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- XXVIII -


Elisa envidiosa

ArribaAbajo   Si tan niña te casaron,
¿por qué murmuras, Elisa,
que las solteras se lleven
los galanes de la villa?,
   ¿a qué culpar sus donaires,  5
y en tus ominosas iras
ni aun perdonarles las gracias
con que su inocencia brilla?,
   ¿en qué te ofenden las flores
que su cabello matizan,  10
de su seno los joyeles,
de sus dedos las sortijas?,
   ¿en qué el donoso bullicio
de su juventud festiva,
ni el embeleso en que gozan  15
del dulce amor las primicias?
   En buen hora se engalanen,
y con atención prolija
cuiden de realzar el lustre
de su beldad peregrina;  20
   su cuello el aljófar orne,
y trasparente a la vista
velen su pecho en la gasa,
que leve un soplillo agita;
   den a su mirar más fuego,  25
más frescor a sus mejillas,
y, premiándolo, a su talle
más soltura y gallardía.
   No esta delicia les vedes,
ni con tus quejas y envidias  30
o sus triunfos solemnices,
o publiques tu desdicha.
   Déjalas ir a los bailes,
deja que canten y rían,
cual tú, enojosa, lo hicieras  35
si hoy no vivieras cautiva.
   Hiciéraslo, como sabes
que te holgaras, siendo niña,
y que en danzar y prenderte
la palma entonces tenías,  40
   si feliz no te olvidaste
de las músicas y citas
que alcanzó más de un dichoso,
notándolo tus vecinas.
   Todo sin cuidado entonces,  45
y tú inocente y sencilla,
era un pasatiempo alegre
cuanto ora llamas malicia.
   Quéjate, pues, de tu estrella;
no nuestras fiestas impidas,  50
o pensaré que son celos
tan enfadosa porfía.
   ¿Qué te importa que Belarda
dé a su zagal una cinta,
que Silvio y Enarda se hablen,  55
ni celosa esté Belinda?
   Delio apagará su enojo,
y los celos serán risas,
como a las nubes de mayo
sigue la lluvia tranquila.  60
   Que tú también de este achaque
otro tiempo adolecías,
y curábalo tu esposo,
y tú le amabas más fina.
   Deja, en fin, culpas y duelos  65
por sus paces o sus riñas,
que asienta mal en tu rostro
el ceño con que nos miras;
   y el cuento serás del valle,
si cansada en su alegría  70
en dar consejos te empeñas,
sin que nadie te los pida.
   Que si a todos enamora
la modestia que es benigna,
cuando es importuna enfada,  75
y con altivez irrita,
   cual la mesura y los velos
de la viudez dolorida,
si al baile van melindrosos,
todo su placer mancillan.  80
   Ama sensible a tu Albano,
pues lo tienes de por vida;
y desvelada en servirle,
a sus gustos te anticipa.
   Parte con él tus finezas,  85
fiel esposa y dulce amiga,
aun más que en tus largos bienes,
en bondad y gracias rica.
   Ocupada en tus hijuelos
con solicitud activa,  90
cual diligente hortelana
con dos tiernas clavellinas,
   sus débiles pasos rige,
goza feliz sus caricias;
y en su amor y su cuidado  95
todos tus encantos cifra.
   Y dejando a las zagalas
bien querer, y que las sirvan,
sin esos necios afanes
con que en vano te fatigas,  100
   a ellos y al padre dichoso
consagra alegre tus días
en la afortunada suerte
que los cielos te prodigan;
   que si él es grato a tus ojos  105
cuanto tú a los suyos linda,
por más que anhelar no tienes,
lastimada casadilla.




