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Estudios sobre nuestra poesía.

Introducción histórica a una colección de poesías castellanas.

Artículo primero.

Del principio de nuestra poesía, y sus progresos hasta Juan de Mena.

Se ha convenido generalmente en dar a la poesía el primer lugar entre las artes de imitación. Ya se mire la antigüedad de su origen, ya la extensión de los objetos que la ocupan, ya la duración y el agrado de sus impresiones, ya, en fin, las utilidades que produce, siempre resaltan su dignidad y su importancia, y la historia de sus progresos tiene que ir unida siempre a la de los otros ramos que componen la ilustración humana. Dícese que ella y la música han civilizado a los pueblos; y esta proposición, que en rigor es exagerada y aún falsa, manifiesta por lo menos el influjo que una y otra han tenido en la formación de las sociedades. Las lecciones que los primeros filósofos dieron a los hombres, las primeras leyes, los sistemas más antiguos, todos se escribieron en verso, al paso que la fantasía de los poetas, con el halago de sus pinturas y la pompa de las funciones que ideaban, interrumpía con una distracción apacible y necesaria la fatiga de los trabajos campestres.

Es cierto que la poesía después no se presenta con la dignidad consiguiente al ejercicio absoluto y exclusivo de estos diversos ministerios; pero conserva todavía un influjo tan poderoso en nuestra instrucción, en nuestra perfección moral y en nuestros placeres, que podemos considerarla como dispensadora de los mismos beneficios, aunque bajo diferentes formas. Ella sirve de atractivo a la verdad para hacerla amable, o de velo para defenderla; enseña a la infancia en las escuelas, despierta y dirige la sensibilidad en la juventud, ennoblece el espíritu con sus máximas, le engrandece con su cuadros, siembra de flores el camino de la virtud, y abre el templo de la gloria al heroísmo. Tantas ventajas, unidas a tanto halago, han excitado en los hombres una admiración y una gratitud eternas.

Su ocupación primaria y esencial es pintar a la naturaleza para agradar, como la de la filosofía explicar sus fenómenos para instruir. Así, mientras que el filósofo, observando los astros, indaga sus proporciones, sus distancias y las reglas de su movimiento, el poeta los contempla, y traslada a sus versos el efecto que en su imaginación y en sus sentidos hacen la luz con que brillan, la armonía que reina entre ellos, y los beneficios que dispensan a la tierra. La dificultad de llenar digna y debidamente el objeto de la poesía es enorme, aún cuando, por la prontitud de sus progresos en algunos géneros, no parezca tan grande a primera vista. Desde la máxima vaga o el cuento insípido, vigorizados con el halago de una rima incierta o de una medida informe, hasta la armonía y elegancia sostenida y los cuadros complicados y sublimes de la Iliada o la Eneida; desde el carro y las heces de Tespis hasta el grande espectáculo que ofrecen la Ifigenia o el Tancredo, la distancia es inmensa, y sólo pueden superarla los esfuerzos mayores de la aplicación y el ingenio.

Algunas naciones favorecidas del cielo la recorren con más prontitud, y pasan ligeramente desde la flaqueza de los primeros ensayos al vigor de los pensamientos más grandes y combinaciones más acabadas. Tal fue la suerte de la Grecia, donde el genio de la poesía, contando apenas algunos momentos de infancia, crece y se eleva hasta el punto de producir los inmortales poemas de Romero. Tal, aunque con menos brillo y perfección, fue la de la Italia moderna, donde en medio de la noche de los siglos de barbarie sucedidos a la ilustración romana, parecen de repente Dante y Petrarca, trayendo consigo la aurora de las artes y el buen gusto. Otros pueblos menos dichosos luchan siglos enteros con la rudeza y la ignorancia, se hacen sensibles más tarde a los halagos de la elegancia y la armonía; y la perfección, en el modo que es dado a los hombres conseguirla, es conquistada por ellos a fuerza de tiempo y de fatiga. Una gran parte de las naciones modernas se halla en este caso, y entre ellas es preciso contar también a nuestra España.

Precedió aquí, como en casi todas partes, el verso escrito a la prosa, siendo el Poema del Cid, hecho a mediados del siglo XII, el primer libro que se conoce en castellano, y al mismo tiempo la obra primera de poesía. Comenzaba ya entonces, en medio de la confusión de lenguas causada por la invasión de los bárbaros del norte, a tomar alguna forma aquel romance que después había de presentarse con tanto brillo y majestad en los escritos de Garcilaso, Herrera, Rioja, Cervantes y Mariana. A considerar la obra por el argumento sólo, pocas habría que la aventajasen, del mismo modo que pocos guerreros podrían disputar a Rodrigo de Vivar la palma de las proezas y el heroísmo. Su gloria, que eclipsó entonces la de todos los reyes de su tiempo, ha pasado de siglo en siglo hasta ahora, por medio de la infinidad de fábulas que la admiración ignorante ha acumulada en su historia. Consignada en poemas, en tragedias, en comedias, en canciones populares, su memoria, semejante a la de Aquiles, ha tenido la suerte de herir fuertemente y ocupar la fantasía; mas el héroe castellano, superior sin duda al griego en esfuerzo y en virtudes, ha tenido la desgracia de no encontrar un Homero.

Ni era posible encontrarle al tiempo en que el rudo escritor de aquel poema se puso a componerle. Con una lengua informe todavía, dura en sus terminaciones, viciosa en su construcción desnuda de toda cultura y armonía; con una versificación sin medida cierta y sin consonancias marcadas; con un estilo lleno de pleonasmos viciosos y de puerilidades ridículas, falto de las galas con que la imaginación y la elegancia le adornan, ¿cómo era posible hacer una obra de verdadera poesía, en que se ocupasen dulcemente el espíritu y el oído? No está, sin embargo, tan falto de talento el escritor, que de cuando en cuando no manifieste alguna intención poética, ya en la invención, ya en los pensamientos, y ya en las expresiones. Si, como sospecha don Tomás Sánchez, editor de éste y de otros poemas anteriores al siglo XV, no faltan al del Cid más que algunos versos del principio, no deja de ser una muestra de juicio en el autor haber descargado su obra de todas las particularidades de la vida de su héroe anteriores al destierro que le intimó el rey Alfonso VI. Entonces empieza la verdadera gloria de Rodrigo, y desde allí empieza el poema; contando después sus guerras con los moros y con el conde de Barcelona, sus conquistas, la toma de Valencia, su reconciliación con el Rey, la afrenta hecha a sus hijas por los infantes de Carrión, la solemne reparación y venganza que el Cid toma de ella, su enlace con las casas reales de Aragón y de Navarra, donde finaliza la obra, indicando ligeramente la época del fallecimiento del héroe. En la serie de su cuento no le faltan al escritor vivacidad e interés, usa mucho del diálogo, y a veces presenta cuadros que no dejan de tener mérito en su composición y artificio. Tal es, entre otros, la despedida de Rodrigo y Jimena en San Pedro de Cardeba, cuando él parte a cumplir su destierro. Jimena, postrada en las gradas del altar donde se celebra el oficio divino, hace al Eterno una oración pidiendo por su esposo, que concluye así:

    Tú eres Rey de los reyes e de todo el mundo padre:

A ti adoro e creo de toda voluntad,

E ruego a san Peydro que me ayude a rogar

Por mío Cid el Campeador que Dios le curie de mal,

Cuando hoy nos partimos, en vida nos faz yuntar,

La oración fecha la misa acabada la han:

Salieron de la Eglesia, ya quieren cavalgar.

El Cid a doña Ximena íbala abrazar,

Doña Ximena al Cid la manol' va a besar,

Lorando de los ojos que non sabe que se far,

E él a las niñas tornólas a catar,

A Dios vos acomiendo, fijas,

E a la mugier e al Padre spiritual.

Agora nos partimos, Dios sabe el ayuntar

Lorando de los oios que non viestes a tal:

Asis'parten unos d'otros como la uña de la carne.

Mío Cid con los sos vasallos pensó de cavalgar,

A todos esperando, la cabeza tornando va.

A tan grand sabor fabló Minaya Alvar Fanez:

Cid, ¿do son vuestros esfuerzos?

En buen ora nasqueistes de madre

Pensemos de ir nuestra vía, esto sea de vagar

Aún todos estos duelos en gozo se tornarán;

Dios, que nos dio las almas, consejo nos dará.


Hay sin duda gran distancia entre esta despedida y la de Héctor y Andrómaca en la Ilíada; pero es siempre grata la pintura de la sensibilidad de un héroe al tiempo que se separa de su familia, es bello aquel volver la cabeza alejándose, y que entonces le esfuercen y conhorten los mismos a quienes da el ejemplo del esfuerzo y la constancia en las batallas. Aún es mejor, en mi dictamen, por su graduación dramática y su artificio, el acto de acusación que el Cid intenta a sus alevosos yernos delante de las Cortes congregadas a este fin. El choque primero de los Infantes y los campeones de Rodrigo en el palenque no deja de tener animación y aún estilo.

    Abrazan los escudos delant' los corazones,

Abaxan las lanzas abueltas con los pendones,

Enclinaban las caras sobre los arzones,

Batien los caballos con los espolones,

Tembrar querie la tierra dod' eran movedores.

Martín Antolinez mano metió al espada

Relumbra tod' el campo.


No ha quedado noticia de quién fue autor de este primer vagido de nuestra poesía. En el siglo siguiente florecieron dos escritores, en quienes se descubre ya el adelantamiento y progresos que habían hecho la versificación y la lengua. Una y otra tienen en los poemas sagrados de don Gonzalo de Berceo, y en el de Alejandro, de Juan Lorenzo, más fluidez, más trabazón, y formas determinadas. La marcha de estos autores, aunque penosa, no es tan arrastrada y seca como la del poema precedente. La diferencia que hay entre los dos poetas posteriores es que Berceo, por la naturaleza de sus argumentos, la mayor parte leyendas de santos, fuera de su narración y de algunos consejos morales, consiguientes al estado que tenía y a la materia que trataba, no presenta riqueza de erudición, ni variedad de conocimientos, ni fantasía en la invención. Juan Lorenzo, al contrario, se eleva más con su asunto, y manifiesta una instrucción tan extensa en historia, mitología y filosofía moral, que hace a su obra ser la más importante de cuantas se escribieron en aquella época. Los versos siguientes sobre un objeto mismo pueden ser muestra del estilo de uno y otro.

    Yo, maestro Gonzalo de Bereco nomnado,

Yendo en romería, caecí en un prado

Verde e bien sencido, de flores bien poblado,

Logar cobdiciadvero para un home cansado.

Daban olor sobeio las llores bien olientes,

Refrescaban en home las caras e las mientes.

Manaban cada canto fuentes claras corrientes,

En verano bien frías, en hibierno calientes.


(BERCEO.)



El mes era de Mayo, un tiempo glorioso,

Cuando facen las aves un solaz deleitoso,

Son vestidos los prados de vestido fermoso,

Da suspiros la duenna, la que non ha esposo.

Tiempo dolce e sabroso por bastir casamientos,

Ca lo tempran las flores e los sabrosos vientos,

Cantan las doncellas, son muchas a convientos,

Facen unas a otras buenos pronunciamientos.

Andan mozas e vieias cobiertas en amores,

Van coger por la siesta a los prados las flores,

Dicen unas a otras: bonos son los amores,

Y aquellos plus tiernos tiénense por mejores.


(LORENZO.)



Reinaba entonces en Castilla Alfonso X, príncipe a quien la fortuna, para completar su gloria, debió dar mejores hijos y vasallos menos feroces. La posteridad le ha puesto el sobrenombre de Sabio, y sin duda alguna le merecía el hombre extraordinario que en un siglo de tinieblas pudo reunir en sí las miras paternales y benéficas de legislador, las combinaciones profundas de matemático y astrónomo, el talento y conocimientos de historiador y los laureles de poeta. Él fue quien puso en el debido honor la lengua patria, cuando mandó que se extendiesen en ella los instrumentos públicos, que antes se escribían en latín. Mariana, poco favorable a este rey, asegura que esta providencia fue la causa de la profunda ignorancia que se siguió después. Pero ¿qué se sabía antes? El latín de que se usaba era tanto y más bárbaro que el romance; los nuevos usos a que éste se aplicaba por aquella resolución, la dignidad y autoridad que adquiría, era fuerza que influyesen en su cultura, pulimento y progresos. ¿Puede por ventura creerse que estas utilidades de la lengua no tuvieron influjo ninguno literario, o que hay ilustración y literatura nacional cuando la lengua propia no se cultiva? Considérese pues la aserción de Mariana como hija de las preocupaciones un poco pedantescas del siglo en que vivía; y nosotros, aún prescindiendo de la conveniencia política de dicha ley, mirémosla como una de las causas que, influyendo en la mejora de la lengua, debió también influir en el adelantamiento de nuestra poesía.

Hay un libro entero de cantigas o letras para cantarse, compuestas en dialecto gallego por este rey, de que pueden verse muestras en los Anales de Sevilla, de Ortiz de Zúñiga; otro intitulado El Tesoro, que es un tratado de piedra filosofal, a lo que se cree, pues hasta ahora no se ha podido en gran parte descifrar; y también se le atribuye el de las Querellas, del cual no se conservan más que dos estancias. Uno y otro están escritos en versos de doce sílabas, con los consonantes cruzados: versificación a que se dio el nombre de coplas de arte mayor, y que fue un verdadero adelantamiento para la poesía, pues la marcha que tenía el verso alejandrino usado por Berceo y por Lorenzo era insufrible por su monotonía y pesadez. Cotéjense con los versos que van citados estas copias con que empieza el libro de El Tesoro.

