Mi
querido amigo: No sólo mi extraordinaria pereza, sino
también otras causas, han retardado largo tiempo el que yo
escriba a usted la extensa carta que le tengo prometida. Ciertas
vacilaciones de mi espíritu han tenido la mayor culpa de
todo.
Y,
sin embargo, yo no vacilo en reimprimir hoy, con creces, las cosas
que he escrito en verso, llamémoslas poesías, buenas
o malas, que se publicaron muchos años ha, coleccionadas, y
cuya primera edición se agotó al cabo.
Esta resolución, estriba en razones, a mi ver,
poderosas.
La
modestia y el orgullo coinciden en persuadirme de que soy
poeta.
Las
razones que aduce la modestia son fáciles de exponer
aquí. Las difíciles son las que da el orgullo.
Desidioso yo, descuidado y vagabundo, jamás tuve humor,
paciencia y reposo para estudiar seria y detenidamente doctrina
alguna. A la naturaleza jamás le interrogué con
pertinacia y ahínco para que me revelase sus misteriosas
operaciones. El aguijón de la curiosidad siempre me punzaba,
pero la desidia pudo más conmigo. Yo quise y quiero saber
cuanto hay que saber en el mundo, desde los soles ingentes que
pueblan el éter infinito hasta el átomo
imperceptible; pero como no he estudiado nada, es evidente que nada
sé. Ni aun he logrado enterarme de si estudiando hubiera yo
llegado a saber algo, lo cual no ha dejado de contribuir a
retraerme del estudio.
El
origen y las leyes del movimiento en los seres que no viven, la
vida y la muerte en los que viven, todo ha excitado mi curiosidad y
nada he averiguado. No, soy, pues, ni astrónomo, ni
mecánico, ni físico, ni químico, ni
biólogo. Saber lo fenomenal o aparente ya es saber algo, por
más que a mí no me satisfaga; pero, no se entra en el
santuario sin la palabra exacta que abre su puerta, sin la antorcha
que en sus obscuros centros sirve de guía, sin la severa
disciplina que ha de preceder a la iniciación, sin la
ciencia del más y del menos, en cuyo estudio nunca fui yo
muy adelante. Ignorando, pues, la cantidad, ¿cómo
saber de la calidad, que es asunto más sutil y complicado, y
sobre todo de la esencia, que es lo más hondo, lo más
inescrutable, donde el espíritu se pierde y abisma?
Por
cierta manera de discurrir y de sentir, que no dilucido ahora si
será mía, propia o común a todos los hombres,
y si será disparatada o juiciosa, este linaje nuestro, en su
conjunto y en cada individuo, me parece, porque nunca tuve achaques
de misantropía, lo más notable que en el universo se
puede concebir, y aun apenas concibo yo que algo pueda valer
más que nosotros en todo lo existente, salvo Dios mismo.
Así es que, estimulado por tal consideración, he
querido con mayor empeño saber del hombre, en su
colectividad y en su individualidad; de las facultades de su alma;
de la tremenda autoridad e irrecusable jurisdicción de su
conciencia; de lo que llaman derecho y deber; de si la especie
progresa o no; de este compuesto maravilloso de la sociedad, con su
historia, su política y su economía; y de si los
tejedores, que van tramando tan rica y variada tela, entienden algo
y prevén la traza, dibujos y colores que ponen en ella, o si
son meros instrumentos de superior artífice. Un poquito
más he estudiado sobre todo esto, pero no lo bastante, ni
con mucho; por donde confieso que lo que sé no es digno de
transmitirse ni de palabra ni por escrito.
Viendo yo además que el hombre, ya para su conveniencia, ya
para su recreo, ya para hacer menos desagradable o más
hermosa la vida, no contento con aspirar a comprender la
creación, se afana en continuarla y en mejorarla,
construyendo casas, jardines y barcos, componiendo comedias y
óperas, abriendo caminos y canales, e inventando, en fin,
las artes y los oficios, he anhelado también saber de todo
esto, pero he aprendido muy poco. La música, por ejemplo,
escapa a mi comprensión, aunque gusto de ella. Para la
maquinaria soy tan torpe que nada me explico. Y de varios
artefactos sólo siento, creo que sin equivocarme, por buen
gusto instintivo, si están bien o mal; pero no doy las
pruebas ni llego a percibirlas. Advierto, v. gr., que el guiso es
sabroso, que el vino es delicado, que el frac me va bien, que la
bailarina tiene airosos movimientos y que tal canto o sonata me
deleita; pero no se me alcanza el porqué. Ni siquiera, pues,
me reconozco con las dotes del crítico.
Por
último, sobre todo este saber empírico y de
observación, así de lo visible como del alma humana,
que se estudia y examina en sus potencias y actos, está el
fundamento del saber, sin el cual todo el saber sin enlace ni
sistema sería ruin e informe colección de recetas y
noticias. Y acerca de este fundamento, y movido yo del deseo de
hallarle, también he consultado a los filósofos, y
leído lo que dicen, y meditado y pensado por mí; pero
nada he sacado muy en claro. Por manera que, a la edad de sesenta
años, me encuentro sin ciencias experimentales, sin
conocimientos de artes y sin metafísica.
Nada tuve ni tengo que enseñar a los hombres. Y, no
obstante, hace ya años que, si bien no tomándolo por
oficio, sino sólo de vez en cuando, escribo para el
público. ¿Para qué, pues, y de qué
escribo? Mi escritura no tendría perdón de Dios, ni
yo mismo me perdonaría, aunque soy indulgente para con todos
y para conmigo, si yo no fuese o si al menos yo no me creyese
poeta.
Declaro humildemente que no he tenido jamás ninguna
revelación externa. Ni santo, ni ninfa, ni alma en pena o en
gloria, ni genio, ni demonio se me apareció jamás.
Mis revelaciones internas, si las he tenido, no pasan de naturales.
Por más que me esfuerzo, a veces, en creer que pude yo tener
revelación sobrenatural, no logro persuadirme. Así es
que, careciendo, como carezco, de revelación sobrenatural,
que da ciencia infusa, y de la ciencia que adquiere con largas
vigilias quien se quema las cejas en la lectura de mis librotes y
cavila mucho, repito que nada tengo que enseñar, y que, por
lo tanto, nada debiera escribir, si no hubiese poesía, y si
ya no me disculpase afirmando que escribo poesía.
Esta, a lo que presumo, es de dos modos principales: uno, el
más peregrino, en el cual no me atrevo a jactarme de ser
poeta, es cuando con cierta intuición que hay en el fondo de
la mente, sin tocar en lo sobrenatural, aunque rayando ya en su
esfera y pugnando por penetrarla, se columbran fugitivos
resplandores de luz y hermosuras divinas, lo cual no se ordena en
sistema, ni se expone con método, ni se prueba con
argumentos, pero se dice con primor, y el que lo dice se llama
poeta.
El
segundo modo de poesía está en la profundidad y
brío con que se siente y piensa lo que piensan y sienten los
demás hombres, y en la virtud de expresarlo así
sentido y pensado, con tan nítida y poderosa forma, que
conmueve y arrebata las almas, al menos las que son capaces, pues
no todas lo son, ni con mucho, y las levanta a comprender la beldad
y la armonía de los seres, de las pasiones, de las
creencias, y de cuanto hay de material, y de inmaterial, mejor en
la representación depurada, en el traslado limpio del poeta,
que en el borrador original de donde el poeta lo toma.
Claro está que, de este modo al menos, me considero poeta.
De lo contrario, no escribiría; pues yo no quiero
engañar a nadie, ni pasar por sabio, y mucho menos por
apóstol o vidente.
Y
aquí, antes de seguir mi razonamiento, me importa hacer una
aclaración.
No
vaya a entenderse, por lo que digo, que yo le quito la palabra a
todo o a casi todo el linaje humano, y sólo se la conceda a
los sabios, a los profetas o a los poetas. Yo no pretendo que nadie
se quede mudo. Hablen todos y escriban cuanto se les antoje.
Polémicas periodísticas, negocios, pedimentos,
preámbulos de leyes y decretos, memorias de ferrocarriles,
despachos diplomáticos, infinidad de cosas se escriben, sin
ser profeta, ni sabio, ni poeta el escritor; y, si bien, siempre
que el escritor lo fuese, estarían mejor dichos escritos, no
hemos de negar que, aun cuando no lo sea, puede y aun debe
escribir, según frase de un amigo mío; pintar el
expediente. El escribir en este sentido ramplón y diario es
como hablar. Sería horrible que nadie se atreviese a
desplegar los labios mientras no acudiesen a ellos sentencias,
revelaciones, teoremas, odas o salmos. Aquí sólo se
trata del escribir con cierta pretensión de vida extensa
para el escrito, de que se divulgue por todas las regiones de la
tierra y de que viva en las edades que están por venir.
Para esto ha de ser poeta el que escribe. Ya se entiende que en
mayor o menor grado. ¿Quién ha de calcularlos?
Además que para la popularidad, pronta, aunque
efímera, tal vez conviene que el grado no sea muy alto.
Así el vulgo comprenderá y saboreará mejor lo
escrito, sin que los críticos, a fuerza de predicar que lo
escrito es bueno, patenticen aquella bondad que el vulgo no
percibía antes.
Como quiera, pues, que sea la elevación del grado, es
indudable que, salvo casos de revelación sobrenatural o de
mucha ciencia nueva, sólo el poeta debe escribir.
Y,
aun si se apura bien este negocio, me inclino a afirmar que el
mismo sabio, si a más de ser sabio no es poeta, escribe
sólo como al vulgo se le consiente que escriba: para
transmitir a los demás hombres su descubrimiento; pero sin
la menor esperanza de que su escrito se lea y viva. En las
historias de la ciencia que dicho sabio ha cultivado y en los
tratados de esa ciencia misma, se insertará lo que
descubrió; pero nadie irá a leerlo en el libro o en
la disertación en que él lo expone.
En
suma, la razón principal del escribir es la poesía.
Los escritos se hacen famosos e inmortales por la belleza y no por
la verdad que enseñan. Casi siempre es vana
pretensión la del que cree que enseña escribiendo.
Los grandes maestros de la humanidad no escribieron nunca: ni
Cristo, ni Sakiamuni, ni Pitágoras, ni Sócrates.
De
lo expuesto resulta que yo porque soy poeta escribo, y que debo
escribir por lo mismo que no sé ni enseño nada.
Sentado esto, sobreviene cierta dificultad que me ha de costar
trabajo resolver, y cierta distinción, en que la dificultad
se apoya, de la que debo hacerme cargo, ya discurra acerca de ella
en general, ya me contraiga al caso particular mío.
«La poesía de que hablas, se me dirá, es en
sentido latísimo, y así no te negamos que, con
más o menos merecimiento, eres algo poeta. De lo contrario,
no hubieras escrito tal cual novela o cuentecillo que se lee, y
varios articulejos humorísticos que divierten. Pero bien se
puede ser poeta en prosa, desde el bajo punto en que tú lo
eres, hasta el punto sublime en que lo fue, por ejemplo, Miguel de
Cervantes, y no ser buen versificador, que es lo que de ordinario,
sin destilar los conceptos en esos alambiques en que tú los
destilas, llama la gente poeta.»
Mucho hay que contestar a esto; pero no quiero pecar de prolijo, y
menos aún hacer mi propia apología. Diré
sólo lo que más atañe a la reimpresión
de mis versos.
El
público ha tenido la bondad de gustar un poco de mi prosa,
en la cual nada le he enseñado. Luego yo tengo algún
motivo razonable para considerarme poeta en prosa, prosista o
escritor. Ahora bien: un escritor se debe al público todo
él, y no descabalado, por donde, aunque mis versos sean
detestables, yo quiero también dar al público mis
versos.
