Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

Sobre la poesía castellana del siglo XVIII.

Artículo primero.

Restauración del arte, su nueva dirección y carácter. -Luzán y sus contemporáneos.

Es queja común y frecuento de los críticos que entre nosotros aspiran el lauro de severos y puristas, acusar a las letras francesas de haber estragado y destruido el carácter propio y nativo de la poesía castellana. Pero esto en realidad no es así; porque mucho antes de que los escritores franceses empezasen a ser el estudio y el modelo de los nuestros, ya los españoles habían abandonado todos los buenos principios en las artes de imitación, y dejado apagar en sus manos la antorcha del ingenio. La pintura había muerto con Murillo, la elocuencia con Solís, la poesía con Calderón; y en el medio siglo que pasa desde que faltan estos hombres eminentes hasta que aparece Luzán, ningún libro, ningún escrito, si se exceptúa tal cual comedia de Cañizares, basta por su aspecto literario a llamar hacia sí la atención y el interés ni aún de los más indulgentes. No se degrada pues ni se corrompe lo que no existe; y la imitación francesa pudo en buen hora dar a nuestro gusto y a nuestras letras un carácter diferente del que había tenido en lo antiguo, pero no desfigurar lo que ya no era ni dar muerte a lo que no vivía.

Las artes del ingenio, que sirven de decoración al edificio del Estado, vienen también al suelo cuando él cae, y no se levantan hasta que la fábrica arruinada se vuelve a poner en pie, y entonces fuerza es que tomen el gusto y el carácter de las manos a quienes deben su restauración. Así sucedió en España a principios del siglo pasado: cayó su imperio, cayó su influjo en el mundo, y cayeron también sus artes, sus letras y sus ciencias. Una nueva dinastía y una estrecha alianza con la nación que entonces estaba al frente de la Europa, por su civilización y su poder, vinieron a reanimar esta agonizante monarquía. También entonces despertó el ingenio español de su mortal y dilatado letargo, y la nueva vida y movimiento que recibió era preciso que tuviesen algún principio y siguiesen alguna dirección. ¿Cuál podía ésta ser? El gusto italiano-latino, que animó nuestra poesía en el siglo XVI, dio lugar a otro gusto más original y más libre, que puede llamarse nacional, seguido y cultivado con un éxito prodigioso en los dos tercios primeros del siglo siguiente. Desapareció este después en el caos de extravagancias y despropósitos que entre buenos y malos escritores introdujeron y fomentaron. La literatura propiamente alemana no existía aún; la inglesa, aunque floreciente entonces con los escritores eminentes que ilustraron el reinado de Ana, no era conocida de los españoles, separados a la sazón de la nación británica, menos todavía por el Océano que por la religión, los intereses políticos, los hábitos y las costumbres. No había pues otro rumbo que seguir, dado que no era fácil, ni acaso posible, tener uno propio, que el que señalaba el ingenio francés. Todo concurría a este efecto inevitable: nuestra corte, en algún modo francesa, el gobierno siguiendo las máximas y el tenor observados en aquella nación; los conocimientos científicos, las artes útiles, los grandes establecimientos de civilización, los institutos literarios, todo se traía, todo se imitaba de allí: de allí el gusto en las modas, de allí el lujo en las casas, de allí el refinamiento en los banquetes; comíamos, vestíamos, bailábamos, pensábamos a la francesa; ¿y extrañamos que las musas tomasen también algo de este aire y de este idioma? Yo no decidiré aquí si esto era un bien o era un mal; por ahora basta que sea un hecho incontestable y necesario, el cual nos da la clave para entender el carácter particular que toma nuestra poesía en el siglo XVIII y la razón de no parecerse ni a la pródiga libertad del anterior ni a la compostura y pureza del siglo XVI78.

La poesía francesa, sin entrar en la índole propia de cada uno de sus escritores, se recomienda generalmente más por la exactitud de sus planes, por la regularidad de sus formas, por la plenitud y delicadeza de sus pensamientos, que por la armonía de sus sonidos, la audacia de sus figuras y vuelo de su fantasía. Así la castellana en la época de que hablamos ganará en decoro, en corrección y en saber, será más cuidadosa de evitar defectos que atrevida y ambiciosa de producir bellezas; querrá más bien contentar la razón que regalar el oído y arrebatar la fantasía; tendrá, en suma, con más corrección y mejor gusto, menos libertad, menos riqueza, menos encanto, menos halago.

El primer escritor que se presenta en el orden del tiempo es don Ignacio de Luzán; no dejando de ser un fenómeno notable y análogo a esta misma dirección y carácter que acaba de expresarse, que el primer poeta de quien se haya de hablar sea también un maestro de poética. La suya, publicada en 1737, tiene el mérito de ser un libro muy bien hecho, y el mejor de los que en aquella época se publicaron. Sano y seguro en principios, oportuno y sobrio en erudición y en doctrina, juicioso en el plan y claro en el estilo, presentaba unas dotes de seso, de arte y de buen gusto, que no se reunían fácilmente en los talentos que a la sazón cultivaban las letras; unos depravados por el mal gusto que aún dominaba en la opinión vulgar, otros dados a un fárrago indigesto de noticias y discusiones ya pueriles, ya importunas, y siempre fastidiosas. Notóse entonces que algunas cosas estaban ligeramente tratadas en este libro, y otras omitidas; notóse también la severidad excesiva con que eran juzgados algunos poetas españoles, principalmente Góngora y Lope de Vega79. El autor justificaría tal vez su rigor con la necesidad de oponerse a la licencia y abusos que la abundancia y abandono del uno y los delirios del otro habían introducido en la poesía. Pero lo que en mi opinión desluce más esta obra, es la poca amenidad con que está escrita y el poco interés que inspira. Al ver el tono seco y desabrido con que Luzán habla de una arte tan halagüeña y seductora, nadie le creyera penetrado de las bellezas del argumento que trata, ni menos le tuviera por poeta. No es de extrañar pues que fuese poco leída entonces, y que por de pronto su influjo en los progresos y mejora del arte fuese corto, o más bien nulo. Las obras de crítica en lo general dirigen y no estimulan, enseñan y no inspiran: la poética de Luzán, por el modo de su ejecución, debía estar expuesta más que otra alguna a este efecto escaso y limitado; y útil a los maestros para enseñar, a los críticos para reprender, no podía servir mucho a los ingenios para producir.

A este fin era mejor el ejemplo, siempre más activo y poderoso que los preceptos: Luzán tiene la gloria de haberle dado también, y sus escritos poéticos, comparados con los versos desatinados que a la sazón se componían, tienen por su invención y disposición, por su armonía y por su estilo, un mérito bien sobresaliente. Las dos canciones a la conquista y defensa de Orán, compuestas hacia los años de 1732, son dos exhalaciones hermosas en medio de una oscuridad muy profunda; pocos o ninguno estaban todavía en estado de igualarle, cuando veinte años después hacía resonar estos acentos en la academia de San Fernando:

    Sólo la virtud bella,

Hija de aquel gran Padre en cuya mente

De todo bien la perfección se encierra,

Constante dura sin mudanza alguna.

En vano la fortuna

Hace contra su paz rabiosa guerra,

Cual contra firme escollo inútilmente

Rompe el mar sus furiosas ondas; ella,

Como la fija estrella

Que el rumbo enseña al pálido piloto

Cuando más brama el aquilón y el noto,

Al puerto guía nuestro pino errante,

¿Quién con esto se acuerda

De envilecer el plectro resonante,

Donde de vista la virtud se pierda,

O un falso bien o un engañoso halago

Sirva de asunto al canto, y más de estrago?


Parece que Luzán en esta noble y grave poesía daba el tono a su siglo, y señalaba al ingenio el rumbo que debía seguir para hacerse respetar. Pero sus versos, como los de casi todos los preceptistas, se recomiendan más por el artificio, la gravedad y el decoro, que por el fuego, la imaginación y la abundancia. Aún cuando tuvieran un carácter más ardiente y seductor, como no fueron muchos los que escribió, y esos inéditos en gran parte hasta mucho tiempo después, resulta que no pudieron servir al público ni de estímulo ni de dechado. Para los pocos, sin embargo, que entonces cultivaban las musas, y eran todos o amigos o apreciadores de Luzán, no dejaron de concurrir a acreditar los principios de circunspección y de buen gusto que él observaba cuando escribía.

