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Poesías

Mercedes de Velilla



     El Excelentísimo Ayuntamiento en sesión de 25 de Septiembre de 1918, acordó, a propuesta de la Comisión Municipal de Hacienda, confiar a los Capitulares señores Blasco Garzón y Montoto de Sedas, el trabajo de organizar y dirigir la edición de todas las poesías inéditas de Doña Mercedes de Velilla, y que el Cronista oficial de la ciudad redactara un prólogo para dicha edición.

Sevilla, 16 de Octubre de 1918.

El secretario,

Miguel Bravo Ferrer.



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Prólogo

A las poesías de la señora Doña Mercedes de Velilla



Escrito en cumplimiento de acuerdo del

Excmo. Ayuntamiento de Sevilla

por el

Cronista Oficial



Mercedes de Velilla

¡Está el dolor donde mi planta fijo!

     La musa del dolor, huésped asiduo de su casa y de su vida, inspiró el mayor número de sus composiciones poéticas. Busquemos, por tanto, en sus versos los latidos de un corazón apenado, las ansias de un alma cautiva y las señales de muchas lágrimas.

     El espectáculo, primero, de un hogar tan modesto como honrado, en el ambiente de áurea medianía que tolera un vivir ni envidiado ni envidioso; el amor de unos padres que tienen puestas en sus hijos todas sus complacencias; el cariño de un hermano, compañero y maestro; la íntima comunicación con la amiga entrañable, copartícipe de gustos y aficiones; el trato de poetas y artistas, que acuden solícitos para escuchar rimas sonoras como láminas de plata; el aplauso público, que, cual airecillo sutil pasando por entre flores, refresca la frente encendida por la llama del pensamiento; el periódico que centuplica un nombre, y el libro que lo divulga... he ahí los primeros y mejores años de la vida de Mercedes de Velilla.

     Era su casa, su casita de la calle de Manteros el punto de reunión de los jóvenes que amaban las letras y las cultivaban en Sevilla; todos los cuales rendían parias a la soberana inspiración del autor de Witiza y La Luz del Rayo. Acudíamos allí diariamente, Rafael Álvarez Sánchez-Surga, felicísimo traductor de los poetas alemanes, muerto cuando prometía muchos y sabrosos frutos, porque era de talento muy claro e infatigable en el estudio: Felipe Pérez y González, de sutil ingenio y abundante vena cómica, que andaba entonces a vueltas con la publicación de su Libro Malo, anuncio de otros que sazonarían la experiencia y el buen gusto: Cano y Cueto, el enamorado de la tradición y la leyenda; de portentosa facundia, autor de cuentos fantásticos en que se hallan como en germen las aptitudes que se desbordaron de las páginas de las Leyendas y Tradiciones Sevillanas: Mario Méndez, de palabra de oro, hondo pensar y sentir profundo: Carlos Peñaranda, el apasionado de Víctor Hugo, a quien dedicó la primera colección de sus poesías; mozo que comulgaba con la fe del neófito en los principios proclamados por la reciente revolución triunfante; deudo de los hermanos Escudero y Perosso, Luis y Francisco, éste, hombre de ciencia y eximio bibliófilo, culto e ingenioso escritor dramático, aquél; y, finalmente, ocupando el último lugar, quien traza estas líneas, el anciano, hoy, que logra el triste privilegio de sobrevivirles, y cuya humilde pluma aún no se ha consumido escribiendo, porque cree que no ha escrito todavía cuanto resulta en deberles por las cuentas de una amistad sincera.

     Ibamos a aquella casa, a que llamábamos el Parnaso, para mantener encendido el fuego de los dioses. Leíamos las composiciones propias, y escuchábamos atentos la lectura de las ajenas. Nos comunicábamos en la intimidad de las aficiones comunes, en la expansión de la amistad que la generosa juventud desborda... No mucho después, otros jóvenes, Rodríguez Marín y Juan Antonio Cavestany, aumentaron, avalorándola, la hermandad literaria sevillana, no menos brillante en el último tercio del siglo decimonono, que aquella otra que comenzó a descollar en las postrimerías del decimoctavo y llegó a las cumbres, capitaneada por los Listas y los Reinosos. También nos llevaba a la casa de la calle de Manteros el deseo de conversar con la niña humilde y modesta, de cuyos labios escuchábamos con deleite la lectura de los versos que brotaban de su pluma, claros y limpios como las aguas de una fuente cristalina.

