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Apéndices



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Cuatro palabras acerca de las poesías que forman esta colección

     A los versos del poeta señaladísimo D. JOSÉ MARTÍNEZ MONROY, arrebatado en flor a las letras, precede en este libro la elocuente prosa del insigne publicista D. Emilio Castelar, cuya fácil pluma ha trazado la biografía-elogio del malogrado joven, felizmente inspirada por la amistad, hábilmente servida por el ingenio.

     Sin obedecer a la ley de la rima, no dejan por eso de ser también verdadera poesía las sentidas razones, los brillantes rasgos y armoniosas cláusulas por el Sr. Castelar dedicadas a la memoria de su amigo. El saber del filósofo, que por todas partes asoma en ellas, no les quita, sino que les afianza, el carácter poético, si creemos a Lope de Vega, cuando solemnemente afirmó que la poesía era filosofía.

     Tras poesía en prosa y en verso, regalado banquete de exquisitos manjares, difícil es ofrecer plato nuevo no desagradable a nuestros lectores, que han saboreado ya largamente los más deleitosos al gusto. Den por concluido el convite con la leyenda de El Capitán, y reciban esto que después añadimos, a la manera que se toma, para levantarse de la mesa, un poco de agua sin olor, color ni sabor, la cual no se bebe, sino que se restituye al vaso, como destinada no más que al refrigerio de la boca.

     Ha dado admirablemente a conocer el Sr. Castelar, en la biografía de MONROY, las prendas intelectuales y morales de su joven amigo; ha omitido con discreción los sucesos de su corta y poco notable vida. Quizá los eche menos alguno: si ésta es falta, procuren suplirla aquellos a quienes más en justicia correspondiere. MARTÍNEZ MONROY, por su talento como por su virtud, por la amabilidad de su carácter como por el dulce atractivo de la edad floreciente, vivió entre compañeros de sus alegres años, de sus estudios e inclinaciones, cualquiera de los cuales podría manifestar, mejor que nosotros, qué había sido Monroy en el seno de su familia, qué fue en las aulas, y qué era solo consigo, con su pensamiento y su pluma. Quien apenas le vio una vez, quien sólo vagamente recuerda el metal de su voz insinuante, quien sólo al mirar su retrato se ha podido representar de nuevo su simpática fisonomía, no es quien debe particularizar una vida que no conoció, testigo de oídas, intérprete frío de fervorosos afectos, que, lejos de debilitarse en tres años, ha hecho más tiernos, y aun sagrados casi, el prematuro y tiránico rigor de la muerte. Con noticia exacta de los hechos, y con aquel amor que sabe enriquecer la verdad más sencilla, sacará a luz en su día la breve historia de Monroy alguno de sus cariñosos amigos; y nuestra tarea, mientras tanto, será decir un poco del autor, y no mucho de sus escritos: de él se escribirá más adelante cuanto convenga, y ellos dicen de sí más que a nosotros nos fuera dado.

     D. JOSÉ MARTÍNEZ de LEZUZA y GARCÍA de MONROY nació en Cartagena, a 25 de Enero de 1837, y fueron sus padres D. Juan Martínez de Lezuza y Serrano, propietario y farmacéutico en aquella ciudad, y D.� María Catalina García de Monroy y Martínez. El despejado natural que mostró desde luego el niño, hizo que sus padres le aplicaran muy pronto a los estudios de primera enseñanza, en los cuales se distinguió con gran lucimiento: a la edad de nueve años había obtenido tres medallas de premio de la Sociedad de Amigos del País, y traducía y escribía el francés, según declaración de su maestro D. Guido Montbrun, como si hubiera nacido en la capital de Francia. Poco tiempo después, a 16 de Mayo de 1847, falleció su padre, dejando a la viuda y al hijo, por efecto de circunstancias azarosas, con recursos escasos. D.� Catalina, cuyo padre vivía aún en Murcia, se volvió con él; MONROY entró de alumno interno en casa del profesor de latinidad D. Santiago Soriano, y cursó los cinco años de filosofía en el Instituto de Murcia, mereciendo en todos los exámenes la censura de sobresaliente, y el grado de bachiller por unanimidad.

     Había contraído segundas nupcias D.� Catalina con D. José María Piseti, quien ejerciendo con JOSÉ MONROY oficios de verdadero padre, le trajo a Madrid por Setiembre de 1852, para que ingresara en la Universidad Central, donde, hasta 1859, estudió con las mejores notas Derecho y Administración, pero a costa de su salud, nunca muy fuerte. Regresó a Murcia enfermo, al lado de su madre y de su padre político; lleváronle a su casa de campo de La Palma, partido rural de Cartagena, y a este puerto por último, buscándole alivio en la benignidad del clima; fue todo en vano: en 22 de Setiembre de 1861, a las once de la noche, a la edad de veinticuatro años, ocho meses y cinco días, pasó de esta vida JOSÉ MONROY, dejando en la más desconsolada amargura a su madre amantísima, a su excelente padre político y a todos los individuos de su familia. Descansan sus restos en el cementerio de la parroquia de Cartagena, y su nicho se distingue por un nombre y dos apellidos: debajo de una cruz se lee sólo esto: José Martínez Monroy. Nos ha dado estas breves noticias uno de sus mejores amigos. Palabras de otro nos servirán de introducción a las ligeras observaciones que nos proponemos hacer sobre las obras de nuestro malogrado poeta.



El GENIO

     �Sabido es (dice el ilustrado joven a quien aludimos) cuán frecuentemente hablan los viejos de su pasado; pero no se ha notado como se debe (y acaso parecerá la afirmación paradójica) que mucho más se ocupan los jóvenes en su porvenir. Cosas son ambas naturalísimas, militando en pro de los últimos la mayor fuerza de la edad, y la ventaja que siempre lleva la esperanza al recuerdo. En cuanto se reúnen dos viejos, ponen en prensa la memoria para referir lo que sucedió; así que se juntan dos jóvenes, dan rienda a la imaginación, y en sus veloces alas procuran, sin conseguirlo nunca, ver el porvenir entero, contemplar cada una de sus facetas, y examinar, no sólo los colores, sí que también los tornasoles todos. Uno de los secretos, sin duda, que más importa arrancar a Proteo, es el de la predisposición natural de cada uno, para poder, en su vista, elegir profesión adecuada; y éste es uno de los temas favoritos, de los repasados soliloquios y de las ardientes controversias de la juventud.

     �Sobre este tema discurríamos varios, no hace muchos años, concluyendo, tras larga discusión, por asignarnos mutuamente carreras diversas, aceptando al fin cada uno la suya; pero a MONROY, de común acuerdo y a propuesta del que esto escribe, nombrábamos todos poeta. Teníamos, para aconsejarle que lo fuese, a más del conocimiento cabal de su grandísima fuerza imaginativa, el recuerdo de las muchas y fáciles poesías que en el tiempo de su niñez, que también lo fue de la nuestra, había compuesto; entre las cuales descollaban varios trozos de su leyenda El Capitán, y sobre todo, el romance titulado Toledo, bien que éste fuese algunos años posterior a aquélla, y escrito cuando ya, consagrado enteramente a graves estudios, no hacía versos. Contra la sentencia unánime, que le condenaba (como decía él) a llevar sobre sí el apodo de poeta, protestó MONROY, decidiéndose por la Economía, para profesar (a lo menos científicamente, según su expresión) una cosa que en la práctica detestaba tanto. Continuó, pues, sin escribir, hasta que habiendo pintado su amigo D. Francisco Reigon un cuadro representando a Diana y sus ninfas en el baño, cuadro que vio Monroy, escribió la oda que se titula El Genio. Negose a publicarla, y acaso nunca lo hiciera, si su condiscípulo y amigo D. Zacarías Casaval no la hubiera insertado en el número 569 del periódico La Crónica, correspondiente al día 11 de Noviembre de 1858.