- XXIX -


La mañana

ArribaAbajo   Dejad el nido, avecillas,
y con mil cantos alegres
saludad al nuevo día,
que asoma por el oriente,
   de do en vuelo despeñado  5
la ciega noche desciende
opuesta al sol, que en su alcance
su fúlgido tren previene;
   y semejando una hoguera
que en inmensas llamas hierve,  10
allá al confín por do asoma
del cielo en ellas lo enciende.
   ¡Oh, qué celajes y albores!,
¡qué de ráfagas y fulgentes
con sus rayos los alumbra  15
y de oro los enriquecen!
   Él como en triunfo glorioso
su rápida marcha emprende,
de animada luz dorando
de los montes la alta frente,  20
   mientras que los hondos valles
muy más lóbregos se ofrecen,
cual si otra noche en sus sombras
de nuevo los envolviese.
   De Titón la esposa bella,  25
ostentándose riente,
lleno el regazo de flores,
de rosa ornadas las sienes,
   libra al céfiro su manto,
que fugaz lo desenvuelve,  30
mezclando en el horizonte
la púrpura con la nieve,
   y luego, galán, vagando
entre las flores se pierde,
el rocío les sacude,  35
y sus frescas hojas mece.
   Ellas fragantes perfumes
en oblación reverente
tributan al sol, que a darles
vida con sus llamas vuelve.  40
   ¡Oh, qué bálsamo, qué olores!,
¡qué delicia el alma siente
al respirarlos! Del pecho
absorta exhalarse quiere.
   En tanto, de las tinieblas  45
los restos se desvanecen
entre la luz que en raudales
de los cielos se desprende.
   Todo con ella del sueño
sale y se rejuvenece,  50
cual si del mundo este día
la feliz aurora fuese;
   y todo la atención llama,
y bulle en gozo y deleite,
de embeleso en embeleso  55
llevándola dulcemente.
   La vista vaga perdida;
aquí una flor la entretiene
que de luz mil visos hace
con sus perlas trasparentes;  60
   sobre las mieses lozanas,
allí en tal copia las vierte
grata al alba, que sus hojas
ya contenerlas no pueden,
   corriendo en líquidos hilos  65
que los surcos humedecen,
para que así sus cogollos
con más pompa al sol desplieguen;
   y allá el plácido arroyuelo,
cuyas claras linfas mueve  70
el viento en fáciles ondas,
apenas correr se advierte.
   Más allá el undoso río
por la ancha vega se tiende
con majestad sosegada  75
y cual cristal resplandece.
   El bosque umbroso a lo lejos
la vista inquieta detiene,
y entre nieblas delicadas
cual un humo desparece  80
   por ese inmenso horizonte
que en un pabellón luciente
enarcándose, los ojos
atónitos embebece.
   El vivo matiz del campo,  85
este cielo que se extiende
sereno y puro, estos rayos
de luz, el tranquilo ambiente;
   este tumulto, este gozo
que universal antecede  90
al trinar el himno al día
reanimados los vivientes;
   este delirio de voces
que en su estrépito ensordecen,
tantos píos de las aves,  95
tantos cánticos fervientes;
   este hervor inexplicable,
este bullir y moverse
en inefable delicia
una infinidad de seres,  100
   de la hierbecilla humilde
al roble más eminente,
del insecto al ave osada
que al sol su vuelo alzar quiere:
   ¡oh, cómo me encanta!, ¡oh, cómo  105
mi pecho late y se enciende,
y en la común alegría
regocijado enloquece!
   La mensajera del alba,
la alondra, mil parabienes  110
le rinde, y tan alto vuela
que ya los ojos la pierden.
   Tras sus nevados corderos
el pastor cantando viene
su tierno amor por el valle,  115
y al rayo del sol se vuelve.
   El labrado cuidadoso
unce en el yugo sus bueyes,
con blanda oficiosa mano
limpiándoles la ancha frente.  120
   El humo en las caserías
en volubles ondas crece,
y a par que en el aire sube
se deshace en sombras leves.
   Y la atmósfera, más pura;  125
y los árboles, más verdes;
y más lozano está el valle,
y más viciosas las mieses.
   ¡Qué hermosa es, amable Silvia,
la mañana!, ¡cuánto tiene  130
que admirar!, ¡en sus primores
cómo el alma se conmueve!
   Deja el lecho, y ven al campo,
que fausto a tu seno ofrece
su aroma y flores, y juntos  135
gocemos tantos placeres.




- XXX -


De una ausencia

ArribaAbajo   «¿Qué sirve que viva ausente,
si con el alma te veo,
zagala hermosa del Tormes,
y te adora el pensamiento?
   ¿Qué sirve que ausente viva,  5
si un amor fino y honesto
bien así en la ausencia crece
cual con seca leña el fuego?
   Nunca está lejos quien ama,
aunque tenga un mundo en medio;  10
para el gusto no hay distancias,
ni violencias para el pecho.
   Sólo, zagala, el que olvida
se dice bien que está lejos,
que yo dondequier que fuere  15
en mi corazón te llevo,
   cual inseparable marcha
en pos su sombra del cuerpo,
y vivo el fuego se esconde
del pedernal en el seno.  20
   Así esperar me anima,
y en memorias me entretengo,
sin que en estos tristes valles
nada encuentre de recreo.
   Sin aliño las zagalas,  25
de altivo y áspero ceño,
cuanto aquí miro, bien mío,
me parece tosco y feo.
   Mis locas ansias se pierden,
los ayes los lleva el viento,  30
mis lágrimas, el Eresma,
y el alba, los dulces sueños.
   ¡En ellos, ay, qué de noches
me hallara a tus plantas puesto,
tal vez airada conmigo,  35
tal, condolida a mis ruegos!
   Y al despertar, ¡qué de veces,
como burlado me siento
llamándote cual si oyeras,
bañé en lloro amargo el lecho!  40
   Más quisiera yo las noches
cuando, entre escarchas y hielos
quejándome de tu olvido,
me halló del alba el lucero,
   las noches en que llorando  45
no merecidos desprecios,
de mi cítara los trinos
oyó conmovido el cielo,
   más que no estas noches tristes
de luto y dolor eterno  50
en que a solas me consumo
y maldigo mis deseos.
   ¿Pues aquéllas, vida mía,
cuando ya mis dulces versos
sonar pudieron felices  55
de gozo y finezas llenos;
   y tú, inflamada al oírlos,
dándote el Amor su velo,
a tus ventanas salías
con silencioso misterio  60
   para entender más de cerca
los cariñosos requiebros
y unir tus tímidas ansias
con mis ardientes afectos?
   Nada alcanzará a borrarlas  65
de un alma de que eres dueño,
de un alma donde por siempre
será y único tu imperio;
   ni por más que en mi desdicha
se conjure el universo,  70
dejarás de hacer, bien mío,
mi delicia y mi embeleso.
   ¡Ay!, ¿cuándo diré a tus rejas,
como cantaba algún tiempo
ciego de amor y esperanzas  75
que cual humo se han deshecho:
   «Nunca yo hallado te hubiera,
ni la noche de los fuegos,
nunca tú por mi ventura
salieras, Rosana, a verlos?»  80
   ¿Cuándo...? Aquí llegaba un triste,
a quien del Tormes trajeron
al Eresma desterrado
la envidia, el odio y los celos.
   Los compasivos zagales  85
que sus gemidos oyeron
consuélanle, y él responde
que a un ausente no hay consuelo.




