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Poesías


Juan Valera




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Al Sr. D. Marcelino Menéndez Pelayo

Mi querido amigo: No sólo mi extraordinaria pereza, sino también otras causas, han retardado largo tiempo el que yo escriba a usted la extensa carta que le tengo prometida. Ciertas vacilaciones de mi espíritu han tenido la mayor culpa de todo.

Y, sin embargo, yo no vacilo en reimprimir hoy, con creces, las cosas que he escrito en verso, llamémoslas poesías, buenas o malas, que se publicaron muchos años ha, coleccionadas, y cuya primera edición se agotó al cabo.

Esta resolución, estriba en razones, a mi ver, poderosas.

La modestia y el orgullo coinciden en persuadirme de que soy poeta.

Las razones que aduce la modestia son fáciles de exponer aquí. Las difíciles son las que da el orgullo.

Desidioso yo, descuidado y vagabundo, jamás tuve humor, paciencia y reposo para estudiar seria y detenidamente doctrina alguna. A la naturaleza jamás le interrogué con pertinacia y ahínco para que me revelase sus misteriosas operaciones. El aguijón de la curiosidad siempre me punzaba, pero la desidia pudo más conmigo. Yo quise y quiero saber cuanto hay que saber en el mundo, desde los soles ingentes que pueblan el éter infinito hasta el átomo imperceptible; pero como no he estudiado nada, es evidente que nada sé. Ni aun he logrado enterarme de si estudiando hubiera yo llegado a saber algo, lo cual no ha dejado de contribuir a retraerme del estudio.

El origen y las leyes del movimiento en los seres que no viven, la vida y la muerte en los que viven, todo ha excitado mi curiosidad y nada he averiguado. No, soy, pues, ni astrónomo, ni mecánico, ni físico, ni químico, ni biólogo. Saber lo fenomenal o aparente ya es saber algo, por más que a mí no me satisfaga; pero, no se entra en el santuario sin la palabra exacta que abre su puerta, sin la antorcha que en sus obscuros centros sirve de guía, sin la severa disciplina que ha de preceder a la iniciación, sin la ciencia del más y del menos, en cuyo estudio nunca fui yo muy adelante. Ignorando, pues, la cantidad, ¿cómo saber de la calidad, que es asunto más sutil y complicado, y sobre todo de la esencia, que es lo más hondo, lo más inescrutable, donde el espíritu se pierde y abisma?

Por cierta manera de discurrir y de sentir, que no dilucido ahora si será mía, propia o común a todos los hombres, y si será disparatada o juiciosa, este linaje nuestro, en su conjunto y en cada individuo, me parece, porque nunca tuve achaques de misantropía, lo más notable que en el universo se puede concebir, y aun apenas concibo yo que algo pueda valer más que nosotros en todo lo existente, salvo Dios mismo. Así es que, estimulado por tal consideración, he querido con mayor empeño saber del hombre, en su colectividad y en su individualidad; de las facultades de su alma; de la tremenda autoridad e irrecusable jurisdicción de su conciencia; de lo que llaman derecho y deber; de si la especie progresa o no; de este compuesto maravilloso de la sociedad, con su historia, su política y su economía; y de si los tejedores, que van tramando tan rica y variada tela, entienden algo y prevén la traza, dibujos y colores que ponen en ella, o si son meros instrumentos de superior artífice. Un poquito más he estudiado sobre todo esto, pero no lo bastante, ni con mucho; por donde confieso que lo que sé no es digno de transmitirse ni de palabra ni por escrito.

Viendo yo además que el hombre, ya para su conveniencia, ya para su recreo, ya para hacer menos desagradable o más hermosa la vida, no contento con aspirar a comprender la creación, se afana en continuarla y en mejorarla, construyendo casas, jardines y barcos, componiendo comedias y óperas, abriendo caminos y canales, e inventando, en fin, las artes y los oficios, he anhelado también saber de todo esto, pero he aprendido muy poco. La música, por ejemplo, escapa a mi comprensión, aunque gusto de ella. Para la maquinaria soy tan torpe que nada me explico. Y de varios artefactos sólo siento, creo que sin equivocarme, por buen gusto instintivo, si están bien o mal; pero no doy las pruebas ni llego a percibirlas. Advierto, v. gr., que el guiso es sabroso, que el vino es delicado, que el frac me va bien, que la bailarina tiene airosos movimientos y que tal canto o sonata me deleita; pero no se me alcanza el porqué. Ni siquiera, pues, me reconozco con las dotes del crítico.

Por último, sobre todo este saber empírico y de observación, así de lo visible como del alma humana, que se estudia y examina en sus potencias y actos, está el fundamento del saber, sin el cual todo el saber sin enlace ni sistema sería ruin e informe colección de recetas y noticias. Y acerca de este fundamento, y movido yo del deseo de hallarle, también he consultado a los filósofos, y leído lo que dicen, y meditado y pensado por mí; pero nada he sacado muy en claro. Por manera que, a la edad de sesenta años, me encuentro sin ciencias experimentales, sin conocimientos de artes y sin metafísica.

Nada tuve ni tengo que enseñar a los hombres. Y, no obstante, hace ya años que, si bien no tomándolo por oficio, sino sólo de vez en cuando, escribo para el público. ¿Para qué, pues, y de qué escribo? Mi escritura no tendría perdón de Dios, ni yo mismo me perdonaría, aunque soy indulgente para con todos y para conmigo, si yo no fuese o si al menos yo no me creyese poeta.

Declaro humildemente que no he tenido jamás ninguna revelación externa. Ni santo, ni ninfa, ni alma en pena o en gloria, ni genio, ni demonio se me apareció jamás. Mis revelaciones internas, si las he tenido, no pasan de naturales. Por más que me esfuerzo, a veces, en creer que pude yo tener revelación sobrenatural, no logro persuadirme. Así es que, careciendo, como carezco, de revelación sobrenatural, que da ciencia infusa, y de la ciencia que adquiere con largas vigilias quien se quema las cejas en la lectura de mis librotes y cavila mucho, repito que nada tengo que enseñar, y que, por lo tanto, nada debiera escribir, si no hubiese poesía, y si ya no me disculpase afirmando que escribo poesía.

Esta, a lo que presumo, es de dos modos principales: uno, el más peregrino, en el cual no me atrevo a jactarme de ser poeta, es cuando con cierta intuición que hay en el fondo de la mente, sin tocar en lo sobrenatural, aunque rayando ya en su esfera y pugnando por penetrarla, se columbran fugitivos resplandores de luz y hermosuras divinas, lo cual no se ordena en sistema, ni se expone con método, ni se prueba con argumentos, pero se dice con primor, y el que lo dice se llama poeta.

El segundo modo de poesía está en la profundidad y brío con que se siente y piensa lo que piensan y sienten los demás hombres, y en la virtud de expresarlo así sentido y pensado, con tan nítida y poderosa forma, que conmueve y arrebata las almas, al menos las que son capaces, pues no todas lo son, ni con mucho, y las levanta a comprender la beldad y la armonía de los seres, de las pasiones, de las creencias, y de cuanto hay de material, y de inmaterial, mejor en la representación depurada, en el traslado limpio del poeta, que en el borrador original de donde el poeta lo toma.

Claro está que, de este modo al menos, me considero poeta. De lo contrario, no escribiría; pues yo no quiero engañar a nadie, ni pasar por sabio, y mucho menos por apóstol o vidente.

Y aquí, antes de seguir mi razonamiento, me importa hacer una aclaración.

No vaya a entenderse, por lo que digo, que yo le quito la palabra a todo o a casi todo el linaje humano, y sólo se la conceda a los sabios, a los profetas o a los poetas. Yo no pretendo que nadie se quede mudo. Hablen todos y escriban cuanto se les antoje. Polémicas periodísticas, negocios, pedimentos, preámbulos de leyes y decretos, memorias de ferrocarriles, despachos diplomáticos, infinidad de cosas se escriben, sin ser profeta, ni sabio, ni poeta el escritor; y, si bien, siempre que el escritor lo fuese, estarían mejor dichos escritos, no hemos de negar que, aun cuando no lo sea, puede y aun debe escribir, según frase de un amigo mío; pintar el expediente. El escribir en este sentido ramplón y diario es como hablar. Sería horrible que nadie se atreviese a desplegar los labios mientras no acudiesen a ellos sentencias, revelaciones, teoremas, odas o salmos. Aquí sólo se trata del escribir con cierta pretensión de vida extensa para el escrito, de que se divulgue por todas las regiones de la tierra y de que viva en las edades que están por venir.

Para esto ha de ser poeta el que escribe. Ya se entiende que en mayor o menor grado. ¿Quién ha de calcularlos? Además que para la popularidad, pronta, aunque efímera, tal vez conviene que el grado no sea muy alto. Así el vulgo comprenderá y saboreará mejor lo escrito, sin que los críticos, a fuerza de predicar que lo escrito es bueno, patenticen aquella bondad que el vulgo no percibía antes.

Como quiera, pues, que sea la elevación del grado, es indudable que, salvo casos de revelación sobrenatural o de mucha ciencia nueva, sólo el poeta debe escribir.

Y, aun si se apura bien este negocio, me inclino a afirmar que el mismo sabio, si a más de ser sabio no es poeta, escribe sólo como al vulgo se le consiente que escriba: para transmitir a los demás hombres su descubrimiento; pero sin la menor esperanza de que su escrito se lea y viva. En las historias de la ciencia que dicho sabio ha cultivado y en los tratados de esa ciencia misma, se insertará lo que descubrió; pero nadie irá a leerlo en el libro o en la disertación en que él lo expone.

En suma, la razón principal del escribir es la poesía. Los escritos se hacen famosos e inmortales por la belleza y no por la verdad que enseñan. Casi siempre es vana pretensión la del que cree que enseña escribiendo. Los grandes maestros de la humanidad no escribieron nunca: ni Cristo, ni Sakiamuni, ni Pitágoras, ni Sócrates.

De lo expuesto resulta que yo porque soy poeta escribo, y que debo escribir por lo mismo que no sé ni enseño nada.

Sentado esto, sobreviene cierta dificultad que me ha de costar trabajo resolver, y cierta distinción, en que la dificultad se apoya, de la que debo hacerme cargo, ya discurra acerca de ella en general, ya me contraiga al caso particular mío.

«La poesía de que hablas, se me dirá, es en sentido latísimo, y así no te negamos que, con más o menos merecimiento, eres algo poeta. De lo contrario, no hubieras escrito tal cual novela o cuentecillo que se lee, y varios articulejos humorísticos que divierten. Pero bien se puede ser poeta en prosa, desde el bajo punto en que tú lo eres, hasta el punto sublime en que lo fue, por ejemplo, Miguel de Cervantes, y no ser buen versificador, que es lo que de ordinario, sin destilar los conceptos en esos alambiques en que tú los destilas, llama la gente poeta.»

Mucho hay que contestar a esto; pero no quiero pecar de prolijo, y menos aún hacer mi propia apología. Diré sólo lo que más atañe a la reimpresión de mis versos.

El público ha tenido la bondad de gustar un poco de mi prosa, en la cual nada le he enseñado. Luego yo tengo algún motivo razonable para considerarme poeta en prosa, prosista o escritor. Ahora bien: un escritor se debe al público todo él, y no descabalado, por donde, aunque mis versos sean detestables, yo quiero también dar al público mis versos.

Cuando se publicaron por vez primera, mi tío don Antonio Alcalá Galiano, propendía a dudar de todo, y que, a pesar del cariño que me profesó, dudaba también de mi mérito como poeta, dijo en el prólogo que me puso que lo probable sería que alguna furiosa avenida del río del olvido se llevase para siempre mis coplas, como otras mil insulsas composiciones de esta nuestra edad, sobrado parlera, y en que tanta tontería se da a la estampa. Yo, lejos de rebelarme contra tan ominosa sentencia, más bien la estimé suave y nacida del ciego cariño del discreto pero alucinado pariente; porque, sin avenida furiosa, sino con toda la pausa de su mansa corriente, el olvido hubiera llevado, arrastrado y aun tragado mis versos, si yo no hubiese escrito prosa después, y prosa que algunos han dado en calificar de bueno. Esto los salva; esto los saca del fondo del río, donde, de otra suerte, yacerían sepultados.

Mis versos, pues, a flote, no pueden ni deben ya ocultarse ni retirarse de la circulación. Lo que me está bien es que, ya que siguen con vida, sean lo menos desdeñados que se pueda. Para ello es condición indispensable que sean entendidos. Acaso no pocas personas los desdeñan porque no los entienden. Y no se me arguya que los versos deben escribirse por tal arte que los entiendan todos los lectores. Por poco; que sepa el poeta, y yo he confesado ya que no sé casi nada, siempre puede saber algo que ignore quien le lea; y, por lo mismo que no tiene la pretensión de enseñar, dice cosas que da por sabidas, y alude a doctrinas y a sucesos que supone que todos conocen; pero como no los conocen todos, la mayoría se queda a obscuras y no sabe por completo lo que el poeta quiso decir. Esto ocurre, no sólo con poetas culteranos y pedantescos, como Licofrón y Góngora, sino con poetas que nadie me negará que lo son, como Dante y otros, los cuales necesitan comentario y le llevan en muchas ediciones.

Y no vale la objeción de que se comenta lo famoso y aplaudido y no lo menospreciado y obscuro. Alguien murmurará o dirá: «Dante merece comentario, porque merece que todos desentrañen el sentido profundo de lo que canta; pero ¿quién ha de querer desentrañar el sentido de lo que cantas tú?».

En efecto, si yo fuese un compositor de versos, como hay muchos, que dan a luz su colección donde todo es tejido de frases hechas o de frases sin significado, la objeción sería justa. Yo no me defendería contra los que tanto me rebajasen. Yo parto del supuesto de que en mis versos hay significado, y pruebas de que el autor sabe lo que dice, y afectos y pensamientos propios del autor.

En este caso, cualquiera colección de versos merece comentario. En ella hay mucho digno de interés y de estudio. Parece contradicción y no lo es; cualquiera colección de versos de buena fe, no siendo enteramente nulo el autor, enseña sin que el autor aspire a enseñar. Y enseña lo bueno, y tiene virtud moral y en cierto modo purificante, y posee fuerzas que elevan las almas a esferas superiores, porque el autor muestra lo que en su espíritu hay de más limpio y hermoso, apartando las escorias y mezquindades que tal vez lo encubren en la vida real, y nos da uno a manera de retrato de lo profundo y radical de su ser, donde asiste Dios, donde Dios pone su sello y su imagen, y donde Amor resplandece en su pureza y despliega su beatífica actividad, no pervertida ni coartada por ruines intereses y apetitos.

Y a fin de que esto se dé en algún grado, no es menester que los versos sean sobre objeto sublime. La composición más ligera, si está bien, es manifestación de la luz interior del alma, que ilumina el mundo del arte, como el sol el mundo real. De suerte que, el caso vulgar que el poeta refiere, la mujer que celebra o la escena que describe, todo está iluminado por esa luz, la cual le presta su hechizo y pone allí su fuerza y su gracia. Este es el estilo; esta es la forma. No consiste en consonantes difíciles, ni en rebuscadas figuras retóricas, ni en transposiciones, ni en sonoridad y pompa de metro. Consiste en algo más alto y más sutil que esas calidades, si bien por lo mismo que es más alto no todos los lectores lo alcanzan, y por lo mismo que es más sutil se sustrae a la percepción de las personas rudas y artísticamente mal educadas.