     �Muchos años hacía, quizá desde que Zorrilla leyó sus primeros versos ante la tumba de Larra, que no había visto Madrid formarse una reputación de poeta con una sola poesía; y sin embargo, este triunfo alcanzó Monroy. Copiaron la oda los periódicos La Discusión, El Cartaginés, La Joven España, La Esperanza y El Mundo Pintoresco; la elogiaron extremadamente El Estado, La Correspondencia Autógrafa, Las Novedades, La Discusión, La Joven España, La España, La Época, y otros muchos; buscaron al autor cuantos amantes de las letras leyeron la obra; en una palabra, obtuvo el triunfo más completo, puesto que le alabaron todos, sin distinción de banderías políticas y literarias; cosa que en nuestros tiempos casi nunca sucede.�

     Saben nuestros lectores, por el seguro informe de un amigo de MONROY, cuándo y por cuál ocasión compuso la obra que da principio a la colección de las suyas, puesta por sus amigos allí como una de las más propias para dar a conocer al autor: su oda al Genio revela el de nuestro poeta. Esto querían sus amigos que fuese: leída la primera composición de él, no se puede dudar que acertaban ellos al conferirle el cargo: facultades maravillosas de poeta reunía MONROY; y pocos hubieran quedado a mayor altura en el Parnaso español, si el cielo no le hubiera llamado tan pronto a sí. El idealismo constituía su carácter: era su imaginación riquísima y extraordinariamente nueva; el órgano de su vista, de muy diferente alcance que el de los demás, le presentaba las cosas de otro modo que las perciben los ojos vulgares; y para expresar lo que veía, manaba de sus labios copioso raudal de sonidos, ora enérgicos, ora suaves, armónicos siempre, que recuerdan, sin repetirlos, aquellos dulces y graves ecos, legados a las auras del Pindo por la lira de Herrera y Góngora, de Cienfuegos y Quintana. Espíritu infundía en su voz le daba tono, un corazón vivamente sensible, generosamente apasionado, que para crear bellezas le estimulaba a buscarlas en asuntos nobles, capaces de ser cantados con robusta dicción. Como Francisco de la Torre y Francisco de Rioja, MONROY escribió poco, pero eligiendo bien: la creación, el cielo, el sol, la libertad, la inocencia, la gloria de la patria, la madre sin hijo, el hijo sin madre; a tan bellos objetos consagró su pluma JOSÉ MONROY: el amor a Dios y a la humanidad, el amor a cuanto hay bueno y bello, anima todos sus escritos; el amor a una mujer, afecto el más natural en un joven, apenas aparece en ellos: como si tuviese el presentimiento de su corta carrera (y lo tendría indudablemente, porque las inteligencias privilegiadas lo adivinan todo), se apresuraba a manejar los asuntos más grandes, antes de haber llegado a la madurez de la edad, necesaria para su mejor desempeño. Son las más de las pocas poesías de MONROY frutos precoces de su ingenio, singularmente hermosos, aunque algo faltos de sazón todavía. La oda El Genio es de aquellas en que falta menos.

     Ve MONROY el Genio separado del hombre: nació, según dice MONROY, en la mañana del mundo; y no es el de Adán, hechura de las manos de Dios, quien, para asemejarle a su divino ser, le infundió el inmortal espíritu; no es el de Abel, primer justo y primera víctima de la injusticia en el linaje de los pecadores; no el de Caín, que fundó una ciudad; no el de Jubal, inventor de los instrumentos músicos; no el de Tubalcaín, que labró el cobre y el hierro; no el de Enós, regulador primero de la adoración al Altísimo. Del Edén vuela por los espacios, recorre el universo, conoce a su Hacedor, recibe su revelación y profetiza; y antes de volver a la tierra, produce, hija del asombro y la gratitud, la poesía.

     El conocimiento del hombre y sus necesidades inspiran al Genio la ley de la justicia, la luz de las ciencias, el terrible, pero preciso, arte de la guerra: a la fuerza opone la razón, a la barbarie la filosofía, al delirio del politeísmo la verdad de la religión: asentada la cual y segura en la tierra, sube el Genio, como el Redentor, acabada su obra, a las celestiales alturas, cerca del Omnipotente. Ni un solo nombre de criatura humana se lee en esta composición: reuniendo el autor las centellas de divina luz repartidas por el Señor entre los hombres de genio, forma de todas una masa, con la cual crea una entidad moral, exenta de las imperfecciones de la carne, y semejante a los espíritus angélicos de superior jerarquía. Al pensamiento generador de la obra, corresponde una ejecución casi perfecta: los versos, bien construidos siempre, y a veces de admirable estructura, envuelven conceptos en general atinados, nuevos y hermosos. Nótese la limpieza y armonía de éstos:

                                           polvo de estrellas anubló mi frente,                                  
y los rayos del sol me deslumbraron.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . .Adonde quiera
que mi afanosa vista descubría
otra luciente esfera,
allí volaba yo: crucé la altura;
brillando el cielo frente a mí veía,
el abismo a mis pies negro y profundo,
y allá a lo lejos, oscilando, el mundo.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
con el rico tesoro
de mis hebras de oro
su dulce lira fabricó el Parnaso;
el eco de mi voz fue la armonía,
y guirnaldas de nubes, a mi paso,
el coro de los ángeles tejía.

     Las conquistas, las irrupciones, las revoluciones todas en el orden físico y en el moral, aparecen bellamente pintadas en las páginas 5 y 6.

                                           vi cien héroes salir, en sus bridones                                  
cruzar el mundo, recorrer la tierra...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Hubo un tiempo después, que una mirada
al dirigir fugaz de polo a polo,
tan sólo vi la nada...
�Humo y tumbas tan sólo!...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Mas vi también a algunos...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Derramar sobre el mundo la belleza,
y elevar victoriosos
sobre los otros hombres su cabeza
y yo, que los vi ansiosos
de la gloria esplendente
que el talento inmortal siempre ambiciona,
para ceñir su frente
les arrojé un laurel de mi corona.

     Los veinte versos últimos de la oda la concluyen magnífica:

                                           Hoy ya, por los espacios elevado,                                  
donde tiendo mi vuelo,
del sempiterno Dios ante la alteza,
por los genios del orbe rodeado,
en las gasas del cielo
envolviendo mi fúlgida cabeza
mientras los mundos a mis pies rodando,
empujados del tiempo, en sombra vana
cual tenues ilusiones van pasando,
esperaré a los mundos del mañana
y en imperioso tono
sus leyes dictaré, desde el palacio
en que, oculto en los pliegues del espacio,
la diestra del Eterno alza mi trono.
Y si atrevido el hombre
quiere seguir mis huellas
y elevar hasta allá su pensamiento,
encontrará mi esclarecido nombre,
bordado con estrellas
en el límpido azul del firmamento.

     Hay, empero, algo que notar, poco acertado, en uno o en otro pasaje. Leemos en la primera página:

                                           Volé por el Edén; y conduciendo                                  
las cintas de mi carro la fortuna,
lanceme audaz, rompiendo
las tinieblas del caos insondable,
y el Éter impalpable
en que flotando se meció mi cuna.

     Sobre los benditos campos del Paraíso no voló más genio humano que el de nuestros primeros padres; y los sentimientos y manifestaciones sublimes de Adán y Eva en el puro y celestial estado de la inocencia, nada pudieron tener de casual, nada debieron a la fortuna. �Qué significa la palabra fortuna antes del primer pecado? Si era la providencia, la inspiración o bendición del Señor, con voces más adecuadas hubiera convenido expresarlo.

(Pág. 4.)

                                           . . . . . . . . . . vi las ciudades                                  
bordar de vida la desierta esfera,
y al soplo creador de las edades
elevarse fantásticas do quiera,
sus alas de color desenvolviendo,
y hacia mí sus palacios
y sus doradas cúpulas tendiendo.

     Ha usado MONROY con frecuencia el verbo éste de bordar, y varias veces, como aquí, no muy ventajosamente. Quien ve ciudades con palacios y cúpulas, mal se las puede representar con alas. Las cúpulas, además, no se tienden; se dirigen, se elevan.

     Mañana y ayer, usados con artículo, nada ganan en ello.

     Aconsejamos a los jóvenes que principian a versificar, huyan de asonantar consonantes inmediatos, como se ve en estos cuatro seguidos (pág. 7.):

                                           . . . . . . . . . . . . . . . . .                                  
con fanatismo ciego;
y a la voz del Eterno
las vi yacer precipitadas luego
en miserable y torcedor infierno.

     Torcedor puede admitirse aquí, porque indudablemente se emplea en el sentido de atormentador.

