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Prólogo

de la primera edición

Al que leyere

     La historia de la publicación de este libro es la siguiente:

     En la modesta morada de un joven, cuyo elevado talento y vasta ciencia son tan conocidos de pocos, cuanto dignos de ser apreciados de muchos, se reúnen dos veces cada semana varios otros jóvenes, con el fin de consagrarse al cultivo de las letras y de adquirir, alentados de un noble estímulo, conocimientos de que carecen, por desgracia, algunos de nuestros ingenios más famosos.

     Semejantes reuniones son tan sabrosas como útiles. En ellas no impera ningún género de charlatanismo. En ellas no se estudian las artes de engañar a la multitud, levantando mentirosos aparatos de ingenio v ciencia que la deslumbren, ni se reduce práctica la enseñanza de combinar banderías cuyo destino sea crear injustas reputaciones y ejercer el monopolio de la fama en la esfera de la inspiración artística.

     A una de estas reuniones me condujo mi buena suerte hará como tres meses y medio, y confieso que, aun prescindiendo de las felices consecuencias de tal visita, no podré menos de recordarla siempre con delicia, merced al agradable espectáculo que en ella tuve el gusto de presenciar.

     Nueve o diez jóvenes, presididos por el dueño de la casa, se ocupaban en escuchar el análisis que hacía otro de ellos de la Medea de Séneca, y se preparaban a dirigir objeciones al imberbe crítico, cuya pericia en el conocimiento del rico idioma del Lacio me pareció tan notable como rara. El orador a quien aquella noche había tocado examinar la más interesante acaso de las producciones del gran trágico latino, no sólo trazó un cuadro completo a grandes rasgos del estado de la civilización romana a la aparición de la Medea, para poder apreciar mejor la importancia de esta obra, sino que la analizó con arreglo a las teorías de la ciencia moderna, manifestándose tan versado en el conocimiento de las prescripciones aristotélicas y horacianas, como en el de Hegel, Lessing, Gioberti y demás grandes pensadores de Alemania, Italia y Francia.

     Allí no había discípulos ni maestros; y, sin embargo, todos concedían espontáneamente los fueros de tal al que había concebido el pensamiento de realizar tan provechosos estudios; al que, anhelando ser útil y deseoso de influir, sin causar ruido, en el mejoramiento de nuestra literatura, mal herida en brazos de los fabricadores de versos, había querido establecer un gimnasio modesto, circunscrito, en el cual rindiesen culto cuantos se hallaren codiciosos de aprender y fueren enemigos del estrépito, no a la moda pasajera, no al entronizado ignorantismo, sino al arte civilizador y fecundo.

     Satisfecho de hallar tal suma de saber en tan breves años; admirado de la rectitud y buen gusto del joven crítico, cuyo nombre siento no recordar en este momento, y dándome interiormente el parabién por los frutos que deberán producir tales reuniones en época no lejana, iba a despedirme ya del Anfitrión de aquel festín literario, el Sr. D. Aureliano Fernández-Guerra, cuando éste me advirtió de que aún habríamos de gustar nuevos manjares antes de la terminación del banquete.

     La costumbre autorizada en el pequeño liceo de que hago mérito es, en primer lugar, leer uno o más capítulos de los consagrados por algún célebre preceptista a determinar las condiciones fundamentales del arte, y discurrir acerca de su contenido, para apreciar debidamente el valor de la doctrina. En seguida procede el individuo designado por la suerte en la semana anterior a examinar, desde el punto de vista que más le place, alguna de las preciosas joyas dramáticas que nos ha legado la antigüedad o que enriquecen la literatura española y extranjera de nuestros tiempos; y, por último, se leen composiciones poéticas de los circunstantes, y se analizan y corrigen con una buena fe y un amor verdadera mente fraternal.

     Por una casualidad que sentí entonces, y que después he estimado providencial y dichosa, el alumno de las musas cuyas poesías debían ocupar a la asamblea en aquella noche, había olvidado el borrador de los versos que pensaba someter al fallo de sus amigos. Mucho me dolí de este olvido, porque deseaba conocer prácticamente los frutos de semejante ejercicio; pero aún fue mi sentimiento mayor cuando supe que entre las composiciones olvidadas había una cuyo destino era execrar las miserias de la envidia y la fatuidad de la ignorancia.

     En tiempos como los nuestros, cuando se sublima a tanta altura la Procacidad de los ídolos perecederos del vulgo; cuando tan malas artes se emplean para anular con la intriga lo que no se puede abatir con el talento; cuando tan rápidos progresos se ha, hecho en el estudio de la hipocresía de la franqueza, y la envidia (tanto más intolerante y sórdida cuanto mayor es la conciencia de su pequeñez) intenta sofocar el fuego de la verdad, sin conocer que este fuego acabará tarde o pronto por abrasarla, es de suma importancia, a no dudarlo, dirigir el rayo de la inspiración satírica contra el abrigo pestilencial y orgulloso de las pasiones que envilecen la augusta raza del hombre.

     -Si no temiera molestar a Vds. (dijo entonces uno de los circunstantes), les daría a conocer algunas poesías de un joven de mi país, tan rico en infortunios como en ingenio y dotado de cualidades morales que le debieran conquistar el aprecio de todo el mundo. Hace ya más de seis meses que me envió un cuaderno de composiciones, titulado La Primavera, y hoy es el día que no he podido conseguir que nadie quiera escucharlas.