     ¿Qué mucho, que nos cautivase con lo exquisito de sus sentimientos, la sonoridad de sus rimas y su dicción castiza y sin afeites, siempre noble y levantada, nunca desmayada o baja, si el autor de El Tanto por Ciento la calificó de «prodigio», después de someterla al más rudo de los tormentos que imaginar pudiera el mismo Apolo?

     Hallábase en Sevilla el gran poeta don Adelardo López de Ayala, empeñado, al parecer, en empresas literarias; conspirando, en puridad, al fin de sublevar en la bahía de Cádiz a la Marina española. Cercábalo por la noche, en torno de una de las mesas del café que hoy se denomina de Madrid, corte de literatos y artistas, entre ellos Velázquez y Sánchez, Jiménez Placer, Segovia, Cayetano de Ester y Escudero y Perosso, pendientes de una palabra grave, sonora y majestuosa, que no era para olvidada, si tal vez fué oida. Hubo, no recuerdo cuál de los contertulios, de leer a Ayala diversas composiciones poéticas de Mercedes de Velilla; y fueron tan del agrado del autor de El Nuevo Don Juan, que expresó su vivísímo deseo de conocer a la autora, imaginándosela una dama cargada de años y de experiencia. ¿Cuál no sería su asombro al saber que la poetisa era una joven sin otros estudios que los que cursan en academias y colegios las niñas españolas? Surgió en su ánimo la misma sospecha que asaltó á muchos: ¿no sería el padre de los versos, que tan a mieles le supieron, el hermano de la autora supositicia; y, si no en todo, no andaría por ellos, en gran parte, una mano avezada a vencer las dificultades de la versificación? No era don Adelardo hombre que se paraba en barras; y lo ejecutó como lo pensó. Fue a la casa de la poetisa; le oyó recitar unas y leer otras de sus composiciones, y, por último, le dio tema para escribir un soneto en el término improrrogable de quince minutos. «Verdaderamente -exclamó Ayala-, esta niña es un prodigio».

     ¡Qué dulce placidez! ¡Qué paz del espíritu, tan soberana, fluye de sus primeros versos! ¡Cuánta humildad, cuánta modestia! ¿Qué importa que la cerque un coro de admiradores, y se vea aclamada en la escena al rendir con los poetas sevillanos un homenaje de admiración al Príncipe de los dramáticos españoles?... Allí, Fernández Espino, el docto catedrático; y Juan José Bueno, que al escribir cincelaba las palabras; y Velázquez y Sánchez, el Quevedo sevillano; y el caballeroso De Gabriel y Ruiz de Apodaca; y el entusiasta Lamarque de Novoa; y el sentido Jiménez-Placer; y el inspirado y valiente Narciso Campillo; y Antonia Díaz, prototipo de la dama española... El concurso aplaude a todos, porque todos caldean con sus versos la memoria de los héroes del teatro calderoniano: Segismundo, Pedro Crespo, Don Lope de Figueroa, El Caballero Español, La Danza Española, Don Toribio Cuadradillos, Clarín y Chispilla la Bolichera... Ella también, perla en el joyero de la poesía sevillana, es aclamada por los espectadores (1).

     Su nombre vuela a par de los que consagró la fama. Sus versos, divulgados por los periódicos y las revistas literarias, se leen y se citan con encomio. En ella prosigue la tradición que comienza en doña Feliciana Enríquez de Guzmán, sigue en Sor Gregoria de Santa Teresa, y esplende en Antonia Díaz, Isabel Cheix, Blanca de los Ríos y María Tixe: almas privilegiadas que afirman la igualdad del hombre y la mujer en los cielos infinitos del arte, como la proclamaron Teresa de Jesús, Carolina Coronado y Gertrudis Gómez de Avellaneda, Cecilia Böhl de Fáber, Concepción Arenal y Rosalía de Castro.

     ¿No es de extrañar que el orgullo no entre en el corazón de la niña, y no la ciegue y enloquezca?

