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Meléndez Valdés47.

Illum etiam louri, illium etiam flevere myricae

Pinfer illum etiam sola sub rupe jacentem

Maenalus, et gelidi fleverunt saxa Lycaes.


VIRG.



El grande interés que necesariamente inspira la muerte de un hombre célebre se acrecienta mucho más cuando se la ve acompañada de penas y de infortunios. La idea de que los hombres son siempre injustos con el mérito eminente que los sirve y los ilustra, se une entonces a la compasión que excitan sus desgracias, y no suelen pesarse con bien exacta equidad todas las circunstancias de la pérdida que se llora. Tal fue la situación de Meléndez al morir. Nacido en el Guadiana, educado y formado en el Tormes, arrojado en su vejez por las tormentas políticas a espirar en las orillas del Lez, reunía por sus talentos y por sus trabajos todos los motivos de interés y de compasión. Los que se encargaron en Francia de anunciar su muerte al mundo literario lo hicieron con destreza y con sensibilidad para con el poeta, con alguna injusticia para con su patria. Ella fue acusada de ingratitud, de abandono, y, lo que no pudiera creerse, hasta de calumnia48. Pero entonces, propiamente hablando, en España no había patria. Las musas castellanas dieron, sin embargo, cantos y lágrimas a su muerte, y en los diarios se anunció con igual interés y exaltación: el Gobierno mismo, que entonces no se señalaba ni por su afición a las letras, ni por su generosidad en recompensarlas, ni, en fin, por su disposición a olvidar, suavizó algún tanto con Meléndez la aspereza y estrechez de su condición. Su esposa fue acogida y considerada como viuda de un magistrado español; y la edición completa de sus obras fue mandada costear por el Estado en la imprenta del Gobierno: monumento sin duda más grato para el escritor, como más duradero que los mármoles y que los bronces.

Esta edición es la que ahora se publica: nosotros, encargados de ella por la amistad y gratitud al inmortal poeta que la nación ha perdido, hemos creído que debía llevar a su frente una noticia más extensa y puntual que las que se han publicado hasta ahora. Toda está sacada de documentos auténticos y del testimonio de personas fidedignas que le trataron íntimamente y aún viven: así estas pocas líneas que consagramos a su memoria tendrán por lo menos, a falta de otro mérito, el de la certeza y de la exactitud.

Noticia histórica y literaria de Meléndez.

Don Juan Meléndez Valdés nació en la villa de Ribera del Fresno, obispado de Badajoz, a 11 de marzo de 1754. Sus padres fueron don Juan Antonio Meléndez, natural de la villa de Salvaleón, y doña María de los Ángeles Díaz Cacho, natural de Mérida; personas virtuosas las dos, y pertenecientes a familias nobles y bien acomodadas del país. Las felices disposiciones que notaron en su hijo los determinaron a destinarle a la carrera de los estudios, y a proporcionarle la educación correspondiente para que se aventajase en ella. Aprendió la latinidad en su patria, y la filosofía en Madrid, en las escuelas de los padres dominicos de Santo Tomás. Ya entonces su genio apacible y dócil le hacía querer de cuantos le conocían, y su aplicación y adelantamientos le granjeaban el aprecio de maestros y condiscípulos. Empezaba también a traspirar su afición a la poesía, aunque no todavía su ingenio y su buen gusto; el restaurador del Parnaso español hacía romances imitando a Gerardo Lobo, y componía versos a santo Tomás de Aquino para complacer a sus maestros. Él mismo en los tiempos de su gloria recordaba riendo estos primeros ensayos, y repetía pasajes de ellos, en que seguramente no se anunciaba por ningún estilo el cantor de Batilo, de las artes y de las estrellas.

Estudiada la filosofía, o lo que entonces se enseñaba como tal, sus padres le enviaron a Segovia por los años de 1770 para que estuviese en compañía de su hermano don Esteban, secretario de cámara del obispo de aquella ciudad don Alonso de Llanes, deudo también suyo, aunque lejano. Allí fue donde, con las buenas obras que le proporcionaban su hermano, algunos canónigos y el conde de Mansilla, adquirió aquella afición a la lectura, aquella ansia de saber, y aquel gusto de adquirir libros, que puede llamarse la pasión de toda su vida. El mismo prelado, satisfecho de su aplicación y talento, le envió a Salamanca en 1772 a seguir la carrera de leyes, y le auxilió constantemente para que se sostuviese allí con el decoro y comodidad que convenía. Sus adelantamientos en aquella facultad fueron consiguientes a este esmero y a estas esperanzas. Meléndez siguió todos los cursos, ganó todos los grados escolásticos, desde bachiller hasta doctor; y al ver el lucimiento con que desempeñó todas las pruebas y certámenes de su carrera, nadie diría que era el mismo joven cuya afición decidida a la poesía y humanidades iba ya abriéndose camino para ponerse al frente de la bella literatura de su país.

Hallábase a la sazón en Salamanca, por fortuna de Meléndez, don José Cadalso. A unos talentos poco comunes para la poesía y las letras, reunía este hombre célebre una erudición extensa, un despejo que sólo se adquiere en el comercio del mundo y en los viajes, en fin, un celo por la gloria y adelantamiento de su patria, aprendido en la escuela y bajo la inspiración de la virtud. Bondoso y apacible, chistoso y jovial siempre, a veces satírico, sin rayar en maligno ni en mordaz, su trato era amable e instructivo, su corazón franco, y sus principios indulgentes y seguros. Era entonces el tiempo en que él se hacía tanto lugar en el mundo literario por sus Eruditos a la violeta y por sus Ocios, publicados sucesivamente en los años de 72 y 73. Pero puede decirse que de cuantos servicios hizo entonces a nuestra literatura, el más eminente fue la formación de Meléndez.

Él conoció al instante el valor del joven poeta, se le llevó a su casa para vivir en su compañía, le enseñó a discernir las bellezas y defectos de nuestros autores antiguos, le adiestró a imitarlos, y le abrió también el camino para conocer la literatura de las sabias naciones de Europa. Todavía le proporcionó una instrucción más preciosa en el hermoso ejemplo que te daba de amar a todos los escritores de mérito, de hacerse superior a la envidia, de cultivar las letras, sin degradarlas con bajezas y chocarrerías. Los elogios que Cadalso ha prodigado a sus contemporáneos49 en sus escritos son un testimonio público de este noble carácter; y las poesías de Meléndez, donde no hay una sola dirigida a detrae el mérito ajeno, y su carrera literaria, exenta de todo choque y combate, muestran cuánto le aprovecharon en esta parte los documentos de su maestro.

El género anacreóntico, en que Cadalso sobresalía fue también el primero que cultivó Meléndez, y prendado aquél de los progresos que hacía su alumno, viendo ya en los frutos precoces de su musa tanta pureza y tanta perfección, lo aclamaba a boca llena por su vencedor, y en prosa y verso le anunciaba como el restaurador del buen gusto y de los buenos estudios en la universidad. Esta unión íntima y franca entre discípulo y maestro se conservó hasta la muerte de Cadalso, sucedida, como todos saben, en el sitio de Gibraltrar; y la bella canción elegíaca que Meléndez compuso a esta desgracia será, mientras dure la lengua castellana, un monumento de amor y gratitud, como también un ejemplar de alta y bella poesía.

A las instrucciones que recibió nuestro poeta de aquel insigne escritor ayudaban también el ejemplo y los consejos de otros hombres distinguidos, que residían y estudiaban entonces en Salamanca. Empezaba ya a formarse aquella escuela de literatura, de filosofía y de buen gusto que desarrugó de pronto el ceño desabrido y gótico de los estudios escolásticos, Y abrió la puerta a la luz que brillaba a la sazón en toda Europa. La aplicación a las lenguas sabias, así antiguas como modernas; el adelantamiento en las matemáticas y verdadera física; el conocimiento y gusto a las doctrinas políticas y demás buenas bases de una y otra jurisprudencia; el uso de los grandes modelos de la antigüedad, y la observación de la naturaleza para todas las artes de imaginación; los buenos libros que salían en todas partes, y que iban a Salamanca como a un centro de aplicación y de saber; en fin, el ejercicio de una razón fuerte y vigorosa, independiente de los caprichos y tradiciones abusivas de la autoridad, y de las redes caprichosas de la sofistería y charlatanismo: todo esto se debió a aquella escuela, que ha producido desde entonces hasta ahora tan distinguidos jurisconsultos, filósofos y humanistas. Señalábanse en ella (no se hablará aquí más que de los muertos para no ofender la modestia de los que aún viven) el muestro Zamora, autor de una gramática griega estimada; pero cuyo genio audaz, alma independiente y carácter franco y resuelto, le hacían todavía más estimable que su libro; don Gaspar de Candamo, catedrático de hebreo, el tierno amigo de Meléndez, a quien está dirigida la bellísima despedida que se lee entre sus epístolas; los dos agustinos Alba y González, aquel apreciado por su grande instrucción, su gusto delicado y su ática urbanidad, éste por la bondad inagotable de su carácter, y su talento poético, en que hizo revivir a Luis de León; en fin, el festivo Iglesias, cuyos versos corren por las manos de todo el mundo, y que tan desigual a Meléndez en la poesía noble y delicada, se ha hecho un nombre tan conocido y tan clásico por sus epigramas y sus letrillas.