    Llegó pues la fama a los mis oídos

Quen tierra de Egipto un sabio vivía,

E con su sabor oí que facía

Notos los casos que no son venidos:

Los astros juzgaba, e aquestos movidos

Por disposición del cielo fallaba,

Los casos que el tiempo futuro ocultaba

Bien fuesen antes por este entendidos.

Codicia del sabio movió mi afición,

Mi pluma e mi lengua con grande humildad

Postrada la alteza de mi majestad,

Ca tanto poder tiene una pasión

Con ruegos le fiz la mi petición,

E se la mandé con mis mensajeros,

Averes, faciendas e muchos dineros

Allí le ofrecí con santa intención.

Repúsome el sabio con gran cortesía

Magüer vos, señor, seais un gran rey,

Non paro yo mientes en aquesta ley

De oro nin plata nin su gran valía:

Serviros, señor, en gracia ternia,

Ca non busco aquello que a mí me sobró,

E vuestros haveres vos fagan la pro

Que vuestro siervo mais vos querría.

De las mis naves mandé la mejor,

E llegada al puerto de Alexandría,

El físico astrólogo en ella salía,

E a mi fue llegado cortés con amor:

E habiendo sabido su grande primor

En los movimientos que face la esfera,

Siempre le tuve en grande manera,

Ca siempre a los sabios se debe el honor.


Todavía son mejores en estilo, número y elegancia las dos coplas con que empezaba el Ebro de las Querellas.

    A ti, Diego Pérez Sarmiento, leal

Cormano e amigo e firme vasallo,

Lo que a míos homes por cuita les callo

Entiendo decir plañendo mi mal:

A ti, que quitaste la tierra e cabdal.

Por las mías faciendas en Roma e allende,

Mi péndola vuela, escúchala dende,

Ca grita doliente con fabla mortal.

¡Cómo yace solo el rey de Castilla,

Emperador de Alemania que foé,

Aquél que los Reyes besaban el pie,

E Reinas pedían limosna e mancilla!

El que de hueste mantuvo en Sevilla

Diez mil de a caballo e tres dobles peones,

El que acatado en lejanas naciones

Foé por sus Tablas, e por su cochilla.


Parece que hay la diferencia de un siglo entre versos y versos, entre lengua y lengua; y lo más raro es que para encontrar copias de arte mayor que tengan igual mérito, así en la dicción como en la cadencia, es preciso saltar casi otros dos siglos, y buscarlas en Juan de Mena61.

Si el movimiento que dio este gran rey a las letras hubiera sido auxiliado por sus sucesores, la ilustración española, contando dos siglos de antelación, contaría también más grados de perfección y más riquezas. No lo consintió la naturaleza feroz de aquellos tiempos crueles. Empezó a arder la llama de la guerra civil en los últimos años de Alfonso con la desobediencia y alzamiento de su hijo, y siguió casi sin interrupción por un siglo entero, hasta que llegó al último grado de atrocidad y de horrores en el reinado borrascoso y terrible de Pedro. Los hombres de Castilla en esta miserable época parece que no tenían espíritu sino para aborrecer, ni brazos sino para destruir. ¿Cómo era posible que en medio de la agitación de aquellas turbulencias pudiese lucir tranquilamente la antorcha del ingenio, ni oírse los cantos de las musas? Así es que sólo se cuenta en ella un cortísimo número de poetas: Juan Ruiz, arcipreste de Hita; el infante don Juan Manuel, autor del Conde Lucanor; el judío don Santo, y Ayala el cronista. Los versos de estos escritores unos se han perdido, otros existen todavía inéditos; habiendo salido solamente a la luz pública los del Arcipreste, que por fortuna son tal vez los más dignos de conocerse.

El argumento de sus poesías es la historia de sus amores, interpolada con apólogos, alegorías, cuentos, sátiras, refranes, y aún devociones. Vencía este autor a todos los anteriores, y pocos le aventajaron después, en facultad de inventar, en vivacidad de fantasía y de ingenio, en abundancia de chistes y de sales; y si hubiera tenido cuenta con elegir o seguir metros más determinados y fijos, y su dicción fuera menos informe y pesada, esta obra sería uno de los monumentos más curiosos de la edad media. Pero la rudeza de las formas exteriores hace insufrible su lectura. Sean muestras de su versificación y estilo las coplas siguientes, en que el poeta pide a Venus que interponga su favor para con una dama a quien amaba, la cual era, según la pinta,

    De talle muy apuesta, de gestos amorosa,

Donegil muy lozana, plasentera et fermosa,

Cortés et mesurada, falaguera, donosa,

Graciosa et risueña, amor de toda cosa...

Señora doña Venus, muger de don Amor,

Noble dueña, omillome yo vuestro servidor,

De todas cosas sodes vos el Amor señor,

Todos vos obedescen como a su facedor.

Reyes, duques, et condes, e toda criatura

Vos temen e vos sirven como a vuestra fechura,

Complid los míos deseos, e dadme dicha e ventura,

Non me seades escasa, nin esquiva, nin dura...

So ferido e llagado, de un dardo so perdido,

En el corazón lo trayo encerrado et escondido;

Non oso mostrar la laga, matarme ha si la olvido,

E aún desir non oso el nombre de quien me ha ferido.

El color he perdido, mis sesos desfallescen,

La fuerza non la tengo, mis ojos non parescen,

Si vos non me valedes, mis miembros desfallecen.


Venus, entre otros consejos, le dice:

    Toda mujer que mucho otea, o es risueña,

Dil'sin miedo tus coitas, non te embargue vergueña,

Apenas de mil una te desprecie...

Si la primera onda de la mar airada

Espantase al marinero cuando viene turbada,

Nunca en la mar entrarie con su nave ferrada,

Non te espante la duela la primera vegada.

Con arte se quebrantan los corazones duros,

Tómanse las cibdades, derribanse los muros,

Caen las torres altas, álzanse pesos duros,

Por arte juran muchos, por arte son perjuros!

Por arte los pescados se toman so las ondas, etc.


Podríanse citar otros trozos mucho más picantes, entre ellos la descripción del poder del dinero, que tiene una mordacidad y una libertad de que difícilmente se hallarán ejemplos en otros escritores de dentro y fuera de España en aquel tiempo, aunque entrase en la comparación el independiente Dante; o la chistosa apología y alabanza de las mujeres chicas, que empieza:

    Quiero vos abreviar la predicación;

Que siempre me pagué de pequeño sermón,

E de dueña pequeña, et de breve rasón;

Ca de poco et bien dicho se afinca el corazón, etc.


Pero bastan a mi propósito los ejemplos citados. Alguna vez el poeta, cansado acaso de la monotonía y pesadez, varía del metro que generalmente usa, y introduce otra combinación de rimas en cantigas que mezcla con se narración; como, por ejemplo, la siguiente:

    Cerca la tablada

La sierra pasada

Fallem con aldara

A la madrugada.

Encima del puerto

Coidé ser muerto

De nieve e de frío;

E de ese rocío,

E de grand helada.

A la decida

Di una corrida,

Fallé una serrana,

Fermosa, lozana,

E bien colorada.

Dixe yo a ella

Homillome, bella, etc.


Don Tomás Antonio Sánchez ha publicado las obras de casi todos los autores mencionados con ilustraciones excelentes, así para dar noticia de ellos como para la inteligencia del texto, que la ancianidad y rudeza del lenguaje y los vicios de los códices han oscurecido a porfía. Allí están como en una armería estas venerables antiguallas: objetos preciosos de curiosidad para el erudito, de investigaciones para el gramático, de observación para el filósofo y el historiador; pero que el poeta, sin gastar tiempo en estudiarlos, saluda con respeto, como a la cuna de su lengua y de su arte.

Artículo II.

De nuestra poesía hasta el tiempo de Garcilaso.

Uno y otro se presentan ya mas formados y vigorosos en los versos escritos por los poetas del siglo XV; y no es de extrañar este progreso si se atiende a la muchedumbre de circunstancias que entonces concurrieron para favorecer a la poesía. Los juegos florales, establecidos en Tolosa a mediados del siglo anterior, y traídos por los reyes de Aragón a sus estados en fines del mismo, el concurso de ingenios que contendían por ganar los premios señalados en estas solemnidades, las ceremonias observadas en ellas, la consistencia y consideración dada al arte de trovar, la afición de los príncipes, los libros antiguos más generalmente conocidos, las luces que ya brotaban por todas partes y deshacían la caliginosa niebla de tantos siglos bárbaros, la imitación de la Italia, que, más feliz y más pronta, se había ilustrado primero: todo contribuyó poderosamente a la acogida que logró este arte, la primera que se cultiva cuando los pueblos se acercan a su civilización. Así al echar la vista a los antiguos Cancioneros, donde están recogidas las poesías de esta época, lo primero que se admira es la muchedumbre de autores, y lo segundo su calidad. Juan el Segundo, que se complacía mucho en oír los decires rimados, y a veces también rimaba, introdujo este gusto en su corte, y casi todos los grandes, a imitación suya, o le protegían o le cultivaban. Coplas hacía el condestable don Álvaro, copias el duque de Arjona, copias el célebre don Enrique de Villena, coplas el marqués de Santillana, coplas, en fin, otros ciento tanto o más ilustres que ellos.

La forma que se había dado a la versificación era mucho menos imperfecta que la de los siglos anteriores. Prevalecían las coplas de arte mayor y los versos octosílabos sobre la pesadez fastidiosa del alejandrino; las rimas cruzadas herían más agradablemente el oído, y no le aturdían con las groseras martilladas del sonsonete cuadruplicado; y el período poético más despejado y rotundo venía de cuando en cuando al espíritu con las pretensiones de la gracia y la elegancia. Suavizóse un poco el austero semblante que el arte tenía, y dejando los largos poemas, las leyendas de devoción y la serie pesada y fastidiosa de preceptos áridos y secas sentencias, se dedicó a argumentos más proporcionados a sus fuerzas; y la pintura del amor y el tono de la elegía eran lo que más comúnmente se sentía en sus acentos. En fin, la lectura de los escritores latinos, más generalizada ya, les enseñaba unas veces el modo de imitar, otras les proporcionaba alusiones, símiles y exornaciones con que engalanar sus versos.

Entre el crecido número de poetas que entonces florecieron, el que más descuella sobre todos, por el talento, saber y dignidad de sus escritos, es Juan de Mena. Este elevó en su Laberinto el monumento más interesante de nuestra poesía en aquel siglo, y con él dejó muy lejos de sí a los otros escritores. El poeta en esta obra se supone con el intento de cantar las vicisitudes de la fortuna, y al tiempo que teme las dificultades de la empresa se le aparece la Providencia, que le introduce en el palacio de aquella divinidad y le sirve de guía y de maestra. Allí primeramente ve la tierra, cuya descripción geográfica hace, y después se descubren las tres grandes ruedas de la fortuna, donde voltean los tiempos pasados, presentes y venideros. Cada rueda se compone de siete círculos, emblemas alegóricos del influjo que los siete planetas tienen en la suerte de los hombres, por las inclinaciones que les dan; y en cada uno hay gentes innumerables que tuvieron la disposición del planeta a quien el círculo pertenece: los castos a la luna, los guerreros a Marte, los sabios a Febo; y así de los demás. La rueda del tiempo presente está en movimiento, las otras dos paradas, y a la de lo futuro cubre un velo de tal modo, que aunque aparecen formas e imágenes de hombres, no deja distinguirlos bien. Concebida la obra bajo este plan, se divide naturalmente en siete órdenes; y el poeta, describiendo lo que ve, o conversando con la Providencia, pinta todos los personajes importantes de que tiene noticia; cuenta los hechos célebres, asigna sus causas, manifiesta cuanto sabe en historia, mitología y filosofía moral y política, y deduce de cuando en cuando preceptos y máximas excelentes para la conducta de la vida y gobierno de los pueblos. Así, el Laberinto, lejos de ser una colección de coplas frívolas o insignificantes, donde a lo más que hay que atender es al artificio del estilo y de los versos, debe ser mirado como la producción de un hombre docto en toda la extensión que aquel tiempo permitía, y como el depósito de todo lo que se sabía entonces.

Si la invención de este cuadro, que sin duda tiene grandiosidad y filosofía, perteneciese exclusivamente a nuestro poeta, su mérito sería infinitamente mayor, y no se le pudiera negar el don del genio en una parte tan principal. Pero siendo ya conocidas entre nosotros las terribles visiones de Dante y los triunfos de Petrarca, el esfuerzo de espíritu necesario para crear el plan y argumento del Laberinto aparece mucho menor, no habiendo hecho Mena mas que imitar a estos escritores, variando el sitio de la escena en que coloca su mundo alegórico. Los pensamientos son nobles y grandes, las miras justas y honestas. Se le ve tomar fuerzas de su asunto y apostrofar aquí al monarca castellano, advirtiéndole que sus leyes no sean telas de araña, y que deben contener igualmente a los grandes que a los pequeños; en otra parte pedirle que reprima el horror que iba introduciéndose en los lares domésticos, de envenenarse los esposos; ya indignarse de la barbarie con que se habían quemado los libros de don Enrique de Villena62 , ya mostrar los estragos y desórdenes de Castilla, como castigo del reposo en que los grandes dejaban a los infieles, por atender solamente a su ambición y a su codicia.