Puede contarse en este número a don Agustín Montiano, el cual corresponde más bien a la historia de la poesía dramática por sus laudables esfuerzos para reformarla, y por sus tragedias, apreciadas mucho entonces, leídas después muy poco, y creo que nunca representadas. A aquella época pertenecen también el supuesto Jorge Pitillas, escritor satírico, ingenio fuerte, despejado y agudo, de quien por desgracia no se conserva más que una composición publicada por primera vez en 1741 en el Diario de los literatos de España, y reimpresa otras muchas después; el conde de Torrepalma, que en su imitación ovidiana del Deucalion hizo prueba de un eminente talento para versificar y describir; y en fin, don José Porcel, autor de unas églogas venatorias aplaudidas mucho entonces, pero nunca publicadas80.

Artículo II.

De don Nicolás de Moratín, y de Cadalso.

Pero todos estos escritores eran más bien aficionados a la poesía que verdaderos poetas. Faltábales, para ser considerados tales, aquel entusiasmo por las musas, aquel ejercicio continuo, aquel gusto exclusivo y apasionado, que mide sus placeres por lo que produce, no cesa un momento en sus esfuerzos, enriquece el arte cada día con nuevos tesoros, inflama y domina la opinión pública con el espectáculo de su actividad, y entre envidias y aplausos arrebata al fin la corona y se la ciñe a su frente. Ingenio de este temple no se encuentra ninguno hasta don Nicolás de Moratín, nacido en el mismo año en que se publicó la Poética de Luzán , como si la naturaleza marcara en aquel nacimiento el más activo atleta de aquellos principios de razón y de buen gusto sentados por su juicioso predecesor. Moratín ya es un verdadero poeta cuyo elemento es el arte, y que al parecer no vive y no respira sino por él y para él. Y a la verdad que si sus medios correspondieran a su anhelo, y sus producciones a sus medios, él solo restableciera la poesía no sólo en la pureza del gusto, sino también en la gala y en la abundancia antigua. Porque en su noble ambición nada dejó por intentar, y su alma ardiente y atrevida se ensayó en todos los géneros, dando en los más de ellos muestras de ingenio y de destreza, y en algunos altas y admirables pruebas de un talento muy superior. El epigrama, la sátira, la égloga, la lírica en todos sus tonos, el poema didáctico, la comedia, la tragedia, el poema épico: en todos estos ramos se ensayó; y lo que es más de admirar, no son los más difíciles en los que se señaló menos. La naturaleza le había dotado de una imaginación más grande y robusta que amena y delicada, y su ingenio se inclinaba más a lo fuerte que a lo apacible. Así es que en su poema de La caza, en muchas obras líricas, en algunos trozos de sus tragedias, y sobre todo en su ensayo épico sobre la destrucción de las naves de Cortés, donde quiera que la materia cuadraba con el carácter de su espíritu, mostraba fuego, fantasía, viveza, audacia y originalidad en el decir, y sacaba de la lira española tonos mucho más altos y felices que los demás poetas de su época, y dignos de los mejores tiempos de la musa castellana. Es lástima que se abandonase tan fácilmente a su buen deseo, que escribiese tan de priesa, y que, confiado en sus felices disposiciones y en el conocimiento que tenía de las reglas del arte, creyese que esto bastaba para ejercitarse en géneros tan distintos entre sí, y algunos tan opuestos a la índole de su ingenio. Faltóle un Aristarco que le supiese contener en los límites debidos, le manifestase con franqueza la senda por donde debía marchar para adquirir la gloria a que aspiraba, y cuya severidad le hiciese trabajar más su estilo y sus versos, y no ser tan desigual a sí mismo; porque hasta sus mejores composiciones, en medio de llamaradas admirables de ingenio y de entusiasmo, se resienten frecuentemente de incuria y desaliño. Fue gran perjuicio a su gloria y también a nuestras letras su temprana muerte, cuando su talento iba sin menoscabo de su fuerza ganando en corrección y en riquezas. El Canto épico, escrito en sus últimos años, manifiesta cuales eran sus progresos y de cuánto fuera capaz a haber vivido más tiempo. Adviértese en aquella obra, y en otras que se han publicado después, el prolijo estudio que entonces hacía de nuestras tradiciones históricas, de las genealogías, blasones y costumbres caballerescas de los tiempos antiguos, y el partido poético que su imaginación sabía sacar de estos objetos para dar más novedad y consistencia al fondo de sus versos, que no siempre se señalan por la profundidad del pensamiento ni por la gravedad y fuerza de la sentencia. Tuvo para ello, además de este motivo puramente literario, otro muy poderoso en el ardiente amor a su país, que era la prenda moral más sobresaliente en él. Todo lo que le rodeaba era para él bello y poético, y tornaba en su imaginación el aspecto más agradable y majestuoso. Jamás se pintaron con más amor ni efusión las circunstancias locales y las costumbres de un pueblo; y Madrid, sus contornos, sus calles, sus teatros, su circo, sus mujeres, sus concursos y funciones, toman en la fantasía de Moratín unas formas grandes, elegantes y poéticas, que se manifiestan frecuentemente con rasgos breves y expresivos, generalmente los más felices de su estilo, y descubren que aquel noble y bello sentimiento era un numen que le inspiraba.

Por el mismo carácter se distingue y recomienda también su amigo el coronel Cadalso, que con sus Eruditos a la violeta, con sus Ocios, con su amable carácter y sus conexiones literarias ha dejado un nombre tan grato y dulce a las letras y a las musas. Él hizo revivir la anacreóntica, que estaba enterrada con Villegas siglo y medio hacia; él fue el elogiador y sostenedor de Moratín; él quien formó, y puede decirse que nos dio a Meléndez. Sus talentos a la verdad eran bastante inferiores a los de los dos; pero la ingenuidad y el entusiasmo con que exaltaba la gloria actual del uno y las hermosas esperanzas que el otro prometía81, como que le igualaban con ellos y le asociaban a su gloria. Yo pongo mucha duda en que sean suyos los primeros escritos que se le atribuyen; mas si realmente lo son, no hay autor que haya mejorado tanto su estilo, ni aprovechado más con la lectura de los buenos autores propios y extraños, a que después se aplicó. Siendo lo más notable que no se debió esta mejora a los estudios que hizo fuera de España en su primera juventud, sino a los que hizo vuelto a ella después de haber dado a luz su insulsa Óptica del cortejo. ¿Quién, en el estilo gongorino y campanudo de esta obra y en los detestables versos conque de cuando en cuando la acaba de echar a perder; quién, repito, podrá reconocer ni por sueños al chistoso y satírico maestro de los semisabios petimetres, al discípulo de Anacreonte, y al autor de los bellos rasgos que se encuentran en su elegía a la fortuna, en algunas odas eróticas y en sus canciones a Moratín? Faltábanle ciertamente tono y fuerza para sostenerse en la alta poesía; pero su mérito incontestable en los versos cortos, los buenos ejemplos dados en los mayores, y su aplicación y celo incansable por el adelantamiento de las letras, le dan un lugar muy distinguido entre los restauradores de la poesía, y harán que se miente siempre su nombre con aprecio y con amor.