Éstos fueron los principales amigos y compañeros de la juventud de Meléndez, los que con su ejemplo y sus consejos vigorizaron su razón y enriquecieron su talento. Mas el hombre que, aunque ausente, contribuyó tal vez más que otro alguno a su adelantamiento fue el insigne Jovellanos. Hallábase entonces en Sevilla y ministro de su audiencia, cultivando las musas, la filosofía y las letras con el ardor generoso que toda la vida empleó en este noble ejercicio, y como preparándose a la carrera que después siguió con tanta gloria. Llegaron a su noticia los trabajos de los poetas salmantinos, por medio del padre Miguel Miras, religioso de San Agustín y acreditado predicador, quien le puso en comunicación con el maestro González, y después éste con Meléndez.

Consérvase todavía una gran parte de aquella primera correspondencia, monumento precioso en que se ven retratados al vivo el candor, la modestia y sentimientos virtuosos del poeta, la marcha alternativa de sus estudios, las diferentes tentativas en que ensayaba su talento, y sobre todo, el respeto profundo y casi idolatría con que veneraba a su Mecenas. Allí se ve de qué manera empleaba su tiempo y cómo variaba sus tareas. Aplicóse en un principio a la lengua griega, y empezó a ensayarse a traducir en verso a Homero y a Teócrito; pero conociendo la inmensa dificultad de la empresa, y no estimulado a ella por la inclinación de su talento, la abandonó muy luego. Después se dedicó al inglés, lengua y literatura a que decía tener una inclinación excesiva, añadiendo que al Ensayo sobre el entendimiento humano debería toda su vida lo poco que supiese discurrir. Seguía entre tanto escribiendo y fortificando su ingenio con la composición de sus anacreónticas y romances; y como su amigo le exhortase al parecer a empresas mayores, él se excusaba modestamente, diciendo: «En lo demás no tiene usía que esperar de mí nada bueno. Los poemas épicos físicos o morales piden mucha edad, más estudio y muchísimo genio, y yo nada tengo de esto, ni podré tenerlo jamás.»

Según le iban cayendo los buenos libros a la mano, así los iba leyendo y formando su juicio sobre ellos, que al instante dirigía a su amigo. El Tratado de educación, de Locke; el Emilio; el Anti-Lucrecio, del cardenal de Polignac; el Belisario, de Marmontel; la Teodicea, de Leibnizt; el inmortal Espíritu de las leyes; la obra excelente de Wattel, con otros muchos libros igualmente célebres, eran el objeto de esta correspondencia epistolar, que manifiesta la severidad e importancia que ponía en sus lecturas aquel joven que al mismo tiempo manejaba tan diestramente el laúd de Tíbulo y la lira de Anacreonte. Convencido de la máxima de Horacio, que el principio y fuente del buen decir son la filosofía y el saber, no se saciaba de aprender y de estudiar; y en sus lecturas, en sus cartas, en sus conversaciones, por todos los medios posibles, trataba de adquirir y aumentar aquel caudal de ideas que tanto contribuye a la perfección hasta en los géneros más tenues del arte de escribir, y sin el cual los versos más numerosos no son otra cosa que frívolos sonsonetes.

Estos estudios, unidos a los que le obligaba su carrera escolástica y el grado a que aspiraba, llegaron a minar su salud, produciéndole una destilación ardiente al pecho, que le hacía a veces arrojar sangre por la boca. Duróle este achaque más de un año; la calentura empezó a declararse, los médicos adelantaban poco, y sus amigos llegaron ya a desconfiar de su vida. Jovellanos le convidaba a Sevilla, a ver si con la templanza y abrigo de aquel clima se atajaban los progresos del mal y su salud se reponía. Él se negó a esta invitación; pero su suspendiendo sus tareas, y tomando un régimen dietético apropiado a su estado, y observado rigurosamente por mucho tiempo, empezó a ganar terreno. El moderado ejercicio que hacía a las orillas del Tormes le acabó al fin de asegurar. Eran estos paseos frecuentemente solitarios; Meléndez, a quien ya habían llegado los escritos de Thomson, de Gesner y de Saint-Lambert, se acostumbró entonces a observar la naturaleza en los campos, al modo de estos poetas, y su afición y talento para la poesía descriptiva se empezaron a desenvolver. Por manera que a esta dolencia y a estos paseos en la soledad se deben las riquezas exquisitas con que en esta parte engalanó nuestro escritor las musas castellanas.

Tuvo después otro contratiempo, que él sintió más que su enfermedad, y era en efecto más irreparable. Su hermano don Esteban adoleció gravemente en Segovia. Muertos como eran ya sus padres, él era su protector, su amigo, su hermano; él podía decirse que le había criado, y a él debía las primeras semillas de la virtud y de la sabiduría. Voló pues al instante a cumplir con su obligación, a asistirle o a morir, como él decía, de dolor a su lado. Llegó, y a pesar de las esperanzas que al principio dio una falsa mejoría, aquel respetable eclesiástico falleció a pocos días (en 4 de junio de 1777), dejando a su hermano huérfano, desvalido, abandonado a su ingenio y a sus recursos. Sintió extremadamente Meléndez este golpe de fortuna, porque además del entrañable amor que los dos hermanos se tenían, contemplaba el desamparo en que quedaba. El aspecto de la escena del mundo que se abría delante de él, y en que iba a entrar sin guía y sin apoyo, le estremecía de terror. Vinieron los consuelos de sus amigos a aliviarle en su amargura. Jovellanos especialmente volvió a ofrecerle su casa y sus socorros; pero Meléndez, deshaciéndose en expresiones de ternura y de agradecimiento, rehusó segunda vez prestarse a su generosidad. La protección del obispo de Segovia, las conexiones que tenía ya en Salamanca, la dirección dada a sus estudios en aquella universidad, todo le separaba de trasladarse a Sevilla; quizá también el noble sentimiento de la independencia, poco airosa siempre cuando se vive a costa de otro, aunque sea un amigo. Su corto patrimonio le bastaba para llegar al fin de sus estudios, y «la ley misma de la amistad, escribía él entonces a su favorecedor, que nos manda que nos valgamos del amigo en la necesidad, manda también que sin ella no abusemos de su confianza».

El estudio, a que se volvió a entregar con más intensión que nunca, fue una distracción poderosa de su amargura; y el tiempo, como suele, acabó al fin de disiparla. Diose entonces a la lectura y estudio de los poetas ingleses. Pope y Young le encantaban: del primero decía «que valían más cuatro versos del Ensayo sobre el hombre, y más enseñaban y más alabanza merecían, que todas las composiciones suyas». Al segundo trató de imitar, y de hecho lo hizo en la canción intitulada La noche y la soledad. Mas su desconfianza era extremada, y al remitir este poema a su amigo le decía con una modestia, a todas luces excesiva, que aquella canción al lado de las Noches era una composición lánguida, su moral débil, sus pensamientos vulgares, las pinturas poco vivas, y los arrebatamientos fríos. El detractor más encarnizado del poeta no le hubiera tratado con más rigor; y aunque aquella canción a la verdad se resiente de la juventud del escritor, cuya musa no tenía aún vigor suficiente para asuntos de esta naturaleza, todavía hay allí bastantes bellezas de expresión, de versificación y de estilo, para no merecer una censura tan agria como la que su mismo autor hacía de ella.

Entre tanto se acercaba la época en que iba a coger las palmas debidas a tanta aplicación y a estudios tan seguidos. Había la Academia Española abierto ya el campo a la emulación de nuestros ingenios con los premios que anualmente distribuía a las obras más distinguidas de poesía y de elocuencia, cuyos asuntos proponía ella misma. En el primer concurso no se sintió con bastantes fuerzas para entrar en la palestra; en el segundo le detuvo la aversión que tenía al romance endecasílabo, clase de versificación que aborrecía, considerándola como producto del mal gusto del siglo anterior, y en que no se creía capaz de componer ni un cuarteto. Mas cuando la Academia en la tercera concurrencia propuso por argumento la felicidad de la vida del campo en una égloga, Meléndez, que se vio en su elemento, entró animoso en la lid, con las esperanzas que le daban el carácter de su talento y sus excelentes estudios; y era bien difícil, por cierto, que sus numerosos rivales le arrancasen el lauro de la victoria.