Haciendo yo conmigo razonamientos tales, me atreví a conceder a mis versos que merecían comentario, y pensé en que usted los comentara o los ilustrara con notas eruditas, sin nada de encomio, a fin de que la gente maliciosa no supusiese y propalase que estábamos concertados para el encomio mutuo. Usted prometió hacer este trabajo, y acudo a usted ahora para que me cumpla la promesa. De esta suerte los versos se entenderán mejor, y si no se entienden ni se leen, siempre lograremos que las notas, que de seguro van a ser amenas e instructivas, se lean y gusten, por donde habrá en el libro algo de bueno que convide a comprarle.

Las notas tendrán además el atractivo picante y chistoso de su inaudita novedad, pues hasta el día, que yo sepa, sólo se anotaron los clásicos ilustres, y no algo que no sabemos aún de fijo si será poesía o no será poesía, y que se salvó como por milagro del río del olvido.

Hay otra razón más para las notas. Yo, como todo poeta, bueno o malo, pero de buena fe, rara vez he escrito versos sin sentirme entusiasmado, enamorado o movido de otro afecto grande. Y aun así no me ha sido fácil escribirlos, porque se requiere además que el tumulto y hervor de la pasión hayan pasado o que las domine serenidad poderosa, hasta el extremo de habilitar al poeta para que tome por objeto de su canto, por ejemplo, su más intenso dolor, y saque de él una obra de arte.

De aquí, de mi pereza, de mi esterilidad tal vez, y de estar ya descorazonado por el mal éxito, ha resultado que he escrito pocos versos originales, y que he traducido, o más bien adaptado a nuestro idioma, mucho de literaturas extrañas, ya parafraseando, ya compendiando y extractando. Claro está, pues, que todo esto, escrito para otras gentes, para otra civilización y otras costumbres, requiere explicación y notas.

Justificado ya, a mi ver, el comentario, y demostrado que no se pone por vanidad mía, bueno será que diga, yo algo de los versos mimos.

Mi retraimiento y mi casi abandono de las Musas, merced al desdén público, han producido varios efectos. El primero ha sido que he escrito poco. Con favor y aplauso, hubiera yo sido, a pesar de mi pereza, de fecundidad tal vez deplorable. Pero resulta también que los versos propios, y no parafraseados, son, en gran parte, de los albores de mi vida; y como en aquel tiempo se estudiaba menos que ahora, y yo he ido aprendiendo con desorden lo poco que sé, v. gr., primero la estética y luego la ortografía, primero la metafísica y luego la gramática, hay en varios de mis versos incorrecciones y otras faltas para las que pido indulgencia. Asimismo hay en otros cierta palabrería, aunque nunca en el grado que se usa, y lo que, con expresión harto familiar, puede llamarse inocentadas de chiquillo, que también ruego se me perdonen. En algunos son tan subidas las inocentadas, que los suprimo en esta nueva edición.

Y hechas ya las salvedades, afirmo, que mis versos, aun con todas sus faltas, valen lo que vale mi prosa, ya que ellos está en germen, en cifra, en lírico y conciso resumen, todo lo que he sentido, pensado y escrito en prosa, más tarde, con mayor amplitud. Y echando la modestia a un lado, ¿por qué no declarar también que en algunos de estos versos, principalmente en El fuego divino, en el idilio del viejo rabadán y A Gláfira, la nitidez, la elegancia sencilla y la atinada limpieza de la forma; son notables, lo cual de sobra se conoce que no se consigue sobando y limando, sino por dichosa inspiración?

Añadiré todavía a mis versos ciertas buenas prendas de que la prosa carece: el candor, la lozanía y la frescura de la juventud, y propósitos más puros, porque los versos están hechos sin la vana y egoísta esperanza de ganar con ellos dinero, influjo o al menos fama inmediata, sino sólo por amor entrañable de la misma poesía y con anhelo cariñoso de vivir en lo futuro en algunas almas, afines a la mía, donde despierte o suscite mi voz simpática resonancia, cuando ya no pueda mover con impulso material las ondas del aire.

Y aquí terminaría yo, dejando encomendada a usted la tarea de explicar mis composiciones, si no hubiera una, la más importante, que, por no estar concluida y porque no se concluirá nunca, ha menester explicación de mi parte: algo a modo de interpretación auténtica. Me refiero a la leyenda titulada Las aventuras de Cide Yahye.

En mi edad madura he declamado yo bastante, como crítico, contra la pretensión de escribir epopeyas en nuestros días, en el más alto sentido, esto es, algo narrativo que contenga cuanto hay de divino y de humano, y que abarque y refleje, por medio de mitos simbólicos, toda nuestra complicada civilización. A pesar de Goethe, Espronceda y otros, tal empeño es, en mi sentir, irrealizable; y como he dicho las razones en que me fundo, me remito a las obrillas mías en que las he dicho y dejo de repetirlas aquí. Pero yo no había formulado tal opinión en mi mocedad, y también aspiré entonces, aunque sólo hasta cierto grado y con modestia, a escribir algo que propendiera a ser epopeya trascendente. Lo singular y lo más original fue que tomé asunto, o mejor dicho, base de asunto en un cuento bastante cómico, ligero y aun verde, de Boccacio, poniendo de mi cosecha lo trascendente, lo patético, lo elevado y lo maravilloso, que en epopeya había de convertirle. Así se mostraba desde el principio mi inclinación a mezclar lo serio y lo jocoso, mi humor; aquella idiosincrasia de mi pobre ingenio, en virtud de la cual creo que, sin el menor viso de fundamento, unos tiran a celebrarme y otros a denigrarme con la calificación de Voltaire, pequeñuelo y canijo, como venido del mundo fuera de sazón.

La historia, en su substancia, es la de un rey moro, cuya linda novia es seducida, robada y gozada por unos cuantos; pero ella lo oculta, lo calla, y todavía se casa con el rey y lo hace dichoso.

Véase ahora cómo elevaba yo esto a semiepopeya trascendente. Al rey moro, cuyo trono y reino, inspirado yo por la rústica, amena y pintoresca fertilidad de Lanjarón, coloco en las Alpujarras, se le ocurre enamorarse de la propia belleza ideal que en su alma ha concebido. Aspira a revestirla de forma sensible, y como ésta es empresa sobrehumana, se desespera; pero las hadas, cuyo favorito es y a quienes refiere su cuita, suben al mundo de las ideas, traen de allí la que tiene enamorado al rey, le dan cuerpo valiéndose de los elementos y de las esencias mejores de las cosas y se la entregan por mujer. Como idea sólo, nadie se la hubiera quitado, nadie la hubiera contaminado; pero, ya con cuerpo, le suceden mil percances lastimosos. Mi rey, entretanto, no es como el del alegre novelista: mi rey lo sabe todo, lucha contra su adversa suerte, y sigue siempre enamorado en pos de su ideal belleza, aunque manchada en lo material. De aquí guerras, hazañas y casos estupendos por mar y tierra, en que había tela cortada para vencer al Ariosto. Al fin, mi rey, convertido en pirata, entra al abordaje en el navío de un gran príncipe, el último de los amantes de su mujer, y se la arrebata; pero cuando ya la tiene acuden más guerreros de otros barcos de la escuadra del príncipe, y el rey, cercado, ve que no puede vencer aquella multitud de enemigos, y da de puñaladas a la hermosa, se hiere él también, y, abrazado con ella, se arroja en el fondo del mar.

De aquí nacen la lección moral y la final apoteosis. La belleza pura, libre ya de la manchada terrenal vestimenta, toda refulgente y limpia de culpa, toma a mi rey y se le lleva consigo al mundo de las ideas, de donde ella ha venido: a un ultracielo, de donde todo lo bello y todo lo verdadero, artes, metafísicas, religiones y amores, proceden, antes de impurificarse con la realidad y de combinarse con elementos caducos y corruptibles, por excelentes que sean.

En el plan de este poema, así como en todo lo que yo he escrito, se ve mi afán de ser optimista, sin dejar de notar y de sentir los males que nos afligen, justificando a la providencia a pesar de ellos, y procurando remediarlos o mitigarlos con poesía y risa cuando son pequeños, con poesía y lágrimas cuando son grandes.

Ahora, lejos de mi patria, afligido por imprevisto y cruel infortunio, escribo a usted lo que no he escrito cuando estaba tranquilo, y hasta cierto punto me consideraba feliz. Ahora busco lo que antes no buscaba: consuelo y distracción en mi soledad y en mi pena.

Por otra parte, aunque bien puede ser que mi cansada vejez se prolongue en demasía, y yo no quiero imitar a los mentidos siervos de Dios que anuncian su tránsito a mejor vida y no llega cuando le anuncian, diré que, desde hace meses, y sobre todo desde pocos días ha, desde que supe la muerte de mi hijo mayor, robusto, hermoso de cuerpo y alma y en la flor de su edad, está fijo en mí, como nunca, el casto y severo pensamiento de la muerte, que nos induce a meditar y a emplearnos en las cosas más graves. Y, como no dejaré bienes de fortuna que hereden mis otros hijos, vivos aún, es de gravedad para mí arreglar y ordenar el único caudalillo que he allegado, fruto de mi estéril ingenio, y hasta apresurarme a trabajar para acrecentarlo con algo de más valer, a fin de que, si el amor propio no me engaña, vierta algo de brillo simpático sobre mis hijos este mérito mío, y predisponga el corazón de las gentes con respeto y cariño para ellos; y a fin también, de que lo menos malo de mi ser, lo más delicado y puro de mi espíritu, permanezca en esta tierra, cuando yo pase, y ellos me conozcan, me amen y me estimen. Porque yo, tal vez habré pecado por error, pero no tengo remordimiento de haber puesto jamás intención viciosa ni en mis obras más ligeras y desenfadadas; sino que, siempre, cuando no la bondad moral, me ha inspirado el amor puro de lo bello.

Usted, que, si bien es bondadoso y me quiere, es justo, lo cree así, prescindiendo de los extravíos y flaquezas de nuestra mísera condición humana; usted sabe, además, que el arte lo limpia todo y extrae oro del fango.

Adiós, y no dude que soy su mejor amigo,

JUAN VALERA

Washington, 7 de julio de 1885.




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Notas

Quiere mi amigo don Juan Valera que yo comente o ilustre sus poesías, poniendo de manifiesto el sentido interno de algunas de ellas, y apuntando de paso el origen de los versos traducidos o imitados, que en el presente libro se encuentran. La empresa tiene para mí tanto de grata como de dificultosa. La especial calidad de estos versos, que el docto prologuista de la primera edición calificó muy atinadamente de poesía sabia; la variedad de sus orígenes, derivada de la rarísima cultura del autor; el jugo de ideas y de doctrina que muchas de estas composiciones encierran; las alusiones históricas, mitológicas y geográficas que en otras abundan, harían el comentario de ellas, si con rigor se hiciese, no menos voluminoso que el de Herrera a Garcilaso, y exigirían en el comentador tanta copia de erudición, por lo menos, como la que mostraron Faría y Sousa anotando a Camoens, o Salcedo Coronel a don Luis de Góngora, o Clemencín a Miguel de Cervantes. Para lo segundo me siento sin caudal y sin fuerzas, y lo primero quiero evitarlo a todo trance, por no incurrir en el vicio de intolerable prolijidad, abultando un volumen ya harto grueso, en el cual es seguro que los lectores han de buscar los versos del señor Valera y dejar a un lado, con sobra de justicia, mis notas que, aun no siendo mías, tendrían forzosamente algo de la impertinencia que acompaña a todas las glosas y comentarios del mundo; trabajos estériles para el común de los doctos, y poco gratos al paladar de los ignorantes.

Por otro lado, el comentario mejor, el más profundo, el más sincero, el más elocuente, le ha hecho el autor mismo en la carta dedicatoria que va al frente del libro, y que seguramente ha de ser leída con deleite y con asombro por los muchos apasionados de la prosa del señor Valera. En este documento, a mi entender admirable (y creo que la gratitud no me ciega en esto), el señor Valera nos expone sus ideas sobre el arte, nos declara cuál ha sido su ideal poético, nos confiesa con rara franqueza sus temores y desfallecimientos, y las razones que tiene, no obstante, para considerarse poeta, y hasta nos dice algo sobre el pensamiento y la traza del poema que en sus juveniles años meditó llevar acabo, y cuyo primer canto es una de las joyas en esta colección con el título de Aventuras de Cide-Yahye.

Si a esta carta se agrega el prólogo que don Antonio Alcalá Galiano puso a la primera edición de estos versos, en el cual prólogo, con toques magistrales, como de quien son, se interpretan algunas de estas poesías, y se ponen de realce sus peculiares excelencias y se discurre con alto sentido crítico sobre el género a que pertenecen y aun sobre los modelos predilectos del poeta, resultará hecha lo mejor del comentario, en el cual, por otra parte, se me veda toda alabanza, y también, por consecuencia forzosa, toda crítica puesto que crítica laudatoria había de ser casi siempre la mía, siendo como soy discípulo del señor Valera, admirador ferviente de su estilo y secuaz de su manera y escuela poética, aunque con fuerzas muy desiguales e inferiores a las suyas.

Quizá estas mismas circunstancias, y el conocimiento que tengo de la índole y genialidad del autor, a quien estoy unido por tantos lazos de gratitud y de amistad, me hagan menos inepto que otro cualquiera para sentir y conocer ciertos primores de idea y de forma que se hallan en estos versos, y que quizá no resalten tanto a los ojos del vulgo como resaltan a los míos, después de haber leído repetidas veces las poesías del señor Valera, y conservarlas, años hace, en lugar muy privilegiado de la memoria. Por eso me lisonjeo de que yo acertaría con pequeño esfuerzo a quilatar y poner en su punto las bellezas de la poesía del señor Valera, que, por no ser de las que a primera vista deslumbran más los ojos, no han sido tasadas hasta el presente en su justo valor, aunque esperamos que han de serlo ahora, gracias al progreso que en España han hecho las ideas críticas, tan remotas hoy del punto en que se hallaban en 1858, fecha de la primera edición de este libro.

El señor Valera tuvo como poeta la desgracia de llegar demasiado pronto, de adelantarse a la época en que comenzó a florecer; por lo cual, si es verdad que agradó a algunos pocos y selectos jueces1 que supieron entender y gustar las novedades que el libro traía, halló, en cambio, cierta frialdad en la masa del público, que aun seguía las corrientes románticas, y también en el ánimo de los críticos, enamorados con exceso de las formas oratorias de la oda académica.

Desde entonces el gusto ha ido cambiando, hasta ser hoy de todo punto diverso. La poesía romántica está tan muerta y olvidada como el clasicismo del siglo pasado. No hay escuelas poéticas, ni nada que se parezca a disciplina tradicional o a rigidez dogmática. El genio individual ha conquistado su autonomía en el campo de la poesía lírica, que ofrece hoy en España, como en todas partes, la variedad más rica y amena, reflejando todos los matices de la idea y del sentimiento. Los modelos más heterogéneos obran simultánea o alternativamente en la educación de nuestros poetas. Ninguno es desdeñado, ni los del Norte ni los del Mediodía, pero ninguno alcanza tampoco perdurable y absoluto dominio. Hoy Heine o Alfredo de Musset, ayer Byron o Víctor Hugo; un día los neo-clásicos italianos, otro los parnasistas franceses. Unos hacen gala de llevar a la lírica algo de los procedimientos del moderno naturalismo, y escriben con llaneza no superior a la de la prosa; otros conservan el culto del lenguaje poético, y procuran enriquecerle más y más con felices innovaciones y adaptaciones. En tal discordia y contrariedad de pareceres, de aficiones, de gustos, de teorías estéticas y hasta de teorías de estilo, justo es que se alce también la voz del señor Valera, a quien, como poeta, muy pocos españoles conocen, y que, sin embargo, tiene su nota lírica, propia, original y característica, y ofrece, además, en su libro una copiosa y variada antología de poesías insignes y famosas de grandes ingenios extranjeros, con la mayor parte de los cuales no había tenido hasta ahora la Musa castellana trato ni comunicación de ninguna especie.