Los pedazos que van al frente de esta colección manifestarán el carácter de su fantasía, de su versificación, de su estilo y su lenguaje. Él se expresa generalmente con más fuerza y energía que gracia y delicadeza; su marcha es desigual, sus versos, a veces valientes y numerosos, decaen otras por falta decadencia y de medida; su estilo, animado, vivo y natural en partes, de cuando en cuando toca en hinchado o en trivial; en fin, la lengua en sus manos es una esclava que tiene que obedecerle y seguir de grado o fuerza el impulso que le da el poeta. Ninguno ha manifestado en esta parte mayor osadía ni pretensiones más altas: él suprime sílabas, modifica la frase a su arbitrio, alarga o acorta las palabras, y cuando en su lengua no halla las voces o los modos de decir que necesita, acude a buscarlos en el latín, en el francés, en el italiano, en donde puede. Aún no acabado de formar el idioma, prestaba ocasión y oportunidad para estas licencias, que se hubieran convertido en privilegios de la lengua poética si hubieran sido mayores los talentos de aquel escritor y más permanente su crédito. Los poetas de la edad siguiente, puliendo la rudeza de la dicción, haciendo una innovación en los metros y en los asuntos de sus composiciones, no conservaron la noble libertad y las adquisiciones que en favor de la lengua habían hecho sus antecesores. Si en esto los hubieran seguido, el lenguaje castellano, y sobre todo el lenguaje poético, tan numeroso, tan vario, tan majestuoso y elegante, no envidiaría flexibilidad y riqueza a otro ninguno.

El Laberinto ha tenido la suerte de todas las obras que, saliendo de la esfera común, forman época en un arte. Se ha impreso y reimpreso diferentes veces, muchos la han imitado, y algunos críticos respetables le comentaron, entre ellos el Brocense. Así ha pasado hasta nosotros, si no leído en su totalidad con placer, por la rudeza del lenguaje y monotonía de la versificación, por lo menos registrado con gusto, citado con oportunidad y mentado siempre con estimación. Mayor respeto se hubiera conciliado si el autor, al proponerse escribir sobre las cosas de su tiempo, se manifestase más ajeno y distante de las maquinaciones y partidos que entonces había en Castilla. Éste era el medio de verlas mejor y de juzgarlas con más independencia. Juan de Mena a la verdad no era continuo en la corte; pero el cronista del Rey, el amigo de don Álvaro de Luna, el corresponsal de los principales señores, no podía llenar debidamente la obligación que había tomado sobre sí. El poema que hoy hacía debía verse mañana por el Condestable, por el Almirante, por el marqués de Santillana, o por cualquiera de los demás ricos-hombres, todos aficionados a la poesía, pero más opuestos todavía entre sí en gustos, intereses y pasiones. ¿Cómo era posible explicarse con entereza y verdad63? Así es que su vigoroso espíritu, no empleando más que la mitad de su fuerza, se quedó muy lejos de la dignidad y altura a que de otro modo pudiera fácilmente elevarse.

Los otros poetas más distinguidos de este siglo fueron el marqués de Santillana, uno de los caballeros más generosos y valientes que hubo en él, hombre docto y poeta fácil y dulce en los amores, cuerdo y grave en las sentencias; Jorge Manrique, que floreció después y que en sus coplas a la muerte de su padre dejó el trozo de poesía más regular y puramente escrito de aquel tiempo; Garci Sánchez de Badajoz, que escribió coplas con mucho calor y agudeza; en fin, Macías, anterior a todos, autor de solas cuatro canciones, pero que no será olvidado jamás, por sus amores y muerte deplorable64.

Se engañaría cualquiera que buscase en los Cancioneros antiguos una poesía constantemente animada, interesante y agradable. Después de haber visto tal cual composición en que la indulgencia con que se lee suple a las veces por el mérito que le falta, el libro se cae de las manos y no se vuelve a coger con facilidad. Es cierto que frecuentemente se encuentra un pensamiento ingenioso, una imagen oportuna y una copla bien construida; pero allí mismo se tropieza con puerilidades, bajezas, trivialidades, versos informes, rimas indeterminadas. Se ve luchar al escritor con la dureza de la lengua, con la pesadez de la versificación; y a pesar de los esfuerzos que hace, vencido de la dificultad, no atinar ni con la verdadera expresión ni con la bella armonía. Conocían y manejaban a Virgilio, Horacio, Ovidio, Lucano y demás poetas antiguos; pero si a veces se servían de ellos con oportunidad, más frecuentemente abusaban de su lectura para alusiones incoherentes o absurdas, y para hacer ostentación de pueril e impertinente pedantería65. No acertaban a imitar de ellos la sencillez de sus planes y el admirable artificio con que en sus composiciones sabían desenvolver y vigorizar un pensamiento, y sostener y graduar el efecto desde el principio hasta el fin. Por último, los versos, aunque más tolerables que los del tiempo antiguo, tenían el gran inconveniente de la monotonía, y de no poderse acomodar a la variedad, elevación y grandeza que deben tener los períodos poéticos, según las imágenes, afectos y pensamientos que encierran.

Artículo III.

Desde Garcilaso hasta los Argensolas.

Se atribuye generalmente a Juan Boscán la introducción en nuestra poesía de los endecasílabos y artificio de la versificación italiana. Andrés Navagero, embajador de Venecia en España, aconsejó a Boscán esta novedad, que, empezada por él, y seguida de Garcilaso, Mendoza, Acuña, Cetina y otros buenos ingenios, hizo enteramente mudar de semblante el arte. No porque ya no se conociesen antes de él los endecasílabos en Castilla. Hay algunos en el Conde Lucanor, escrito en el siglo XIV; y el marqués de Santillana en el XV compuso muchos sonetos al modo que los italianos. Pero estos ensayos no habían tenido consecuencia; y sólo al tiempo de Boscán fue cuando se dedicaron generalmente a esta clase de versificación. Y si bien yo creo que más influjo tuvo en esto la relación íntima que ya por aquel tiempo había entre las dos naciones, que la autoridad de un poeta mediano como Boscán, todavía, sin embargo, es muy glorioso para él haber sido autor de tan feliz revolución, y contribuir con su ejemplo y sus esfuerzos a establecerla.

Pero los que se hallaban bien con la versificación antigua, levantaron al instante el grito contra la innovación, y trataron a sus fautores como reos de esa poesía y alevosos a la patria. Al frente de ellos Cristóbal de Castillejo, en las sátiras que escribía contra los Petrarquistas (que así los llamaban ), comparaba esta novedad a las que Lutero introducía entonces en la fe; y haciendo comparecer en el otro mundo a Boscán y a Garcilaso ante el tribunal de Juan de Mena, Jorge Manrique y otros trovadores del tiempo anterior, ponía en su boca el juicio y condenación de las nuevas rimas. A este fin supone que Boscán dice un soneto y Garcilaso una octava delante de sus jueces, y luego añade:

    Juan de Mena, como oyó

La nueva troba pulida,

Contentamiento mostró,

Caso que se sonrió

Como de cosa sabida.

Y dijo: según la prueba

Once sílabas por pie,

No hallo causa porqué

Se tenga por cosa nueva,

Pues yo también las usé.

Don Jorge dijo: no veo

Necesidad ni razón

De vestir nuestro deseo

De coplas que por rodeo

Van diciendo su intención.

Nuestra lengua es muy devota

De la clara brevedad,

Y esta trova a la verdad

Por el contrario denota

Obscura prolijidad...

Cartagena dijo luego,

Como práctico en amores:

Con la fuerza de este fuego

No nos ganarán el juego

Estos nuevos trovadores.

Muy melancólicas son

Estas trovas a mi ver,

Enfadosas de leer,

Tardías de relación,

Y enemigas de placer.


Si Juan de Mena y Manrique hubieran podido manifestar entonces algún sentimiento, fuera el de no hallar establecida ya la versificación nueva cuando escribieron; el genio fogoso y atrevido del uno, el grave y sesudo del otro habrían hallado para la expresión de sus pensamientos y pinturas un instrumento a propósito en el endecasílabo. Hubieran conocido al instante que las copias de arte mayor, reducidas a sus elementos, eran una combinación continua y cansada de versos de seis sílabas; que los octosílabos aconsonantados servían más para el epigrama y el madrigal que para la grande poesía; y que las coplas de pie quebrado, esencialmente opuestas a toda armonía y a todo placer, no debían sostenerse. Esto no lo podía conocer Castillejo: escribía sí la lengua castellana con propiedad, facilidad y pureza; pero el numen, la invención, las imágenes altas y animadas, la fuerza del pensamiento, el calor de los afectos, la variedad, la armonía; todas estas dotes, sin las cuales, o a lo menos sin muchas de ellas, nadie es considerado poeta, todas le faltaban. Así, no es de extrañar que, encastillado en sus coplas, suficientes para la expresión de los pensamientos agudos e ingeniosos en que abundaba, desconociese la necesidad que tenía nuestra poesía de la versificación nueva para salir de su infancia. Ésta tenía más libertad y soltura, daba oportunidad para variar las pausas y las cesuras, y presentaba a la infinita variedad de formas que tiene la imitación la muchedumbre de combinaciones que puede recibir la colocación de los versos largos y cortos. Tales ventajas se lograban con el nuevo sistema, y todas fueron reconocidas por los nuevos ingenios que las adoptaron; pero para ello era preciso tener la cualidad de poeta, y Castillejo, rigorosamente hablando, no la tenía.

Esta circunstancia era para la disputa mucho más necesaria de lo que parece, pues aunque no hubiese la grande diferencia que existía entre unos y otros metros, siempre llevaría la palma aquel partido que pusiese en su favor mejores versos y composiciones más agradables. En tal posición el solo talento de Garcilaso debía anonadar, como lo hizo, y convertir en polvo a todos los copleros. ¡Cosa verdaderamente extraña, por no decir admirable! Un joven que muere a la edad de treinta y tres años, entregado a la carrera de las armas, sin estudios conocidos, con sólo su particular talento, auxiliado de su aplicación Y buen gusto, saca de repente a nuestra poesía de su infancia la encamina felizmente por las huellas de los antiguos y de los más célebres modernos que entonces se conocían; y rivalizando a veces con ellos, la engalana con arreos y sentimientos propios, Y la hace hablar un lenguaje puro, armonioso, dulce y elegante. Su genio, más delicado y tierno que fuerte y elevado, se inclinó de preferencia a las imágenes dulces del campo y a los sentimientos propios de la égloga y la elegía. Tenía una fantasía viva y amena, un modo de pensar decoroso y noble, una sensibilidad exquisita; y este feliz natural, ayudado del estudio de los antiguos y de la comunicación con los italianos, produjo aquellas composiciones que, aunque tan pocas, se conciliaron al instante una estimación y un respeto que los tiempos siguientes no han cesado de confirmar.

Desearan algunos que se hubiese entregado más a sus propias ideas y sentimientos; que estudiando igualmente a los antiguos, no se dejase llevar tanto del gusto de traducirlos, y que no abandonase las imágenes y afectos que su excelente talento le sugería, por las imágenes y afectos ajenos; que ya que en la mayor parte es un modelo de cultura y de elegancia, hubiera hecho desaparecer algunos rastros que tiene de la rudeza y desaliño antiguo; por último, quisieran que la disposición de sus églogas tuviese más unidad, y hubiese más conexión entre las personas y objetos que intervienen en ellas. Pero estos defectos no pueden contrapesar las muchas bellezas que aquellas poesías contienen, y es privilegio concedido a todos los que abren una nueva carrera el poder errar sin que su gloria padezca. Garcilaso es el primero que dio a nuestra poesía alas, gentileza y gracia, y para esto se necesitaban más talento y más fuerza, sin comparación alguna, que para evitar las faltas en que la necesidad, su juventud y la flaqueza indispensable en la naturaleza humana le hicieron caer.

A las prendas sobresalientes que tiene como poeta se añade la de ser el escritor castellano que manejó en aquel tiempo la lengua con más propiedad y acierto. Muchas voces y frases de sus contemporáneos, muchas de otros autores posteriores han envejecido ya y desaparecido; el lenguaje de Garcilaso, al contrario, si se exceptúan algunos italianismos que su continuo trato con aquella nación le hizo contraer, está vivo y floreciente aún, y apenas hay modo de decir suyo que no se pueda usar oportunamente hoy día.

Tantas especies de mérito reunidas en un hombre solo excitaron la admiración de su siglo, que le dio al instante el título de príncipe de los poetas castellanos: los extranjeros le llaman el Petrarca español; tres escritores célebres le han ilustrado y comentado, entre ellos Fernando de Herrera; infinitas veces se ha impreso, y todos los partidos y sectas poéticas le han respetado. Sus bellos pasajes corren de boca en boca por todos los que gustan de pensamientos tiernos y de imágenes apacibles; y si no es el más grande poeta castellano, es el más clásico a lo menos, el que se ha conciliado más aplauso y más votos, aquel cuya reputación se ha mantenido más intacta, y que probablemente no perecerá mientras haya lengua y poesía castellana.