Descollaba entre ellos un hombre que, por la cortesanía de su trato, por la variedad de sus talentos, por su aplicación laudable y sus escritos, se había adquirido un lugar eminente en la sociedad y en las letras. Crítico ingenioso y sagaz, escritor puro, urbano y elegante, su juicio era sano y seguro, su erudición grande y escogida. Si a estos dones se añaden el talento decidido para la música, sus conocimientos profundos en este arte, la gracia y felicidad para la conversación, sus conexiones con las primeras clases de la sociedad, donde era altamente estimado y acogido; en fin, la celebridad que ya tenía por su poema sobre le música, su traducción del Arte poética de Horacio y otras obras entonces apreciadas, se vendrá en conocimiento que un concurrente de esta clase debía ser de mucho peso en la balanza y poner en duda el vencimiento.

Mas Iriarte no podía dar a sus versos aquel colorido y armonía que constituyen la poesía de estilo, y que es hija necesaria de una fantasía vivaz y de una sensibilidad exquisita y delicada: prendas que absolutamente lo faltaban. Él hizo una composición que tiene más aire de disertación que de égloga, mientras que la de su rival, según la feliz expresión de uno de los jueces del concurso, «olía toda a tomillo50». Los pastores de Iriarte controvierten su argumento, y uno de ellos da a su compañero una lección de economía doméstica, y aún de moral; los de Meléndez sienten, y la expresión de su sentimiento y de su alegría, hecha en versos delicados, fáciles, elegantes y verdaderamente bucólicos, es el más bello elogio de la naturaleza campestre y de la vida que se disfruta en ella. Batilo pues fue coronado por la Academia, y los aplausos del mundo literario que le han seguido hasta ahora, y le seguirán probablemente mientras dure la poesía castellana, han respondido harto decisivamente a la crítica injusta y ligera que el despecho de ser vencido arrancó entonces a Iriarte.

El año siguiente (1781 ) vino Meléndez a Madrid. Su amigo Jovellanos, que había sido promovido desde la audiencia de Sevilla a alcalde de Casa y Corte, y después a consejero de Órdenes, hacía ya tres años que se hallaba en esta capital, y Meléndez tuvo entonces el gusto de abrazarle y conocerle por primera vez. Presentábase a él adornadas las sienes con una corona poética, y logrado un triunfo en el primer paso que daba en la carrera. Jovellanos, que tanta parte tenía en esta gloria, y que vio llenas las esperanzas que se había prometido en su talento, le recibió con la mayor ternura, le hospedó en su casa, le hizo conocer de todos sus amigos, y le proporcionó al instante la ocasión de coger otros nuevos laureles.

Era costumbre de la academia de San Fernando dar la mayor solemnidad a las juntas trienales que celebraba para la distribución de sus premios. La elocuencia, la poesía y la música se esmeraban a porfía en obsequiar a las artes del dibujo, dando así aparato y lucimiento a aquellas magníficas concurrencias. Íbase a celebrar entonces junta trienal. Jovellanos debía leer un discurso, y Meléndez fue convidado a ejercitar su ingenio sobre el mismo argumento. Era ésta una especie de prueba no menos ilustre e importante, si no tan empeñada como la primera. Luzán, Montiano, Huerta, don Juan de Iriarte y otros escritores señalados habían dado allí el tributo de su alabanza poética, cada uno en forma y composiciones diversas, según la diferencia respectiva de su ingenio y de su fuerza. Nadie pudo presumir entonces que el alumno de Gesner y de Garcilaso tuviese resolución para dejar la avena pastoril, y tomar atrevidamente la lira de Píndaro en sus manos. Mas al verle en aquella hermosa oda cantar la gloria de las artes con un entusiasmo tan sostenido y tan igual, describir con tanta inteligencia como elegancia los monumentos clásicos del cincel antiguo, dar en sus bellos versos realce y brillo a los pensamientos de Winckelman, con quien manifiestamente lucha; ensalzar la nobleza y dignidad del ingenio humano, que sabe elevarse a tanta altura; y por último, sostenerse en un vuelo tan dilatado sin desmayar, sin decaer, sin que se confundan ni altere las formas regulares del plan con la energía y el desahogo de la ejecución, y en una poesía de estilo tan perfecta y acabada; al ver pues reunidas tantas clases de mérito en una composición sola, cuantos la oyeron, cuantos la leyeron, quedaron pasmados de admiración, y tributando al poeta los aplausos debidos a su eminente talento, pusieron en su frente la corona que nadie ha podido ni antes ni después disputarle.

En medio de estas satisfacciones tuvo también la de obtener la cátedra de prima de humanidades de su universidad, que había sustituido algún tiempo y a que tenía hecha oposición. Al año siguiente de 82 recibió el grado de licenciado en leyes, y el de doctor en el inmediato de 83. En este mismo año, y poco antes de recibir el último grado, había contraído matrimonio con doña María Andrea de Coca y Figueroa, señora natural de Salamanca e hija de una de las familias distinguidas de la ciudad. Pero como la cátedra apenas le daba ocupación, y de su casamiento no tuvo hijos, el poeta, a pesar de haber tomado estado y colocación, quedó libre para seguir sus estudios favoritos y entregarse enteramente a la filosofía y a las letras.

El ajuste definitivo de la paz con Inglaterra y el nacimiento de dos infantes gemelos, con que se creyó asegurada la sucesión a la corona, malograda en otros dos infantes que habían muerto anteriormente, dieron ocasión a las magníficas fiestas que preparó la villa de Madrid en el año de 84 para solemnizar estos sucesos. Abrióse concurso a los poetas españoles para que presentasen en el término de sesenta días composiciones dramáticas que fuesen originales, capaces de pompa y ornato teatral, y apropiadas al objeto de la solemnidad, ofreciendo premiar las dos que más sobresaliesen. Entre cincuenta y siete dramas de todas clases que se presentaron, obtuvieron el premio Las bodas de Camacho el rico, de Meléndez, y Los Menestrales, de don Cándido María Trigueros, que fueron representadas con toda pompa y aparato, la primera en el teatro de la Cruz, y la segunda en el del Príncipe. Mas el éxito no correspondió al crédito de sus autores, a la decisión de los jueces ni a la espectación del público. No hablaremos aquí de la obra de Trigueros, condenada desde entonces al olvido, de que no se levantará jamás; pero la pastoral de Meléndez, a pesar de las inmensas ventajas que podían dar al escritor su práctica y su talento para esta clase de estilo, tuvo desgraciadamente que luchar con el doble inconveniente del género y del asunto.

Estrecho en sus límites, sencillo en sus pasiones y costumbres, uniforme en los objetos en que se emplea, el drama pastoral no puede nunca presentar por sí solo el interés necesario para sostenerse en el teatro. A fuerza de belleza y de elegancia en el estilo, en los versos y en el diálogo, puede interesar y hacerse leer el Aminta, primero y único modelo de este género de poesía. Guarini que después quiso darle mayor fuerza y complicación en su Pastor Fido, le desnaturalizó, y produjo una especie de monstruo, a que dio el nombre de tragi-comedia, y cuyos defectos apenas pueden salvarse con el lujo de ingenio y galas poéticas que prodigó en él. Los demás que han seguido sus huellas se han perdido sin poderlos alcanzar: de manera que puede sentarse por máxima que estos dramas, si han de ser pastoriles, no pueden ser teatrales, y si se los hace teatrales, dejan de ser pastoriles.

Meléndez se perdió también como tantos otros, y esta desgracia la debió en mucha parte a la mala elección del asunto. Había ya mucho antes pensado Jovellanos que el episodio de Basilio y de Quiteria en el Quijote podría ser argumento feliz de una fábula pastoral, siendo tal su calor en esta parte, que tenía extendido el plan y excitado a sus amigos a ponerle en ejecución. Meléndez se comprometió a ello, tal vez con demasiada ligereza, y creyó haber llegado el caso cuando se anunció el concurso por la villa de Madrid. Se ignora hasta qué punto el plan de su pastoral se conformó con el de su amigo, pero es cierto que nada tiene de interesante ni de nuevo. Cervantes en su episodio había pintado unos labradores ricos de la Mancha, y la magistral verdad de su pincel los retrata tan al vivo, que nos parece verlos y tratarlos. De estos personajes y costumbres tan conocidas hacer pastores de Arcadia o de siglo de oro, como era necesario para que cuadrasen con ellos las expresiones y los sentimientos que se les prestan, era ya equivocar la semejanza y desnaturalizar el cuadro. Vienen, en fin, a acabarle de desentonar las dos figuras grotescas de Don Quijote y Sancho, porque ni sus manías ni su lenguaje ni su posición se ligan en modo alguno con los demás personajes. Si a esto se añade la temeridad de hacerles hablar y obrar sin tener el ingenio y la imaginación de Cervantes para ello, se verá bien clara la causa de no haber encontrado Las bodas de Camacho una buena acogida ante el público, que las oyó entonces fríamente y no las ha vuelto a pedir más. Este fallo parece justo y sin apelación. Sin embargo, en los trozos que hay verdaderamente pastoriles, ¡qué pureza no se advierte en la dicción, qué dulzura y fluidez en los versos, qué verdad en las imágenes, qué ternura en los afectos! Los coros solos, por su incomparable belleza y por la riqueza de su poesía llevarán adelante esta pieza con los demás versos de Meléndez, y atestiguarán a la posteridad que si el escritor dramático había sido infeliz en su ensayo, el poeta lírico no había perdido ninguna de sus ventajas51.

