¿No basta
Ya mi pasión para encender tus iras,
Sin que también destierres de mi seno
A la naturaleza, que en él grita
Con más fuerza que nunca?
PELAYO.
¿Y no gritaba
Cuando la vil pasión que te perdía
Te atreviste a escuchar, y te entregaste
Al árabe feroz que te esclaviza?
¿No pensabas en mí? No contemplabas
Que era clavar en las entrañas mías
Un acero mortal, y atar la patria
Al yugo atroz del musulmán tú misma?
HORMESINDA.
¿Qué peso puede hacer en la balanza,
Que los reinos del mundo alza o inclina,
De una flaca mujer la resistencia?
Pelayo ¡ah! ¡Cuánta compasión tendrías
De esta desventurada, en quien ahora
Tu enojo todo sin piedad fulminas,
Si vieras mi amargura y mis combates!
Yo pudiera decirte...
PELAYO.
¿Y qué dirías?
HORMESINDA.
Que este amor a la patria que te enciende
Es la sola ocasión de mi desdicha.
Yo inocente viví, nunca en mi pecho
La llama del amor se vio encendida:
En todas tus fatigas y peligros
Mi llanto y mi memoria te seguían;
Cayó España, Pelayo, y ya aguardaba
A verme sepultada en sus cenizas,
A que me arrebatase en su violencia
El torrente feroz de la conquista,
Cuando Gijón amenazada... El cielo...
Perdona... El ciclo mismo mi caída
Consiente... España opresa, los cristianos
Mi favor implorando, y cada día
De ese moro tan bárbaro a tus ojos
La generosidad siempre más viva.
Los ejemplos, tu muerte... ¡Oh cuántas veces
Dije: «Pelayo, a defender camina
Tu amada hermana de tan fiera lucha»!
Y Pelayo implorado no venía;
Y la triste Hormesinda, abandonada
Del cielo y de la tierra...
PELAYO.
¿Y qué? ¿Por dicha,
Aunque tu hermano perecido hubiese,
La gloria de su nombre no vivía?
¿No reflejaba en ti?¿Tú no debiste
Defenderla, guardarla sin mancilla,
Y antes morir que recibir los dones
Con que el moro doró nuestra ignominia?
Yo vi, yo vi la patria desplomarse
Del Guadalete en la funesta orilla,
Y sin perder aliento, a sostenerla
El hombro puse y la constancia mía.
Tres años siempre combatiendo, España
De mi sangre y sudor toda teñida,
El rencor de los árabes, al mundo
Mi celo y mi fervor publicarían.
Todo es ya por demás. ¿Qué soy ahora?
Un vil aliado de la gente impía
Que oprime mi país. ¡Desventurada!
Los ojos vuelve en derredor y mira;
No bailarás sino mártires: los unos
Pereciendo al rigor de las cuchillas
Del atroz sarraceno en las batallas,
Los otros en las cárceles agitan
Su pesada cadena, otros, desnudos,
Opresos, de hambre y de miseria espiran.
Todos te enseñan a sufrir: ¿qué importa
Que otras mujeres débiles o indignas
Se hayan rendido al musulmán halago?
En medio del contagio debería
Mantenerse Hormesinda ilesa y pura,
Como a su hermano el universo mira,
Cuando el Estado se desquicia y cae,
Impertérrito y firme entre sus ruinas.
HORMESINDA.
Pues bien: tú ves mi error y le detestas;
Yo también le detesto, y a mí misma.
He aquí mi seno: hiere, y en un punto
Acaba con tu afrenta y con mi vida.
PELAYO.
¿Tienes valor?¿Eres mi sangre? Aún tiempo
Es de enmendar tu ofensa: esas vecinas
Montañas van a ser el fuerte asilo
De los cristianos que a vivir aspiran
Libres de la opresión. Deja ese moro
Que con su infame seducción fascina
Tu corazón, y atrévete a seguirme
Adonde lejos del oprobio vivas.
¿No respondes?
HORMESINDA.
Pelayo, es doloroso
Sin duda aqueste lazo que abominas;
Mas ya la suerte le estrechó, y...
PELAYO.
Acaba
HORMESINDA.
El deber no consiente que te siga.
PELAYO.
¿El deber? ¡el amor!
HORMESINDA.
Yo llamo al cielo
En testimonio...
PELAYO.
Calla, y no su ira
Despiertes contra ti.
HORMESINDA.
Si, yo le llamo;
Él ve mi corazón y tu injusticia.
PELAYO.
Él ve triunfar tu abominable llama
De tu sangre y su ley. Pues qué, ¿no miras
Que no es tuyo su dios?
HORMESINDA.
Yo ofrecí al mío
Vivir siempre con él
PELAYO.
¡Promesa impía!
HORMESINDA.
Yo la dije, él la oyó, mi pecho nunca
La negará.
PELAYO.
¡Qué horror!
VEREMUNDO.
Tu ardor mitiga,
Y acuérdate que la infeliz España
De ti su bien y su esperanza fía.
Huyamos de la vista del tirano.
PELAYO.
Adiós, mujer sacrílega; acaricia
Al insolente moro a quien adoras,
Conságrale tu abominable vida;
Será por poco. Escucha: los valientes
Se van a levantar; la tiranía
Contrastada va a ser, y si vencemos,
Fuerza será que al ver a la justicia
Alzar su brazo inexorable tiemble
La prevaricación. Tú de ti misma
Quéjate entonces si el horrendo crimen
En el estrago universal expías.

(Vase con VEREMUNDO.)

HORMESINDA.
¡Bárbaro! Mi suplicio está aquí dentro;
No es posible mayor para Hormesinda.

Acto tercero.

Escena primera

LEANDRO, VEREMUNDO.