En Cadalso es en quien empieza ya a observarse una tendencia más señalada de imitación extranjera. No precisamente en sus versos, aunque son a veces más raciocinados que poéticos, sino por el aspecto que presenta el conjunto de sus trabajos. El fondo de doctrina, noticias y principios en que están fundados sus Eruditos a la violeta, se puede llamar extranjero, aún cuando el donaire, las ocurrencias y el estilo sean verdaderamente castellanos. La lectura de las Cartas persianas produjo la desigual imitación de las Cartas marruecas. Un lance, funesto en sus afectos juveniles le dio ocasión a exhalar su dolor en sus Noches lúgubres, imitación también harto infeliz de las Noches de Young, ejecutada en una prosa extraña y defectuosa, ajena enteramente de la índole castellana. En fin, en su Sancho García sigue servilmente las formas del teatro francés, hasta el extremo de sujetarse a la versificación de los pareados, tan poco a propósito para el diálogo y la expresión, y tan poco grata a oídos españoles. No cayó, sin embargo, en mal caso por ello: el mérito de sus demás escritos, la jovialidad afectuosa y caballeresca de su carácter, y el espíritu verdaderamente patrio que le animaba, le pusieron a cubierto de la censura en esta parte; y él acabó en paz su carrera sin verse tratar de innovador o corruptor, y respetado, querido y aclamado por uno de los favoritos de Apolo que más honor dieron a las musas en su tiempo.

Artículo III.

De Huerta. - Guerra literaria.

En el tiempo de estos dos poetas florecía también don Vicente García de la Huerta, muy diferente de ellos en carácter, en miras y en estudios. Su talento era bastante, su doctrina poca, su gusto ninguno. Pertenecía a la escuela puramente española, y de ésta, por desgracia, a los que habían corrompido la poesía con el estilo hueco y oscuro introducido por Góngora y sus discípulos. Góngora sin duda puede llamarse el modelo que Huerta se propuso imitar; pero la inclinación ya diversa del tiempo en que este vivía, el gusto algo más seguro, y los ejemplos de los demás escritores no dejaban abandonarse ya a iguales extravíos. Así Huerta, que no alcanzó nunca a la fuerza de imaginación y vivacidad de colorido de su antecesor, tampoco pudo seguirle en su desenfreno y sus delirios. Sus versos sobresalen casi siempre por el número y la cadencia, algunas veces por la elegancia y por el brío. Flaquean por la sentencia, que carece de nervio y de vigor; flaquean por los afectos, cuya expresión en ellos es generalmente trivial y desabrida; flaquean, en fin, por los argumentos, que en sus poesías líricas son casi siempre frívolos o mandados por las circunstancias: cosas una y otra de igual inconveniente. Él sabía poco, y su orgullo le alejaba de estudiar en las fuentes antiguas y modernas, de donde pudiera aprender a variar de tonos y a ejercitarse en objetos más acomodados a la índole de su ingenio y a las ideas del tiempo en que vivía. A pocos es dado entrar en el templo de las musas guiados de su instinto sólo y sin atención ninguna a doctrinas, a principios ni a modelos. Para ello se necesita un natural muy feliz y un talento muy superior; y yo en nuestra poesía moderna no conozco más que un escritor a quien esta especie de independencia le haya sido próspera y gloriosa. Por manera que Huerta, a quien no se puede negar talento ni aprecio tampoco, ha dejado dos tomos de poesías, en que, exceptuándose la Raquel y algunos trozos de versos buenos con que ha animado la fría prosa de Oliva en el Agamenon vengado82, no hay composición ninguna que pueda satisfacer a un hombre de gusto. Una sola se ha puesto por muestra en la colección presente, y quizá se acusará al colector de excesiva indulgencia por ello.

Sin embargo, el movimiento literario que excitó al rededor de sí con sus contiendas y debates no permitirá nunca que se le pase por alto en la historia de las letras de su tiempo. Cuando, antes de terminar sus estudios, la amistad y la protección de uno de nuestros próceres le trajeron a Madrid, eran tan pocos los versos que se escribían, que los de Huerta, aunque escasos de jugo y de colorido, debieron darle un gran lugar y hacerle aspirar a la primacía. Joven, bizarro y agraciado, protegido y aplaudido de las primeras personas de la corte, arrogante por carácter y vano por circunstancias, pudo con alguna disculpa considerarse el primero de los hijos de Apolo, y pudiera acaso haberlo realmente sido, a igualar sus estudios con su talento. Pero las fáciles palmas que entonces conseguía le llenaron de orgullo y de seguridad, y en vez de redoblar en esfuerzos y en afán para adelantarse hacia la perfección, veíasele siempre firme en los principios de su mal gusto, y por ignorancia, por tesón o por pereza, tener cada novedad por un error, y por flaqueza el reconocimiento de la superioridad ajena, extraña o nacional. La adversidad vino a probarle con un acontecimiento que ha llegado a nosotros con caracteres bien tristes, aunque oscuros, y de cuyas resultas fue arrojado de Madrid y confinado a la plaza de Orán. El sentimiento profundo de su inocencia y la noble elevación de su ánimo le sostuvieron allí contra el infortunio, y las musas fueron su asilo y su recreo. Pero como en Orán no hubiese quien le igualase en talento ni en destreza, ni quien le inspirase tampoco mejor gusto y más saber, sus versos, aunque en algún modo africanos, eran reputados por divinos, y contribuían poderosamente a mantenerle en su ciega confianza.

Vuelto a Madrid, aquella desgracia, que sin duda añadió algún lustre a su talento y celebridad a su nombre, parecía haber aumentado también el temple de su carácter tenaz, fuerte y altanero. Él desdeñó restablecerse en el empleo que antes ocupaba, porque las gestiones que para ello le era forzoso hacer le parecían opuestas al decoro de su inocencia y al resentimiento de su agravio. Su porte con los que le habían favorecido en su peligro era agradecido y consecuente, con sus enemigos inflexible, con los indiferentes desabrido y arrogante. Pero esta conducta, que en el mundo moral podía y debía hacerle honor, usada también por él en el mundo literario, no era posible que dejase de atraerle un diluvio de contradicciones y de pesadumbres. Sus palabras eran soberbias, sus pretensiones insensatas: él se creía siempre el primero, y no veía o no quería ver el camino que habían hecho y estaban haciendo los demás. La invasión del gusto francés en nuestras letras estaba en su mayor fuerza a la sazón. Ya el festivo y natural Samaniego había trasladado al apólogo castellano una parte de las bellezas del sin igual La Fontaine; Iriarte había publicado sus Fábulas literarias, su Arte poética de Horacio, y su poema de la Música. Forner empezaba a mostrar su talento y carácter belicoso con la sátira que le premió la Academia Española, en que atacaba los vicios de la poesía castellana con armas que parecían tomadas, aunque realmente así no fuese, en los arsenales de la crítica extranjera. Este origen era todavía más visible en la Lección poética de don Leandro Moratín, que también premió entonces la Academia. Jovellanos había escrito su Delincuente honrado; otros ciento se ejercitaban al mismo tiempo en imitar y traducir tragedias y comedias francesas, aunque sin tanto talento ni fortuna. La avenida amagaba, sobre todo, inundar sin remedio la escena española, que se dejaba ocupar de tantas composiciones extrañas a su gusto y a su carácter, y los padres de nuestra comedia parecían amenazados de tener que salir de ella, y dejar su lugar y reputación sacrificados en las aras de los dramaturgos franceses. Yo indico solamente el hecho sin entrar a calificar la parte que en él tenían la moda y el capricho, y la que también cabía al buen gusto y a la razón: esto pertenece a otro lugar. Pero Huerta se indignó de que unos escritores a quienes en su orgullo consideraba como pigmeos se atreviesen a competir con su reputación, a darle lecciones y a censurar los autores que habían sido siempre objetos de su veneración y de su culto. Constituyóse pues en campeón de la antigua poesía castellana, y empezó a arrojar sobre aquellos follones traspiretiáicos, que así los llamaba, todos los sarcasmos, dieterios y bravatas que su ira, su arrogancia y el desprecio que tenía por ellos le sugerían. Mas como no sabía lo bastante para encontrar los verdaderos medios de defensa que presentaba su causa, nunca acertó a distinguir en los autores y sistema poético que defendía, las bellezas de los defectos, las licencias indispensables y precisas de los despropósitos y abusos repugnantes y bajo ninguna posición defendibles. Veíase en sus esfuerzos más orgullo que doctrina, y menos celo que capricho y terquedad. Todo lo defendía igualmente y con razones en parte frívolas y en parte absurdas, expuestas en un estilo chocante por su presunción, poco recomendable por su mérito, y hasta extravagante por su ortografía.