Cuando se publicaron por vez primera, mi tío don Antonio
Alcalá Galiano, propendía a dudar de todo, y que, a
pesar del cariño que me profesó, dudaba
también de mi mérito como poeta, dijo en el
prólogo que me puso que lo probable sería que alguna
furiosa avenida del río del olvido se llevase para siempre
mis coplas, como otras mil insulsas composiciones de esta nuestra
edad, sobrado parlera, y en que tanta tontería se da a la
estampa. Yo, lejos de rebelarme contra tan ominosa sentencia,
más bien la estimé suave y nacida del ciego
cariño del discreto pero alucinado pariente; porque, sin
avenida furiosa, sino con toda la pausa de su mansa corriente, el
olvido hubiera llevado, arrastrado y aun tragado mis versos, si yo
no hubiese escrito prosa después, y prosa que algunos han
dado en calificar de bueno. Esto los salva; esto los saca del fondo
del río, donde, de otra suerte, yacerían
sepultados.
Mis
versos, pues, a flote, no pueden ni deben ya ocultarse ni retirarse
de la circulación. Lo que me está bien es que, ya que
siguen con vida, sean lo menos desdeñados que se pueda. Para
ello es condición indispensable que sean entendidos. Acaso
no pocas personas los desdeñan porque no los entienden. Y no
se me arguya que los versos deben escribirse por tal arte que los
entiendan todos los lectores. Por poco; que sepa el poeta, y yo he
confesado ya que no sé casi nada, siempre puede saber algo
que ignore quien le lea; y, por lo mismo que no tiene la
pretensión de enseñar, dice cosas que da por sabidas,
y alude a doctrinas y a sucesos que supone que todos conocen; pero
como no los conocen todos, la mayoría se queda a obscuras y
no sabe por completo lo que el poeta quiso decir. Esto ocurre, no
sólo con poetas culteranos y pedantescos, como
Licofrón y Góngora, sino con poetas que nadie me
negará que lo son, como Dante y otros, los cuales necesitan
comentario y le llevan en muchas ediciones.
Y
no vale la objeción de que se comenta lo famoso y aplaudido
y no lo menospreciado y obscuro. Alguien murmurará o
dirá: «Dante merece comentario, porque merece que
todos desentrañen el sentido profundo de lo que canta; pero
¿quién ha de querer desentrañar el sentido de
lo que cantas tú?».
En
efecto, si yo fuese un compositor de versos, como hay muchos, que
dan a luz su colección donde todo es tejido de frases hechas
o de frases sin significado, la objeción sería justa.
Yo no me defendería contra los que tanto me rebajasen. Yo
parto del supuesto de que en mis versos hay significado, y pruebas
de que el autor sabe lo que dice, y afectos y pensamientos propios
del autor.
En
este caso, cualquiera colección de versos merece comentario.
En ella hay mucho digno de interés y de estudio. Parece
contradicción y no lo es; cualquiera colección de
versos de buena fe, no siendo enteramente nulo el autor,
enseña sin que el autor aspire a enseñar. Y
enseña lo bueno, y tiene virtud moral y en cierto modo
purificante, y posee fuerzas que elevan las almas a esferas
superiores, porque el autor muestra lo que en su espíritu
hay de más limpio y hermoso, apartando las escorias y
mezquindades que tal vez lo encubren en la vida real, y nos da uno
a manera de retrato de lo profundo y radical de su ser, donde
asiste Dios, donde Dios pone su sello y su imagen, y donde Amor
resplandece en su pureza y despliega su beatífica actividad,
no pervertida ni coartada por ruines intereses y apetitos.
Y a
fin de que esto se dé en algún grado, no es menester
que los versos sean sobre objeto sublime. La composición
más ligera, si está bien, es manifestación de
la luz interior del alma, que ilumina el mundo del arte, como el
sol el mundo real. De suerte que, el caso vulgar que el poeta
refiere, la mujer que celebra o la escena que describe, todo
está iluminado por esa luz, la cual le presta su hechizo y
pone allí su fuerza y su gracia. Este es el estilo; esta es
la forma. No consiste en consonantes difíciles, ni en
rebuscadas figuras retóricas, ni en transposiciones, ni en
sonoridad y pompa de metro. Consiste en algo más alto y
más sutil que esas calidades, si bien por lo mismo que es
más alto no todos los lectores lo alcanzan, y por lo mismo
que es más sutil se sustrae a la percepción de las
personas rudas y artísticamente mal educadas.
Haciendo yo conmigo razonamientos tales, me atreví a
conceder a mis versos que merecían comentario, y
pensé en que usted los comentara o los ilustrara con notas
eruditas, sin nada de encomio, a fin de que la gente maliciosa no
supusiese y propalase que estábamos concertados para el
encomio mutuo. Usted prometió hacer este trabajo, y acudo a
usted ahora para que me cumpla la promesa. De esta suerte los
versos se entenderán mejor, y si no se entienden ni se leen,
siempre lograremos que las notas, que de seguro van a ser amenas e
instructivas, se lean y gusten, por donde habrá en el libro
algo de bueno que convide a comprarle.
Las
notas tendrán además el atractivo picante y chistoso
de su inaudita novedad, pues hasta el día, que yo sepa,
sólo se anotaron los clásicos ilustres, y no algo que
no sabemos aún de fijo si será poesía o no
será poesía, y que se salvó como por milagro
del río del olvido.
Hay
otra razón más para las notas. Yo, como todo poeta,
bueno o malo, pero de buena fe, rara vez he escrito versos sin
sentirme entusiasmado, enamorado o movido de otro afecto grande. Y
aun así no me ha sido fácil escribirlos, porque se
requiere además que el tumulto y hervor de la pasión
hayan pasado o que las domine serenidad poderosa, hasta el extremo
de habilitar al poeta para que tome por objeto de su canto, por
ejemplo, su más intenso dolor, y saque de él una obra
de arte.
De
aquí, de mi pereza, de mi esterilidad tal vez, y de estar ya
descorazonado por el mal éxito, ha resultado que he escrito
pocos versos originales, y que he traducido, o más bien
adaptado a nuestro idioma, mucho de literaturas extrañas, ya
parafraseando, ya compendiando y extractando. Claro está,
pues, que todo esto, escrito para otras gentes, para otra
civilización y otras costumbres, requiere explicación
y notas.
Justificado ya, a mi ver, el comentario, y demostrado que no se
pone por vanidad mía, bueno será que diga, yo algo de
los versos mimos.
Mi
retraimiento y mi casi abandono de las Musas, merced al
desdén público, han producido varios efectos. El
primero ha sido que he escrito poco. Con favor y aplauso, hubiera
yo sido, a pesar de mi pereza, de fecundidad tal vez deplorable.
Pero resulta también que los versos propios, y no
parafraseados, son, en gran parte, de los albores de mi vida; y
como en aquel tiempo se estudiaba menos que ahora, y yo he ido
aprendiendo con desorden lo poco que sé, v. gr., primero la
estética y luego la ortografía, primero la
metafísica y luego la gramática, hay en varios de mis
versos incorrecciones y otras faltas para las que pido indulgencia.
Asimismo hay en otros cierta palabrería, aunque nunca en el
grado que se usa, y lo que, con expresión harto familiar,
puede llamarse inocentadas de chiquillo, que
también ruego se me perdonen. En algunos son tan subidas las
inocentadas, que los suprimo en esta nueva edición.
Y
hechas ya las salvedades, afirmo, que mis versos, aun con todas sus
faltas, valen lo que vale mi prosa, ya que ellos está en
germen, en cifra, en lírico y conciso resumen, todo lo que
he sentido, pensado y escrito en prosa, más tarde, con mayor
amplitud. Y echando la modestia a un lado, ¿por qué
no declarar también que en algunos de estos versos,
principalmente en El fuego divino, en el idilio del viejo
rabadán y A Gláfira, la nitidez, la
elegancia sencilla y la atinada limpieza de la forma; son notables,
lo cual de sobra se conoce que no se consigue sobando y limando,
sino por dichosa inspiración?
Añadiré todavía a mis versos ciertas buenas
prendas de que la prosa carece: el candor, la lozanía y la
frescura de la juventud, y propósitos más puros,
porque los versos están hechos sin la vana y egoísta
esperanza de ganar con ellos dinero, influjo o al menos fama
inmediata, sino sólo por amor entrañable de la misma
poesía y con anhelo cariñoso de vivir en lo futuro en
algunas almas, afines a la mía, donde despierte o suscite mi
voz simpática resonancia, cuando ya no pueda mover con
impulso material las ondas del aire.
Y
aquí terminaría yo, dejando encomendada a usted la
tarea de explicar mis composiciones, si no hubiera una, la
más importante, que, por no estar concluida y porque no se
concluirá nunca, ha menester explicación de mi parte:
algo a modo de interpretación auténtica. Me refiero a
la leyenda titulada Las aventuras de Cide Yahye.
En
mi edad madura he declamado yo bastante, como crítico,
contra la pretensión de escribir epopeyas en nuestros
días, en el más alto sentido, esto es, algo narrativo
que contenga cuanto hay de divino y de humano, y que abarque y
refleje, por medio de mitos simbólicos, toda nuestra
complicada civilización. A pesar de Goethe, Espronceda y
otros, tal empeño es, en mi sentir, irrealizable; y como he
dicho las razones en que me fundo, me remito a las obrillas
mías en que las he dicho y dejo de repetirlas aquí.
Pero yo no había formulado tal opinión en mi mocedad,
y también aspiré entonces, aunque sólo hasta
cierto grado y con modestia, a escribir algo que propendiera a ser
epopeya trascendente. Lo singular y lo más original fue que
tomé asunto, o mejor dicho, base de asunto en un cuento
bastante cómico, ligero y aun verde, de Boccacio, poniendo
de mi cosecha lo trascendente, lo patético, lo elevado y lo
maravilloso, que en epopeya había de convertirle. Así
se mostraba desde el principio mi inclinación a mezclar lo
serio y lo jocoso, mi humor; aquella idiosincrasia de mi pobre
ingenio, en virtud de la cual creo que, sin el menor viso de
fundamento, unos tiran a celebrarme y otros a denigrarme con la
calificación de Voltaire, pequeñuelo y canijo, como
venido del mundo fuera de sazón.
La
historia, en su substancia, es la de un rey moro, cuya linda novia
es seducida, robada y gozada por unos cuantos; pero ella lo oculta,
lo calla, y todavía se casa con el rey y lo hace
dichoso.
Véase ahora cómo elevaba yo esto a semiepopeya
trascendente. Al rey moro, cuyo trono y reino, inspirado yo por la
rústica, amena y pintoresca fertilidad de Lanjarón,
coloco en las Alpujarras, se le ocurre enamorarse de la propia
belleza ideal que en su alma ha concebido. Aspira a revestirla de
forma sensible, y como ésta es empresa sobrehumana, se
desespera; pero las hadas, cuyo favorito es y a quienes refiere su
cuita, suben al mundo de las ideas, traen de allí la que
tiene enamorado al rey, le dan cuerpo valiéndose de los
elementos y de las esencias mejores de las cosas y se la entregan
por mujer. Como idea sólo, nadie se la hubiera quitado,
nadie la hubiera contaminado; pero, ya con cuerpo, le suceden mil
percances lastimosos. Mi rey, entretanto, no es como el del alegre
novelista: mi rey lo sabe todo, lucha contra su adversa suerte, y
sigue siempre enamorado en pos de su ideal belleza, aunque manchada
en lo material. De aquí guerras, hazañas y casos
estupendos por mar y tierra, en que había tela cortada para
vencer al Ariosto. Al fin, mi rey, convertido en pirata, entra al
abordaje en el navío de un gran príncipe, el
último de los amantes de su mujer, y se la arrebata; pero
cuando ya la tiene acuden más guerreros de otros barcos de
la escuadra del príncipe, y el rey, cercado, ve que no puede
vencer aquella multitud de enemigos, y da de puñaladas a la
hermosa, se hiere él también, y, abrazado con ella,
se arroja en el fondo del mar.