     -�Y cuál es el nombre de ese ingenio des conocido?-preguntamos todos en coro.

     -José Selgas y Carrasco (respondió el joven). Creo, añadió con el fuego de un entusiasmo generoso, que no me ciega la amistad en cuanto a su mérito, y que estas poesías, aunque poco afortunadas, como el que las ha creado, son de más precio que muchas de las que publican y ensalzan diariamente los periódicos de la corte.

     -Veámoslas, pues (dijo otro de los concurrentes). Juzgo, sin que me asista para hacerlo razón ninguna ostensible, que no se equivoca en esta ocasión el amigo Arnao(1)

. La circunstancia de no sernos conocido el nombre de Selgas, me impele a creer que sus obras se elevan sobre la esfera de lo vulgar. Si así no fuese, a estas horas nadie ignoraría que existe, y la prensa lo habría coronado una y mil veces de aplausos de gacetilla. Poeta que no mete ruido, que no intriga, que no se elogia a sí mismo, debe ser bueno por fuerza.

     En esto el joven Arnao desenrolló el cuaderno de poesías, y con una sencillez que revelaba la bondad de su corazón, dijo: � Si estas cándidas inspiraciones hablan al alma de Vds. como a la mía, si logran interesar a los que me escuchan, tendré una de las mayores satisfacciones que haya experimentado jamás.� Y leyó un precioso idilio, titulado La caridad y la gratitud, en el que pinta el poeta, valiéndose de una ingeniosa alegoría, la excelencia de ambas virtudes y los beneficios que resultan de practicarlas.

     Desde que tuvimos el gusto de oír las primeras redondillas de la composición, comprendimos que los versos que escuchábamos eran hijos de un poeta. A la terminación de la lectura todos creíamos que el autor de aquellas delicadas imágenes debía poseer un alma tan pura como sus versos.

     Sin embargo, La caridad la gratitud no es de las más correctas ni de las más profundas inspiraciones del libro; y Arnao, que había querido proporcionarnos el placer de que saboreásemos gradualmente la belleza de tales flores, leyó en seguida la que él denominó El retrato del Poeta; es decir, el idilio, rico en espontaneidad y galanura, titulado La modestia. Esta gallarda poesía fue acogida con el mayor entusiasmo. Su mérito debía naturalmente producirlo: pues de mí sé decir que he leído pocas en las que un pensamiento más bello esté expresado en más delicada forma.

     A poco rato la reunión quedó terminada, y los que asistíamos a ella abandonamos el lugar en donde acabábamos de adquirir el conocimiento de un verdadero poeta. Desgraciadamente, son tan pocos los que merecen este nombre y tantos los que lo usurpan, que la aparición de un vate digno en el campo en que pululan tan torpes grajos, es un acontecimiento para los amantes de las letras.

     Al despedirme rogué a Arnao que me facilitase por algunos días las composiciones de Selgas, y le pedí que me autorizase para di a conocer públicamente el indudable mérito de su amigo y paisano. Su amabilidad accedió a todo, y a los pocos días tuve el gusto de insertar en las columnas de El Heraldo (periódico que se goza de dar aliento a la juventud que vale) algunos renglones destinados a anunciar que acababa de aparecer en cielo de la poesía española una estrella clarísimo esplendor.

     El público ha visto en las composiciones de Selgas, insertas en El Heraldo, lo mismo que en ellas habían aplaudido los individuo que se reúnen periódicamente en la calle de la Almudena, y ha confirmado su fallo de todo en todo. Siquiera en esta ocasión ha sido justo. �Deja de serlo tantas veces! �Es tan dócil para tolerar que su opinión sea sui plantada cuando hay audaces empeñados en conseguirlo!...

     Pero, afortunadamente, Selgas no era conocido aún cuando aquéllas se publicaron, y no había sido posible a la maledicencia envidiosa preparar el terreno en contra suya. �Será hoy lo mismo? �Habrá la misma buena fe para aplaudir lo que en el primer momento de sorpresa no se pudo condenar, porque la mayoría del público lo aprobaba, y ciertas gentes nunca se olvidan de representar el papel de cortesanos aduladores del vulgo?

     Los que habían escuchado con mofa de labios autorizados(2)

que las composiciones de Selgas poseían un mérito indisputable y venían a enriquecer legítimamente el Parnaso español de nuestros días; los que sin conocer las bondades o defectos de tales obras habían puesto en duda el talento del poeta, porque nadie conocía su nombre, y, sobre todo, porque no había recibido el bautismo de la fama en el ahumado recinto del café del Príncipe; los que al ver el buen efecto que habían producido en la generalidad de los que sienten y piensan las tres composiciones sometidas en El Heraldo al fallo de las personas de gusto, variaron de opinión y cesaron de condenar el entusiasmo extravagante de los que tenían la candidez de aplaudir a un desconocido, �no buscarán hoy desde el polvo de su impotencia recursos para abatir al que reclama ser oído con tan valederos títulos? �Plegue al cielo que no me engañe, aunque no sea más que por honor del gremio que se da a sí propio el nombre de literario!