Bastaría, la sinceridad del contenido de este libro, para que en él se fijase la atención de todo lector curioso y amante de la belleza artística, puesto que en él aparecen, mezcladas en agradable confusión, joyas peregrinas de las dos lenguas clásicas, y de la alemana, y de la inglesa, y hasta de la arábiga y de la indostánica, traídas todas a nuestro idioma con el más exquisito primor y elegancia. Por otra parte, aunque el autor, en su modestia, afirme que si bien «ha consultado a los filósofos y leído lo que dicen, y meditado y pensado por sí, nada ha sacado muy en claro, y se encuentra a estas horas sin Metafísica», es lo cierto, y debemos decirlo los demás, que pocos, muy pocos merecen en España con tanta razón como él el noble calificativo de pensadores, y que pocos, o ninguno, tienen y alcanzan por fuerzas propias tan gran número de ideas metafísicas como las que él ha alcanzado y madurado en su entendimiento, sin necesidad de dogmatizar a obscuras, ni de presentarse como hierofante y revelador, o como personaje de especie más sublime que la del resto de los mortales, sino filosofando al aire libre, con una amenidad comunicativa y un halago que de ningún modo dañan a la trascendencia del pensamiento, el cual fluye limpio y sereno, sin tristes cavilosidades ni espinas y arideces propias de los que creen que la ciencia está irrevocablemente reñida con la delectación. Si el señor Valera publicase juntos en un volumen, como yo de todo corazón se lo suplico, los artículos que tiene escritos bajo el rótulo de Metafísica a la ligera, no sé yo cuántos españoles de este siglo podrían pasar por más filósofos que el señor Valera, en aquella filosofía que se saca de las reconditeces del espíritu propio, no en la que se elabora zurciendo trozos de Kant, Hegel o Krause, de Santo Tomás, Sanseverino o Prisco.

Siendo, pues, el señor Valera erudito y pensador, y siendo una y otra cosa en grado eminente y rarísimo, tan eminente y tan raro que quizá tenga el defecto de corresponder a un estado de cultura más adelantado que el nuestro, es forzoso que estas cualidades hayan trascendido a su poesía, informándola (como decían hermosamente los filósofos escolásticos), esto es, dándole alma y vida y muy original carácter. Hay, por consiguiente, en los versos del señor Valera, aunque en cifra y de un modo indirecto y simbólico, como conviene al arte, una verdadera doctrina filosófica, o por lo menos los principios y fundamentos de ésta, mediante los cuales el autor razona sus propios afectos e interpreta el espectáculo de las cosas creadas. Es, pues, la poesía del señor Valera, poesía reflexiva, erudita, sabia y llena de intenciones, todo lo cual dificulta o alarga la tarea del comentario. Y como el tiempo apremia, y no es cosa de detener más este tomo, que debiera estar en la calle hace muchos meses, el comentario se quedará por esta vez sin hacer (lo cual no es pérdida grande), y habrán de contentarse los lectores con unas breves y menguadas notas, bastantes a probar que en esta colección de versos hay más jugo y substancia de lo que parece, porqué su autor sabe lo que se dice, y canta lo que siente y lo que piensa, al revés de la mayor parte de los que hacen o hacemos versos en España.


En el álbum de María

En la tercera estrofa de esta linda y juvenil composición, hay una evidente reminiscencia de Góngora:


El dedo colocado
sobre la dulce boca, adormeciendo
el velador cuidado
.......................................................



Trae, enseguida, a la memoria aquella hermosa canción:


   Dormid, copia gentil de amantes bellos...
......................................................................
dormid, que el Dios alado,
nuestras almas dueño,
con el dedo en la boca
os veía el sueño...



Es quizá el único remedo de los versos del antiguo poeta de Córdoba, en los versos de este otro poeta cordobés, tan desemejante de él en todo, como no sea en la lozanía del lenguaje.




La maga de mis sueños

En esta composición de fecha tan lejana (1842), comienza a descubrirse el singular parentesco que existe entre la inspiración lírica de nuestro autor y la de Leopardi a quien de seguro no había leído entonces. Compárese (por no citar otras) la canción Alla sua donna con la presente, y saltará a los ojos un aire de familia, que no nace de imitación directa, sino de identidad de sentimientos:


   Cara beltá che amore
lunge m'inspiri o nascondendo il viso.
Fuor se nel sonno il core
ombra diva mi scuoti,
o ne, campi ove splenda
più vago il giorno e di natura il riso;
forse tu l'innocente,
secol beasti che dall oro ha nome,
or leve intra la gente
anima voli ¿o te la sorte avara
ch'a noi t'asconde, agli avvenir prepara?
...................................................................
Se dell eterne idee
l' una sei tu, cui di sensibil forma
sdegni l' eterno senno esser vestita,
e fra caduche spoglie
provar gli afanni di funerea vita;
o s' altra terra ne' superni giri
fra' mondi innumerabili t' accoglie,
e più vaga del sol prossima stella
t' irraggie, e più benigno etere spiri,
di qua dove son gli anni infausti e brevi,
questo d' ignoto amante inno ricevi.



Por estas y otras semejanzas evidentes, afirmó con razón don Antonio Alcalá Galiano, en el prólogo de estas poesías, que el autor podía llamarse condiscípulo, aunque no copista, de Leopardi, cuyas obras dio a conocer en España el señor Valera bastantes años después, mostrando al juzgarlas profundísima penetración del espíritu del poeta y del encadenamiento de sus ideas filosóficas; todo lo cual ha sido letra muerta para la mayor parte de los críticos de España y de otras partes, los cuales no han sabido pasar de las primeras páginas del libro, es decir, de las canciones A Italia o Al monumento de Dante, que, son, en medio de sus pompas y esplendores de dicción, lo más académico, lo menos intimo, lo menos profundo y lo menos leopardesco de todo Leopardi.




En la égloga IV de Virgilio

Esta composición, como su título mismo lo indica, está tejida de imitaciones del Sicelides Musae:


   Ultima Cumaei venit jam carminis aetas,
magnus ab integro saeclorum nascitur ordo.
Iam redit et virgo: redeunt saturnia regna...
At tibi prima, puer, nullo munuscula cultu...
Molli paulatim flavescet campus arista,
incultisque rubens pendebit sentibus uva
et durae quercus sudabunt roscida mella,
......................................................................
ipsae lacte domun referent distenta capellae
ubera; nec magnos metuent armenta leones.



El poeta a quien comentamos ha admitido la idea dominante en los apologistas cristianos desde los primeros siglos, apuntada ya por Lactancio en sus Instituciones Divinas, de considerar esta égloga IV virgiliana, no como una mera composición gratulatoria por el nacimiento del hijo de Polión (para lo cual parece demasiado hiperbólico y pomposa), sino como un vaticinio de la próxima venida del Redentor del mundo, anunciado en las profecías de las Sibilas. Es indudable que en los años que precedieron al mayor acontecimiento de la historia, había en todos los espíritus generosos y excelsos un vago presentimiento de alguna grande y trascendental renovación, que había de purificar y regenerar al mundo. La ocasión de la égloga virgiliana pudo ser el regocijo doméstico de la casa de Polión; pero, en el fondo del alma del poeta palpitaba mayor sentimiento y le hacía, de una manera casi inconsciente, intérprete de las grandes esperanzas humanas, en aquella ocasión crítica y solemne. No tuvo Virgilio espíritu profético, en el sentido que la teología da a esta frase; pero por algo llamó la antigüedad vates a sus poetas, y tenía, además, el mantuano una tradición obscura, pero respetada, que le dio materiales para su horóscopo, documento sublime de la expectación que sobrecogió al mundo pacificado por Roma, en los días inmediatos al cumplimiento de las profecías de los videntes hebreos. Todas las miradas se volvían hacia Oriente, dice José de Maistre.

Sobre el uso que la Edad Media hizo de esta égloga, nos remitimos al libro de Domingo Comparetti, Virgilio nel medioevo, uno de los trabajos más monumentales de la erudición moderna.




A Lucía

En esta serie de composiciones eróticas, que deben contarse, sin duda, entre las más bellas del autor, desarrolla y expone éste por modo poético su concepción del amor y de la hermosura, idéntica en el fondo a la de la escuela platónica, ya se la considere en el Fedro y en el Symposio, del maestro; ya en las Eneadas, de Plotino; ya en el Convite, de Marsilio Ficino; ya en los Diálogos de amor, de León Hebreo. Esta doctrina ha tenido la virtud, no sólo de inspirar sistemas de metafísica y de estética, sino de inflamar y despertar el estro de muchos poetas de la Edad Media y del Renacimiento y aun de tiempos más modernos, comenzando por Dante y Petrarca, continuando por Ausias March, Camoens y Herrera, y terminando por Leopardi, el cual ha dado a la concepción platónica un sentido más alto, enlazándola con sus ideas acerca del dolor y del mal, las cuales vienen a constituir una filosofía pesimista de la voluntad, generalizada y objetivada en términos análogos a los de Schopenhauer.

El platonismo erótico es el alma de los versos amatorios del señor Valera, especialmente de estas canciones A Lucía, compuestas en Nápoles bajo la influencia evidente de los grandes maestros italianos. El soneto


Del tierno pecho aquel amor nacido,



no disonaría entre los mejores del Cancionero del Petrarca, y aquella cuarta esfera es como la marca o el cuño de fábrica. Las dos canciones también son petrarquescas; pero no en el sentido de imitación servil, que no cabe en la índole del poeta, sino en el sentido en que lo son las de Leopardi, es decir, moviéndose en una esfera de luz ideal, semejante a la del Petrarca, por más que esta luz emane de otro foco que la del antiguo poeta. El fondo de las ideas pertenece evidentemente a la filosofía platónica, aunque vaya mezclado con algo más mundano. El amor que el poeta siente es «sed de un deleite del cielo»,


Que el alma acaso percibió en su vuelo,
antes que forma terrenal vistiera.



Así se explica la generación del amor en el Fedro. El alma, mediante la reminiscencia, al contemplar la hermosura terrena, recuerda aquella soberana e inmaculada hermosura que antes percibió en otros mundos. Y al contemplarla, le nacen al espíritu alas, como enseña Platón y nuestro poeta repite:


......................................... y de ligera
luz a mi corazón brotaron alas,
para que en pos de su ilusión corriera.



Este amor es deseo de hermosura, la cual se manifiesta en la admirable ordenación de las cosas creadas,


Símbolo y forma del pensar divino,



trasunto de la belleza suprema e incógnita, y escala por la cual el espíritu va elevándose a la contemplación, de la increada belleza, procediendo por grados, de los hermosos cuerpos a las hermosas almas, de éstas a las ideas puras hasta llegar a la idea simplicísima de belleza, que es eterna, inmutable, absoluta, no sujeta a decrecimiento ni a mudanza. Pero antes de llegar a esta idea pura, inmóvil y bienaventurada, peregrina el espíritu largamente por las cosas perecederas y caducas, deteniéndose y absorbiéndose a veces demasiadamente en ellas, de donde resulta el amor profano, que se distingue del amor místico por razón de su objeto, pero no por razón de la tendencia o impulso inicial, que en uno y en otro caso guía al alma enamorada. Lo que sucede es que el alma suele detenerse o distraerse en el camino, como acontece a la mayor parte de los platónicos de afición, y lo aconteció también a nuestro poeta, según testifican estas dos canciones suyas, tan tersas y tan gentiles, que, en su género, no temen la competencia con otras algunas de nuestro Parnaso, ni por lo delicado y exquisito de los conceptos, que jamás degeneran en pueril y enfadoso metafisiqueo, ni por el primor aristocrático de la forma.

La idea de la reminiscencia reaparece con frecuencia en estas canciones:


   Un recuerdo lejano
de otra esfera quizá o de otra vida.
.......................................................



Te reconocí, exclama el poeta en otra ocasión, y aun no duda en añadir como el más fervoroso discípulo de Plotino:


En un mundo mejor ambas se amaron.



Todo lo cual debe tomarse por mera fantasía poética o por un modo sutil e ingenioso de insinuarse en el ánimo de la dama a quien los versos se dirigen, puesto que, aun siendo bella y poética la doctrina de la reminiscencia, riñe de todo en todo con los principios de la sólida filosofía. Sin duda nuestro autor tendría puestos los ojos y la afición en aquel hermoso pasaje del Fedro, en que el más grande de los discípulos de Sócrates nos enseña que sólo el conocimiento de la filosofía restituye al hombre sus alas y le hace recordar las ideas que en otro tiempo vio, y despreciar las cosas que decimos que son, y volver los ojos a las que realmente son. Toda alma de hombre (añade Platón) ha contemplado en otro tiempo la verdad; pero el recordarla no es para todos, o porque la vieron breve tiempo, o porque al descender a la tierra tuvieron la desdicha de perder la memoria de las cosas sagradas. Pocos quedan que las recuerden; pero estos pocos, cuando ven algún simulacro de ellas en este bajo mundo, salen de su seso, y ellos mismos no se dan cuenta del la razón, acertando solamente a vislumbrar entre obscuras nubes aquella nítida hermosura que en otro tiempo vieron resplandecer al lado de Jove y de los otros dioses. El que no está iniciado en estos misterios, vase como un cuadrúpedo tras del deleite; pero quien, está iniciado y ha contemplado en otro tiempo las ideas, en viendo un cuerpo hermoso siente al principio una especie de terror sagrado; luego le contempla más y le venera como a un dios; y, si no temiera ser tenido por loco, levantaría a su amor una estatua. Experimenta un ardor insólito, y, bebiendo por los ojos el influjo de la belleza, comienzan a brotarle las alas y siente extraño prurito y dolor, como los niños en las encías cuando empiezan a brotarles los dientes.

Todo esto, hasta lo de las alas, se repite en los versos amatorios del señor Valera. El cual reproduce también aquella idea, eminentemente plotiniana, de considerar la naturaleza como el espejo de la propia fórmula o idea de hermosura que lleva innata el alma:


Mas cual en terso espejo cristalino
me mostraba doquier naturaleza
mi propio corazón tierno y ufano,
.......................................................
    Y de mi propio amor y su hermosura
enamoreme, enamorado de ellas.



Es idea que el gran maestro de la escuela de Alejandría desarrolla de un modo profundo y admirable en el libro VI de su primera Eneada. Según Plotino, la belleza se funda en semejanza, y por participación de nuestra belleza decimos que las otras cosas son bellas. Como el alma es cosa excelentísima, se alegra cada vez que encuentra algún vestigio de sí propia, y mediante la fórmula de hermosura, que ella posee, reconoce en los cuerpos la hermosura, que sería la idea misma si se la abstrajese de la materia. El alma, pues, contemplando la forma que en los cuerpos vence y subyuga a la informe materia, y congregando la belleza dispersa en el mundo, la refiere a sí misma y a la forma individual que posee, y la hace consonante, y amistosa, y armónica con esta forma íntima. Las armonías de la voz son producidas por otras armonías latentes en el alma, y hacen que ésta perciba su propia naturaleza reflejada en las cosas. El señor Valera, abundando en las mismas ideas que Plotino, repite al fin de su primera canción, dirigiéndose a la señora de su voluntad:


De tu misma hermosura te enamora,
que aquí en el alma retratada llevo.