El impulso dado por Garcilaso fue seguido de algunos buenos ingenios de su tiempo, que fueron don Hernando de Acuña, Gutierre de Cetina, don Luis de Haro, don Diego de Mendoza y otros pocos; pero todos muy desiguales a él; y para encontrar un escritor en que el arte hiciese algún progreso es preciso buscarle en fray Luis de León. Este hombre doctísimo, versado en toda clase de erudición, inteligente en las lenguas antiguas, enlazado con relaciones de amistad a todos los sabios de su tiempo, fue uno de los escritores a quienes la lengua castellana debió más, por el nervio y propiedad con que la escribía, y el que dio a nuestra poesía un carácter no conocido hasta él. Las canciones y sonetos de Garcilaso estaban escritos en el tono elegíaco y sentimental de Petrarca, y sola su Flor de Gnido era la composición en que se acercó más al carácter de la poesía lírica antigua. Luis de León, llenó de Horacio a quien constantemente estudiaba, tomó de él la marcha, el entusiasmo y el fuego de la oda; y en una dicción natural y sin aparato supo manifestar elevación, fuerza y majestad. Su profesión y su genio le inclinaban más al género lírico moral que al heroico, sin embargo de que su Profecía del Tajo manifieste lo que hubiera podido hacer en este último; pero en aquél dejó unas cuantas odas excelentes, que se acercan mucho, si no igualan, a los modelos que se propuso imitar. Su principal mérito y su carácter en ellas es el de producir pensamientos majestuosos y fuertes, imágenes grandes, sentencias profundas, sin que le cuesten ningún esfuerzo, y con la mayor sencillez. La dicción y el estilo son animados, puros y abundantes, como que salen de un manantial rico y limpio. No es tan feliz en la versificación: aunque dulce, fluido y gracioso en ella, carece de gravedad, y desmaya no pocas veces por falta de número y plenitud. A este defecto se añade otro, mayor todavía en mi dictamen, que es el de que nadie tiene menos poesía cuando el calor le abandona: lánguido entonces y prosaico, ni toca ni mueve ni enajena, y sólo le queda el mérito de su dicción y su estilo, que son sanos siempre y puros, aún cuando no tengan vida ni color.

A este mismo tiempo pertenecen en mi opinión las poesías de Francisco de la Torre, publicadas por Quevedo en 1631. Nadie dudó entonces que estas obras fuesen de un poeta anterior al editor; pero casi en nuestros días un hombre de mucho mérito (don Luis Velázquez) las reimprimió con un discurso al frente, en que aseguró eran una producción de Quevedo, el cual había querido publicar con nombre ajeno sus versos amatorios. La absoluta ignorancia en que se está de la calidad y circunstancias del tal Francisco de la Torre; el ejemplar de Lope de Vega que había publicado, con el nombre de Burguillos, poesías conocidamente suyas; la semejanza de estilo que creía ver Velázquez entre estos versos y los de Quevedo, con otras razones menos importantes, fueron los fundamentos de esta opinión, que por entonces se siguió sin contradicción alguna.

Pero estas pruebas no pasan de meras conjeturas, que, además de no afianzarse en hecho ninguno positivo, quedan desvanecidas al instante que se examinan la naturaleza y carácter de aquellas poesías. El que no sepa distinguir los versos de Quevedo de los de Garcilaso u otro cualquiera poeta de la época anterior, ese sólo podrá confundir con él a Francisco de la Torre. No son bastante prueba de semejanza unos cuantos versos rebuscados en las obras de uno y otro, sacados de su lugar, confundidos entre sí, y que ni aún de este modo tienen, si bien se miran, la semejanza de estilo que se supone. Para saber si las poesías de Francisco de la Torre pueden ser o no de Quevedo, es preciso, después de leer las primeras, buscar en la Erato o Euterpe del segundo las poesías que allí se dan por pastoriles; entonces es cuando se palpa la enorme diferencia que hay entre uno y otro, ya se mire la dicción, ya el estilo, ya los versos, ya las imágenes, ya la composición, ya el todo. No es posible equivocarlos, como no es posible equivocar jamás a las mujeres que son bellas naturalmente con las que se martirizan para parecerlo.

Con efecto, estas poesías de Francisco de la Torre son de los frutos más exquisitos que dio entonces nuestro Parnaso. Todas pastoriles, sus imágenes, sus pensamientos y su estilo no desdicen nunca de este carácter, y guardan la propiedad más rigurosa con él. Sus dotes más eminentes son la sencillez de la expresión, la viveza y ternura de los afectos, la lozanía y amenidad risueña de la fantasía. Ningún poeta castellano ha sabido como él sacar de los objetos campestres tantos sentimientos tiernos y melancólicos: una tórtola, una cierva, un tronco derribado, una yedra caída le sorprenden, le conmueven y excitan su entusiasmo y su ternura. Las imitaciones de los antiguos, en que estas poesías abundan, están refundidas tan naturalmente en su carácter y estilo, que se identifican enteramente con él. Es lástima que a la pureza de su lenguaje no añadiese mayor cuidado en la elegancia, que a veces padece por expresiones y voces triviales y prosaicas. A veces también la locución se manifiesta oscura por dislocaciones u omisiones de expresión, acaso hijas del descuido y corrupción de los manuscritos. Por último, se echa de menos en sus églogas variedad, conocimiento del arte del diálogo, oposición y contraste entre las situaciones de los interlocutores; el poeta que pinta y siente con tanta delicadeza y fuego cuando habla por sí mismo, no acierta a hacer hablar a los otros, y se pierde en descripciones uniformes y prolijas que al fin cansan y fastidian.

Hasta ahora la poesía conservaba las galas naturales y sencillas que había tomado de Garcilaso; y si bien Luis de León le dio alguna elevación y grandeza, se inclinaba más a los argumentos que piden un estilo medio, como son los que presenta la naturaleza campestre. Tenía ornamentos de gusto, pero sin ostentación ni riqueza, y su lenguaje era más puro y gracioso que majestuoso y brillante. Mantenedores de este carácter natural, modesto y sencillo, fueron Francisco de Figueroa, que en su égloga de Tirsi dio el primer ejemplo de buenos versos sueltos castellanos; Jorge de Montemayor, que con su Diana introdujo el gusto y la afición a las novelas pastorales; y Gil Polo, uno de sus continuadores que menos feliz que él en la invención le aventajó mucho en los versos, y casi llegó a oscurecerle. Pero pasando de estos escritores a los andaluces66, ya se ve al arte mudar de gusto, tomar un tono más elevado y vehemente, enriquecer y engalanar la dicción, y manifestar la intención de sorprender y arrebatar; en suma, aspirar al mens divinior atque os magna sonaturum, por donde Horacio caracteriza la verdadera poesía.

Al frente de estos autores debe, sin disputa, nombrarse a Fernando de Herrera, hombre a quien la elocución poética debe más que a ninguno. Su talento era igual a su estudio; y familiarizado con las lenguas latina, griega y hebrea, se dedicó, a imitación de los grandes escritores antiguos, a formar un lenguaje poético que compitiese en pompa y riqueza con el que ellos usaron en sus versos. Es verdad que ya no estaba él en la situación de Juan de Mena, y que no tenía facultades para suprimir sílabas, sincopar frases, mudar terminaciones. Esta parte física de la lengua estaba ya fijada por Garcilaso y sus imitadores, y no podía sufrir alteración. Pero la parte pintoresca podía recibir, y de hecho recibió de él grandes mejoras: valióse mucho de las palabras compuestas que ya había, introdujo otras nuevas, restableció muchos adjetivos olvidados, a que dio nuevo vigor y frescura por la oportunidad con que los aplicó, y usó, en fin, de más frases y modos de decir separados de la lengua usual y común que ningún otro poeta. A este esmero añadió otro no menos esencial, que fue el cuidado de pintar al oído, por medio de la armonía imitativa, haciendo que los sonidos tuviesen analogía con la imagen. Él los rompe o los suspende, los arrastra penosamente o los precipita de golpe, ya los hace rozarse con aspereza, ya tocarse con blandura; en fin, unas veces corren fluidos y fáciles, otras penetran el oído con sosegada y apacible melodía. Estas dotes que tienen los versos de Herrera en el mecanismo de su lenguaje, los hacen distinguir de la prosa en tal manera, que, descompuestos y rotos, perdida su medida y su cadencia, son los que más conservan el carácter pintoresco y divino que les dio el poeta.

Si de las formas exteriores se pasa a las dotes esenciales, puede decirse que nadie sobrepuja a Herrera en fuerza y osadía de imaginación, muy pocos en el calor y vivacidad de los afectos, y ninguno le iguala, si se exceptúa a Rioja, en dignidad y en decoro. La mayor parte de sus poesías se reducen a elegías, canciones y sonetos en el gusto de Petrarca. Fue este poeta el primero que, separándose del modo con que los antiguos habían pintado al amor, dio a esta pasión un tono más ideal y más sublime. Él la acrisoló de la flaqueza de los sentidos, convirtiéndola en una especie de religión, y redujo su actividad a estar continuamente admirando y adorando las perfecciones de la cosa amada, a complacerse en sus penas y martirios y a contar los sacrificios y privaciones por otros tantos placeres. Herrera, apasionado toda su vida por la condesa de Gelves, dio a su amor el heroísmo del amor platónico, y con los nombres de Luz, de Sol, de Estrella y de Eliodora le consagró una pasión fogosa, tierna y constante, pero acompañada de tal respeto y tal decoro, que el pudor no podía alarmarse de ella, ni la virtud ofenderse. En todos los versos que dedicó a este objeto hay más adoraciones, más enajenación de sí mismo, que esperanzas y deseos. Tiene este gusto un inconveniente, que es dar en una metafísica nada inteligible, en un alambicamiento de penas, dolores y martirios muy distante de la verdad y de la naturaleza, y que por lo mismo ni interesa ni conmueve. A este mal, que de cuando en cuando se deja notar en Herrera, se añade que su dicción, demasiado estudiada y esmerada, peca casi siempre por afectación, y no pocas veces por oscuridad. El estilo y lenguaje del amor quieren ir más descargados y ligeros para ser graciosos y delicados. Así Herrera, que sin duda amaba con vehemencia y con ternura, parece, al decir sus sentimientos, más ocupado del modo de expresarlos que del deseo de interesar con ellos; y a esto debe atribuirse que sea de nuestros poetas el que menos versos amorosos ha hecho propios para andar en boca de las gentes.

Pero en donde esta dicción rica y poética luce a la par de su imaginación ardiente y vigorosa es en la oda elevada, donde Herrera, feliz imitador de la poesía griega, hebrea y latina, supo llenarse de su fuego y rivalizar con ella. Este género en su origen estaba muy distante de las ideas ordinarias. El poeta, poseído de una exaltación que no estaba en su mano ni moderar ni regir, cantaba sus versos junto a las aras de los templos, en los teatros públicos, al frente de los ejércitos, en las grandes solemnidades nacionales. El numen que le inspiraba le hacía volar entonces a otras regiones y ver cosas escondidas al común de los hombres. Desde allí, en un lenguaje de fuego y por todas sus circunstancias maravilloso, hacía descender la verdad de lo alto en grandes y fuertes lecciones para los pueblos; abría las puertas del destino, y anunciaba lo futuro; entonaba himnos de gratitud y de alabanza a los dioses y a los héroes, o llenando de furor patriótico y guerrero a los escuadrones armados, los llamaba a los combates y a la victoria. En tal posición, el poeta lírico no debía parecer un hombre como los demás: su agitación, su lenguaje, los números a que le reducía la música con que le cantaba, la audacia de sus figuras, la grandeza de sus pensamientos, todo debía contribuir a considerarle en aquellos momentos de entusiasmo como un ser sobrenatural, un intérprete de la divinidad, una sibila, un profeta.

Tal fue en la antigüedad el carácter de la oda, que después las naciones modernas han introducido con más o menos buen éxito en su poesía. Pero despojada del canto y alejada de las solemnidades y concurrencias numerosas, no ha sido más que un débil reflejo de la inspiración primera. Los grandes poetas modernos han creído que para restituirle el carácter exaltado y divino que tuvo en su origen, era preciso trasplantarla otra vez al país en que nació, y llenarla de las ideas, imágenes y aun frases antiguas. Fue Herrera el primero que la concibió así entre nosotros; Horacio habría adoptado con gusto su canción a Don Juan de Austria; el himno por la batalla de Lepanto respira en todas partes aquel fogoso entusiasmo, y está adornado de las imágenes ricas y frases atrevidas que caracterizan la poesía hebraica; y la canción elegíaca al Rey don Sebastián, animada del mismo espíritu que el himno, está llena de la melancolía y agitación que debía producir en una imaginación viva aquella catástrofe miserable. Hasta en canciones poco interesantes por su asunto y su composición se hallan vuelos osados y dignos de Píndaro, sobresaliendo siempre aquel esmero en la dicción, aquella poesía de estilo, por la cual jamás podrán confundirse tres versos suyos con los de otro ningún poeta. Servirán de muestra en esta parte los siguientes sacados de su canción a San Fernando, que no es de las mejores.

    Cubrió el sagrado Betis, de florida

Púrpura, y blandas esmeraldas llena

Y tiernas perlas la ribera ondosa,

Y al cielo alzó la barba revestida

De verde musgo, y removió en la arena

El movible cristal de la sombrosa

Gruta, y la faz honrosa

De juncos, cañas y coral ornada,

Tendió los cuernos húmidos, creciendo

La abundosa corriente dilatada,

Su imperio en el Océano extendiendo.


Al citar Lope de Vega estos versos como un modelo de locución poética, tan opuesta a las extravagancias del culteranismo, lleno de entusiasmo, exclamaba: «Aquí no excede ninguna lengua a la nuestra, perdonen la griega y latina. Nunca se me aparta de los ojos Fernando de Herrera.»

Sus paisanos le dieron el renombre de Divino, y de todos los poetas castellanos a quienes se dio este título, ninguno le mereció sino él. A pesar de esta gloria y de las alabanzas de Lope, su estilo y sus principios tuvieron pocos imitadores entonces; y hasta el restablecimiento del buen gusto en nuestro tiempo no se ha conocido bien el mérito eminente de su poesía, y la necesidad de seguir sus huellas para elevar la lengua poética sobre la lengua vulgar. Imitóle don Juan de Arguijo en sus sonetos, descargando un poco el estilo del excesivo ornato que tiene en Berrera; pero quien lo mejoró infinitamente más fue Francisco de Rioja, sevillano también como los otros dos, y discípulo de la misma escuela, aunque floreció bastantes años después.