     Pero digamos, antes de proseguir esta historia, algunas palabras relativas a las circunstancias de su héroe. D. José Selgas y Carrasco nació en Murcia a fines de 1824. Su padre, D. Juan Antonio, fue honrado interventor de Correos de aquella administración principal. Declarado cesante, a pesar de su probidad reconocida y merced a sus opiniones contrarias, aunque inofensivas, al orden de cosas inaugurado en 1833, sufrió inmerecidas desgracias, y al fin murió de pesar, no dejando a sus hijos más herencia que su buen nombre, y a su esposa la modesta pensión de viuda correspondiente a su destino.

     El joven Selgas estudió con aprovechamiento la lengua latina y sus clásicos y la filosofía en el Seminario conciliar de San Fulgencio. La falta de medios no le permitió seguir una carrera literaria. Desde los primeros años de su juventud se dedicó a aliviar la suerte de su familia, ocupando modestos y subalternos puestos en algunas dependencias y oficinas de la provincia, en las que siempre obtuvo el aprecio de sus jefes por su clara comprensión, por el buen desempeño de los negocios que se le fiaban, y por su honrado porte y suma delicadeza.

     En sus horas de descanso se dedicaba a cultivar la literatura y la poesía, dando a conocer desde luego sus buenas disposiciones; y todavía era muy joven cuando escribió un Cuento, en el que, a vueltas de un plan desarreglado y un interés casi nulo, se encuentran descripciones llenas de vida y versos tan hermosos y galanos como los del señor duque de Rivas en El moro expósito, poema cuya forma se propuso imitar nuestro poeta. Además ha escrito poesías líricas muy bellas, y tres comedias en uno, dos y tres actos, tituladas: la primera, Todo un tío; la segunda, Dos ángeles; la tercera, La piedra filosofal. En ellas se advierte, desde luego, una facilidad, gracia, soltura y animación en el diálogo, que no puede menos de sorprendernos en quien comienza apenas a cultivar la poesía dramática, y la segunda ha sido representada en el teatro de Murcia con muy buen éxito.

     Selgas es sencillo, bueno, afable, honrado y generoso, rayando en abandono el descuido de sí mismo.

     La degradación en materias literarias ha llegado entre nosotros a tanto, que basta saber pensar y escribir en prosa o en verso, para no encontrar por nada del mundo editor que imprima y recompense medianamente los trabajos del literato o las inspiraciones del poeta. Mientras más elevado es el mérito de las obras, menos propicios suelen hallarse los editores a adquirirlas. Para encontrar editores es necesario muchas veces haber perdido la dignidad de autor y aun la de hombre, y, sobre todo, escribir mal o traducir libros franceses.

     Este cuadro parecerá exagerado, y no lo es. Más que verdaderos editores, los que en Madrid se ocupan en negociar con los frutos del ingenio, ni aun siquiera conocen lo que importa a sus intereses; y para uno que comprenda su posición y satisfaga dignamente las condiciones de su destino, hay mil que lo desnaturalizan y degradan, envileciendo al par la literatura, coadyuvando a barbarizar el idioma, y sembrando semillas cuya ponzoña no dejará de producir resultados perniciosos cuando apenas haya medio alguno de conjurar sus efectos.

     Así, pues, los que sin conocerá Selgas anhelábamos que fuesen conocidas sus obras, desesperábamos de encontrar editor que se encargase de sacarlas a la luz pública, a pesar de sus breves dimensiones, en atención a que los editores sólo suelen curarse de publicar lo que entienden, y no han nacido las flores para perfumar al fiemo. Pero cuando más difícil se nos figuraba llegar al logro de nuestros deseos; cuando yo, principalmente, pensaba recurrir para realizarlos a la generosidad de una persona siempre amiga y protectora de la juventud y de las artes, me sorprendió agradablemente la idea de abrir una suscrición para llevar a cabo con facilidad, en honor y provecho del autor, y sin exigir de nadie lo que pudiéramos llamar sacrificio pecuniario, la impresión de tan delicadas poesías.

     El ilustrado director de El Heraldo, don José María de Mora, autor de este feliz pensamiento, había creído que a nadie mejor que a los que se gozaron en publicar el mérito del novel poeta correspondía afanarse en dar a luz reunidas sus castas inspiraciones; y que de tal modo patentizaría El Heraldo, no sólo que reconoce y aplaude el mérito donde quiera que reside, sin que haya para él mejor recomendación que poseerlo, sino que sus hombres son verdaderos amigos de la juventud, y se apresuran a auxiliarla con recursos positivos en las personas de aquellos que la representan dignamente.

     Como las ideas que nacen de un sentimiento generoso dejan rara vez de ocasionar provechosos resultados, la del Sr. Mora, cuya vasta ilustración y bondadoso carácter lo elevan a mucha altura, fue acogida y puesta en práctica en sólo un punto. El éxito ha justificado lo que indico.

     La lista de suscritores que llena las últimas páginas del presente libro, y otras circunstancias que no deben ser ni serán ajenas al conocimiento de quien leyere este prólogo, prueban más que suficientemente la exactitud de mis palabras. El Sr. Mora debe, pues, estar orgulloso de su pensamiento, y los hombres que se agrupan alrededor de El Heraldo de componer la primera fracción política (tal vez no fuera injusto darle el nombre de gran partido) que, curándose de la juventud y de las letras, ha empezado a tenderles una mano bienhechora, sacando de la oscuridad en que yacía a un joven poeta de brillantes esperanzas.