Ausias March, uno de los más grandes entre los amadores platónicos y petrarquistas, había vislumbrado la misma verdad sin conocer a Plotino. Daba por razón de su amor el encontrar en su propia alma gran parte del alma de su señora:


   Per molta part de vos qui trob en mi;



y enseñaba que el amor vale cuanto vale el amador, así como el sonido es según el órgano que le produce.

En los últimos versos de la canción segunda del señor Valera, parece sentirse como un eco lejano de Leopardi en su estupenda elegía Aspasia:


............................ Non cape in quelle
anguste fronti ugual concetto...
................................. che se più molli
e più tenui le membra, essa la mente
men capace e men forte anco riceve.






El amor

Variaciones sobre el mismo tema platónico. La mayor parte de las ideas de este fragmento proceden del Convite o Symposio, en aquel divino pasaje en que Sócrates expone a los comensales del poeta trágico Agathón, la enseñanza que recibió de una forastera de Mantinea llamada Diótima, gran maestra en purificaciones y exorcismos. Pero también otras ideas de las expuestas por los convidados de Agathón encuentran eco en la poesía del señor Valera, el cual, siguiendo a Pausanias, establece la distinción de la Venus Urania o celeste y de la popular o demótica, a cuya distinción responde la de dos distintos géneros de amores.




El poeta y el amor

En este diálogo hay ideas de Plotino: «Quien no abrace más que las formas corporales, vivirá siempre entre tinieblas y fantasmas. Busquemos nuestra dulce patria, la fuente de donde procedemos. No habemos menester ni caballos ni naves para este viaje, sino cerrar los ojos corporales y abrir aquellos otros que todos los hombres poseen, aunque muy pocos los usen.»




Sueños

Composición bellísima, llena de fantasía y de pasión reconcentrada, bastante por sí sola para dar fama a un poeta. La idea contenida en estos versos:


   Pero Amor logra más, a más se atreve,
y combate con Dios, y de Dios triunfa.



es frecuente en los platónicos cristianos, especialmente en los místicos, y la expone con gran vigor de frase el padre Cristóbal de Fonseca en su Tratado del amor de Dios: «El Amor entrose por esos cielos, y cogiendo a Dios, no flaco, sino fuerte; no el trono de la Cruz, sino de su Majestad y gloria, luchó con él hasta baxarle del cielo, hasta quitarle la vida... Porque nadie es tan fuerte como el Amor, ni aun la muerte, porque puso el Amor la bandera en lo más alto de los homenajes de Dios.»

Es casi inútil advertir que en aquellos versos


Y las antes recónditas estrellas
................................................



se refiere el poeta a aquel paisaje del Purgatorio, en que Dante, por una de esas adivinaciones propias del genio poético en su más alta esfera, coloca sobre el rostro de Catón la luz de una constelación, incógnita aún cuando el gran poeta escribía, y, conocida hoy con el nombre de Cruz Austral o Cruz del Sur.



   Io mi possi a man destra, e posi mente
all'altro polo, e vidi quatro stelle
non viste mai fuor che alle prime genti.

    Goder pareva il ciel di lor fiammelle.
¡O settentrïonal vedovo sito,
poichè privato sei di mirar quelle!

    Com'io dal loro sguardo fui partito,
un poco me volgendo all'altro polo,
là onde il carro già era sparito.

   Vidi presso di me un veglio solo
degno di tanta reverenza in vista
che più non dee á padre alcun figliuolo.

   Lunga la barba e di pel bianco mista
portava a'suoi capegli simigliante,
de'quai cadeva al petto doppia lista.

    Li raggi dello quattro luci sante
fregiavan si la sua faccia di lume,
ch'io il vedea come il sol fosse davante.
.................................................................

    Or ti piacia gradir la sua venuta:
libertá vá cercando, che é si cara
come sa chi per lei vita rifiuta.

    Tu il sai, che non ti fu per lei amara
In Utica la morte...






Amor del cielo

Nuevas reminiscencias de Platón y de Plotino. «La Venus celeste, nacida de Saturno, esto es, del entendimiento, es tan pura, inviolable y permanente como él, y ni puede bajar a este mundo, porque es de tal naturaleza, que jamás se mueve hacia lo inferior: substancia separada y esencia que en ningún modo participa de la materia.» (Libro V de la tercera Eneada.) La picaresca composición de nuestro vate, puede pasar por parodia o por maligno comentario de esta doctrina.




A Malvina

En estos versos, dedicados (como de su contexto se infiere) a una de las hijas del duque de Rivas, hay alusiones a varios poemas de su padre. Sucesivamente, se la compara con la Kerima de El Moro Expósito, con la Leonor del Don Álvaro, con la Zora de El Desengaño en un sueño. La historia de Harú y Manú, a que se alude después, es un mito persa, contenido en el Shah Nameh, de Firdussi. Y el mago Suleimán, que más abajo se menciona, no es otro que el sabio rey Salomón, a quien los orientales, especialmente los árabes, atribuyen mil conocimientos peregrinos, además de los que la Escritura te concede, suponiendo, entre otras cosas, que tenía a sus órdenes los vientos, y podía ser trasladado por ellos en breve espacio de un lugar a otro; que entendía el canto de las aves, el susurro de los insectos y el rugir de las fieras; que veía a enormes distancias; que le obedecían sumisos los leones y las águilas; que poseía incalculables tesoros, y un sello, mediante el cual conocía lo pasado y lo porvenir, y dictaba sus órdenes a los genios para que le construyesen templos y alcázares, etc., etc. Verdad es que de poco le sirvió tanta prosperidad y tanta ciencia, porque, habiéndose dejado arrastrar del orgullo, le reprobó Allah, y tuvo Salomón que peregrinar cuarenta días, demandando su sustento de puerta en puerta, mientras que los genios, libres ya de la servidumbre en que los tenía, se apoderaron de su sello, y, penetrando en su palacio, forzaron a todas sus esclavas. Esto y otras mil cosas estupendas se refieren en varios libros árabes y aljamiados, verbigracia, en el Recontamiento de Suleimán, que ha impreso e ilustrado con su habitual erudición el señor Guillén Robles en el primer tomo de sus Leyendas Moriscas.




El fuego divino

Esta composición es, a mi entender, la más perfecta del señor Valera. Por la limpieza y serenidad del estilo, y hasta por el corte métrico, pertenece a la escuela de fray Luis de León; pero el fondo de las ideas es enteramente moderno, si bien con cierto tinte místico. Parécenos que el autor se ha inspirado muy de cerca en el famoso y elocuente libro de Herder, Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad. Sostiene Herder que la superioridad de unas formas de existencia sobre otras depende de la posesión más o menos completa de aquellas propiedades, por medio de las cuales se expresa algo que luego con mayor perfección ha de mostrarse en el hombre, centro de la creación terrestre, que él domina en virtud del principio divino que posee y que le hace apto para el razonamiento, para el ejercicio del arte, para ser libre, para dilatarse sobre la superficie de la tierra, para la humanidad, para la religión, para la inmortalidad. Herder concibe el espíritu como un poder orgánico, pero no le identifica con el organismo ni con la función. La concepción de nuestro poeta es idéntica a la de Herder. Para uno y otro ese llamado fuego divino es el principio que fecunda y anima la materia orgánica; es una fuerza originalmente análoga (según Herder) a las fuerzas de la materia, a las propiedades de la irritabilidad, del movimiento, de la vida, pero muy superior a ellas, porque obra en esfera más alta, en organizaciones más complejas y delicadas. «De las profundidades del ser (escribe el pensador germánico) nace un elemento inescrutable en su esencia, activo en sus manifestaciones, imperfectamente llamado luz, éter, calor vital, y que es probablemente el sensorium del Creador; esta corriente de fuego divino circula a través de millones y millones de órganos, depurándose cada vez más, hasta qué alcanza en la naturaleza humana el grado de pureza más alto a que puede aspirar un idealismo terrestre

No es del caso impugnar esta concepción semipanteísta. Por el momento, basta que sea poética, y que nuestro autor haya sabido encontrar y expresar hermosamente esta poesía.




Último adiós

Los primeros versos de esta elegía (verdadera joya de sentimiento y delicadeza) traen enseguida a la memoria el principio del canto VIII del Purgatorio dantesco:



   Era giá l'ora che volge il desio
ai naviganti, e intenerisce il core
lo di ch'han detto ai dolci amici addio.

   E che lo novo peregrin, d'amore
punge, se ode squilla di lontano,
che paia il giorno pianger che si muore.






La velada de Venus

Valentísima imitación parafrástica del Pervigilium Veneris, obra de incierto autor latino, y aun de época incierta, si bien no parece posterior al siglo tercero. Está compuesta en un ritmo trocaico de carácter popular:


   Cras amet qui nunquam amavit
quique amavit, cras amet:
vere novo jam canendum:
ver renatus nobis est.
.......................................................



El Pervigilium ha sido atribuido con poco fundamento a algunos de los más famosos poetas de la antigüedad, entre ellos al mismo Virgilio. Otros se inclinan a suponerle composición de la época de Adriano, y le dan por autor al poeta Floro, autor de una improvisación en metro análogo al del Pervigilium:


Ego noto Caesar esse,
ambulare per britannos.
......................................



Otros aun le traen a época más moderna, y realmente la latinidad no es del siglo de oro. Tampoco, en cuanto al destino primitivo de esta poesía, hay conformidad en los humanistas, puesto que mientras unos le suponen compuesto para ser cantado en una fiesta religiosa (la velada de Venus), y le asignan, por consiguiente, un carácter sagrado y popular, otros le suponen inspiración individual y caprichosa de un poeta que quizá haya aprovechado fragmentos de verdaderos himnos sacros, pero que los ha modificado profundamente, dándoles un carácter más subjetivo o personal, lo cual se ve principalmente en los últimos versos, que por ningún concepto parece que cuadran en una poesía escrita para ser cantada en público.

Por otra parte, abundan en el Pervigilium imitaciones de Lucrecio, Catulo, etcétera, que denuncian más bien la mano de un retórico hábil que la de un verdadero poeta popular. De todos modos, el Pervigilium, además de ser muy curioso por el metro, es positivamente muy lindo, y la traducción (o más bien paráfrasis) del señor Valera puede decirse que aventaja al original latino en grandeza y amplitud de formas y, en arranque y potencia lírica.




Tu recuerdo. -Al sueño. - Al hada Melusina

Entre los poetas alemanes de segundo orden, Manuel Geibel es uno de los más beneméritos de nuestra literatura, como traductor felicísimo de muchos de nuestros romances. El señor Valera ha querido pagarle esta deuda, poniendo en verso castellano tres composiciones suyas.




El ángel y la princesa

Juan Bautista de Almeida-Garrett, el más ilustre de los poetas portugueses de nuestro siglo, publicó en tres volúmenes un Romancero, recogido en parte de la tradición oral, aunque no con el rigor y la severidad científica que hoy se exige en este linaje de colecciones. El segundo y tercer tomo de la de Garrett contienen verdaderos romances populares más o menos retocados por el colector; pero el primer volumen es todo de composición suya, tomando unas veces argumentos de las leyendas y cantos populares, y acudiendo otras a fuentes eruditas y extranjeras. Tal acontece con el presente romance, cuyo dato jamás ha sido popular en la Península ibérica ni en otra parte alguna que sepamos. El mismo Garrett confiesa ingenuamente que tomó su asunto de dos poemas, inglés el uno y francés el otro: Los amores de los ángeles, de Tomás Moore, y La caída de un ángel, de Lamartine. Uno y otro se habían inspirado en la antigua y errónea interpretación que algunas sectas judías y cristianas de los primeros siglos dieron a aquel pasaje del Génesis, en que se habla de los amores de los hijos de Dios con las hijas de los hombres. De esta interpretación hay ya vestigios en el libro apócrifo de Henoch, y consiste en suponer que los hijos de Dios no eran los hijos o descendientes de Seth, sino las propios ángeles que bajaron a la tierra, vencidos y avasallados por la hermosura de las hijas de los hombres, y prevaricaron con ellas.




Romance de la hermosa Catalina

En la primera edición tuvo el señor Valera la humorada de llamar a este romance traducción del portugués. Es original, sin embargo, y demuestra la singular aptitud de su autor para asimilarse el gusto y estilo de las poesías más diversas. La presente puede rivalizar con las más ingeniosas falsificaciones de la poesía popular hechas por Garrett o por Durán.




La iglesia perdida (de Luis Uhland). -La hija del joyero. - El paladín heraldo

El autor de estas tres composiciones es harto conocido, para que parezca superfluo advertir que están traducidas del alemán, en cuya literatura romántica ocupa Uhland uno de los primeros lugares, prefiriéndole algunos al mismo Tieck. Uhland es, por excelencia, el poeta legendario de Alemania; el cantor, a un tiempo brillante y melancólico, de los recuerdos de la Edad Media. Su poesía ofrece el contraste más profundo con la de Enrique Heine, que, sin embargo, habla de él con mucho elogio en su libro de la Alemania.




Firdusi

Esta composición pertenece al Romancero, de Enrique Heine, colección mucho menos conocida entre nosotros que su Buth del Lieder o Cancionero, del cual poseemos dos tan apreciables traducciones, debidas a los señores Llorente y Pérez Bonalde.

El hecho que sirve de base al poemita tan lindamente naturalizado por el señor Valera, parece histórico. El mismo Firdusi (autor del gran poema Shah-Nameh o Libro de los reyes) se queja amargamente del malo y fraudulento pago que le dio el sultán Mahmud, de la dinastía de los Ghaznavidas. Los versos en que exhaló sus quejas el poeta burlado, pueden leerse traducidos (probablemente en una versión inglesa) en el tomo de Poesías árabes, persas y turcas, del conde de Noroña (París 1833).

Firdusi es uno de los mayores poetas del mundo, no ya sólo de Persia. Su poema no tiene la poderosa unidad del Ramayana o de la Ilíada, ni pertenece tampoco a la poesía épica genuinamente popular y espontánea, como esas dos grandes epopeyas. Más bien que poema, el Shah-Nameh es una serie o ciclo de poemas que comprenden toda la vida histórica y fabulosa de la monarquía persa; una interminable crónica rimada, que esmaltan por dondequiera rasgos de genio. Firdusi había abrazado el mahometismo, pero en él, lo mismo que en otros poetas del Irán, esta religión no pasó más allá de la corteza. En el fondo de su alma se mantuvieron fieles, si no, a las antiguas creencias, por lo menos al espíritu tradicional de su raza, el cual, próximo a apagarse, se manifestó en ellos con singular esplendidez y fuerza. De aquí los elementos genuinamente épicos que en tanta abundancia contiene el inmenso poema de Firdusi, a pesar de ser obra de erudición en gran parte, nacida después del triunfo del islamismo y de la extinción del culto de los adoradores del fuego. Enrique Heine caracteriza admirablemente el poema de Firdusi al principio de esta leyenda suya, cuya traducción es uno de los mayores triunfos del señor Valera.