Igual en talento a Herrera, y superior en gusto, Rioja hubiera fijado sin duda los verdaderos límites entre la lengua prosaica y la poética si hubiese escrito más o se conservasen sus composiciones. ¿Cómo es posible que un hombre de tan grande ingenio, y que vivió tantos años, no escribiese más que una canción, una epístola, trece silvas y unos cuantos sonetos? Más fácil de creer es que sus escritos se perdiesen en las diferentes vicisitudes que tuvo su vida, o que yazcan olvidados entre los muchos monumentos literarios que entre nosotros luchan todavía con el polvo y los gusanos. Lo poco suyo que ha quedado es suficiente, sin embargo, a darnos idea de su carácter poético, sobresaliente entre los otros por la nobleza y severidad de la sentencia, por la novedad y elección de los asuntos, por la fuerza y vehemencia de su entusiasmo y su fantasía, y por la excelencia del estilo, que es siempre culto sin afectación, elegante sin nimiedad, sin hinchazón grandioso, y adornado y rico sin ostentación ni aparato. Un mérito que le distingue particularmente es el acierto con que construye sus períodos, los cuales ni dan en secos por la brevedad, ni se arrastran penosamente por prolijos; defecto grande y frecuente en los más de nuestros poetas, cuyas cláusulas, no bien distribuidas, fatigan el aliento cuando se recitan. Bien sé que aún en estas pocas composiciones hay resabios del prosaísmo de los poetas del siglo XVI, y del falso oropel de los del siguiente; pero además de que son rarísimos, debe tenerse presente que no limó él ni dispuso estos versos para publicarlos: disculpa bastante de mayores yerros. Por mucha importancia que se les quiera dar, no podrán quitar la primacía que gozan entre nuestros tesoros poéticos las delicadas silvas a las flores, la magnífica canción a las ruinas de Itálica, y la casi perfecta epístola moral a Fabio.

Al último tercio del siglo XVI corresponden otros poetas, célebres entonces, pero de mérito y orden muy inferior a los ya nombrados: Juan de la Cueva, que pertenece más bien a la historia de la comedia, entre cuyos primeros corruptores se le cuenta comúnmente; Luis Barahona de Soto, autor del poema Las lágrimas de Angélica, aplaudido mucho en su tiempo, y de nadie leído ahora; Pedro de Padilla, escritor recomendable por la pureza de la dicción y fluidez de los versos, pero pobre de imaginación y de calor; y algunos otros que, aunque menos señalados, no dejaron de contribuir a los progresos del arte. A esta época pertenece Pablo de Céspedes, pintor, escultor y poeta, en cuyas bellas octavas sobre la pintura respira frecuentemente el estilo vigoroso y pintoresco de Virgilio. Pertenece, en fin, a la misma Vicente Espinel, inventor de la quinta en la guitarra y de las décimas en la versificación, que de su nombre se llamaron Espínelas. Aunque este poeta carecía de gusto y de doctrina, manejaba la lengua con tanto despejo y pureza, tenía tanto talento y tan buen oído, y sus períodos poéticos son por lo regular tan sueltos, llenos y sonoros, que no es de extrañar la grande estimación en que sus contemporáneos le tuvieron; y su ejemplo contribuyó poderosamente a dar a los versos más facilidad, más número y abundancia.

Artículo IV.

De los Argensolas y otros poetas hasta Góngora.

Ninguno de los autores de este tiempo igualó a los Argensolas en circunspección y en cordura, en facilidad de rimar, y en corrección y propiedad de lenguaje. Son tan sobresalientes en esta última parte, que Lope de Vega decía de ellos que habían venido a Castilla desde Aragón a enseñar la lengua castellana. Su erudición, la severidad de su doctrina, sus conexiones, la grande protección que les dispensó el conde de Lemos, fueron las causas de aquella especie de magisterio que ejercieron sobre sus contemporáneos, y de aquella superioridad reconocida y confirmada por las alabanzas que de todas partes se les prodigaban. Dióseles el título de Horacios españoles, y siempre se les reputó como poetas de primer orden, conservando una opinión casi tan intacta como la del mismo Gascilaso.

Sin intentar disminuir la justa estimación que se les debe ni contender con sus muchos apasionados, yo diría que su fama me parece mucho mayor que su mérito, y que si la lengua les debe mucho, por el esmero y la propiedad con que la escribían, la poesía no tanto, donde su reputación está al parecer más afianzada en los vicios que les faltan que en las virtudes que poseen. En el género lírico son fáciles, cultos, ingeniosos; pero generalmente desnudos de entusiasmo, de grandiosidad, de fantasía. Tampoco en los amores tienen la gracia y la ternura que la poesía erótica pide, y si se exceptúa algún otro soneto de Lupercio, no puede citarse en esta parte composición ninguna de ellos, que merezca llamar la atención y encomendarse a la memoria de los amantes. No hablaré de la Isabela y la Alejandra, porque todos convienen, hasta los menos doctos, que estas composiciones no tienen de tragedias más que el nombre y las muertes fríamente atroces con que se terminan. Su carácter sesudo, la índole de su espíritu, más ingenioso y discreto que florido y expansivo, la sal y el gracejo que a veces sabían esparcir, tenían más cabida en la poesía satírica y moral, donde realmente han sido más felices. Hay en ellos infinidad de rasgos, preciosos algunos por la profundidad y valentía, y muchos por aquella ingeniosidad de pensamiento, aquella facilidad y propiedad de expresión que los constituye proverbiales.

    Y el vulgo dice bien que es desatino

El que tiene de vidrio su tejado

Estar apedreando el del vecino.

La grave autoridad de la moneda

Del áspero desdén nunca ofendida,

Porque jamás oyó respuesta aceda.

Los lechos conyugales y aun las cunas

Mancilla vuestra industria o las abrasa.

El agraz virginal de las alumnas

En las prensas arroja aún no maduro

Sin aguardar tardanzas importunas.

Descoyunta el candado, humilla el muro;

En la familia toda infunde sueño.

Así tal vez fiada en su hermosura

La adúltera gentil con los fingidos

Celos de su consorte se asegura.

Ya se desmaya y turba los sentidos,

Dentro del pecho desleal suspira,

Los ojos a llorar apercibidos.

Culpa a los siervos, con la limpia ira

De los celos legítimos bramando

Su noble esposo crédulo la mira

Enternecido y obligado, y dando

Satisfacción inútil a su aleve,

La abraza y pide el corazón más blando.

Y con los labios abrasados bebe

De su Porcia las lágrimas atroces

Que de los ojos bien mandados llueve.

Cuyo llanto, oh marido, cuyas voces,

Te dirá su escritorio si son fieles

Si con curiosidad lo reconoces.

¡Oh santo Dios! ¡Qué trazas, qué papeles

Pérfidos has de hallar!

Y si es de plata o helado el jarro,

Con el rostro de un sátiro en el pico,

Aplacarte ha la sed más que el de barro

Pues la seguridad con que lo aplico

A la sedienta boca de agua lleno,

¿Darámela en palacio un vaso rico?

En el oro mezclaban el veneno

Los tiranos de Grecia.


Estos pasajes, sacados de varias sátiras de Bartolomé, y otros muchos de mérito igual o superior que pudieran citarse, así de él como de Lupercio, prueban su feliz disposición para esta clase de poesía. Se los ha comparado a Horacio, y sin duda tienen con él más semejanza, sin embargo de la preferencia que Bartolomé daba a Juvenal67 . Pero ¡a cuánta distancia no están de él! La vivacidad, la soltura, la variedad, la concisión, la mezcla exquisita y delicada de censura y de alabanza, el abandono amable y la efusión amistosa que encantan y desesperan en su admirable modelo; todas les faltan y acusan la condescendencia excesiva o el defecto de gusto con que sus contemporáneos les dieron el título de Horacios. La facilidad de rimar les hacía encadenar tercetos sin fin, en que si no se encuentran ripios de palabras, hay muchos de pensamientos Esto hace que sus sátiras y epístolas parezcan frecuentemente prolijas, y aún a veces cansadas. Horacio, por ejemplo, hubiera aconsejado a Lupercio que abreviase la entrada de su sátira a la Marquesilla, y otros muchos pasajes prolijos que hay en ella; a Bartolomé que suprimiese en la fábula del Aquila y la Golondrina la larga enumeración de las aves, inútil e importuna para un poeta, superficial y escasa para un naturalista; hubiera, en fin advertido a uno y otro que los rasgos satíricos, semejantes a las flechas, deben llevar plumas y volar, para herir con ímpetu y certeza. Es triste, por otra parte, ver que no salgan jamás de aquel tono desabrido y desengañado que una vez tornan, sin que la indignación hacia el vicio los exalte, ni la amistad o admiración les arranque un sentimiento ni un aplauso. Elige uno amigos entre los autores que lee, como entre los hombres que trata: yo confieso que no lo soy de estos poetas, que, a juzgar por sus versos, parece que nunca amaron ni estimaron a nadie.

Discípulo del menor Argensola fue Villegas, que si al talento natural hubiera hermanado alguna parte del juicio y sensatez de su maestro, nada dejara que desear en los géneros que cultivó. Él fue el primero que nos dio a conocer la anacreóntica; y si en sus cantinelas y monóstrofes se ofende a veces el gusto con los falsos conceptos, los equívocos y retruécanos que encuentra, más frecuentemente se agrada con la vivacidad, la ligereza y la gracia que la anima, con aquella libertad y travesura tan propias de un muchacho, con aquella cadencia, en fin, y aquel acento que halagan y cautivan el oído y hacen perdonarlo todo. No sucede lo mismo con sus versos mayores: fácil generalmente y numeroso en ellos, rima con desahogo y maestría, y descubre de cuando en cuando un seso y una doctrina muy superiores a sus pocos años. Pero ¿qué son idilios sin sencillez y sin afectos, elegías sin melancolía ni ternura, odas sin elevación ni entusiasmo? Aún cuando estuviesen libres de estos defectos capitales, siempre perderían mucho de su valor por la continua afectación y pedantería, por las locuciones viciosas, antítesis y falsas flores de que abundan68.

Otra novedad intentó, que pedía para arraigarse más fuerzas que las suyas. Probóse a componer sáficos, exámetros y dísticos castellanos; y aunque las muestras que publicó no sean del todo infelices, especialmente en los sáficos, por su analogía con nuestro endecasílabo, no ha tenido después quien le siga en esta empresa. Pide el exámetro una prosodia más determinada y fija que la que tiene nuestra lengua, para contentar el oído, y por lo mismo su imitación es tanto más difícil, por no decir imposible. Sin duda hubiera ganado el arte en el establecimiento de esta novedad, pero para ello se necesitaba que hubiese estado entonces en sus principios; que la lengua, dócil y flexible, se prestase a la voluntad del poeta, y que este tuviese un genio colosal que subyugase a los otros, y les hiciese una ley de versificar como él. Era mal tiempo de introducir otros ritmos aquél en que se conocían tan bellos versos endecasílabos de Garcilaso, León y Herrera; y la consistencia y fijación que tenían la lengua y la poesía no las permitían retroceder a su infancia, como era preciso para adiestrarse en el manejo de la versificación latina.

La reputación de este poeta no correspondió entonces a las esperanzas orgullosas de que se alimentaba, cuando publicó su libro. En él insultó a Cervantes motejó a Góngora, se burló de Lope de Vega; y creyéndose un astro superior que iba a eclipsar a sus contemporáneos, se representó al frente de sus eróticas como sol naciente que amortigua con sus rayos a las estrellas, llevando el arrogante lema: Sicut sol matutinus: me surgente, quid istœ? Aún cuando hubiera reunido en sí los talentos de Horacio, Píndaro y Anacreonte en toda su extensión y pureza, de lo que estaba muy lejos, siempre era imperdonable esta jactancia, que ni aún puede disculparse con sus pocos años. El público es siempre mayor que cualquiera escritor, por grande que sea; y es preciso presentarse delante de él con modestia, a menos de querer pasar o por loco o por necio. Villegas pues irritó impertinentemente a sus iguales, no hizo sensación ninguna en el público, y se atrajo los sarcasmos groseros y mordaces de Góngora, y la reprensión justa y moderada de Lope69. Sepultado en olvido hasta la aparición del Parnaso español, en cuya colección tuvo gran lugar, fue reimpreso por aquel tiempo con un discurso al frente, en que su autor, don Vicente de los Ríos, le atribuyó la primacía de la poesía lírica entre nosotros. Semejante condescendencia, en un hombre de la erudición y gusto exquisito de Ríos, pareció tan extraña como excesiva. Las eróticas a la verdad, consideradas como producción de un joven de veinte y tres años, son una muestra bien extraordinaria de talento; pero de aquí al lugar preeminente en que las coloca aquel elegante humanista hay una distancia muy grande. Así es que una crítica más severa y más justa no ha conservado después a Villegas la palma que tan liberalmente le concedió su biógrafo.

Habían cultivado nuestros poetas hasta este tiempo casi todas las especies de versificación italiana. La octava numerosa y rotunda, el terceto exacto y laborioso, el artificioso soneto, la impertinente sextina, la canción en sus infinitas combinaciones, el verso suelto, aunque por lo común pésimamente manejado70, eran los instrumentos de sus composiciones todas, las cuales venían a ser reflejos más o menos luminosos de la poesía antigua y la toscana. Algunas copias y trovas se hacían, bien que poquísimas, en que duraba el gusto anterior a Garcilaso; pero cuando el uso del asonante se generalizó en el último tercio del mismo siglo XVI, el gusto y afición a los romances se generalizó también, y con ellos se continuó y como que vino a perpetuarse la antigua poesía castellana71.