     Pero entre todos los que han contribuido a realizar esta buena acción, cuyo mayor mérito consiste en la espontaneidad con que ha sido llevada a cabo, ninguno puede estar con más justicia satisfecho de sí mismo, ninguno es más acreedor a la gratitud de la juventud y de las letras, que el Excmo. Sr. Conde de San Luis, ministro de la Gobernación del Reino.

     En medio de las graves atenciones del cargo que tan dignamente desempeña el señor Conde de San Luis, a cuya generosa solicitud por la literatura y por las artes deben tanto unas y otra, no bien supo que existía un joven de mérito, oscurecido en el rincón de una provincia; no bien llegó a sus oídos que las inspiraciones poéticas de este joven salían de la esfera de lo vulgar, y que la fortuna había sido para con él avara de sus tesoros, quiso conocer por sí propio el valor de sus celebradas composiciones, y en cuanto leyó algunas de ellas, el claro talento y fino gusto que le distinguen le patentizaron que, efectivamente, Selgas no pertenecía al número de los embadurnadores que infestan el Parnaso castellano.

     Merced a tal conocimiento; gracias al entusiasmo que inspira siempre al Sr. Conde todo lo que es grande y generoso, apenas le fue indicado el laudable pensamiento del Sr. Mora, cuando se apresuró a suscribirse por 100 ejemplares de La Primavera, y a manifestar el deseo de proteger, del modo delicado y digno que sabe hacerlo, al hasta entonces poco venturoso vate.

     -�El hombre que recibe tan bellas inspiraciones (dijo después de haber leído algunas de las de Selgas y dirigiéndose al señor D. José Juan Navarro, persona de las que con mayor interés le hablaron en pro del poeta desconocido), bien merece la pena de que se le aliente. Y pues ingenio tan modesto ha carecido hasta ahora de ancho espacio donde volar, abramos desde hoy a sus alas más dilatado horizonte. Animar a los jóvenes de corazón y entendimiento, buscarlos donde quiera que se encuentren; estimularlos a ser grandes y virtuosos, debe ser la divisa de nuestro partido. Bastante ha predominado en otros el favor: predomine en nosotros la justicia; no rehusemos a los hombres de mérito los oficios de amigos y admiradores. Lo que no podamos hacer en un día, procuremos verificarlo en un año. De este modo llegarán tiempos en los que ningún verdadero valor pueda quejarse de no haber siquiera obtenido una parte de la recompensa merecida.�

     No haré comentario alguno acerca de esta palabras. Cuando hiere nuestros ojos la luz del día, inútil fuera detenernos en probar que ha desaparecido la noche. Pero a las alma de noble temple no les basta favorecer. Pari quedar satisfechas de los beneficios que derraman, necesitan, al dispensar el favor, honrar al favorecido; y esta aspiración casi divina es tanto más admirable, cuanto es más propio de la vanidad humana favorecer por egoísmo, y blasonar de los favores en términos humillantes las más veces para aquellos que los reciben.

     El Sr. Conde de San Luis es un valedor generoso y delicado. Esto sólo bastaría para hacer patentes las bondades de su corazón y la altura de sus pensamientos; dotes raras en todas las épocas entre los hombres de Estado, y rarísimas, por desgracia, en nuestro siglo, en el que cuantos fijan su atención e intervienen en la marcha de los negocios públicos, procuran representar la comedia Cada uno para sí, con más propiedad y más empeño del que puso en escribirla nuestro inmortal Calderón de la Barca.

     Veamos, pues, en corroboración de lo dicho, cómo el Sr. Conde de San Luis ofrecía su protección al joven poeta de Murcia, a los pocos días de haber visto la luz pública mi articulo de El Heraldo.

� SR. D. JOSÉ SELGAS Y CARRASCO.

     �Muy señor mío: He leído con placer algunas de las composiciones poéticas que forman parte de la preciosa colección a que ha dado V. el título de La Primavera, tanto por la delicadeza y el buen gusto que en ellas resaltan, cuanto porque descubren dotes que, cultivadas con esmero y espaciadas en mayor teatro que el de una capital de provincia, podrán dar gloria a V. y lustre a la musa española de nuestros tiempos.

     �Deseoso, pues, de contribuir a la realización de esta idea; amante de los jóvenes en quienes la modestia reside hermanada con el talento, y sabedor de que V., más rico en ingenio y en virtudes que en bienes de fortuna, desea ensanchar en Madrid el círculo de sus conocimientos y procurarse una subsistencia decorosa, tengo el gusto de ofrecer a V. mi amistad, animándole a que venga desde luego a esta corte, donde cuidaré de que encuentre V. ocupación compatible con sus estudios y aficiones.

�Con este motivo, saluda a V. afectísimo seguro servidor y amigo Q. S. M. B.-EL CONDE DE SAN LUIS.�

     Pintar la impresión que debió causar en el alma de nuestro poeta la carta que acabo de trascribir, fuera empeño superior a mis alcances. Sin embargo, en mi humilde concepto, documento tan precioso debió ser para él como la luz para el que ha permanecido ciego por largos años; como la fuente para el que espira de sed y sólo puede recibir del agua la salvación y la vida.