Los detractores de Meléndez se guardaban bien de hacer esta justicia a las prendas poéticas de su estilo; y apoyados en el poco favorable éxito que la pieza había tenido en el teatro, y de la especie de afectación que resultaba del continuo uso de arcaísmos y formas líricas, a la verdad no muy propias del diálogo teatral, disparaban contra él y contra su compañero el diluvio de epigramas que el despecho de su desaire les sugería. La mayor parte habían concurrido al premio que no habían podido conseguir. Pero de estas satirillas sólo se conservan en la memoria de los curiosos algún otro soneto de Iriarte y del marqués de Palacios, cuyo mérito es ya bastante para justificar esta especie de preferencia.

Meléndez dio la mejor respuesta a sus adversarios, publicando el primer tomo de sus poesías en el año inmediato de 1785, con el cual acabó de echar el sello a su reputación literaria. La aceptación que logró desde el momento en que se dio a luz puede decirse que no tenía ejemplo entre nosotros. Cuatro ediciones, una legítima y las demás furtivas, se consumieron al instante. Hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, doctos e indoctos, todos se arrancaban el libro de las manos, todos aprendían sus versos, todos los aplaudían a porfía. Quién prefería la gracia inimitable y la delicadeza de las anacreónticas; quién la sensibilidad y el gusto exquisito de los romances; quién aquel estilo verdaderamente poético, lleno de imaginación y color, que anima y ennoblece hasta las cosas más indiferentes. Los amantes de nuestra poesía antigua, que vieron tan felizmente seguidas las huellas de Garcilaso, de León y de Herrera, y aún mejoradas en gusto y perfección, saludaron al poeta como el restaurador de las musas castellanas, y vieron con alegría desterrado el gusto prosaico y trivial que generalmente dominaba a la sazón en nuestro Parnaso. Dilatóse el aplauso fuera de los confines del reino, y empezó a oírse también en los países extranjeros: la Italia fue la primera, y mientras que los doctos jesuitas, que sostenían allí el honor y reputación de nuestras letras, le escribían el parabién, las efemérides de Roma, entre otros muchos elogios, señalaban aquel libro como una reconciliación con los sanos y verdaderos principios del buen gusto en la bella y amena literatura. Diferentes imitaciones de algunos poemas se hicieron después en francés y en inglés. En España la juventud estudiosa le había tomado ya por modelo, de modo que apenas publicado y conocido, se le tuvo por un libro clásico y un ejemplar exquisito de lengua, de gusto y poesía.

Estos triunfos y esta primacía no fueron conseguidos por Meléndez en un tiempo oscuro, ajeno de aplicación y de actividad literaria, en que a poco esfuerzo y a poco talento se pudiera ganar una nombradía que nadie disputa ni controvierte. Era en la época tal vez más brillante y estudiosa que hemos tenido desde el siglo XVI. Cuando se echa la vista a aquel decenio que medió desde la publicación del Batilo hasta el año de 90, asombra el incremento que habían tomado las luces, y el vigor con que brotaban las buenas semillas esparcidas en los tiempos de Fernando VI y primeros años de Carlos III. En el sinnúmero de escritos que cada año se publicaban, en las disertaciones de las academias, en las memorias de las sociedades, en los establecimientos científicos fundados de nuevo, en los de beneficencia que por todas partes se erigían y dotaban, en las reformas que se iban introduciendo en las universidades, en las providencias gubernativas que salían conformes con los buenos principios de administración, en el aspecto diferente que tomaba el suelo español con los canales, caminos y edificios públicos que se abrían y levantaban; en todo, finalmente, se vela una fermentación que prometía, continuada, los mayores progresos en la riqueza y civilización española. Había tal vez demasiadas guerrillas literarias, tal vez no se seguía en el fomento de los diferentes ramos en que está cifrada la prosperidad social, el orden que la naturaleza prescribe, y se daba al ornato del edificio un cuidado y un esmero que reclamaban más imperiosamente sus cimientos. Pero esto nada quita del honor que se merece una época de tanta vida, de tanto ardor, de tanta aplicación, y cuyos productos disfrutamos todavía al cabo de treinta años en que hemos estado gastando sin cesar, y puede decirse que sin reponer.

En esta época pues fue cuando Meléndez se hizo por sus estudios un lugar tan preferente, y este lugar no se le daban hombres ineptos o medianos: eran los Jovellanos, los Campomanes, los Taviras, los Rodas, los Llagunos: lustre y apoyo unos y otros del Estado, de la filosofía y de las letras. Después de pasar el invierno en los ejercicios de la universidad y de su cátedra, solía venir a gozar en el verano de las delicias de la corte, a mostrar a sus amigos sus nuevos trabajos, a recibir sus consejos y a disfrutar del cariño y aprecio que en todas partes se le tributaba. La dulzura de su genio y de sus costumbres, un no sé qué de infantil que había en su conversación y en sus modales, en que centelleaban a veces unas llamaradas de entusiasmo y una extensión de saber, que por lo mismo sorprendían más; en fin, la misma facilidad de su trato, y puede decirse que su excesiva docilidad, le adquirían amigos y conexiones, y le hacían parecer el niño mimado de la sociedad y de las musas.

¡Dichoso él si hubiera sabido o podido prolongar aquel agradable periodo de su vida! La ambición civil sucedió a la ambición literaria, y otra situación trajo otros cuidados. Sea que sus negocios particulares lo exigiesen, sea que se cansase de oír a algún necio que no servía más que para hacer copias, sea, en fin, que quisiese darse una consideración en el mundo, que rara vez consiguen por sí solos los hombres de letras en España, Meléndez a muy luego de haber publicado su primer tomo empezó a solicitar un destino en la magistratura. Las musas debieron estremecerse al verle tomar esta resolución, y mucho más de vérsela cumplir. Provisto en mayo de 1789 para una plaza de alcalde del crimen de la audiencia de Zaragoza, y tomado posesión de ella en setiembre del mismo año, sus trabajos poéticos, sus estudios literarios, toda aquella amenidad de ocupaciones que antes le llenaba, debió ceder a atenciones más urgentes, de mayor trascendencia y responsabilidad.

Mostróse, empero, igual y robusto para la carga que había echado sobre sus hombros; y el foro español deberá contarle siempre entre sus más dignos magistrados. Los buenos estudios que había hecho para instruirse en esta carrera, y los excelentes libros de legislación, de política y de economía con que había vigorizado su primera enseñanza, le ponían a la par con cualquiera de los que se hubiesen dedicado exclusivamente al estudio del derecho. Y si después se observan su puntual asistencia al tribunal, su celo en transigir y componer amigablemente las querellas de los litigantes, su afabilidad y franqueza para oírlos, el interés humano y compasivo con que visitaba a los presos, aceleraba sus causas, y les repartía socorros; su vigilancia en el buen orden y policía; en fin, su incorruptible integridad, y su inseparable adhesión a la justicia, prendas y virtudes todas que aun recuerdan Zaragoza y Valladolid con aplauso y gratitud, se convendrá fácilmente en que Meléndez no era menos digno de respeto como hombre público que de admiración como poeta.

Promovido a oidor de la chancillería de Valladolid en 1791, fue comisionado poco tiempo después por el consejo de Castilla para la reunión de cinco hospitales en Ávila de los Caballeros. La independencia que cada uno de ellos pretendía, y la repugnancia a sacrificar su interés particular al general que debía resultar de la reunión, hizo embarazoso este encargo, que costó a Meléndez muchas fatigas y disgustos, un viaje a Madrid y dos enfermedades, de que estuvo muy a peligro. Estos contratiempos le hicieron restituirse a Valladolid, donde, alternando las graves ocupaciones de su destino con el trato de sus amigos, y alguna vez con el de las letras, permaneció hasta 1797, en que fue nombrado fiscal de la sala de alcaldes de Casa y Corte.