De
aquí nacen la lección moral y la final apoteosis. La
belleza pura, libre ya de la manchada terrenal vestimenta, toda
refulgente y limpia de culpa, toma a mi rey y se le lleva consigo
al mundo de las ideas, de donde ella ha venido: a un ultracielo, de
donde todo lo bello y todo lo verdadero, artes, metafísicas,
religiones y amores, proceden, antes de impurificarse con la
realidad y de combinarse con elementos caducos y corruptibles, por
excelentes que sean.
En
el plan de este poema, así como en todo lo que yo he
escrito, se ve mi afán de ser optimista, sin dejar de notar
y de sentir los males que nos afligen, justificando a la
providencia a pesar de ellos, y procurando remediarlos o mitigarlos
con poesía y risa cuando son pequeños, con
poesía y lágrimas cuando son grandes.
Ahora, lejos de mi patria, afligido por imprevisto y cruel
infortunio, escribo a usted lo que no he escrito cuando estaba
tranquilo, y hasta cierto punto me consideraba feliz. Ahora busco
lo que antes no buscaba: consuelo y distracción en mi
soledad y en mi pena.
Por
otra parte, aunque bien puede ser que mi cansada vejez se prolongue
en demasía, y yo no quiero imitar a los mentidos siervos de
Dios que anuncian su tránsito a mejor vida y no llega cuando
le anuncian, diré que, desde hace meses, y sobre todo desde
pocos días ha, desde que supe la muerte de mi hijo mayor,
robusto, hermoso de cuerpo y alma y en la flor de su edad,
está fijo en mí, como nunca, el casto y severo
pensamiento de la muerte, que nos induce a meditar y a emplearnos
en las cosas más graves. Y, como no dejaré bienes de
fortuna que hereden mis otros hijos, vivos aún, es de
gravedad para mí arreglar y ordenar el único
caudalillo que he allegado, fruto de mi estéril ingenio, y
hasta apresurarme a trabajar para acrecentarlo con algo de
más valer, a fin de que, si el amor propio no me
engaña, vierta algo de brillo simpático sobre mis
hijos este mérito mío, y predisponga el
corazón de las gentes con respeto y cariño para
ellos; y a fin también, de que lo menos malo de mi ser, lo
más delicado y puro de mi espíritu, permanezca en
esta tierra, cuando yo pase, y ellos me conozcan, me amen y me
estimen. Porque yo, tal vez habré pecado por error, pero no
tengo remordimiento de haber puesto jamás intención
viciosa ni en mis obras más ligeras y desenfadadas; sino
que, siempre, cuando no la bondad moral, me ha inspirado el amor
puro de lo bello.
Usted, que, si bien es bondadoso y me quiere, es justo, lo cree
así, prescindiendo de los extravíos y flaquezas de
nuestra mísera condición humana; usted sabe,
además, que el arte lo limpia todo y extrae oro del
fango.
Adiós, y no dude que soy su mejor amigo,
JUAN
VALERA
Washington, 7 de julio de 1885.
Notas
Quiere mi amigo don Juan Valera que yo comente o ilustre sus
poesías, poniendo de manifiesto el sentido interno de
algunas de ellas, y apuntando de paso el origen de los versos
traducidos o imitados, que en el presente libro se encuentran. La
empresa tiene para mí tanto de grata como de dificultosa. La
especial calidad de estos versos, que el docto prologuista de la
primera edición calificó muy atinadamente de
poesía sabia; la variedad de sus orígenes, derivada
de la rarísima cultura del autor; el jugo de ideas y de
doctrina que muchas de estas composiciones encierran; las alusiones
históricas, mitológicas y geográficas que en
otras abundan, harían el comentario de ellas, si con rigor
se hiciese, no menos voluminoso que el de Herrera a Garcilaso, y
exigirían en el comentador tanta copia de erudición,
por lo menos, como la que mostraron Faría y Sousa anotando a
Camoens, o Salcedo Coronel a don Luis de Góngora, o
Clemencín a Miguel de Cervantes. Para lo segundo me siento
sin caudal y sin fuerzas, y lo primero quiero evitarlo a todo
trance, por no incurrir en el vicio de intolerable prolijidad,
abultando un volumen ya harto grueso, en el cual es seguro que los
lectores han de buscar los versos del señor Valera y dejar a
un lado, con sobra de justicia, mis notas que, aun no siendo
mías, tendrían forzosamente algo de la impertinencia
que acompaña a todas las glosas y comentarios del mundo;
trabajos estériles para el común de los doctos, y
poco gratos al paladar de los ignorantes.
Por
otro lado, el comentario mejor, el más profundo, el
más sincero, el más elocuente, le ha hecho el autor
mismo en la carta dedicatoria que va al frente del libro, y que
seguramente ha de ser leída con deleite y con asombro por
los muchos apasionados de la prosa del señor Valera. En este
documento, a mi entender admirable (y creo que la gratitud no me
ciega en esto), el señor Valera nos expone sus ideas sobre
el arte, nos declara cuál ha sido su ideal poético,
nos confiesa con rara franqueza sus temores y desfallecimientos, y
las razones que tiene, no obstante, para considerarse poeta, y
hasta nos dice algo sobre el pensamiento y la traza del poema que
en sus juveniles años meditó llevar acabo, y cuyo
primer canto es una de las joyas en esta colección con el
título de Aventuras de Cide-Yahye.
Si
a esta carta se agrega el prólogo que don Antonio
Alcalá Galiano puso a la primera edición de estos
versos, en el cual prólogo, con toques magistrales, como de
quien son, se interpretan algunas de estas poesías, y se
ponen de realce sus peculiares excelencias y se discurre con alto
sentido crítico sobre el género a que pertenecen y
aun sobre los modelos predilectos del poeta, resultará hecha
lo mejor del comentario, en el cual, por otra parte, se me veda
toda alabanza, y también, por consecuencia forzosa, toda
crítica puesto que crítica laudatoria había de
ser casi siempre la mía, siendo como soy discípulo
del señor Valera, admirador ferviente de su estilo y secuaz
de su manera y escuela poética, aunque con fuerzas muy
desiguales e inferiores a las suyas.
Quizá estas mismas circunstancias, y el conocimiento que
tengo de la índole y genialidad del autor, a quien estoy
unido por tantos lazos de gratitud y de amistad, me hagan menos
inepto que otro cualquiera para sentir y conocer ciertos primores
de idea y de forma que se hallan en estos versos, y que
quizá no resalten tanto a los ojos del vulgo como resaltan a
los míos, después de haber leído repetidas
veces las poesías del señor Valera, y conservarlas,
años hace, en lugar muy privilegiado de la memoria. Por eso
me lisonjeo de que yo acertaría con pequeño esfuerzo
a quilatar y poner en su punto las bellezas de la poesía del
señor Valera, que, por no ser de las que a primera vista
deslumbran más los ojos, no han sido tasadas hasta el
presente en su justo valor, aunque esperamos que han de serlo
ahora, gracias al progreso que en España han hecho las ideas
críticas, tan remotas hoy del punto en que se hallaban en
1858, fecha de la primera edición de este libro.
El
señor Valera tuvo como poeta la desgracia de llegar
demasiado pronto, de adelantarse a la época en que
comenzó a florecer; por lo cual, si es verdad que
agradó a algunos pocos y selectos jueces1
que supieron entender y gustar las novedades que el libro
traía, halló, en cambio, cierta frialdad en la masa
del público, que aun seguía las corrientes
románticas, y también en el ánimo de los
críticos, enamorados con exceso de las formas oratorias de
la oda académica.
Desde entonces el gusto ha ido cambiando, hasta ser hoy de todo
punto diverso. La poesía romántica está tan
muerta y olvidada como el clasicismo del siglo pasado. No hay
escuelas poéticas, ni nada que se parezca a disciplina
tradicional o a rigidez dogmática. El genio individual ha
conquistado su autonomía en el campo de la poesía
lírica, que ofrece hoy en España, como en todas
partes, la variedad más rica y amena, reflejando todos los
matices de la idea y del sentimiento. Los modelos más
heterogéneos obran simultánea o alternativamente en
la educación de nuestros poetas. Ninguno es
desdeñado, ni los del Norte ni los del Mediodía, pero
ninguno alcanza tampoco perdurable y absoluto dominio. Hoy Heine o
Alfredo de Musset, ayer Byron o Víctor Hugo; un día
los neo-clásicos italianos, otro los parnasistas franceses.
Unos hacen gala de llevar a la lírica algo de los
procedimientos del moderno naturalismo, y escriben con llaneza no
superior a la de la prosa; otros conservan el culto del lenguaje
poético, y procuran enriquecerle más y más con
felices innovaciones y adaptaciones. En tal discordia y
contrariedad de pareceres, de aficiones, de gustos, de
teorías estéticas y hasta de teorías de
estilo, justo es que se alce también la voz del señor
Valera, a quien, como poeta, muy pocos españoles conocen, y
que, sin embargo, tiene su nota lírica, propia, original y
característica, y ofrece, además, en su libro una
copiosa y variada antología de poesías insignes y
famosas de grandes ingenios extranjeros, con la mayor parte de los
cuales no había tenido hasta ahora la Musa castellana trato
ni comunicación de ninguna especie.
Bastaría, la sinceridad del contenido de este libro, para
que en él se fijase la atención de todo lector
curioso y amante de la belleza artística, puesto que en
él aparecen, mezcladas en agradable confusión, joyas
peregrinas de las dos lenguas clásicas, y de la alemana, y
de la inglesa, y hasta de la arábiga y de la
indostánica, traídas todas a nuestro idioma con el
más exquisito primor y elegancia. Por otra parte, aunque el
autor, en su modestia, afirme que si bien «ha consultado a
los filósofos y leído lo que dicen, y meditado y
pensado por sí, nada ha sacado muy en claro, y se encuentra
a estas horas sin Metafísica», es lo cierto, y debemos
decirlo los demás, que pocos, muy pocos merecen en
España con tanta razón como él el noble
calificativo de pensadores, y que pocos, o ninguno, tienen y
alcanzan por fuerzas propias tan gran número de ideas
metafísicas como las que él ha alcanzado y madurado
en su entendimiento, sin necesidad de dogmatizar a obscuras, ni de
presentarse como hierofante y revelador, o como personaje de
especie más sublime que la del resto de los mortales, sino
filosofando al aire libre, con una amenidad comunicativa y un
halago que de ningún modo dañan a la trascendencia
del pensamiento, el cual fluye limpio y sereno, sin tristes
cavilosidades ni espinas y arideces propias de los que creen que la
ciencia está irrevocablemente reñida con la
delectación. Si el señor Valera publicase juntos en
un volumen, como yo de todo corazón se lo suplico, los
artículos que tiene escritos bajo el rótulo de
Metafísica a la ligera, no sé yo cuántos
españoles de este siglo podrían pasar por más
filósofos que el señor Valera, en aquella
filosofía que se saca de las reconditeces del
espíritu propio, no en la que se elabora zurciendo trozos de
Kant, Hegel o Krause, de Santo Tomás, Sanseverino o
Prisco.
Siendo, pues, el señor Valera erudito y pensador, y siendo
una y otra cosa en grado eminente y rarísimo, tan eminente y
tan raro que quizá tenga el defecto de corresponder a un
estado de cultura más adelantado que el nuestro, es forzoso
que estas cualidades hayan trascendido a su poesía,
informándola (como decían hermosamente los
filósofos escolásticos), esto es, dándole alma
y vida y muy original carácter. Hay, por consiguiente, en
los versos del señor Valera, aunque en cifra y de un modo
indirecto y simbólico, como conviene al arte, una verdadera
doctrina filosófica, o por lo menos los principios y
fundamentos de ésta, mediante los cuales el autor razona sus
propios afectos e interpreta el espectáculo de las cosas
creadas. Es, pues, la poesía del señor Valera,
poesía reflexiva, erudita, sabia y llena de intenciones,
todo lo cual dificulta o alarga la tarea del comentario. Y como el
tiempo apremia, y no es cosa de detener más este tomo, que
debiera estar en la calle hace muchos meses, el comentario se
quedará por esta vez sin hacer (lo cual no es pérdida
grande), y habrán de contentarse los lectores con unas
breves y menguadas notas, bastantes a probar que en esta
colección de versos hay más jugo y substancia de lo
que parece, porqué su autor sabe lo que se dice, y canta lo
que siente y lo que piensa, al revés de la mayor parte de
los que hacen o hacemos versos en España.