La oreja del diablo

El conocido hispanófilo doctor Juan Fastenrath, de quien es el original alemán de este cuento estrambótico, hubo de tomar su asunto de un relato novelesco, en prosa, que los ciegos venden por las plazas. Su título es el mismo que el de la leyenda de Fastenrath, y la edición que tenemos a la vista es del año pasado de 1885. Hay otras muy anteriores, lo cual prueba la popularidad del cuento entre las gentes de condición humilde, que consumen este género de papeles desdeñados de los doctos, por más que muchas veces se encierre en tan plebeya literatura la revelación de altos arcanos etnográficos e históricos. El presente cuento, aunque groseramente alterado y modernizado en la pésima versión que los ciegos expenden, parece ser de origen antiguo. El doctor Fastenrath le ha mejorado mucho al ponerle en verso, suprimiendo más de las dos terceras partes de las ridículas peripecias contenidas en la relación vulgar a que aludimos, y a la cual no sería difícil encontrar similares en nuestras colecciones de cuentos y en las de otros países.




Trozos de Fausto

El señor Valera ha tenido siempre especial admiración por el gran poeta Goethe. En su juventud imitó el Segundo Fausto, cuando casi nadie le conocía entre nosotros. En su edad madura ha puesto en verso los trozos más líricos de la primera parte, trozos que van intercalados en la exacta versión en prosa publicada por los señores English y Gras. Aquí aparecen estos trozos sueltos y desligados del conjunto del poema, lo cual podría dificultar algo su inteligencia, a no ser tan conocida de todo linaje de lectores cultos la obra maestra de Goethe, obra maestra también del genio alemán, y aun de toda la poesía moderna. Ofrécense aquí, pues, el Prólogo en el cielo, la respuesta del espíritu a la evocación de Fausto, el coro de la Resurrección, el de los soldados y los campesinos bajo los tilos, el canto de los espíritus en el corredor, la escena de la taberna en Auerbach, los preparativos del remozamiento, la balada del Rey de Thule, los versos que dice Margarita hilando al torno, la serenata de Mefistófeles, y la solemne escena de la catedral y del Dies irae. Los trozos que el señor Valera traduce, a pesar de ser los de índole más lírica y menos dramática (exceptuando el último), forman juntos una especie de compendio del poema, que puede refrescar agradablemente la memoria de quien ya le conozca en su integridad. Si prescindimos de la balada del Rey de Thule (de la cual había varias traducciones, entre las cuales sobresale la de nuestro llorado maestro don Manuel Milá y Fontanals), el presente ensayo de traducción poética del Fausto es el primero que recordamos haber visto impreso en nuestra lengua. Con alguna posterioridad, el insigne escritor valenciano, don Teodoro Llorente, ha publicado una versión poética íntegra de la primera parte del Fausto, trabajo que tenía comenzado muchos años hace, y que ahora ha completado y retocado mucho.




Fábula de Euforión

No es traducción ni paráfrasis, sino imitación muy libre y remota del más bello episodio de la segunda parte del Fausto, mucho menos leída que la primera y tenida generalmente por inextricable y confusa en fuerza de su excesivo simbolismo. No lo juzga así el señor Valera, el cual hace muy ingeniosa defensa e interpretación de esta segunda parte en su estudio sobre el Fausto, que ha de aparecer en uno de los volúmenes sucesivos de esta colección de sus obras. Convenimos con nuestro autor en que la segunda parte sólo puede parecer un logogrifo a espíritus ignorantes, perezosos y distraídos, ajenos del todo al mundo de ideas metafísicas, estéticas y científicas en que el espíritu de Goethe se movía. Pero también se nos concederá que el símbolo y la alegoría, por transparentes que sean, y por muy altas y trascendentales que parezcan las ideas a las cuales sirven de envoltura, traen siempre consigo un no sé qué de frialdad que es muy dañoso al arte, y que, limitándonos al caso presente, hará siempre que la segunda parte, no obstante las bellezas líricas y las profundidades metafísicas que contiene, parezca siempre inferior a la primera, y menos humana, y simpática, y deleitable que ella.

Por fortuna, el episodio de Euforión es quizá el trozo del segundo Fausto que más libre se halla de estos inconvenientes. El símbolo es claro y está al alcance de cualquier lector, y la ejecución artística es de una belleza insuperable. Del consorcio del genio de las razas germánicas, representado por el Doctor Fausto, y del genio de la raza griega, personificado en la hermosa aparición de Helena, a quien con mágicos conjuros atrae Fausto del reino de las sombras, nace el genio de la poesía moderna encarnado en Euforión, y sus rasgos concuerdan en general con los de lord Byron, cuya gloriosa muerte estaba muy fresca cuando Goethe escribía esta parte de su poema.

La idea de la evocación de Helena no pertenece originalmente a Goethe: estaba ya en el Fausto inglés de Marlowe; pero este poeta del Renacimiento no había acertado a sacar partido de tan hermosa idea que compendiaba el espíritu del Renacimiento mismo. Sólo Goethe le dio el alcance y la trascendencia simbólica que ahora tiene, produciendo una creación tan filosófica y tan poética a un tiempo, que ya no se borrará de la memoria de los hombres, y será como el tipo y el ideal eterno y armónico de la nueva poesía.

Hay en el Euforión muchos rasgos, y no los peores, que pertenecen en toda propiedad al Sr. Valera, como puede ver el curioso que coteje esta Fábula con el episodio correspondiente de Goethe. Hay, también, imitaciones y reminiscencias del otros varios poetas, hábilmente fundidas con el tono general y dominante de la obra. Así, el bello coro en versos sáficos


Hijo sublime de la hermosa Helena...



no niega su parentesco con el himno de Hermes, que anda entre los atribuídos por la antigüedad a Homero, y que hoy mismo se imprimen al fin de sus poemas. Tengo para mí que no hay en castellano versos sáficos de carácter tan verdaderamente clásico como estos del Sr. Valera.

Más adelante, en aquellos versos


   Un tiempo de la cumbre que domina
el mar de Salamina
un rey miró, de presunción henchido...



reconocerá todo lector curioso una imitación manifiesta del famoso canto de las isla de Grecia en el Don Juan, de Byron, canto que yo mismo he parafraseado en otro tiempo.




El paraíso y la Peri

Esperamos que el Sr. Valera llevará a término su antiguo proyecto de poner en lengua castellana todo el Lalla Rook, colección de cuentos orientales de Thomas Moore, ingenio maravilloso, todo color, brillantez y halago mundano, que transportó a las nieblas del Norte las pompas, aromas y misterios del Oriente, como si en él hubiese retoñado el espíritu de Hafiz, de Sadi o de Firdussi. Cuatro son los cuentos en verso que forman el collar de perlas llamado Lalla Rook: El velado profeta del Khorassan, El Paraíso y la Peri, Los adoradores del fuego y La luz del Haram.

Hasta ahora, el Sr. Valera no ha traducido más que el segundo, menos épico que los restantes, pero lleno de gracia y de hermosura líricas. Para facilitar la inteligencia de este trozo de poesía, un tanto extraño a nuestras costumbres y habituales lecturas, nos ha parecido conveniente añadir algunas notas tomadas de las que acompañan al original inglés de Moore, a quien yo tengo por el tercero de los poetas británicos de su tiempo, después de Byron y de Shelley.

I. En el lago de Cachemira existen muchas islas. La isla por excelencia a que el poeta alude, parece ser la conocida con el nombre de Char Chenaur.

II. Al lago de Sing-suhay va a parar el Altan-Kol o río de oro del Thibet, así llamado por el que arrastra en sus arenas.

III. Suponen los mahometanos que los cometas son los dardos que los ángeles buenos disparan contra los malos cuando quieren escalar el empíreo.

IV. Los cimientos del Chilminar son las ruinas de Persépolis. Suponen los persas que el palacio y los edificios de Balbeck fueron edificados por los genios con el propósito de enterrar en sus subterráneos innumerables tesoros que permanecen allí todavía.

V. Mahmud de Gasna, o más bien el Gaznavida, conquistó parte de la India a principios del siglo XI de nuestra Era, y persiguió de la manera más cruenta los antiguos cultos, arrebatado por el fanatismo musulmán. Hacía gala de adornar a sus perros con los collares sagrados.

VI. En las montañas de la luna se ha supuesto que nacía el Nilo, a quien los abisinios designan con el nombre de «El Gigante».

VII. Con el nombre de país de las rosas (Suristan) designan los orientales a la Siria (de suri), por las bellas y delicadas especies de rosas que hicieron célebre aquel país en otros tiempos. Tal es a lo menos la opinión, de algunos viajeros, seguida por Thomas Moore.

VIII. Alude a la lluvia milagrosa que cae en Egipto precisamente en el día de San Juan, y se supone que tiene la virtud de ahuyentar la peste.

IX. Shadukiam, la de las torres de diamantes, es una ciudad, capital de región en el reino de Jennistán. También se la apellida ciudad de las joyas. Amerabad es otra de las ciudades del Jennistán.




Las aventuras de Cide-Yahye

Sobre este poema, que desgraciadamente no ha sido terminado, basta referirnos a la carta prólogo del Sr. Valera. ¿Qué interpretación más autorizada? El pensamiento filosófico que en el poema domina pertenece, como casi todos los del autor a la filosofía neo-platónica o alejandrina. Ni ha de parecer impropio poner tales sutilezas en la mente de un príncipe árabe-andaluz, puesto que precisamente tuvieron muchos secuaces y egregios intérpretes en los filósofos mahometanos y judíos de nuestra raza, tales como Avempace, Tofail y Ben-Gabirol.

Este, en su famoso libro Makor Hayin o Fuente de la vida, nos enseña que la forma (concepto análogo en su sistema al de la idea) es luz perfecta, pero que, conforme se difunde en la materia y va concentrándose y adquiriendo sucesivas determinaciones, pierde mucho de su integridad y de su pureza, y se empaña, y se contamina, y se hace más espesa.

Por el contrario (añade el poético filósofo zaragozano o malagueño), «si quieres imaginar las substancias simples y el modo como tu esencia las penetra y contiene, es necesario que eleves tu pensamiento hasta el último ser inteligible; que te limpies y purifiques de la inmundicia de las cosas sensibles; que te desates de los lazos de la naturaleza, y que llegues, por la fuerza de tu inteligencia, al límite extremo de lo que te es posible alcanzar de la realidad de la substancia inteligible, hasta que te despojes, por decirlo así, de la substancia sensible, como si nunca la hubieras conocido. Entonces tu ser abrazará todo el mundo corpóreo, le colocarás en uno de los rincones de tu alma, entendiendo cuán pequeña cosa es el mundo sensible al lado del mundo inteligible. Entonces las formas espirituales se revelarán a tus ojos, y las verás alrededor de ti y bajo ti, y te parecerá que son tu propia esencia... Y si asciendes a los últimos grados de la substancia inteligible, te parecerán los cuerpos pequeños e insignificantes, y verás el mundo entero corpóreo nadando en ellos como los peces en el mar o los pájaros en el aire».

Por no haber ascendido a esta sublime Metafísica; por haberse empeñado en materializar y hacer corpórea la idea inmaculada que vivía en su mente; por haber tratado, nuevo e infeliz Pigmalión, de hacer respirar y moverse a la Galatea de su pensamiento, tuvo que pasar el pobre rey de las Alpujarras, héroe de este cuento, todas las tribulaciones que el Sr. Valera se proponía relatar en los cantos sucesivos de su poema. Hay aquí un problema metafísico punto menos que insoluble. La materia (y el mismo Ben-Gabirol lo reconoce) no puede existir desnuda de forma: la existencia de una cosa sólo por la forma se determina o se realiza. Todo ser es o inteligible o sensible, y el sentido y el entendimiento humanos únicamente se aplican a formas sensibles o inteligibles. De aquí que la esencia o la idea jamás lleguen, en este bajo mundo, a realizarse en su integridad y pureza, ni se pronuncie nunca del todo en los oídos humanos aquella palabra inefable que el Altísimo imprimió en la materia. Sólo en una esfera superior a la de la ciencia humana pueden hallar satisfacción estos místicas y suprasensibles anhelos.

Del cuento de Boccacio que el Sr. Valera pensó tomar como armazón de su poema, mucho pudiera decirse, con sólo copiar lo que escriben los comentadores, del Decamerone, especialmente Manni en su Historia de aquel famoso libro; DuMéril, en su estudio sobre las fuentes de los cuentos de Boccacio, insertó en sus Prolegómenos a la historia de la poesía escandinava, y otros muchos eruditos que fuera prolijo enumerar, y que dan amplia noticia de todos los viajes, transmigraciones y extraordinarias vicisitudes de la fábula de Alaciel, novia del rey de Garba o más bien del Algarbe. Pero como quiera que nuestro autor no llegó a hacer uso del cuento de Boccacio, prescindimos aquí de erudición tan fácil, limitándonos ahora a recordar que no es el Sr. Valera el único que ha creído encontrar un sentido melancólico y profundo en el cuento, a primera vista ligero y pintoresco, del alegre novelador florentino. Lo mismo opina Emilio Montégut en un reciente estudio inserto en su libro Poetas y artistas de Italia.

En la estrofa que comienza


Eres semejante al alma
de amor al Amor objeto...



se alude de una manera bien clara a la fábula de Psiquis y el amor, referida de un modo tan poético e interesante en el Asno de oro, de Apuleyo, e interpretada por los gnósticos y neoplatónicos en un sentido idealista análogo al que predomina en la leyenda de nuestro autor.




Elegía de Abul-Beka, de Ronda, a la pérdida de Córdoba, Sevilla y Valencia

El Sr. Valera ha traducido del alemán la excelente obra del barón Adolfo Federico de Schack acerca de la Poesía y arte de los árabes en España y Sicilia. Los versos de poetas árabes-hispanos que Schack traduce al alemán y que forman la mayor parte de su libro, los pone igualmente el Sr. Valera en un verso castellano.

Pero como quiera que la traducción de Schack ha de formar parte de esta colección, y que la mayor parte de las poesías dadas a conocer por aquel orientalista reclaman forzosamente el auxilio del comentario en prosa, sólo ha querido el señor Valera insertar en esta colección una muestra, eligiendo, con buen acuerdo la famosa elegía del rondeño Abul-Beka, encaminada a deplorar las calamidades que cayeron sobre el Islam con motivo de las gloriosas conquistas llevadas a término por San Fernando y por Jaime I de Aragón. De estas elegías a la pérdida de ciudades, hay en la literatura arábiga de la Península muchos ejemplares insertos generalmente en los libros de historia (véase, pongo por caso, la elegía del moro de Valencia en la Crónica general); pero quizá esta composición de Abul-Beka sea el tipo más perfecto y más puro de tal género de lamentaciones. Nuestro traductor la ha puesto en copias de pie quebrado, semejantes a las de Jorge Manrique, lo cual, unido a ciertos solemnes giros oratorios acerca de la instabilidad de las grandezas humanas, parece darle un remoto aire de analogía con los inolvidables versos de aquel ingenio castellano a la muerte de su padre. Pero si se lee traducida literalmente en prosa esta elegía, la semejanza no resulta tan clara ni con mucho. Y por otra parte, prescindiendo de la dificultad casi insuperable de que una poesía árabe de índole tan culta y literaria hubiera podido nunca ser popular ni conocida en Castilla (fenómeno que sería único, y por tanto inexplicable, en la historia de nuestras letras), no cabe duda que la semejanza es en pensamientos comunes, los cuales se hallan en poetas de todas naciones y edades y aun en los mismos libros de la Sagrada Escritura, y que, sin salir de su propia casa y familia, encontró Jorge Manrique cuantos materiales necesitaba para su elegía, en las copias de su tío Gómez Manrique al contador Diego Arias de Avila, que fueron, sin duda, su verdadero modelo:



   En esta mar alterada
por do todos navegamos,
los deportes que pasamos,
si bien lo consideramos,
no duran más que rociada.
¡Oh, pues, tú, hombre mortal,
mira, mira,
cuán presto la rueda gira
mundanal!