Si sus fuerzas le ayudaban poco, el tiempo le favorecía menos. El viento de la opinión estaba enteramente en contra suya; y sus adversarios, más jóvenes, más instruidos y más diestros en aquel género de esgrima, le volvían desprecios por desprecios, sarcasmos por sarcasmos, se reían de su vanidad, hacían ver su poca instrucción, y se burlaban de él como de un ignorante o de un loco83. Llovían en daño suyo los folletos, las sátiras y los epigramas de autores conocidos y desconocidos, y todos creían vengar la razón y el buen gusto de los atentados de aquel jayán temerario, que mostraba un desprecio tan solemne hacia las fuentes de instrucción y de crítica en que ellos tan religiosamente bebían. No se estimaba por bueno el que no rompía en él una lanza; y podíase entonces decir de Huerta lo que de Ismael: Manus ejus contra omnes, et manus omnium contra eum. Hasta el insigne Jovellanos no creyó desautorizar su carácter y sus estudios entrando en la palestra, y le asestó dos romances burlescos a modo de jácaras de ciegos, en que hizo burla de sus escritos, de sus pretensiones y de sus combates. El campo quedó por ellos, y Huerta, que terminó sus trabajos por una traducción de la Zayra84, plegaba la frente al parecer al gusto y opinión, contra la cual tan largo tiempo y con tanto tesón había combatido.

Era entonces el tiempo de esta clase de contiendas. El honor y favores esparcidos por el gobierno de Carlos III sobre las artes y las letras; el concurso de premios abierto por la Academia Española a los ingenios para obras de elocuencia y poesía; el que abrió la villa de Madrid para solemnizar la paz ajustada en 1783 con la nación británica; la atención pública llevada con interés a los productos de ingenio, que en tiempos felices como aquellos ocupan agradablemente y embellecen la sociedad; mil otras circunstancias, en suma, habían excitado en gran manera la aplicación y el talento, y despertado también la emulación y la rivalidad. Unos y otros aspiraban a la palma y a la primacía, y en vez de procurársela con obras verdaderamente de ingenio y de saber, se la querían arrancar unos a otros con disputas frívolas, cavilaciones y rencillas. Huerta, como hemos visto, estaba contra todos, y todos estaban contra Huerta; Forner contra Iriarte, Iriarte contra Forner; los apologistas de nuestras letras contra sus censores, y los censores de nuestras letras contra ellos. ¿Sobre qué no se escribió y de qué no se disputó? Fatigábanse las prensas y hervían las gacetas en publicaciones de folletos, sátiras y epigramas, que se lanzaban unos a otros los ingenios españoles sin otro objeto que el de desacreditarse, desdorando el arte y perdiendo miserablemente el tiempo. Yo no decidiré aquí si el escándalo y perjuicios que esto ocasionaba eran suficientemente compensados con la actividad que estas guerrillas daban al espíritu literario, con los adelantamientos que en ellas se procuraban el arte de la crítica y del raciocinio, con las investigaciones, en fin, y con los descubrimientos que se hacían en el campo de la crítica y de la historia. Aún cuando se concedan fácilmente estas ventajas bajo un aspecto, siempre queda mucha duda de que el arte ganase algo con tan interminables debates. El verdadero culto de las musas consiste en versos, no en críticas; y la opinión que lleva a la estimación y a la gloria es la que uno se adquiere por sí mismo, y no la que quita a los demás. ¿Dónde estarían las artes, dónde las ciencias, dónde la moral, si estuviera en manos de la petulancia y de la mala fe, ayudadas en buen hora de la agudeza y del talento, convertir lo verdadero en falso, en feo lo hermoso, en malo lo bueno? Esto no es posible, y toda obra que tiene en sí un principio de vida, suficiente para poder subsistir, está a cubierto de estos esfuerzos impotentes de la contradicción y la malicia. ¿Qué queda de tantas satirillas, unas chistosas y otras insulsas, como se escribieron contra Huerta? Nada; pero queda su Raquel, y sus adversarios tendrían a buena dicha que sus composiciones dramáticas, si alguna hicieron, ocupasen en la escena el lugar honroso y distinguido en que aquella pieza está colocada. Todas las invectivas de Forner contra Iriarte no han podido quitar a las fábulas literarias la opinión pública que cada día las favorece más, y todos los desprecios de Iriarte hacia Forner no le han podido arrancar el concepto ventajoso que se merecía por su disposición poco común para la poesía elevada, por el brío y resolución con que escribía la prosa, por su constante aplicación y por su inmensa doctrina. Y por el contrario, ¿qué necesidad tenía la Riada de la carta fulminante de Varas para venir al suelo? Por su mismo peso cayera aquel tan pobre poema, al modo que se han sepultado también en el olvido más profundo, sin que nadie les ayudase a caer, las anacreónticas del supuesto Melchor Díaz, los versos y demás escritos del malhadado Trigueros.

Artículo IV.

Iriarte. - Samaniego. - Prosaísmo.

Don Tomás de Iriarte, que tuvo demasiada intervención activa y pasivamente en estas contiendas, ocupaba entonces un lugar muy distinguido en nuestra literatura, debido en gran parte a sus talentos, pero también a circunstancias que no eran absolutamente literarias. Todo lo que una razón bien formada, una erudición escogida, una discreción natural cultivada con el trato más urbano de la corte, podían procurar de regularidad, de juicio, de tersura y de elegancia a un ingenio vivo y despejado, otro tanto ponía este escritor en sus obras, que de pronto excitaron notablemente la atención pública y le dieron mucha nombradía. Pero si estas calidades bastaban para ejercitarse felizmente en los géneros medios y templados, no así en los que exigen mucha elevación de alma, gran vuelo de fantasía, viveza en la expresión de los afectos, gala y fuerza en los colores, número y flexibilidad en los sonidos. De estas dotes, que son los grandes y verdaderos medios poéticos, Iriarte enteramente carecía. Así es que, siendo poeta frecuentemente en sus fábulas, y alguna vez en sus epístolas, epigramas y poesías ligeras, no lo es nunca en el poema de la Música, que es más bien un tratado que un poema; no lo es en sus descripciones campestres, faltas donde quiera de sencillez, de amenidad y de halago; no lo es en su Guzmán, imitación infeliz de un modelo que debió ser el único ejemplar en su género; y menos, en fin, lo es en su traducción de la Eneida, de la cual se puede decir que comprendía perfectamente bien el sentido, pero no la poesía. Difuso, laxo, frío, sin color, y (lo que es más extraño en un músico) falto de ritmo y de armonía85, aún cuando sus versos sean tersos y elegantes, ni pinta, ni conmueve ni interesa; y sus escritos quedan como ejemplo y escarmiento de cuánto pierde un autor cuando se empeña en seguir sendas a que su natural no le inclina, y en donde no le bastan sus fuerzas.

Eran, sin embargo, tales su autoridad y su crédito, que Samaniego, al publicar por el mismo tiempo sus Fábulas morales, le decía al frente del libro 3.º de ellas:

    En mis versos, Iriarte,

Ya no quiero más arte

Que poner a los tuyos por modelo;

A competir anhelo

Con tu numen, que el sabio mundo admira,

Si me prestas tu lira;

Aquella en que tocaron dulcemente

Música y poesía juntamente.

Esto no puede ser: ordena Apolo

Que digno sólo tú la pulses solo.

¿Y por qué sólo tú? Pues cuando menos,

¿No he de hacer versos fáciles, amenos,

Sin ambicioso ornato?

¿Gastas otro poético aparato?

Si tú sobre el Parnaso te empinases

Y desde allí cantases,

«Risco tramonto de época altanera,»

Góngora que te siga te dijera.

Pero si vas marchando por el llano,

Cantándonos en verso castellano

Cosas claras, sencillas, naturales,

Y todas ellas tales,

Que aún aquél que no entiende poesía

Dice: «Eso yo también me lo diría;»

¿Por qué no he de imitarte? etc.