- XXXI -


El consejo de Jacinta

ArribaAbajo   Con Pascuala, Gil se casa,
y a la linda Fili olvida;
lo que en la zagala es luto,
será en Lucindo alegría.
   Sirviola Lucindo un tiempo;  5
pero el engaño y la envidia,
cual nube al sol contrapuesta,
así eclipsaron sus dichas.
   Un chismoso de la aldea
fingió agravios y malicias,  10
que a la sombra se abultaron
del acaso y la mentira.
   El zagal, que no debiera,
despreciolos, en su fina
voluntad asegurado  15
y en su inocencia sencilla;
   pero lastimose Filis,
que es sensible cuanto linda,
y sin desdenes ni quejas
dejó a Lucindo ofendida.  20
   Luego a Gil quiso en despique,
si es amor una porfía,
o si jamás un cuidado
con un disgusto se alivia.
   Lucindo llora el olvido  25
y en vano ruega y suspira,
que donde el engaño adula,
nunca la verdad se estima.
   ¡Oh, qué de veces el triste
buscó fino a su querida,  30
y con mil rendidas ansias
amainar tentó sus iras!
   ¡A sus plantas, qué de veces
sus verdades ratifica,
confunde apariencias vanas,  35
injustos celos disipa!
   Mas Fili, en su enojo ciega,
cuanto el zagal más la obliga,
más ciertos da sus agravios
y huye más y más su vista.  40
   Bien haya Gil, que por necio
la saca de esta agonía
y libra cortés a entrambos
de un martirio de por vida.
   La niña el desaire siente;  45
y entre agraviada y corrida
por Gil, la boda y sus piques,
es la canción de la villa;
   pero ella a Lucindo quiere,
él la adora y la suplica,  50
y así del otro el desvío
será el iris de sus niñas.
   Todos así lo murmuran;
y ya en el baile Jacinta,
viéndola tan triste y sola,  55
le cantaba el otro día:

    Zagala del Tormes,
deja de llorar,
que Lucindo vuelve
si Gil se te va.  60

   Porque Gil se casa,
no tan boba seas
que tú el tiempo llores
que él ríe y se alegra.
   Ejemplo en él toma,  65
y olvídale a par,
que Lucindo vuelve
si Gil se te va.

   Lo que Gil se pierde,
Lucindo lo gane,  70
puesto que en el trueque
bien librada sales;
   y pues es tan necio,
no le llores más,
que Lucindo vuelve  75
si Gil se te va.