En el álbum de
María
En
la tercera estrofa de esta linda y juvenil composición, hay
una evidente reminiscencia de Góngora:
Es
quizá el único remedo de los versos del antiguo poeta
de Córdoba, en los versos de este otro poeta
cordobés, tan desemejante de él en todo, como no sea
en la lozanía del lenguaje.
La maga de mis
sueños
En
esta composición de fecha tan lejana (1842), comienza a
descubrirse el singular parentesco que existe entre la
inspiración lírica de nuestro autor y la de Leopardi
a quien de seguro no había leído entonces.
Compárese (por no citar otras) la canción
Alla sua donna con la
presente, y saltará a los ojos un aire de familia, que no
nace de imitación directa, sino de identidad de
sentimientos:
Por
estas y otras semejanzas evidentes, afirmó con razón
don Antonio Alcalá Galiano, en el prólogo de estas
poesías, que el autor podía llamarse
condiscípulo, aunque no copista, de Leopardi, cuyas obras
dio a conocer en España el señor Valera bastantes
años después, mostrando al juzgarlas
profundísima penetración del espíritu del
poeta y del encadenamiento de sus ideas filosóficas; todo lo
cual ha sido letra muerta para la mayor parte de los
críticos de España y de otras partes, los cuales no
han sabido pasar de las primeras páginas del libro, es
decir, de las canciones A Italia o Al monumento de
Dante, que, son, en medio de sus pompas y esplendores de
dicción, lo más académico, lo menos intimo, lo
menos profundo y lo menos leopardesco de todo Leopardi.
En la égloga IV
de Virgilio
Esta composición, como su título mismo lo indica,
está tejida de imitaciones del Sicelides Musae:
El
poeta a quien comentamos ha admitido la idea dominante en los
apologistas cristianos desde los primeros siglos, apuntada ya por
Lactancio en sus Instituciones Divinas, de considerar esta
égloga IV virgiliana, no como una mera composición
gratulatoria por el nacimiento del hijo de Polión (para lo
cual parece demasiado hiperbólico y pomposa), sino como un
vaticinio de la próxima venida del Redentor del mundo,
anunciado en las profecías de las Sibilas. Es indudable que
en los años que precedieron al mayor acontecimiento de la
historia, había en todos los espíritus generosos y
excelsos un vago presentimiento de alguna grande y trascendental
renovación, que había de purificar y regenerar al
mundo. La ocasión de la égloga virgiliana pudo ser el
regocijo doméstico de la casa de Polión; pero, en el
fondo del alma del poeta palpitaba mayor sentimiento y le
hacía, de una manera casi inconsciente, intérprete de
las grandes esperanzas humanas, en aquella ocasión
crítica y solemne. No tuvo Virgilio espíritu
profético, en el sentido que la teología da a esta
frase; pero por algo llamó la antigüedad vates
a sus poetas, y tenía, además, el mantuano una
tradición obscura, pero respetada, que le dio materiales
para su horóscopo, documento sublime de la
expectación que sobrecogió al mundo pacificado por
Roma, en los días inmediatos al cumplimiento de las
profecías de los videntes hebreos. Todas las miradas se
volvían hacia Oriente, dice José de Maistre.
Sobre el uso que la Edad Media hizo de esta égloga, nos
remitimos al libro de Domingo Comparetti, Virgilio nel
medioevo, uno de los trabajos más monumentales de la
erudición moderna.
A
Lucía
En
esta serie de composiciones eróticas, que deben contarse,
sin duda, entre las más bellas del autor, desarrolla y
expone éste por modo poético su concepción del
amor y de la hermosura, idéntica en el fondo a la de la
escuela platónica, ya se la considere en el Fedro y
en el Symposio, del maestro; ya en las Eneadas,
de Plotino; ya en el Convite, de Marsilio Ficino; ya en
los Diálogos de amor, de León Hebreo. Esta
doctrina ha tenido la virtud, no sólo de inspirar sistemas
de metafísica y de estética, sino de inflamar y
despertar el estro de muchos poetas de la Edad Media y del
Renacimiento y aun de tiempos más modernos, comenzando por
Dante y Petrarca, continuando por Ausias March, Camoens y Herrera,
y terminando por Leopardi, el cual ha dado a la concepción
platónica un sentido más alto, enlazándola con
sus ideas acerca del dolor y del mal, las cuales vienen a
constituir una filosofía pesimista de la voluntad,
generalizada y objetivada en términos análogos a los
de Schopenhauer.
El
platonismo erótico es el alma de los versos amatorios del
señor Valera, especialmente de estas canciones A
Lucía, compuestas en Nápoles bajo la influencia
evidente de los grandes maestros italianos. El soneto
Del tierno pecho aquel amor nacido,
no disonaría
entre los mejores del Cancionero del Petrarca, y aquella
cuarta esfera es como la marca o el cuño de fábrica.
Las dos canciones también son petrarquescas; pero no en el
sentido de imitación servil, que no cabe en la índole
del poeta, sino en el sentido en que lo son las de Leopardi, es
decir, moviéndose en una esfera de luz ideal, semejante a la
del Petrarca, por más que esta luz emane de otro foco que la
del antiguo poeta. El fondo de las ideas pertenece evidentemente a
la filosofía platónica, aunque vaya mezclado con algo
más mundano. El amor que el poeta siente es «sed de un
deleite del cielo»,
Que el alma acaso percibió en su
vuelo,
antes que forma terrenal vistiera.
Así se explica la generación del amor en el
Fedro. El alma, mediante la reminiscencia, al contemplar
la hermosura terrena, recuerda aquella soberana e inmaculada
hermosura que antes percibió en otros mundos. Y al
contemplarla, le nacen al espíritu alas, como enseña
Platón y nuestro poeta repite:
......................................... y de
ligera
luz a mi corazón brotaron alas,
para que en pos de su ilusión
corriera.
Este amor es deseo de hermosura, la cual se manifiesta en la
admirable ordenación de las cosas creadas,
Símbolo y forma del pensar divino,
trasunto de la
belleza suprema e incógnita, y escala por la cual el
espíritu va elevándose a la contemplación, de
la increada belleza, procediendo por grados, de los hermosos
cuerpos a las hermosas almas, de éstas a las ideas puras
hasta llegar a la idea simplicísima de belleza, que es
eterna, inmutable, absoluta, no sujeta a decrecimiento ni a
mudanza. Pero antes de llegar a esta idea pura, inmóvil y
bienaventurada, peregrina el espíritu largamente por las
cosas perecederas y caducas, deteniéndose y
absorbiéndose a veces demasiadamente en ellas, de donde
resulta el amor profano, que se distingue del amor místico
por razón de su objeto, pero no por razón de la
tendencia o impulso inicial, que en uno y en otro caso guía
al alma enamorada. Lo que sucede es que el alma suele detenerse o
distraerse en el camino, como acontece a la mayor parte de los
platónicos de afición, y lo aconteció
también a nuestro poeta, según testifican estas dos
canciones suyas, tan tersas y tan gentiles, que, en su
género, no temen la competencia con otras algunas de nuestro
Parnaso, ni por lo delicado y exquisito de los conceptos, que
jamás degeneran en pueril y enfadoso metafisiqueo, ni por el
primor aristocrático de la forma.
La
idea de la reminiscencia reaparece con frecuencia en estas
canciones:
Te reconocí, exclama el poeta en otra
ocasión, y aun no duda en añadir como el más
fervoroso discípulo de Plotino:
En un mundo mejor ambas se amaron.
Todo lo cual debe tomarse por mera fantasía poética o
por un modo sutil e ingenioso de insinuarse en el ánimo de
la dama a quien los versos se dirigen, puesto que, aun siendo bella
y poética la doctrina de la reminiscencia, riñe de
todo en todo con los principios de la sólida
filosofía. Sin duda nuestro autor tendría puestos los
ojos y la afición en aquel hermoso pasaje del
Fedro, en que el más grande de los
discípulos de Sócrates nos enseña que
sólo el conocimiento de la filosofía restituye al
hombre sus alas y le hace recordar las ideas que en otro tiempo
vio, y despreciar las cosas que decimos que son, y volver
los ojos a las que realmente son. Toda alma de hombre
(añade Platón) ha contemplado en otro tiempo la
verdad; pero el recordarla no es para todos, o porque la vieron
breve tiempo, o porque al descender a la tierra tuvieron la
desdicha de perder la memoria de las cosas sagradas. Pocos quedan
que las recuerden; pero estos pocos, cuando ven algún
simulacro de ellas en este bajo mundo, salen de su seso, y ellos
mismos no se dan cuenta del la razón, acertando solamente a
vislumbrar entre obscuras nubes aquella nítida hermosura que
en otro tiempo vieron resplandecer al lado de Jove y de los otros
dioses. El que no está iniciado en estos misterios, vase
como un cuadrúpedo tras del deleite; pero quien, está
iniciado y ha contemplado en otro tiempo las ideas, en viendo un
cuerpo hermoso siente al principio una especie de terror sagrado;
luego le contempla más y le venera como a un dios; y, si no
temiera ser tenido por loco, levantaría a su amor una
estatua. Experimenta un ardor insólito, y, bebiendo por los
ojos el influjo de la belleza, comienzan a brotarle las alas y
siente extraño prurito y dolor, como los niños en las
encías cuando empiezan a brotarles los dientes.
Todo esto, hasta lo de las alas, se repite en los versos amatorios
del señor Valera. El cual reproduce también aquella
idea, eminentemente plotiniana, de considerar la naturaleza como el
espejo de la propia fórmula o idea de hermosura que lleva
innata el alma:
Es
idea que el gran maestro de la escuela de Alejandría
desarrolla de un modo profundo y admirable en el libro VI de su
primera Eneada. Según Plotino, la belleza se funda
en semejanza, y por participación de nuestra belleza decimos
que las otras cosas son bellas. Como el alma es cosa
excelentísima, se alegra cada vez que encuentra algún
vestigio de sí propia, y mediante la fórmula de
hermosura, que ella posee, reconoce en los cuerpos la hermosura,
que sería la idea misma si se la abstrajese de la materia.
El alma, pues, contemplando la forma que en los cuerpos vence y
subyuga a la informe materia, y congregando la belleza dispersa en
el mundo, la refiere a sí misma y a la forma individual que
posee, y la hace consonante, y amistosa, y armónica con esta
forma íntima. Las armonías de la voz son producidas
por otras armonías latentes en el alma, y hacen que
ésta perciba su propia naturaleza reflejada en las cosas. El
señor Valera, abundando en las mismas ideas que Plotino,
repite al fin de su primera canción, dirigiéndose a
la señora de su voluntad:
De tu misma hermosura te enamora,
que aquí en el alma retratada llevo.
Ausias March, uno de los más grandes entre los amadores
platónicos y petrarquistas, había vislumbrado la
misma verdad sin conocer a Plotino. Daba por razón de su
amor el encontrar en su propia alma gran parte del alma de su
señora:
Per molta part de vos qui trob en mi;
y enseñaba
que el amor vale cuanto vale el amador, así como el sonido
es según el órgano que le produce.
En
los últimos versos de la canción segunda del
señor Valera, parece sentirse como un eco lejano de Leopardi
en su estupenda elegía Aspasia:
............................ Non cape in
quelle
anguste fronti
ugual concetto...