Sin duda Samaniego, en obsequio de la doctrina que predica y del modelo que admira, se esfuerza aquí a dar el ejemplo con la regla; y lo hace en versos tan naturales y tan llanos, que tocan ya en triviales y rastreros. Pero sin insistir en ello, por los respetos que se le deben, podría reponérsele que semejante estilo y versificación, propios de una fábula, de una epístola familiar o de un cuento alegre y picaresco, no lo son en modo alguno de los géneros elevados de la poesía, donde

    Non satis est puris versum perscribere verbis.


Podría manifestársele también que él mismo, por más que diga, no sigue tan puntualmente las huellas del escritor madrileño. Él no ponía en sus apólogos igual cultura, igual limpieza de ejecución, igual mérito de invención y de oportunidad que el que luce en las Fábulas literarias. Samaniego procede con más abandono, y a veces con descuido y desaliño; pero ¿con cuánta más gracia, con cuánta más poesía de estilo cuando el objeto lo requiere, con cuánto más jugo y flexibilidad? Iriarte cuenta bien, pero Samaniego pinta; el uno es ingenioso y discreto, el otro gracioso y natural. Las sales y los idiotismos que uno y otro esparcen en su obra son igualmente oportunos y castizos; pero el uno los busca, el otro los encuentra sin buscarlos, y parece que los produce por sí mismo: en fin, el colorido con que Samaniego viste sus pinturas, y el ritmo y armonía con que las vigoriza y les da halago en nada dañan jamás al donaire, a la sencillez, a la claridad ni al despejo. Si en él hubiera algo más de candor o ingenuidad, si descubriera menos malicia, si supiera elevarse a las profundas miras y grandes pensamientos morales a que sabe remontarse a veces La-Fontaine, sin dejar de ser fabulista; si diera, en fin, más perfección a sus versos cortos, que no corren cuando los escribe solos con la misma gracia y fluidez que cuando los combina con los grandes, sería difícil negarle el primer lugar entre los más felices imitadores del fabulista francés. Aún así, ¿quién se lo podrá disputar? Por opinión y por uso ya sus fábulas se han hecho clásicas, no hay niño que no las aprenda con facilidad y con gusto, no hay hombre hecho que no les tenga afición; las ediciones se repiten a porfía, y el gran calificador del mérito de los escritos, el tiempo, confirma cada día más el feliz desempeño del autor en el útil y noble objeto que se propuso.

Este gusto abandonado y natural, introducido y autorizado con las obras de estos dos escritores, fue seguido por don Francisco Gregorio de Salas, autor de algunos epigramas chistosos y del Observatorio rústico, en que, por el aprecio y amor que el autor se concilia, se desea que hubiese más poesía; por don Vicente María Santibáñez, traductor de la Heroida de Pope, con cuyo estilo y carácter tenía el suyo tan poca analogía y semejanza; por el marqués de Ureña, autor del poema burlesco de la Pasmodia; por el conde de Norona que, exceptuada la oda A la paz, donde levantó algún tanto el tono, lo demás que escribió está también en este estilo; por otros escritores, en fin, de mucho menos nota y tan pronto nacidos como olvidados.

La poesía en aquel tiempo, libertada de los últimos delirios del culteranismo apadrinados por Huerta, se veía expuesta a otros vicios, por ventura más contrarios a su naturaleza, que eran el prosaísmo y la flojedad. La mayor parte de los versos que entonces se escribían, a fuerza de aspirar a la llaneza, a la claridad y a la sencillez, rayaban en los términos de lo bajo y lo trivial. Pensaban sus autores que por haber ajustado sus pensamientos en renglones de once sílabas, con alguna cadencia métrica y buenos consonantes al fin, dispuestos en una simetría exacta y puntual, estos renglones eran versos, y ellos, por consiguiente, poetas; pero Horacio ha dicho que no son propiamente poemas aquellos donde

    Acer spiritus ac vis

Nec verbis nec rebus inest;


y en los escritos de que hablamos ni había fuerza ni vigor en los pensamientos, ni color en el estilo, ni ritmo en las palabras. Esta última falta es la que menos se disimula a un poeta; porque como siempre se le supone cantando, y por medio del oído se ha de dirigir al corazón y a la fantasía, resulta que la parte música, o llámese ritmo, del discurso, es la calidad primera y la más esencial de su arte y de su talento.

Cuando leemos en Virgilio:

    Jam, mihi per rupes videor lucosque sonantes

Ire: libet Partho torquere Cydonia cornu

Spicula: tamquam haec sint nostri medicina furoris,

Aut Deus ille malis hominum mitescere discat,


lo que llama comúnmente la atención, es la belleza y vivacidad de las dos imágenes primeras, y la melancólica expresión de los dos sentimientos con que se termina el pasaje. Pero el delicado y exquisito gusto con que están enlazadas las cláusulas que le componen, las inflexiones, los cortes suspensivos, el suave y querelloso desaliento de la frase final, la magia prosódica, en fin, que anima y da vida a todo este admirable período, será sentida y conocida de sólo aquellos pocos cuya alma y cuyo oído simpaticen en algún modo con el alma y el oído de Virgilio.

Si se nos preguntase en qué consiste este ritmo, responderíamos con un elocuente escritor cuyas ideas aquí resumimos, que el ritmo consiste en un conjunto particular de expresiones delicadamente escogidas; en una distribución de sílabas lentas o rápidas, sordas o agudas, ásperas o suaves, alegres o melancólicas en un encadenamiento, en fin, de onomatopeyas análogas a las ideas de que el poeta está fuertemente poseído; a los sentimientos que le agitan, a las imágenes que le ocupan, a las sensaciones que quiere producir, a la naturaleza, movimiento y carácter de las acciones y pasiones que se propone expresar. Así el ritmo es la imagen de lo que pasa en el alma del poeta, manifestada por las inflexiones de su voz, por sus degradaciones sucesivas, por los pasajes y tonos diversos de un discurso: don natural que nace de la sensibilidad de los órganos y de la movilidad del alma; secreto que ni se aprende ni se comunica, ni puede tampoco reducirse a reglas. Lo único que el arte puede hacer en él es perfeccionarle; pero aún esta perfección, siendo buscada, tiene un no sé qué de preparación y de aparato que ya perjudica a su efecto. El ritmo de reflexión agrada siempre menos que el de instinto, porque el instinto se plega de suyo a las infinitas variedades del ritmo, y esto a la reflexión no le es fácil. De aquí nace una de las diferencias que los grandes humanistas hallan entre Homero y Virgilio, entre Ariosto y el Tasso. Sucede igualmente así entre nuestros poetas. Herrera, que busca el ritmo con tanto esmero, no siempre acierta a encontrarle, mientras que sus discípulos Arguijo y Rioja le suelen hallar con más facilidad; y que en poetas menos perfectos, pero más naturales, viene a veces por sí mismo a colocarse en sus versos, como sucede a veces con Lope de Vega y Valbuena.

El estudio y el gusto que se adquiere con la instrucción pueden señalar el sitio donde conviene poner este verso:

    Por el puro, adormido y vago cielo;


también podrán dar la idea de empezar un soneto a una batalla naval con este otro:

    Hondo ponto, que bramas atronado;


ero la naturaleza sola es la que dicta la acentuación verdadera, el ritmo propio de un período poético entero; ella sola es la que ha dictado a Valbuena esta octava, en que pinta, en las últimas palabras de una joven que se muere, su desaliento y agonía:

    Llamarme con delgadas voces siento

Del seno oscuro de la tierra helada;

Tristes sombras cruzar veo por el viento,

Y que me llaman todas de pasada;

Fáltanme ya las fuerzas y el aliento.

¡Cielos! ¿a cuál deidad tengo agraviada,

Que en medio de mi dulce primavera

Con tan nuevo rigor quiere que muera?


La naturaleza es también la que inspiró a Lope de Vega estos versos, en que tan bien retratados están el delirio y la confusión de la desdeñada Eco cuando Narciso le dice repeliéndola:

    Primero se verá firme la luna,

Parado el sol, constante la fortuna,

Y yo sin alma, que a mi cuerpo toques

Y a escuchar tus regalos me provoques:

¡Vete, loca mujer! ¡Vete, infelice!