     Selgas, que sufría las privaciones inherentes a una posición oscura, subalterna, indigna de su talento y sus virtudes, pero en la cual se hallaba resignado a sufrir las injusticias de la suerte, se encuentra un día sorprendido (por causas que nunca hubiera imaginado su modestia) con la protección de un ministro joven, de talento, cuya importancia se acrecienta a medida que su reputación se acrisola, y que tiene la delicadeza, peregrina por lo rara, de no brindarle con el favor de un Mecenas, sino con el afecto de un amigo.

     Circunstancia semejante significaba para él tanto como pasar desde el caos del olvido al mundo de la esperanza y de la gloria. Así es que a los tres días de recibida dicha carta pisó por primera vez el suelo de la coronada villa, y tuvo la honra de saludar a su ilustre favorecedor, en frases entrecortadas, de las que apenas se atreve a articular, porque todo le parece frío, un corazón donde rebosa el verdadero agradecimiento. Poco después, Selgas recibió el nombramiento de auxiliar del ministerio de la Gobernación con 12,000 reales de sueldo, y el Sr. Conde de San Luis la satisfacción imponderable que nos resulta de obrar bien y de hacer algo en pro de quien lo merece.

     Acaso no faltarán personas que al leer las presentes líneas me tachen de lisonjero, cuando no cubran mis palabras con el sambenito de aduladoras. No me causará sorpresa; porque �de qué no es capaz la maledicencia humana? �Ni cómo dejará de escupir veneno sobre el manto de la justicia fecunda la envidia que se reconoce estéril? Maldigan, pues, en buen hora, maldigan de la veracidad de este escrito los que, sintiéndose incapaces de generosidad, descaran que no existieran en el mundo corazones generosos. Maldigan los que, amamantados en la escuela de la ingratitud y de la envidia, sólo quisieran encontrar envidiosos e ingratos sobre la tierra. Hay acciones en las cuales jamás dejan de estrellarse los tiros de los maldicientes, y a este número corresponde el honrar y favorecer al mérito, el proclamar en voz alta, despreciando las miserias de los que besan los grillos de sus mezquinas pasiones, que no es posible representar en la escena del mundo un papel más digno que el de servir de providencia a la virtud ignorada, al ingenio modesto y desatendido.

     En cuanto a mí, nunca me juzgo más dichoso ni más honrado que cuando puedo enaltecer justamente, como me sucede ahora, nobles y generosas acciones. �Son tan pocas las que de esta especie se realizan en el mundo! Además, en la presente ocasión, se trata, del Sr. Conde de San Luis, El hacer justicia es para mí doblemente lisonjero. �Es tan grato poder ensalzar dignamente a las personas que nos han favorecido! �Es tan dulce y despierta en el corazón tanto el entusiasmo encontrar nobles y grandes a aquellos con los cuales hemos contraído deudas de agradecimiento! �Ni qué satisfacción hay más pura que la de confesarse agradecido?

     Quédese para las almas ruines considerar como carga pesada la gratitud, que yo, no solamente me ufano en dejar consignada en este sitio la mucha de que soy deudor al señor Conde de San Luis, mas tengo por honra el proclamar, sin temor de que nadie pueda desmentirme, que en la presente ocasión el sentimiento de la justicia es únicamente el que ha guiado mi pluma. Por dicha, hasta los mismos enemigos del Sr. Conde se han visto precisados a celebrar el acto generoso de que se trata, y la prensa ha estado unánime en prodigarle los elogios que merece. Ministros tan valedores de las letras y de las artes como lo es el Sr. Conde de San Luis; ministros que tan gran interés ponen en el desarrollo de la civilización y la cultura, y que tan dados son a reformar útilmente cuanto se encomienda a su custodia, no pueden menos de honrar el país en que gobiernan.

     La protección dispensada al joven Selgas es un acontecimiento verdaderamente plausible para los hombres de saber y de talento, y sobre todo para la juventud estudiosa, que siempre suele ser la más necesitada de auxilio. Es el primer eslabón de una cadena gloriosa en alto grado para su artífice. El Sr. Conde de San Luis jamás abandonará un sendero en el que pueden coronar sus sienes flores de inextinguible perfume. Dígalo si no El Tulipán, tan bello como elegante, colocado a la cabeza de estas poesías.

     Tal es la historia de la aparición de Selgas en el mundo literario; tal la de la publicación del presente libro.

     Ahora bien: �es éste digno de las alabanzas que se le tributan? �El mérito de La Primavera es tal como dicen los que han leído dicha colección de composiciones poéticas? �Por qué unas sencillas poesías de flores han despertado la atención de personas entre las que se cuentan algunas que son maestras en el arte, y muchas para las cuales lo bello es familiar, sea cualquiera la forma de que se revista? Voy a procurar demostrarlo.

     Toda creación del ingenio humano tiene dos clases de mérito: uno que podemos denominar relativo; otro al que corresponde de justicia la calificación de absoluto. Aquél es el que resulta de la importancia de una obra como expresión de un estado social dado, esto es, de la relación que existe entre la producción del ingenio y la civilización particular de que ha provenido, y que ha sido parte a modificarla en sus accidentes o en su esencia. Éste, el que no se halla sujeto al influjo de las circunstancias, porque es hijo de cualidades inmutables, y desentendiéndose de las exigencias de actualidad, se dirige al corazón y al entendimiento humano, en vez de concretarse a hablar un lenguaje que sólo puedan apreciar bien los hombres de ciertas y determinadas épocas.