................................. che se più
molli
e più
tenui le membra, essa la mente
men capace e men
forte anco riceve.
El
amor
Variaciones sobre el mismo tema platónico. La mayor parte de
las ideas de este fragmento proceden del Convite o
Symposio, en aquel divino pasaje en que Sócrates
expone a los comensales del poeta trágico Agathón, la
enseñanza que recibió de una forastera de Mantinea
llamada Diótima, gran maestra en purificaciones y
exorcismos. Pero también otras ideas de las expuestas por
los convidados de Agathón encuentran eco en la poesía
del señor Valera, el cual, siguiendo a Pausanias, establece
la distinción de la Venus Urania o celeste y de la popular o
demótica, a cuya distinción responde la de dos
distintos géneros de amores.
El poeta y el
amor
En
este diálogo hay ideas de Plotino: «Quien no abrace
más que las formas corporales, vivirá siempre entre
tinieblas y fantasmas. Busquemos nuestra dulce patria, la fuente de
donde procedemos. No habemos menester ni caballos ni naves para
este viaje, sino cerrar los ojos corporales y abrir aquellos otros
que todos los hombres poseen, aunque muy pocos los usen.»
Sueños
Composición bellísima, llena de fantasía y de
pasión reconcentrada, bastante por sí sola para dar
fama a un poeta. La idea contenida en estos versos:
Pero Amor logra más, a
más se atreve,
y combate con Dios, y de Dios triunfa.
es frecuente en los
platónicos cristianos, especialmente en los místicos,
y la expone con gran vigor de frase el padre Cristóbal de
Fonseca en su Tratado del amor de Dios: «El Amor
entrose por esos cielos, y cogiendo a Dios, no flaco, sino fuerte;
no el trono de la Cruz, sino de su Majestad y gloria, luchó
con él hasta baxarle del cielo, hasta quitarle la vida...
Porque nadie es tan fuerte como el Amor, ni aun la muerte, porque
puso el Amor la bandera en lo más alto de los homenajes de
Dios.»
Es casi inútil advertir que en aquellos versos
Y las antes recónditas estrellas
................................................
se refiere el poeta
a aquel paisaje del Purgatorio, en que Dante, por una de
esas adivinaciones propias del genio poético en su
más alta esfera, coloca sobre el rostro de Catón la
luz de una constelación, incógnita aún cuando
el gran poeta escribía, y, conocida hoy con el nombre de
Cruz Austral o Cruz del Sur.
Nuevas reminiscencias de Platón y de Plotino. «La
Venus celeste, nacida de Saturno, esto es, del entendimiento, es
tan pura, inviolable y permanente como él, y ni puede bajar
a este mundo, porque es de tal naturaleza, que jamás se
mueve hacia lo inferior: substancia separada y esencia que en
ningún modo participa de la materia.» (Libro V de la
tercera Eneada.) La picaresca composición de
nuestro vate, puede pasar por parodia o por maligno comentario de
esta doctrina.
A
Malvina
En
estos versos, dedicados (como de su contexto se infiere) a una de
las hijas del duque de Rivas, hay alusiones a varios poemas de su
padre. Sucesivamente, se la compara con la Kerima de El Moro
Expósito, con la Leonor del Don Álvaro,
con la Zora de El Desengaño en un sueño. La
historia de Harú y Manú, a que se alude
después, es un mito persa, contenido en el Shah
Nameh, de Firdussi. Y el mago Suleimán, que
más abajo se menciona, no es otro que el sabio rey
Salomón, a quien los orientales, especialmente los
árabes, atribuyen mil conocimientos peregrinos,
además de los que la Escritura te concede, suponiendo, entre
otras cosas, que tenía a sus órdenes los vientos, y
podía ser trasladado por ellos en breve espacio de un lugar
a otro; que entendía el canto de las aves, el susurro de los
insectos y el rugir de las fieras; que veía a enormes
distancias; que le obedecían sumisos los leones y las
águilas; que poseía incalculables tesoros, y un
sello, mediante el cual conocía lo pasado y lo porvenir, y
dictaba sus órdenes a los genios para que le construyesen
templos y alcázares, etc., etc. Verdad es que de poco le
sirvió tanta prosperidad y tanta ciencia, porque,
habiéndose dejado arrastrar del orgullo, le reprobó
Allah, y tuvo Salomón que peregrinar cuarenta días,
demandando su sustento de puerta en puerta, mientras que los
genios, libres ya de la servidumbre en que los tenía, se
apoderaron de su sello, y, penetrando en su palacio, forzaron a
todas sus esclavas. Esto y otras mil cosas estupendas se refieren
en varios libros árabes y aljamiados, verbigracia, en el
Recontamiento de Suleimán, que ha impreso e
ilustrado con su habitual erudición el señor
Guillén Robles en el primer tomo de sus Leyendas
Moriscas.
El fuego
divino
Esta composición es, a mi entender, la más perfecta
del señor Valera. Por la limpieza y serenidad del estilo, y
hasta por el corte métrico, pertenece a la escuela de fray
Luis de León; pero el fondo de las ideas es enteramente
moderno, si bien con cierto tinte místico. Parécenos
que el autor se ha inspirado muy de cerca en el famoso y elocuente
libro de Herder, Ideas sobre la filosofía de la historia
de la humanidad. Sostiene Herder que la superioridad de unas
formas de existencia sobre otras depende de la posesión
más o menos completa de aquellas propiedades, por medio de
las cuales se expresa algo que luego con mayor perfección ha
de mostrarse en el hombre, centro de la creación terrestre,
que él domina en virtud del principio divino que posee y que
le hace apto para el razonamiento, para el ejercicio del arte, para
ser libre, para dilatarse sobre la superficie de la tierra, para la
humanidad, para la religión, para la inmortalidad. Herder
concibe el espíritu como un poder orgánico, pero no
le identifica con el organismo ni con la función. La
concepción de nuestro poeta es idéntica a la de
Herder. Para uno y otro ese llamado fuego divino es el
principio que fecunda y anima la materia orgánica; es una
fuerza originalmente análoga (según Herder) a las
fuerzas de la materia, a las propiedades de la irritabilidad, del
movimiento, de la vida, pero muy superior a ellas, porque obra en
esfera más alta, en organizaciones más complejas y
delicadas. «De las profundidades del ser (escribe el pensador
germánico) nace un elemento inescrutable en su esencia,
activo en sus manifestaciones, imperfectamente llamado luz,
éter, calor vital, y que es probablemente el sensorium del Creador; esta
corriente de fuego divino circula a través de
millones y millones de órganos, depurándose cada vez
más, hasta qué alcanza en la naturaleza humana el
grado de pureza más alto a que puede aspirar un
idealismo terrestre.»
No
es del caso impugnar esta concepción semipanteísta.
Por el momento, basta que sea poética, y que nuestro autor
haya sabido encontrar y expresar hermosamente esta
poesía.
Último
adiós
Los
primeros versos de esta elegía (verdadera joya de
sentimiento y delicadeza) traen enseguida a la memoria el principio
del canto VIII del Purgatorio dantesco:
Era giá l'ora che volge il desio
ai naviganti, e
intenerisce il core
lo di ch'han
detto ai dolci amici addio.
E che lo novo peregrin, d'amore
punge, se ode
squilla di lontano,
che paia il
giorno pianger che si muore.
La velada de
Venus
Valentísima imitación parafrástica del
Pervigilium Veneris, obra de incierto autor latino, y aun
de época incierta, si bien no parece posterior al siglo
tercero. Está compuesta en un ritmo trocaico de
carácter popular:
El
Pervigilium ha sido atribuido con poco fundamento a
algunos de los más famosos poetas de la antigüedad,
entre ellos al mismo Virgilio. Otros se inclinan a suponerle
composición de la época de Adriano, y le dan por
autor al poeta Floro, autor de una improvisación en metro
análogo al del Pervigilium:
Ego noto Caesar
esse,
ambulare per
britannos.
......................................
Otros aun le traen a época más moderna, y realmente
la latinidad no es del siglo de oro. Tampoco, en cuanto al destino
primitivo de esta poesía, hay conformidad en los humanistas,
puesto que mientras unos le suponen compuesto para ser cantado en
una fiesta religiosa (la velada de Venus), y le asignan, por
consiguiente, un carácter sagrado y popular, otros le
suponen inspiración individual y caprichosa de un poeta que
quizá haya aprovechado fragmentos de verdaderos himnos
sacros, pero que los ha modificado profundamente, dándoles
un carácter más subjetivo o personal, lo cual se ve
principalmente en los últimos versos, que por ningún
concepto parece que cuadran en una poesía escrita para ser
cantada en público.
Por
otra parte, abundan en el Pervigilium imitaciones de
Lucrecio, Catulo, etcétera, que denuncian más bien la
mano de un retórico hábil que la de un verdadero
poeta popular. De todos modos, el Pervigilium,
además de ser muy curioso por el metro, es positivamente muy
lindo, y la traducción (o más bien paráfrasis)
del señor Valera puede decirse que aventaja al original
latino en grandeza y amplitud de formas y, en arranque y potencia
lírica.
Tu recuerdo. -Al
sueño. - Al hada Melusina
Entre los poetas alemanes de segundo orden, Manuel Geibel es uno de
los más beneméritos de nuestra literatura, como
traductor felicísimo de muchos de nuestros romances. El
señor Valera ha querido pagarle esta deuda, poniendo en
verso castellano tres composiciones suyas.
El ángel y la
princesa
Juan Bautista de Almeida-Garrett, el más ilustre de los
poetas portugueses de nuestro siglo, publicó en tres
volúmenes un Romancero, recogido en parte de la
tradición oral, aunque no con el rigor y la severidad
científica que hoy se exige en este linaje de colecciones.
El segundo y tercer tomo de la de Garrett contienen verdaderos
romances populares más o menos retocados por el colector;
pero el primer volumen es todo de composición suya, tomando
unas veces argumentos de las leyendas y cantos populares, y
acudiendo otras a fuentes eruditas y extranjeras. Tal acontece con
el presente romance, cuyo dato jamás ha sido popular en la
Península ibérica ni en otra parte alguna que
sepamos. El mismo Garrett confiesa ingenuamente que tomó su
asunto de dos poemas, inglés el uno y francés el
otro: Los amores de los ángeles, de Tomás
Moore, y La caída de un ángel, de Lamartine.
Uno y otro se habían inspirado en la antigua y
errónea interpretación que algunas sectas
judías y cristianas de los primeros siglos dieron a aquel
pasaje del Génesis, en que se habla de los amores de los
hijos de Dios con las hijas de los hombres. De esta
interpretación hay ya vestigios en el libro apócrifo
de Henoch, y consiste en suponer que los hijos de Dios no eran los
hijos o descendientes de Seth, sino las propios ángeles que
bajaron a la tierra, vencidos y avasallados por la hermosura de las
hijas de los hombres, y prevaricaron con ellas.
Romance de la hermosa
Catalina
En
la primera edición tuvo el señor Valera la humorada
de llamar a este romance traducción del portugués. Es
original, sin embargo, y demuestra la singular aptitud de su autor
para asimilarse el gusto y estilo de las poesías más
diversas. La presente puede rivalizar con las más ingeniosas
falsificaciones de la poesía popular hechas por Garrett o
por Durán.
La iglesia perdida (de
Luis Uhland). -La hija del joyero. - El paladín
heraldo
El
autor de estas tres composiciones es harto conocido, para que
parezca superfluo advertir que están traducidas del
alemán, en cuya literatura romántica ocupa Uhland uno
de los primeros lugares, prefiriéndole algunos al mismo
Tieck. Uhland es, por excelencia, el poeta legendario de Alemania;
el cantor, a un tiempo brillante y melancólico, de los
recuerdos de la Edad Media. Su poesía ofrece el contraste
más profundo con la de Enrique Heine, que, sin embargo,
habla de él con mucho elogio en su libro de la
Alemania.