LEANDRO.
Resuelto está, señor: aquí debemos
Perecer o triunfar. Pelayo intenta
Que el mismo sitio que miró el agravio
También presente a la venganza sea.
VEREMUNDO.
¡Oh qué temeridad! Él, hijo mío,
incauto al precipicio se despeña;
Que rara vez corona la fortuna
Lo que el furor frenético aconseja.
El suyo le arrebata; aún me estremezco
De las amargas y terribles quejas
Con que culpó a Hormesinda: al fin salimos
Del peligroso alcázar; y su pena,
Sumida en un silencio formidable,
Cuanto menos patente, era más fiera.
Te vio, y al punto te arrastró consigo;
Dónde, no sé; pero quizá ya os cercan
Tantos riesgos...
LEANDRO.
Mayor que todos ellos
El alma de Pelayo, los desprecia.
En esta misma noche en este sitio
A los patricios de Gijón espera,
Y enardecer sus ánimos confía
A que le sigan en su heroica empresa.
VEREMUNDO.
¿Y vendrán?
LEANDRO.
No dudéis: los más valientes
Lo prometieron, Téudis y Fruela,
Eladio, Sancho, Atanagildo, Alfonso,
Alfonso, que dejaba estas riberas,
Y ya no parte. Todos deseaban
De Pelayo saber, todos esperan
Que ha de ser a su vista en esta noche
La suerte de Pelayo manifiesta.
La hora se acerca en fin, y por ventura
El momento feliz también se acerca
De empezar otra lid más peligrosa,
Pero de más honor que la primera.
Tras de tantas fatigas y combates
Rendir el cuello a la servil cadena
Fuera insufrible mengua, y no es posible
Que nuestro corazón consienta en ella.
Mas ya llegan aquí.

Escena II.

ALFONSO, VARIOS NOBLES DE GIJÓN. - DICHOS.

ALFONSO.
De ti dolidos
Los cielos, Veremundo, te conservan
A tu amado Leandro, y no consienten
Que en tan amarga soledad padezcas.
Todos, gozando en la ventura tuya,
El parabién te dan.
VEREMUNDO.
¡Cuál lisonjea
Ese tierno interés mi anciano pecho!
Él os le paga en gratitud eterna,
Nobles astures, ¡y pluguiese al cielo
Que este bien que su mano me dispensa
A todos los cristianos se extendiese!
El generoso celo que os alienta
Me alcanza a mí, y al contemplarlo hierve
La sangre que la edad heló en mis venas.
¡Oh! ¡si en aquesta vez consejos dignos
De ventura y honor de aquí salieran!
Mas no es posible; el mal que nos agovía
Vence a un tiempo al valor y a la prudencia:
ALFONSO.
¿Y por qué desmayar? ¿No es un anuncio
Ya de ventura la imprevista vuelta
De ese joven? Mis ojos se complacen
En ver un hombre al fin donde antes vieran
Solo viles esclavos... ¡Oh Leandro!
Tú, que a su lado en las batallas fieras
Con generoso esfuerzo combatiste,
Responde, da este alivio a mi impaciencia:
¿Vive Pelayo?

Escena III.

PELAYO. - DICHOS.

PELAYO.
Vive, si es que vida
Se consiente llamar una existencia
De infortunios sin término acosada,
Condenada al ultraje y a la afrenta.
Pelayo soy, el hijo de Favila,
El que por tanto tiempo en la defensa
Del Estado sudó; cuyos trabajos
Por toda España su renombre llevan.
Soy el que, siempre independiente, libre,
De entre la ruina universal ostenta
Exento el cuello de los hierros torpes
Que sobre el resto de los godos pesan.
¿Qué me sirven, empero, estos blasones,
Cuyo bello esplendor me envaneciera,
Si ajados ya, por tierra derribados,
¡Oh indignación! un árabe los huella,
Y Hormesinda los vende?... Ciudadanos,
Si de vos por ventura alguno tiembla
Que en semejante infamia sumergida
Su hija, su hermana o su consorte sea;
Si en él se escucha del honor el grito,
Como en mi pecho destrozado truena
Ese me siga a castigar mi injuria,
Y así la suya con valor prevenga.
ALFONSO.
Sí, yo te seguiré; deja, Pelayo,

(Acercándose a PELAYO y estrechando su mano.)