- XXXII -


La ternura maternal

ArribaAbajo   ¡Oh, cómo me encanta, Filis,
gozar del juego inocente
con que entre risas te halaga
el ángel que al pecho tienes!
   ¡Cuál con sus tiernas manitas  5
te lo bate, y las extiende
hasta tus frescas mejillas,
hundiéndolas suavemente!
   Luego la cabeza esconde
y hace como que se duerme,  10
y entre mil gozos y mimos
entre tus brazos se mece;
   mas al punto el taimadillo,
de su quietud impaciente,
con nuevas fiestas y risas  15
salta, y de tu cuello pende.
   Tú con miradas de madre
lo contemplas, y le vuelves
por cada caricia un beso,
que a nuevos juegos le mueve.  20
   Ríen la dulzura y gracia
en sus ojuelos alegres;
en su boca, los gorjeos;
la candidez, en su frente.
   No hay en torno los donaires  25
con que vivaz te entretiene,
ternura que no le grites,
ni bendición que no le eches:
   clavel, lumbroso diamante,
perla de subido oriente,  30
cielo, sol, ángel, lucero,
todo aun poco te parece;
   y en el suavísimo encanto
en que viéndolo te embebes,
por tus ojos a su pecho  35
volársete el alma quiere.
   Yo, mudo y enajenado,
siento el mío blandamente
latirme, y parto contigo
tan sobrehumanos placeres.  40
   ¡Dichosa Filis!, tú gozas
cuanto bien gozarse puede;
tu seno nada en delicias,
tu rostro en gloria y deleite
   puro, angélico, sublime,  45
no el grosero que se bebe
del vicio en la amarga copa,
que llanto y dolor previene.
   ¿Ves cuánto la virtud vale?,
¿cuál sus encantos conmueven  50
el alma, y de madre tierna
son los éxtasis celestes?
   ¿Lo ves, Filis? Fausta sigue,
y en gozos y afectos crece.
Da otro beso a tus amores,  55
y otro y otro aun más ardientes.
   Él los busca, y te provoca
con sus donosos juguetes;
te mira, y se oculta y ríe,
y en gorjeos enloquece.  60
   Con estas gracias empieza
y feliz la llama prende
que en lazada deliciosa
os ha de atar para siempre,
   de ora haciendo que dos pechos  65
con sola una vida alienten,
y en ver y en querer conformes
su unión más y más se estreche.
   Hoy el pequeñuelo infante
que es hijo a tu pecho siente,  70
y este amor, sin conocerlo,
lo mama en tu dulce leche;
   este amor santo que un día,
como el árbol que se extiende
rico en sazonados frutos,  75
crecerá, y dártelos debe;
   y tu descanso y delicia,
lleno de bondad y bienes,
gloriosos hará tus años,
tan tierno como obediente.  80
   Cuanto hoy por su débil vida
tu seno en afectos hierve,
tanto y más y más de obsequios
verásle en torno volverte.
   Verasle, madre dichosa,  85
cuando sus gracias desplieguen
adelantados los días,
cómo él las luce riente,
   cuál solícito pregunta,
de tus avisos aprende,  90
y tus virtudes remeda,
y su razón se esclarece.
   De ora un enjambre de nietos,
lindos cual él, te previene,
en cuyas vidas la tuya  95
con nuevo verdor florece,
   y en cuyas ilustres prendas
correrán de gente en gente
las que en riquísima mina
tu corazón ennoblecen.  100
   De ese tu blondo cabello
se ajará el oro fulgente,
arando la ruga fea
la fresca tez de tus sienes;
   y entonces de nuevo en ellos  105
vivirás, cual en oriente
diz que entre aromas renace
de sus cenizas el fénix.
   Hoy siembras, Filis, y el llanto
que tan delicioso viertes,  110
es un plácido rocío
que los frutos desenvuelve.
   Siembras, y con grato influjo
de esa tu feliz simiente,
sazonará el sol un día  115
en abundancia las mieses.
   Siembras, y abrirse en su seno
verás, Fili, en plazo breve,
las rosas de su inocencia
y de tu amor los claveles.  120
   Riega oficiosa la planta,
y en solicitud perenne
del fogoso Can la libra
y los hielos de un diciembre.
   Vela en su amparo, y ten cuenta,  125
si algún ramito se tuerce,
que la razón lo dirija
y no el cariño te ciegue,
   que así pomposa y lozana,
el cielo hará que descuelle  130
sobre cuantas hermosean
los más floridos vergeles,
   y que en pos de su fragancia
felice a todos se lleve,
porque tu nombre y tu gloria  135
con los suyos se acrecienten».
   Así yo a Filis hablaba,
que no a mí, a su hijuelo atiende;
estréchalo en su albo seno,
y él mamando se adormece.  140
   Filis ni aun respirar osa,
porque su amor no despierte,
y con languidez suave
mirándolo se enternece.
   Esposa y madre, en su rostro  145
pudor y amor santamente
brillan unidos, y un ángel
para mis ojos parece,
   que en lágrimas inundados
sentí al punto; y reverente  150
ya, aunque hermosa, no vi en Filis
la Filis de mis niñeces.