Firdusi
Esta composición pertenece al Romancero, de Enrique
Heine, colección mucho menos conocida entre nosotros que su
Buth del Lieder o Cancionero, del cual poseemos
dos tan apreciables traducciones, debidas a los señores
Llorente y Pérez Bonalde.
El
hecho que sirve de base al poemita tan lindamente naturalizado por
el señor Valera, parece histórico. El mismo Firdusi
(autor del gran poema Shah-Nameh o Libro de los
reyes) se queja amargamente del malo y fraudulento pago que le
dio el sultán Mahmud, de la dinastía de los
Ghaznavidas. Los versos en que exhaló sus quejas el poeta
burlado, pueden leerse traducidos (probablemente en una
versión inglesa) en el tomo de Poesías
árabes, persas y turcas, del conde de Noroña
(París 1833).
Firdusi es uno de los mayores poetas del mundo, no ya sólo
de Persia. Su poema no tiene la poderosa unidad del
Ramayana o de la Ilíada, ni pertenece
tampoco a la poesía épica genuinamente popular y
espontánea, como esas dos grandes epopeyas. Más bien
que poema, el Shah-Nameh es una serie o ciclo de poemas
que comprenden toda la vida histórica y fabulosa de la
monarquía persa; una interminable crónica rimada, que
esmaltan por dondequiera rasgos de genio. Firdusi había
abrazado el mahometismo, pero en él, lo mismo que en otros
poetas del Irán, esta religión no pasó
más allá de la corteza. En el fondo de su alma se
mantuvieron fieles, si no, a las antiguas creencias, por lo menos
al espíritu tradicional de su raza, el cual, próximo
a apagarse, se manifestó en ellos con singular esplendidez y
fuerza. De aquí los elementos genuinamente épicos que
en tanta abundancia contiene el inmenso poema de Firdusi, a pesar
de ser obra de erudición en gran parte, nacida
después del triunfo del islamismo y de la extinción
del culto de los adoradores del fuego. Enrique Heine caracteriza
admirablemente el poema de Firdusi al principio de esta leyenda
suya, cuya traducción es uno de los mayores triunfos del
señor Valera.
La oreja del
diablo
El
conocido hispanófilo doctor Juan Fastenrath, de quien es el
original alemán de este cuento estrambótico, hubo de
tomar su asunto de un relato novelesco, en prosa, que los ciegos
venden por las plazas. Su título es el mismo que el de la
leyenda de Fastenrath, y la edición que tenemos a la vista
es del año pasado de 1885. Hay otras muy anteriores, lo cual
prueba la popularidad del cuento entre las gentes de
condición humilde, que consumen este género de
papeles desdeñados de los doctos, por más que muchas
veces se encierre en tan plebeya literatura la revelación de
altos arcanos etnográficos e históricos. El presente
cuento, aunque groseramente alterado y modernizado en la
pésima versión que los ciegos expenden, parece ser de
origen antiguo. El doctor Fastenrath le ha mejorado mucho al
ponerle en verso, suprimiendo más de las dos terceras partes
de las ridículas peripecias contenidas en la relación
vulgar a que aludimos, y a la cual no sería difícil
encontrar similares en nuestras colecciones de cuentos y en las de
otros países.
Trozos de
Fausto
El
señor Valera ha tenido siempre especial admiración
por el gran poeta Goethe. En su juventud imitó el
Segundo Fausto, cuando casi nadie le conocía entre
nosotros. En su edad madura ha puesto en verso los trozos
más líricos de la primera parte, trozos que van
intercalados en la exacta versión en prosa publicada por los
señores English y Gras. Aquí aparecen estos trozos
sueltos y desligados del conjunto del poema, lo cual podría
dificultar algo su inteligencia, a no ser tan conocida de todo
linaje de lectores cultos la obra maestra de Goethe, obra maestra
también del genio alemán, y aun de toda la
poesía moderna. Ofrécense aquí, pues, el
Prólogo en el cielo, la respuesta del
espíritu a la evocación de Fausto, el coro de la
Resurrección, el de los soldados y los campesinos bajo los
tilos, el canto de los espíritus en el corredor, la escena
de la taberna en Auerbach, los preparativos del remozamiento, la
balada del Rey de Thule, los versos que dice Margarita hilando al
torno, la serenata de Mefistófeles, y la solemne escena de
la catedral y del Dies
irae. Los trozos que el señor Valera traduce, a
pesar de ser los de índole más lírica y menos
dramática (exceptuando el último), forman juntos una
especie de compendio del poema, que puede refrescar agradablemente
la memoria de quien ya le conozca en su integridad. Si prescindimos
de la balada del Rey de Thule (de la cual había varias
traducciones, entre las cuales sobresale la de nuestro llorado
maestro don Manuel Milá y Fontanals), el presente ensayo de
traducción poética del Fausto es el primero
que recordamos haber visto impreso en nuestra lengua. Con alguna
posterioridad, el insigne escritor valenciano, don Teodoro
Llorente, ha publicado una versión poética
íntegra de la primera parte del Fausto, trabajo que
tenía comenzado muchos años hace, y que ahora ha
completado y retocado mucho.
Fábula de
Euforión
No
es traducción ni paráfrasis, sino imitación
muy libre y remota del más bello episodio de la segunda
parte del Fausto, mucho menos leída que la primera
y tenida generalmente por inextricable y confusa en fuerza de su
excesivo simbolismo. No lo juzga así el señor Valera,
el cual hace muy ingeniosa defensa e interpretación de esta
segunda parte en su estudio sobre el Fausto, que ha de
aparecer en uno de los volúmenes sucesivos de esta
colección de sus obras. Convenimos con nuestro autor en que
la segunda parte sólo puede parecer un logogrifo a
espíritus ignorantes, perezosos y distraídos, ajenos
del todo al mundo de ideas metafísicas, estéticas y
científicas en que el espíritu de Goethe se
movía. Pero también se nos concederá que el
símbolo y la alegoría, por transparentes que sean, y
por muy altas y trascendentales que parezcan las ideas a las cuales
sirven de envoltura, traen siempre consigo un no sé
qué de frialdad que es muy dañoso al arte, y que,
limitándonos al caso presente, hará siempre que la
segunda parte, no obstante las bellezas líricas y las
profundidades metafísicas que contiene, parezca siempre
inferior a la primera, y menos humana, y simpática, y
deleitable que ella.
Por
fortuna, el episodio de Euforión es quizá el
trozo del segundo Fausto que más libre se halla de
estos inconvenientes. El símbolo es claro y está al
alcance de cualquier lector, y la ejecución artística
es de una belleza insuperable. Del consorcio del genio de las razas
germánicas, representado por el Doctor Fausto, y del genio
de la raza griega, personificado en la hermosa aparición de
Helena, a quien con mágicos conjuros atrae Fausto del reino
de las sombras, nace el genio de la poesía moderna encarnado
en Euforión, y sus rasgos concuerdan en general con los de
lord Byron, cuya gloriosa muerte estaba muy fresca cuando Goethe
escribía esta parte de su poema.
La
idea de la evocación de Helena no pertenece originalmente a
Goethe: estaba ya en el Fausto inglés de Marlowe;
pero este poeta del Renacimiento no había acertado a sacar
partido de tan hermosa idea que compendiaba el espíritu del
Renacimiento mismo. Sólo Goethe le dio el alcance y la
trascendencia simbólica que ahora tiene, produciendo una
creación tan filosófica y tan poética a un
tiempo, que ya no se borrará de la memoria de los hombres, y
será como el tipo y el ideal eterno y armónico de la
nueva poesía.
Hay
en el Euforión muchos rasgos, y no los peores, que
pertenecen en toda propiedad al Sr. Valera, como puede ver el
curioso que coteje esta Fábula con el episodio
correspondiente de Goethe. Hay, también, imitaciones y
reminiscencias del otros varios poetas, hábilmente fundidas
con el tono general y dominante de la obra. Así, el bello
coro en versos sáficos
Hijo sublime de la hermosa Helena...
no niega su
parentesco con el himno de Hermes, que anda entre los
atribuídos por la antigüedad a Homero, y que hoy mismo
se imprimen al fin de sus poemas. Tengo para mí que no hay
en castellano versos sáficos de carácter tan
verdaderamente clásico como estos del Sr. Valera.
Más adelante, en aquellos versos
Un tiempo de la cumbre que
domina
el mar de Salamina
un rey miró, de presunción
henchido...
reconocerá
todo lector curioso una imitación manifiesta del famoso
canto de las isla de Grecia en el Don Juan, de Byron,
canto que yo mismo he parafraseado en otro tiempo.
El paraíso y la
Peri
Esperamos que el Sr. Valera llevará a término su
antiguo proyecto de poner en lengua castellana todo el Lalla
Rook, colección de cuentos orientales de Thomas Moore,
ingenio maravilloso, todo color, brillantez y halago mundano, que
transportó a las nieblas del Norte las pompas, aromas y
misterios del Oriente, como si en él hubiese retoñado
el espíritu de Hafiz, de Sadi o de Firdussi. Cuatro son los
cuentos en verso que forman el collar de perlas llamado Lalla Rook:
El velado profeta del Khorassan, El Paraíso y la Peri,
Los adoradores del fuego y La luz del Haram.
Hasta ahora, el Sr. Valera no ha traducido más que el
segundo, menos épico que los restantes, pero lleno de gracia
y de hermosura líricas. Para facilitar la inteligencia de
este trozo de poesía, un tanto extraño a nuestras
costumbres y habituales lecturas, nos ha parecido conveniente
añadir algunas notas tomadas de las que acompañan al
original inglés de Moore, a quien yo tengo por el tercero de
los poetas británicos de su tiempo, después de Byron
y de Shelley.
I.
En el lago de Cachemira existen muchas islas. La isla por
excelencia a que el poeta alude, parece ser la conocida con el
nombre de Char Chenaur.
II.
Al lago de Sing-suhay va a parar el Altan-Kol o río de oro
del Thibet, así llamado por el que arrastra en sus
arenas.
III. Suponen los mahometanos que los cometas son los dardos que los
ángeles buenos disparan contra los malos cuando quieren
escalar el empíreo.
IV.
Los cimientos del Chilminar son las ruinas de Persépolis.
Suponen los persas que el palacio y los edificios de Balbeck fueron
edificados por los genios con el propósito de enterrar en
sus subterráneos innumerables tesoros que permanecen
allí todavía.
V.
Mahmud de Gasna, o más bien el Gaznavida,
conquistó parte de la India a principios del siglo XI de
nuestra Era, y persiguió de la manera más cruenta los
antiguos cultos, arrebatado por el fanatismo musulmán.
Hacía gala de adornar a sus perros con los collares
sagrados.
VI.
En las montañas de la luna se ha supuesto que nacía
el Nilo, a quien los abisinios designan con el nombre de «El
Gigante».
VII. Con el nombre de país de las rosas (Suristan) designan
los orientales a la Siria (de suri), por las bellas y delicadas
especies de rosas que hicieron célebre aquel país en
otros tiempos. Tal es a lo menos la opinión, de algunos
viajeros, seguida por Thomas Moore.
VIII. Alude a la lluvia milagrosa que cae en Egipto precisamente en
el día de San Juan, y se supone que tiene la virtud de
ahuyentar la peste.
IX.
Shadukiam, la de las torres de diamantes, es una ciudad,
capital de región en el reino de Jennistán.
También se la apellida ciudad de las joyas.
Amerabad es otra de las ciudades del Jennistán.
Las aventuras de
Cide-Yahye
Sobre este poema, que desgraciadamente no ha sido terminado, basta
referirnos a la carta prólogo del Sr. Valera.