A tu diestra valiente unir mi diestra,
Alborozarme viéndote, y contigo
Jurar al moro inacabable guerra.
Alfonso de Cantabria te saluda,
Y los buenos con él, que en tu presencia
Ven renacer las dulces esperanzas
Que ya en tu aciago fin lloraban muertas.
No solamente a castigar tu injuria
Te seguiré, sino a vengar con ella
A España, que reclama nuestros brazos
Y de tanto abandono se querella.
Será su primer víctima Munuza.
PELAYO.
¡Oh ardimiento feliz! Yo bendijera
Mis propios males si ocasión dichosa
De que la patria respirase fueran.
Bien lo sabéis: mis débiles esfuerzos
Osaron contrastar en su carrera
Al feroz musulmán; nunca mi pecho
A la esperanza falleció; mas piensa
Que el árbol encorvado en la borrasca.
Sus ramas levantando ya dispersas,
Se enderece más bello y más frondoso,
Y con su sombra a defendernos vuelva.
VEREMUNDO.
Si el peligro arrostrando denodados,
y pereciendo en él, se consiguiera
El magnánimo fin, mi vida entonces
Al altar de la patria por ofrenda
La primera a inmolarse correría
Mas la fuerza se abate con la fuerza.
Volved la vista atrás, mirad la plaga
Que levanta en la Arabia un vil profeta,
La Asia y la Libia devastar, y al cabo
En la Europa caer: a su violencia
Arrolladas las huestes españolas,
El gótico poder cayó con ellas,
Y sobre él orgulloso el agareno,
De mar a mar tremola sus banderas.
El español, atónito en su estrago,
Y ya domesticado en su cadena,
Ni de su daño y su baldón se irrita
Ni a los clamores del valor despierta
PELAYO.
¡Qué es pues el hombre, oh cielos! ¡A su audacia
Se ven ceder las indomables fieras,
Los montes rinden su orgullosa cima,
La explosión del volcán aún no le aterra,
¡y un hombre le subyuga! Nuestros nietos
Vendrán y exclamarán: ¿Por qué se sienta
Sobre nuestra cerviz desventurada
Del ajeno temor la injusta pena?
¿Somos quizá los que en Jerez huyeron,
O los que, abandonando la defensa
De la patria, labraron con sus manos
Este yugo cruel que nos sujeta?
Así España hablará contra nosotros,
Recordando ¡oh dolor! que a tanta afrenta,
A una opresión tan mísera, pudimos
Añadir el baldón de merecerla.
ALFONSO.
¡Perezca aquel que sobre sí le llame!
El pueblo, me decís, duerme y se entrega
A los serviles hierros que le oprimen:
¿Quién sabe si esa mar, ahora serena,
El soplo de los vientos sólo aguarda
Para bramar y amenazar soberbia?
VEREMUNDO.
No así tan presto en la esperanza fíe
Vuestro arrojado ardor. Y si se niega
A seguir vuestros pasos la fortuna,
Si sois vencidos en tan ardua empresa,
¿Quién guarecer a la infeliz España
Podrá de la venganza que violenta
En luto y sangre cubrirá al momento
Las míseras reliquias que aún la quedan?
PELAYO.
Es justa nuestra causa; el alto cielo
La dará su lavor.
VEREMUNDO.
También lo era
Cuando en Jerez lidiábamos.
PELAYO.
No, amigo,
No lo fue; yo os lo juro por la inmensa
Pérdida que los godos allí hicieron.
Aún indignado el corazón se acuerda
Que la molicie, el crimen nos mandaban.
En ruedas de marfil, envuelto en sedas,
De oro la frente orlada, y más dispuesta
Al triunfo y al festín que a la pelea,
El sucesor indigno de Alarico
Llevó tras si la maldición eterna.
¡Ah! yo lo vi: la lid por siete días
Duró; mas no fue lid, fue una sangrienta
Carnicería: huyeron los cobardes,
Los traidores vendieron sus banderas,
Los fuertes, los leales perecieron.
No lo dudéis: los vicios, la insolencia
De Witiza y Rodrigo a Dios cansaron;
Y ya la copa de su enojo llena,
Abrió la mano y la vertió en los godos,
Que tan torpes escándalos sufrieran.
VEREMUNDO.
Cedamos pues al celestial decreto
Que a afán y cautiverio nos condena.
Cuando menos debiéramos, sufrimos;
¿Y habremos de escuchar nuestra impaciencia
Al tiempo que, oprimidos y dispersos,
Sin fuerzas, sin apoyo, se nos cierran
Las puertas hacia el bien? Dios nos castiga;
Pleguemos ya la frente a su sentencia.
PELAYO.
Quizá en tantas desgracias ya cumplida
¡Oh españoles! está. Ved la halagüeña
ocasión que nos muestra la fortuna
Ella, moviendo su voluble rueda,
Nos manda la osadía: ved al moro,
Ansiando en su ambición toda la tierra..
Salvar los montes, inundar las Galias,
Que hollar también y esclavizar desea.
Allá se precipitan sus guerreros.
Y a España en tanto abandonada dejan
A los que, ya de combatir cansados,
Al ocio muelle y al placer se entregan.
Llena Gijón de nobles fugitivos,
Llenas también las convecinas sierras,
Brazos y asilo a un tiempo nos ofrecen,
Y acaso culpan la tardanza nuestra.
Demos pues la señal. ¡Oh, cuántos pueblos
Nos seguirán después! Mas si se niegan
A tan bella ocasión... sirva en buen hora,
Y la frente cobarde al yugo tienda
El débil y estragado mediodía:
Hijos vosotros de estas asperezas,
A arrostrar y vencer acostumbrados
De la tierra y los cielos la inclemencia,
¿Temblaréis? ¿Cederéis? No; vuestros brazos
Alcen de los escombros que nos cercan
Otro estado, otra patria y otra España
Más grande y más feliz que la primera.
ALFONSO.
¡Joven sublime! tú el camino hermoso
De la virtud y gloria nos presentas;
Tu ardimiento a imitarte nos anima.
Sigámosle, españoles; más es fuerza,
Si se ha de conseguir tan arduo intento,
Que uno mande, los otros obedezcan.
Rodrigo pereció; y el cetro godo,
Vilmente roto en su indolente diestra,
Clama imperiosamente que otras manos
En su primer honor le restablezcan.
Nosotros, que aspiramos a esta gloria,
Aquí debemos a la usanza nuestra
El caudillo elegir que nos conduzca,
El rey alzar que nuestro apoyo sea.
Mi voz nombra a Pelayo.
PELAYO.
Nobles godos,
No abriguéis tal error: ¿con qué vergüenza
Se afligiera la sombra de Ataulfo
Descansar viendo su real diadema
Sobre una frente que el rubor humilla?
Buscad otra más digna en que ponerla,
Ilustres campeones.
ALFONSO.
No así injuries
A tu espléndido nombre, a tus proezas,
Al celo de los buenos que te admiran:
¿Degradarte? Jamás. ¡Ah! no lo creas:
No es dado a una mujer frívola y débil
Manchar la gloria y trasladar su afrenta
A aquel que sin cesar sus pasos guía
Del honor y virtud por la ardua senda.
Ese escándalo torpe que te ofende,
En lugar de apocarte, te engrandezca
Al terrible castigo y la venganza.
El pueblo adora en ti, la patria espera.
¿Podrás dudar? Valientes españoles,
Respondedme: ¿quién es, dónde se encuentra
El que con más ardor se ha ennoblecido
En esta grande y desigual contienda?
¿Quién, de tantas desgracias a despecho,
Jamás desesperó? ¿Quién nos alienta,
Y en nombre de la patria nos inflama?
LOS NOBLES.
Pelayo.
ALFONSO.
¿Quién pues ser nuestra cabeza
Más bien merece, y fundador ilustre
Del nuevo estado que a rayar comienza?
LEANDRO.
Pelayo.
ALFONSO.
Él nuestro rey, caudillo nuestro
Debe ser, ciudadanos.
LOS NOBLES.
Él lo sea.
ALFONSO.
¿Oyes el voto universal? Ahora
Vil deserción tu resistencia fuera.

(Coge un escudo, y se presenta con él a PELAYO en actitud reverente.)

No es el trono opulento de Rodrigo
Cercado de delicias y riquezas,
Sumergido en el ocio y la molicie,
El que a ti los cristianos te presentan
Los peligros, la muerte, las batallas
Tu débil solio sin cesar asedian;
Mas la gloria y la patria al mismo tiempo
A par de ti se acercarán con ellas.
Tus vasallos son pocos, mas leales,
Todos por mí te ofrecen su obediencia;
He aquí el escudo, emblema del esfuerzo
Con que debes velar en su defensa.
Hasta aquí mi igual fuiste: desde ahora
Yo te llamo mi rey; y a tus excelsas
Virtudes y a tu gloria el homenaje
Rindo que un tiempo les dará la tierra.
Plegue a Dios que la nueva monarquía
Que hoy por un punto tan estrecho empieza,
Abarque toda España, y que tu espada
Cetro del mundo con el tiempo sea.
PELAYO.