- XXXIII -


Ausente de Clori, su amor solo es mi estudio

ArribaAbajo   ¿Qué me aprovechan los libros?,
¿de qué en mi triste aposento
morar como en cárcel dura,
aherrojado siempre entre ellos?
   Mis ojos sus líneas corren,  5
y en oficioso desvelo
el labio terco repite
sus verdades y preceptos,
   mientras la mente, embebida,
bien mío, en mil devaneos,  10
burla mi conato y vuela
a buscar más noble objeto.
   La imaginación fogosa,
con delicioso embeleso
de mis pasadas venturas,  15
hermosea los recuerdos;
   y en sus vagarosas alas,
como en un alegre ensueño,
tras lo que perdido anhela
lanzándose el pensamiento,  20
   en el solitario bosque
ora a tu lado me encuentro
de aquel jardín, confidente
de nuestros dulces secretos,
   donde huyendo veces tantas  25
con inocente misterio
de la calumnia los tiros,
los ojos de un vulgo necio,
   emboscados, como solos
en medio del universo  30
nos cogió expirando el día,
Clori, envidioso el lucero,
   el pecho en rendidos ayes,
el labio en finos requiebros,
y Amor plácido sellando  35
nuestros fieles juramentos;
   ora inflamando mi numen
al brillo de tus ojuelos,
mil ternezas me imagino
cantarte en mis dulces versos,  40
   que cual mi pecho sencillos,
como mi llaneza tersos,
en tu delicada lengua
adquieren más alto precio;
   ora que en Fedra temblamos  45
de Amor los horribles fuegos,
o en tu seno, triste Zaida,
de tu Orosmán el acero;
   y ora que en la amable Julia
sus derretidos conceptos,  50
en su lección encantados,
confundimos con los nuestros,
   con solícita fineza
contino buscando aquellos
que a nuestra inefable llama  55
semejan, bien que de lejos.
   Tal vez recuerdo infelice
también nuestro adiós postrero,
tú en el sofá desmayada
y yo a tus pies en silencio,  60
   sonando la fatal hora,
sin poder yo en mi despecho
ni huir del mandato odioso,
ni a ti dejarte muriendo.
   Partiendo en fin, y a tus brazos  65
y a decirte adiós de nuevo
loco tornando, abismada
tú en dolor, yo sin aliento.
   O ya en éxtasi más grato
doy nuevas alas al tiempo,  70
y rayando el fausto día
de volver, mi bien, a vernos,
   traspaso los altos montes
que, alzada su frente al cielo,
hasta el paso cerrar quieren  75
a mis ardientes deseos.
   Desde su enriscada cumbre
vislumbrar en sombras creo
la corte ya; el ansia crece,
y dejando atrás el viento,  80
   aguijo el correr, la rueda
gime en su rápido vuelo,
grita el mayoral, y el tiro,
de polvo y sudor cubierto,
   entra en fin por la ancha calle  85
a quien la imperial Toledo
da nombre; a tu casa corro,
y el callado umbral penetro.
   Llego a tu dichosa estancia;
encuéntrote sola, y ciego  90
a tus pies me precipito
y los baño en llanto tierno.
   Tú, lanzando un grito alegre
de sorpresa y de contento,
«¡Es posible, amado», exclamas,  95
«que abrazarte otra vez puedo...!»
   Y ahincada, tus manos tiendes;
tus manos que de mil besos
inundo yo; tú suspiras,
y el placer..., sobre tu seno...,  100
   embriagadas, confundidas
las almas... Yo te sostengo
desfallecida en mis brazos...,
y en los tuyos desfallezco...
   ¡Clori!, la mente delira;  105
yo en fijarla en lo que leo
me afano, su error acuso,
y al libro obstinado vuelvo,
   empeñándome estudioso
en buscar con nuevo anhelo  110
en la luz de sus doctrinas
a mi mal algún remedio.
   Empero todo es en vano;
y por más que atarla quiero,
sin saber cómo, ocupada  115
de ti siempre la sorprendo.
   Ríñola, pero replica
que tú sola eres su empleo;
y así en tu amor y mis penas
contino que estudiar tengo.  120