Había el poeta guardado silencio desde que publicó el primer tomo de sus obras hasta esta última época. Solas dos veces le había roto: la primera enviando una oda a la academia de San Fernando para la distribución de premios del año de 87, y la segunda, con una epístola a su amigo don Eugenio Llaguno, cuando fue hecho ministro de Gracia y Justicia en 1794. En esta segunda oda a las artes se advirtió una alteración notable en el estilo; el cual, si bien menos perfecto y esmerado que en la primera, había adquirido una firmeza, una rapidez y una audacia no conocidas antes en el autor, ni usadas después por él. En la epístola es cierto que el incienso prodigado al poder descontentó a los amantes de la dignidad e independencia literaria; pero no hubo nadie que no aplaudiese al generoso y bellísimo recuerdo hecho allí de Jovellanos52, a la censura rigorosa y justa de las universidades, y a otras enérgicas y grandes lecciones que se daban a la autoridad; todo en una dicción la más noble y elegante, y en versos magistralmente ejecutados. Así estas muestras, en que ya se veía unida la madurez del talento con la robustez de la razón, hacían desear cada vez más la continuación de las poesías, ofrecida cuando dio a luz el primer tomo. Su nueva carrera se lo había estorbado; pero al fin, teniendo algún más tiempo en Valladolid, obligado en cierto modo por aquella promesa, y estimulado por sus amigos, puso en orden y corrigió sus manuscritos, y reimprimió el tomo primero, añadiéndole otros dos, que fueron publicados en Valladolid en aquel año de 97.

Salió esta edición enriquecida con un crecido número de poesías de muy diferente gusto y estilo que las primeras, porque el poeta había levantado su ingenio a la altura de su siglo; y los objetos más grandes de la naturaleza, las verdades más augustas de la religión y de la moral, eran el argumento de sus cantos. Trozos descriptivos de un orden superior, elegías fuertes y patéticas, odas grandiosas y elevadas, discursos y epístolas filosóficas y morales, en que el escritor toma alternativamente el tono de Píndaro, de Horacio, de Thomson y de Pope, y saca de la lira española acentos no aprendidos antes de ella, ennoblecen esta colección, y la recomiendan igualmente a los ojos del filósofo y del político que del humanista y del poeta.

Mas a pesar de su relevante mérito, y a pesar también de los bien merecidos elogios que de Italia y de Francia se unieron a los de España para congratular al autor, es fuerza confesar que la aceptación que tuvieron estas poesías no fue tan grande ni tan general como la que habían logrado las primeras. La época, en primer lugar, no era tan a propósito para esta clase de triunfos literarios; la atención de los hombres se había vuelto casi exclusivamente a los sucesos políticos, que, amenazando trastornar la faz de la Europa toda, no dejaban apenas otro interés a la imaginación que el de los temores o esperanzas que ellos prometían. Aun cuando esta disposición de ánimos fuese diferente, no era de esperar tampoco un efecto tan feliz como el de la publicación primera, mucho más habiendo mediado tanto tiempo entre una y otra. Los asuntos a la verdad eran grandes y severos en la mayor parte; pero no análogos al gusto y opiniones dominantes en aquella segunda época. Abstractos y metafísicos, repetidos con alguna prodigalidad, y no siempre con igual acierto, su desempeño, aunque frecuentemente grande y poético, no era con mucho tan perfecto como el de los templados y juveniles. La composición en ellos no presenta siempre aquel interés progresivo que acrecienta el gusto desde el principio hasta el fin. Se nota aquí esfuerzo, allá declamación, y en no pocas partes falta de concisión y de energía; como si la índole del autor no fuese para esta clase de argumentos. Por último, insertó composiciones que no tuvieron aceptación ninguna: La caída de Luzbel, algunas traducciones, alguna oda, algún discurso demasiado largo y tal vez prosaico, no parecieron ni han parecido nunca dignas de las demás. El mérito de Meléndez es tan grande, su reputación y su gloria tan afianzadas y reconocidas, que nada pierden sin duda con estas observaciones imparciales, nacidas del amor a la verdad, y que él mismo oyó alguna vez de sus amigos con tanta docilidad como modestia.

En el prólogo que les puso al frente, intentó probar que en nada derogaban los estudios poéticos a la dignidad de magistrado, y que ninguna incompatibilidad tenían con los deberes y talentos de hombre público y de negocios. Sería sin duda mejor que los que reciben del cielo el don divino de pintar la naturaleza en bellos versos, y de inflamar con su entusiasmo la imaginación ajena, pudieran estar enteramente separados del torbellino de negocios, honores y empleos que agita a los hombres en la grande escena del mundo. El poeta eminente no debiera ser más que poeta: así conservaría mejor su independencia y el decoro debido al ministerio de las musas; sus talentos se desplegarían con toda extensión y libertad, y los necios no afectarían señalarle con un nombre que ellos no entienden y que en su boca es un apodo de frivolidad y de insuficiencia. Mas esto camina ciertamente sobre una suposición imposible. La fortuna, las circunstancias, el interés de las familias, momentos también de error y de flaqueza sacan a los hombres de su esfera, ya para más, ya para menos; sobre todo en un país como el nuestro, en que tan pocos recursos tienen los escritores para subsistir como tales. ¿Qué hacer pues? se dirá. Lo que hacía Meléndez: ser un gran poeta en sus versos, y un sabio y recto magistrado en su tribunal.

Mas lo que él no debiera haber hecho es empeñarse tanto en disculparse. Quien estaba siendo un modelo de integridad, aplicación y capacidad en el foro no tenía que probar nada ni necesitaba de apología ninguna; a sus detractores tocaba hacerla, si es que podían, de su propia necedad. Esta especie de excusas no sirven para los hombres de razón, porque no las necesitan; ni tampoco para los preocupados, porque no los convencen. Tienen además otro inconveniente, y es dar al que las hace el aire de poca seguridad en el crédito y dignidad de su arte; y cierto que un tan gran poeta en ninguna ocasión ni por pretexto alguno debía desdeñarse de su talento53.

A poco tiempo después de publicada esta edición fue, como se dijo arriba, nombrado fiscal de la sala de alcaldes de Casa y Corte, de cuya plaza tomó posesión en 23 de octubre de aquel año de 97. Como la avanzada edad y achaques de su antecesor tenían muy atrasados los negocios de la fiscalía, Meléndez se dio a despacharlos por sí mismo con tal actividad y aplicación, que no sólo le faltaba tiempo para otros estudios, mas también para el trato con sus amigos. Ofreciéronsele en la corta duración de su cargo causas graves y curiosas, donde hizo prueba de su juicio y de su talento; entre ellas la de la muerte de Castillo, cuya acusación fiscal corre en el público como un modelo de saber y de elocuencia. Éstas puede decirse fueron las últimas satisfacciones que tuvo en su carrera; y la suerte le preparaba ya el cáliz de aflicción que tiene siempre prevenido a los hombres eminentes, como para cobrarles con usura los pocos días que les concede de gloria y de alegría. Mas para proceder a contar estos desagradables sucesos es preciso tomar las cosas de mucho más arriba.

La revolución francesa no había sido mirada al principio por los potentados de Europa sino como un objeto de risa y pasatiempo. Creció el coloso, y aquel sentimiento de desprecio pasó en un instante a miedo y aversión. La guerra y las intrigas fuera, la persecución y el espionaje dentro, fueron los medios a que apelaron para contener aquel gran movimiento y ahogar unas opiniones en que creyeron comprometida la estabilidad de sus tronos. El mundo ha visto lo que han conseguido con esos formidables ejércitos, con esas interminables cruzadas que por espacio de treinta años han desolado la Europa. Ni les han aprovechado más tampoco las medidas inquisitoriales en el interior de sus estados, pues haciéndolos odiosos, han sofocado en los ánimos el amor y la confianza, bases las más firmes de la autoridad y del poder. A menos costa sin duda les era fácil conseguir libertarse a sí mismos y a sus pueblos del contagio que temían. Arreglando bien su hacienda, gobernando en el interés general de sus súbditos, y no en el particular de su corte y sus ministros; en una palabra, siendo justos y prudentes, tenían puesta la barrera más impenetrable a aquellas novedades54. Pero el poder no se estima sino por el abuso que de él se hace, y así se verificó desgraciadamente en España. Había coincidido la muerte de nuestro Carlos III con las alteraciones de Francia; y cuando era necesaria mayor diligencia en gobernar, mayor circunspección en conducirse, entonces se dio la señal entre nosotros a todos los caprichos de la arbitrariedad, a todos los desconciertos de la ignorancia y de la insensatez. El escándalo de poner en circunstancias tan difíciles el timón del Estado en manos de un favorito sin educación política y sin experiencia, acrecentaba la murmuración y el descontento, y éstos a su vez producían el encono y la persecución. Y como los primeros y más nobles pasos de la revolución francesa eran debidos sin duda a las luces y adelantamiento del siglo, la autoridad se puso en un estado constante de hostilidad con el saber. Ya se habían suprimido los periódicos que más crédito tenían, por las verdades útiles que propagaban55; se había retirado poco a poco la protección y fomento que se daba a los estudios; oían delaciones, se sembraban desconfianzas. Diose, en fin, la señal a las persecuciones personales con la prisión del conde de Cabarrus en el año de 90; y sus grandes talentos, su incansable actividad, el brillo que acompañaba sus empresas, los establecimientos importantes y benéficos que había proyectado y erigido, los bienes infinitos que había hecho a tantos particulares no le pudieron salvar de un proceso enfadoso, de un encierro cruel y dilatado, y de un éxito, al fin, que tenía más apariencia de favor que de justicia. Jovellanos, ausente a la sazón en Salamanca, voló a Madrid en socorro de su amigo, y no logró otra cosa que ser envuelto en su ruina. Sucedíanse de tiempo en tiempo, y a no mucha distancia, estas tristes proscripciones que, además de los muchos particulares, frecuentemente víctimas de delaciones oscuras, y a veces de su misma imprudencia venían a herir las cabezas de personas eminentes o por sus empleos, o por su crédito, o por su saber. A la desgracia de Cabarrus y Jovellanos siguió la de Floridablanca y su partido, a esta la del conde de Aranda; diferentes consejeros de Castilla fueron desterrados después por no avenirse bien con su gobernador el conde de la Cañada; éste cayó a su vez víctima de una intriga de palacio, cerrándose entonces aquella serie de miserias con la escandalosa causa sobre la impresión de la Ruinas, de Volney. Viose en ella dar a una simple especulación de contrabando el carácter de una gran conjuración política, y tratar de envolver como revolucionarios y facciosos a cuantos sabían algo en España. La cárceles se llenaron de presos, las familias de terror, no se sabe hasta dónde la rabia y la perversidad hubieran llevado tan abominable trama, si la disciplina ensangrentada de un hombre austero y respetable, y el ultraje atroz que con ocasión de ella se le hizo, no hubieran venido oportunamente a atajar este raudal de iniquidades56. El escándalo fue tan grande y el grito de la indignación pública tan fuerte, que la corte abrió lo ojos, y retirando su confianza de aquellos viles maquinadores, la dio, o aparentó darla, a hombres conocidos en el reino por su sabiduría y su virtud. Entonces fue cuando se nombró a Jovellanos ministro de Gracia y Justicia, a Saavedra de Hacienda, y al conde de Ezpeleta gobernador del Consejo: tres hombres dignos sin duda y capaces de restaurar el Estado, si el Estado no hubiese tenido ya una enfermedad incurable, más poderosa que su capacidad y sus fuerzas.