     El primero es el único mérito que posee la mayor parte de lo que hoy se escribe entre nosotros. De aquí los aplausos que han coronado y coronan ciertas producciones, buenas relativamente, porque satisfacen las exigencias del vulgo de nuestros días; pero malas en abstracto, porque su belleza, si alguna tienen, es, como ya he dicho, relativa, y, por lo tanto, efímera y transitoria. Para esta clase de obras nunca falta un público de admiradores. La multitud aplaude siempre lo que está a su alcance, y la belleza elevada no puede estar jamás al alcance de la multitud.

     Merced a esta deplorable circunstancia; gracias al primitivo ejemplo difundido en el campo de la inspiración poética por hombres de gran valía, cuya anárquica ignorancia ha acreditado, como fecundas, semillas de destrucción y de muerte, el mal gusto se ha entronizado en la arena literaria de nuestra patria, y auxiliado de un superficialismo punible, ha mecido cariñosamente en su regazo a los más oscuros copleros, dándoles en galardón de sus delirios, con la fama pasajera de un día, el usurpado título de poetas; título que se aplican modestamente en Madrid casi todos los que hacen versos, y que es para muchos de los que viven a costa de la poesía, como una corona de virgen colocada en la frente de una prostituta.

     En este lastimoso estado; cuando tales son los elementos que imperan en los dominios de la poesía española de nuestros tiempos; cuando el mérito relativo, es decir prosaísmo, la palabrería, la vaciedad, aspira a destronar al mérito absoluto, sin conocer que su triunfo no logrará nunca ser sino momentáneo y aparente, no puede menos de halagar a los que tienen fe en la soberanía de lo bello, a los que gozan, admirándolo en las manifestaciones del arte, ver que en tan cenagoso pantano se encuentran algunas perlas; pues tanto será mayor el mérito que las avalore, cuanto más hayan necesitado encerrarse en el seno de su concha para adquirir los cambiantes luminosos que las embellecen.

     Selgas pertenece al número de excepciones tan felices. Es una olorosa violeta, nacida en pradales de amapolas y jaramagos. No le pidáis fastuosas apariencias; no le pidáis la púrpura inútil de aquéllas ni el jalde envidioso de éstos. Pedidle un color que agrade y que no deslumbre; una fragancia que perfume el alma con su pureza, sin que la muerte la extinga, y veréis cómo su morado aspecto llena vuestro corazón de apacible melancolía, cómo la delicadeza de su aroma os baña en delicias cuya candidez es la candidez del cielo.

     Entre el fárrago de una poesía charlatana y prosaicamente ampulosa; en medio del torbellino de versos, verdugos del idioma y de la belleza, que invade los periódicos y el teatro, Selgas ha sabido, en el rincón de su provincia, libertarse del contagio. Sin buscar lo maravilloso ni dar en lo extravagante, como algunos de los ingenios a quien en la actualidad favorece más el público, ha encontrado en su alma inspiraciones de una originalidad encantadora, y ha tenido el buen gusto de expresarlas con sencillez y en breves términos. Así vemos que ha sabido combinar diestramente la gracia y ligereza de la forma con la ternura y profundidad del fondo, y que cada una de sus composiciones es un pequeño poema, del cual se puede, en último resultado, sacar no poca enseñanza.

     El carácter que distingue esta colección de preciosas flores del vulgo de las llamadas poesías que diariamente se escriben entre nosotros, es el que resulta de haber sabido el poeta enlazar la idea metafísica a la religiosa y a la humana, buscando para hacerlas perceptibles bajo la forma simbólica, las analogías que existen entre las pasiones del corazón y el carácter emblemático de las flores y de las plantas.

     Para él la naturaleza, que aparece muda a la vista de los demás hombres, tiene una elocuencia irresistible, cuyo primero y más principal destino es cantar las glorias del Criador. Sobre tan sólidos fundamentos, Selgas debía edificar, y ha edificado, alcázares permanentes. Sus poesías reúnen, pues, en abstracto, dos cualidades importantísimas, pero muy difíciles de concertar: el espiritualismo, la vaguedad, la melancólica ternura de las poesías del Norte; la gallardía, la frescura, la riqueza, la pompa de las poesías meridionales. Esta dualidad de caracteres que constituye un conjunto verdaderamente seductor, es el que sublima las inspiraciones de nuestro novel ingenio, y las coloca en esfera especial, al lado de las mejores que la musa española ha producido en estos últimos años.

     Sin necesidad de lo que diga el poeta; sin que sea preciso consignarlo en este lugar, comprenderá el lector, no bien lea algunas de las poesías que me ocupan, que se han engendrado en un alma acostumbrada a los rigores de la adversidad y la desdicha, pues sólo un hombre desgraciado puede en climas meridionales expresar bien ciertos sentimientos del corazón, y depositar en el fruto de sus inspiraciones la delicada ternura que tanto nos interesa en las flores de esta preciosa guirnalda.