- XXXIV -


La tarde

ArribaAbajo   Ya el Héspero delicioso
entre nubes agradables,
cual precursor de la noche,
por el occidente sale,
   do con su fúlgido brillo  5
deshaciendo mil celajes,
a los ojos se presenta
cual un hermoso diamante.
   Las sombras que le acompañan
se apoderan de los valles,  10
y sobre la mustia hierba
su fresco rocío esparcen.
   Su corona alzan las flores;
y de un aroma süave,
despidiéndose del día,  15
embalsaman todo el aire.
   El sol afanado vuela,
y sus rayos celestiales
contemplar tibios permiten
al morir su augusta imagen,  20
   símil a un globo de fuego
que en vivas centellas arde
y en la bóveda parece
del firmamento enclavarse.
   Él de su altísima cumbre  25
veloz se despeña, y cae
del océano en las aguas,
que a recibirlo se abren.
   ¡Oh, qué visos!, ¡qué colores!,
¡qué ráfagas tan brillantes  30
mis ojos embebecidos
registran de todas partes!
   Mis sutiles nubecillas
cercan su trono y, mudables,
el cárdeno cielo pintan  35
con sus graciosos cambiantes.
   Los reverberan las aguas,
y parece que retrae
indeciso el sol los pasos
y en mirarlos se complace.  40
   Luego vuelve, huye y se esconde,
y deja en poder la tarde
del Héspero, que en los cielos
alza su pardo estandarte,
   como un cendal delicado  45
que, en su ámbito inmensurable
en un momento extendido,
súbito al suelo se abate,
   a que en tan rápida fuga
su vislumbre centellante  50
envuelto en débiles nieblas
ya sin pábulo desmaye.
   Del nido al caliente abrigo
vuelan al punto las aves;
cuál al seno de una peña,  55
cuál a lo hojoso de un sauce;
   y a sus guaridas los rudos
selváticos animales,
temblando al sentir la noche,
se precipitan cobardes.  60
   Suelta el arador sus bueyes,
y entre sencillos afanes
para el redil los ganados
volviendo van los zagales.
   Suena un confuso balido,  65
gimiendo que los separen
del dulce pasto, y las crías
corren llamando a sus madres.
   Lejos las chozas humean;
y los montes más distantes  70
con las sombras se confunden
que sus altas cimas hacen,
   de ellas a la excelsa esfera
grupándose desiguales
estas sombras en un velo  75
a la vista impenetrable.
   El universo parece
que, de su acción incesante
cansado, el reposo anhela,
y al sueño va a abandonarse.  80
   Todo es paz, silencio todo;
todo en estas soledades
me conmueve, y hace dulce
la memoria de mis males.
   El verde oscuro del prado,  85
la niebla que undosa a alzarse
empieza del hondo río,
los árboles de su margen,
   su deleitosa frescura,
los vientecillos que baten  90
entre las flores las alas
y sus esencias me traen,
   me enajenan y me olvidan
de las odiosas ciudades
y de sus tristes jardines,  95
hijos míseros del arte.
   Liberal, naturaleza,
porque mi pecho se sacie,
me brinda con mil placeres
en su copa inagotable.  100
   Yo me abandono a su impulso;
dudosos, los pies no saben
dó se vuelven, dó caminan,
dó se apresuran, dó paren.
   Cruzo la tendida vega  105
con inquietud anhelante,
por si en la fatiga logro
que mi espíritu se calme.
   Mis pasos se precipitan;
mas nada en mi alivio vale,  110
que aun gigantescas las sombras
me siguen para aterrarle.
   Trepo, huyéndolas, la cima,
y al ver sus riscos salvajes,
«¡Ay!», exclamo, «¡quién cual ellos  115
insensible se tornase!»
   Bajo del collado al río,
y entre sus lóbregas calles
de altos árboles, el pecho
más pavoroso me late.  120
   Miro las tajadas rocas
que amenazan desplomarse
sobre mí, tornar oscuros
sus cristalinos raudales.
   Llénanme de horror sus sombras,  125
y el ronco fragoso embate
de las aguas más profundo
hace este horror y más grave.
   Así azorado y medroso,
al cielo empiezo aquejarme  130
de mis amargas desdichas
y a lanzar dolientes ayes,
   mientras de la luz dudosa
expira el último instante,
y el manto la noche tiende  135
que el crepúsculo deshace.