     Bellezas y descuidos como los que advertimos en esta obra de Monroy, constituyen el carácter general de las suyas: gran novedad, valiente versificación, contradicciones y desaliño a veces. La que lleva por título El Arte, que no está concluida, es hermana digna de El Genio: hay grande analogía entre ambas, y versos bellísimos.



TOLEDO

(Pág. 9.)

     El amigo de MONROY, antes mencionado, nos da acerca de esta composición la nota siguiente:

     �Desde el año 1852 no había escrito MONROY ni un solo verso, y parecía decidido a no volverlos a escribir, cuando en 1854 nos sorprendió un día agradabilísimamente, leyendonos su poesía titulada Mi Dios, mi dama y mi honor, imitación de la balada de Barrantes, Esposa sin desposar, no por su mérito, que en verdad es escaso, sino porque volvía a rendir culto a las Musas. Pocos días después nos leyó el magnífico romance que tituló Toledo, y los fragmentos que quedan de la leyenda El Capitán: producto, todas tres composiciones, de los estudios históricos a que entonces se entregaba, y de recientes visitas a la corte de los godos y al monasterio de San Quintín.

     �Pedíanle con frecuencia versos los periódicos de su país, y hubo de decidirse a enviar una de sus nuevas composiciones, eligiendo al efecto la peor, con ese tino especial que a veces tienen los autores para juzgarse, y que hacía que Cervantes antepusiera el Persiles al Quijote. Publicose, pues, la balada en el número 141 de El Faro Cartaginés, correspondiente al 10 de Diciembre de 1854, no habiéndolo sido la leyenda ni entonces ni después, porque nunca se concluyó. El romance vio la luz pública en el número 582 de La Crónica, que apareció el día 26 de Noviembre de 1858, saliendo dedicado al popular Poeta D. Antonio de Trueba, copiándolo La Esperanza, El Mundo Pintoresco y El Cartaginés, y elogiándolo todos los demás periódicos.�

     Y a ejemplo suyo, no podemos nosotros dejar sin recomendación amigable el fantástico desfile que pinta el autor en estos ocho versos:

                                           �Toledo! Cuando delante                                  
del tribunal de los tiempos,
en marcha lenta y solemne
vaya pasando el ejército
de las ciudades hispanas,
tú llevarás, de derecho,
el pendón, gloriosa enseña
del valor de nuestro pueblo.


LAS DOS PUREZAS

(Pág. 15.)

     Se publicó en el número 14 de La Revista Murciana, correspondiente al 10 de Setiembre de 1860. MONROY era colaborador de aquel periódico.



A DOLORES

(Pág. 17.)

     Excelente romance, lleno de melancolía, con más dolor que amor, con más amor a Cartagena (tal nos parece por lo menos) que a la misma Dolores. El autor la llama

                                           vaga imagen de mis sueños,                                  
inspiración de mi numen...
. . . . . . . . . . . . . . . . .
Tú eres el sol de mi cielo...

     Pero estudie el lector el romance bien, y no le parecerá tal vez nuestra presunción infundada; fíjese en el verso noveno:

porque mi patria está lejos,

y luego (pág. 20.) en el trozo:

                                           si no he de subir al cielo                                  
en brazos de tus virtudes,
que nunca torne a mi patria
ni sus campiñas salude,
ni mire flotar la espuma
de los mares andaluces, etc.

     Parece que el autor considera a su patria como capaz de indemnizarle, volviendo a ella, de la perdida de su amor. Pero en la patria de Monroy vivía su madre; y él siempre la amó, cual merecía, ternísimamente. El amor de una buena madre consuela de todo.

     A la misma Dolores compuso MONROY un soneto, que se conserva. Habíale titulado Obediencia, y tiene gracia el título. Se trata de un billete, mandado aniquilar en el fuego, y el soneto concluye así:

                                           Te obedezco, Dolores: ya le quemo...                                  
En el fuego amoroso de mis labios.


A DON EMILIO CASTELAR, EN LA MUERTE DE SU MADRE

(Pág. 23.)

     Bella obra de sentimiento y de fantasía, de amor y de fe tétrica y tenebrosa al principio, después se vuelve tierna, y acaba consoladora y dulce. En la noche de llanto en que la casa herida por el rayo del infortunio abriga por última vez el cuerpo, ya sin espíritu, de una tierna madre,

                                           ...las nubes su melena llevan                                  
flotando en el espacio, y en montones
se juntan y se elevan:
parece que, colgando sus jirones
en la tumba que al mundo encierra inerte,
por la extensión callada
tremolan en los aires de la nada
los negros estandartes de la muerte.

     �Qué propiedad de construcción métrica la de estos dos versos:

                                           llevada en brazos de los ecos gime                                  
la débil voz del desmayado viento!

     �Con cuánta oportunidad, o con qué tino tan feliz, aplicó el poeta la b y la d, consonantes las más débiles de nuestra lengua, para expresar por onomatopeya el quejido ahogado y triste de la naturaleza, que simpatiza con el dolor del hombre! Con igual habilidad está colocado el recuerdo hecho al hijo de los risueños días de su niñez:

                                           �No te acuerdas, Emilio, de los días                                  
de la ventura y la niñez pasados...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
�Emilio! �qué placer! �te acuerdas de ellos?

     Los veinte y un versos desde

Cuando en la sorda, solitaria noche,

hasta el fin del poemita, son hermosos también, muy sentidos y muy bien hechos. El artificio de la composición (porque también el sentimiento admite cierto género noble de arte) es como corresponde al caso, grave y sencillo: el amigo exacerba el dolor de su amigo, para vencerle en toda su fuerza: a proporción del dolor son las razones para el consuelo, la precisión de someterse a ley común, y las esperanzas en la eternidad. Apareció esta oda en La Discusión, 27 de Febrero de 1859. El Cartaginés, periódico de que fue colaborador MONROY, la reprodujo en 6 de Marzo, y El Mundo Pintoresco en 8 del propio mes y año.



EL CIELO

(Pág. 33.)

     Apareció en el Diario de Cartagena, 11 de Enero de 1860, y en La Revista Murciana, 15 de Setiembre del mismo año.



�A SIRIA!

(Pág. 37.)

Canto del griego

     Himno patriótico, bien escrito, en el cual se distinguen varias estrofas, principalmente la que empieza al fin de la página 38, la última de la 39 y ésta:

                                              Sangriento el Líbano, arde                                  
al fuego del torpe crimen,
las ásperas selvas gimen
al eco de la impiedad
para lavar esa sangre,
para apagar ese infierno,
es necesario un eterno
diluvio de libertad.

     Salió a luz en la Crónica de ambos mundos, 7 de Octubre de 1860.



LOS DOS ROMEROS

(Pág. 43.)

     �Esta obra está traducida, como se expresa, de una bellísima composición catalana, de autor desconocido, que se vende en un pliego, como los romances, en Monserrat, cuya Virgen es la que se invoca en el original. La Virgen de la Fuensanta, que se pone en la traducción, es la patrona de Murcia, cuyo santuario se encuentra a legua y media de dicha población, como a la mitad de la Sierra de Fuensanta, que domina la vega regada por el Segura. Los cuatro últimos versos no se hallan en el original.�

(Nota de un amigo del autor.)               



CRUZANDO EL MEDITERRÁNEO

(Pág. 47.)

     En este romance endecasílabo, cuyos versos recuerdan la vibración de los de Quintana en el Pelayo, se lee al principio:

                                           Tenida en rayos de ilusión, desea                                  
flotar ligera en el extensión, el alma.

     Se nos ha dicho que así está escrito en el original del autor; nosotros entendemos que debió querer escribir teñida. Al fin de la pág. 49 leemos que se dice de Italia:

Mentira hermosa, del Edén caída.

     Manzana caída del Edén fuera más comprensible para nosotros, porque en el Edén no hubo más mentira que la de la serpiente.