(Poniendo la mano sobre el escudo.)

Pues yo ofrezco a mi vez, ínclitos godos,
Ser en la dura lid que nos espera
Siempre el primero, y siempre conduciros
Donde las palmas del honor se elevan.
Respeto eterno a la justicia juro:
Si en algún tiempo lo olvidare, puedan
Verter en mi su indignación los cielos
Con más rigor que el que en Rodrigo emplean.
Deshecho entonces mi poder...

Escena IV.

UN GIJONÉS. - DICHOS.

GIJONÉS.
Cristianos,
Volved la vista a la desgracia nueva
Que asalta a nuestra patria: ya Munuza
Su indigna atrocidad descubre entera.
La indulgencia y piedad que antes mostraba
A nuestra desventura, a nuestras penas,
Fingidas fueron, cebo pernicioso
De su vil seducción: la ley perversa
De ser esclavo o musulmán el godo
Se publica mañana.
ALFONSO.
¡Oh si pudiera
Mañana ser el venturoso día
De oprimirle!
GIJONÉS.
Sabed que ahora se observa
Un repentino y grande movimiento
En su alcázar; las armas centellean,
Y la guardia se dobla: un mensajero,
De Mérida enviado, es quien altera
El tranquilo silencio de la noche.
LEANDRO.
Prevengámosle, godos; que perezca
El tirano mañana a nuestras manos.
VEREMUNDO.
¿Y no teméis la muchedumbre fiera
De sus soldados? Dilatadlo os ruego:
Bastantes aún no sois; haced que vengan
A unirse con vosotros los cristianos
Que esconden fugitivos esas sierras.
PELAYO.
¡O mañana o jamás! ¿Queréis, por dicha,
Vuestra fortuna abandonar expuesta
A la cobarde sugestión del miedo,
De la perfidia a la doblez funesta?
Mañana cuando el bárbaro en la plaza,
Haciendo ostentación de su insolencia,
Diere esa ley fanática, y el pueblo
Hervir de oculta cólera se sienta,
Entonces todos levantad a un tiempo
El fiero grito de improvista guerra,
Y proclamando en él la fe y la patria,
Los fieles concitad a defenderlas.
ALFONSO.
Al ardor que en mí siento, a la esperanza
Que en este instante el corazón me alienta,
No hay que dudar, vencemos. ¡Oh cristianos!
Traidor se llame y maldecido muera
El que sin la victoria o sin la muerte
Su brazo aparte de tan santa empresa.
Sobre este acero al Dios que nos escucha
O vencer o morir juro.
LEANDRO.

(Asiendo la mano de ALFONSO.)

En tu diestra
Lo juro yo también.
VEREMUNDO.

(Acercándose a ellos en ademán de asir sus manos.)

Y yo.
LOS NOBLES.

(Todos hacen el ademán de ALFONSO, jurando por su espada.)

No hay nadie
Que ansioso no lo jure.
PELAYO.
¡Oh Providencia!
Sí, que mañana al acabar el día,
O vencer o morir el sol nos vea.

Acto cuarto.

Escena primera.

HORMESINDA, ALVIDA.

ALVIDA.
Vuelve en tu acuerdo al fin, mísera amiga:
¿De qué te sirve la agitada planta
Aquí y allí mover, y en hondos ayes
Los ámbitos llenar de aqueste alcázar?
A tu anhelante afán nadie responde;
Y el ceño con que escuchan tus palabras,
Doblándote la duda y la zozobra,
Doblan también de tu dolor las ansias.
Ven a tu estancia, y el querer del cielo
Aguardemos allí.
HORMESINDA.
Sólo desgracias
Ordenará: tú ves cómo en mi daño
Cuanto pensé ¡infeliz! todo se cambia.
El amor de mi patria y de los míos
Prendió en mi pecho la funesta llama
Que me va a consumir; este himeneo
Juzgaba yo que a la afligida España
Anuncio fuese de quietud, y al moro
De templanza y quietud prenda sagrada.
¡Qué engaño tan cruel! Formado apenas,
Mi hermano se presenta, me amenaza,
Me aterra... ¡Ah! ¿por qué el suelo en aquel punto
No se abrió y me tragó?
ALVIDA.
Tú misma agravas
El peso de tu afán: aunque a Pelayo
Ardiendo ves en repentina saña
Por este enlace, al fin de la prudencia
Escuchará la voz, cuando cerradas
Las sendas todas a vengarse encuentre.
HORMESINDA.
¡Prudencia, Alvida, en él! ¿Cuándo escucharla
Se le vio si a su vista se presentan
Gloria, virtud y pundonor y patria?
Vino a perderme y a perderse; él fía
En gentes abatidas y humilladas,
Donde hallar encendida espera en vano
De su mismo valor la noble llama.
¿Quién sabe si a estas horas?... ¿Tú lo viste
Cuando llegó la misteriosa carta
Que a Munuza de Mérida se envía,
Todo agitarse aquí, doblar las guardias,
Y salir Ismael... Tiemblo al pensarlo.
¿Si fue un aviso? Incierta y agitada,
No sé qué hacer. Escucha, no a mi esposo
Vida le dio una tigre en sus entrañas,
Ni las sierpes de Libia sustentaron
Con ponzoña y rencor su tierna infancia.
De hombres nació, y es hombre; y pues que ha sido
Ya sensible al amor, también entrada
Dará en su pecho a la piedad. Alvida,
Puede ser que arrojándome a sus plantas,
Diciéndole yo misma...
ALVIDA.
¡Oh! no te fíes,
No al eco atiendas de esperanzas vanas.
¿Munuza usar clemencia con Pelayo?
Error ¡funesto error! Quizá ignorada
Su suerte aún es del moro; ¿y tú serías
La que le señalase a su venganza?
HORMESINDA.
Con que ¿el perdón a tantos concedido
Sólo a mi sangre ese cruel negara?
¿Y nada, al fin, conseguirá mi llanto,
Mis tiernos ruegos, mi cariño?...
ALVIDA.
Nada.
¿Qué vale todo al tiempo que le gritan
La voz terrible del sangriento Audalla,
La ambición de mandar que te devora,
Su ley feroz, que a la crueldad le arrastra?
HORMESINDA.
¡Así huirán pues mis esperanzas todas,
Todas las ilusiones de bonanza
Que mi amor se fingió!... Sí; de los cielos
La saña incontrastable desplomada
Siento que viene sobre mí: la tumba
Me espera, y allá voy; pero manchada
Con sangre fratricida, odiosa a un tiempo
A mi hermano, a mi amante...
ALVIDA.
¡Ay triste! calla:
Él se acerca; en ti vuelve, hunde en tu pecho,
Por no irritarle, tus amargas ansias.