Viose entonces Meléndez en el colmo de sus deseos: su amigo en el ministerio, él establecido en Madrid, y el camino llano para llegar al puesto descansado y preeminente que sus servicios y estudios merecían. Individuo de la academia de San Fernando desde que recitó en ella su hermosa oda, y admitido en el seno de la Española en el año de 98, reunía en si los honores literarios que podía desear, y era considerado y respetado dentro y fuera de España como el primer talento de su tiempo y su nación. Mas toda esta perspectiva de bonanza y de ventura se anubló de repente y desapareció como el humo. No pertenece a la historia particular de nuestro poeta contar menudamente 1os resortes secretos por los que fueron traídos al ministerio Saavedra y Jovellanos, ni tampoco las intrigas de corte que mediaron cuando fueron despedidos. Lo que sí no debe pasarse en silencio es que en los cortos momentos de favor que Meléndez logró del príncipe de la Paz, cuando le dedicó las poesías, uno de sus mayores cuidados y su principal empeño fue disipar las prevenciones que el privado tenía contra su ilustre amigo, y rehabilitarle en su estimación y confianza. Cuando después, a pesar de la aparente desgracia del favorito, los dos ministros fueron sacrificados a su resentimiento y su venganza, Meléndez fue también sacrificado con ellos y desterrado a Medina del Campo (27 de agosto de 1798), previniéndole que saliese de Madrid en el término de veinte y cuatro horas, y que esperase órdenes allí.

Obedeció y partió: entre tanto sus amigos consiguieron del nuevo ministerio mitigar el rigor de las órdenes con que se le amagaba, y convertirlas en la insignificante comisión de inspeccionar unos cuarteles que se estaban construyendo mucho tiempo había de los fondos de aquella villa. Algo más tranquilo con esta demostración de condescendencia, se entregó al estudio y al retiro, al trato de los amigos que su amable y apacible índole le facilitaron en el pueblo, y de los que, o por recomendación o atraídos de su celebridad, venían a visitarle del contorno. Diose al ejercicio de las obras de beneficencia que su humanidad le inspiraba, principalmente con los enfermos del hospital. Salían estos infelices de allí por lo regular sin acabar de convalecer; él los recogía, él los vestía, él los alimentaba, y ellos la bendecían como un amigo y un padre. En medio de tan inocentes y virtuosas ocupaciones, y ajeno de toda gestión y negocio público, debía considerarse seguro en aquel asilo y a cubierto de los tiros de la malignidad. No fue así por desgracia; y otra nueva tormenta le amenazaba, más negra y peligrosa que la primera.

Uno de aquellos hombres que, ejercitándose toda su vida en obras de villanía y perversidad, no logran subir al poder sino por el escalón de la infamia; de aquellos para quienes la libertad, el honor y aún la vida de los otros, lo justo y lo injusto, lo profano y lo sagrado, todo es un juego, y todo les sirve como de instrumento a su codicia, a su ambición, a su libertinaje o su malicia, proyectó consumar la ruina de Meléndez para hacer este obsequio a la corte, con quien le suponía en guerra abierta, y ganarse las albricias de la destrucción de un personaje desgraciado. Siguióle con esta dañada intención los pasos, calificando y denunciando como intrigas peligrosas las visitas que él y sus amigos se hacían. Y para enredarle de una manera más complicada e inevitable, se empezó a formar una causa a dos eclesiásticos de un pueblo inmediato, con la indicación expresa en las instrucciones para formarla «de que convenía mucho que en ella jugase Meléndez Valdés». Designáronse los testigos a quienes se había de preguntar, y no se omitió ninguna de aquellas diligencias tenebrosas con que estos hombres infernales han conseguido en todos tiempos perder a los que aborrecen57. No produjeron estas maquinaciones el fruto que ellos esperaban; mas bastaron para inquietar a la corte, recelosa siempre y ya mal dispuesta con él, según la costumbre natural en los hombres, de querer mal a quien ofenden. Por otra parte, el destino de Meléndez era apetecible, estaba suspenso, y la ocasión convidaba. Todo pues conspiró a inclinar la balanza en daño suyo; y cuando menos lo podía presumir, cuando quizá tenía las esperanzas más fundadas de ser reintegrado en su dignidad y honores, recibió la orden por la cual se le despojaba de la fiscalía, y con la mitad del sueldo se lo confinaba a Zamora (2 de diciembre de 1800).

Recibió el golpe con serenidad y entereza; y convencido de la inutilidad de sus esfuerzos por el pronto, dejó en manos del tiempo su vindicación y desagravio. Partió a Zamora, establecióse allí, y aunque visitado y obsequiado de las personas principales del pueblo, él conservó su vida retirada, partiendo su tiempo entre sus libros y un reducido número de buenos amigos. Entre tanto, sabedor de las intrigas que habían mediado para la última demostración de rigor recibida del Gobierno, procuró por todos medios desvanecerlas; y si no logró reponerse enteramente, consiguió por lo menos que se aliviase su suerte; y en real orden de 27 de junio de 1802 se le devolvió el goce de su sueldo completo como fiscal, permitiéndole disfrutarle donde le acomodase establecerse. Hubiera él entonces preferido a Madrid; pero a la sazón había una de las acostumbradas persecuciones en que estaban envueltas personas de relaciones íntimas y antiguas con Meléndez, y fuele avisado por sus mismos favorecedores que no le convenía presentarse en la corte por entonces. Decidióse pues a fijarse en Salamanca, donde tantos motivos de amistad y parentesco, tantos recuerdos tiernos y afectuosos le convidaban. Allí puso su casa, recogió y ordenó su exquisita y copiosa librería, abrazó a sus antiguos amigos, y empezó a gozar con ellos de una vida más tranquila y apacible que la que había disfrutado en los doce años trascurridos desde su salida para Zaragoza.

Pudieron las musas congratularse de esta feliz novedad al verle restituido al ocio antiguo y en aquellos sitios mismos que tan hermosos versos le habían inspirado en otro tiempo. Los amantes de la literatura española esperaban verla enriquecida con alguna obra magistral digna del gran talento de Meléndez y propia de la madurez y gravedad que había ya adquirido en aquella época. Pero el resorte de su espíritu estaba quebrado por la adversidad y la injusticia de los hombres, y su atención distraída con recelos o esperanzas que nunca tuvo bastante fuerza para sacudir de sí. Por otra parte, el despotismo ministerial, cada vez más insufrible, armado de sospechas, de recelos y desconfianzas; las recriminaciones y falsas miras, atribuidas siempre al talento perseguido; en fin, la inercia y desidia que produce la opresión, y que sí al principio repugnan, después al cabo se aman58: todo le desalentaba y le sumergía en un letargo nada conveniente a su ingenio, y perjudicial a las letras.