DE LA NOCHE AL DÍA

     Con un título muy semejante, se han encontrado estas quintillas de nuestro poeta:



De ayer a hoy

                                              Allá en mis tiempos pasados                                  
�Tiempos de color de rosa!
Soñé unos versos, trazados
con caracteres dorados
en el álbum de una hermosa.
   Versos tristes y amorosos,
que forjó mi fantasía,
que con ojos venturosos
la hermosa, quizás, leía...
�Dichosos versos, dichosos!
   Eran �ay! como el latido
de un corazón inocente,
cándido, puro, embebido
en escuchar a otro herido
corazón, que ama y que siente.
   Mas los sueños, sueños son...
Y ya desaparecieron,
cual fantástica invención
de loca imaginación:
son ilusiones... que fueron.
   Sólo en hora misteriosa,
la hora de los amores,
recuerda el alma dichosa
la imagen de alguna hermosa
entre guirnaldas de flores.
   Quizás cabellos undosos
en torno a una faz galana,
de rasgos puros, graciosos,
con ojos siempre amorosos,
con labios siempre de grana.
   Y ansiamos con embeleso
para aquel cabello, flores,
ricos perfumes y olores
para los ojos, amores;
para los labios, un beso.
   Pero ya pasó la vida,
secando los corazones;
y apagando, a su partida,
la bella antorcha encendida,
que animó los corazones,
   sin dejar al desdichado
otro recuerdo dorado
de su edad más venturosa,
que un triste verso, trazado
en el álbum de una hermosa.


ITALIA

(Pág. 55.)

     Poesía publicada en La Discusión del 1� de Mayo de 1859, y copiada por El Cartaginés del 19 de Mayo del mismo año.



NUBES

(Pág. 63.)

     Publicada en El Cartaginés del 9 de Noviembre de 1859.



INSPIRACIÓN

(Pág. 65.)

     Publicada en El Cartaginés del 10 de Diciembre de 1858. Dedicada a D. Antonio Buendía, médico de Cartagena.



CANTO DEL PROSCRIPTO

(Pág. 69.)

     Publicado en La Discusión del 27 de Mayo de 1859, y copiado por El Cartaginés de 5 de Junio de 1859.

     El Canto del Proscripto es, en nuestro concepto, una de las mejores obras de nuestro poeta: no la señalaremos entre las más elevadas, pero sí entre las más verdaderas. Mucho debió amar a su patria MONROY, cuando tan vivamente acertó a expresar las amarguras de una expatriación injusta. Léanse con particular atención las diez redondillas en que apostrofa el proscripto a sus opresores, diciéndoles:

                                              �Ah! si dispone la suerte                                  
que vuestro delirio ciego
apague mi voz de fuego
con el hielo de la muerte,
   sonará en la inmensidad
ese acento que os espanta,
al cortar en mi garganta
el grito de libertad.
   Y la constante memoria
de mi sangre derramada,
en vapores condensada
al resplandor de la gloria,
   caerá, cual justo anatema,
en terrible lluvia hirviente,
sobre esa pálida frente,
que escondéis con la diadema.
   Y en la tempestad que brama,
oiréis mi tremendo grito,
que, en un tormento infinito,
a vuestra conciencia llama.
   Y en el sol que desparece
del ocaso por la zona,
veréis la hermosa corona
que el cielo en mi losa ofrece.
   Y en el nubarrón que zumba
allá en la extensión vacía,
el sauce que Dios envía
para cobijar mi tumba.
   Seguid, asidos al trono,
devorando vuestra vida,
pálida luz extinguida
al fulgor de nuestro encono;
   yo, lejos de los hogares
que ayer mecieron mi cuna,
juguete de la fortuna,
cruzaré el mundo al azar;
   y para sentir su encanto,
para respirar su aliento,
volará mi pensamiento
sobre las ondas del mar.

     El neologismo al azar, en el sentido de al acaso o a la ventura, no es recomendable.



VOY A PARTIR

A Emilia

     En esta composición, también en redondillas, puede verse cómo entendía, cómo definía MONROY al amor: es notable por la blandura y pureza de los afectos.

                                              El amor es un dolor                                  
que al alma de luz corona
por eso el alma ambiciona
sufrir dolores de amor.
   �Qué pasa en el sentimiento,
cuando este dolor le inflama?
�Por qué goza, cuando ama,
de tan sublime tormento?
   Es que ardiendo en emociones,
el pecho se abrasa y gime,
porque el latido le oprime
que lanzan dos corazones.
   Es que manan sus latidos
arroyos de sangre rojos,
que suben luego a los ojos,
en lágrimas convertidos.
   Es que se entrega doliente
la razón al devaneo,
pues las sombras del deseo
borran la luz de la mente.
   Es que va la fantasía
subiendo por una escala,
toda flores, toda gala,
toda ilusión y poesía.
   Es que en delirante anhelo
tierno el corazón se mece;
es que el alma se engrandece
hasta tocar con el cielo.
   Es que piensa hallar allí
la extrema felicidad.
�Ay, Emilia! �no es verdad
que el amor se siente así?
   Voy a partir: su rigor
mi pecho a tu pecho fía
escúchame, amiga mía:
yo te encomiendo mi amor;
   mi amor, que Dios ha bendito
mi amor, que es constante y ciego
grande, inmenso te lo entrego
devuélvemelo infinito;
   pues tú, que sabes amar,
debes sin duda saber
en dónde lo has de poner,
que yo lo pueda encontrar.

     En el uso del participio bendito por bendecido vemos una gallardía de muy buen gusto, completamente lícita en la poesía lírica.

     En el álbum de esta Emilia se halla la siguiente composición de nuestro poeta.



AMOR QUE MATA

                                              Hermosa niña, de rasgados ojos,                                  
de nacarada tez y labios rojos,
con gracias que el amor formó tan bellas,
escucha mis canciones,
y a sus tranquilos sones,
si ansias dormir..., te adormiré con ellas.
Era un capullo, que al vergel florido
daba gracia y frescura,
sus hojas desatando;
que llenaba de aroma y de hermosura
al céfiro perdido,
a las flores de Abril ruborizando.
   Y era una niña, por demás galana,
que al vergel, juguetona, descendía
durante la mañana:
sus labios virginales y pulidos,
con tibio beso en el botón ponía,
prestando aromas y bebiendo mieles...
   Y en tanto, allá escondidos,
temblaban, envidiosos, los claveles;
y temblaban con ellos muchas flores,
porque, posado en ellas un jilguero,
cantaba del capullo los amores,
con canto lastimero.
   Amores, todo esencia,
que inspirara en su infancia virgen pura,
sin gustos ni mudanza,
amores del pudor con la inocencia,
amores del placer con la esperanza,
amores de unir flor con la hermosura.
   Mas llegaron las brisas del verano,
y el botón entreabriendo
su recatado y oloroso seno,
ámbar precioso por do quier vertiendo,
tuvo, en su orgullo vano,
el aire, siempre, de perfumes lleno.
   Y en rosa se tornó pomposa y bella,
y la tierna doncella
que todas las mañanas la veía,
creció también como su amor crecía
y siempre se besaban,
porque siempre, constantes, se adoraban.
   Pero el beso de amor, aquel tan puro,
que prenda un tiempo de sus dichas era,
y de su amor seguro,
en vez de hacer durable su ardimiento,
de la rosa lozana y hechicera
quemó las hojas y secó el aliento.
   Y la joven preciosa,
la que un tiempo sembraba sus amores,
su gracia candorosa,
por el vergel y la pradera amena...
Miró también borrarse los colores
de sus mejillas, pálidas de pena.
   �Maldito su deseo!
Que la flor y la niña, antes tan puras,
queriendo más de lo que más gozaron,
en triste devaneo
lloraron sus fatales amarguras,
y llorando las dos, se marchitaron.
   Y el pintado jilguero que, trinando,
testigo fue de su placer perdido,
siguió siempre cantando;
y sintiendo su suerte
con triste son y gemidor quejido,
cual cantó su pasión, cantó su muerte.
   Llora, pues, tus enojos,
hermosa niña de rasgados ojos,
con gracias que el amor formó tan bellas,
y escucha mis canciones;
que a sus tranquilos sones,
si ansías dormir, te adormiré con ellas.


EL ECLIPSE DE SOL

     Obra digna del asunto, y es quizá cuanto pueda decirse; ando a un lado los terremotos, las inundaciones y los huracanes, en fin, las escenas grandes de devastación, producidas por la naturaleza irritada, el eclipse total de Sol ofrece un espectáculo de majestad muda y severa, quizá el más imponente para cuanto vive. Sin nubes, que desde acá abajo encubran el inmenso disco del gran luminar, él se oscurece arriba, como si se fuera a extinguir su luz, conservadora de nuestra existencia. No nos suena bien aquello de

                                           el negro espejo del inmenso abismo,                                  
que miras a tus pies amontonarse.