Eco, por las oscuras

Sombras de aquellas verdes espesuras

También huyendo, dice:

«¡Vete, loca mujer! ¡Vete, infelice!»

Hermosa llora, y despreciada muere, etc.


Y este bellísimo trozo tiene tanto más el carácter de inspirado, cuanto que está confundido en un tropel de malísimos versos atestados de extravagancias y pedanterías. Pero ¿qué no se perdona a un poeta cuando acierta a producir esta música divina? Se le ve a veces por lograrla sacrificar hasta la propiedad de los términos; y el hombre sensible que le escucha no sólo le perdona, sino que le agradece también este sacrificio86. Sin esta armonía no valen ningunos versos la pena de leerse, porque carecen de movimiento y de color. Ella es la que da a los escritos una gracia siempre nueva, y la que produce el placer que se siente en oír o declamar buenos versos, aún cuando se sepan de memoria; porque, si bien pueden retenerse las ideas y las imágenes, no así el encadenamiento de las inflexiones fugitivas de la armonía. Y lo peor es que sin la facilidad de encontrar esta acentuación, no sólo no se escribe bien en verso, pero ni tampoco en prosa, ni aún se lee ni se habla bien. Todo esto se hace con el alma, y el ritmo que la retrata de ella nace y a ella se dirige. Y así, cuando un poeta es seco, duro y desabrido, no se diga de él que no tiene oído; lo que debe decirse es que no tiene alma.

Disimúlese esta digresión a la necesidad de fijar y aclarar ciertas ideas, y téngase por una transición que ocasiona la diferencia observada entre los poetas de que acabamos de hablar y los que van a ser el objeto de nuestra atención ulterior.

Artículo V.

Meléndez. - Jovellanos.

Formábase entre tanto, y empezaba a florecer en Salamanca, el ingenio que había de dar al arte un rumbo y carácter enteramente diverso, el único que el siglo XVIII puede, sin recelo de quedar vencido, oponer a los líricos españoles de los siglos anteriores. Imaginación viva y flexible, sensibilidad ardiente y delicada, tino y gusto en observar los accidentes de los fenómenos que la naturaleza presenta a los sentidos y al alma, un espíritu fácil a la exaltación y entusiasmo; en fin, un oído exquisito y delicado para sentir y producir los

atractivos de la armonía, fueron las dotes con que la naturaleza enriqueció a Meléndez, y que los excelentes estudios, en que Cadalso le sirvió de guía, cultivaron y desenvolvieron con el éxito más feliz. Ayudaba a ello desde Sevilla con sus continuos avisos y exhortaciones el inmortal Jovellanos, y sosteníanle en su aplicación y en sus esfuerzos sus dos amigos y compañeros, el festivo Iglesias y el agustiniano González. No tardó mucho en salir a volar con sus propias alas, y en recibir las palmas debidas a su laudable anhelo y justas esperanzas: su Batilo, su oda A las artes, sus Bodas de Camacho (que aquí consideramos sólo por su aspecto lírico, y no por el dramático); en fin, el tomo de sus poesías publicado en 1785, fueron otros tantos triunfos que asegurando los progresos y el carácter del arte, coronaron al autor de una gloria que se va haciendo más sólida y brillante cada día, y probablemente no perecerá jamás.

Veíase sin duda en aquellas poesías un estilo y una entonación semejantes a la que en los versos cortos habían puesto Góngora y Villegas, y a la que en los mayores usaron Garcilaso, Luis de León, Herrera y Francisco de la Torre; pero con infinito más gusto, con una elegancia más continua y más esmerada, con una poesía de estilo más vigorosa y pintoresca, con una elección de asuntos y pensamientos harto más interesante, efecto necesario y natural de una instrucción bebida en libros y en autores que habían venido después. No era posible a Villegas hacer una anacreóntica tan pura como la de El viento, ni a Góngora un romance tan ideal y melancólico como el de La tarde, ni a ninguno de los otros escritores tomar un vuelo tan alto y tan sostenido como el que se admira en las dos odas A las artes, en la fúnebre A Cadalso, y en la de Las estrellas. No es mi ánimo aquí preferir talentos a talentos, y sacrificar el concepto bien merecido de los padres de nuestra poesía en las aras de su sucesor, porque fue mi maestro y mi amigo. Lejos de mí tan injusta y temeraria parcialidad. Yo comparo solamente las obras, y hallo que el escritor moderno, si bien formado por el ejemplo de los antiguos, ha podido, ayudado de los adelantamientos del tiempo en que vivía, dar mayor interés y consistencia a sus ideas, más grandeza y regularidad a su composición, más fuerza y seguridad a su movimiento.

No hay duda que en los géneros cortos, especialmente en los romances y anacreónticas, ha alcanzado a una perfección no conocida hasta él, y todavía no seguida, ni aún de lejos, por los que se han propuesto seguirle. La opinión no le es tan favorable en los versos mayores y en los géneros de más alta y grave composición; mas aún cuando pueda concederse fácilmente que es mucho más perfecto y agradable en los unos que en los otros sería injusto negarle el tributo de gratitud y admiración que se le debe por el gran talento que mostró, y por el adelantamiento que supo dar a muchos de esos géneros en los cuales podrá en buen hora encontrársele desigual a sí mismo, pero no menos grande si se le compara con los demás escritores. Sus versos endecasílabos cuando se emplean en asuntos bucólicos o descriptivos tienen todo el gusto y la perfección del género a que corresponden. Si el argumento es lírico, cualquiera que sea su elevación o dificultad, Meléndez se alza y se iguala con él, y le desempeña con tanta destreza como felicidad. Su estilo en todas partes está lleno de poesía y de color, sus versos son apacibles y sonoros, sus períodos en general bien y convenientemente construidos y distribuidos; su Batilo, en fin, sus silvas, sus epístolas, algunas elegías, y tantas odas excelentes, así en el género templado como en el sublime, le calificarán siempre de un poeta de primer orden, aún sin el auxilio de sus anacreónticas, de sus romances y de sus idilios.

Es preciso confesar, sin embargo, que su carácter propendía más a la gracia, a la morbidez y a la ternura, que al vigor y a la energía. El carácter pastoril que ha dado a la mayor parte de sus poemas les quita el halago y el interés de la variedad, y contribuye también a darles un tono de afeminación y de molicie que descontenta al ánimo, por poco austero que sea. Era singular sin duda su talento para describir; pero le sucede lo que a todos, que es abusar de lo que se tiene en demasía, y por abundante da en difuso, y por volver frecuentemente a unos mismos objetos es cansado; bien que este defecto sea por ventura más propio del género que del escritor. En las composiciones doctrinales y filosóficas suple la falta de fuerza con la declamación, y lo vago de las ideas con el lujo del estilo. Por último, en la parte de invención y composición deja siempre algo que desear: el interés no es progresivo, las terminaciones no son siempre felices y bien graduadas, y el arreglo del todo no corresponde siempre al mérito de la bella ejecución en cada una de sus partes. Siente bien, describe bien, cuenta poco y dialoga mal. Nunca debió arrojarse a tratar asuntos que no estaban ni en su cuerda ni en su carácter; y la Caída de Luzbel. el Sistema del universo, la Inmensidad de la naturaleza, y otros argumentos de igual clase, prueban con la infelicidad de su desempeño que si el objeto y el conjunto de las ideas cabían en los principios y en el saber del autor, no se avenían de modo alguno con los medios poéticos que poseía.