     Grande amistad unía a la familia de Mercedes con el enérgico intérprete de El Cid, Pedro I de Castilla y Don Juan Tenorio. Ya por el año de 1865, don Pedro Delgado cultivaba el trato de José de Velilla, a la sazón un niño, y representaba la primera obra dramática (2) del estudiante para quien amigos y maestros columbraban en lo por venir un nombre glorioso. Delgado y Velilla sentían a compás el arte de la escena. Apasionados de la tradición clásica, sin desdeñar la influencia del espíritu moderno, consideraban el verso como consubstancial con el pensamiento dramático, y dentro siempre de las lindes españolas, no osaron nunca salvarlas para pisar tierras extranjeras. Velilla escribía dramas para don Pedro Delgado -Witiza, La Luz del Rayo, La Expulsión de los Moriscos, amén de otros-, y el actor los representaba con tanto cariño, que no parecía sino que era su propio autor. Intima fue su amistad, y mediaron pocos meses entre la muerte de uno y otro. Sus cenizas yacen bajo la misma tierra bendita.

     Delgado, que a sus singulares aptitudes para la Escena, en la cual fue el ídolo de las muchedumbres, unía un exquisito gusto librario, y leía y declamaba los versos como nos imaginamos que los recitaran los intérpretes de Sófocles y Esquilo, leyó los dulcísimos de Mercedes, y los recitaba con el mismo calor con que cantaba los de Zorrilla, en Traidor, Inconfeso y Mártir, o los de García Gutiérrez, en Venganza Catalana.

     ¿Por qué no había la niña de seguir las huellas de su hermano? No hay aplauso que halague tanto a quien se rinde, como el que se cosecha en el proscenio. El buen libro lleva al autor, poco a poco, el pláceme de los lectores, la aprobación que nació silenciosa, concedida después de meditación serena. Los aplausos del público congregado en un recinto, pensando con una sola inteligencia y sintiendo con un solo corazón; la aclamación fervorosa, que llega toda entera y de una vez al autor del drama, es algo así como la chispa de la electricidad acumulada; mucho más, como la visión de la gloria. Delgado decide a Mercedes a escribir para el teatro, y la representación de El Vencedor de sí mismo da los honores del triunfo a la autora (3). Tampoco la desvanecieron los laureles escénicos. ¡Siempre humilde! ¡Modesta siempre!

     La Real Academia Sevillana de Buenas Letras celebraba anualmente, el día 23 de abril, solemne fiesta en honor del Príncipe de los ingenios españoles, adjudicando en aquel acto los premios ofrecidos en público certamen. Útiles eran tales torneos de la inteligencia, no sólo porque estimulaban a la juventud, que ha menester que se la aliente, sino también porque fomentaban la lectura y el estudio de las obras de Cervantes. La Academia se anticipó en casi medio siglo a la obra de reparación y sano patriotismo que entraña el culto a la memoria del autor del Quijote. Porque, a decir verdad, íbamos los españoles quedándonos a la zaga de las naciones extranjeras en esto de celebrar lo bueno que tenemos en case, y, pese a algún espíritu inquieto, demoledor de todo lo pasado -¡como si en la solidaridad de lo pasado con lo presente pudiera haber separación de partes!-, el ingenio alcalaíno es de lo mejor que nos ha quedado. A aquellos certámenes concurrió Mercedes de Velilla, y logró los laureles de la victoria, compartiéndolos con Antonia Díaz, Isabel Cheix, Cano y Cueto, Cavestany, Velarde y otros muchos.

     Corrían por sus versos unas ráfagas de profunda melancolía, a las veces, a las veces como brisas otoñales, mensajeras de tristezas; y los caldeaba un anhelo vivísimo por algo sobre natural, extraterreno. Vislumbraba los reflejos del sol; pero ¡ay! los albores no le anunciaban alegres el nuevo día: eran el adiós último de un astro que iba a apagarse entre las sombras.