     Amontonarse no parece propio de abismo.

     En el verso (pág. 84.),

los azules perístilos del cielo,

hay la licencia de usar como esdrújula una voz que no lo es; pero sólo hallamos que admirar en el trozo siguiente:

                                              �Qué momentos, oh sol! �Por qué apartada                                  
con empeño terrible
conservas de los mundos la mirada,
�será que ver no puedes impasible
al crimen y al encono
sentados �ay! sobre brillante trono,
ni agitados los mares,
ni rotas las entrañas de la tierra
al rudo golpe de implacable guerra,
ni los santos altares
del bien y del derecho destruidos,
ni esas flores que, en campo de dolores,
recogieron los pueblos oprimidos
con sus invictas manos,
marchitas en frescura y en colores
al aliento mortal de los tiranos?
�Ah, si tu faz pudiera
contemplar otro mundo y otros hombres,
al lucir otra vez sobre la esfera!
�Si destacarse viera,
sobre un manto, de siglos empolvado,
pirámides sin fin de tumbas frías
selladas con los nombres
del poder y grandeza de otros días,
inmensos restos del error pasado,
despojos del destino,
que el ronco canto de victoria alzaran,
y eternos señalaran
a los futuros pueblos el camino!
�Ah! yo también de mi canción el vuelo
alzaría con éxtasis profundo,
si al dorar otra vez tu luz el cielo,
dorara un sol de libertad al mundo.

     Parece, al ver este noble deseo de libertad, que había nacido el autor y vivía en otros tiempos, ya por dicha distantes. Pero habla como hombre ansioso del bien de la humanidad entera, como D. Dionisio Solís, por los años de 1822, escribía en un soneto célebre:

                                              �Oh sol! entra en la espléndida carrera                                  
que el dedo te señala omnipotente
al asomar por las etéreas cumbres;
   y tu increado Autor piadoso quiera
que desde Oriente a Ocaso eternamente
pueblos felices en tu curso alumbres.

     Esta composición al Eclipse fue publicada en La Discusión, a 24 de Julio de 1860, y la copiaron Las Novedades del 27 inmediato.



LA INOCENCIA

(Pág. 94.)

     Diálogo lleno de frescura y de gracia, como las Doloras del Sr. D. Ramón Campoamor.



EN EL DÍA DE TU SANTO

(Pág. 99.)

     Un romance de días: y es excelente. �Cuántas coplas no se han hecho, y se hacen y harán, de felicitaciones, que a los cuatro días no pueden leerse! No es ésta así: aquellas suelen ser obras de compromiso, de cortesía, de galantería, de vanidad acaso: ésta, dictada por el sentimiento, es una buena obra de un buen poeta.

     Se nos han remitido últimamente unas redondillas de MONROY, con el título de Mi cumpleaños. Copiaremos aquí algunas de ellas.



MI CUMPLEAÑOS

A Elvira

                                              �Uno más...! Sigue la suerte                                  
entre los años perdida,
sacándonos de la vida
por las puertas de la muerte.
   �Con que, muere la virtud,
y se acaba la existencia!
�Con que, espira la inocencia,
y espira la juventud!
   �Un año más...! Al mirar
helarse mi pecho ardiente,
lo siento sobre mi frente
rápido y vago pasar.
   �A dónde fue la fragancia
de la flor de la niñez?
�A dónde la sencillez
de los juegos de la infancia?
   �Te acuerdas, Elvira? El sol
brillaba siempre en la esfera,
sin que una nube viniera
a deslustrar su arrebol;
   pasaban en un momento
felices hora tras hora,
toda era rayos la aurora,
y todo aromas el viento.
   Edad de amor y de fe,
edad de dicha y de calma,
ven, y despierta en mi alma
recuerdos que tanto amé;
   ven y deposita en mí
tus sueños de rosa y oro...
�No ves, edad, que, si lloro,
estoy llorando por ti?
   Mas �ay Elvira! dispensa
que el alma venga a verter
entre recuerdos de ayer
lo que siente y lo que piensa.
   Tú fuiste niña... �Cariño
no tienes a aquella edad?
�Ay, Elvira! �no es verdad
que es muy hermoso ser niño?
   Compara: ya no se alcanza
la gloria que entonces fue.
�Cuánta esperanza sin fe!
�Cuánta fe sin esperanza!
   Perdona otra vez: derecho
a tu perdón tengo ya;
que ha tiempo sufriendo está
mi pecho como tu pecho.
   Ha tiempo cruza mi suerte
los aires del desengaño...
�Cielos! hoy cumplo otro año,
otro paso hacia la muerte.
   Mas �qué idea! su pavor
no turbe más mi alegría.
Escúchame, amiga mía:
quiero contarte mi amor.
   Hay una deidad, Elvira,
que ciego mi pecho adora;
yo lloro cuando ella llora,
yo suspiro si suspira.
   Su ropaje son los cielos,
sus lágrimas son las flores;
brinda un goce sin dolores,
ofrece un amor sin celos.
   Nadie resiste a su ardor,
ni el sabio, el potente, el loco...
No dirás que pido poco.
�Te gusta, Elvira, mi amor?
   Amante de tal valía...
�Fuera mucho presumir?...
�No es verdad que es de sentir
que no quiera serlo mía!


ISIDORO MÁIQUEZ

     Como ilustración a esta oda (publicada en El Cartaginés, a 28 de Abril de 1859, y en El Mundo a 17 de Julio del mismo año), conviene reimprimir aquí una nota de D. Leandro Fernández de Moratín, que se halla en el tomo IV de sus Obras, dadas a luz por la Real Academia de la Historia (Madrid 1830 y 183l), páginas 345 y siguientes:

     �Isidoro Máiquez, natural de Cartagena, tejedor de sedas, aficionándose al teatro desde su juventud, empezó a representar en las compañías cómicas de Valencia. Tal es el principio que han tenido casi siempre los actores de España. Hijos de padres humildes, aplicados tal vez a algún ejercicio mecánico, inclinados a ver comedias y representarlas, y resueltos, por último, a abandonar su oficio por un arte en que es tan difícil acercarse a la perfección; sastres, carpinteros, impresores, zapateros, bordadores, peluqueros, monaguillos, soldados, cocheros, tejedores, confiteros, albañiles; esto han sido en sus primeros años los que con más o menos habilidad han ocupado la escena española desde Lope de Rueda hasta nuestros días. Lo que ciertamente debe asombrar, es que entre tales cómicos hayan sobresalido algunos, no inferiores en su clase a los más celebrados de los teatros extranjeros. �Qué fuerza de talento natural han necesitado para formarse, cuando les faltaban los auxilios de la educación, de la instrucción, del trato culto de la sociedad; en suma, cuando era necesario que cada uno de ellos buscase y hallara los principios de un arte que nadie enseña entre nosotros! Pero, como sea cierto que los primeros hábitos determinan para en adelante el carácter intelectual y moral de los hombres, toda la habilidad de nuestros mejores cómicos se ha reducido siempre a la imitación de la ridiculez vulgar, y han sido muy pocos los que hayan sabido acercarse a la delicadeza, a la gracia decorosa, a la urbanidad y elegante expresión de la buena comedia. No llegando a esto, �quién debería exigir de ellos la sublimidad que pide la tragedia, en su declamación robusta, heroica, patética y vehemente?

     �Máiquez, después de haber representado algunos años en Madrid sin aplauso (actor extremadamente frío, que entendía y no expresaba sus papeles), pasó a Francia en el año de 1799: vio en París el teatro francés, y no necesitó más. Estudió a Talma con una atención reflexiva, de que él sólo era capaz. La acción, el gesto, la entonación, las transiciones, los extremos de dolor, de alegría, de orgullo, de abatimiento, de rencor, de furia, cuantos afectos componen la imitación trágica, otros tantos observó y retuvo; y como su defecto único era la frialdad, no halló en sí obstáculo ninguno que vencer, ni un solo resabio que destruir. Aún hizo más. Conoció que no debía copiar, sino imitar, los excelentes modelos que veía en el género trágico y cómico; y, penetrada la razón del arte, variar, modificar su declamación, y establecer la línea que debe separar la expresión francesa de la que puede ser agradable a un auditorio compuesto de españoles.