   Si desto quieres enxiemplos,
mira la grand Babilonia,
Tebas y Lacedemonia,
el grand pueblo de Sydonia,
cuyas murallas y templos
son en grandes valladares
transformados,
e'sus triunfos tornados
en solares.

    Pues si passas las historias
de los varones romanos,
de los griegos y troyanos,
de los godos y persianos,
dignos de grandes memorias,
no fallarás al presente
sino fama,
transitoria como flama
d'aguardiente, etc., etc., etc.






Reco.- Las hojas que cantan.- El destructor de los ídolos.- El mayoral del rey Admeto

Estas cuatro composiciones están imitadas, o más bien parafraseadas, de otras del poeta norteamericano James Russell Lowell. El Sr. Valera prepara un trabajo extenso acerca de la poesía inglesa de los Estados Unidos, de la cual entre nosotros sólo han sido conocidos hasta ahora los nombres de Longfellow, de Cullen Bryant y de Edgar Poe, y aun este último más bien en concepto de narrador excéntrico que de poeta lírico. Como muestras y primicias de este trabajo, nos ofrece en la presente colección el Sr. Valera algunas composiciones de Lowell, de Whittier y de Story.

Russell Lowell, lo mismo que Whittier, pertenecen por su nacimiento a los Estados de la Nueva Inglaterra, que parecen ser o haber sido el foco intelectual de la América del Norte. Por sus aficiones clásicas, por su vasta cultura, por el primor de la forma, Russell Lowell ha sido considerado por muchos como el verdadero tipo del literato americano, tanto o más que el mismo Longfellow. Y, sin embargo, Russell Lowell debe su mayor popularidad a una serie de versos políticos, The Biglow Papers, en los cuales, para asegurar el efecto inmediato no temió el autor recurrir a los vulgarismos y yankismos más enérgicos de las provincias en que había nacido, olvidados unos y no admitidos nunca otros en la lengua inglesa clásica. Hasta la ortografía es rara e insólita en este poema, que exige y lleva un índice y un glosario.

Pero prescindiendo de estas composiciones, cuyo interés es un tanto local y transitorio, aunque arguyen despejado ingenio y grande audacia filológica, lo que con más agrado puede leer un extranjero en la colección de Russell Lowell son, sin duda, las composiciones inspiradas por aquella serena intuición clásica, que él ha sabido comprender y expresar tan lindamente en la oda que comienza:


   In the old days of awe and kee-eyed wonder,
the poet's song with blood-warm truth was rife.
He saw the mysteries which circle under
the out ward shell and skin of daily life.
Nothing to him were fleeting time and fashion,
his soul was led by the eternal law.
There was in him no hope of fame, no passion,
but with calm, godlike eyes he only saw.



A este género corresponden Reco y El Mayoral del rey Admeto (The Sheperd of king Ametus). En esta última hace Russell Lowell, con extraordinaria y profunda sencillez, la apoteosis de la primitiva cultura humana, labrada por las artes del espíritu, en aquel período rudimentario en que la naturaleza hablaba de un modo tan directo y eficaz a los mortales:


   It seemed the loveliness of things
did teach him all their use,
for, in mere weeds, and stones, and springs,
he found a healing power profuse.



Pero el idilio de Rhoecus es el más acabado espécimen del nuevo género de leyenda clásica que Russell Lowell ha puesto en boga. Compuesto este idilio en versos sueltos, y traduciéndole el Sr. Valera en el mismo metro, ha podido trasladar a su versión todas las gracias íntimas y delicadas del original. Un sentido ético muy puro y elevado viene en esta leyenda a depurar y engrandecer el antiguo mito dándole valor de poesía eterna y universal, de aquella poesía que tiene lágrimas y flores para todas las cosas creadas, especialmente para las que son ternezuelas, débiles y humildes. Hay un profundo espíritu de caridad en el fondo de la fábula de Reco, y él constituye la mayor originalidad de este poemita tan limpio y sosegado, fusión perfecta del aliento plasmador y estético de la teogonía clásica con la ardiente aspiración moral, propia y característica de las razas del Norte.

La balada The Singin Leaves y la que se titula Mahmood the image-breaker, pertenecen a distinto género y acaban de probar que el cosmopolitismo es la nota característica de la poesía yankee, así en Russell Lowell como en Longfellow y en Story, hábiles todos en remedar las inspiraciones de los pueblos más diversos, haciéndose por breve espacio solidarios de su modo de sentir y de sus concepciones poéticas o religiosas. En este concepto, más que en otro alguno, ha dicho Edmundo Clarence Stedman, en su reciente libro Poets of America, que Russell Lowell es, por excelencia, el hombre de letras americano, our representative man of letters, considerándole además como un fine exemplar of culture, y añadiendo que algunos le han llamado ciudadano del mundo. Stedman, sin embargo, reclama vigorosamente los derechos de americanismo a favor de la poesía de Lowell, estimándole como el tipo más perfecto de la cultura en los Estados del Este.

Rossell Lowell nació cerca de Cambridge el 22 de febrero de 1819, y vive aún. Stedman compara la leyenda de Rheco con la más bella de las Helénicas de Landor, la Hamadryada.




Praxíteles y Fryne

Traducida libremente de unos versos de William Wetmore Story, hombre de muy varios talentos y aptitudes, literato, pintor, escultor, medio italiano en sus gustos, muy refinado en su dicción, y lo menos americano posible en el carácter habitual de sus producciones. Como poeta es secuaz de Browning. De todas las poesías de Story, las que alcanzan mayor estimación son Praxíteles y Fryne, y Cleopatra.




Luz y tinieblas

El original de esta poesía es de John Greenleaf Whittier, poeta norteamericano, en nada semejante a los anteriores y de especie más alta que ellos. Whittier es un poeta casi místico, una especie de cuáquero fervoroso, un apóstol de la filantropía y de los sentimientos humanitarios. Durante la guerra llamada de secesión, los cantos de Whittier (el cual, por la secta a que pertenece, no podía empuñar las armas) contribuyeron, tanto como las armas mismas, a la emancipación de millones de esclavos y al triunfo del derecho y de la justicia. La colección titulada Voices of Freedom es el principal monumento de esta lucha. Como poeta religioso (prescindiendo de sus errores de secta, de los cuales, por otra parte, no hace mucha ostentación), es, sin duda, uno de los más fervorosos e ingenuos de nuestro siglo, menos reflexivo y perfecto que Manzoni, pero lleno de ternura y devoción y de amor sin límites a la humanidad redimida, y aquejado sin cesar por la nostalgia de lo infinito. En muchos de sus versos ha tenido la suerte de expresar conceptos elevadísimos y de eterna verdad, que pueden y deben ser admitidos por todas las comuniones cristianas, incluso la que tiene la excelencia de conservar el depósito sagrado y venerando de la tradición católica. Así, por ejemplo, en los versos The Shadow and the light, que el Sr. Valera ha imitado (mejorándolos no poco, a mi entender), Whittier ha acudido a mojar sus labios en una fuente purísima, en el libro 7.º de los Soliloquios de San Agustín. Él mismo pone al frente de su composición el pasaje del doctor de Hipona y le alude al principio en términos claros:


   The fourteen centuries fall away
between us and the Afric Saint,
and at his side we urge to day,
the inmmemorial quest and old complaint.



Whittier no se ha inspirado sólo en el libro 7.º de los Soliloquios (que tenemos tan hermosamente traducidos a nuestra lengua por el P. Rivadeneyra), sino también en el décimo: «Dentro estabas, y yo fuera, y allí te buscaba... Conmigo estabas, y yo no estaba contigo, porque me apartaban de ti aquellas cosas, que si no existieran en ti, no tendrían existencia. Tarde te he amado, hermosura siempre antigua y siempre nueva...» (Sero te amavi, pulchritudo tam antiqua et tam nova, etc., etc.)

La idea del infinito Océano de luz y de amor, que se vierte y derrama sobre el Océano de la noche y de la muerte, pertenece a Jorge Fox, padre de la secta de los cuáqueros, o a lo menos Whittier la ha tomado de él.

Al contrario de Russell Lowell y de Longfellow, Whittier es uno de los tipos más puros y más acentuados de la primitiva raza colonizadora de la América inglesa. Tiene el mismo entusiasmo, la misma virilidad y la misma unción que los primeros emigrantes de su secta. Guillermo Penn le reconocería por uno de los suyos. Sin embargo, el cuaquerismo de Whittier es un tanto disidente y heterodoxo, aun dentro de su secta, y aparece influido por nuevas ideas filosóficas.

Con ser tan copiosa esta colección de poesías del Sr. Valera, aun no figuran en ella todas las que ha escrito y dado a luz. Faltan, no sólo las traducciones de poetas árabes publicadas en el Schack (entre las cuales descuella la Kasida de Aben-Hamdis sobre el vino de las monjas de Siracusa), sino también los dos idilios que van insertos en la novela de El Comendador Mendoza. Como el primero de estos idilios es una de las mejores inspiraciones de nuestro poeta, se nota y advierte aquí la falta, para que el lector de buen gusto vaya a buscarlos en la novela de que forman parte, y con cuya acción están enlazados. Falta, por último, el picaresco poema Arcacosúa, que por razones de varia índole, entre las cuales no es la menos fuerte la de no conservarle su autor, ni haber podido nosotros dar con él en nuestras investigaciones, se quedará por ahora en la sombra, a pesar de su gracia y desenfado, el cual, por otra parte, no traspasa los términos de la razonable libertad que siempre se concedió a nuestros ingenios.

M. Menéndez y Pelayo.








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Poesías




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Fantasía


ArribaAbajo   Un campo es el corazón,
un campo que tiene flores,
que se engalana con ellas
porque son sus ilusiones,
con cuyo perfume alienta,  5
cuyo perfume es su goce,
cuyo perfume embalsama
del corazón las regiones;
porque en el aire perdidas
las esperanzas del hombre,  10
son de la flor la semilla
con la que el campo cubriose.
Pero esta flor se marchita,
que está del sepulcro al borde,
porque tan sólo un momento  15
nos duran las ilusiones,
y el jardín se cambia en páramo
y en hojas secas las flores,
porque yermo el corazón
para siempre ya quedose.  20

    Porque hay un huracán en la llanura
que el viento del deseo lo formó,
que marchitó del campo la verdura
y la flor gaya de ilusión seco.
Y este huracán, que lo engendró el deseo,  25
es la pasión que vomitó Luzbel,
y en sus alas marchito y en trofeo
lleva el que fue del corazón vergel.
Y deja un tronco seco y deshojado
de espinas lleno, lleno de dolor,  30
y éste es el desengaño, que clavado
se nos queda cual dardo matador.

Málaga, mayo de 1840.




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A María


ArribaAbajo    Dulce me eres,
linda morena,
como me es dulce
de primavera
naciente aurora  5
de luces bellas.
Que son tus ojos
que mi alma queman,
soles nacientes:
y tus guedejas,  10
que al aire flotan
o en lindas trenzas
caen en tu espalda,
son por lo negras
como azabache,  15
y por lo luengas
como el cariño
que mi alma encierra
y que consagra
a tu belleza;  20
porque tu forma
toda es perfecta
toda es divina,
toda es aérea.
Es cual de un ángel  25
la tu voz tierna,
como un suspiro
que el aire lleva,
como el remate
de dulce endecha,  30
como el arrullo
de tierna queja
de la paloma
de amores llena.
Es lo que siente  35
tu alma bella,
que más encanta
que tu belleza,
puro y virgíneo
cual tu alma mesma,  40
cual el aliento
del Criador fuera
cual son dulcísimo
que exhala tierna
la lira armónica  45
del rey poeta.
Así, mi niña,
son las tus prendas
cual el perfume
de la flor bella  50
que el dulce céfiro
en alas lleva.
Por eso el pecho
mío se queja,
por eso siento  55
que mi alma incendias
en fuego vivo
de amor y penas,
un fuego eterno
que no remedian  60
mil y mil muertes
si mil me dieran,
que no consume
aunque quisiera
el agua toda  65
que, bravo, encierra
el mar ruidoso
que el mundo cerca,
ni el río de lágrimas
que lastimera  70
arroja mi alma
de amor deshecha.
Sólo tu labio,
tu mano bella
mi fuego ardiente  75
calmar pudieran.

Málaga, junio de 1840.




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En el álbum de María


(b)


ArribaAbajo   En tu virgínea frente,
de olorosos jazmines coronada,
el pudor dulcemente
la mano delicada
puso, y dejola de ilusión colmada.  5

   En tu mirada, pura
más que la luz de la naciente aurora,
la inocencia fulgura,
entre sus llamas mora,
y nítidos ensueños atesora.  10

   El dedo colocado
sobre la dulce boca, adormeciendo
el velador cuidado
del mundanal estruendo,
mientras tu corazón está durmiendo.  15

   Duerme, duerme, ángel mío,
en fresco lecho de encantadas flores;
el ave en el sombrío
te cante sus amores,
el céfiro te arrulle y vierta olores.  20

1841




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A Lucinda


(c)


T' is sweet to be awaken' d by the &

DON JUAN, C. I.                



ArribaAbajo   Dulce es el tierno canto
del ruiseñor amante,
que en la tranquila noche
resuena sin cesar.
Dulce junto a la fuente  5
límpida y susurrante
adormirse arrullado
del céfiro fugaz.

   De la armoniosa música
los melodiosos sones,  10
que de amor estremecer,
el blando corazón.
La voz de las doncellas
mezclada en las canciones,
el son del arpa de oro  15
del tierno trovador.

   Es dulce de las copas
el alegre estallido,
y dulce del banquete
el placer mundanal;  20
aspirar el aliento,
en el salón perdido,
de tanta enamorada
voluptuosa beldad.

   Es dulce el giro rápido  25
del baile delicioso
de las cándidas vírgenes
que suspiran de amor;
de sus trémulos pechos
el deleite amoroso,  30
de sus miradas púdicas
el arrobado ardor.

   Es dulce allá en los mares,
en la noche callada,
la canción ardorosa  35
del triste pescador;
por las tranquilas ondas
oírse modulada,
al compás de los remos
del ardiente amador.  40

   Y es dulce el leve aroma
de las virgíneas flores,
que en su alas conduce
el céfiro gentil;
pero más es tu aliento  45
cuando me hablas de amores
con tus divinos labios
de nítido carmín.

   Más dulces son tus ojos
o tu virgínea frente,  50
más dulce de tu pecho
el celestial ardor;
más dulce de tus labios
un beso tierno ardiente,
que todo lo más dulce  55
más dulce, más, tu amor.

Granada, 1841.




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A Laureta


(d)


ArribaAbajo   ¡Ay! Cuán hermosa, cándida y divina
brilla en su frente la inocencia pura,
más alba que la luz que el sol fulgura
al nacer entre mares de carmín.
Qué blondos sus cabellos aromados  5
que en mil rizos descienden por su espalda,
adornados tal vez de una guirnalda
de azucenas y cándido jazmín.

   ¡Qué pureza en sus labios sonrosados
y en sus mejillas de tempranas rosas!  10
¡Qué dulces sus palabras melodiosas!
¡Qué inocentes sus ósculos de amor!
Te alzas al cielo de placer radiante...
¿Qué deleite sus ojos embriaga
y qué secreta inspiración te halaga  15
que hace latir tu tierno corazón?

   Porque esos ojos del azul del cielo,
brillantes cual la luz de la mañana,
sin una chispa de fulgor profana
buscan del cielo la suprema luz;  20
porque es un ángel desterrado al mundo
la celestial y púdica Laureta,
ángel que hiere el alma del poeta
y hace vibrar las cuerdas del laúd.