- XXXV -


Los aradores

ArribaAbajo   ¡Oh, qué bien ante mis ojos,
por la ladera pendiente,
sobre la esteva encorvados
los aradores parecen!
   ¡Cómo la luciente reja  5
se imprime profundamente
cuando en prolongados surcos
el tendido campo hienden!
   Con lentitud fatigosa
los animales pacientes,  10
la dura cerviz alzada,
tiran del arado fuerte.
   Anímalos con su grito
y con su aguijón los hiere
el rudo gañán, que en medio  15
su fatiga canta alegre.
   La letra y pausado tono
con las medidas convienen
del cansado lento paso
que asientan los tardos bueyes.  20
   Ellos las anchas narices
abren a su aliento ardiente,
que por la frente rugosa
el hielo en aljófar vuelve;
   y el gañán aguija y canta,  25
y el sol que alzándose viene
con sus vivíficos rayos
le calienta y esclarece.
   ¡Invierno!, ¡invierno!, aunque triste,
aún conservas tus placeres;  30
y entre tus lluvias y vientos
halla ocupación la mente.
   Aún agrada ver el campo
todo alfombrado de nieve,
en cuyo cándido velo  35
sus rayos el sol refleje.
   Aún agrada con la vista
por sus abismos perderse,
yerta la naturaleza
y en un silencio elocuente,  40
   sin que halle el mayor cuidado
ni el lindero de la suerte,
ni sus desiguales surcos,
ni la mies que oculta crece.
   De los árboles las ramas  45
al peso encorvadas ceden,
y a la tierra fuerzas piden
para poder sostenerse.
   La sierra, con su albo manto,
una muralla esplendente  50
que une el suelo al firmamento
allá a lo lejos ofrece,
   mientra en las hondas gargantas
despeñados los torrentes,
la imaginación asustan  55
cuanto el oído ensordecen.
   Y en quietud descansa el mundo,
y callado el viento duerme,
y en el redil el ganado,
y el buey gime en el pesebre.  60
   ¿Pues qué cuando de las nubes
horrísonos se desprenden
los aguaceros, y el día
ahogado entre sombras muere,
   y con estrépito inmenso  65
cenagosos se embravecen
fuera de madre los ríos,
batiendo diques y puentes?
   Crece el diluvio; anegadas
las llanuras desparecen,  70
y árboles y chozas tiemblan
del viento el furor vehemente,
   que arrebatando las nubes
cual sierras de niebla leve,
de aquí allá en rápido soplo  75
en formas mil las revuelve;
   y el imperio de las sombras
y los vendavales crecen,
y el hombre atónito y mudo
a horror tanto tiembla y teme.  80
   O bien la helada punzante
la tierra en mármol convierte,
y al hogar en ocio ingrato
el gañán las horas pierde.
   Cubiertos de blanca escarcha,  85
como de marfil parecen
los árboles ateridos,
y de alabastro la fuente.
   Sonoro y rígido el prado,
la planta hollado repele;  90
y doquier el dios del hielo
su ominoso mando ejerce,
   hasta que el suave favonio,
medroso y tímido al verse
nuevo volar, con su aliento  95
tan duros grillos disuelve.
   El día rápido anhela;
no asoma el sol por oriente,
cuando sin luz al ocaso
precipitado desciende,  100
   porque la noche sus velos
sobre la tierra despliegue,
de los fantasmas seguida
que en ella el vulgo ver suele.
   Así el invierno ceñudo  105
reina con cetro inclemente,
y entre escarchas y aguaceros
y nieve y nubes se envuelve.
   ¿Y de dónde estos horrores,
este trastorno aparente,  110
que en enero su fin halla,
y que ya empezó el noviembre?
   Del orden con que los tiempos
alternados se suceden,
durando naturaleza,  115
la misma, y mudable siempre.
   Estos hielos erizados,
estas lluvias, estas nieves
y nieblas y roncos vientos
que hoy el ánimo estremecen  120
   serán las flores del mayo,
serán de julio las mieses,
y las perfumadas frutas
con que octubre se enriquece.
   Hoy el arador se afana,  125
y en cada surco que mueve
miles encierra de espigas
para los futuros meses,
   misteriosamente ocultas
en esos granos que extiende  130
doquier liberal su mano
y en los terrones se pierden.
   Ved cuál fecunda la tierra
sus gérmenes desenvuelve
para abrirnos sus tesoros  135
otro día en faz riente.
   Ved cómo ya pululando
la rompe la hojilla débil,
y con el rojo sombrío
cuán bien contrasta su verde;  140
   verde que el tostado julio
en oro convertir debe,
y en una selva de espigas,
esos cogollos nacientes.
   Trabaja, arador, trabaja  145
con ánimo y pecho fuerte,
ya en tu esperanza embriagado
del verano en las mercedes.
   Llena tu noble destino,
y haz cantando tu afán leve,  150
mientras insufrible abruma
el fastidio al ocio muelle
   que entre la pluma y la holanda,
sumido en sueño y placeres,
jamás vio del sol la pompa  155
cuando lumbroso amanece;
   jamás gozó con el alba
del campo el plácido ambiente,
de la matinal alondra
los armónicos motetes.  160
   Trabaja, y fía a tu madre
la prolífica simiente
por cuyo felice cambio
la abundancia te prometes;
   que ella te dará profusa  165
con que tu seno se aquiete,
se alimenten tus deseos,
tu sudor se remunere,
   puesto que en él y tus brazos
honrado la fausta suerte  170
vinculas de tu familia,
y libre en tus campos eres.
   Tu esposa al hogar humilde
apacible te previene
sobria mesa, grato lecho,  175
y cariño y fe perennes,
   que oficiosa compañera
de tus gozos y quehaceres,
su ternura cada día
con su diligencia crece;  180
   y tus pequeñuelos hijos,
anhelándote impacientes,
corren al umbral, te llaman,
y tiemblan si te detienes.
   Llegas, y en torno apiñados  185
halagándote enloquecen,
la mano el uno te toma,
de tu cuello el otro pende;
   tu amada al paternal beso
desde sus brazos te ofrece  190
el que entre su seno abriga
y alimenta con su leche,
   que en sus fiestas y gorjeos
pagarte ahincado parece
del pan que ya le preparas,  195
de los surcos donde vienes.
   Y la ahijada el mayorcillo
como en triunfo llevar quiere;
la madre el empeño ríe,
y tú, animándole alegre,  200
   te imaginas ver los juegos
con que en tus faustas niñeces
a tu padre entretenías,
cual tu hijuelo hoy te entretiene.
   Ardiendo el hogar te espera,  205
que con su calor clemente
lanzará el hielo y cansancio
que tus miembros entorpecen;
   y luego, aunque en pobre lecho,
mientras que plácido duermes,  210
la alma paz y la inocencia
velarán por defenderte,
   hasta que el naciente día
con sus rayos te despierte,
y a empuñar tornes la esteva  215
y a regir tus mansos bueyes.
   ¡Vida ignorada y dichosa!,
que ni alcanza ni merece
quien de las ciegas pasiones
el odioso imperio siente.  220
   ¡Vida angelical y pura!,
en que con su Dios se entiende
sencillo el mortal, y le halla
doquier próvido y presente;
   a quien el poder perdona;  225
que los mentirosos bienes
de la ambición tiene en nada,
cuanto ignora sus reveses.
   Vida de fácil llaneza,
de libertad inocente,  230
en que dueño de sí el hombre
sin orgullo se ennoblece;
   en que la salud abunda,
en que el trabajo divierte,
el tedio se desconoce,  235
y entrada el vicio no tiene;
   y en que un día y otro día
pacíficos se suceden,
cual aguas de un manso río,
siempre iguales y rientes.  240
   ¡Oh, quién gozarte alcanzara!,
¡oh, quién tras tantos vaivenes
de la inclemente fortuna
un pobre arador viviese!;
   uno cual estos que veo,  245
que ni codician ni temen,
ni esclavitud los humilla,
ni la vanidad los pierde,
   lejos de la envidia torpe
y de la calumnia aleve,  250
hasta que a mi aliento frágil
cortase el hilo la muerte.