     �Cuando volvió a Madrid, se dijo, al ver sus primeras representaciones, que copiaba a Talma en las mismas piezas que él repetía, traducidas a nuestra lengua; pero cuando se le vio desempeñar otras que se habían escrito después que él vino de Francia, se echó de ver que no era un copiante servil, sino un profesor eminente. También se dijo (�qué desaciertos no dice la envidia?) que en la tragedia era muy buen actor; pero que sólo hacía tragedias, y que persuadido él mismo de su nulidad para los caracteres de nuestras comedias antiguas, siempre se abstendría de representarlas. Herido su orgullo (que era igual a su mérito), conoció la necesidad de sobresalir en todos los géneros para confundir a la ignorancia, y lo consiguió, representando personajes y afectos de tan diferente naturaleza, que parecía imposible aspirar en todos ellos a la perfección, y él supo hallarla. García del Castañar, Fenelón, El Vano humillado, Otelo, Orestes, El Pastelero de Madrigal, La Casa en venta, El mejor Alcalde el Rey, La Zaira, El Rico Hombre de Alcalá, El Distraído, Pelayo, El Convidado de piedra, Numancia destruida; en suma, las tragedias extranjeras, las españolas, las piezas ligeras del teatro francés, las antiguas y modernas del nuestro, hallaron en él un actor que nunca ha tenido semejante.

     �Ensayaba a sus compañeros en los papeles que habían de hacer con él; pero nunca trató de darles una instrucción metódica del arte, ni les comunicó las máximas que él había adoptado como principios seguros para acertar en él. Su habilidad fue un secreto: ni tuvo rivales ni quiso discípulos: con él empezó la gloria de nuestro teatro en la representación, y con él acabó.

     �Su vida fue una continua alternativa de satisfacciones y disgustos. Empeñado y pobre muchas veces, otras opulento; desterrado por el gobierno de José Napoleón, y restituido después por el mismo a la patria; cuando ésta logró sacudir el yugo extranjero, Máiquez, digno intérprete de las ideas de libertad, excitó el entusiasmo general con la imitación de afectos y acciones heroicas, recibiendo en la escena coronas y aplausos, hasta que, por último, llegó a verse otra vez odioso a la Corte, desterrado, falto de salud y medios, y en edad que no resiste como la juventud a los desaires de la fortuna. En vano la generosa amistad de sus compañeros procuró dilatar su vida, haciéndola menos infeliz. Murió en Granada, en el año de 1820.�



LA VICTORIA DE TETUÁN

     Buena, muy buena obra, menos ideal que otras, más correcta que muchas, llena de patriotismo y de valentía. Allí se dice que la victoria

                                           es el beso de amor, que ronco brota                                  
de los ardientes labios de la guerra;

allí, más adelante, leemos

                                           que los brazos del déspota se oprimen                                  
donde los brazos de la cruz se abren;

allí, por último, que

                                           La tumba de los hombres es la muerte,                                  
la tumba de los héroes es la gloria.

     Se publicó en La Discusión de 8 de Febrero de 1860, y en el Diario de Cartagena de 21 del propio mes.



EL BESO

(Pág. 127.)

     Otro soneto escribió MONROY, que se ha conservado: es de asunto y consonantes forzosos. Helo aquí:

CON UN DURO

(En boca de un desesperado.)

Soneto

                                              Sentí, al pisar de nuestro mundo el suelo,                                  
de perder a mis padres la amargura;
no supe qué era amor ni qué hermosura,
ni hallé un amigo a quien decir mi anhelo.
   En la tumba final del desconsuelo
gime mi corazón: si, por ventura,
ansioso busco a Dios tras esa altura,
y al cielo miro, se oscurece el cielo.
   Nada soy, nada tengo, nada valgo;
he dado a la ilusión mi adiós postrero:
�puedo ya en adelante creer en algo?
   Ni honores alcancé, ni fama espero;
entré muerto en la vida, y muerto salgo.
Me queda un duro: �para qué lo quiero?


ÚLTIMOS MOMENTOS DEL DILUVIO

     Debe ser un fragmento, aunque al principio no se dio como tal por los que se han ocupado en recoger los versos de MONROY.

     Salomón Gessner, escritor alemán, suizo de nación, que obtuvo gran celebridad a fines del siglo pasado, extendió en prosa otro como fragmento, dedicado a representar los últimos momentos de dos amantes en el Diluvio. Nada se parece el fragmento de MONROY al de Gessner: hoy, que las obras del autor suizo no son ya de nadie leídas, quizá no parezca fuera del caso agregar aquí, traducido, el fragmento indicado.



Una escena(6) del diluvio

Semira y Semín

     �Ya las torres de mármol yacían profundamente sumergidas; ya sobre la cumbre de las cordilleras corrían negras olas como montañas; ya sólo alzaba un monte su erguida cabeza sobre las aguas. Horrible agitación reinaba en torno de sus azotadas pendientes, donde gritaban desesperados los infelices que subían a su cuna, perseguidos por la muerte en las olas, que les iban sin cesar bañando las plantas. Aquí se desgajaba del monte una colina, y cargada de hombres dando alaridos, se precipitaba con ellos en el espumoso piélago; allí reunidos los turbiones, y trocados en furioso torrente, se llevaban al hijo que se esforzaba a salvar a su padre moribundo, o arrastraban a la afligida madre con sus hijos en brazos.(7)

     �Sólo descollaba, exento de la devastación, el pico más eminente de la cima, donde Semín, generoso mancebo, a quien poco antes había jurado eterno amor la más virtuosa de las doncellas, había puesto en salvo a su adorada Semira, y donde, en medio de la más deshecha borrasca, se encontraban solos, porque las aguas habían acabado con el resto de los mortales. Abalanzábanse las olas a ellos, retumbaba sobre ellos el trueno, bramaba a sus pies un mar enfurecido. Espantosa oscuridad los envolvía cuando los relámpagos no alumbraban la cruel escena; cada nube amenazaba horrores con su negra frente; cada ola tropezaba con mil cadáveres, e impelida por los aquilones, corría en busca de más estragos.

     �Estrechó Semira a su amado contra su corazón palpitante, y vertiendo llanto, que regaba sus mejillas pálidas, mezclado con las gotas de la lluvia, exclamó con voz balbuciente: �Semín, amado mío, ya no hay salvación para nosotros; por todas partes la muerte nos acosa rugiendo. �Oh desolación! �oh desventura! Cada vez se nos acerca más nuestro fin. �Cuál de esas olas, �ay! cuál será la que nos sepulte? Sostén, sostenme con tus brazos trémulos, amado mío: pronto no existiré, pronto no existiremos, confundidos ambos en el universal trastorno. Ahora... Hacia aquí viene rodando... �Cuán espantosa! Ya llega, iluminada por los relámpagos. �Favor, oh Dios, Dios, nuestro juez!� -Dijo, y cayó en brazos de Semín.

     �Ciñó con ellos a la desfallecida amante, sin poder desplegar los labios, y sin ver ya el inminente exterminio, sino sólo a su dulce prenda reclinada, exánime en su seno; y padeció por ella más que con el horror de la muerte.

     �Besó entonces aquellas mejillas, que tenía sin color la fría lluvia, y estrechola más fuertemente, diciendo: 'Semira, adorada Semira, recóbrate y vuelve a contemplar este desolador espectáculo: vuelvan a mirarme tus ojos, vuelva a decirme otra vez tu marchito labio que me amas hasta la muerte: otra vez, antes que las olas nos arrebaten.'

     �Volvió ella en sí cuando él enmudecía; dirigiole una mirada llena de indecible ternura y pena, y tendió luego la vista sobre aquel estrago. '�Dios y mi juez! exclamó: �no hay remedio, no hay misericordia que nos alcance? �Cómo se estrellan las oleadas! �cómo retumba el trueno! �con qué aparato de terror se anuncia la implacable venganza! �Oh Dios! Nuestros años corrían en la inocencia; Semín era el más virtuoso de los jóvenes... �Ay! �ay de mí! Todos los seres que ornaban de goces mi existencia, todos han perecido. Y tú, la que me diste vida... �oh cruel espectáculo! Separada de mí por las aguas, todavía levantaste la cabeza y los brazos para bendecirme, cuando fuiste abismada. Todos perecieron. Y sin embargo... Semín, Semín, el mundo asolado y desierto sería para mí un paraíso contigo. Vivíamos inocentes, mi Dios; y �no hay salvación, no hay piedad para nosotros? Pero �qué dice mi corazón angustiado? Perdóname, �oh Dios!: ya morimos. �Qué es en tu acatamiento la inocencia humana?'