Desnudos verdaderamente del artificio y violencia a que precisaba la imitación en los otros géneros, cuidándose poco sus autores de que se pareciesen a odas de Horacio o a canciones de Petrarca, y componiéndose más bien por instinto que por arte, los romances no podían tener el aparato y la elevación de las odas de León, Berrera y Rioja. Pero ellos eran propiamente nuestra poesía lírica, en ellos empleaba la música sus acentos, ellos eran los que se oían por la noche en los estrados y en las calles al son del arpa o la vihuela; servían de vehículo y de incentivo a los amores, de flechas a la sátira y a la venganza; pintaban felizmente las costumbres moriscas y las pastoriles, y conservaban en la memoria del vulgo las proezas del Cid y otros campeones. En fin, más flexibles que los otros géneros, se plegaban a toda clase de asuntos, se valían de un lenguaje rico y natural, se vestían de una media tinta amable y suave, y presentaban por todas partes aquella facilidad, aquella frescura, propias solamente de un carácter original que procede sin violencia y sin estudio.

Hay en ellos más expresiones bellas y enérgicas, más rasgos delicados e ingeniosos que en todo lo demás de nuestra poesía. Los romances moriscos principalmente están escritos con un vigor y una lozanía de estilo que encantan. Aquellas costumbres en que se unían tan bellamente el esfuerzo y el amor, aquellos moros tan bizarros y tan tiernos, aquel país tan bello y delicioso, aquellos nombres tan sonorosos y tan dulces: todo contribuye a dar novedad y poesía a las composiciones en que se pintan. Los poetas después se cansaron de disfrazar las galanterías con el traje morisco, y se acogieron al pastoril. Entonces a los desafíos, cabalgatas y divisas sucedieron los campos, los arroyos, las flores las cifras en los árboles; y lo que con esta mudanza perdieron en vigor los romances, lo ganaron en amenidad y sencillez.

La invención en unos y en otros es bellísima, y admira ver con cuán poca esfuerzo y con qué brevedad describen el sitio, el personaje y los sentimientos que le agitan. Aquí es el alcaide de Molina, que entra alarmando a los moros contra los cristianos que les talan los campos; allá es el malogrado Aliatar, que, en medio de la pompa fúnebre que le trae, entra sangriento y difunto por la misma puerta que el día interior le vio salir lleno de lozanía; ya es una simplecilla que, habiendo perdido los zarcillos que le dio su amante, se aflige pensando en las reconvenciones que la esperan; o bien es un pastor que, solo y desdeñado, se ofende de ver que dos tórtolas se besen en un álamo, y las espanta a pedradas.

Los defectos de estas composiciones nacen de la misma fuente que sus buenas prendas, o por mejor decir, son el exceso o el abuso de ellas mismas. Su facilidad y soltura se convierten muchas veces en abandono y desaliño, su ingeniosidad en afectación, los equívocos, los conceptos, las falsas flores se introdujeron en ellos con tanta mayor libertad cuanto más ayudaban tales juguetes a la galantería, que las tenía por discreciones, y porque parecían más disimulables en unas obras que se hacían como jugando. No pueden determinarse fijamente los autores principales de esta poesía; pero la buena época de los romances es aquella en que Lope de Vega, Liaño y otros mil desconocidos aún, no se habían acabado de corromper con el pésimo gusto que después lo abogó todo; comprende la juventud de Góngora y de Quevedo, y termina en el príncipe de Esquilache, que fue el único que después de ellos acertó a dar a los romances el colorido, la gracia y ligereza que antes tuvieron. Pero si este gusto, por una parte, contribuyó a popularizar la poesía y darle mayor amenidad y sol, tura, y a sacarla de los límites de la imitación, a que los anteriores poetas la habían reducido, influyó también para descorregirla y desaliñarla, convidando a este abandono la misma facilidad de su composición. Así es que los poetas que florecieron a fines del siglo XVI y principios del siguiente, más numerosos, más fáciles, más amenos, y sobre todo, más originales que los anteriores, serán al mismo tiempo más descuidados, y tendrán menos artificio, menos esmero y menos pureza y corrección en su dicción y en su estilo.

Vivían en este tiempo los tres poetas que más amenidad, más abundancia y facilidad han poseído. El primero es Valbuena, nacido en la Mancha, educado en Méjico, y autor del Siglo de oro y del Bernardo. Nadie desde Garcilaso ha dominado como él la lengua, la versificación y la rima, y nadie, al mismo tiempo, es más desaliñado y desigual. Su poema, semejante al Nuevo Mundo, donde el autor vivía, es un país inmenso y dilatado, tan feraz como inculto, donde las espinas se hallan confundidas con las flores, los tesoros con la escasez, los páramos y pantanos con los montes y selvas más sublimes y frondosas. Si a veces sorprende por la soltura del verso, por la novedad y viveza de la expresión, por el gran talento de describir, en que no conoce igual, y aún tal vez por la osadía y profundidad de la sentencia, más frecuentemente ofende por su prodigalidad importuna y por su inconcebible descuido. El mayor defecto del Bernardo es su extensión excesiva, siendo moralmente imposible dar a una obra de cinco mil octavas la igualdad y elegancia continuada que son precisas para agradar. Las églogas del Siglo de oro no tienen los defectos de composición que el poema, y gozan en la estimación pública el lugar más próximo a las de Garcilaso. Sin duda le merecen, atendida la propiedad del estilo, la facilidad de los versos, la oportunidad y frescura de las imágenes, y la sencillez de la invención. Si sus pastores no fueran a veces tan rudos, si hubiera tenido un cuidado más constante con la elegancia en la dicción, y con la belleza en los incidentes; si pusiera, en fin, más variedad en la versificación, reducida casi enteramente a tercetos, no dudo que el buen gusto le concediera en esta parte una absoluta primacía.

El segundo de estos poetas es Jáuregui, célebre por su traducción del Aminta, poeta florido, versificador elegante y numeroso. Este escritor es el que con más facilidad y cultura ha expresado sus pensamientos en verso; pero tenía poco nervio y espíritu, y era también escaso en la invención. Su gusto en sus primeros tiempos fue muy puro, como sus rimas lo manifiestan; mas después de haber sido uno de los más acérrimos impugnadores del culteranismo, se dejó al fin arrastrar de la corriente, y en su traducción de la Farsalia, y en su Orfeo se abandonó a todas las extravagancias de que antes se burlaba.

Pero el hombre que recibió de la naturaleza más dones de poeta, y el que más abusó de ellos, fue sin duda Lope de Vega. Don de escribir su lengua con pureza, con claridad suma y con elegancia; don de inventar, don de pintar, don de versificar de la manera que quería, flexibilidad de fantasía y de espíritu para acomodarse a todos los géneros y a todos los tonos, una afluencia que jamás conocía estorbo o escasez; memoria enriquecida con una lectura, si no acendrada, por lo menos grande; aplicación infatigable, que aumentaba la facilidad que naturalmente tenía. Con estas armas se presentó en la arena, no conociendo en su ambiciosa osadía ni límites ni freno. Desde el madrigal hasta la oda, desde la égloga hasta la comedia, desde la novela hasta la epopeya, todo lo recorrió, todos los géneros cultivó, y en todos dejó señales de desolación y talento.

Avasalló el teatro, llamó a sí la atención universal, los poetas de su tiempo fueron nada delante de él. Su nombre era el sello de aprobación para todo: las gentes le seguían en las calles, los extranjeros le buscaban como un objeto extraordinario, los monarcas paraban su atención a contemplarle. Hubo críticos que alzaron el grito contra su culpable abandono, envidiosos que le murmuraban, infames que le calumniaron: ejemplo triste, añadido a los otros muchos que prueban que la envidia y la calumnia nacen con el mérito y la celebridad, puesto que ni la amable cortesanía del poeta, ni la apacibilidad de su genio, ni el gusto con que se prestaba a alabar a los otros, pudieron desarmar a sus detractores ni templar su malignidad. Pero ninguno de ellos pudo arrebatarle el cetro que tenía en sus manos, ni la consideración que tantos y tan célebres trabajos le habían adquirido. Su muerte fue un luto público, su entierro una concurrencia universal; hay un libro de poesías españolas hechas a su muerte, otro de italianas; y viviendo y muriendo, siempre estuvo oyendo alabanzas, siempre cogiendo laureles, admirado como un portento, y aclamado fénix de los ingenios.

¿Qué queda al cabo de dos siglos de toda aquella pompa, de aquellos ruidosos aplausos que entonces fatigaron los ecos de la fama? Al ver que de tantas poesías y poemas como compuso, es muy raro, quizá ninguno, el que puede leerse entero sin que a cada paso choque por su repugnancia; que su obra más estudiada y querida, su Jerusalén72, es un compuesto de absurdos, donde lo poco bueno que se encuentra hace todavía más deplorable el abuso de su talento; que de tantos centenares de comedias apenas habrá una que pueda llamarse buena; en fin, que de tantos millares de versos como su incansable vena produjo, son tan pocos los que han quedado grabados en las tablas del buen gusto, no puede menos de exclamarse: «¿Dónde están pues los cimientos de aquel edificio de gloria levantado en obsequio de un hombre sólo por el siglo en que vivía, y que asombra y da envidia a la imaginación que los contempla desde lejos?»

No era posible que tuviesen otro resultado trabajos hechos con tal precipitación, con semejante olvido de todos los buenos principios y de todos los grandes modelos; sin plan, sin preparación, sin estudio ni atención a la naturaleza. La necesidad de escribir precipitadamente para el teatro, donde él había acostumbrado al público a novedades casi diarias, descompuso y como que relajó todos los resortes de su ingenio, llevando la misma priesa y el mismo abandono a todos sus demás escritos73 . Así es que, a excepción de algunas poesías cortas, en que la buena inspiración del momento podía aprovecharse en él, en todas las otras hay faltas imperdonables de invención, de composición y de estilo. ¡Facilidad fatal, que corrompió en él todo cuanto bueno había! Ella le hizo deslucir la claridad, el número, la elegancia, la sencillez, la afluencia, y aún la fuerza, de que también estaba dotado; dando lugar a figuras impropias, a alusiones históricas o fabulosas, pedantescas e importunas, a explicaciones frías y prolijas de lo mismo que ya ha dicho; en fin, a la flojedad, a la llaneza, a la falta de tono insufrible, en que degeneran la rica abundancia y la candidez amable de su dicción y sus versos.

Era pues bárbaro, se dirá, el siglo que consentía tales extravíos y que daba tanto aplauso a un escritor tan defectuoso. No era bárbaro, aunque sí condescendiente con exceso. Hubo entonces muchos buenos ingenios que deploraban este desorden, pero no podían contrastar al aura popular que la clase de trabajos de Lope se llevaba consigo, y que en algún modo su talento autorizaba. La general dulzura y fluidez de su poesía, la claridad de su expresión, inteligible casi siempre al menos docto; el lenguaje de la galantería fina y culta, que él inventó y puso en uso en las comedias; el decoro y aparato con que autorizó la escena74, los rasgos de sensibilidad viva y delicada que de cuando en cuando presenta, el papel sobresaliente y brillante que las mujeres hacen generalmente en sus obras; en fin, su imperio absoluto en el teatro, donde los aplausos tienen más solemnidad y energía: todas son circunstancias que concurren a disculpar al público de entonces, el cual no era injusto en admirar más a quien más placer le daba75.

Artículo V.

De Góngora y Quevedo, y sus imitadores.

Para dar a la poesía castellana el tono y el vigor que le iban faltando, apenas fueran suficientes Horacio y Virgilio con la grandeza de su ingenio, la perfección de su gusto y la alta protección que disfrutaron. Dos hombres se aplicaron entre nosotros a esta empresa: los dos de gran talento, pero de un gusto depravado y de diferentes estudios. Sus vicios, que participan alguna vez de sus buenas prendas, tuvieron la propiedad de un contagio, y produjeron consecuencias más fatales que el mal mismo que intentaron remediar.

El primero fue don Luis de Góngora, padre y fundador de la secta llamada de los cultos. Todos saben que después de un siglo de adoraciones que logró en los secuaces de su estilo, Luzán y los demás humanistas que restablecieron el buen gusto se aplicaron a destruir la secta, desacreditando a su fundador; y para ellos Góngora y poeta detestable fue todo uno. Mas esto era injusto, y deben distinguirse siempre en este autor el poeta brillante, ameno y lozano, del novador extravagante y caprichoso. Su genio independiente era incapaz de seguir ni de imitar a nadie; su imaginación, en extremo fogosa y viva, no veía las cosas de un modo común; y el colorido débil y pálido de los otros poetas no puede sufrir comparación con la bizarría, si así puede decirse, de su expresión y su estilo. ¿En cuál de ellos se encontrarán períodos poéticos que en riqueza de lenguaje, en lozanía y en número puedan competir con los siguientes?

    Rey de los otros ríos caudaloso,

Que en fama claro, en aguas cristalino,

Tosca guirnalda de robusto pino

Ciñe tu frente y tu cabello ondoso.

   

Raya, dorado sol, orna y colora

Del alto monte la lozana cumbre,

Sigue con apacible mansedumbre

El rojo paso de la blanca aurora;

Suelta las riendas a Fabonio y Flora...


¿En cuál, imágenes más delicadas, más oportunas y más naturalmente expresadas que estas?

    La dulce boca que a gustar convida...

Amantes, no toquéis si queréis vida,

Que entre el un labio y otro colorado

Amor está, de su veneno armado,

Cual entre flor y flor sierpe escondida.