¿Qué interpretación más autorizada? El
pensamiento filosófico que en el poema domina pertenece,
como casi todos los del autor a la filosofía
neo-platónica o alejandrina. Ni ha de parecer impropio poner
tales sutilezas en la mente de un príncipe
árabe-andaluz, puesto que precisamente tuvieron muchos
secuaces y egregios intérpretes en los filósofos
mahometanos y judíos de nuestra raza, tales como Avempace,
Tofail y Ben-Gabirol.
Este, en su famoso libro Makor Hayin o Fuente de la
vida, nos enseña que la forma (concepto análogo
en su sistema al de la idea) es luz perfecta, pero que, conforme se
difunde en la materia y va concentrándose y adquiriendo
sucesivas determinaciones, pierde mucho de su integridad y de su
pureza, y se empaña, y se contamina, y se hace más
espesa.
Por
el contrario (añade el poético filósofo
zaragozano o malagueño), «si quieres imaginar las
substancias simples y el modo como tu esencia las penetra y
contiene, es necesario que eleves tu pensamiento hasta el
último ser inteligible; que te limpies y purifiques de la
inmundicia de las cosas sensibles; que te desates de los lazos de
la naturaleza, y que llegues, por la fuerza de tu inteligencia, al
límite extremo de lo que te es posible alcanzar de la
realidad de la substancia inteligible, hasta que te despojes, por
decirlo así, de la substancia sensible, como si nunca la
hubieras conocido. Entonces tu ser abrazará todo el mundo
corpóreo, le colocarás en uno de los rincones de tu
alma, entendiendo cuán pequeña cosa es el mundo
sensible al lado del mundo inteligible. Entonces las formas
espirituales se revelarán a tus ojos, y las verás
alrededor de ti y bajo ti, y te parecerá que son tu propia
esencia... Y si asciendes a los últimos grados de la
substancia inteligible, te parecerán los cuerpos
pequeños e insignificantes, y verás el mundo entero
corpóreo nadando en ellos como los peces en el mar o los
pájaros en el aire».
Por
no haber ascendido a esta sublime Metafísica; por haberse
empeñado en materializar y hacer corpórea la idea
inmaculada que vivía en su mente; por haber tratado, nuevo e
infeliz Pigmalión, de hacer respirar y moverse a la Galatea
de su pensamiento, tuvo que pasar el pobre rey de las Alpujarras,
héroe de este cuento, todas las tribulaciones que el Sr.
Valera se proponía relatar en los cantos sucesivos de su
poema. Hay aquí un problema metafísico punto menos
que insoluble. La materia (y el mismo Ben-Gabirol lo reconoce) no
puede existir desnuda de forma: la existencia de una cosa
sólo por la forma se determina o se realiza. Todo ser es o
inteligible o sensible, y el sentido y el entendimiento humanos
únicamente se aplican a formas sensibles o inteligibles. De
aquí que la esencia o la idea jamás lleguen, en este
bajo mundo, a realizarse en su integridad y pureza, ni se pronuncie
nunca del todo en los oídos humanos aquella palabra inefable
que el Altísimo imprimió en la materia. Sólo
en una esfera superior a la de la ciencia humana pueden hallar
satisfacción estos místicas y suprasensibles
anhelos.
Del
cuento de Boccacio que el Sr. Valera pensó tomar como
armazón de su poema, mucho pudiera decirse, con sólo
copiar lo que escriben los comentadores, del Decamerone,
especialmente Manni en su Historia de aquel famoso libro;
DuMéril, en su estudio sobre las fuentes de los cuentos de
Boccacio, insertó en sus Prolegómenos a la
historia de la poesía escandinava, y otros muchos
eruditos que fuera prolijo enumerar, y que dan amplia noticia de
todos los viajes, transmigraciones y extraordinarias vicisitudes de
la fábula de Alaciel, novia del rey de Garba o más
bien del Algarbe. Pero como quiera que nuestro autor no
llegó a hacer uso del cuento de Boccacio, prescindimos
aquí de erudición tan fácil,
limitándonos ahora a recordar que no es el Sr. Valera el
único que ha creído encontrar un sentido
melancólico y profundo en el cuento, a primera vista ligero
y pintoresco, del alegre novelador florentino. Lo mismo opina
Emilio Montégut en un reciente estudio inserto en su libro
Poetas y artistas de Italia.
En
la estrofa que comienza
Eres semejante al alma
de amor al Amor objeto...
se alude de una
manera bien clara a la fábula de Psiquis y el amor,
referida de un modo tan poético e interesante en el Asno
de oro, de Apuleyo, e interpretada por los gnósticos y
neoplatónicos en un sentido idealista análogo al que
predomina en la leyenda de nuestro autor.
Elegía de
Abul-Beka, de Ronda, a la pérdida de Córdoba, Sevilla
y Valencia
El
Sr. Valera ha traducido del alemán la excelente obra del
barón Adolfo Federico de Schack acerca de la
Poesía y arte de los árabes en España y
Sicilia. Los versos de poetas árabes-hispanos que
Schack traduce al alemán y que forman la mayor parte de su
libro, los pone igualmente el Sr. Valera en un verso
castellano.
Pero como quiera que la traducción de Schack ha de formar
parte de esta colección, y que la mayor parte de las
poesías dadas a conocer por aquel orientalista reclaman
forzosamente el auxilio del comentario en prosa, sólo ha
querido el señor Valera insertar en esta colección
una muestra, eligiendo, con buen acuerdo la famosa elegía
del rondeño Abul-Beka, encaminada a deplorar las calamidades
que cayeron sobre el Islam con motivo de las gloriosas conquistas
llevadas a término por San Fernando y por Jaime I de
Aragón. De estas elegías a la pérdida de
ciudades, hay en la literatura arábiga de la
Península muchos ejemplares insertos generalmente en los
libros de historia (véase, pongo por caso, la elegía
del moro de Valencia en la Crónica general); pero
quizá esta composición de Abul-Beka sea el tipo
más perfecto y más puro de tal género de
lamentaciones. Nuestro traductor la ha puesto en copias de pie
quebrado, semejantes a las de Jorge Manrique, lo cual, unido a
ciertos solemnes giros oratorios acerca de la instabilidad de las
grandezas humanas, parece darle un remoto aire de analogía
con los inolvidables versos de aquel ingenio castellano a la muerte
de su padre. Pero si se lee traducida literalmente en prosa esta
elegía, la semejanza no resulta tan clara ni con mucho. Y
por otra parte, prescindiendo de la dificultad casi insuperable de
que una poesía árabe de índole tan culta y
literaria hubiera podido nunca ser popular ni conocida en Castilla
(fenómeno que sería único, y por tanto
inexplicable, en la historia de nuestras letras), no cabe duda que
la semejanza es en pensamientos comunes, los cuales se hallan en
poetas de todas naciones y edades y aun en los mismos libros de la
Sagrada Escritura, y que, sin salir de su propia casa y familia,
encontró Jorge Manrique cuantos materiales necesitaba para
su elegía, en las copias de su tío Gómez
Manrique al contador Diego Arias de Avila, que fueron, sin
duda, su verdadero modelo:
En esta mar alterada
por do todos navegamos,
los deportes que pasamos,
si bien lo consideramos,
no duran más que rociada.
¡Oh, pues, tú, hombre mortal,
mira, mira,
cuán presto la rueda gira
mundanal!
Si desto quieres
enxiemplos,
mira la grand Babilonia,
Tebas y Lacedemonia,
el grand pueblo de Sydonia,
cuyas murallas y templos
son en grandes valladares
transformados,
e'sus triunfos tornados
en solares.
Pues si passas las
historias
de los varones romanos,
de los griegos y troyanos,
de los godos y persianos,
dignos de grandes memorias,
no fallarás al presente
sino fama,
transitoria como flama
d'aguardiente, etc., etc., etc.
Reco.- Las hojas que
cantan.- El destructor de los ídolos.- El mayoral del rey
Admeto
Estas cuatro composiciones están imitadas, o más bien
parafraseadas, de otras del poeta norteamericano James Russell
Lowell. El Sr. Valera prepara un trabajo extenso acerca de la
poesía inglesa de los Estados Unidos, de la cual entre
nosotros sólo han sido conocidos hasta ahora los nombres de
Longfellow, de Cullen Bryant y de Edgar Poe, y aun este
último más bien en concepto de narrador
excéntrico que de poeta lírico. Como muestras y
primicias de este trabajo, nos ofrece en la presente
colección el Sr. Valera algunas composiciones de Lowell, de
Whittier y de Story.
Russell Lowell, lo mismo que Whittier, pertenecen por su nacimiento
a los Estados de la Nueva Inglaterra, que parecen ser o haber sido
el foco intelectual de la América del Norte. Por sus
aficiones clásicas, por su vasta cultura, por el primor de
la forma, Russell Lowell ha sido considerado por muchos como el
verdadero tipo del literato americano, tanto o más que el
mismo Longfellow. Y, sin embargo, Russell Lowell debe su mayor
popularidad a una serie de versos políticos, The Biglow
Papers, en los cuales, para asegurar el efecto inmediato no
temió el autor recurrir a los vulgarismos y yankismos
más enérgicos de las provincias en que había
nacido, olvidados unos y no admitidos nunca otros en la lengua
inglesa clásica. Hasta la ortografía es rara e
insólita en este poema, que exige y lleva un índice y
un glosario.
Pero prescindiendo de estas composiciones, cuyo interés es
un tanto local y transitorio, aunque arguyen despejado ingenio y
grande audacia filológica, lo que con más agrado
puede leer un extranjero en la colección de Russell Lowell
son, sin duda, las composiciones inspiradas por aquella serena
intuición clásica, que él ha sabido comprender
y expresar tan lindamente en la oda que comienza:
In the old days of awe and kee-eyed wonder,
the poet's song
with blood-warm truth was rife.
He saw the
mysteries which circle under
the out ward
shell and skin of daily life.
Nothing to him
were fleeting time and fashion,
his soul was led
by the eternal law.
There was in him
no hope of fame, no passion,
but with calm,
godlike eyes he only saw.
A
este género corresponden Reco y El Mayoral del
rey Admeto (The Sheperd of king Ametus). En esta última
hace Russell Lowell, con extraordinaria y profunda sencillez, la
apoteosis de la primitiva cultura humana, labrada por las artes del
espíritu, en aquel período rudimentario en que la
naturaleza hablaba de un modo tan directo y eficaz a los
mortales:
It seemed the loveliness of things
did teach him
all their use,
for, in mere
weeds, and stones, and springs,
he found a
healing power profuse.
Pero el idilio de Rhoecus es el más acabado espécimen
del nuevo género de leyenda clásica que Russell
Lowell ha puesto en boga. Compuesto este idilio en versos sueltos,
y traduciéndole el Sr. Valera en el mismo metro, ha podido
trasladar a su versión todas las gracias íntimas y
delicadas del original. Un sentido ético muy puro y elevado
viene en esta leyenda a depurar y engrandecer el antiguo mito
dándole valor de poesía eterna y universal, de
aquella poesía que tiene lágrimas y flores para todas
las cosas creadas, especialmente para las que son ternezuelas,
débiles y humildes. Hay un profundo espíritu de
caridad en el fondo de la fábula de Reco, y
él constituye la mayor originalidad de este poemita tan
limpio y sosegado, fusión perfecta del aliento plasmador y
estético de la teogonía clásica con la
ardiente aspiración moral, propia y característica de
las razas del Norte.
La
balada The Singin Leaves y la que se titula Mahmood
the image-breaker, pertenecen a distinto género y
acaban de probar que el cosmopolitismo es la nota
característica de la poesía yankee, así en
Russell Lowell como en Longfellow y en Story, hábiles todos
en remedar las inspiraciones de los pueblos más diversos,
haciéndose por breve espacio solidarios de su modo de sentir
y de sus concepciones poéticas o religiosas. En este
concepto, más que en otro alguno, ha dicho Edmundo Clarence
Stedman, en su reciente libro Poets of America, que
Russell Lowell es, por excelencia, el hombre de letras americano,
our representative man of letters, considerándole
además como un fine exemplar of culture, y
añadiendo que algunos le han llamado ciudadano del mundo.