     Ya he dicho que para el autor son elocuentes los objetos que para los demás son mudos. Y, con efecto, a sus ojos los árboles, las flores, las fuentes, los arroyos, todo, en fin, se halla animado de un espíritu, todo se personifica y se ostenta con los atributos propios del hombre, es decir, con sus virtudes, sus vicios, sus pasiones y sus dolores.

     Estas personificaciones están muy lejos de asemejarse a las del politeísmo griego, y son enteramente distintas de las que se encuentran a cada paso en las fábulas indostánicas. Para igualar a aquellas sería necesario que el laurel se convirtiese en Dafne; esto es, que la planta, la flor, el arroyo, el árbol, tornasen la forma humana; y, sin embargo, en las poesías de Selgas la naturaleza conserva todas las condiciones que le son propias, y la personificación es puramente espiritual, si así se me permite decirlo. Para anular el carácter de las leyendas del Ganges sería preciso que el objeto personificado como parte de la misma divinidad, como fragmento del gran todo que la constituye, perdiese mucha de la importancia humana que ha dado a sus alegorías nuestro poeta, y éste ha tenido el buen gusto (en lo que estriba a mis ojos la mejor parte de su gloria) de escribir un libro verdaderamente humano, nutrido en la savia fecundadora y sublime de la moral evangélica.

     Las flores de Selgas son de un mérito inapreciable; pues, no sólo nos encantan sus colores, no sólo nos embriagan sus perfumes, sino que la miel depositada en su seno puede servir para endulzar las amarguras de nuestra vida; para fortalecer nuestra alma; para extinguir en ella el resabio de plantas cuyo jugo, deleitable en la apariencia, es en realidad ponzoñoso. En ellas encontramos, pues, unidas a la delicadeza, a la ternura de una mujer (cualidad rarísima en todos tiempos entre los poetas líricos españoles), la virginal candidez de un niño, y la grave y severa profundidad de un filósofo cristiano.

     Con semejantes cualidades, ilustrada con tan no vulgares dotes, La Primavera de Selgas no podía menos de llamar la atención de las personas de gusto. Un libro que, sin carecer de descuidos ni de defectos, contiene tantas bellezas; un libro que por su originalidad, por su índole, por su objeto, se aleja tanto y tan felizmente del sendero que sigue la mayor parte de los ingenios de la corte; un libro que al mérito absoluto que lo realza reúne también el mérito relativo, esto es, una forma cuya belleza no pueden rechaza, aquellos que se alimentan de más groseros manjares, merece la pena de que se celebren sus buenas partes, no solamente en nuestros días, sino en cualesquiera otros menos aciagos para las letras. Si a esta consideración se añade la de que dicho libro es el primero que sale a pública luz de un joven hasta ahora desconocido, inútil será añadir que el entusiasmo excitado por su lectura en las personas de que se ha hecho mérito, es legítimo en alto grado.

     Ni malgastaré el tiempo en buscar una calificación determinada para distinguir la familia poética a que pertenecen las flores del vate murciano. �Será mayor o menor su mérito porque las apellidemos con este o con aquel nombre? �Perderán algún átomo de su importancia si no nos atrevemos a decir terminantemente que son epigramas o letrillas, madrigales o baladas, apólogos o canciones? Basta con que sepamos que son buenas, y no vacilo en decir que lo son, porque en ellas suelen encontrarse los más bellos pensamientos, expresados en la más bella, en la más adecuada de las formas.



     Sin embargo, en la mayor parte de tales flores encontramos algo del apólogo y del idilio; del lied nacido en los bosques de la Germania y de los cánticos populares del Norte, sin contar cierto aire de semejanza, más o menos indicado, con las parábolas bíblicas. Y a pesar de estas diversas analogías parciales, las flores de Selgas son exclusivamente suyas, y tienen una individualidad tan determinadamente propia, que no se pueden confundir con ningunas de las composiciones dirigidas al mismo objeto, entre aquellas que ilustran nuestro Parnaso. Sólo ha salido a luz un libro en el que se encuentran algunas inspiraciones análogas a las de Selgas, bajo la forma de apólogos: las fábulas de Hartzenbusch, cuyo mérito es indecible, y que apenas han ocupado un momento la atención del público y de la prensa, quizá por esta misma circunstancia.

     Réstame, para poner fin a este molesto proemio, llamar en apoyo de mis palabras algunos ejemplos tomados al azar en las poesías que nos ocupan. Así no padecerán duda mis razones, y se comprenderá mejor la índole del poeta al escuchar los acentos nacidos de lo profundo de su alma. Por lo demás, estas citas darán a conocer también las prendas más notables de su estilo, y los lunares que suelen afear a veces cuadros de tanta espontaneidad y tan bien sentidos e imaginados:

     El poeta empieza por exclamar con el acento de un alma buena:

                                  ��Quién pudiera trocar todos sus años
Por unas breves horas de inocencia!�

     Y después de decir en unos tercetos que no desdeñaría Rioja:

                                  �La bulliciosa juventud convida
A festines de amor, y nos ofrece
La copa del placer apetecida.
   �El alma se dilata y se estremece;
Palpa la realidad, rásgase el velo...
Y toda la ilusión desaparece.
   �Entonces llega el matador recelo;
Entonces llega la inquietud sombría.
Y llegan el dolor y el desconsuelo.
                                                    