   Santa inocencia te proteja siempre  25
cuando cesando tu dichosa infancia,
cual puro cáliz de eternal fragancia,
se abra al amor tu virgen corazón.
Pobre inocente púdica Laureta,
más pura que el amor de los querubes,  30
¿por qué sobre sus alas no te subes
a la celeste fúlgida mansión?

Granada, 1841.




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Mi lira


Quaeritis unde mihi toties scribantur unde meus veniat mollis in amore ora liber non mihi Calliope, non haec mihi cantas Apollo, ingenium nobis ipsa puella facit.

PROPERTIUS.                


ArribaAbajo   Las cuerdas de mi lira
despiden blandos sones,
de armónica dulzura
henchidas y de amores.
Mi garganta modula  5
ternísimas canciones
y el sonido del harpa
languidece de amores.
Los aromados céfiros
sus alillas veloces  10
no extienden tan suaves
sobre las gayas flores.
Ni tan dulces lamentan
con arrullos acordes
las palomas gemelas  15
que se mueren de amores.
Pero el genio sublime
no inspira mis canciones,
ni despliega sus alas
sobre mi frente pobre.  20
Sólo me inspiran, ¡Cintia!,
tus ojos seductores,
tus nudosos cabellos
más negros que la noche.
De tu voz melodiosa  25
los dúlcidos acordes
y de tu blando sueño
los inocentes goces.

Granada, 1841.




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El sueño de las tinieblas



I had a dream, &

LORD BYRON.                



ArribaAbajo   Se obscureció la celestial lumbrera
con palidez mortal; los claros astros,
que iluminan el ancho firmamento,
ennegreciendo el mundo se extinguieron,
y las tinieblas hórridas cubrieron  5
la celestial esfera.
Rompió sus alas y extinguió su aliento
el aura lisonjera,
que la rosa ternísima libaba;
y enfurecido el viento  10
con ímpetu violento
en derredor bramaba.

   El ángel del Señor envuelto en ira
cruzó el cóncavo espacio, de los tiempos
la inmensidad, de sus eternas puertas  15
rompió el quicial con fulgurante acero
y entró do está la eternidad velada.
Hundió los siglos en el hondo olvido
con poderosa diestra, y revolando,
con belígeros brazos furibundos,  20
a cenizas redujo las estrellas
y arrancó de sus órbitas los mundos.

   Todo era noche, obscuridad, gemidos;
los cetros y los tronos
por el suelo rodaban;  25
del huracán violento los enconos,
en el silencio hundidos,
de la noche el horror acrecentaban.

   Los hombres olvidaban,
de miedo lleno el corazón cobarde,  30
sus pasiones, delirios y mentiras;
el fuego celestial y el rayo ardiente
redujeron a yermo sus mansiones;
derrocaron sus iras
desde el roble potente  35
hasta el cedro del Líbano eminente,
y llenaron de horror los corazones.

   Sólo en las calvas cimas,
de los excelsos montes
alumbraban el mundo,  40
como si antorchas funerales fueran,
con ímpetu fecundo
mares de fuego y lava requemante
derramando, los hórridos volcanes.

   Los hombres, maldiciendo sus afanes,  45
con hambre y sed, y de dolor cubiertos,
como aceradas picas, erizados
sus cabellos de horror, muertos caían.
Sus cadáveres yertos,
sin sepultura, de festín servían  50
al voraz buitre y al hambriento lobo,
que de terror helados
domésticos y trémulos yacían.

   Los mundos sin la fuerza que los une
nadaban en el hórrido vacío,  55
como nave a merced del mar violento.
Y la tierra sin hombres y sin día,
casi perdida en el espacio umbrío,
sin luz, sin aire, sin sonoro viento,
de abismos en abismos descendía.  60

   Las olas fueron muertas
en la insondable tumba de los mares:
en hórridas cavernas encubiertas
sepultados los vientos,
sin nubes el horror del hondo cielo,  65
que la tiniebla fiera
cubrió de negro y de profundo velo.

   Nada el espacio cóncavo encerraba,
todo en silencio de terror yacía,
ni la naturaleza suspiraba,  70
ni el universo de dolor gemía.

Diciembre, 1841.




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Imitación de Lamartine


Soneto


(e)


ArribaAbajo   Cuando los años con veloz carrera
arrebaten la flor de tu hermosura,
y en lágrimas bañados de amargura
tus ojos lloren tu beldad primera,

   no en el cristal tu imagen lisonjera  5
busques entonces con falaz locura,
ni del arroyo en la corriente pura
que blanda fertiliza la pradera;

   sino en mi pecho, donde eternas viven
mi ternura y mi fe; de tu belleza  10
bajo el abrigo de mi amor florece;

de tus recuerdos sin cesar reviven;
de tu virtud y virginal pureza
tienen un templo que jamás fenece.

Málaga, 1841.




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La muerte del avecilla



Lugete veneres, &

CATULO.                



ArribaAbajo   Llorad, ¡oh Gracias!, y plegad las alas
dulces amores de dolor transidos...
el avecilla de mi blanda Lesbia
      lánguida expira.

   Murió por fin la virginal, suave,  5
tierna delicia de mi Lesbia amada,
aun más querida que la ardiente y pura
      luz de tus ojos.

   Porque era hermosa; su amorosa gracia
gratos placeres a mi Lesbia daba  10
a quien amaba; como a tierna madre
      cándida virgen.

   Sin apartarse del regazo tierno
de su adorada celestial señora,
volando en torno, de sus puros labios  15
      bebió el aliento.

   Con su nevado y argentino pico
trinos sonoros repitiendo alegre,
su blanca frente y su turgente seno
      besar solía.  20

   Murió la triste... no oirase el eco
de sus cantares regalados nunca,
no más sus besos de amoroso anhelo
      gozará Lesbia.

   No porque al mundo robes atrevida  25
tiernas beldades de mortal encanto,
no porque el luto despiadada siembres,
      pálida muerte.

   Porque robaste fiera el avecilla
objeto amado de mi amada Lesbia,  30
serás maldita de mi triste labio,
      seraslo siempre.

   Por ti padece sin cesar mil penas,
por ti apagados sus brillantes ojos
ora sin tregua de amoroso llanto  35
      lágrimas vierten.

Granada, 1842.




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En el álbum de Conrado


(f)


Reddeas incolumme precor.

HORACIO.                



ArribaAbajo   Céfiro blando de la dulce Flora,
esposo tierno y amoroso halago,
el éter vago con tus alas hiende
      de ondeante gasa.

   Soberbio Eolo en tu profundo antro  5
el viento hunde que a tu voz retumba.
Sirvan de tumba a sus sonantes alas
      sus negros senos.

   De las ligeras vagarosas auras
tan sólo el leve y amoroso aliento  10
suave concento derramando en torno
      rice las ondas.

   Potente diosa de la blanca espuma
del mar cerúleo para amar nacida,
hija querida del brillante cielo,  15
      Venus hermosa.

   Puras antorchas de la densa noche,
claras estrellas, misteriosa luna,
dulce fortuna en sus viajes dulces
      dad a mi amigo.  20

   Guardará entonces mi amoroso pecho
gratitud siempre a vuestro blando amparo
y, en canto claro, vuestras sacras glorias
      dirán mis versos.

Málaga, marzo de 1842.




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En la tumba de Laureta


(g)


   Sinite parvulos
venire ad me.



ArribaAbajo   ¡Cuán suaves los céfiros murmuran
lamentando tu pérdida temprana!
¡Cuántas la aurora cándida y galana
sobre esa tumba lágrimas vertió!
¡Cómo mi seno de dolor palpita  5
con misterioso y apacible encanto,
al saludar de tu sepulcro santo
la pobre melancólica mansión!

   Aun me parece ver tu virgen alma
al levantarse con sereno vuelo,  10
llegar al puro y, extendido cielo
en alas del radiante querubín.
Y que el Señor, con amoroso anhelo,
en medio de los ángeles te llama,
y con voz blanda y amorosa clama  15
«¡Dejad que venga la inocencia a mí!»

   Feliz, Laureta, que cual blanca y leve
florecilla del valle delicada,
al abrirse tu cáliz, agostada
fuiste por mano del supremo Dios.  20
Que antes de disiparse los perfumes
de tu virgínea célica fragancia,
el puro cáliz de tu dulce infancia
el Señor en su seno recogió.

Mayo, 1842.




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A la muerte de Espronceda


(h)


ArribaAbajo   Yo quisiera cantar. Hierve y se agita
la inspiración en mi abrasado pecho...
Mas mi dolor por tu temprana muerte
la triste voz en la garganta hiela,
y sólo se revela  5
por las amargas lágrimas que vierte
mi corazón al contemplar tu suerte.

   Oh, si me fuera dado
el ardor inspirar que a mí me inspira,
exhalar el dolor que el alma siente!...  10
¡Quién pulsara con estro más ardiente
la armoniosa lira!
..............................................................

   ¿Dónde están ya, poeta, los acentos
de tu laúd sonoro?
¿Do las cuerdas de oro  15
que lanzaban torrentes de armonía?
¿Do la voz resonante
que, al vibrar en mi oído,
el alma estremecía,
llevándose tras sí como encantado  20
mi corazón amante?...
¡Oh desventura impía!...
Todo está sepultado
dentro del seno del sepulcro helado!
..........................................................

   ¡Oh muerte despiadada!  25
¡Oh vida malograda!
Águila que altanera
de la tormenta en el embate, fiera,
hasta los cielos por alzarse ansía!
¡Ay me! ¿Quién me diría  30
cuando te vi, de inspiración ardiente
fuego brotando la elevada frente,
que vendría la muerte destructora
de lágrimas seguida,
a dar fin en una hora  35
a tus dulces cantares y a tu vida?

   Mas recuerdo los célicos acentos
de tus versos divinos,
que guarda mi memoria;
y cesan mis lamentos,  40
que imagino escuchar tu voz gigante
que se difunde en alas de los vientos
desde la excelsa cumbre de la gloria.

   Mas, desmayando luego,
se extingue el vivo fuego  45
de mi entusiasmo, de tu muerte dura
vuelve el recuerdo al angustiado pecho,
y el triste corazón saltarse quiere
en lágrimas deshecho.

   Murió Espronceda, y en la tumba obscura  50
el astro se eclipsó; mas sus cantares
eternos vivirán; su nombre augusto,
allá en la edad futura,
se escuchará con mágico respeto;
su inmarcesible gloria  55
límites no tendrá, y eternamente
su fama refulgente
conservará en sus páginas la historia.

Granada, mayo de 1842.




ArribaAbajo

La maga de mis sueños


(i)


ArribaAbajo   Dulce tormento de la vida mía,
hondo misterio de mi edad primera,
galana luz, de mi esperanza guía;
lozana flor que en el jardín floreces
de mi tierno y ardiente sentimiento,  5
que con las alas, ¡ay!, del pensamiento
por esa inmensidad te desvaneces:
como una virgen cándida, amorosa,
sobre tu blanco pecho me adormeces,
o tus labios de rosa  10
acarician mi frente con un beso.
El mágico embeleso
de tu suave voz hiere mi oído,
y el eco repetido
de tu cantar me halaga.  15
¡Qué quimérica y vaga
es la nube que encubre tu hermosura!
Que te miro doquier se me figura;
pero tú huyes, la esperanza mía
llevándote contigo  20
y arrancando del seno de tu amigo
en un suspiro toda su alegría.

   ¿Quién eres, que en las alas de mi mente
te remontas al cielo?
¿Por quién el pecho siente  25
el continuo desvelo
que me atormenta con dolor impío?
¿Quién eres, di, fantástica señora,
infierno, beatitud, noche y aurora
del corazón enamorado mío?  30

   ¿Eres quizá la rápida esperanza
que, con tus alas de esmeraldas vivas,
vas más ligera que el alado viento;
que retratas mi dicha en lontananza,
en medio de las ondas fugitivas  35
del mar del pensamiento?
Sí, yo te vi flotar sobre la ola
de la mar agitada,
aérea y vaporosa,
y en esa inmensidad perdida y sola  40
derramaba tu frente enamorada
una luz misteriosa.

   En la rica y amena patria mía,
de sus frondosas selvas en lo esquivo,
a veces, de repente, te veía,  45
y tu mirar altivo
o tu dulce mirar el alma hería;
y tu revuelta falda,
blanca, leve, flotante,
se solía rozar con mi vestido,  50
y, al desaparecer, de tu guirnalda
una me dejabas odorante,
que de ella se te había desprendido.

   ¡Oh veleidosa maga,
cuya beldad el corazón halaga!  55
¿Eres del corazón primer latido,
o postrer sentimiento?
¿Eres mi amor sin esperanza, acaso,
o mi deseo rudo y violento?
¿Eres un sol que se hunde en el ocaso  60
para nunca volver, o del aurora
el luminoso aliento
que el cielo alumbra y el vergel colora?

Madrid, 1842.




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A Lelia


(j)


ArribaAbajo   Tus ojos, vida mía,
bellos como la luz de la mañana
que entre celajes de zafiro y grana
el claro sol desde el Oriente envía,
y el vivo lampo ardiente  5
que enciende el genio en tu divina frente,
arrebatan de amor mi fantasía.

   Tu voz, vibrante y pura,
como los ecos del laúd sonoro,
que derrama un torrente de ternura,  10
arranca de mi pecho un «yo te adoro»;
y de tus puros labios encarnados,
en dulce miel bañados,
libar quisiera el encantado acento
antes que se difunda por el viento.  15

   Tu suavísimo acento que, del aura
sobre las blandas alas conducido,
llega a mover mi espíritu dormido
y en nuevo amor mi corazón restaura.
El entusiasmo en tu inspirado seno  20
puso su fuego sacro, y en tu boca
sus palabras los cándidos amores;
y así tu nombre, de tu gloria lleno,
resistirá del tiempo a los furores,
como la yerta y empinada roca  25
que de las crespas olas combatida
alza la frente erguida
a cuyos pies el Océano brama.

   Sí, Lelia mía, ya la eterna fama
que en las nubes esconde la cabeza,  30
llevó tu dulce nombre y tus canciones
por todas las regiones
do vierte el sol su lumbre y su belleza.

   Yo escuché entusiasmado
en mi dulce retiro  35
tu cántico inspirado;
mas, luego que te vi, dueño adorado,
el corazón de amor lanzó un suspiro.
El dios de la poesía
en lauro eterno coronó tu frente,  40
de tu dulce regazo, vida mía,
el entusiasmo ardiente
brota al pulsar la cítara sonora,
y Stenio al verte tu faz implora;
y te suplica con ardiente ruego  45
que tengas compasión del vivo fuego
que arde en su amante pecho; así el que inspira
sacro numen tu canto enardecido,
haga vibrar con mágico sonido
entre el aplauso popular tu lira.  50

1842 o 1843.




ArribaAbajo

A mis amigos


ArribaAbajo   ¿Cuándo será que pueda, amigos míos,
me preguntáis, volver a mi Granada;
y ver sus frescos ríos,
y su Alhambra dorada,
por quien mi pecho sin cesar suspira?
Cuando el poder que contra mí conspira
se sumerja en el mar de mi amargura,
cuando de su deseo más ferviente
sólo le quede al corazón doliente
un lastimado acento de tristura.

   Entonces iré ahí, y en vuestros brazos
aliviaré mi pena.
...............................................................
Entretanto, si oís en la serena
noche, en la Alhambra, un lastimado acento
que se confunde con el manso ruido
del aromado viento,
que en la verde espesura
los árboles menea, es el quejido
de mi alma enamorada,
que por ahí se anda divagando,
sus antiguos amores recordando.