Escena III.

MUNUZA, después AUDALLA. - DICHOS.

HORMESINDA.
Señor... ya que el rigor fiero y terrible
De que está vuestra frente acompañada
Otro nombre más dulce usar me veda...
Decid, señor, ¿qué súbita mudanza
Es la que encuentro en vos? ¿Cuáles cuidados
Ora os perturban? Movimiento y armas,
Agitación, sospechas, ¡qué aparato
Tan diverso de aquel que yo esperaba
En estas horas ver, en estas horas
Destinadas a amor y a confianza!
MUNUZA.
¿Qué mucho, al fin, que las sospechas velen
onde su acero la traición prepara?...
Vos misma... quizá cómplice...
AUDALLA.
Munuza,
Ya está tu orden cumplida.
MUNUZA.
A vuestra estancia,
Señora, os retirad.
HORMESINDA.
Ya os obedezco;
Pero entre los consejos de la saña
Memoria haced de mí, de las promesas
Que un tiempo vuestro labio pronunciaba
En favor de este pueblo: nuestro enlace
Iris debe de ser...

(MUNUZA mueve la cabeza irritado en señal de que se vayan; HORMESINDA se estremece, y se van las dos.)

Escena III.

MUNUZA, AUDALLA.

MUNUZA.
¡Oh cómo tardan!
AUDALLA.
Mas yo la causa a concebir no alcanzo
De la inquietud, de la impaciencia extraña
Que desde el punto mismo te atormenta
En que a tus manos se entregó la carta.
Guárdarte de Pelayo ella te avisa;
La fama de su muerte ha sido falsa,
Y hacia Asturias camina, donde acaso
Alguna nueva rebelión se trama.
¿Qué más alto favor de la fortuna
Pudieras esperar? Ella le arrastra
A tu poder, y el golpe que le acabe
Hace espirar la agonizante España.
MUNUZA.
Llegó el instante, sí, que yo me acuerde
De donde tuve el ser, que yo renazca
Al noble ardor, a las costumbres fieras
Que el amor de mi pecho desterraba.
Nunca hasta en este punto la sospecha
Su atroz ponzoña derramó en mi alma:
Supe lidiar, vencer, y despreciarlos,
Y dejarlos vivir. ¿Qué me importaba
Que impacientes mordiesen sus cadenas,
Si ya a romperlas su valor no basta?
¿Quieres saber mi agitación? Pues vuelve,
Vuelve la vista a la mujer ingrata,
Por cuyo amor y artificioso halago
El ímpetu detuve a mis venganzas,
Y mírala también, cual yo la miro,
Cómplice ser de tan inicuas tramas.
AUDALLA.
Tú sabes bien si mi rencor perdona:
Cristianos todos son, y esto me basta
Para odiarlos sin fin; mas por ventura
También, como nosotros engañada,
La muerte de Pelayo ella creía,
Y es inocente en su traición.
MUNUZA.
No, Audalla,
No es inocente: el joven que aquí mismo
Hablarla consiguió, vino a avisarla
De esta traición acaso. ¿Por qué ahora
De la tristeza en vez que antes mostraba,
De incertidumbre congojosa y viva
La miró palpitar? Pues tiembla y calla:
La perjura me vende; y... sangre, sangre
Pide a voces mi amor, vuelto ya en rabia.
AUDALLA.
Ahora sí que en ti encuentro aquel Munuza
Educado en los campos de la Arabia;
Ahora sí que en ti mira el gran Profeta
El firme musulmán que antes no hallaba.
No haya lugar a la piedad.

Escena IV.

PELAYO, LEANDRO, ISMAEL, GUARDIAS. - DICHOS.

LEANDRO.
¿Qué intentas?
¿Por qué así a tu presencia nos arrastran?
¿Por qué se ha hollado el respetable asilo
De la hospitalidad, sin que las canas
De un desarmado anciano librar puedan
Su inocente mansión de vuestras armas?
MUNUZA.
En todos tiempos, en cualquiera sitio,
Al que os venció en el campo, y ahora os manda,
Debéis razón de vuestros pasos todos.
¿Quiénes sois? ¿Dónde vais?
LEANDRO.
Es nuestra patria
Gijón; mi padre el lastimado viejo
Que hoy sin respeto tu violencia ultraja,
Este guerrero, en mis desgracias todas
Amigo fiel, me alivia y me acompaña.
Sin fuerza a quebrantar nuestra coyunda,
Sin paciencia bastante a tolerarla,
Venir y saludar nuestros hogares
Y huir por siempre de la triste España
Ha sido nuestro intento.
MUNUZA.
Alma cobarde,
No encubras la verdad en tus palabras.
Di presto a qué vinisteis.
PELAYO.
Si lo sabes,
¿Para qué lo preguntas? Si en tu alma
Ya las sospechas sin cesar te gritan
La suerte que mereces, ¿a qué aguardas?
Junta a la usurpación la tiranía,
Y ahuyente tu temor nuestra desgracia.
MUNUZA.
Mal el orgullo que tu lengua anima,
Y esa arrogante ostentación de audacia
Con la bajeza infame y alevosa
De tus acciones pérfidas se hermana.
Rebelde vil y miserable espía
Viniste a sorprender mi confianza,
Mi esposa a acongojar, y de este pueblo
A alterar la obediencia a mí jurada.
Pelayo, que os envía, no os defiende
Del peligro mortal que os amenaza;
Y si aún negáis lo que saber deseo,
La muerte y los tormentos os lo arrancan.
¿Dónde está ese insensato? Respondedme:
¿Cuáles son sus intentos y esperanzas?
PELAYO.
Quizá si lo supieses temblarías;
Mas tú, arrogante musulmán, te engañas
Cuando, en la fuerza y el poder fiando,
Piensas que todo a tu querer se allana.
No cuanto sabe ansiar logra un tirano
Talar los campos, demoler las casas,
Inundarlas en sangre, esto le es fácil;
Mas degradar por miedo nuestras almas,
Mas mover nuestro labio a tu albedrío,
Bárbaro, a tanto tu poder no alcanza.
AUDALLA.
No así oscurezcas tu esplendor supremo
Dando ocasión a su arrogancia vana:
Jamás así se explica la inocencia,
Y ya culpables son, pues que te ultrajan.
Mueran, y sirvan de escarmiento a todos.
MUNUZA.
Caerán, pero no solos; también caigan
Los nobles de Gijón, Téudis, Fruela,
Alfonso, Atanagildo...
PELAYO.
De mi audacia,
De mi silencio cómplices no han sido:
Respétalos, tirano.
MUNUZA.
Sin tardanza
Vuela, Ismael, y encadenados todos
Vengan a mi presencia en este alcázar.