     �Sostuvo el mancebo a su compañera, a quien el huracán vencía, y dijo: 'Sí, mi adorada: todo viviente ha sido arrebatado a la tierra, y en el estruendo de la devastación ya no grita ningún moribundo. Carísima, carísima Semira mía, el instante próximo es el último nuestro. Se acabaron todas las esperanzas de esta vida; todo el venturoso porvenir que nos figurábamos en las horas placenteras de nuestro amor, se deshizo; vamos a perecer. La muerte sube y corre en torno de nuestros muslos vacilantes; pero no, �no esperemos como réprobos ese general destino! �Moriremos! Y �qué fuera para nosotros, amada mía, qué fuera la vida más larga y deliciosa? Una gota de rocío pegada a un peñasco, de donde se desprende al mar cuando el sol asoma. Esfuerza tu ánimo: las delicias y la eternidad están más allá de la vida. No temblemos al pasar allí: abrázame, y esperemos así nuestra suerte. Pronto, Semira mía, pronto nuestras almas volarán sobre estos estragos; entregadas al goce de una bienaventuranza inexplicable, volarán sobre ellos: tanto me atrevo a esperar, Dios mío. Sí, Semira, levantemos las manos al cielo: no debe el mortal juzgar a la Providencia. El que inspiró el soplo vital en nosotros, envía la muerte al bueno y al inicuo; pero �dichoso el que ha caminado por la senda de la virtud! No pedimos la vida, �oh infinitamente justo! seamos comprendidos en tu sentencia; pero anímanos con la celeste esperanza de aquel bien inefable que ya no puede turbar la muerte; y ruja en buen hora el trueno, y brame la borrasca, y estréllense sobre nosotros las olas. Alabado sea el justo; su alabanza sea el último pensamiento de nuestras almas en el cuerpo falleciente.'

     �El valor y el júbilo que reanimaron el semblante de Semira le volvieron su hermosura; y alzando las manos entre la tormenta, prorrumpió: 'Sí, esa divina, esa inmensa esperanza, la siento ya toda: alabe al Señor mi labio, y viertan lágrimas de alegría mis ojos hasta que los cierre la muerte cercana, pues nos está aguardando un cielo con mil venturas. Nos habéis precedido vosotros los que fuisteis objetos de nuestro cariño; pero pronto tornamos a veros: ya vamos. Ante el sollo del Altísimo están ya los justos, a quienes después del juicio ha congregado en su presencia. Truenos, rugid; olas, bramad: vosotros sois el himno de su justicia: destrucción, ven a nosotros. -�Mira, amado mío! abrázame, que allí viene la muerte; en aquella ola negra viene. Abrázame, Semín, no me dejes. �Oh! ya me levanta el agua.

     �-Yo te abrazo, Semira, decía el joven; abrazada te tengo. Muerte, se bien venida: aquí estamos. �Alabada sea la justicia eterna!

     �Así dijeron, y la ola los arrebató abrazados.�



LO QUE DICE MI MADRE

(Pág. 131.)

     Aunque la composición titulada Génesis, que principia en la pág. 169, sea en la opinión de muchos y en la humilde nuestra, la obra de MONROY más poética, más alta, la mejor, en fin, de las suyas, nos atrae con invencible hechizo esta especie de epístola familiar de la pág. 131: parece sin duda una traducción, en buena poesía, de los afectos que una madre ha expresado en la prosa de la verdad; nos parece aún otra cosa. Cuando una digna madre tiene lejos de sí a su hijo por el bien de él, porque está, como JOSÉ MONROY, estudiando con aplicación y lucimiento, no hay razón para sentir la ausencia del hijo tan dolorosamente. �Habrá, pues, en estas preciosas redondillas melindre, afectación, exageración impropia, ficción inoportuna, falsedad ridícula y vituperable? �Ah! no: cuando los espíritus superiores exageran (al parecer), es que presienten, es que adivinan, es que ven lo que para menos felices inteligencias no es perceptible. MONROY presintió, adivinó y expresó fielmente el dolor de su amante madre en la ausencia más larga y triste, en el destierro a la eterna vida, en la separación del sepulcro: en Setiembre de 1861 adquirían completa y lastimosa verdad aquellas redondillas:

                                              Hoy sólo puedo exclamar                                  
en amante desvarío:
��En dónde estás, hijo mío,
que no te puedo abrazar?�
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                              (Habla la Madre con la naturaleza.)
   Dile que mi amor es fiel,
dile que mi afecto es ciego,
dile que si al cielo ruego,
estoy rogando por él.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
�Qué otro consuelo quedar
puede ya a mi padecer?
�Es tan hermoso creer!
�Es tan hermoso esperar!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Dejadme, sí; que el dolor
mis lágrimas borrarán:
dejadme sentir mi afán,
�dejadme llorar mi amor!

     Detengámonos frente a la humilde tumba de nuestro poeta: bastan estos borrones para señal de nuestra estimación al hombre, de nuestra admiración al florido ingenio; sobran para que el de nuestros lectores le comprenda, sienta con él, y le rinda el tributo de dolor y respeto que se le debe.

     Gran corazón y fantasía valiente le destinaban a ser insigne escritor; poca edad y poca importancia dada por él al ejercicio de sus facultades poéticas, le impidieron probarlas todas, y privaron a sus ensayos del lustre con que hubieran podido mostrarse al mundo, habiéndolos estudiado más. Frecuentísimo ha sido entre los poetas de España ejercitar el numen para distraer el ánimo de otras muy distintas ocupaciones. Garcilaso y Ercilla escribieron versos entre los horrores de la guerra; Fray Luis de León descansaba con ellos de sus estudios teológicos; Pablo de Céspedes tomaba la pluma en la mano, fatigada de mover los pínceles. La poesía pide para sí toda la atención, toda la actividad y la vida entera del hombre: así hubo quien escribiese La Ilíada, La Eneida, La Divina Comedia y Las Lusíadas; así compusieron sus inmortales odas Píndaro y Horacio. Poeta, y no más, dice a sus elegidos la Musa que los llama; profesor, y por entretenimiento poeta, le han respondido muchos esclarecidos ingenios españoles: en pena de este aciago desaire, nuestra epopeya sólo sube hasta la Araucana. A gran altura lírica hubiera llegado MONROY, a no faltarle vida: el canto del verdadero poeta constituye en nuestros tiempos ya profesión respetable y útil: Homero, en la época actual, no hubiera mendigado de puerta en puerta; no necesitó mendigar, como el ciego cantor de la ruina de Troya, el ciego cantor de la caída del hombre. En los campos de la inmortalidad, vestidos de verdores eternos, bañados de perpetua luz, Espronceda habrá tendido los brazos a MONROY, llamándole hermano; Quintana, hijo. Acá, en la vida de las tinieblas y del error, dudamos qué lugar señalarle, que no le pueda ser disputado entre los herederos del gran Quintana; pues, como ha dicho el Sr. Castelar con la sagacidad y precisión del filósofo, �no se puede juzgar a MONROY por lo que ha dejado, sino por lo que se ha llevado consigo.� De lo que se llevaron también consigo Lucano y Garcilaso, jóvenes, Francisco de la Torre y Francisco de Rioja, viejos, que debió ser mucho, nadie ha podido hablar con certeza; lo que dejaron, sea mucho, sea poco, goza de general aprecio. Sin oponer nombres a nombres, ni género a género, ni un tiempo a otro, recojamos las escasas, pero preciosísimas reliquias de la actividad intelectual de MONROY, y estimémoslas como se estiman las de Rioja. Tres versos del malogrado joven, levemente cambiados, nos dicen el carácter de su poesía, su gloria en España, y sus merecimientos para el cielo:

                                              El eco de su voz fue la armonía,                                  
y celestes guirnaldas a su paso
el coro de los ángeles tejía.
J. E. HARTZENBUSCH.          