Dormid; que el dios alado,

De vuestras almas dueño,

Con el dedo en la boca os guarda el sueño

Ondeábale el viento que corría

El oro fino con error galano,

Cual verde hoja de álamo lozano

Se mueve al rojo despuntar del día.


No hay en todo Anacreonte un pensamiento tan gentil como el de aquella canción en que, presentando unas flores a su amada, le pide tantos besos como heridas le habían dado las abejas que las guardaban. Si de la poesía italiana se pasa al romance castellano y a las letrillas, Góngora es el rey de este género, que de nadie ha recibido tanta gracia, tantas galas, tanta poesía. Su mérito es tal en esta parte, y los buenos ejemplos tan comunes, que no dejan para demostrarlo otro trabajo que el de escoger. Este trozo bastará al intento, sacado del romance de Angélica y Medoro

Todo es gala el africano:

Su vestido espira olores,

El lunado arco suspende,

Y el corvo alfanje depone.

Tórtolas enamoradas

Son sus roncos atambores,

Y los volantes de Venus

Sus bien seguidos pendones.

Desnuda el pecho anda ella,

Vuela el cabello sin orden;

Si lo abrocha es con claveles,

Con jazmines si lo coge...

Todo sirve a los amantes;

Plumas les baten veloces

Airecillos lisonjeros,

si no son murmuradores.

Los campos les dan alfombras

Los árboles pabellones,

La apacible fuente sueño,

Música los ruiseñores;

Los troncos les dan cortezas

En que se guarden sus nombres

Mejor que entablas de mármol

O que en láminas de bronce.

No hay verde fresno sin letra,

No hay blanco chopo sin mote,

Si un valle «Angélica» suena,

otro «Angélica» responde.


¿Cómo un hombre que poseía esta fuerza y esta abundancia pudo después abandonarse a los delirios lastimosos que le perdieron sin que le quedase ni una sombra de sus excelentes disposiciones? Creyendo que el lenguaje de la poesía se enervaba, y reputando la naturalidad por pobreza, la pureza por sujeción, y la facilidad por abandono, aspiró a extender los límites de la lengua y de la poesía, y diose a inventar un nuevo dialecto que remontase el arte, de la llaneza rastrera a que, según él, estaba reducido. Este dialecto se había de distinguir por la novedad de las palabras o de su aplicación, por la extrañeza y la dislocación de la frase, por la osadía y abundancia de las figuras; y no sólo compuso en él sus Soledades y su Polifemo, sino que afeó del mismo modo casi todos sus sonetos y canciones, salpicando también con él bastantes pasajes de sus romances y letrillas.

Si Góngora, a las excelentes disposiciones que tenía, hubiese juntado la instrucción y el buen gusto que le faltaban; si hubiera hecho de su lengua el estudio profundo que Herrera, y meditado sobre los recursos que presentaba el idioma, atendidos su carácter, su caudal y su armonía, tal vez consiguiera lo que deseaba, y tendría la gloria de ser un restaurador del arte, y no el oprobio de haberle corrompido. Pero le sucedió lo que a todos los que quieren levantar un edificio sin cimientos: dio consigo en un abismo de extravagancias y delirios, en una jerigonza detestable, tan opuesta a la verdad como a la belleza, y que al paso que fue seguida de una muchedumbre de ignorantes, fue reprobada de cuantos conservaban todavía un poco de juicio y sensatez.

«Quiso, dice Lope de Vega, enriquecer el arte y aún la lengua con tales exornaciones y figuras, cuales nunca fueron imaginadas, ni hasta su tiempo vistas... Bien consiguió lo que intentó, a mi juicio, si aquello era lo que intentaba; la dificultad está en recibirlo... A muchos ha llevado la novedad hacia este género de poesía, y no se han engañado, pues en el estilo antiguo en su vida llegaron a ser poetas, y en el moderno lo son en el mismo día, porque con aquellas trasposiciones, cuatro preceptos y seis voces latinas o frases enfáticas se hallan levantados adonde ellos mismos no se conocen ni sé si se entienden. Lipsio escribió aquel nuevo latín, de que dicen los que le saben que se han reído Cicerón y Quintiliano en el otro mundo... Todo el fundamento de este edificio es el trasponer, y lo que le hace más duro es el apartar tanto los sustantivos de los adjuntos donde es imposible el paréntesis... Esto es una composición llena de tropos y figuras; un rostro colorado a manera de los ángeles de la trompeta del juicio, o de los vientos de los mapas... Las voces sonoras, las figuras esmaltan la oración; pues si el esmalte cubriese todo el oro, no sería gracia de la joya, sino fealdad notable. «Y en otra parte dice: «Sin andar a buscar tantas metáforas de metáforas, gastando en afeites lo que falta de facciones, y enflaqueciendo el alma con el peso de tan excesivo cuerpo: cosa que ha destruido gran parte de los ingenios de España, con tan lastimoso ejemplo, que poeta insigne que, escribiendo en sus fuerzas naturales y lengua propia fue leído con general aplauso, después que se pasó al culteranismo lo perdió todo.»

No contento con estas demostraciones de severidad, este hombre apacible, que apenas conocía la malignidad ni la hiel, creyó que debía perseguir aquel contagio a sangre y fuego, y en sus comedias, en las poesías burlescas de Burguillos, en el Laurel de Apolo, y en otras mil partes burló y maldijo semejante poesía, que él caracterizaba de invención odiosa para hacer bárbara la lengua. Auxiliáronle en esta guerra Jáuregui, Quevedo y algún otro; pero sus esfuerzos fueron inútiles, y ellos mismos al fin se vieron precisados a ceder al contagio, pues aunque no se les pueda llamar cultos en todo rigor, adoptaron algunos de los elementos que componían el dialecto, como fueron las trasposiciones violentas, las hipérboles extravagantes y las figuras incoherentes. Góngora entre tanto, que no había conocido jamás ni sujeción ni freno alguno, vomitaba contra sus adversarios los dicterios groseros que su mordacidad le sugería, y fiero y orgulloso con el aplauso de los ignorantes, gozaba en su interior de toda la gloria de un triunfo. A esto se añadió la recomendación que daban a su partido el célebre predicador fray Hortensio Paravicino, por el influjo grande que tenía con los teólogos y oradores sagrados, y el malogrado conde de Villamediana, por el favor secreto y poderoso con que se le suponía en palacio. Los dos imitaron a Góngora y arrastraron consigo a otros escritores de menor crédito, propagándose así este bárbaro lenguaje hasta mediados del siglo pasado, en que Luzán y los demás buenos críticos lograron al cabo desterrarle enteramente.

Al mismo tiempo que los cultos, vinieron los conceptistas, los equivoquistas y los fríamente sentenciosos, entre quienes descuella don Francisco de Quevedo, así por su mérito como por su influjo en el nacimiento y progresos de estas sectas diversas. Quevedo para algunos es el padre de la risa, el tesoro de los chistes, la fuente de las sales, el inventor de tantas frases y refranes felices; en una palabra, el maestro de la agudeza y de la jocosidad. Para otros, al contrario, es un hombre ominoso a la belleza y decoro del ingenio: «su espíritu, dicen, en vez de ser festivo, es chocarrero; él ha empobrecido la lengua, privándola de infinitos modos de decir que, antes nobles y decentes, son ya por culpa suya bajos e indecorosos; y si alguna vez divierte, es por la extravagancia original de sus delirios.» Estos dos juicios tan encontrados son al mismo tiempo verdaderos, y considerando atentamente el carácter de este escritor, se ve cuánto fundamento tienen unos y otros para sus críticas y sus aplausos. Quevedo era extremado: de la misma manera que nadie en lo serio ostenta una gravedad tan seca y una moral tan austera, nadie en lo jocoso muestra un humor tan festivo, tan libre y tan abandonado. La elección de sus asuntos se resiente también de esta contrariedad. Alguaciles, escribanos, terceras, maridos fáciles, rufianes y mujercillas componen generalmente el fondo de sus bufonadas, y es preciso confesar que muchas veces los zahiere maestramente. Teólogo y estoico por otra parte, traduce a Epitecto, comenta a Séneca, interpreta la Escritura, y se enreda en vanos laberintos de metafísica: trabajos perdidos, que en su mayor parte ya no se leen, y que apenas tienen otro mérito que el de su erudición inmensa.

De esta contradicción nace tal vez el esfuerzo y la violencia con que procede en los dos géneros. Su estilo, en prosa como en verso, en lo serio como en lo jocoso, es siempre cortado, sin trabazón ninguna, sin progresión, y sacrificando casi siempre la naturaleza y la verdad a la exageración y a la hipérbole. Su imaginación era vivísima y brillante, pero superficial y descuidada; y el genio poético que le anima centellea y no inflama, sorprende y no conmueve, salta con ímpetu y con fuerza, pero no vuela ni toma nunca una elevación sostenida. La manía, o más bien la rabia, de expresar las cosas con novedad, le hará llamar «ley de arena» a la orilla del mar, al amor «guerra civil de los nacidos», «rústico libro escrito en esmeralda» a los troncos donde están grabadas las cifras de los amantes. En los versos burlescos amontonará las alusiones forzadas, los equívocos y los despropósitos. Un jaque, para denotar cuán sentida ha sido su desgracia, dirá que le han llorado soga a soga, y no hilo a hilo; dirá que ha tenido más «grillos que el verano, más guardas que el monumento, más registros que el misal». Yo bien sé que Quevedo se divierte frecuentemente con lo que escribe, y delira porque quiere; sé que los equívocos tienen su lugar propio en estas composiciones, y que nadie los ha usado con más felicidad que él. Pero todo tiene su término; y amontonados con semejante prodigalidad, en vez de agradar, causan fastidio.

La misma incorrección y mal gusto que hay en su estilo, compuesto de frases y voces altas y nobles unidas a otras triviales y bajas, se halla en sus imágenes y pensamientos, los cuales se ven mezclados unos con otros sin economía, sin juicio y sin decoro. El soneto siguiente hará ver esta miserable confusión mejor que descripción ninguna:

    Falleció César fortunado y fuerte

Ignoran la piedad y el escarmiento

Señas de su glorioso monumento;

Porque también para el sepulcro hay muerte.

Muere la vida, y de la misma suerte

Muere el entierro rico y opulento,

La hora con oculto movimiento

Acalla el grito que la fama vierte.

Devanan sol y luna noche y día

Del mundo la robusta vida; ¿y lloras

Las advertencias que la edad te envía?

Risueña enfermedad son las auroras,

Lima de la salud es su alegría,

Licas, sepultureros son las horas.


A pesar de estos defectos, que sin duda alguna son grandes, Quevedo será leído con estimación, y admirado justamente en muchos pasajes. En primer lugar, sus versos son de ordinario llenos y sonoros, sus rimas ricas y fáciles. Y aunque este mérito, el primero que debe tener un poeta, no sea el principal, nuestro escritor sabe acompañarle de muchos rasgos excelentes, unos por la viveza de los colores, otros por la robustez y el vigor. Su poesía, nerviosa y fuerte, va impetuosamente a su fin; y si sus movimientos se resienten demasiado de los esfuerzos, afectación y mal gusto del escritor, se la ve marchar no pocas veces con una fiereza, una audacia y una singularidad que sorprende. Sus versos de cuando en cuando salen del fondo general, y sin necesidad del auxilio de los otros vienen a herir el oído con su vibración fuerte y sonora, o a grabarse en la mente por la profundidad de la sentencia que contienen, o por la novedad y energía de la expresión. De nadie se pueden citar tantos bellos versos aislados como de él; de nadie períodos poéticos más pomposos y valientes:

    Todas matronas y ninguna dama.

Joya era la virtud pura y ardiente.

Fatigó su furor el hemisferio.

Faltar pudo su patria al grande Osuna.

Vencida de la edad sentí mi espada.

De amenazas del ponto rodeado,

Y de enojos del viento sacudido,

Tu pompa es la borrasca, y su gemido

Más aplauso te da que no cuidado.

Reinas con majestad, escollo osado,

En las iras del mar.

De estéril osas acusar al suelo

Porque a los gritos tuyos ne se mueve;

¿Presumes, necio, de mandar la nieve,

Y al invierno tasar quieres el hielo?

Y antes que los desórdenes del vientre

Satisfagan sus ímpetus violentos,

Yermos han de quedar los elementos

Para que el orbe en sus angustias entre.


Al encontrar en sus obras estos pasajes brillantes, después de tributarles la justa admiración que se les debe, no puede menos de sentirse un movimiento de indignación, viendo el lastimoso abuso que Quevedo ha hecho de sus talentos, y empleados en equilibrios vinos y suertes de volteador los vigorosos músculos y fuerzas de un Alcides.

Amigo de Quevedo fue don Francisco Manuel Melo, portugués, y escritor tan infatigable como activo político y guerrero. Manejaba con igual facilidad el idioma castellano que el suyo nativo; y poeta, historiador, moralista, autor político, militar y aún ascético, es sobresaliente en algunos de estos ramos, y en ninguno despreciable. El libro de sus versos es rarísimo, y aunque algunos le han hecho imitador de Góngora, tiene más puntos de semejanza con Quevedo. El mismo gusto en versificar, la misma austeridad de principios, la misma afectación de sentencia, la misma copia de doctrina. Tiene además con Quevedo la conformidad de haber publicado sus versos distribuidos por musas, bien que tres de ellas están en portugués. Hay en el español colores más brillantes y rasgos más valientes, en Melo más sobriedad y menos extravagancias. Su estilo, aunque elegante y culto, apenas tiene poesía; y sus versos amatorios carecen de ternura y de fuego, como sus odas de entusiasmo y de elevación. Tampoco tenía índole para los muchos versos burlescos de que está lleno el gran volumen de sus poesías; mas cuando la materia es seria y grave, entonces su filosofía y su doctrina le sostienen, y su expresión iguala a sus ideas naturalmente inclinado a las máximas y a las sentencias, era más a propósito para las poesías morales, para la epístola principalmente, en que la fuerza y la severidad del pensamiento se combinan mejor con una fantasía templada y poco profunda. En este género, si no es siempre un gran pintor, es por lo menos castigado y severo en el lenguaje y estilo, sonoro en los versos, grave y elevado en los pensamientos, moralista respetable en el carácter y en los principios. Sin embargo de estas prendas, los títulos de su gloria como escritor están más bien afianzados en sus obras prosaicas: en el Eco político, por ejemplo, en su Aula militar, y sobre todo en la Historia de las alteraciones de Cataluña, la producción más sobresaliente de su pluma, y quizá la mejor obra de su clase que hay en castellano.