Un poema lírico descriptivo sobre la creación, que se imprime ahora entre sus odas, y una traducción de la Eneida, que la publicación de la de Delille le hizo emprender, fueron las únicas tareas que Meléndez dio a su espíritu en aquel ocio de seis años. También pensó entonces hacer una nueva edición de sus poesías, en que se habían de suprimir todas las composiciones que no eran correspondientes al mérito de las otras, y hacer en algunas las enmiendas y cortes que el gusto delicado y la sana crítica aún desean. Tenía ya arreglado esto con uno de sus más queridos discípulos; más su indolencia natural dilató esta empresa, acaso con perjuicio de su gloria; y el torrente de los sucesos, que después se despeñaron unos sobre otros, no le dejó pensar en mucho tiempo ni en éste ni en ningún otro proyecto literario.

Sería tal vez mejor poner fin aquí a esta noticia y contentarse con indicar sencillamente el lugar y tiempo en que falleció el poeta. Ya desde aquella época empieza a sentirse el terremoto político; las opiniones se dividen, se inflaman las pasiones, y a pesar del tiempo trascurrido, a pesar de la vicisitud prodigiosa de los acontecimientos, o por mejor decir, con ella misma, estas pasiones, lejos de haberse templado, empiezan a acalorarse de nuevo; lejos del autor de estos apuntes dar ocasión de irritarlas por su parte. Él ha seguido constantemente un rumbo y una opinión opuestos a los que desgraciadamente fueron adoptados por Meléndez. Más aún cuando cifra en ello la principal honra de su vida, no se permitirá por eso recriminación ninguna, la cual sería tan repugnante a su corazón como importuna en este lugar. Es preciso pues en el discurso de los hechos que van a seguir imponerse la obligación de ser breve, y por lo mismo que la opinión propia ha vencido, también la de ser modesto.

Con la revolución de Aranjuez fue alzado el destierro y vueltos sus destinos a los magistrados que habían sido echados de la corte en las diferentes épocas de persecución anteriores. Cúpole a Meléndez la suerte que a los demás, y regresó a Madrid en aquellos días. Ya el Rey había partido a Bayona; las señales de la terrible tormenta que amenazaba se hacían cada vez más siniestras y espantosas; así Meléndez no vino a la corte sino para ser testigo de la ansiedad y afanes que precedieron al 2 de mayo, de los horrores de aquel execrable día, y del desaliento y temor en que quedó sumergida la capital. Quiso volverse al retiro de su casa, y no pudo verificarlo. Aceptó de allí a poco una comisión para Asturias, en compañía del conde del Pinar, y es fuerza confesar que si los motivos que tuvo para aceptarla no son del todo excusables a los ojos de los amantes de la independencia, jamás inconsideración ninguna fue castigada con un rigor más cruel. Cuando los dos comisionados llegaron a Asturias, ya iba delante de ellos la prevención que los acusaba ante la exaltación popular. Entraron en Oviedo escoltados de gente armada; y aunque en la junta provincial habían procurado sincerar su conducta y allanar todas las sospechas, el pueblo, inquieto y receloso, no se dio por satisfecho. Alternativamente llevados desde la cárcel a su hospedaje, y de su hospedaje a la cárcel, cuando ya al parecer todo estaba vencido y ellos dispuestos a partir, la muchedumbre frenética se agolpó sobre el carruaje, al que ya habían subido, volviólos a lanzar en la prisión, hizo pedazos y quemó el coche, desbarató los equipajes, y creciendo el furor con su mismo exceso, violentaron las puertas de la cárcel y sacaron a los dos comisionados y otros tres presos con intención de darles muerte.

Iba delante Meléndez: hablábales con dulzura pidiendo que le llevasen a la Junta o le encerrasen con grillos; nada bastó, porque después de haberle puesto al pie de la horca y hacerle mil insultos, le sacaron al campo, le cercaron, y encarándole los fusiles, clamaban que había de morir. Logró al cabo que le oyesen unas pocas palabras sobre su inocencia y sus principios; les habló, les rogó, procuró ablandarlos y aún les empezó a recitar un romance popular y patriótico que había compuesto antes del 2 de mayo. Frívolo recurso para con gentes rudas y groseras, y entonces atroces y locas de furor. Atajáronle con nuevos insultos y amenazas, y condenándole a morir, por gran favor le permitieron confesar; tuvo él la presencia de espíritu de hacer durar este acto algún tiempo. Ya estaba dispuesta la banda que había de tirarle, cargados los fusiles, y él atado al árbol fatal; ya se había disputado sobre si se le había de disparar de frente, o de espaldas como a traidor, y con este motivo desatado y vuelto a atar de nuevo; ya, en fin, no faltaba más que consumar el sacrificio, cuando se vio venir de lejos al cabildo y a las comunidades con el Sacramento y la cruz famosa de la Victoria.

Calmó todo entonces, y Meléndez, que estaba el primero, fue el primeramente socorrido. Hízose después lo mismo con los otros compañeros, y recogidos todos en la procesión, fueron llevados a la catedral, y de allí vueltos a la cárcel. Formóse causa a petición del pueblo al Conde y a Meléndez, y dados por ella libres de todo cargo, se los puso en libertad y se les permitió volver a Castilla. Tal fue el éxito inesperado de aquella terrible escena y de tan larga agonía. Estremece en verdad ver al autor del Batilo y de la Despedida del anciano, perseguido popularmente y atado a un árbol para ser muerto como traidor y enemigo de su patria. Pero, ¿a quién deberá imputarse tan grande atrocidad? ¿Acaso al pueblo? No, sin duda alguna; a los autores y consentidores de la villana y escandalosa agresión que puso a la nación toda en aquel estado de exaltación y frenesí, sin el cual no se podía salvar.

Meléndez volvió a Madrid cuando, de resultas de la memorable victoria de Bailén, los franceses habían evacuado la capital y retirádose al Ebro. Siempre esperando mejorar de posición, y deseoso también de contribuir por su parte a los grandes trabajos que se presentaban delante de los españoles en aquella imprevista y singular situación, aguardó en Madrid la formación del Gobierno central, y confió ser empleado por él. Esta esperanza no era infundada, puesto que en aquel gobierno contaba algunos amigos, y entre ellos al ilustre Jovellanos, que sacado de su prisión de Mallorca por la revolución de Aranjuez, vino nombrado por sus compatriotas a tomar su lugar entre los padres de la patria. Mas la fortuna, precipitando y revolviendo los sucesos en mil direcciones diferentes, dio entonces una de sus vueltas acostumbradas, y los franceses vencedores amenazaron a Madrid. La Junta Central, las fuerzas del Estado, los patriotas más exaltados o más diligentes, todos se refugiaron a Andalucía. Nuestro poeta, resuelto entonces a seguir el partido de la independencia, no pudo ponerse en camino, y su mala suerte, deteniéndole en Madrid, lo dejó expuesto al vacío del desaliento y a los lazos de la seducción, en que cayeron y fueron envueltos tantos infelices españoles. Su reputación no podía dejarle indiferente a las asechanzas del gobierno intruso, que le hizo fiscal de la junta de causas contenciosas, después consejero de Estado, y presidente de una junta de instrucción pública. Él aceptó, y así se comprometió en una opinión y en una causa que jamás fueron las de su corazón y de sus principios. ¡Cuál debió ser su amargura al ver que la fortuna y la fuerza, hasta entonces compañeras inseparables de aquel partido, y únicas razones que la prudencia alegaba para adherirse a él, empezaban a flaquear, y al fin le abandonaban! Viose pues arruinado sin recurso, trastornadas sus esperanzas, saqueada por los mismos franceses su casa en Salamanca, deshecha y robada su preciosa librería, y él precisado, en fin, a huir de su patria, abandonando acaso para siempre el suelo y cielo que lo vieron nacer.

Antes de entrar en el territorio francés se puso de rodillas y besó la tierra española, diciendo: «¡Ya no te volveré a pisar!» Entonces se acordó de su casa, de sus libros, de sus amigos, del apacible retiro que allí disfrutaba; y considerando amargamente el nublado cruel que le había agostado aquella cosecha de ventura, las lágrimas caían de sus ojos, y las recibía el Vidasoa.