(Sale ISMAEL.)

Pelayo allá donde, se esconde tiemble,
Viendo así fenecer sus esperanzas,
Y aguarde con terror la suerte que ellos.

Escena V.

HORMESINDA. - DICHOS.

HORMESINDA.
No tan gran sacrificio a la venganza

(Corriendo a su hermano, y en ademán de defenderle.)

Permitido ha de ser. - Pelayo, el cielo
No ha concedido a tu infeliz hermana
Ser grande como tú; pero a lo menos
Te defiende en tu riesgo, te acompaña
En tu muerte. Munuza, esté el camino

(Puesta entre los dos y señalando su pecho.)

Es el que se ha de abrir tu injusta espada
Si va a buscar su corazón.
AUDALLA.
¡Pelayo!
MUNUZA.
¡Su hermano!
LEANDRO.
¿Qué pronuncias, desdichada?
¿Sabes lo que revelas?
PELAYO.
¿Ya qué importa?-
Pelayo soy: la suerte se declara

(A MUNUZA.)

Entera a tu favor, no la desprecies:
Suelta la rienda a tu impaciente saña,
Envuelve a esa infeliz en mi destino,
Y en el morir iguálanos: ¿qué tardas?
Yo te aborrezco y te persigo, y ella
(No hay delito mayor), ella te ama.
HORMESINDA.
Cesa, cesa, cruel. ¡Divinos cielos!
¿A quién irán primero mis plegarias?
A quién persuadirán que de su pecho
Despida esa altivez, esa arrogancia,
Que al uno lleva a perdición segura,
Y a abusar de su fuerza al otro arrastra?
Si mis suspiros débiles no os vencen,
Si este llanto que vierto no os ablanda
Saciad en mi los dos a un mismo tiempo
Esa sed de venganza que os abrasa.
Nadie es culpable aquí sino yo sola;
Yo he faltado a mi sangre y a mi patria,
Y a mi esposo también: ¿cuál es el brazo
Que de una vez mi desventura acaba?
¡Oh Munuza! Ese alfanje tan teñido,
Ya enseñado a verter sangre cristiana,
Será mas diestro a derramar la mía.
Siega al punto con él esta garganta;
Siégala, y presta a tu infeliz esposa
En tan fiero rigor su última gracia..
MUNUZA.
No abuses más de la indulgencia mía,

(A HORMESINDA.)

Que, aún a pesar de tus ofensas, habla
En favor tuyo; y con silencio y miedo
Mis soberanas órdenes aguarda. -
Tú el duro estrecho en que te ves contempla.

(A PELAYO.)

Ni arbitrio ya te queda ni esperanza
Sino en mi compasión.
PELAYO.
Yo no la imploro.
MUNUZA.
Conozco tu valor, sé tu constancia,
Y entiendo bien que a contrastar tu pecho
Vano es el riesgo, inútil la amenaza;
Pero esos infelices que arrastrados
Son en aqueste instante hacia el alcázar;
Pero toda Gijón. que al pronto incendio
De mi furor se mirará abrasada;
Todo te manda doblegar tu orgullo
¿Quieres salvarlos? Di, ¿quieres salvarla?
PELAYO.
¿Qué pretendes de mí?
MUNUZA.
Que a su presencia
Humilles esa frente temeraria,
Y de obediencia dándoles ejemplo,
La autoridad augusta y soberana
Del Califa respetes. De perfidia
Sé que no eres capaz; tu fe me basta.
Júralo por tu honor y el Dios que adoras,
Y Gijón y tus cómplices se salvan.
PELAYO.
Dices bien, musulmán, en este pecho
Jamás halló la falsedad entrada,
Y primero faltara el sol al día
Que a sus pactos Pelayo y sus palabras;
Mas oye: si en mi vida algún momento
Hubo en que esta lealtad idolatrada
Pude animarme a profanar, es éste
En que me incitas a jurar mi infamia.
Fe te jurara, sí, mas solamente
Por librar de la muerte que ahora amaga
Ese afligido pueblo y mis amigos;
Mas sólo por el tiempo que tardara
En hallar un puñal que en sangre tuya
Lavase al fin de mi baldón la mancha.
Pero nunca el oprobio salva a un pueblo;
Nunca aquél que cobarde se degrada
A la opresión doblando la rodilla,
Después su frente hacia el honor levanta.
Esto bien lo sabéis, viles tiranos.
MUNUZA.
Tú dictas, insensato, en tus palabras
Tu sentencia.
PELAYO.
Ejecútala.
MUNUZA.
Al instante.

Escena VI.

ISMAEL. - DICHOS.

ISMAEL.
Pronto acudid. señor; Gijón alzada
Se niega a obedecer; los nobles fieros
De la atroz sedición soplan la llama,
Y al nombre de Pelayo, que repiten,
El pueblo ciego con furor se exalta.
La sangre corre, vuestros guardias caen
Todo es ya confusión.
MUNUZA.
¡Qué escucho! Audalla,
Vamos a alzar el formidable azote
Sobre esa muchedumbre vil y esclava.
AUDALLA.
Mas ¿qué ordenas, en fin, de estos cristianos?
MUNUZA.
Ellos a las mazmorras del alcázar,
Ella a la torre.
PELAYO.
Su tremendo brazo
Ya el Dios de los ejércitos levanta
Contra tu usurpación: tiembla; caíste,
Tu hora llegó.
MENUZA.
Di que la tuya: marcha;
Sé mi esclavo hasta el fin: cualquier que sea
La suerte que me aguarda en la batalla,
Vencedor te condeno al escarmiento,
Vencido te consagro a la venganza.