     Ni se crea que sólo cantó las dulzuras del hogar, el amor a la familia, la fe religiosa, tímidos anhelos de renombre, melancolías y tristezas. Cantó también a la Libertad, al Arte y a los Príncipes de la Poesía, y tuvo acentos para condenar las injusticias del mundo. Sin embargo, no hay que contar los quilates del oro del corazón de la poetisa por estas composiciones, sino por aquéllas, que muestran mejor la calidad del metal. De los cantos de Gertrudis Gómez de Avellaneda, dijo Don Juan Nicasio Gallegos que en ellos todo era nervioso y varonil. «No brillan tanto -añadió- los movimientos de ternura, ni las formas blandas y delicadas, propias de un pecho femenil y de la dulce languidez que infunde en sus hijas el sol ardiente de los trópicos, que alumbró su cuna.» (4) Los versos de Mercedes de Velilla son linfas de ternura; aguas limpias y trasparentes que dan la sensación de las exquisiteces del alma de la mujer.

     ¿Presentía, con la intuición de las almas grandes, que, al correr del tiempo, todo habría de consumirse en la hoguera del dolor? La exaltación de su espíritu era el misticismo que la despegaba de la tierra. Leed estos versos, últimos de su libro Ráfagas:

                                  ¿Adonde voy? No sé... sólo me resta,
hendiendo espacios, para mí sombríos,
cual solitaria ráfaga perdida,
cruzar la tierra en invisible giro.
 
   ¡Y emprendo ya mi senda de amargura,
y el dolor, siempre fiel, está conmigo;
que del dolor los vientos me arrebatan
y está el dolor donde mi planta fijo!

     Un día, su compañera inseparable, la ardiente poetisa Concepción de Estevarena, desamparada, por brutal despojo de la muerte, partió a tierras remotos en busca del techo hospitalario y del pan que le ofrecían unos parientes lejanos. Algo del corazón de Mercedes partió también con la gentil cantora. La despedida fue eterna. Concepción de Estavarena, todo calor, todo entusiasmo, murió luego, privada de la visión del cielo de Sevilla, herida por los fríos del Norte, consumida entre las nieves perpetuas (5). Entonces escribió Mercedes estos versos, que recordaban la comunión de sus corazones:

                                  Inmenso afán tu corazón sentía
y el mismo afán mi pecho alimentaba;
la misma juventud nos sonreía
y un sentimiento igual nos acercaba.
 
   Me mirabas no más, y eran tus ojos
abierto libro, donde yo leía
tus luchas, tus enojos;
y tú, a través de mi aparente calma,
descifrabas también, con noble intento,
los eternos combates de mi alma,
las dudas de un rebelde pensamiento.

     En el regazo de su madre, entre los brazos del autor de sus días y en el cariño de sus hermanos, buscó, sin lograrlo, un lenitivo para sus tristezas. La amistad, peregrina en el mundo, pasa por muchos corazones, pero se detiene en muy pocos: en el de la poetisa halló su asiento.

     Dios la reservaba para mayores pruebas. Al declinar de una tarde del mes de Junio -una de esas tardes en que Sevilla es fuego en el cielo, aroma en el ambiente y en la tierra flores-, salió de su casa de la calle de Manteros, acompañada de su padre, con el intento de recrear y esparcir su ánimo por los alegres jardines de la Puerta de Jerez. Apoyada en el brazo del anciano, o más bien, apoyado éste en el de su hija, Mercedes sintió como un estremecimiento, algo que fuertemente tiraba de ella, y vio con espanto caer sobre el pavimento duro el cuerpo de su padre, atacado de súbita y mortal dolencia. «Yo también -escribía José de Velilla- me he arrodillado ante el cadáver del que me diera el ser, que expiró súbitamente como herido del rayo, fuera de su hogar, amparado en hospitalaria morada, en los brazos de mi buena hermana Mercedes. ¡Pobre niña que se vio sola con su padre muerto!» (6)

     Los muros de la casa oscilaban... El hogar se hundía. De entonces la niña fue mujer.

                                  ...que del dolor los vientos me arrebatan,
¡y está el dolor donde mi planta fijo!

     La Providencia le deparaba una tarea hermosa: cuidar de su madre y de sus hermanos, y detener la caída de aquellos muros, testigos de la honradez más acendrada.

     La ley providencial de la vida le privó luego de los besos y de la presencia terrenal de su madre. Para las almas grandes se hicieron los grandes dolores. Y los sufrió con resignación cristiana.