Los cuatro años que vivió después no hizo más que prolongar una existencia combatida por la desgracia, por la pobreza, por los afanes y esperanzas a cada paso malogradas de volver a España, en fin, por los achaques y dolencias que conforme avanzaba en edad se agravaban a porfía. Tolosa, Mompeller, Nimes y Alais fueron los pueblos de su residencia. En los intervalos que le dejaban sus males leía o se hacía leer, corregía sus poesías, y las disponía para la nueva edición que proyectaba. También compuso algunas en que todavía respira el talento de su juventud con la misma gracia y facilidad; pero en que luce sobre todo el ansia y la vehemencia con que amaba su país y deseaba volver a él. Este sentimiento, que le honra, era, puede decirse, el aliento que le animaba; pero estaba escrito en el cielo que no le había de ver satisfecho. Ya en España había empezado a padecer mucho de reumas. A muy poco de su llegada a Francia una fuerte parálisis casi le imposibilitó del todo, sin que los baños termales, que tomó por tres veces, le pudiesen librar de ella. Atacado, en fin, por un accidente apoplético, a cuya violencia no pudo resistir, falleció en los brazos de su esposa, que le había seguido y asistido constante y varonilmente en todos los infortunios de su vida, y en medio de los compañeros de su emigración y desgracia, que le prestaron cuantos auxilios y consuelos estaban en su mano.

Así en pocos años el torbellino de la revolución había arrebatado a las letras españolas tres hombres que constituían una parte muy principal de su lustre y de su gloria. Cienfuegos fue el primero que, arrancado de su lecho, donde estaba ya casi moribundo, fue arrastrado fuera de su país, y expió con su desgraciada muerte en Ortez el horror que le inspiraban los tiranos. Jovellanos, cuya noble alma estaba enriquecida de tantos talentos y de tantas virtudes; que hubiera sido en la antigüedad Platón con menos sueños, Cicerón con más firmeza, y en la Europa moderna Turgot con todas sus ventajas: Jovellanos fue arrojado también de sus hogares por los satélites de Napoleón; y prófugo, náufrago y desvalido, tuvo que ir a reclinar su venerable cabeza en el seno de la hospitalidad ajena, y allí exhalar su último aliento. Meléndez, en fin, por el diverso rumbo que había seguido parecía estar exento de semejante agonía; mas la inexorable fortuna no lo quiso así, y se la dio todavía más amarga. Los tres eran amigos; los tres cultivaban los mismos conocimientos, las mismas artes; iban por las mismas sendas del saber humano; los tres, en fin, murieron fuera de sazón, sin que su patria hubiese recogido todo el fruto que sus estudios y talentos prometían.

Fue Meléndez de estatura algo más que mediana, blanco y rubio, menudo de facciones, recio de miembros, de complexión robusta y saludable. Su fisonomía era amable y dulce, sus modales apacibles y decorosos, su conversación halagüeña; un poco tardo a veces en explicarse, como quien distraído busca la expresión propia, y no la halla a tiempo. Sus costumbres eran honestas y sencillas, su corazón recto, benéfico y humano; tierno, afectuoso con sus amigos, atento y cortés con todos. Tal vez faltaba a su carácter algo de aquella fuerza y entereza que sabe resolverse constantemente a un partido una vez elegido por la razón, y esto dependía de su excesiva docilidad y condescendencia con el dictamen ajeno. Mejor acaso hubiera sido también que se alejara más del torbellino de la ambición y del centro del poder, pues esto, en fin, puede llamarse la causa principal de sus desgracias59. Pero en Meléndez el anhelo de subir estuvo siempre unido al noble deseo de trabajar, de ser útil, de contribuir por todos medios a la prosperidad y adelantamiento de su patria. Conocía su fuerza, como suelen sentirla todos los hombres superiores; pero no por eso abandonaba su carácter general de modestia, que a veces se manifestaba con algún exceso60. Su aplicación y laboriosidad eran incansables, su lectura inmensa. De los poetas antiguos españoles prefería a Garcilaso, Luis de León, Herrera, Francisco de la Torre, y por una especie de contradicción, que no deja de tener su razón y sus motivos, la poesía de Góngora, cuando no desatina, le encantaba; y se divertía mucho con los despropósitos festivos e ingeniosos de Quevedo. Su pasión principal, después de la de la gloria literaria, era la de los libros, que llegó a juntar en gran número, exquisitamente elegidos y conservados. Tenía mucha afición a las artes del dibujo, no así al canto; y un poeta de oído tan delicado, y que daba a sus versos tanta cadencia y armonía, era casi insensible e indiferente a la deliciosa música de Paesiello y Cimarosa, y a la bella ejecución de la Todi o de Mandini.

Los principios de su filosofía eran la humanidad, la beneficencia, la tolerancia: él pertenecía a esa clase de hombres respetables que esperan del adelantamiento de la razón la mejora de la especie humana, y no desconfían de que llegue una época en que la civilización, o lo que es lo mismo, el imperio del entendimiento extendido por la tierra dé a los hombres aquel grado de perfección y felicidad que es compatible con sus facultades y con la limitación de la existencia de cada individuo. Pensaba en este punto como Turgot, como Jovellanos, como Condorcet, y como tantos otros que no han desesperado jamás del género humano. Sus versos filosóficos lo manifiestan, y con sus talentos y trabajos procuró ayudar por su parte cuanto pudo a esta grande obra.

Su influjo literario como poeta ha sido ciertamente bien grande y ha tenido las más felices consecuencias. Cuando él empezó a escribir, la poesía castellana, no acabada aún de restablecer de su degradación y corrupción antigua, estaba amenazada de otro daño todavía acaso peor. García de la Huerta, en quien podía decirse que había trasmigrado el alma de Góngora con parte de su talento y con toda su tenacidad, sus caprichos y su orgullo, sostenía en aquella época los restos del mal gusto y abandono del siglo XVII. Iriarte, al contrario, con menos talento poético que Huerta, pero con infinito más gusto y más saber, iba poniendo en crédito una especie de poesía en que la cultura, la urbanidad, y aún lo escogido de los pensamientos, no podía compensar la falta de color, de fuego y de armonía en el estilo. En vano Moratín el padre (porque su célebre hijo aún no había empezado a darse a conocer), en vano Cadalso y algún otro luchaban contra estos extravíos y daban de cuando en cuando en sus versos muestra de una poesía más pura y más animada. Sus esfuerzos no eran suficientes, o la empresa desigual a sus talentos. Pero al instante que aparecieron los escritos de Meléndez la verdadera poesía castellana se presentó hecha con sus gracias nativas, y rica con todas las galas de la imaginación y del ingenio. En aquellos admirables versos la elegancia no se oponía a la sencillez, el fuego a la exactitud, el esmero a la facilidad, la nobleza y cuidado de los pensamientos a su halago y a su interés. Huerta había hecho romances, Trigueros y Cadalso anacreónticas; pero ni los romances de Huerta ni las anacreónticas de Trigueros se leen ya, ni aún se mientan entre los hombres de buen gusto. Cadalso fue sin duda alguna más feliz en el último género, mas ¡a cuánta distancia no están de las de su sucesor! El mismo Anacreonte se ensoberbeciera de una composición tan delicada y tan pura como la bellísima oda Al viento, y Tíbulo quisiera que le perteneciesen los romances de Rosana y de La tarde. No hay duda que su talento parece especialmente nacido para estos géneros cortos. En todas las épocas de su vida siempre que los manejaba era con una superioridad incontestable; y hasta en sus últimos días, cuando, anciano ya y quebrantado con la miseria y las desgracias, parecía que su espíritu debía estar poco apto para estos juegos, se le ve, en el romance del Náufrago, en el del Colorín de Filis, y en la anacreóntica a Anfriso, recorrer las cuerdas de la lira con la misma delicadeza, flexibilidad y gracia que en sus mejores tiempos. Dotes y ventajas casi iguales, aunque no con un éxito tan grande, presenta en la poesía descriptiva, en la elegía patética y en la oda sublime, en que ha dejado muestras de tan alta magnificencia. Menos feliz en la parte filosófica y doctrinal, siempre ofrece aquella magia de lenguaje, aquel estilo lleno de imaginación, la calidad principal suya, la que ha fijado más el gusto de los escritores que le han sucedido, la que puede decirse que ha formado una escuela entre nosotros. De esta escuela, difundida en Salamanca, en Alcalá, en Madrid, en Sevilla y en otros parajes, ha salido una gran parte de los buenos versos que se han escrito en estos últimos tiempos; y si los progresos y riquezas del arte no han sido proporcionados al impulso que les dio aquel ingenio verdaderamente grande, esto es ya enteramente culpa del tiempo, tan adverso después a la cultura de las letras, como favorable había sido en la época en que él empezó a florecer.

Meléndez murió en Mompeller: sus restos yacen en la iglesia parroquial de Montferrier, departamento de l'Herault, guardados en una caja de plomo cubierta con otra de madera, debajo de una lápida en que está escrito en español, francés y latín el epitafio siguiente:

    AQUÍ YACE

EL CÉLEBRE POETA ESPAÑOL

DON JUAN MELÉNDEZ VALDÉS.

NACIÓ EN LA VILLA DE RIBERA,

PROVINCIA DE EXTREMADURA,

A 11 DE MARZO DE 1754.

FALLECIÓ EN MOMPELLER

A 24 DE MAYO DE 1817.