Esta desigualdad en sus obras se notará menos, y su gloria fuera harto más pura, si en las diferentes ediciones que hizo de sus poesías hubiera procedido con otro esmero y otra severidad. La última, sobre todo, que él dejó arreglada antes de morir, y en que sus editores siguieron puntualmente sus instrucciones, no debiera ya resentirse de tan excesiva indulgencia. Y así como en la segunda que hizo en Valladolid tuvo la resolución de desechar diferentes composiciones que acusaban demasiado los pocos años y la inexperiencia del autor, debió también tener en la última la misma entereza, y excluir todo aquello que el tiempo ha ya calificado como poco digno del resto; con tanta más razón, cuanto que salía enriquecida de tantos versos nuevos y exquisitos. Cuatro volúmenes de anacreónticas, romances, odas, églogas y elegías, todas de una misma pluma, y las más sobre materia campestre y pastoril, son por cierto demasiados; y no era fácil, o más bien, era imposible, distribuir por todos ellos el interés y la variedad suficiente para poderse leer con igual placer que estimación. Esto obligaba a entresacar de todas aquellas obras lo que mereciese la unánime aprobación de la razón y el buen gusto, y desechando irremisiblemente lo demás, hacer de lo escogido solamente dos tomos, y estos dos tomos fueran de oro.

Al fijar en esta época literaria la vista sobre Meléndez, se presenta al instante a par de él el ilustre Jovellanos como amigo, como mecenas y como compañero en los progresos del arte. La variedad de talentos y de conocimientos que este hombre insigne poseía, y la muchedumbre de trabajos útiles en que se ejercitó, formarían un cuadro tan singular como interesante y glorioso a nuestras letras y a nuestra civilización, si este fuese el lugar propio de trazarlo. Él pertenecía a la elocuencia por sus bellos elogios; a la historia por su discurso sobre los espectáculos, y por mil investigaciones curiosas y eruditas sobre nuestras antigüedades; a las nobles artes por su pasión, por su gusto exquisito en ellas y por la protección que les daba; a la economía por su admirable ley agraria; a la política por sus elocuentes Memorias; a las ciencias por el instituto que fundó; a la filosofía por el grande espíritu que animó todos sus trabajos; a la virtud por los ejemplos de dignidad, de justicia, de entereza y de amor a su patria y a los hombres, que toda su vida dio con el anhelo más vivo y con la constancia más noble. Era, por cierto, un espectáculo tan bello y grato como raro y singular ver la afluencia de todos los estudios, de todos los talentos, a aquella casa, que parecía el asilo y el templo de las musas. El artista, del mismo modo que el orador, el historiador y el poeta, el jurisconsulto y el economista, el hombre de letras consumado y el alumno que apenas empezaba; todos eran recibidos con benevolencia y afición, todos entendidos y contestados en su lengua y en su ramo: los unos recibían aviso, los otros lecciones, otros fomento, algunos auxilio, y todos placer y honor. El respeto y el amor que se conciliaba con este atractivo general era consiguiente al bien que las letras y las artes y los que las cultivaban recibían de esta conducta grande y generosa. Todos le amaban, todos le veneraban, y una mirada de aprobación, una sonrisa de Jovino era la recompensa más grata que entonces podían recibir la aplicación y el ingenio.

Pero aquí le consideramos sólo por sus relaciones con la poesía, arte que siempre amó, que cultivó en muchos de sus géneros de un modo siempre apreciable y a veces sobresaliente, y a cuyos progresos puede decirse contribuyó todavía más con sus consejos y su influjo que con su ejemplo, con ser este tan grande y poderoso. Comenzóse a formar en Sevilla al mismo tiempo que Meléndez en Salamanca: y amigos comunes les hicieron conocerse, escribirse y formar aquella conexión que duró la mayor parte de su vida, y que tan provechosa fue a Meléndez y tan gloriosa a los dos. Allí escribió su Delincuente honrado, su Pelayo, su traducción del libro 1.º de El Paraíso perdido, y diferentes poesías líricas que corren manuscritas. En todas estas producciones se descubre bien el talento, el sano juicio y las buenas ideas y gusto de su autor; pero el estilo, no bien formado todavía, es más bien una prosa noble y culta, que una dicción verdaderamente poética: los versos no tienen el halago, el número y la armonía que necesitan para herir agradablemente el oído y grabarse en la memoria. Los cortos, sobre todo, están generalmente mal construidos, faltos de gracia, de cadencia y de rotundidad. Quizá en Sevilla no tenía con quien aconsejarse oportunamente cuando componía, o no había podido hacer en nuestros poetas el estudio necesario para adquirir en esta parte la práctica que le fallaba; quizá el trato más frecuente que tuvo después con Meléndez, con el maestro González y con otros humanistas, le dio luces y máximas que él supo aprovechar con envidiable destreza: lo cierto es que hasta que compuso la Descripción del Paular y las dos sátiras que tantas veces se han reimpreso, ni sus versos ni su estilo tienen, rigorosamente hablando, el carácter de verdadera poesía. Ya estos escritos lo son; y por la belleza, brío y perfección con que están ejecutados, el autor pudo ponerse en primera línea a par de los que entonces cultivaban el arte con más acierto y mayor reputación. Pudieran dolerse las musas de que un escritor dotado de tan ventajosas calidades no se ocupase exclusivamente de ellas. Los géneros nobles y elevados, a que él por carácter y estudios propendía, ganaran mucho sin duda con su aplicación a ellos. Pero en las altas y nobles atenciones en que estuvo ocupado sin cesar no le era posible frecuentar más el Parnaso, y sólo puede considerársele como un ardiente apasionado de los ejercicios de las musas. A ellas debió su educación primera, a ellas después sus más dulces distracciones, a ellas, en fin, la elegancia y la armonía de su prosa majestuosa y elocuente. En sus brazos nació, y en sus brazos también puede decirse que murió: su último escrito fue un canto patriótico a los astures, y en este eco de su voz agonizante resonaron por última vez en los labios de Jovino la patria y la poesía.

Artículo VI.

De Cienfuegos y otros poetas. - Conclusión.

Iglesias, amigo también y compañero de estudios de Meléndez, siguió diverso rumbo que él, y con sus epigramas y letrillas ha logrado un aplauso general y bien merecido. Para esta clase de poesía satírica y juguetona su talento era sin duda eminente, y a nadie cede sino a Quevedo, del cual, si a la verdad no tiene el raudal ni la vivacidad, tampoco presenta el mal gusto y las extravagancias. Faltóle estar en un teatro mayor para dar más extensión a sus miras, y poder tender su azote sobre vicios y defectos que en el retiro en que vivía no podía conocer ni adivinar. Faltóle también más caudal de instrucción: la que tenía era superficial y poco correspondiente a la época en que escribía, y sus estudios le limitaban al manejo casi exclusivo de los poetas antiguos españoles, que leía, copiaba, y aún desmenuzaba para aprovecharse de sus fragmentos87. Esta exclusión de estudios pudo sin duda limitar el caudal de sus pensamientos y de sus medios; pero le afianzó una calidad poco común entre sus contemporáneos, la de ser eminentemente puro en la dicción, y que todas sus frases, palabras y modismos, tan castizos como claros, puedan usarse con seguridad y confianza. A la misma escuela pertenece el agustiniano fray Diego González, exacto y puntual observador del lenguaje y formas antiguas, y cuya modesta ambición se contentó con el título de hábil imitador de un gran poeta.