   Y si a los rayos de la luna hermosa
de la noche querida,
veis vagar por la vega, blandamente
en alas de los céfiros mecida,
una forma ligera y vagorosa
que por los horizontes se dilata;
y que suavemente
sobre las ondas de zafiro y plata
de los hermosos ríos
voluptuosa se mece,
y entre las densas nieblas desvanece
las orlas de sus blancos atavíos,
ésa es, amados míos,
mi ilusión querida;
la amada de mi vida,
cuyo recuerdo suave
en mi pecho se anida,
y el tierno corazón guardarle sabe.

Madrid, 1843.




ArribaAbajo

Al mar


(k)


ArribaAbajo   Siempre presente a la memoria mía
estás, profundo mar; sobre tu espalda
de blanca espuma y líquida esmeralda
se columpia mi libre fantasía;
como al vencer del potro la fiereza  5
que por primera vez sujeta el freno,
mostrando con orgullo su destreza
vuela el jinete impávido y sereno.

   Siempre, siempre te amé; me complacía
en oír de tus olas el silbido,  10
más suave a mi oído
que el eco de la artística armonía.
¡Ay!, cuántas veces la argentada luna
que en tu puro cristal se reflejaba,
cuando en la obscura noche te admiraba,  15
con débil luz me sorprendió importuna!

   Objeto de mi anhelo
era adorar tu inmensidad tan sólo,
ya si sereno te contempla el cielo
o si violento Eolo  20
arrebata tus ondas espumosas.

   Coronados de rosas
mis compañeros, jóvenes y amantes,
entretanto a los pies de sus hermosas
veían volar las horas como instantes.  25
Allí, solo a tu lado,
el mundo y el amor puesto en olvido,
de tu grandiosidad enamorado,
te contemplaba absorto y embebido.

   Y hasta me imaginaba  30
que sólo tú mis penas comprendías,
y el que tu seno horrísono formaba
ronco bramido, el eco que sonaba,
pensé que era de las quejas mías.

   ¡Ay!, que de fuerte acero  35
tendría el duro pecho el arrogante
que en la espalda gigante
del hondo mar se sustentó primero;
arrostrando en un leño
el rebramar del huracán sonoro  40
y de las ondas el airado ceño.
En su palacio de oro,
de ricas perlas y coral luciente,
el dios que rige los inmensos mares
estremeció de cólera el tridente  45
al ver al hombre que, sus patrios lares
por las ondas dejando turbulentas,
sujetó el hado a su inmortal destino,
a otras tierras abriéndose camino
sin temer las undívagas tormentas.  50
Los genios que sustentas,
Océano, en tu seno, no miraron
la humana audacia con la faz serena;
se enfureció la armónica sirena
y los vientos horrísonos bramaron.  55

   Para oponerse entonces al camino
de Occidente, se alzó como un coloso
el padre de los mares; en las olas
asentado del férvido Océano.
Hasta que el grande genovés glorioso,  60
y el valor de las gentes españolas,
venciendo al dios marino,
un nuevo mundo hallaron;
y el pendón de Castilla
en la incógnita orilla  65
con brazo armipotente tremolaron.

Madrid, julio de 1843.




ArribaAbajo

A Sofía


ArribaAbajo   Como si en la pradera
silvestres flores bellas
eligiese, y con ellas
la guirnalda te hiciera
que tu frente ciñera.  5

   O formase un donoso
ramillete variado,
que, aunque de olor privado,
lo pondría oloroso
tu aliento perfumado.  10

   Prestando dulcemente,
a la rosa riente
por no causar agravios,
la nieve de tu frente,
y el carmín de tus labios.  15

   Así ofrecerte quiero,
Sofía, las primicias
de mi musa, y espero
que les des en albricias
mérito verdadero.  20

   Cosa fácil, pues sabes
que en siendo de tu agrado,
aunque las gentes graves
digan que soy negado,
no se me da cuidado.  25

   Como un ramo de flores
mi pecho las envía;
dales tú, vida mía,
de tu rostro colores,
de tu boca ambrosía.  30

   Que así como la viola
que en tu pecho se ufana
crece escondida y sola;
y ora se ostenta vana
contigo más galana.  35

   Así a mis versos luego
que les prestes te ruego
miel de tus labios rojos,
de tu espíritu el fuego
el brillo de tus ojos.  40

   Entonces, adornados
con dotes tan preciados,
se ostentarán donosos;
y más armoniosos
por tu labio cantados.  45

Granada, 1484.




ArribaAbajo

La Virgen misteriosa


(l)


   In einen Thal, bei &.

SCHILLER.                



ArribaAbajo   En un ameno prado,
de flores esmaltado,
do dulcido resuena
de alegre cantilena
el eco enamorado;  5
do la blanca azucena
sobre la verde falda
de fúlgida esmeralda
del pensil aromoso
osténtase gala,  10
del néctar delicioso
con que el alba se ufana
henchido el crespo seno.
En este valle ameno,
do en límpidos cristales  15
desliza sus raudales
el arroyo sonoro;
formando blando coro
de mágica armonía
el céfiro a porfía  20
y el ruiseñor canoro.

   En este valle umbroso
de plácidas riberas
de albergue misterioso,
todas las primaveras  25
una virgen hermosa,
púdica y candorosa,
de albo cendal flotante,
cubierto el seno amante,
fugaz aparecía;  30
mas rápida volaba,
y si alguien la seguía,
al punto la perdía
y nunca la encontraba.
Pero cuando llegaba,  35
de tierno placer llenos
los juveniles senos
con plácidas delicias
buscaban sus caricias,
y de sus blancas manos  40
recibían ufanos
mil frutas deliciosas,
mil flores olorosas,
bajo otro sol ardiente
más puro y más luciente,  45
de otro dichoso mundo
bellísimas nacidas;
sin duda bendecidas
de un hálito fecundo.

   Quién fuera esta doncella  50
mil veces he pensado;
y el tiempo se ha pasado
pensando siempre en ella.

   Sin duda que sentía
el puro sentimiento  55
de nuestra edad primera;
pues al prado venía
derramando contento
su beldad hechicera;
y luego que marchaba,  60
si alguno la seguía,
al punto la perdía
y nunca la encontraba.




ArribaAbajo

Soneto


(m)


ArribaAbajo   Cual la perla que vierte la mañana
en el virgíneo cáliz de la rosa,
cuando el aura la mece cariñosa
y el sol desde el Oriente la engalana;

   tal así de tus ojos, linda Juana,  5
se desprende una lágrima que, hermosa,
rueda por la mejilla pudorosa,
y más con ella tu beldad se ufana.

   Que un delicado beso al darte amante
el que cubre tu rostro aljófar bello  10
inflama el corazón de tal manera,

   que quisiera mi pecho palpitante
que siempre, ¡dulce bien!, por recogello,
tu llanto el rostro plácido cubriera.




ArribaAbajo

La ninfa de las aguas


(n)


ArribaAbajo   Por la amena pradera
de la cercana aldea, distraído,
con la faz placentera,
puesto el mundo en olvido,
iba yo dulcemente embebecido;  5

   prestando oído atento
al que la flor acariciaba al paso
enamorado viento,
o ya entonando acaso
los versos de Virgilio y Garcilaso.  10

   La refulgente aurora
vertía puros rayos de su frente,
y la alondra canora
cantaba dulcemente
a la encantada margen de una fuente.  15

   Del bullicio lejano
en mi suave soledad vivía,
y en vergel lozano
coronas me ceñía
que de violas pálidas tejía,  20

   cuando sentí a mi lado
un suave airecillo lisonjero
de flores perfumado,
y el manantial lucero
brilló con nueva luz más hechicero.  25

   La fuente cristalina
por las praderas se esparció serena;
lució una luz divina,
ardió amor en mis venas
y vertió el aura blancas azucenas.  30

   Entonces vi una bella
Virgen que me tendía una mirada;
amable cual la estrella
que alegra el alborada,
y en un cendal blanquísimo velada.  35

   Más aérea y esbelta
que el virginal pimpollo de la rosa,
en su talle más suelta,
gallarda y majestuosa,
que la hija de Píndaro famosa.  40

   Esparcido el cabello
en aromadas trenzas por la espalda;
desnudo el blanco cuello,
flotante la ancha falda,
y en la púdica frente una guirnalda.  45

   Al ver tan hechicera beldad,
mi corazón latió de amores;
y una flecha certera
que me dio mil dolores,
me disparó el Amor entre las flores.  50

   Entonces la hermosura
tendió hacia mí su delicada mano;
y, bañado en la pura
luz de su soberano
rostro, olvideme del dolor tirano.  55

   Y me llevó consigo
al través de los valles olorosos,
y mi tierno enemigo,
con vuelos caprichosos,
se posaba en sus brazos amorosos.  60

   Y al llegar a una selva
de corpulentos árboles poblada,
de fresca madreselva
y arrayán tapizada,
y de un río limpísimo regada;  65

   sonando la belleza
un blando silbo de marfil y oro,
salió de la aspereza
de ninfas mil un coro
danzando al son del crótalo sonoro.  70

   Con ellas nos mezclamos
en danzas bellas a la par cantando;
y mientras que cantamos,
el caramillo blando
iban cuatro zagales modulando.  75

   Y yo siempre seguía
a la beldad a quien mi pecho adora;
mi brazo la ceñía,
y ella, más seductora,
me echaba una mirada triunfadora.  80

   Mas, ¡ay!, que en él instante
se arroja la beldad al ancho río;
y un vórtice sonante,
con su furor impío,
en las ondas sumerge al dueño mío.  85

   Yo me arrojo tras ella
de dolor con amores angustiado,
cual rápida centella
allí precipitado,
creíme en el abismo sepultado.  90

   Mas súbito que miro
en un rico palacio, y oigo amante
un ardiente suspiro,
me vuelvo en el instante,
y veo a mi hermosa de placer radiante.  95

   «Soy la ninfa que habita,
me dijo, en este albergue sosegado;
por ti, Delio, palpita
mi pecho enamorado;
ven y recibe el premio deseado.»  100

   Recosteme en su seno,
que vertió olor cual de doradas pomas;
el aire quedó lleno
de fragantes aromas,
y arrullaron las cándidas palomas.  105

   Y allí quedé dormido
de un enjambre de amores rodeado,
y, al despertar, perdido
miré mi dueño amado,
que era un sueño no más cuanto he contado.  110

Granada, abril de 1844.




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La nueva flor de Gnido


(ñ)


   Suspendise potente
   vestimenta maris deo.

HORACIO.                



ArribaAbajo   ¿Por qué, Dalmiro, dejas
del ejercicio bélico el estruendo
y del mundo te alejas,
aquel fatal veneno
de los besos de Elisa recibiendo  5
que aún emponzoña mi angustiado seno?

   Con el áspero freno,
del audaz caballo generoso
venciendo la indomable bizarría,
no ya la gallardía  10
de tu cuerpo gentil luces airoso.
Ni la copa en la mano,
do brilla como el sol en el Oriente,
tu mirada fulgente,
con el vapor del vino jerezano,  15
te place el entonar dulces canciones
a los acordes sones
del laúd y sonoro palmoteo
inspirado del néctar de Lieo,
que en la concha de Venus amarrado  20
estás por esa nueva flor de Gnido,
de rosas y de mirto coronado,
sobre el lecho de púrpura tendido.

   De tu Elisa el cabello
esparcido en desorden sobre el cuello  25
y la divina espalda,
y en desorden también la rica falda
de blanco lino o de crujiente seda,
mientras que de la frente
la corona riente  30
se desprende de perlas y se rueda.

   No te engrías, Dalmiro,
de estar entre sus brazos celestiales;
que te verás al fin como me miro,
y al fin tendrás que lamentar tus males.  35

   Viste tal vez la mariposa ufana
que en el vario pensil de bellas flores
va aspirando la esencia y los olores
cuando vierte su lumbre la mañana;
y de una en otra vuela  40
ostentando sus galas
mientras que e l sol en sus pintadas alas
los vivos rayos de su luz riela;
no de otra suerte la beldad donosa,
cuando se canse de tu amor sincero,  45
del pensil de Cupido mariposa
te olvidará cual me olvidó primero.
Entonces, del amor escarmentado,
así como colgaba
del templo sacrosanto de Neptuno  50
su ropaje mojado,
aquel que de las ondas se salvaba,
si es que la hermosa te ha dejado alguno
con que hacer puedas una ofrenda dina,
colócalo en el templo de Chiprina,  55
que del naufragio cierto
del amoroso mar te sacó a puerto.




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Soneto


(o)


ArribaAbajo   Cuando robó Plutón, enamorado,
de los bosques de vívida esmeralda
a Proserpina, que la blanca falda
violas robaba del florido prado,

   ardió de gozo en brazos de su amado;  5
lanzadas las flores a su espalda,
lloró perdida la nupcial guirnalda
que en el suelo natal había segado.

   Así, el ardiente espíritu del hombre,
que desatar anhela las cadenas  10
que le sujetan, y volar al cielo,

   aunque al llegar la muerte no se asombre,
siente, no obstante, punzadoras penas
al perder los placeres de este suelo.




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La ilusión de la copa


ArribaAbajo   En una rica estancia
adornada con mágica elegancia,
do en candelabros de bruñida plata
rodeados de flores
brilla la luz que, rauda, se dilata,  5
y que en los vasos de cristal, reflejos
formando caprichosos,
se multiplica en límpidos espejos,
y en los pliegues se pierde majestuosos
del rico terciopelo,  10
que en pabellones del color del cielo
desciende al pavimento,
y que al soplo del aura
ondea con pausado movimiento,
pensé que estaba al lado de mi Laura,  15
libando los perfumes celestiales
que despiden sus labios virginales.

   Del delicioso néctar jerezano
llena hasta el borde la argentada copa
que me brindaba su graciosa mano;  20
y la encantada tropa
de ligeros cupidos
en mi redor vagando,
y en mi frente sus alas desplegando,
que de placer inflaman los sentidos.  25

   Pensé que sobre el seno,
de mil delicias lleno,
de mi adorada Laura reposaba,
y a cada beso que de amor me daba,
y que su labio con mi labio unía,  30
de amor mi corazón se estremecía.

   Y del suave hoyuelo
que su barba divina
caprichoso formaba,
con voluptuoso vuelo  35
y gracia peregrina,
vi que hacia mí volaba
un cupidillo hermoso,
que en el seno amoroso
del tierno corazón se aposentaba.  40

   Mas, ¡ay!, que cuando ardiente
apuré el vaso del licor bullente,
mi vívida alegría
se trocó en triste llanto,
perdida la ilusión del alma mía.  45

   Y ¿qué era? Que en la copa, por encanto,
vi retratado al vivo el pensamiento
que el ánimo formaba,
y al apurar el néctar que encerraba,
se disipó mi dicha en el momento.  50

   Volví a llenar la copa,
y volví a ver la fugitiva tropa
de encantados amores,
que en las ondas del vino se mecían
y en mi pecho bullían,  55
y a Laura concediéndome favores.

   Volví a apurarla; se perdió el encanto;
volví otra vez al llanto;
la llené vez tercera,
y volvió la ilusión más hechicera.  60
Hasta que, al fin, rendido
del inocente juego que restaura
la amorosa quimera,
en el seno de Laura
pensé, quedarme, y me quedé dormido.  65

   ¡Amantes desdichados!
Ya sabéis la sencilla medicina,
que en ilusión divina
puede trocar desdenes y cuidados.

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