     Aprovechemos una ocasión propicia. Nos envió a Madrid, años ha, unos versos, pocos, pero buenos, un modestísimo escritor, de quien apenas en su casa misma sabrán que los escribe. Dadas algunas de aquellas composiciones a un amigo, redactor de un periódico, publicó una o dos, perdió otra, y quedaron en nuestro poder las demás. Para que no se pierdan todas, como su hermana, digna por cierto de otra suerte, imprimimos de ellas una oda y tres sonetos aquí, no atreviéndonos a estampar el nombre del autor, porque ni tenemos su licencia, ni sabemos con seguridad por dónde pedírsela.

     Los sonetos y la oda son éstos:



EL SOL EN ORIENTE

Soneto

                                      Ya rutilante en raudo remolino
hierve �oh sol! en Oriente el polvo de oro
que tus ruedas levantan; ya el tesoro
de tus rayos relumbra diamantino.
   Desplégase ondeante y purpurino,
al revolar el céfiro sonoro,
tu regio manto, y en alegre coro
siguen las rubias Horas tu camino.
   Naturaleza ríe y se levanta
del sueño en que yació suspensa y muda,
y con su pompa y su beldad encanta;
   y el hombre que vacila ante la duda,
al contemplar magnificencia tanta,
vuelve a la fe y al Hacedor saluda.


GONZALO EN LA BATALLA DE CERINOLA

Soneto

                                      Cierra Nemur, de su escuadrón seguido,
contra el audaz ibero, que le atiende;
truena el bronce; chocando el hierro esplende,
retumba en torno el bélico alarido.
   Estrago a mil estragos añadido,
en la pólvora hispana el fuego prende:
ella furiosa por el aire asciende
en llama y humo y hórrido estampido.
   Mas tú, Gran Capitán, la espada al viento,
en fogoso corcel raudo atraviesas
tus huestes, deslumbrando con tu gloria.
   Y a tus leones, con alegre acento,
ánimo, gritas, mis amigos; ésas
las luminarias son de la victoria.


CELAJES DE ABRIL

Soneto

                                      Pura nube, que vaga en manso vuelo,
si el rojo sol que fúlgido amanece
la ilumina, magnífica parece
púrpura y oro en el azul del cielo.
   Cual de la blanca aurora rico velo,
al hálito del céfiro se mece:
crece en carmín, y en resplandores crece,
y al alma infunde misterioso anhelo.
   Así, llena de encanto y lozanía,
esplende, si en su luz amor la dora,
dulce ilusión de joven fantasía.
   Mas �qué vale, si al fin se descolora
la ráfaga, y cual flor de solo un día,
lo ideal pierde el lustre que atesora?


LA TRANQUILIDAD EN LA MEDIANÍA

Oda

                                      Ni regios artesones,
en columnas de pórfido elevados,
ni firmes torreones
dan albergue seguro de cuidados.
 
   Su enjambre el ala tiende,
y en su curso, a la nao, que ligera
ondas y espumas hiende,
alcanza, y al corcel en su carrera.
 
   Tiñen al avariento
la enjuta faz con el palor del oro
tiénenle soñoliento,
velando en la alta noche su tesoro.
 
   �Quién halló, quién, escudo
que la pujanza indómita quebrante
de estos monstruos? �Quién pudo
en tan horrenda lid quedar triunfante?
 
   Quien ciñe su deseo
al corto espacio de la vida humana,
y en triste devaneo
no feria el día de hoy al de mañana.
 
   En su feliz retiro,
ni pecheros conoce ni señores
ve al año en dulce giro
reír en la heredad de sus mayores.
 
   Cuando con grave ceño
despliega su crespón la noche umbría,
él paz disfruta y sueño
en brazos de la hermosa medianía.
 
   Ríe la dulce aurora...
Él ostenta en la faz su risa y calma:
Ábrese encantadora,
cual la flor a la luz, al gozo su alma.
 
   Ni en las dichas repudia
su razón, ni en el caso más adverso
al Hacedor estudia
en su obra inmortal del universo.
 
   Y al ver que Dios atiende,
cual padre, a cuanto brota de su mano,
en vivo amor se enciende,
y en toda criatura ve un hermano.
F. A. de B.               


ALCANCE

     Se nos advierte, como aviso oportuno, que las dos breves composiciones tituladas El Tránsito y La Predicción pertenecen a una obra que no pasó de los principios. Había de ser una colección de cuadritos históricos, acompañados de una explicación o aplicación filosófica: dos escribió MONROY, y otros dos un amigo suyo.

     Se nos han entregado, algo tarde en verdad, cinco poesías de MONROY, no indignas de su pluma, pero que tampoco aumentarían el valor de esta colección. De una de ellas, consideramos justo incluir aquí por despedida la mayor parte. Con placer singular habrá visto el lector la notable composición A la Virgen (pág. 163): no sin gusto leerá estos sentidos versos, que se refieren a la epidemia que padeció años pasados la patria del autor:

                                           Ciudad insigne. . . . . . . . .                                  
. . . . . . . . . . . que tejió altanera
con los jirones de la Europa entera
coronas de laurel para su gloria;
undosos mares, apacible suelo
de exquisita fragancia,
a cuyo lado, en venturoso anhelo,
miré correr los años de mi infancia,
donde con puro ambiente
meció la brisa mi modesta cuna,
y el agua santa consagró mi frente...
En mis tiernos y débiles cantares,
�qué puedo darte yo, pobre y ausente,
amada patria mía?
Una lágrima triste en tus pesares,
un grito de entusiasmo en tu alegría.
�Horas de luto y de quebranto llenas!
Pasad, pasad al fin; que habéis dejado
al corazón llagado
el inmenso sudario de sus penas...
�Fatales horas!... �ah!... �cómo os contaba
con profunda tristeza
de mi patria alejado,
las noches que, en mi estancia retirado,
doblaba sobre el libro mi cabeza!
Y a cada hoja �ay Dios! que temblorosa
iba pasando sin cesar mi mano,
y a cada hora que correr veía...
��Otra víctima más!� triste, decía
��Otra madre sin hijos! �otra esposa
sin esposo! �otro hermano sin hermano!�
Cada hora de llanto y de agonía
que allí contaba en mi terrible calma,
como una gota de dolor caía
en el oscuro fondo de mi alma...
   Mas pasaron al fin... Nobles varones
de mi patria, �salud!...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
�Dichoso el hombre que, doquier llevando
de caridad el lema,
con lágrimas de amor del infelice
teje a sus sienes inmortal diadema!
Dignos héroes, oíd: la patria os dice:
�No moriréis jamás, y vuestra suerte
bendecirá del pueblo la memoria...
La tumba de los hombres es la muerte,
la tumba de los héroes es la gloria.�
   �Santa Madre de amores
que en el cielo te asientas,
y allí en tu solio de virtud ostentas
el sublime dolor de tus dolores!(8)
Si ceñiste corona esclarecida,
con alas de los ángeles tejida;
si en tu regazo tierno
al Salvador del mundo, Omnipotente,
depositó el Eterno,
y su diestra fulgente
de luz y lauro engalanó tu frente,
tú has enjugado de mi patria el llanto
con los flotantes velos de tu manto;
tú has disipado en la tremenda hora
del luto acerbo la tiniebla oscura,
derramando fulgor desde la altura
del áureo rayo que tu frente dora:
yo así te aclamo con fervor profundo
y con piadoso anhelo,
la Reina de los hombres en el mundo,
la Reina de los santos en el cielo.
   Cartagena, �valor! yo te saludo.
Alza la frente y a los cielos mira;
que nada al bueno amedrentarle pudo
y mira al cielo quien al cielo aspira:
las alas tiende, en el espacio vuela,
y en tu glorioso porvenir reposa...
Tú volverás gozosa
a escuchar de victoria los cantares,
y tornarás un día
a bañar, patria mía,
tu corona de perlas en los mares; etc.

     �Sé que esta composición (escribía el autor), o por mejor decir, este conjunto monstruoso de versos incorrectos, no resiste a la crítica. Atiéndase solamente a mi buena intención y sana voluntad, si ya no se tuviere en cuenta que esta poesía ha sido hecha en una hora escasa, pues me ha sido pedida por el correo que hoy llega, y la remito en el correo que hoy sale.

Madrid, 13 de Octubre de 1859.                                        

J. MARTÍNEZ MONROY.�                    

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