La poesía entre tanto agonizaba: martirizada por estos energúmenos, no podía recobrar su belleza y su frescura coja el auxilio de algunos pocos que todavía componían con circunspección y escribían con más pureza. Rebolledo no tenía fuerza ni fantasía, y sus escritos no son otra cosa que una prosa rimada. Esquilache, aunque con alguna más gracia en los romances, lamido y amanerado, carecía también del espíritu y nervio necesario para composiciones más altas. Ulloa nada hizo bueno sino su Raquel. Solís, en fin, que se mostró alguna vez poeta en sus comedias, y frecuentemente en su historia, no es más que un coplero en sus poesías líricas, que ya nadie lee. ¿Cómo pudieran las endebles fuerzas de estos escritores eunucos levantar el arte del abismo en que se hallaba? Ya no era posible: el mal gusto estaba sancionado y reducido a teoría en la obra extravagante y singular de Gracián, Agudeza y arte de ingenio, que es un arte de escribir en prosa y verso, fundado en los principios más absurdos, y apoyado con ejemplos buenos y malos, confundidos entre sí de la manera más repugnante Este mismo Gracián es el que compuso un poema descriptivo sobre las estaciones con el título de Selvas del año: el primero, según creo, que se ha escrito en Europa sobre este asunto, y sin duda alguna el peor. Para muestra de su estilo y de la risible degradación a que había llegado la poesía, bastarán los versos siguientes, sacados de la Entrada del estío:

    Después que en el celeste anfiteatro

El jinete del día

Sobre Flegonte toreó valiente

Al luminoso toro,

Vibrando por rejones rayos de oro;

Aplaudiendo sus suertes

El hermoso espectáculo de estrellas,

Turba de damas bellas,

Que a gozar de su talle, alegre mora

Encima los balcones de la aurora;

Después que en singular metamorfosis

Con talones de pluma

Y con cresta de fuego,

A la gran multitud de astros lucientes,

Gallinas de los campos celestiales,

Presidió gallo el boquirubio Febo

Entre los pollos del tindario huevo.


No hay más que ver ni más que decir: todo el poema está escrito de este modo bárbaro y ridículo, y es una prueba tan evidente como triste de que, ya no quedaban principios ningunos de imitación ni vestigios de elocuencia. Los ornatos propios del madrigal y del epigrama pasaron a los géneros mayores, y todo se volvió conceptos, retruécanos, equívocos y antítesis. Así acabó la poesía castellana: en su juventud más tierna le bastaron para adorno las flores del campo con que la había engalanado Garcilaso; en las buenas composiciones de Herrera y de Rioja se presenta con la ostentación de una hermosa dama ricamente ataviada; en Valbuena, Jáuregui y Lope de Vega, aunque con alguna libertad y abandono, conserva todavía gentileza y hermosura; pero desfiguradas sus formas con las contorsiones a que la obligan Góngora y Quevedo, se abandona después a la turba de bárbaros que acaban de corromperla. Desde entonces sus movimientos son convulsiones, sus colores, postizos; sus joyas, piedras falsas y oropel grosero; y vieja y decrépita, no hace más que delirar puerilmente, secarse y perecer.

Artículo VI.

Reflexiones generales.

Si en este estado se echa una ojeada por los pasos que había dado el arte en poco más de un siglo que había tenido de vida, se verá que nada había dejado por intentar. Estaban traducidos todos o buena parte de los autores antiguos; se habían hecho poemas épicos de todas clases; el teatro había tomado una extensión, y presentaba una abundancia, que tuvo para comunicar de sus riquezas a los extranjeros; la oda, en fin, en todas sus especies; la égloga, la epístola, la sátira, la poesía descriptiva, el madrigal, el epigrama: todo se había recorrido y cultivado.

Si esta extensión y variedad hacen honor a su flexibilidad, aplicación y osadía, no es igual la felicidad de su desempeño en todas partes. Ya, en primer lugar, las traducciones son casi todas malas o medianas. ¿Quién puede decir de buena fe que la de la Odisea, por Gonzalo Pérez; la de la Eneida, por Hernández de Velasco, la de los Metamorfóseos, por Sigler, pueden suplir por el original? ¿Cuál es el hombre que, teniendo algún gusto en el lenguaje poético y en la versificación, puede leer dos páginas de estas versiones, en que los ingenios mayores de la antigüedad están convertidos en copleros triviales sin elegancia y sin armonía? Tenemos un buen número de poemas épicos; y aunque de ellos se pueden entresacar algunos trozos de buena poesía, no hay uno que se pueda mirar como una fábula bien ordenada y que corresponda en su interés y dignidad a su título y argumento76. Es notorio que los defectos de nuestras comedias sobrepujan mucho a sus buenas dotes. Más felices en los géneros cortos, nuestras odas, elegías, sonetos, romances y letrillas se acercan más a la perfección. Pero aún en estos, ¡qué olvido de decoro, qué desaliño a veces, y a veces qué de pedantismo y cuánto falso gusto no hay que disimular! En los mejores escritores, en las composiciones más esmeradas se ofende el espíritu de hallar frecuentemente junto a un acierto un desbarro, junto a una flor una espina.

Una cosa que se extraña en los buenos poetas del siglo XVI es que su genio poético no se alzase al nivel de las circunstancias que por todas partes le rodeaban. Las composiciones de Virgilio y de Horacio en Roma correspondían a la dignidad y majestad del imperio. Lucano después, aunque muy distante de la perfección de sus predecesores, conservó en su poema el tono fiero y arrojado, conveniente al asunto que escribía y al entusiasmo patriótico que le animaba. Dante en su extraño poema se muestra inspirado por todos los sentimientos que el rencor de la facción, las disensiones civiles y la exaltación de los ánimos daban de sí. Petrarca, si en sus amores sacrificó a la galantería de su tiempo, en sus triunfos está al nivel de la altura y de la ilustración a que ya iba subiendo entonces el espíritu humano. No así nuestros poetas. Los árabes arrojados de la Península; el mundo desdoblado presentando un nuevo hemisferio a la fortuna española; nuestras flotas yendo de un extremo al otro del Océano, acompañadas de terror, y volviendo cargadas, de las riquezas de Oriente, y Occidente; la religión cristiana desgarrada por la facción de Lutero; Francia, Holanda, Alemania conmovidas y desoladas con la guerra civil y las disensiones religiosas; la potencia otomana arrollada en las aguas de Lepanto; Portugal cayendo en África para después unirse a Castilla; la espada española agitándolo todo en la tierra por espíritu de heroísmo, de religión, de ambición y de codicia: ¿qué tiempo hubo nunca más lleno de prodigios ni más propio para exaltar la fantasía y el ingenio? Y sin embargo, las musas castellanas, sordas, indiferentes a esta agitación universal, apenas saben inspirar a sus favoritos otra cosa que moralidades vagas, imágenes campestres, amores y galantería77.

La falta de esta especie de grandeza se compensa en parte con una cualidad moral que distingue a aquellos poetas y los recomienda infinito. Ni en Garcilaso, ni en Luis de León, ni en Francisco de la Torre, ni en Herrera se hallan muestras ningunas de rencor y envidia literaria, de indecencia grosera ni de adulación servil y descarada. Las alabanzas que alguna vez tributan al poder se contienen en aquel justo comedimiento y decoro que las hace tolerables. Hasta que se corrompió el gusto literario no empezó a manifestarse esta degradación moral, compuesta de bajeza con los mayores, de insolencia con los iguales, y de olvido de todo respeto hacia el público: vicios harto contagiosos por desgracia, y que disfaman y destruyen la nobleza y dignidad de un arte que, por la naturaleza de su objeto y de sus medios, tiene algo de sobrehumano.

No puede negarse a una buena parte de nuestros autores talento admirable, erudición extensa, y gran manejo en los clásicos antiguos; y sin embargo, no es común en ellos la elegancia sostenida y la perfección de gusto que otros autores modernos han bebido en las mismas fuentes. A esto contribuyeron muchas causas. Una de ellas es que estos poetas comunicaban poco entre sí; faltaba un centro común de urbanidad y de gusto, una legislación literaria que trazase la línea entre la hinchazón y la grandeza, la exageración y la fuerza, la afectación y la elegancia. Las universidades donde había más conocimientos, no podían serlo por la naturaleza de sus estudios, más escolásticos que amenos. La corte, donde se perfecciona más pronto el espíritu de sociedad y de concurrencia, hubiera sido más a propósito; pero vagante con Carlos V, severa y melancólica con Felipe II, no dio hasta Felipe III talento poético la atención necesaria para perfeccionarse; y ya entonces, y mucho más en tiempo de su sucesor, el gusto estaba estragado, y la protección y afición de los príncipes y grandes no podía hacer otra cosa que autorizar la corrupción. En suma, faltó en España una corte como la de Augusto, la de León X, la de los duques de Ferrara, la de Luis XIV, donde la buena y delicada conversación, la afición a las musas, la cultura y elegancia, y otras circunstancias felices contribuyeron poderosamente a la perfección de los grandes escritores que vivían en ellas.

Otra causa es el lugar secundario que tenía la poesía en muchos de los que la cultivaban. Hacían versos para distraerse de otras ocupaciones más serias; y el que hace versos para divertirse no es, por lo común, muy cuidadoso de la elección de asunto ni muy esmerado en la ejecución. ¡Suerte fatal que ha cabido entre nosotros a la más bella y más difícil de todas las artes! La poesía, que es una diversión y entretenimiento para los que la disfrutan, debe ser una ocupación muy seria y casi exclusiva para los que la profesan, si aspiran a tener un lugar distinguido en la reputación. Cuando se considera que Homero, Sófocles, Virgilio, Horacio, Taso, Racine, Pope y otros pocos más han sido los más grandes poetas y los más laboriosos, no debe extrañarse que se hayan quedado tan detrás de ellos los que, aún suponiéndoles igual talento, no los han igualado ni en aplicación ni en constancia.

A este mal se añadió otro peor, nacido en gran parte de la misma causa. Muy pocos de nuestros buenos poetas publicaron sus obras en vida. Garcilaso, Luis de León, Francisco de la Torre, Herrera, los Argensolas, Quevedo y otros han sido dados a luz después de su muerte por sus herederos y amigos, con más o menos inteligencia. ¡Cuánto no hubieran ellos desechado de lo que se publicó con su nombre, cuántas correcciones no hubieran hecho en lo escogido, y cuántos lunares de desaliño, de mal gusto y de oscuridad no hubieran hecho desaparecer!

Pero aún cuando por este motivo no les sea tan imputable la falta de perfección, no por eso deja de ser cierta. Ella ha dado motivo a la contrariedad de opiniones sobre el mérito de nuestros poetas antiguos, a quienes algunos reputan como modelos excelentes, mientras que otros los desprecian hasta el punto de creerlos indignos de leerse. En esto, como en todo, la parcialidad y las pasiones suelen llevar a los críticos más allá del término que prescriben la verdad y la justicia; y ensalzar o deprimir a los muertos, no viene a ser en ellos otra cosa que una manera indirecta de ensalzar o deprimir a los vivos. Mas, aún prescindiendo de esta circunstancia, puede decirse que esta enorme diferencia nace del diverso punto que se toma para la comparación. Cotejados León, Garcilaso, Herrera, Rioja y otros pocos con las extravagancias monstruosas que Góngora y Quevedo introdujeron y autorizaron, no hay duda que los primeros deben parecer escritores clásicos, perfectos, dignos de imitarse y de seguirse; pero si a estos mismos se los compara con los grandes autores de la antigüedad o con los pocos modernos que se han acercado a ellos o les han excedido, viene ya a descubrirse la razón por que muchos los tratan con el excesivo rigor que se ha indicado. Yo, sin pretender dar por regla mi opinión particular, y juzgando por el efecto que en mí hace su lectura, diría que, aunque contemplo nuestras poesías antiguas a bastante distancia de la perfección, todavía, sin embargo, producen en mi espíritu y en mi oído el placer suficiente para disimular en gracia suya los descuidos y lunares que encuentro. Me atrevería también a decir que si nuestros poetas hubieran cultivado los géneros grandes de la poesía, la epopeya y el drama, con el esmero y felicidad que la oda y demás géneros cortos, podríamos estar contentos del lote que nos cabía en esta amena parte de literatura. Añadiré, en fin, que a mi juicio es absolutamente necesario leer y estudiar a estos poetas para aprender la pureza, la propiedad y la índole de la lengua, y para formar el gusto y el oído en el número y fluidez de los versos y en la estructura del período poético castellano. No sería difícil, ni quizá fuera de propósito, manifestar en nuestras composiciones modernas el influjo que ha tenido en sus autores la admiración exclusiva o el desprecio exagerado de los padres de la poesía española; pero estas aplicaciones, necesariamente odiosas, no entran ni en mi carácter ni en mis principios.