Acto quinto.

El teatro representa una mazmorra.

Escena primera.

PELAYO, LEANDRO.

LEANDRO.
En esta cárcel lóbrega, espantosa,
Donde toda esperanza se nos niega,
Donde tiene la muerte en nuestro daño
Su mano inevitable ya suspensa,
No al fin el hado adverso que nos pierde
Enteramente su rigor desplega,
Y el alivio, aunque amargo, nos permite
De unir nuestro dolor y nuestras quejas.
Mas tú entre tanto silencioso escuchas,
Y sumergido en tu profunda pena,
Ni aún levantas los ojos a tu amigo.
¿Acaso el heroísmo, la firmeza
Que tantos males superaba un tiempo,
En el último trance ya flaquea?
PELAYO.
¡Tu amigo desmayar! ¡Ah! tú lo sabes
Si de tan santa causa en la defensa
Esquivé alguna vez riesgo o fatiga.
¡Mas mientras dura la mortal pelea,
En ocio vil y vergonzoso verme
Esperando la muerte como espera
La maniatada víctima el cuchillo!
LEANDRO.
Cuando el forzoso término se acerca,
¿Qué vale murmurar contra el camino
Que sin recurso a fenecer nos lleva?
No, empero, sin venganza al fin morimos,
Y ya nuestros amigos...
PELAYO.
¡Ah! pudiera
Llamarlos con mi vez, darles aliento,
¡Al eco ronco de las armas fieras
Exaltarme y lidiar! Y si el destino
Triunfaba de mi vida en la pelea,
Muriera; pero al menos combatiendo
Contra esos fieros árabes muriera.
Así el fin a mi vida igualaría,
Así el poder y dignidad suprema
A que ayer me vi alzar se autorizaban;
Mas yo preso aquí estoy, y ellos pelean;
Ellos mueren con honra, yo en oprobio.
LEANDRO.
Basta a tu gloria tu inmortal carrera;
Y el mundo todo al contemplar tu suerte,
Llanto y admiración hará sobre ella.
Tú cual Pelayo morirás; mi alma,
De ardor sublime y de constancia llena,
Se elevará a tu ejemplo, y del destino
Sabrá a tu lado resistir la fuerza.
Digna de ti será mi última hora;
Y cuando en las edades venideras
Los hijos de la patria honren tu nombre,
También de mí se acordarán sus lenguas
«En vida, en muerte acompañó a Pelayo,»
Dirán: y mi alabanza será eterna.
PELAYO.
¿Sabes si tienes patria todavía,
Infeliz? ¿Si a este tiempo, ya deshecha
La flaca resistencia de los nuestros,
Coronan sus cabezas las almenas
En los muros del pueblo?... ¡Oh Dios del mundo.
Señor de la victoria y de la guerra,
¿Has resuelto otra vez abandonarnos?
¿Viven pintadas en tu mente excelsa
Las culpas de Vitiza y de Rodrigo,
Sin que ya nuestra fe borrarlas pueda?
¡Piedad, piedad! Tiempo es aún; perdona.
Cuando entregada esta región se vea
A la superstición abominable
Con que tu nombre el árabe blasfema,
¿Será mayor tu gloria?... ¡Ay! que algún día
Ha de llegar en que sereno vuelvas
Hacia España tus ojos, y mirando
Las plagas que tu enojo echó sobre ella,
De tan fiero rigor tú mismo llores,
Y entonces tarde a la clemencia sea.
LEANDRO.
¿Oyes, Pelayo? La mazmorra se abre,

(Ruido de puertas.)

Llegó el momento de morir.
PELAYO.
Que venga:
Yo a Dios bendigo en él; venga, y acabe
La horrible incertidumbre, la impaciencia
Que ya no puedo tolerar.

Escena II.

HORMESINDA, ALVIDA. - DICHOS.

PELAYO.
¿Qué buscas,
Desventurada? ¿Acaso la fiereza
De ese bárbaro atroz aquí te envía
Para que a nuestro fin presente seas?
HORMESINDA.
No, Pelayo: tu riesgo y mi cariño
Me hacen volar ansiosa a tu presencia.
Vengo a salvarte.
PELAYO.
¡Oh Dios! Con que ¿vencido
Es también nuestro esfuerzo en esta prueba?
HORMESINDA.
Tal vez ya lo será: desde la torre
Vi con terrible estrépito las puertas
Abrirse del alcázar, y furiosos
Arrojarse los árabes por ellas.
Ya allí el tumulto bélico llegaba,
Cuando al ver a Munuza, al ver su diestra
Armada del alfanje irresistible
Que tantas veces vencedor le hiciera,
En aquel primer ímpetu arrollados
Los nuestros, de repente titubean;
Y aunque siempre luchando, al fin el campo
Les es fuerza ceder. La lid se aleja,
Y entre los espantosos alaridos
Que al batallar horrísono se mezclan,
De cuando en cuando el eco se distingue
En que Pelayo y Libertad resuenan.
Un momento después esos guerreros
A quienes nuestra guardia y la defensa
De aqueste alcázar encargada ha sido,
Casi todos ardiendo a la pelea
Se precipitan; los demás al ruego
Cediendo y a mis dádivas, nos dejan
La senda libre que hasta el mar conduce.
Armas allí tenéis; el tiempo vuela;
Venid, huyamos; que Hormesinda al menos...
¡Ah, perdona estas lágrimas postreras
Que un desdichado amor saca a mis ojos!
Que Hormesinda en salvarte feliz sea.
PELAYO.
¿Qué pronuncias? ¿Huir? Leandro...

(En ademán de marchar.)

HORMESINDA.
¿Adónde,

(Deteniéndole.)

Adónde vas, cruel? ¿No ves mi pena,
No contemplas tu riesgo?
PELAYO.
A la batalla,
A la victoria voy: ya nos entrega
El Dios omnipotente ese tirano,
Pues al fin libres combatir nos deja.

(Dirigiéndose hacia el sitio del combate.)