- XXXVI -


El zagal apasionado

ArribaAbajo   ¡Oh, qué mal se posa el sueño
sobre ojos que el Amor abre,
ni con sus dulces cuidados
su grata calma hizo paces!
   Las dos suenan, y rendidos  5
de sus amargos afanes,
a un pacífico letargo
se abandonan los mortales.
   Yo solo velo, bien mío,
y en ocupación süave,  10
con tu cariño y mis penas
regalo mi pecho amante,
   yendo y tornando el deseo,
sin que ni un momento pare,
hasta el lecho silencioso  15
do en plácido sueño yaces,
   do en libre y feliz soltura,
las formas inimitables
de tu belleza sin velo
logran todo su realce.  20
   ¡Oh, qué de gozos y bienes
de allá en su ilusión me trae!,
¡qué de esperanzas me adula!,
¡y qué de estorbos deshace!
   Si los reyes de la tierra  25
pusieran en este instante
su cetro a mis pies en cambio
la gloria que en ti me cabe,
   ¡qué ufano los desdeñara
mi corazón!, pues ¿qué valen  30
su oro y pompa y señorío
con mi embeleso inefable?
   Tú lo di, oh Luna, que atiendes
mis finezas; tú que sabes
de este corazón las ansias  35
y cuán tierno ora me late.
   Dilo tú, que en tus amores,
ciega un tiempo abandonaste
por ver tu pastor dormido
las esferas celestiales,  40
   y entre las sombras marchando
con planta y pecho anhelante,
extática y silenciosa
descansabas con mirarle,
   hasta que en tu ardiente seno,  45
premiándolo, con mil ayes
tímido el suyo alentabas
a que más y más gozase.
   Dilo pues, hermosa Luna,
así en tus visitas halles  50
a tu Endimión venturoso
cada noche más galante.
   Inmóvil, los ojos fijos
sobre tu albergue, «Enviadle»,
clamo a los cielos, «los sueños  55
más ligeros y agradables.
   Volad, frescos cefirillos,
volad, y batid el aire
que fácil su labio aspire,
porque más grata descanse.  60
   Colmad de suaves esencias
su estancia: flor en los valles
no abra el cáliz que en tributo
de mi Clori no se exhale.
   La armoniosa filomena,  65
cuyo pico lamentable
trina en el bosque, a su oído
hoy no ensaye otros cantares
   que los que en quiebros canoros
su imaginación halaguen,  70
den pábulo a su ternura
y su corazón inflamen.
   Y tú en solícito anhelo,
los sueños más deleitables,
Amor, a su mente ofrece,  75
con que se goce y regale.
   Haz que trisque con las Gracias,
haz que su hermana la llamen,
y que de rosa y jazmines
ciñan su sien y la abracen.  80
   Entre sus albas corderas
salga a la vega; un enjambre
de cupidillos la siga,
y adórenla los zagales.
   O aplaudida aun de las bellas,  85
luzca gallarda en el baile,
riendo a cuantos la miren
con sus pasos y su talle.
   Entonces, oh Amor, presenta
propicio mi fiel imagen  90
a sus pies, besando tierno
las breves huellas que estampen.
   Mi fineza le recuerda;
dile, dile de mi parte
que duerma en paz, pues yo velo,  95
y mi fe la guardia le hace.
   Dile mis blandos suspiros,
y el éxtasi inexplicable
en que me ves, este lloro
que del corazón me sale,  100
   esté aquí presente verla
y como presente hablarle,
y en mis cariños perderme,
y en sus gracias embriagarme...»
   ¡Dichosa holanda, dichosa  105
veces mil!, ¡oh, quién lograse
gozar lo que avara gozas,
saber cuanto feliz sabes!,
   ¡oh, quién lograse...! En mis venas
todo el fuego de Amor arde,  110
un dulce temblor me agita,
plácido el seno me late.
   La voz me falta... A mis ojos
ven, grato sueño, ven fácil;
y haz que el delirio que siento  115
entre tus brazos se calme.

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