   �El amor engañado se repliega:
Crece la flor de los recuerdos triste
Porque con tristes lágrimas se riega;�

después de decir que los recuerdos son un

                               �Fanal que guarda deliciosas flores,�

prorrumpe en este sentido apóstrofe, cuyo objeto es el norte fijo y constante de todas sus inspiraciones:

                                  �Virtud, dame tu fe, dame tu aliento;
Olvida mis pasados desvaríos;
Brille en mi corazón tu sentimiento;
Brille en mi vida y en los versos míos.�

     Si le inquietan ensueños de gloria, la personifica bajo el nombre de Laura, y nos dice que su hermosura es pálida; pero que su palidez es la de la azucena. Sus ojos la ven en todas partes

                                  �En los misterios de la noche oscura
La escucho suspirar; cual sombra vana
Por el bosque sombrío
Me la finge la luz de la mañana,
                                                        
Si a mis inquietos ojos comparece,
Su blanca mano me señala el cielo
Y rápida otra vez desaparece.�

     Si celebra la vuelta de La Primavera, exclama:

                                  �Naturaleza toda se levanta
Fecunda en flores, de perfumes llena
Y respirando amor.�

     Si quiere pintar la inocencia, la personifica en un cristalino arroyo, y le dice:

                          �El aura de quien eres
Amado y bendecido,
Te besa, y al besarte
Se lleva tus suspiros.
   Las aves en tus ondas
Dan a sus plumas brillo;
Solícitas las beben
Para endulzar sus trinos,�

     Si aspira a revelarnos los Misterios de una Pasionaria, la pinta reclinada entre los brazos de un sauce, arrullada por las auras y acariciada de los céfiros, y nos dice que

                           �... De la flor misteriosa
Las verdes hojas lozanas
Ciñen el cáliz oculto,
Y pudorosas lo abrazan;
Dejando entrever suave,
Ligeramente rizada,
Del botón maravilloso
La recogida guirnalda.�

     Entonces nos pinta como la más gentil mariposa del valle, la que de más vistosos colores se posa en la flor:

                           �Y sigue la mariposa
Prendida a la pasionaria,
Como el amor a la vida
Y como al amor el alma.
                                      
Muévese y tiembla la flor;
Y, más que la espuma blanca,
Se eleva la mariposa,
El sauce pomposo salva,
Y de sus vanos colores
Y su afán purificada,
Piérdese en los altos cielos
Donde la vista no alcanza.�

     �Cabe nada más delicado y más bello que esta apoteosis del dolor, en la que vemos que los sufrimientos purifican el alma de las brillantes miserias de la vida, para conducirla insensiblemente al cielo?

     �Y qué interesante cuadro no ofrece el soneto titulado El Sauce y el Ciprés, en el que un pensamiento el más consolador y fecundo aparece ataviado con las galas de la más selecta poesía? La debilidad humana se rebela contra los padecimientos, envidia una felicidad que no existe en la tierra, y que juzga, no obstante, ver a su lado, y se mustia y languidece suspirando por alargar una vida coronada de tristeza. Entonces el símbolo de la plegaria, el ciprés, cuyas ramas huyen de la tierra para acercarse al cielo, exclama, como si hubiese aprendido en el cielo mismo palabras tan consoladoras: -�Dichosos los que lloran en este mundo, porque el dolor es el crisol en que se depura el hombre!

     Sería interminable mi tarea si hubiese de indicar siquiera la multitud de pensamientos tiernos, profundos, ingenuos o delicados que abundan en este libro; si hubiese de determinar los rasgos brillantes, las descripciones felices, la singular belleza, en fin, que resulta en todas y en cada una de las flores de tan hermoso ramillete. Creo, pues, que con lo dicho basta para conocer que no es la pasión, sino la justicia, la que ha guiado mi pluma; pero si no se persuadiesen de esta verdad, por los ejemplos citados, algunos de los lectores, lean las poesías tituladas La Modestia, El Laurel, La Alondra, El Céfiro y una flor, Lo que son las mariposas, Las dos Camelias, La Dalia, y otras cuya enumeración fuera prolija, y en ellas encontrarán la mejor respuesta que puede darse a sus dudas.

   �Deberemos detenernos ahora a decir que es lástima encontrar algunos lunares entre tantas perfecciones, y que la repetición o mala colocación de algún epíteto, la poca propiedad de algún verbo o lo poco selecto de algún giro son faltas que el autor ha podido evitar a poca costa y que no han debido aparecer en un libro cuya corrección y elegancia son generalmente tan notables? De ningún modo, porque tal vez el autor hubiera anulado previamente tal censura, si hubiese hecho por sí mismo la edición de sus poesías.

   La Primavera de Selgas es un nuevo testimonio de la feliz reacción hacia los buenos principios literarios que se va verificando en silencio, desde algún tiempo a esta parte, merced a los esfuerzos constantes y generosos de algunos hombres de mérito. Trabajemos, pues, sin descanso para que las letras, y sobre todo la poesía, salgan del estado de postración en que hoy se hallan, y no olvidemos la sentencia de Tito Livio, según la cual siempre vence quien virtuosamente pondría:

Pertinax virtus omnia vincit.

MANUEL CAÑETE.

   Junio de 1850

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