Stedman, sin embargo, reclama vigorosamente los derechos de
americanismo a favor de la poesía de Lowell,
estimándole como el tipo más perfecto de la cultura
en los Estados del Este.
Rossell Lowell nació cerca de Cambridge el 22 de febrero de
1819, y vive aún. Stedman compara la leyenda de
Rheco con la más bella de las
Helénicas de Landor, la Hamadryada.
Praxíteles y
Fryne
Traducida libremente de unos versos de William Wetmore Story,
hombre de muy varios talentos y aptitudes, literato, pintor,
escultor, medio italiano en sus gustos, muy refinado en su
dicción, y lo menos americano posible en el carácter
habitual de sus producciones. Como poeta es secuaz de Browning. De
todas las poesías de Story, las que alcanzan mayor
estimación son Praxíteles y Fryne, y
Cleopatra.
Luz y
tinieblas
El
original de esta poesía es de John Greenleaf Whittier, poeta
norteamericano, en nada semejante a los anteriores y de especie
más alta que ellos. Whittier es un poeta casi
místico, una especie de cuáquero fervoroso, un
apóstol de la filantropía y de los sentimientos
humanitarios. Durante la guerra llamada de secesión, los
cantos de Whittier (el cual, por la secta a que pertenece, no
podía empuñar las armas) contribuyeron, tanto como
las armas mismas, a la emancipación de millones de esclavos
y al triunfo del derecho y de la justicia. La colección
titulada Voices of Freedom es el principal monumento de
esta lucha. Como poeta religioso (prescindiendo de sus errores de
secta, de los cuales, por otra parte, no hace mucha
ostentación), es, sin duda, uno de los más fervorosos
e ingenuos de nuestro siglo, menos reflexivo y perfecto que
Manzoni, pero lleno de ternura y devoción y de amor sin
límites a la humanidad redimida, y aquejado sin cesar por la
nostalgia de lo infinito. En muchos de sus versos ha tenido la
suerte de expresar conceptos elevadísimos y de eterna
verdad, que pueden y deben ser admitidos por todas las comuniones
cristianas, incluso la que tiene la excelencia de conservar el
depósito sagrado y venerando de la tradición
católica. Así, por ejemplo, en los versos The
Shadow and the light, que el Sr. Valera ha imitado
(mejorándolos no poco, a mi entender), Whittier ha acudido a
mojar sus labios en una fuente purísima, en el libro
7.º de los Soliloquios de San Agustín.
Él mismo pone al frente de su composición el pasaje
del doctor de Hipona y le alude al principio en términos
claros:
The fourteen centuries fall away
between us and
the Afric Saint,
and at his side
we urge to day,
the inmmemorial
quest and old complaint.
Whittier no se ha inspirado sólo en el libro 7.º de los
Soliloquios (que tenemos tan hermosamente traducidos a
nuestra lengua por el P. Rivadeneyra), sino también en el
décimo: «Dentro estabas, y yo fuera, y allí te
buscaba... Conmigo estabas, y yo no estaba contigo, porque me
apartaban de ti aquellas cosas, que si no existieran en ti, no
tendrían existencia. Tarde te he amado, hermosura siempre
antigua y siempre nueva...» (Sero te amavi, pulchritudo tam antiqua et tam nova, etc.,
etc.)
La
idea del infinito Océano de luz y de amor, que se vierte y
derrama sobre el Océano de la noche y de la muerte,
pertenece a Jorge Fox, padre de la secta de los cuáqueros, o
a lo menos Whittier la ha tomado de él.
Al
contrario de Russell Lowell y de Longfellow, Whittier es uno de los
tipos más puros y más acentuados de la primitiva raza
colonizadora de la América inglesa. Tiene el mismo
entusiasmo, la misma virilidad y la misma unción que los
primeros emigrantes de su secta. Guillermo Penn le
reconocería por uno de los suyos. Sin embargo, el
cuaquerismo de Whittier es un tanto disidente y heterodoxo, aun
dentro de su secta, y aparece influido por nuevas ideas
filosóficas.
Con
ser tan copiosa esta colección de poesías del Sr.
Valera, aun no figuran en ella todas las que ha escrito y dado a
luz. Faltan, no sólo las traducciones de poetas
árabes publicadas en el Schack (entre las cuales descuella
la Kasida de Aben-Hamdis sobre el vino de las monjas de Siracusa),
sino también los dos idilios que van insertos en la novela
de El Comendador Mendoza. Como el primero de estos idilios
es una de las mejores inspiraciones de nuestro poeta, se nota y
advierte aquí la falta, para que el lector de buen gusto
vaya a buscarlos en la novela de que forman parte, y con cuya
acción están enlazados. Falta, por último, el
picaresco poema Arcacosúa, que por razones de varia
índole, entre las cuales no es la menos fuerte la de no
conservarle su autor, ni haber podido nosotros dar con él en
nuestras investigaciones, se quedará por ahora en la sombra,
a pesar de su gracia y desenfado, el cual, por otra parte, no
traspasa los términos de la razonable libertad que siempre
se concedió a nuestros ingenios.
M.
Menéndez y Pelayo.
Poesías
Fantasía
Un campo es el corazón,
un campo que tiene flores,
que se engalana con ellas
porque son sus ilusiones,
con cuyo perfume alienta,
5
cuyo perfume es su goce,
cuyo perfume embalsama
del corazón las regiones;
porque en el aire perdidas
las esperanzas del hombre,
10
son de la flor la semilla
con la que el campo cubriose.
Pero esta flor se marchita,
que está del sepulcro al borde,
porque tan sólo un momento
15
nos duran las ilusiones,
y el jardín se cambia en páramo
y en hojas secas las flores,
porque yermo el corazón
para siempre ya quedose.
20
Porque hay un huracán en
la llanura
que el viento del deseo lo formó,
que marchitó del campo la verdura
y la flor gaya de ilusión seco.
Y este huracán, que lo engendró el
deseo,
25
es la pasión que vomitó Luzbel,
y en sus alas marchito y en trofeo
lleva el que fue del corazón vergel.
Y deja un tronco seco y deshojado
de espinas lleno, lleno de dolor,
30
y éste es el desengaño, que
clavado
se nos queda cual dardo matador.
Málaga, mayo de 1840.
A María
Dulce me eres,
linda morena,
como me es dulce
de primavera
naciente aurora
5
de luces bellas.
Que son tus ojos
que mi alma queman,
soles nacientes:
y tus guedejas,
10
que al aire flotan
o en lindas trenzas
caen en tu espalda,
son por lo negras
como azabache,
15
y por lo luengas
como el cariño
que mi alma encierra
y que consagra
a tu belleza;
20
porque tu forma
toda es perfecta
toda es divina,
toda es aérea.
Es cual de un ángel
25
la tu voz tierna,
como un suspiro
que el aire lleva,
como el remate
de dulce endecha,
30
como el arrullo
de tierna queja
de la paloma
de amores llena.
Es lo que siente
35
tu alma bella,
que más encanta
que tu belleza,
puro y virgíneo
cual tu alma mesma,
40
cual el aliento
del Criador fuera
cual son dulcísimo
que exhala tierna
la lira armónica
45
del rey poeta.
Así, mi niña,
son las tus prendas
cual el perfume
de la flor bella
50
que el dulce céfiro
en alas lleva.
Por eso el pecho
mío se queja,
por eso siento
55
que mi alma incendias
en fuego vivo
de amor y penas,
un fuego eterno
que no remedian
60
mil y mil muertes
si mil me dieran,
que no consume
aunque quisiera
el agua toda
65
que, bravo, encierra
el mar ruidoso
que el mundo cerca,
ni el río de lágrimas
que lastimera
70
arroja mi alma
de amor deshecha.
Sólo tu labio,
tu mano bella
mi fuego ardiente
75
calmar pudieran.
Málaga, junio de 1840.
En el álbum de María
(b)
En tu virgínea
frente,
de olorosos jazmines coronada,
el pudor dulcemente
la mano delicada
puso, y dejola de ilusión colmada.
5
En tu mirada, pura
más que la luz de la naciente aurora,
la inocencia fulgura,
entre sus llamas mora,
y nítidos ensueños atesora.
10
El dedo colocado
sobre la dulce boca, adormeciendo
el velador cuidado
del mundanal estruendo,
mientras tu corazón está
durmiendo.
15
Duerme, duerme, ángel
mío,
en fresco lecho de encantadas flores;
el ave en el sombrío
te cante sus amores,
el céfiro te arrulle y vierta olores.
20
1841
A Lucinda
(c)
T' is sweet to
be awaken' d by the &
DON JUAN, C. I.
Dulce es el tierno canto
del ruiseñor amante,
que en la tranquila noche
resuena sin cesar.
Dulce junto a la fuente
5
límpida y susurrante
adormirse arrullado
del céfiro fugaz.
De la armoniosa
música
los melodiosos sones,
10
que de amor estremecer,
el blando corazón.
La voz de las doncellas
mezclada en las canciones,
el son del arpa de oro
15
del tierno trovador.
Es dulce de las copas
el alegre estallido,
y dulce del banquete
el placer mundanal;
20
aspirar el aliento,
en el salón perdido,
de tanta enamorada
voluptuosa beldad.
Es dulce el giro
rápido
25
del baile delicioso
de las cándidas vírgenes
que suspiran de amor;
de sus trémulos pechos
el deleite amoroso,
30
de sus miradas púdicas
el arrobado ardor.
Es dulce allá en los
mares,
en la noche callada,
la canción ardorosa
35
del triste pescador;
por las tranquilas ondas
oírse modulada,
al compás de los remos
del ardiente amador.
40
Y es dulce el leve aroma
de las virgíneas flores,
que en su alas conduce
el céfiro gentil;
pero más es tu aliento
45
cuando me hablas de amores
con tus divinos labios
de nítido carmín.
Más dulces son tus
ojos
o tu virgínea frente,
50
más dulce de tu pecho
el celestial ardor;
más dulce de tus labios
un beso tierno ardiente,
que todo lo más dulce
55
más dulce, más, tu amor.
Granada, 1841.
A Laureta
(d)
¡Ay! Cuán hermosa,
cándida y divina
brilla en su frente la inocencia pura,
más alba que la luz que el sol fulgura
al nacer entre mares de carmín.
Qué blondos sus cabellos aromados
5
que en mil rizos descienden por su espalda,
adornados tal vez de una guirnalda
de azucenas y cándido jazmín.
¡Qué pureza en sus
labios sonrosados
y en sus mejillas de tempranas rosas!
10
¡Qué dulces sus palabras
melodiosas!
¡Qué inocentes sus ósculos de
amor!
Te alzas al cielo de placer radiante...
¿Qué deleite sus ojos embriaga
y qué secreta inspiración te
halaga
15
que hace latir tu tierno corazón?
Porque esos ojos del azul del
cielo,
brillantes cual la luz de la mañana,
sin una chispa de fulgor profana
buscan del cielo la suprema luz;
20
porque es un ángel desterrado al mundo
la celestial y púdica Laureta,
ángel que hiere el alma del poeta
y hace vibrar las cuerdas del laúd.
Santa inocencia te proteja
siempre
25
cuando cesando tu dichosa infancia,
cual puro cáliz de eternal fragancia,
se abra al amor tu virgen corazón.
Pobre inocente púdica Laureta,
más pura que el amor de los querubes,
30
¿por qué sobre sus alas no te
subes
a la celeste fúlgida mansión?
Granada, 1841.
Mi lira
Quaeritis unde mihi toties
scribanturunde meus
veniat mollis in amore ora libernon mihi Calliope, non haec mihi cantas
Apollo,ingenium
nobis ipsa puella facit.