     Aún le quedaba en el mundo un sostén; aún podía recorrer la vía dolorosa, apoyada en un brazo compasivo. Su hermano no la abandonó. La fraternidad no es una palabra vana. La compenetración de las almas no es un mito.

     Después de Dios y de sus padres, su hermano queridísimo. Fue su maestro y su compañero. Habíale enseñado a deletrear y leer, no en la antiestética cartilla ni en el frío silabario, sino en el Romancero Español y en las obras dramáticas de los clásicos. Por él fueron sus amigos Lope, Calderón y Tirso, Zorrilla, Arolas y Espronceda. Con él tuvo su primera confesión poética, comunicándole los versos que, a escondidas borrajeó su pluma. Escribía en su mismo bufete; entre montones de pleitos, resmas de un papel duro como el hielo, arrugado como cosa tocada de la vejez, deslucido por las huellas de muchas manos y los borrones de muchas tintas, sobre el cual, como en pavés, se levantaban la codicia, la usura, la mala fe, la sin razón, pocas veces la honra y la justicia que demandan su derecho... ¡Singular contraste! ¡La prosa de la vida, que nos sujeta a la realidad impura, junto a la exultación del espíritu por la visión de lo absoluto y lo eterno, que nos eleva hasta el mismo Dios!... ¡Qué sabía ella de las miserias humanas! Escribía... escribía en aquella salita atiborrada de legajos e infolios; en el silencio de la noche, perturbado por el ruido del agua que saltaba en la fontecilla del patio... Escribía hasta que sus ojos se cerraban, vencidos del sueño, y de la mano se le caía la pluma. Obrera infatigable del espíritu, cavaba en las tierras sin términos de lo ideal.

     Lo amaba y lo respetaba. Lo amaba por bueno y cariñoso. Lo respetaba como al poeta sevillano, lírico de altos vuelos y dramático de generosas audacias. En la ausencia, le escribía estas dulces estrofas:

                                    Oigo el arrullo, cuando el alba asoma,
de la inocente y cándida paloma
     que habita en nuestro hogar
y que al huir el sol espera en vano
que luego vayas tú, sobre tu mano
     su cuello acariciar.
   Ella no sabe que a lejano suelo
te llevó de la gloria el noble anhelo,
     de alto renombre en pos:
su blanca pluma suspirando miro,
y el viento que recoge mi suspiro
     me repite un adiós.

     ¿Versos?... ¿Libros?... ¿Sueños?... A cuidar de la hermana enferma, y a alegrar, infundiéndole esperanzas, al hermano, enfermo también, y ¡enfermó del corazón!

     «Sufrido, resignado, sin flaquezas ni temores, José de Velilla esperaba en brazos de su amante esposa el instante supremo en que su espíritu, rota la humana clausura, volaría a las regiones de la verdad eterna. Como el gran poeta alemán, Goethe, «¡luz, luz!», clamaba frecuentemente. Casi exámine, hacíase conducir, al caer de la tarde, a las orillas de nuestro hermoso río, a los extensos campos de Tablada, a los pasajes donde Sevilla muestra el tesoro, de sus gracias, su luz vivísima, su cielo puro, sus fértiles campos y sus risueñas lontananzas. ¡Era que daba su adiós postrero a esta tierra, para él doblemente sagrada: sagrada por ser cuna de santos, mártires y guerreros, sabios y artistas, a quienes cantó en inspiradas estrofas; sagrada, porque en ella, como en relicario precioso, yacen las venerandas cenizas de sus padres!» (7)

     Y se hundió el hogar con horroroso estrépito. El poeta sevillano José de Velilla murió el día 24 de agosto de 1904.

                               ¡Está el dolor donde mi planta fijo!

     ¿La vida de Mercedes a contar de aquella fecha?.. Nuestro gran Bécquer la narraría, como narró la suya, en estas o parecidas palabras: «¿Quieres conocer el camino que recorrí? Mira sobre los abrojos las ensangrentadas huellas de mis plantas...»

     Se hundió la casa, y sobre sus ruinas se alzó la pobreza con su lúgubre cortejo de apremios, esquiveces e ingratitudes.