Amigos, alentaos; nuestro es el día,
Como fue suyo el de Jerez: mi diestra
Victoriosa os conduzca hacia este alcázar,
Ella os enseñe a derribar sus puertas,
A arder sus techos, derrocar sus muros,
A no dejar en él piedra con piedra.

(Vanse.)

Escena III.

HORMESINDA, ALVIDA.

HORMESINDA.
¿Cómo de un frenesí tan desatado
El ímpetu atajar?... Mas ¿quién me veda
Correr también de la batalla al campo,
Y entre esos fieros adversarios puesta,
Sus golpes recibir? Quizá uno y otro
Con sólo mi morir contentos sean.
ALVIDA.
¿Así qué lograrás? Buscar tu daño
Y aumentar su furor con tu presencia.
Ya ni a la sangre ni al amor te fíes:
Cuando retumba el eco de la guerra
Ellos exhalan sus endebles gritos,
Y escuchados no son.
HORMESINDA.
Naturaleza,
Si éste no me conoce por hermana,
Y de esposa el cariño aquel me niega,
Aún de esposa y de hermana el dulce afecto
Para mayor tormento en mí conserva.
Ya en tan amarga situación yo debo
Al que más infeliz de ellos se vea
Acudir, defender... Sé que el destino
No me deja elección; sé que la senda,
De espinas erizada y de amargura,
Por donde al precipicio me despeña,
Me es fuerza andarla toda: tú entre tanto
Abandona a esta víctima dispuesta
Para el golpe fatal...

Escena IV.

MUNUZA, sin alfanje; ISMAEL, MOROS. - DICHOS.

MUNUZA.
Moros cobardes,
No así me aconsejéis: tras de la mengua
De ser vencido, la venganza sola
Es el placer que el cielo me reserva.
¡Oh confusión! ¿Quién de las manos mías
Ha arrancado el alfanje? ¿En dónde quedan
Audalla y sus valientes? ¿Por ventura
Todos han muerto en la fatal pelea,
O todos ya, mirándome caído,
De seguir a Munuza se avergüenzan?
HORMESINDA.
Tu esposa no: por medio a los contrarios,
Sin aterrarse de sus armas fieras,
Ella te salvará; su tierno pecho
Será el escudo en que los golpes hieran
Ellos se acordarán de tus piedades...
MUNUZA.
¿Quién te trae ante mí? ¿Por qué renuevas
En mi mente hostigada la memoria
De mi descuido y criminal flaqueza?
Ella es ahora mi mayor verdugo;
Por ti perdonó un tiempo mi clemencia
A esta ciudad rebelde que al instante
Debió ser igualada con la tierra.
Por ti dejé vivir sus moradores;
Por ti, en fin, sin arbitrio, sin defensa
En la horrenda traición que me asesina
Me miro fenecer.
HORMESINDA.
¡Cómo te ciega
Tu imprudente furor! No desconozcas
La postrera esperanza que te queda
Yo soy tu asilo.
MUNUZA.
¿Tú? Cuando mi imperio,
Cuando mis muertos árabes me vuelvas;
Cuando mi gloria... di por tantos bienes
Como tu desastrado amor me lleva,
Ya ¿qué te resta por hacer?
HORMESINDA.
Salvarte:
Queda en esta mansión de tu grandeza;
Yo saldré, yo a las plantas de Pelayo
Me arrojaré, le rogaré, y es fuerza
Que respete tu vida, o que contigo
Perecer a Hormesinda se conceda.
MUNUZA.
¡De Pelayo! ¿Qué dices? Al instante
Arrástrale, Ismael, a mi presencia.
Quiero partirle el corazón yo mismo,

(Saca un puñal.)

Quiero lanzar al pueblo su cabeza;
Decirle: «Ahí le tenéis;» y complacerme
Cuando se cubran de terror al verla.
HORMESINDA.
No le busquéis.
MUNUZA.
Corred.
HORMESINDA.
Él está libre;
No le busquéis. ¡Oh Dios! quizá se acerca
Ya vencedor aquí: cede a su suerte.
MUNUZA.
Mas ¿quién fue el temerario que las puertas
Abrió de su prisión?
HORMESINDA.
No lo preguntes.
MUNUZA.
¡Ah infeliz! ¿fuiste tú? Muere, perversa,

(La hiere.)

Y que mi mano en el abismo te hunda,
Donde tu aleve ingratitud me lleva.
HORMESINDA.

(Cayendo en los brazos de ALVIDA.)

¡Ay de mí!
MUNUZA.
Me vengué; corred conmigo
A encontrarle, a acabar...

(Óyese ruido de los cristianos que llegan.)

ISMAEL.
Pelayo llega;
Los cristianos le siguen vencedores:
¿Qué resolvéis, señor? La resistencia
Es aquí por demás.

Escena V.

PELAYO, LEANDRO, ALFONSO y demás NOBLES.

PELAYO.
Volad, amigos;
A Hormesinda salvad; Munuza muera.
MUNUZA.
Munuza muere, sí; mas por su mano;

(Se hiere, y señala donde está HORMESINDA.)

Mas después de vengarse: mira.

(Cae: PELAYO y los cristianos acuden a HORMESINDA, dejando a MUNUZA y a los moros detrás de sí.)

PELAYO.
Es ella,
Y espirando... ¡Ah cruel!...

(Mirando a MUNUZA.)

Hermana mía
Hormesinda, ¿no me oyes?
HORMESINDA.
¡Cuál penetra
Esa voz amorosa en mis oídos!
¡Cómo el rigor de mi agonía templa!...
Mi amor no halló perdón... Vino el castigo,
¡Y por cuál mano!... Adiós: venciste... reina...
Pero tal vez en tus gloriosos días
Algún recuerdo esta infeliz te deba..
Esta infeliz... que por ti muere...

(Espira.)

PELAYO.
¡Oh cielo!
¿Está ya tu justicia satisfecha?
Españoles, la sangre de Pelayo
Bañando está la cuna que sustenta
Vuestro imperio naciente y otro duelo
Que vano luto y lágrimas espera.
Muerto el tirano veis: ya no hay reposo;
Siglos y siglos duren las contiendas;
Y si un pueblo insolente allá algún día
Al carro de su triunfo atar intenta
La nación que hoy libramos, nuestros nietos
Su independencia así fuertes defiendan,
Y la alta gloria y libertad de España
Con vuestro heroico ejemplo eternas sean.