Pero de todos los discípulos de aquella escuela, fundada por Cadalso y tan ilustrada por Meléndez, el que después de este lírico insigne ha llamado más la atención pública, así para la crítica como para el aplauso, es Cienfuegos. Los humanistas afectan ahora tratarlo con un rigor tanto más extraño, cuanto más favorable había sido la acogida que sus escritos lograron en un principio. Los ánimos se hallaban entonces mejor preparados a recibir las impresiones que les daba un escritor entregado todo a la ilusión de la filantropía más exaltada, a las sensaciones deliciosas y tristes de la melancolía más profunda, y defensor valiente de todas aquellas virtudes en que consisten la dignidad y la elevación humana. Su imaginación, tan ardiente como viva, se ponía fácilmente al nivel de estos sentimientos, y los ecos en que se exhalaban eran tan enérgicos como robustos. Nadie le excede en fuerza y en vehemencia, y no sería mucho decir que tampoco nadie le iguala. Aunque el fondo de ideas sobre que su imaginación se ejercita pueda decirse tornado de la filosofía francesa, no ciertamente el tono ni el carácter, que guardan más semejanza con la poesía osiánica y con la poesía alemana. Pero si el estilo, por llevar el sello robusto y fogoso de su índole y de su ingenio, se hacía respetar de los lectores, no así la dicción, a que daban cierto aire de afectación y extrañeza el uso excesivo de palabras compuestas, los arcaísmos poco necesarios, y sobre todo las frases y palabras inventadas por el escritor, y usadas por su autoridad particular. Disimuláronse de pronto estas libertades en obsequio de las nobles miras, grandeza de pensamientos, bellas imágenes y calor arrebatado con que se enriquecían y animaban aquellos versos, de un carácter nuevo hasta entonces en nuestra poesía. Meléndez a la sazón había dejado le escribir, don Leandro Moratín se hallaba fuera de España, otros escritores que entonces comenzaban no habían adquirido aún ni la fuerza ni el nombre que después. Así, Cienfuegos, desde que empezaron a conocerse sus primeros ensayos, parecía la sola esperanza de nuestro Parnaso, y los amantes de las musas le respetaron y saludaron como a tal. Mucho antes de que sus versos saliesen a luz, uno de los que más agriamente los han censurado después decía públicamente que cuando llegasen a imprimirse «tendría la España un poeta». Jovellanos, tan propio por su carácter y por la propensión de su espíritu para juzgar y apreciar los nobles cantos del nuevo escritor, decía «que Cienfuegos había puesto el punto muy alto.» Realmente era así, y el yerro de este poeta consistía en haber llevado la exaltación de sus ilusiones y sentimientos ideales hasta un grado difícil de ponerse en armonía con el temple de los demás.

Esta aura de favor se ha convertido después en una severidad, en mí opinión injusta, y sin duda alguna excesiva, dándose como dificultosamente el título de poeta a quien por ventura el defecto real que manifiesta es el de serlo en demasía. Por unas pocas locuciones, viciosas si se quiere y desdeñadas del gusto y uso común, se le tacha de escritor extravagante y contagioso, de quien la juventud debe huir si no quiere corromperse. Yo no trataré aquí ni de acusar ni de defender estas innovaciones de lenguaje, porque su examen no es de este lugar; pero sí diré que ellas solas no constituyen la poesía de Cienfuegos88. Cuando se haya manifestado que sus versos no tienen ni cadencia ni armonía, que están faltos de imaginación y de fuego, que sus miras son pobres, sus asuntos malos, y su ejecución peor, entonces podrá parecer fundado el echo con que se le mira. Pero los dos poemas líricos de El Otoño y de La Primavera, sus bellas epístolas morales y afectuosas, el primero y tercer acto de la Zoraida, el papel de Rodrigo en La condesa de Castilla, el conjunto grande y majestuoso que presenta el Idomeneo, el fácil desempeño del Pítaco, tantos trozos, en fin, admirables o por la sentencia, o por la fantasía, o por el calor de la expresión, reclamarán siempre contra esta prevención injusta, y ponen al autor en un lugar harto eminente para que su nombre pueda ser repetido jamás con indiferencia o con desprecio.

Meléndez, Jovellanos, Cienfuegos y sus imitadores habían introducido en la poesía española un gusto extraño, que parece tomado del francés, del alemán y del inglés. Otros han seguido diverso camino, y han preferido la imitación italiana, cuyas formas tienen más analogía con las nuestras, y por lo mismo su carácter ha podido parecer más puro y más natural. La índole propia de esta escuela es poner todo su esmero en la puntual simetría de los metros, en el halago de los números, en la elegancia y pureza del estilo, en la facilidad y limpieza de la ejecución. Las dotes exteriores son su principal cuidado; los asuntos y los pensamientos no tanto: por manera que no siempre se encuentran en ella la elevación, la fuerza y el vigor de expresión que serían de desear. Mas no por eso se la debe tener en menos, si es cierto que las gracias, la facilidad y la música son una parte tan esencial de la poesía. Este estilo, a lo menos en gracias y en halago, no es vencido ni por ventura igualado de otro alguno. No hacemos aquí mención de los escritores que más se han señalado en este género, porque los unos aún viven, y es tan corto el tiempo que ha pasado desde el fallecimiento de otros, que puede considerárseles todavía como vivos, y por más imparcialidad que se guardase al hacer el examen crítico de su carácter y mérito poético, la censura podría parecer contradicción, y los aplausos lisonja.

Si después de recorrido este período se preguntase cuáles son los progresos que el arte debe a los ingenios que le han cultivado, puede responderse que la poesía les debe todo, pues que les debe su restauración en un tiempo en que ya no había musas en España. Ellos se las restituyeron, haciéndolas cantar con un tono más grave y sostenido, en composiciones más esmeradas y regulares, y con formas, en fin, más elegantes y decorosas. El apólogo es todo de este siglo, la tragedia clásica lo es también, y lo es la comedia de Terencio, no conocida tampoco en toda su pureza hasta que con tanto aplauso la presentó en el teatro Moratín. Hay así mismo en los poetas modernos un caudal de ideas, de documentos de filosofía y de instrucción, que no se encuentra, generalmente hablando, en los de los siglos anteriores. Pero es preciso confesar también que en abundancia, en facilidad y en riqueza de fantasía no pueden competir con los antiguos, y que en esta última época el raudal de la poesía española ha sido más escaso, con menos galas, menos armonía, y por consiguiente, con menos efecto y menos agrado. Las causas de esta diferencia son muchas, pero aquí sólo indicaremos algunas.

Atiéndase primero a que el sistema clásico, seguido constantemente por los autores de este siglo, les ha quitado mucha parte de su fuerza para volar con desahogo y producir con profusión. Corre mucho el que va libre, y sería injusto exigir igual osadía y presteza del que tiene que ir sujeto a tantos otros miramientos de conveniencia y verosimilitud. Venciérase sin duda esta dificultad, a mostrar el público y los poderosos un gusto y una pasión más declarada en favor de este ramo de cultura. Pero entre los que han tenido en sus manos los destinos de la España y el manejo de sus negocios, ninguno ha tenido afición particular a la poesía, pocos han querido o sabido apreciarla, muchos menos comprenderla. De aquí la estimación escasa, el ningún fomento, el corto estímulo y la poca emulación89: fenómeno tan natural como necesario, atendidos los progresos que iban haciendo cada día entre las naciones de Europa, de una parte la razón, y de otra parte el interés. La poesía, hija de la imaginación, tiene su principal valor y su influjo más poderoso en la infancia y en la juventud de los pueblos, más sujetos entonces a dejarse vencer de los prestigios que el arte lleva consigo. Pero cuando la razón empieza a prevalecer, y las miras de utilidad a dominar en los ánimos, ya es preciso en tal caso que la poesía decaiga.

España en el siglo XVIII ha empezado a pensar, a analizar y a calcular; ha tratado de adquirir artes útiles y productivas, de fomentar las ciencias, sin las cuales estas artes no pueden sostenerse ni progresar, y de ponerse, en cuanto le fuese posible, al nivel de las demás naciones en prosperidad y en riqueza. En tal estado y con semejante ahínco, ¿cómo podría dar interés y atención a estos juegos del ingenio que sirven de distracción un momento, y después no se estiman y se olvidan? Tampoco era tan rica, que lo pudiese pagar, y por consiguiente, el arte, falto de gloria y de recompensa, no podía dejar de ir a menos90. Sola la poesía dramática, por su particular carácter y por las aplicaciones necesarias que tiene, podía en tales circunstancias prosperar; pero por causas cuya explicación pertenece más bien a la historia del teatro que a este discurso, no podía pasar entre nosotros de meras tentativas. Cerrados pues todos los caminos a la emulación y a la prosperidad, los ingenios que más prometían se han visto obligados a abandonar un arte que tan pocas ventajas les presentaba, y se han entregado a otras ocupaciones que ofrecían mejor perspectiva a su ambición y mayor campo a sus esperanzas. Por manera que, bien considerado todo, es aún más de admirar y agradecer lo que se ha hecho, que de culpar y quejarse de lo que falta. Los poetas sin duda han sido en esta época menos en número que en lo pasado, y menos grandes, si se quiere; pero el siglo era también infinitamente menos poético que los anteriores.