     Allá vivía, en Camas, un pueblecito que contempla embelesado la pompa y la gallardía de la soberbia metrópoli; desde donde se oye el regocijado estruendo de las alegres campanas de la Giralda. ¡Quién sabe si a la puesta del sol, fijos los ojos en el horizonte quebrado por las cien torres y cúpulas de la ciudad opulenta, viéndose pobre y sola; quién sabe si recitaría estos versos, escritos en horas de letal desmayo!

                                    Lira infeliz en que en pasados tiempos
mi esperanza y mi afán canté dichosa,
y halagüeña a mis sienes ofreciste
tal vez del genio la inmortal corona,
adiós, adiós; a mi existencia unida,
sufre también la suerte que me toca.
Adiós por siempre, juventud que huyes,
noble ambición, imágenes hermosas,
que acaso vi, mi frente coronando
con un laurel de inmarcesibles hojas;
esperanzas de un bien, dichas inmensas,
¡ay! tan inmensas como fuisteis cortas,
quedad todas adiós... ¿Y habéis podido,
sin que muriera yo, morir vosotras? (8)

     ¡Quién sabe si surgiría en su memoria la casita humilde de la calle de Manteros, caldeada por el sol de los alegres días de su infancia! ¡Quien sabe si recordaría cuando con sus dedos infantiles alisaba los hilos de plata que coronaban la cabeza de su madre; y cuando besaba la frente del hombre caballeroso a quien debió la vida; y cuando su compañero desde la cuna, su poeta favorito, le guiaba la mano con que señaló los primeros trazos de las letras; y a la amiga del corazón, rosa espléndida en los jardines de Sevilla, flor de nieve entre los hielos del Norte; y la juventud alegre y soñadora que la cortejaba, ¡da también como espuma el viento; y el libro, y el teatro, y los laureles que se trocaron en espinas!...

     Los años y las amarguras la consumieron a marchas aceleradas. Su cuerpo enjuto, achicado, esquelético, más que la visión de un ser material, daba la sensación de un espíritu el través de las reliquias de las cosas que fueron. No obstante, y no para dar testimonio de su vida presente, que se le iba por momentos, sino para revivir en los días pasados, Mercedes volvió a pulsar la lira abandonada y cubierta de fúnebres crespones. De sus labios, que la anemia secó, oímos sus últimos versos tan limpios, tan hermosos como los de su juventud. Del naufragio en que tantas cosas perecieron, una sola se había salvado: su inspiración, su alma nobilísima. Entonces acudieron a nuestra memoria estos versos, que dedicó a la Virgen María, en el Misterio de sus Dolores:

                                     Da fin a tu querella,
no llores más, Señora;
¡que no es digna la tierra pecadora
de que caigan tus lágrimas en ella!

     Bajaba a Sevilla, de cuando en cuando, para pasear sus pesares, demandar un favor, estrechar una mano amiga, como la que estas letras escribe, y pedir un pedazo de pan, que ganaría honradamente con su trabajo.

     El caso es sabido. Poetas, escritores y políticos; acudieron a la Ciudad, y ésta, siempre generosa, la amparó, encomendándole el estudio de las obras literarias de las escritoras sevillanas. Su corazón se desbordó de gratitud; y con mano trémula escribió una da, sus más sentidas poesías, con que cerró el libro de su existencia. Escuchémosla de rodillas, como quien oye una voz de ultratumba:

                                     Si al pesar mi último día
durmiese mi polvo humano
en la tierra extraña y fría
del cementerio aldeano,
lejos de la tierra mía,
      hermanos, ved lo que os pido:
no me dejéis siempre sola
en mi sepulcro escondido,
porque me espanta la ola
quieta y mansa del olvido.
      Me espanta que a mi alredor,
entre sepulturas huecas,
brame el viento mugidor,
y cubran las hojas secas
mi tumba sin una flor.

     Murió como vivió. ¡Siempre humilde! ¡Siempre modesta! ¡Siempre dolorosa! Pero no le faltó en sus últimos momentos un rescoldo de las brasas de su hogar: el cariño de la hermana que le cerró los ojos, y el afecto de los amigos que la acompañaron hasta su última morada.

     Sevilla, que no la abandonó, recoge el pie de su tumba sus últimas flores -¡flores del corazón y del pensamiento!- y las exhibe en este libro, como en búcaro gentil, para deleite de las almas privilegiadas.

Luis Montoto.

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